Se despertó hacia las seis de la mañana con la cabeza embotada por falta de sueño. Lo primero que le vino a la mente fue el rostro de Peter con la bandeja del horno en las manos. Recordó cómo la había mirado con pesar mientras ella le cerraba la puerta de su propia casa en las narices. Sintió un pellizco de tristeza y cierta sensación de ridículo. ¿Qué pensaría de ella? Estaba segura de que no era la primera vez que una alumna se colgaba de él. Le horrorizó que la considerara una «lolita» más a la que había tenido que desilusionar con delicadeza. Para consolarse, se dijo que al menos ahora sabía a qué atenerse. Se había arriesgado, y aunque el resultado no había sido el que deseaba, experimentaba una extraña serenidad. Salió de la cama con un suspiro de resignación y se puso en marcha. Había quedado a las siete con Marcelo. Quedaban menos de quince días para la January Race, que se celebraba justo después de Año Nuevo, y su liebre insistía en que debían volver a entrenar cuanto antes. Irene no estaba segura de que fuera prudente para él empezar a correr tan pronto, pero su amigo era un cabezota y no se dejaba convencer fácilmente. Se puso las mallas y unas zapatillas deportivas nuevas que le había mandado su padre como regalo anticipado de Navidad. Luego marchó hacia la pista a buen paso. Estaba segura de que no habría nadie a aquella hora y podría calentar con tranquilidad antes de que llegara Marcelo. Se quedó muy sorprendida cuando lo encontró ya allí, haciendo estiramientos en un banco de madera. —¿Qué haces aquí tan pronto? —preguntó ella—. ¿No habíamos quedado a las siete? —Lo mismo podría decir yo de ti. ¿Es que quieres entrenarte a mis espaldas para sacarme ventaja? —No podía dormir, así que decidí venir antes. —Eso es exactamente lo que me ha pasado a mí. Estos días estoy algo nervioso —dijo con voz soñadora. Irene pensó que iba a soltarle una nueva perorata sobre lo guapa, lista y divertida que era su Brenda. Y aquella mañana no iba a poder soportarlo. —Entonces lo mejor será que empecemos ya, ¿no crees? Pero vayamos despacio: no estoy en muy buena forma últimamente. Había mentido porque no quería que Marcelo se esforzara demasiado y sufriera un desvanecimiento o algo peor. —De acuerdo. Iremos poco a poco. Salieron trotando en dirección al bosquecillo que llevaba al acantilado. Enseguida Irene se encontró mejor. La neblina de la mañana se estaba aclarando, y todo parecía indicar que aquél iba a ser uno de los raros días de diciembre en que asomaría el sol. La brisa del mar soplaba con suavidad, arrastrando reminiscencias saladas que se pegaban a su piel y se mezclaban con el sudor. Irene sintió cómo la sangre circulaba por cada rincón de su cuerpo. Se concentró en aquel hormigueo benéfico y en el sonido de las fuertes pisadas de Marcelo para olvidar sus penas.Aunque todo lo demás se desmoronara, aunque no dejara de meter la pata con los chicos, nadie podría quitarle aquella sensación: la alegría absurda e irracional de correr al lado de un amigo, disfrutando del silencio y de la naturaleza que se desperezaba. En aquel momento sintió que compartía algo muy importante con Marcelo, un ser puro y sin rincones sombríos, alguien que la comprendía y la aceptaba tal como era. Volvió la cara para comprobar cómo se encontraba su liebre. Recordó con un estremecimiento su accidente de hacía pocos días y cómo había sufrido hasta estar segura de su recuperación. Sonrió al verle la cara de concentración. Conocía muy bien aquella expresión y no se sorprendió cuando él anunció un cambio de ritmo. —Deja de fingir que no puedes ir más deprisa, Irene. Me encuentro bien y quiero que nos entrenemos de verdad. Ya sabes cómo funciona esto. Yo me adelanto y tú tratas de atraparme. —De acuerdo, pero prométeme que si sientes algo raro, pararás. —Estoy perfectamente, mamá —se burló—. Venga, concéntrate y respira como te he enseñado. ¡Hasta luego! —gritó al alejarse con pasos largos. Irene apretó el paso, alborozada, con ganas de emplear a fondo sus músculos. Desde el accidente no había vuelto a entrenarse a conciencia y sentía que el cuerpo le pedía un acelerón. El camino se estrechó al aproximarse al acantilado. Tuvo ganas de abrir los brazos, como si fuera a volar, para rozar las cortezas de los árboles con la punta de los dedos. La distancia entre ella y Marcelo se acortaba irremediablemente. Ya preparaba las bromas pesadas que iba a gastarle al darle alcance, cuando de repente oyó unas pisadas a sus espaldas. Una ráfaga de aire le agitó el cabello cuando una chica la adelantó, e Irene pudo capturar su perfume de vainilla. Parecía una aparición. Una especie de hada de los bosques o una valkiria rubia, altísima y esbelta. Llevaba el cabello liso recogido en una cola de caballo que se movía de izquierda a derecha al compás de sus pasos elegantes. Irene levantó la mano para saludarla, como hacían todos los corredores del mundo en señal de cortesía, pero