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Te regaló un libro. Una vez compartieron un café y una charla. Le hiciste algunas sugerencias que le sorprendieron y te prometió tenerlas en cuenta. Le habías hablado con naturalidad, como quien conoce lo que enseña. Te regaló un libro que mencionaste al pasar, en tu lista de pendientes, y te dio esa felicidad que solo la promesa de saber una nueva historia te podía dar.
Lo empezaste esa misma noche y el libro fue el protegido por unos días, en ese trono de los elegidos que era la mesa ratona de tu sala de estar. Siguió el mismo camino que todos los anteriores: de protegido y atentamente leído, a la biblioteca.
Una biblioteca enorme, sagrada, que llevaba años de tu cuidado y devoción. Ahí fue el nuevo libro, con el resto de los antiguos protegidos, de los que ya habían sido leídos, a engrosar el volumen de tu más valiosa posesión: esa biblioteca que tenía tan poco de meras hojas con palabras y tanto de pensamientos, tiempo y reflexión, tantas tardes y cafés dedicados a su compañía y atención. Porque una biblioteca no es rica por la cantidad de sus volúmenes, sino por las miradas estudiosas que se le dedican.
Años, décadas de sumar libros y restar polvo. El mueble, el contenedor, podía cambiar –cambió, de hecho, en muchas de tus mudanzas–, mas el significante era siempre el mismo.
Hasta que un día, el polvo te tomó y tu abandonada biblioteca dejó de recibir esas, tus miradas estudiosas, que la hacían tan tuya, personal y venerada. Un día de tormenta, la humedad anunció a sus estantes que tus ojos ya no volverían a tener un protegido en la mesa ratona.

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⏰ Última actualización: Jan 16, 2021 ⏰

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