El lunes era el primer día de las vacaciones navideñas e Irene se despertó después de que la alarma de su móvil atronara durante un minuto seguido. Martha dio un grito para que la apagara de una vez, y ella, aún perdida entre las brumas del sueño, dio un manotazo al teléfono. Luego salió de la cama con un gruñido. Estaba de un humor de perros tras no haber pegado ojo en toda la noche. Si no se daba prisa, iba a llegar tarde a su última cita del año con Peter Hugues, que se marchaba a Londres aquella misma noche para pasar las fiestas con su familia. Los dos habían decidido poner fin al curso de gramática antes de Navidad. A Irene le había parecido una buena idea en su momento, ya que así estrenaría año con la satisfacción de un deber cumplido. Pero aquella mañana notó cómo se apoderaba de ella la nostalgia anticipada; también la angustiosa sensación de que le quedaban pocas cosas a las que agarrarse. Se dio cuenta de que iba a echar muchísimo de menos las tardes de los miércoles en el despacho de Peter, así como las excursiones sorpresa que él le preparaba. Por suerte le quedaba la de aquel día, pensó. Mientras se duchaba a toda velocidad, hizo balance de aquel curso acelerado sobre el arte de amar. Se preguntó con amargura si, más allá de escribir siete trabajos, había sido capaz de asimilar alguna de las lecciones que Peter y las mismas novelas debían inspirarle. Al pensar en ello, revivió la encendida conversación con Marcelo de la noche anterior y su sorprendente revelación. Notó un pinchazo de desasosiego en el estómago. Se sentía ridícula por haberlo mareado con sus preguntas de niña celosa, como si él le debiera alguna respuesta. Y, por encima de todas las cosas, lamentaba haber hablado mal de su hermana. Él se había disgustado mucho, con razón, e Irene se preguntaba si podría perdonarle su torpeza algún día. Quizá después de aquella escenita patética ya no querría verla nunca más y se habría esfumado todo su interés por ella. Eso si alguna vez había llegado a existir. Recordó que al conocer la identidad de Brenda primero había sentido un alivio inmenso, demasiado parecido a la felicidad, seguido del impulso irresistible de darle un bofetón a Marcelo o de abrazarlo, o quizá ambas cosas a la vez. Finalmente no había hecho nada. Se había metido en la cama para intentar dormir, pero tras muchas horas de cavilaciones seguía dándole vueltas al asunto y estaba desolada. Se daba cuenta de que la dicha había estado muy cerca de ella todo el tiempo, y no había advertido que pasaba por su lado, vestida con chándal y zapatillas de deporte. Se miró al espejo y trató de suavizar su expresión crispada, demasiado abrumada por sus sentimientos hacia Marcelo. Ahora, cuando ya no había vuelta atrás, descubría que no quería perderlo. Mientras se secaba el pelo pensó, avergonzada, que, a pesar de todas sus lecciones de gramática del amor, no pasaba de ser una mera principiante. La última sesión del curso se iba a celebrar también en un lugar indeterminado. Peter sólo le había recomendado que se pusiera ropa de abrigo y botas de agua. Tenía que llevar consigo una muda derecambio por si se mojaban, algo que le hacía intuir que iban a pasar un buen rato en el exterior. No hacía falta que llevara libros ni papeles, le había advertido, puesto que la noche antes Irene había enviado su trabajo por correo electrónico y él ya lo tendría leído para cuando se encontraran. Sin embargo, no podía marchar con aquel estado de inquietud. Llamó a Marcelo para disculparse, deseando encontrarlo despierto y con el móvil encendido. —Irene —respondió una voz soñolienta al otro lado de la línea. —Marcelo, ¡buenos días! ¿Ya estás despierto? —dijo ella, sin ocultar el alivio que sentía por el hecho de que todavía le dirigiese la palabra. —En realidad no he dormido demasiado bien. —Yo tampoco. Escucha, quiero pedirte disculpas. Lo que dije ayer sobre Brenda fue imperdonable. Y ni siquiera lo sentía de verdad. Todo fue por culpa de mis estúpidos celos. —Tenías razón al enfadarte con nosotros —repuso apesadumbrado—. Y yo no tendría que haberte echado de la habitación. —Pero… ¿por qué no me dijiste antes que era tu hermana y me dejaste hacer el idiota tanto tiempo? Creía que éramos… amigos. —Brenda puede ser una persona muy persuasiva. Ya lo has comprobado por ti misma estos días. Le escribí hace semanas y decidió venir enseguida a visitarme. Es muy protectora, y me temo que tiende a inmiscuirse