El árbol de manzanas era el protagonista. El caluroso mediodía de verano azotaba los blocks sociales de Gran Avenida. Calles de tierra dura y seca, pero con uno que otro árbol que acogía con sombra reconfortante este paisaje semidesértico acaramelado y gris.
El pequeño Tito era uno de esos niños de población: vivaz, rápido, huesudo y firme. Un poquito bajito para su edad, corría por las calles alegres y pobres, en busca de juegos y con quién competir. Pero a pesar del coraje aprendido en la calle para enfrentar a su madre, tenía un rostro dulce y amigable. Su sonrisa desprendía simpatía y los ojos pardos destallaban audacia. El fino cabello oscuro y ondulado contrastaba con la piel blanca y la nariz respingada. "Rubio de nacimiento", decía la mamá que guardaba celosamente un mechón para corroborar que era cierto y que solo el tiempo había estropeado ese precioso tesoro natural. Era un chiquillo de población, de vida dura, de carácter firme e inteligencia intuitiva.
-¡Baja de ese árbol, Tito! -Le gritaba la mamá, mientras le lanzaba peñascos de piedras diminutas.
Tito se había arrancado de ella después de robarle una pera jugosa que estaba reservada para el otro día. Su madre, María Victoria Ovalle, para todos "María" o "Maya", tenía un carácter dictatorial y brusco, cuidaba de sus dos hijos y estaba casada con un hombre sonriente y sumiso, que la adoraba y obedecía sus órdenes sin chistar, pero que vivía bajo el lamentable vicio del alcohol. El pasado de María era violento y, por esta misma razón, tampoco profesaba devoción por los hombres. Su segundo nombre "Victoria", era un espectro en las profundidades de un corazón marchito por una vida cruel y el rimbombante "Ovalle", sólo era una casualidad del destino del que nadie nunca quiso hablar.
Chile de los fines de los cuarenta era otro país. Aún en las poblaciones algunos niños andaban descalzos y los pisos de las casas eran de tierra. Para Tito, por sutil fortuna, su padre era zapatero y se esmeraba por hacer buenos calzados a los hijos. Los baños también eran un lujo en esa época y la mayoría depositaba sus necesidades en bacinicas metálicas que luego iban a parar sepa Dios dónde. Y ese lugar lo conocía bien este niño de Gran Avenida, porque era el encargado de deshacerse del mugrerío familiar.
A pesar de todo, la pobreza era más alegre porque los lujos no eran privilegios de muchos. La vida era más bien sencilla, la gente conversaba en los vecindarios, los jóvenes eran idealistas y las novedades del extranjero eran escasas. Un par de noticias del fin de la guerra en Europa también podía ser un tema recurrente, pero no precisamente en las villas populares del Santiago marginal.
Las tareas domésticas para un niño de ocho años a veces pueden ser exhaustivas y quedar en su mente por siempre. María le encomendaba a Tito ir a vender paltas a la calle y, ese simple encargo, sembró el sentimiento de humillación y vergüenza para el resto de su existencia. Salir a vender era rebajarse, mendigar, sentirse menos. Años después esta experiencia lo impulsaría a desafiar la vida y también a Dios, un ser divino al que nunca vio y al que su madre le obligaba a inclinarse a sus pies, frente al altar, para enmendar pecados mortales como desobedecer las órdenes de no escalar un desnutrido manzano.
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El manzano de Tito
Non-FictionLa infancia no siempre es dulce e ideal, a veces se crece en un torno poco amigable, pero la picardía de un niño sobrepasa las limitaciones de la pobreza y la rigurosidad.