"...después de todo, ¿qué es lo que más aprecias en este mundo?..."
Cuando Esteban despertó, aún quedaban estas palabras en su mente. Borrosas, lejanas, sonaban como susurros dentro de su cabeza. Había tenido un mal sueño. Casi una pesadilla. Y aunque esto último lo sabía -había despertado con un sudor frío en la frente y en las manos-, no recordaba nada.
Excepto esas últimas palabras. Trató de reflexionar sobre ello. Él era un chico tímido, de unos 16 años. Tenía el cabello oscuro, corto y liso. Era delgado y un poco alto. Se trataba del típico adolescente, nada especial. Él siempre se decía a sí mismo que nada lo diferenciaba de los demás. Vivía en un barrio pobre, un tanto alejado del centro de la ciudad. Asistía a la escuela pública y compartía hogar con su madre y su padre. No tenía hermanos, pues sus padres así lo habían decidido. Eran buenos con él y se preocupaban por cubrirle la mayoría de sus necesidades, por lo menos hasta donde el dinero se los permitía.
Se incorporó, estiró brevemente los brazos y se talló los parpados con las manos. Poco después ya estaba tomando una ducha. Sentía como el agua recorría su cuerpo frío. Tenía todo el día libre. Aún no pasaban de las 8:00 de la mañana. Se relajó un poco y pensó en las palabras que le habían susurrado entre sueños. «¿Qué es lo que más aprecias en este mundo?». Nunca había pensado sobre ello. Y aunque la respuesta lógica sería que apreciara a sus seres queridos, o a las personas que lo apoyaban -como su madre y su padre-, se preguntó si esto era igual para todos. Había personas que se conformaban con tener mucho dinero, ser sobresalientes o independientes. Pero, ¿qué era lo que más apreciaba él? Se quedó mirando fijamente al vacío.
Su vida era muy simple. Simplemente hacía sus deberes, ayudaba a su madre a cuidar de la casa, iba de compras, leía para entretenerse por momentos y distraer su mente de lo que para él era una preocupación: carecía de amigos. No tenía ni uno sólo.
Recordaba que en su infancia siempre había sido alguien tímido. Alguien que sufría al hablar con los demás. Se miraba a sí mismo en el espejo como alguien desagradable, aburrido. «Pobre Esteban», se decía. «Nadie piensa en tí». Estos pensamientos lo torturaban casi a diario desde que tenía memoria. Trataba de apartarlos con lo que fuera. Desde salir, hasta platicar con su padre. Pero eso no cambiaba su realidad. No tenía a nadie, nadie que le ofreciera una mano, un poco de cariño, un poco de confianza.
Terminó de ducharse. Tomó su toalla y se limpió la humedad de la cara, sin saber si eran lágrimas o gotas de la regadera. Se sentía mal, como siempre, como todos los días, pero tenía que disimularlo para que nadie le preguntara qué le sucedía. Se quedó tumbado en su cama, aún pensando en el sueño. Sus ojos miraban al techo, pero su mente estaba en otro lado. «¿Qué es lo que más aprecias...?». No sabía cómo responder a eso. ¿Cómo podría valorar a algo por encima de su propia vida, si a ésta misma no le daba la importancia suficiente? Se dió media vuelta y observó fijamente al otro lado de la ventana. Estaba soleado. En el cielo se veían pasar unos cuantos pajarillos.
De pronto, una luz rojiza pasó por su ventana. Al principio parecía un punto rojo, como una mota, un copo de nieve rojizo, suspendido en el aire, flotando. Pero se fue ensanchando cada vez más y más, envolviendo la totalidad de la casa de Esteban. Éste, asustado, se quedó estupefacto, paralizado. Un escalofrío recorría sus brazos y su espalda. Sus piernas temblaban y en su rostro se reflejaba una expresión del horror más puro posible. La figura roja, con aspecto de niebla, tenía cubierta ya paredes, puertas y ventanas, e iba infiltrándose con gran rapidez por todas las habitaciones.
Por fin pudo reaccionar. Salió de su pieza y encontró la casa vacía, consumida por aquella aberración colorada. Y aunque no era ningún tipo de gas venenoso -podía seguir respirando sin ningún tipo de dificultad-, era tan espesa que apenas podía ver sus propias manos. Caminaba con timidez, pues se sentía ciego. Era la primera vez que tenía aquella sensación. Y le llegó a la mente la misma pregunta que se había hecho varias veces. «¿Cómo anda un invidente por el mundo, si no es capaz de reconocer ningún camino nuevo, si no es capaz de afrontar los posibles peligros que solo podían detectarse con la vista?» Era obvio que necesitaban de un tercero que los ayudara. Y aunque siempre había pensado que ésta pregunta y su respuesta también aplicaban para referirse a lo espiritual, él siempre se había conformado con lo físico.
Pero él estaba sólo en ese momento y lo único que tenía eran sus recuerdos sobre el camino para poder desplazarse a tientas por su casa, y le costaba bastante. Tropezó varias veces caminando por el pasillo, chocando con estanterías o bajando las escaleras. Y, despues de tanto renegar y quejar, pudo llegar a la puerta principal. Seguía asustado, pero no tanto como al principio, así que se decidió a abrirla.