demasiado en mis problemas. Me prohibió tajantemente que te dijera nada. Lo siento de verdad. —Entonces, ¿me perdonas? Irene sintió que su corazón se aligeraba como un globo hacia el cielo. —Claro, ya está olvidado. No te preocupes más. Soy yo quien te pide disculpas por mi salida de tono. —¿Seguiremos como antes? —insistió ella, todavía insegura. La voz de Marcelo sonó diferente, más distante y apagada de lo habitual, al responder: —Sí, seguiremos entrenando como siempre. Irene, ahora tengo que colgar. Estoy destrozado y no sé ni lo que digo. A Irene le pareció que seguía hablando con frialdad. Finalmente colgó muy disgustada, sin haber conseguido aclarar si él hablaba desde el corazón o si su perdón era pura formalidad. Había prometido que seguirían entrenando, sin definir cuál sería su relación a partir de ahora. ¿Se limitarían a correr juntos? Irene no sabía qué pensar. Cuando llegó a la explanada, el coche de Peter ya la estaba esperando como un refugio cálido y seguro. El trayecto fue muy corto, y ella se sorprendió cuando se detuvieron en el aparcamiento del pequeño puerto pesquero de la aldea. Quedaba muy cerca del Dog & Bone, que a aquella hora tan temprana ni siquiera había abierto. El puerto estaba casi desierto, a excepción de un viejo con indumentaria de pescador que los saludó con la cabeza en cuanto bajaron del coche. El anciano tejía redes sentado en un taburete que se sostenía en pie de puro milagro. Dejó su labor en el suelo, al borde de unas barcas amarradas, para salir a su encuentro. Mientras Peter hablaba con el hombre, que al parecer les había preparado una lancha para que dieran un paseo por la costa, Irene oyó un zumbido y sacó el móvil de su bolso.[Siento mucho que mi estúpida comedia te haya causado tantos disgustos. Por favor, perdóname. Eres una chica extraordinaria y, si aceptas ser mi amiga, ya sólo por eso mi viaje habrá valido la pena. PD. Marcelo está muy arrepentido por lo de anoche. He tenido que emplearme a fondo para consolarlo. Te quiero XX Brenda] Irene suspiró, algo más tranquila al comprobar que Brenda la apreciaba y, sobre todo, al saber que Marcelo había necesitado de su consuelo tras su charla acalorada. Peter le lanzó una de sus miradas de halcón, como si se hubiera dado cuenta de que algo iba mal y tratara de leerle la mente. Por si acaso lo lograba, decidió aparcar el asunto hasta que se hubieran despedido por la tarde. El viejo marinero los condujo hasta el muelle y ayudó a Irene a subir al bote a motor sin dejar de refunfuñar. —¿Por qué está de tan mal humor este hombre? —preguntó Irene—. ¿Es que hay una epidemia de mal rollo en Cornualles esta mañana? —Dice que va a haber una tormenta y quería convencerme de que no saliéramos a navegar —explicó Peter. Irene se acomodó en el pequeño asiento de la lancha y miró al cielo, que exhibía un color azul grisáceo poco corriente. Un rebaño de nubes blancas y esponjosas como ovejitas, más típicas de un día de primavera que de una mañana de diciembre, se movía con parsimonia tratando de decidir dónde se aposentaban para dormir la siesta. Nada parecía indicar que fuera a llover. —Con este cielo tan despejado, no pienso quedarme aquí esperando. Si al final tiene razón y llueve, siempre estamos a tiempo de volver al puerto —concluyó Peter mientras arrancaba el motor, que explosionó con un fuerte chasquido y potentes emanaciones de gasolina. El barquito se llamaba Esculapio, en honor al dios griego de la salud. Al parecer, había pertenecido al médico de la aldea, que hacía tiempo que se había mudado a Pendanze y había dejado aquella embarcación de recreo medio abandonada. Hasta que un pescador avispado se la había comprado por una ridícula cantidad de dinero. Irene se relajó por fin, mecida por el zumbido del motor y el agradable bamboleo de la lancha, que surcaba el mar en calma. Peter llevaba botas de goma y un impermeable azul oscuro con una capucha que lo protegía de las salpicaduras del agua. Manejaba el timón con aplomo, y pronto estuvieron lejos de la costa, lo suficiente para que el triste puerto pesquero y la aldea misma parecieran una pintoresca imagen de postal. Entonces detuvo el motor y echó el ancla, un revoltijo de hierros oxidados que a Irene le parecieron insuficientes para mantener quieto el barco. —¿Sorprendida? —preguntó él rompiendo el silencio que los envolvía, exceptuando las olas y el chirrido lejano de alguna gaviota. —Si el barco se hubiera llamado La Nueva Fidelidad, como el de El amor en los tiempos del cólera, reconozco que habría alucinado. Pero empiezo a conocerte, y ya imaginaba que habríaspreparado una excursión que tuviera algo que ver con nuestra última novela —dijo Irene, sonriendo por primera vez en muchas horas. —Pensé que podíamos acabar con un paseo en barca como homenaje a la última escena de la novela. Sólo que nosotros navegaremos por aguas saladas y volveremos a puerto dentro de un rato —bromeó Peter. El amor en los tiempos del cólera acaba con una mítica escena en la que Florentino Ariza y Fermina Daza, juntos al fin después de más de cincuenta años, navegan por el río en una travesía sin final ni destino concreto. El barco en el que viajan ha izado la bandera del cólera por motivos que no tienen que ver con la enfermedad, y ya ningún puerto les permite atracar por temor a contagiarse. Irene había citado aquel final formidable en su trabajo. Florentino Ariza lo escuchó sin pestañear. Luego miró por las ventanas el círculo completo del cuadrante de la rosa náutica, el horizonte nítido, el cielo de diciembre sin una sola nube, las aguas navegables hasta siempre, y dijo: —Sigamos derecho, derecho, derecho, otra vez hasta La Dorada. Fermina Daza se estremeció, porque reconoció la antigua voz iluminada por la gracia del Espíritu Santo y miró al capitán: él era el destino. Pero el capitán no la vio porque estaba anonadado por el tremendo poder de inspiración de Florentino Ariza. —¿Lo dice en serio? —le preguntó. —Desde que nací —dijo Florentino Ariza—, no he dicho una sola cosa que no sea en serio. El capitán miró a Fermina Daza y vio en sus pestañas los primeros destellos de una escarcha invernal. Luego miró a Florentino Ariza, su dominio invencible, su amor impávido, y lo asustó la sospecha tardía de que es la vida, más que la muerte, la que no tiene límites. —¿Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo? —le preguntó. Florentino Ariza tenía la respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches. —Toda la vida —dijo. Peter se acomodó junto a ella en la otra mitad del estrecho asiento, pero justo entonces el cielo se oscureció y oyeron el crepitar de un trueno cercano. Irene alzó la vista y vio cómo aquellas inocentes nubes que había observado media hora antes se habían revuelto de improviso y habían aumentado alarmantemente de volumen y consistencia. La asustó el fogonazo de un relámpago que cayó cerca de la playa, seguido por el chasquido inmediato de un trueno mucho más fuerte que el anterior. El viejo pescador tenía razón, y una intensa tempestad se había desatado con rapidez sobre la zona. Peter levó el ancla, sin disimular sus nervios, y arrancó el motor tras tres intentos fallidos que los llenaron de angustia. Mientras tanto, la lluvia arreciaba y los estaba empapando, lo mismo que a sus bolsas para la comida. El viento soplaba con fuerza y mecía el barco como una cáscara de nuez vacía. Irene respiró aliviada cuando Peter logró enderezar la proa de la nave y pusieron por fin rumbo a la costa. Poco después los atrapó el corazón de la tormenta. Fue entonces cuando se dieron cuenta de que iban a tener serios problemas para llegar a su destino sanos y salvos.El fuerte viento soplaba de costado, impulsándolos peligrosamente hacia las rocas de un espigón natural, mientras olas cada vez más altas golpeaban el barco por todos los lados. Irene se agarró con fuerza a los laterales de la lancha para evitar caerse con aquel intenso vaivén. Peter aceleró para evitar el choque, que parecía inevitable, pero el motor del Esculapio no estaba preparado para tantos esfuerzos. Tras unos cuantos minutos luchando contra la fuerza desatada del mar, se rindió y emitió un estertor agónico. El oleaje continuó empujándolos inexorablemente y acabó por llenar el barco de agua. Peter maldecía e intentaba arrancar el inerte motor una y otra vez, aterrorizado al ver que terminarían por embarrancar contra los escollos. Irene intentó llamar por teléfono, pero comprobó, asustada, que no había cobertura. Gritó a Peter para ver si él tenía más suerte, pero el fragor de la tempestad acallaba su voz, y él estaba tan concentrado en el motor que ni la escuchaba. Al ver que el agua le llegaba más arriba de los tobillos, Irene se puso a achicarla con un cubo que encontró en la cubierta. Peter se había dado cuenta de que sus esfuerzos no tenían sentido y se unió a ella, tratando de reducir el volumen del agua en el interior del barco a la deriva. Justo entonces, cuando empezaban a desesperar, los envolvió un extraño silencio. Irene observó con alivio que las nubes se habían dispersado tan repentinamente como se habían arremolinado frente a la costa. También el viento había amainado. El Esculapio seguía a merced del mar, pero la fuerza de las olas ya no lo conducía directo hacia las afiladas rocas, sino que lo movía con suavidad hacia atrás y hacia delante, con un dulce compás que les pareció el paraíso, comparado con la zozobra que acababan de vivir. Peter se sentó con el rostro descompuesto. —Creía que no la contábamos —confesó con voz temblorosa. —Yo tampoco. Nunca antes había vivido un naufragio. Irene, que pese a la situación extrema había sido capaz de conservar la calma, le pidió el teléfono para comprobar si el suyo tenía cobertura. El profesor, que no había caído en pedir auxilio, por fin reaccionó y llamó a los guardacostas. Les dijeron que los remolcarían hasta la playa en cuanto pudieran fletar una lancha. Sin poder hacer más, se sentaron a esperar que llegara la asistencia. Irene recordó que llevaba un termo con té caliente y sirvió dos vasos de infusión que les reconfortaron el ánimo. Con un poco más de color en el rostro, Peter le preguntó: —Irene, si la experiencia extrema que acabamos de vivir fuese una alegoría del amor, ¿cuál crees tú que sería el mensaje? —No lo sé —respondió ella, dudando; lo último que esperaba era que después de aquel susto Peter retomara la lección de gramática—. ¿Que estar enamorado significa remar contra corriente? —Todo lo contrario —dijo él tras recuperar el aplomo—. Según el taoísmo, los estados más elevados del alma se alcanzan cuando conseguimos fluir con el mundo y nuestros sentimientos forman parte de esa corriente. Irene pensó otra posible respuesta durante un par de minutos. Luego dijo: —Cuando el amor llega, lo hace como la tormenta que casi nos mata hace un rato. Es furioso, imparable, arrollador. —Pero recuerda lo que aprendimos con Ana Karenina acerca de los amores tranquilos —apuntóPeter. Irene se ponía nerviosa cuando le hacían preguntas directas. Su carácter reflexivo necesitaba la soledad y la familiaridad de una página en blanco para sacar conclusiones acerca de cualquier cosa. Pero conocía la afición de Peter por hacerla avanzar a fuerza de cuestiones, así que decidió intentarlo por tercera vez: —El amor es como navegar por un mar tempestuoso. Hay que estar muy vigilante para no estrellarte contra los escollos o los obstáculos que van saliendo al paso. —Entonces, ¿tú crees que un buen amor tiene que ser necesariamente difícil, un amor contrariado como el de la novela de García Márquez? Cuando navegas en medio de una tempestad, como nosotros hace un rato, ¿por qué luchas contra ella? —volvió a preguntar Peter. —Para salvar la vida, claro. —Pero quieres salvar tu vida, ¿para hacer qué? —¿Para llegar al puerto? Irene empezaba a exasperarse, incapaz de ver hacia dónde los conducía aquel diálogo estrambótico. —¡Tú lo has dicho! Estar enamorado es exponerse a un naufragio constante —dijo él en pie, dirigiendo su mirada melancólica hacia el horizonte—. Naufragamos con cada fracaso. De lo que se trata es de sobrevivir a las tempestades para que, algún día, podamos llegar al puerto donde alguien nos estará aguardando sólo a nosotros. Irene no tuvo tiempo de objetar nada, puesto que el bramido de la potente lancha de los guardacostas interrumpió la charla. Sin embargo, siguió cavilando un buen rato acerca de lo que Peter acababa de decirle. Desde el otro barco les lanzaron varios cabos, que amarraron al armazón de su nave para que empezaran a remolcarlos lentamente hacia la playa. Ella temblaba, muerta de frío, ya que la lluvia y el oleaje habían traspasado su ropa y sus botas y habían empapado también la muda de recambio. Peter le pasó un brazo por los hombros, y ella se arrebujó en el hueco de su hombro, agradecida. Así abrazados entraron en el puerto, y fue entonces cuando Irene sintió que había comprendido algo trascendental. Casi no se dio cuenta de que pensaba en voz alta cuando dijo, como si acabara de experimentar una epifanía: —Lo importante para un navegante del amor es tener claro en qué puerto quiere desembarcar. El profesor le apretó el hombro con afecto mientras la ayudaba a salir de la lancha. Irene suspiró, feliz de volver a poner los pies sobre tierra firme.