Capítulo 3

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Narra Nico

Cuando llegué abajo, caminé hasta llegar al palacio de mi padre. Me sorprendió no encontrarlo en su trono, insultando a los fantasmas aquí y allá. Avancé por los largos y altos pasillos, buscando alguna huella suya.

–No está –me sorprendió una voz conocida–.

Maldije por lo bajo. Justamente a ella me la tenía que encotrar. Fantástico.

–Perséfone –musité girándome–. ¿Y mi padre?

–En el Olimpo, al igual que mi madre –dijo sonriendo–. Decidiendo qué hacer contigo y todos los monstruos esos sueltos. Ahora que parece ser que no sólo os atacan a ti y a los tuyos.

Fruncí el ceño y la miré acusadoramente. Espera, ¿había oído bien? ¿Los monstruos no sólo nos atacaban a los semidioses, sino que también a los mortales? ¡Eso no debía ocurrir! No en... situaciones normales.

–¿A qué te refieres? –pregunté–.

–Oh, claro... Tú acabas de llegar –chasqueó la lengua–. Qué lástima.

–Perséfone... –advertí– No me hagas mandarte a donde no quieres.

–¿Me estás amenazando, niñato? –me regañó– Porque si lo haces, te convertiré en una...

Me desplacé rápido y la estampé contra la pared que había detrás de ella, aferrándole el cuello con una mano.

–Dime qué está pasando –exigí–.

–Buena suerte, di Angelo –jadeó ella, intentando zafarse de mi agarre–. No te lo diré.

Aumenté la presión sobre su cuello, pero me detuve. Mejor dicho, ALGO me detuvo. Giré levemente la cabeza buscando al posible causante de esa sensación, pero no había nadie más en esa habitación excepto Perséfone y yo. De todas maneras, no había sido una...fuerza física. Era más parecido a lo que había pasado minutos antes en DOA, como un...un presentimiento, esa es la palabra.

Volví la mirada hacia ella, pero esa fuerza me ataba el pensamiento y me impedía actuar. Rechinando los dientes, retiré la mano de su cuello (al que inmediatamente se llevó las manos, frotándolo) y bajé la cabeza.

Jamás en mi vida había sentido una cosa tan extraña. Un pensamiento cruzó mi mente como una estrella fugaz. Me alejé de Perséfone y me acerqué al centro de la sala, donde había algo de comida. Cogí una manzana roja y le di un mordisco.

–Me voy a Nueva York –le informé, tratando de parecer indiferente–.

–¿Y a mí qué? –gruñó a mis espaldas–.

Giré un poco la cabeza (lo justo para verla por encima del hombro, lo cual seguramente la enfadaría) y sonreí de manera torcida.

–Que vas a ser buena chica y no le vas a decir nada a Hades, ni a nadie, hasta que yo lo decida.

Las mejillas de Perséfone se habían tornado rojas y desprendía ira por todo su cuerpo; hora de largarse. Hice girar la manzana en el aire para atraparla y guardarla en mi bolsillo y comencé a correr, dispuesto a viajar por las sombras.

–¡NICO DI ANGELO, VEN AQUÍ AHORA MISMO! –oí a mis espaldas. Sentía una presencia ardiente a mis espaldas y perdía fuerzas. Perséfone intentaba transformarme...¿de nuevo?– ¡TE VAS A ENTERAR DE LO QUE ES LA IRA DE PERSÉFONE, MALDITO BAS...!

Desaparecí de la sala y, la verdad, con muy buen sabor de boca, a pesar de que todavía sintiese la columna vertebral entumecida. Tardé al menos veinte minutos en aparecer en la Quinta Avenida, a las puertas del Empire State, pero estaba demasiado cansado. Perséfone me había atacado poco, pero lo suficiente como para no dejarme ir muy lejos.

El Despertar (Nico di Angelo)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora