Hogar

225 34 14
                                    


La anticipación le agarrota el pecho, filtrándose por los intercostales. Lo hace sentir vacío y frágil, más incluso que la breve sacudida cuando el avión toca la pista. ¿Habrá cambiado? ¿Habré cambiado yo? El cosquilleo se le extiende por los brazos hasta la punta de los dedos mientras baja la maleta del habitáculo sobre su cabeza. No puede evitar maldecir internamente la aglomeración de gente en el pasillo porque, a ver, ¿de verdad la humanidad no ha encontrado todavía un modo rápido y organizado de salir de un avión?

Indignante.

No obstante, Oikawa compone una sonrisa para los asistentes de vuelo, que despiden a los pasajeros a medida que salen, y enfila la pasarela. El kanji y kana de los carteles es un regalo para sus ojos, aunque sólo se trate de mensajes institucionales y promociones del duty free; está en casa.

La prueba definitiva es el par de iris verdes que lo espera al otro lado de las puertas de salida. Lo localiza al instante entre el mar de gente que va y viene por el aeropuerto y la sonrisa se le escapa sin querer. El pelo pincho oscuro e ingobernable es el mismo, al igual que la expresión de Me hace ilusión verte, pero voy a hacerme el duro un rato para que no se te suba a la cabeza. La cazadora, en cambio, es nueva. Tiene que serlo, porque está seguro de que sus hombros han ganado un par de centímetros por lo menos.

—El hijo pródigo ha regresado —dice Iwa-chan.

Oikawa quiere decirle un montón de cosas. Tantas que se le apelotonan en la punta de la lengua y se queda plantado cual ficus a pocos pasos de él. Ha echado de menos el timbre de su voz al natural, el destello de sus ojos oliváceos que los píxeles no son capaces de replicar con exactitud.

Sin embargo, lo que le sale es:

—Me parece fatal que el primer selfie que te dignas a mandarme en tu vida sea con Ushiwaka, Iwa-chan.

El muy condenado se ríe en su cara, sin asomo de culpa. Ya no hay valores.

—Seis meses sin verte la jeta y eso es lo primero que sueltas. ¿Por qué no me sorprende?

—Sí, sí, tú ríete pero sabes que me vengaré, ¿verdad? No sé cuándo ni cómo, pero lo haré —declara, pero la sonrisa le sale tres grados demasiado cálida, demasiado teñida de alivio, añoranza y familiaridad para resultar amenazante.

—Anda, ven aquí —dice, tirando de la chaqueta de Oikawa y envolviéndolo en un abrazo.

Oikawa podría resistirse, hacerse de rogar, pero las palmadas en su espalda son sólidas y acogedoras. Relajan la masa de nervio que anida bajo su piel.

—Vas a romperme una costilla con esas manazas —miente, porque no serían ellos sin una brizna de sorna para rebajar el sentimentalismo—. Se nota que estás más fuerte —le palmea los hombros antes de separarse y lo mira de arriba abajo, con toda la mala intención colgada en los labios—, aunque no más alto. ¿Cuánto has crecido, media micra?

El verde centellea, picado.

—Cinco milímetros. Capullo —gruñe, empezando a andar hacia la salida sin esperarlo.

Oikawa lo sigue.

—Debe de ser triste quedarse a dos milímetros del metro ochenta.

—No tanto como quedarse a dos neuronas de ser una persona funcional —responde Iwa-chan sin perder comba.

Oikawa suelta un aspaviento. Le golpea el hombro. Iwa-chan le devuelve un puñetazo flojo en el brazo. De algún modo, a medio camino del aparcamiento, entre pellizcos y capones, sus manos acaban entrelazadas. No hay equívoco posible en el gesto, en el modo en que el pulgar de Iwa-chan traza círculos sobre el suyo, con la misma naturalidad con la que respira. Y, sin embargo, Oikawa no es capaz de quitarse del todo el regusto a incertidumbre. No es culpa del otro chico. Iwaizumi Hajime lleva la honestidad por bandera y la lealtad de un samurái en las venas, y Oikawa se cortaría un brazo antes que dudar de él.

HogarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora