Bajo el Ombú

8 3 0
                                    

Un desvelo a las seis y treinta y uno de la mañana interrumpe mi estado de ensoñación. Lamentablemente, se ha convertido en una costumbre. Llevo unos cuantos meses así. No lo entiendo. Nunca tengo nada qué hacer a esa hora. Llevo mucho tiempo encerrado en casa. Y fuera sé que no se me ha perdido nada.
Los días pasan y me sigo despertando a esa maldita hora. Lo único positivo es que la experiencia de esta tendencia hace que distinga la hora exacta, por mucho que esté oscuro. Las ventanas permanecen cerradas por el frío semejante a témpanos, y sus respectivos cristales se empañan en cuestión de segundos. Recuerdo que cuando era pequeño, dibujaba en los cristales un árbol en un parque. Por alguna razón, supongo. Ya sé que no soy un niño, pero la imaginación sigue siendo mi juguete preferido. La única razón que le encontraba es que me gustaba la naturaleza.

Las mañanas cada vez eran más preciosas tras el campo de fuerza transparente de cristal de mi habitación. Era como si me intentaran decir que valía la pena salir. Pero sé de sobra lo que hay ahí afuera. Sólo odio y rencor. Nada amigable ni generoso. He sufrido malas experiencias con la sociedad y no me era necesario tomar represalias.
Mi cama atrapa mi cuerpo y me aferra con sus sabanas calentitas, costándome abandonarla en los días completamente helados de esta época. Pero algo me dice que he de cambiar. Algo me insinúa que debería estar haciendo algo mucho mejor. Sentía la obligación de averiguarlo.

Después de un desayuno poco alentador, me equipé con mi ropa de abrigo para ver cómo estaba la cosa afuera, ver lo que realmente me esperaba. Cerré la puerta de mi casa y me dispuse a caminar por las calles de mi urbanización. Sé que me he repetido con mencionar el frío que hace, pero está claro que estaba cobrando más protagonismo que mi persona. Estalactitas cuelgan del final de las ramas, empapando y humedeciendo el pasto para mantenerlo más verde. Gatos callejeros buscando refugio en escondrijos o debajo de los coches. Un viento que casi cortaba mi cara. Al menos, el cielo estaba poco poblado de nubes. Gracias a la iluminante y estrellada noche, podía distinguir los picos de las montañas, totalmente blancas, dando a entender que nos esperaría una gran nevada algún día.

Al salir de la urbanización me topé con la carretera principal, casi despoblada. Sólo se escuchaba protestar al viento y algunos coches dirigiéndose a la ciudad. Me quise dejar llevar. Simplemente pensaba en una sola acción a la vez de forma lineal. Cruzar, observar, girar a mí alrededor, frotarme las manos y luego guardármelas en los bolsillos. Hasta que visualicé la parada de autobús. Me acerqué cuidadosamente, ya que algunas partes de plástico de la parada, las había arrancado ese viento tenaz y violento. Unas pintadas de rotulador impedían ver el panel de horarios de todos los vehículos. Excepto uno. Uno que sinceramente nunca había utilizado. Te llevaba a otra parte de la ciudad que no conocía. Y para más sorpresa, oí que venía hacia mí. Un motor que rugía a toda potencia para combatir el frío, me previno de la decisión que debería tomar. Avisar que no quería subirme, o dejar que parase para seguir dejándome llevar. Simplemente había que actuar y tomar una decisión.

Algo en mí me decía que tenía que cambiar mis hábitos anteriores. Que había algo nuevo para mí si aceptaba lo que me brindaba aquel servicio público. Afortunadamente, llevaba dinero. El autobús aminoró su marcha y acabo deteniéndose. Abrió las puertas para que lo pudiese abordar y pagué directamente al conductor para que me diera un ticket, quien siquiera había cuestionado mi destino. Avancé por el pasillo mirando hacia abajo, distinguiendo calzados de distintos pares de pies, con sus respectivos dueños. Hasta que en un espacio a mi derecha dejé de ver pies. Me senté sin pensarlo y ajusté el reposabrazos que daba al pasillo, para no compartir el asiento disponible. Estaba claro que no quería tener nada que ver con ellos.

El vehículo arrancó pasivamente mientras me ayudaba a dejar mi hogar, y las montañas en la lejanía con sus picos nevados, que parecían pinceles de brocha gorda, pintando nubes blancas en la ahora desvaneciente noche. El que fuese una hora tan temprana, permitía sentarme donde quisiera. Poca gente iba a trabajar o quién sabe qué harían a esta hora. Pero a mi no me importaba en lo absoluto. Estaban en su mundo al igual que yo.
Los cristales creaban una imagen difusa del exterior, totalmente desenfocada. Lo que me esperaba era confuso y desconocido. Un futuro del todo incierto, sin garantía de estar arriesgando algún peligro inminente. Resplandecientes luces blancas y rojas en un interminable camino de hormigón gris oscuro, interrumpen las mañanas que vivo en un ambiente de frialdad, aunque otras, hermosas y rosas, se aprecian mejor en el horizonte antes de llegar a la ciudad. Parecía que era el único que había quedado maravillado por aquel amanecer que bañaba el cielo color magenta. Seguía subiendo y bajando gente mientras yo seguía sentado. ¿A dónde iba? Quien sabe. Aún así no paraba de pensar cual sería mi destino final. Estaba claro que acabaría en plena ciudad, pero en qué parte. Aquella ciudad estaba poblada de edificios, coches ruidosos, contaminación, calles descuidadas, y gente que sólo pensaba en que iban a llegar tarde vayan donde vayan. Por eso me fui a vivir a la sierra. No soportaba aquello. No podía permitir que una sensación sin razón me quitara el sueño durante tanto tiempo. Debía descubrir de qué se trataba.

LA NADADonde viven las historias. Descúbrelo ahora