VII. Saule

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Narrador omniscente

El viento estival mecía las numerosas hojas del frondoso árbol frente a ella. Se meneaban como pequeños trazos con vida de tonos citrinos y aceitunados.

Una, casi tan ligera como una pluma, consiguió desprenderse, y viajó con el viento. Fue arrastrada a través de la acera, fue pisada por la punta de un tacón rojo que la llevo unos centímetros más allá. Y finalmente fue empujada por la débil ráfaga provocada por un coche que casualmente pasó por allí. Se alzó con ligereza y llegó hasta el cristal, para luego caer con la misma lentitud que al desprenderse del árbol.

Pasó desapercibida ante todos, quienes por andar apresurados y absortos en sus propios pensamientos, no podían darse el tiempo de contemplar a su alrededor. Todo el mundo fue ignorante de su existencia, o de su recorrido. Excepto por ella.

Había tomado la decisión de como en años atrás, dejarse llevar por su necesidad de centrarse en esas cosas, su inquietud por darse cuenta de los mínimos detalles de su alrededor. En busca de una inspiración que no encontraba.

—¿En qué piensas?.— preguntó el pelinegro, sentándose frente a ella luego de poner el batido de fresa sobre la mesa e interrumpiendo su búsqueda dentro de la simpleza de la vida.

—En nada realmente. Sólo en lo banal que es todo.

Habían pasado cinco días, cinco días en los que se había estado conociendo con el muchacho. Y le encantaba el nuevo sentimiento que empezaba a surgir en su interior. Cómo había pasado de ser un manojo de nervios y ansiedad, a poder hablar con completa naturalidad con él. Era como si un peso hubiese sido quitado de sus hombros.

—No creo que se pueda hacer mucho contra eso. Sólo nos queda aprender a disfrutar de la simpleza de nuestra existencia.— tomó un sorbo de su café.

Era una respuesta con la que T/N no estaba de acuerdo. Pues, su manera de vivir siempre se había basado en hacerse preguntas trascendentales, en mirar más allá de esa pequeñez en la que estaba condenado el ser humano a vivir. Pero no era necia, y sabía que en el fondo tenía razón, aunque no se conformase con las simplezas y por más preguntas que se hiciese nunca viviría lo suficiente como para conseguir una respuesta. Por lo que se limitó a asentir.

—Supongo.— sonrió.

—¿Y qué hiciste ayer?.— preguntó igual que todos los días.

Empezó a ir en su hora de descanso, para así poder pasar más tiempo con ella sin tener que preocuparse sobre si entraban más clientes o si su jefe la veía. Pero cuando la hora de descanso terminaba, se retiraba y no volvía a saber de ella hasta el día siguiente.

Los dos habían pensado en hablar a través del celular. Pero él no estaba seguro de si ya había la suficiente confianza como para pedirle su número, no quería incomodarla. Y en cuanto a ella, tan rápido como llegó la idea a su mente, desapareció. Pues había algo en lo romántico e incierto de sus encuentros matutinos que nunca volvería a ser igual una vez lo casi irreal de una pantalla alterase la rutina con el muchacho. Porque no había nada más real que la incertidumbre de cada mañana al despertar, el no saber qué pasaría, si el chico la visitaría o no, o de qué hablarían esa vez. Y no había nada más real que su misma presencia frente a ella. Le gustaba poder apreciar cada uno de sus gestos y reacciones, y le gustaba la posibilidad de poder atisbar con claridad cada una de sus emociones. Que aunque a veces no las expresara, siempre había algo en su mirada o en sus tonos que le dejaba entrever lo que sentía. Y eso era algo que a través de una pantalla nunca conseguiría.

—Nada, lo de siempre.— tomó un sorbo de su bebida rosa—. Me duché, fui a la facultad, luego a la cafetería con Rowan, y volví al hotel. Nunca cambia.— respondió, mirando a través del cristal aquella hoja inerte sobre el pasto casi sin vida y sediento que había logrado sobrevivir al ajetreo de la ciudad.

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⏰ Última actualización: Jan 16, 2021 ⏰

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La Nuit Étoilée •Aidan Gallagher Y Tú•Donde viven las historias. Descúbrelo ahora