la chica iba como una flecha y ya estaba adelantando a Marcelo. A continuación vio que su amigo se había detenido en seco y oyó gritos. Pensando que le había pasado algo, corrió con todas sus fuerzas. Lo encontró fundido en un abrazo con aquella belleza rubia, que reía sin cesar mientras le revolvía el cabello con familiaridad. —¡Marcy, Marcy, Marcy! —repetía, como si Marcelo fuera la octava maravilla del mundo y ella una exploradora intrépida que acabara de rescatarlo de las garras de un codicioso contrabandista. —¡Brenda! Pero ¿cuándo has llegado? Deberías haberme avisado. —Llegué ayer en plena noche. He instalado mi iglú térmico en un claro del bosquecillo. Tenía pensado ir a despertarte dentro de un rato, cuando hubiera acabado mi entrenamiento. Irene cambió el peso de su cuerpo de un pie al otro, incómoda. Se sentía una intrusa, como si estuviera de más en aquel esperado reencuentro. Marcelo ni siquiera la miraba, absorto en su felicidad por volver a ver a su querida B. Ella torció el gesto, y entonces Brenda se presentó. —Tú debes de ser Irene, ¿verdad? Marcelo me ha hablado mucho de ti —declaró mientras le daba la mano. Al ver a la australiana más de cerca, comprobó con envidia que no sólo le sacaba casi medio metrode altura. También tenía una de esas pieles perfectas de mejillas sonrosadas y poros invisibles. —Y tú debes de ser Brenda —dijo Irene al estrechar su mano. La recién llegada no tardó en olvidarla y volvió a concentrarse en Marcelo. O Marcy, como ella prefería llamarlo. «Menudo nombrecito ridículo», se dijo Irene, rabiosa, mientras la oía cotorrear. Incluso su voz y su acento eran ofensivamente encantadores, parecidos al arrullo de una paloma. Pero ¿por qué había tenido que aparecer justamente aquella mañana? Tan sólo unos minutos antes había disfrutado con Marcelo de un momento único, bello y perfecto. Un verdadero oasis en medio de tanta tempestad sentimental. Pero aquellos buenos presagios se habían empañado ahora con la llegada de la Miss Australia y su olor a galletas recién hechas. «¡Si ni siquiera suda!», pensó Irene, indignada. Marcelo propuso que fueran los tres a desayunar, pero ella se excusó diciendo que había quedado con Martha. No tenía el ánimo para soportar a los dos tortolitos. Por el camino de vuelta tuvo que aguantar las amables preguntas de Brenda, que se esforzaba por incluirla ahora en la conversación. —Eres española, ¿verdad? Una de mis mejores amigas nació en Sevilla y emigró con sus padres a Australia cuando era muy pequeña. Me enseñó a decir algunas palabras. Me parece un idioma muy divertido, como los españoles —dijo con una sonrisa que dejó al descubierto unos dientes inmaculados y perfectamente colocados. —Eso es estupendo —respondió Irene, sin poder evitar sonreírle a su vez. ¿Qué tenía aquella chica que la hacía irresistible? —He plantado mi tienda de campaña cerca de tu residencia, en el bosquecillo de al lado. Vendré a visitarte, si no te importa. ¿Quizá podríamos tomar el té? En Australia también existe esa costumbre, pero nunca lo he hecho en un internado inglés. Seguro que tu habitación es encantadora— prosiguió agitando las manos mientras hablaba. —En realidad es algo pequeña y la comparto con una amiga. Ella sí es inglesa. —¡Estupendo! Así podré conocerla también. Irene admiró su confianza y deseó poseer una décima parte de ella. —¡Bueno, ya hemos llegado! Nos veremos más tarde, Irene. He alquilado un coche y quiero hacer excursiones por los alrededores. Espero que nos acompañes. —Estoy un poco ocupada estos días y… —empezó a protestar. —Marcy, ¿me enseñas las instalaciones del cole antes de que empiecen las clases? —preguntó Brenda a Marcelo con su voz más seductora, ignorándola otra vez. Irene puso rumbo a la residencia, no sin antes comprobar la mirada de admiración que él dedicaba a la aussie.[9] Caminaba cabizbaja y hundida, con la mente llena de pesimismo y el corazón plagado de negros presagios. Al llegar a su cuarto tropezó con algo pequeño frente a la puerta. Era un paquete cuadrado, envuelto en papel de celofán azul, con un sobre grapado. El envoltorio crujió cuando lo retiró. Irene se sorprendió al descubrir un CD con la misma portada que había admirando la noche anterior en el póster: la foto de los dos músicos sentados sobre la banqueta de un piano. Abrió el sobre que acompañaba al disco con ansiedad. No había duda acerca de quién le había enviado aquel regalo.Te quiero, Irene, y eres muy importante para mí. Tanto, que ya te has vuelto imprescindible en mi vida. ¡Qué aburrida sería sin los miércoles contigo! Nunca podremos ser una pareja, pero tú misma dijiste que hay otras formas de amor más profundas y duraderas, como la de Armstrong y Ellington, cuyos corazones latían al unísono para la felicidad del mundo. DE TU AMIGO CURSI Y TRASNOCHADO Unas lágrimas escaparon de sus ojos y cayeron sobre la tarjeta, emborronando las líneas que Peter le había dedicado.