Animarse a darla vuelta

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Transitar por Buenos Aires es una hazaña. Piquteros, movilizaciones varias y arreglos se las ingenian para complicar el desplazamiento por la ciudad. Ya nada es seguro para llegar a destino en tiempo y forma, ni el auto, ni el colectivo, ni el subte. Convengamos que los argentinos nunca fuimos muy formales, pero esta realidad nos da la excusa perfecta para llegar tarde o no llegar.

Sobretodo para los que llegan a la Capital desde el conurbano: tortura casi diaria, interminables colas, protestas, calles atestadas de tránsito y puentes de acceso cortados.

Pero cuando no hay más remedio, uno se arremanga y busca cómo sobrellevarlo, sin dejar de protestar.

Mariana era una de esas víctimas de la protesta social y el desorden citadino. No tenía más opción que viajar en colectivo hacia su trabajo en pleno microcentro. Todos los días, a la misma hora, se  dejaba ver en la parada, bien vestida, maquillada, prolija. Estado que se preocupaba por mantener a lo largo de su hora de viaje peleando con los pasajeros amontonados, los adolescentes que cargan sus mochilas en sus espaldas y arrasan a su paso, los que pasan y tocan, sin querer, por supuesto y algún que otro chorro que aprovecha el apretujo.

Cuando por milagro,  lograba un asiento, leía. Cuando no, rezaba sistemáticamente engrosando sus rasgos obsesivos. A veces soñaba con comprarse un auto e ir cómodamente a laburar, o mejor aún, conseguir un hombre que la mantenga y no trabajar más. Siempre decía que la liberación femenina no fue gran negocio para la mujer, ahora no sólo se hacían cargo de su casa e hijos, sino que también salían a mantenerlos.

Equilibrada como era, o se esforzaba por ser, sabía que no era tan así, y amaba trabajar y tener su independencia.

La vida la llevó a donde quiso, la vida. Planeó ser Contadora, tener su estudio, casarse y rodearse de hijos y he aquí, secretaria, cuarentaicinco años de soltería y ni siquiera sobrinos para malcriar. Única hija, de padres muy mayores y enfermos  a los que tuvo que mantener y cuidar desde su salida del secundario. No concocía tampoco las bondades de la amistad. Un par de decepciones bastaron para sentenciar:”No se puede confiar en nadie”

Pero ella esperaba que algún día, la cosa cambiara. ¿Contadora?, ya no sería; ¿hijos?, ya estaba un poco grande; pero un hombre.... para eso sí que nunca es tarde. ¿Y amigos?

Candidatos no le faltaban. En la empresa donde trabajaba poco era el personal estable a través de los años, con lo cual, diariamente ingresaban jóvenes emprendedores que alzaban vuelo en poco tiempo, maduros golpeteados por la crisis laboral, viejos que se resistían a la jubilación miserable y al tedio de permanecer en su casa.

Mariana era muy simpática y conversadora. Hablaba con todos y hasta por demás, pero ninguno le venía bien. Uno muy joven e inexperto; otro muy mayor y achacado; uno pobre diablo, otro muy tacaño; uno muy profundo, otro muy superficial. A cada uno le encontraba un pero y así permanecía sola. Ni hablar de los separados: todos conflictivos y con sus fracasos a cuestas. ¿Y el propio género? Más vale lejos: chusmas, criticonas y envidiosas.

Su jefe, un padre para ella, se desesperaba por encontrarle marido, o una pareja al menos. Pero nada, todos sus intentos fallaban frente a las exigencias de Mariana.

Un día rutinario, como todos los días, mientras regresaba a su casa, una mirada empezó a buscar la suya. Incómoda y no ya por el apretujo del colectivo repleto,  sin saber mucho qué hacer, la esquivaba. No podía imaginarse dándose un permiso para conocer a alguien. Imbuída en los prejucios de toda una vida, se sentía en falta.

Sin embargo, como desafiando a esos mandatos, se animó a mirar.  Ahí estaba Pablo, un tipo que parecía simple, que disfrutaba de la vida, de la vida que él se iba trasando a su paso, algo bohemio…un escritor.

Sin saber como fue el gran paso, Mariana se encontró sentada en una mesa escuchando el próximo proyecto literario de Pablo, café de por medio. No sabía claramente qué buscaba o qué había encontrado. Sólo podía pensar que se sentía plena. Rara, pero feliz. Por un instante se esforzó por ordenar sus siguientes pasos, fiel a su necesidad de control, pero una sonrisa y un… ¿Estás acá?, de Pablo le despeinó esos pensamientos.

Esa tarde fue eterna, no por el tiempo real, sino por lo intensa. Fue el inicio de una relación que Mariana no puede aún ponerle nombre. Sólo se limita a disfrutarla, a contraponer al ritmo de Pablo, su andar acelerado y sin errores, a saber que hay otro cara de la misma moneda y que hay que animarse a darla vuelta.

Su vida cotidiana no cambió, la rutina no se alteró, los reclamos y quejas tampoco cedieron, pero Mariana lo mira desde otro lugar, el lugar de compartirlo con otro.

Animarse a darla vueltaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora