El Secreto de la Luna

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El laberinto se hacía más oscuro a medida que me internaba en él. Oscuro al punto de no mostrar más mi reflejo en sus enrevesados muros. Habiendo desaparecido toda sensación, quedaba solo la ansiedad. Determinación, una persecución.

De repente, percibí algo. Él dudó al tiempo que cruzaba un rincón ligeramente iluminado del laberinto. Pequeños agujeros en el techo deteriorado permitían que irrumpieran unos cuantos haces de luz nocturna sobre el laberinto. Ha tomado el camino contrario, huyendo de la luz lunar. Mantiene sus pensamientos fuera de mi alcance, replegándose nuevamente dentro de su acogedora oscuridad.

Jugábamos a las escondidas. En cuanto me acercaba lo suficiente a su escondite, corría hacia uno nuevo. Pero él está tan perdido como lo estoy yo. Y ambos hemos olvidado cómo hallar la salida. El laberinto era inmenso: podíamos quedarnos allí, en esa persecución, por toda la eternidad.

Sin embargo, nada perdura. Eso lo había entendido bastante bien. Ambos lo sabíamos. No había sentido en tratar de escapar de lo inexorable. Ambos estábamos fatalmente conscientes de esto, en cada paso que él daba, cada paso hacia el final, cuando de pronto se encontrara con su propio reflejo frente a él, ahí en el único espejo de todo el laberinto íntegramente iluminado por la luz de la luna.

–Fin del camino –pude oírlo temer.

Estaba completamente rodeado de espejos. La única salida conducía a mí. A mí, avanzando decididamente a su encuentro desde las sombras que poco a poco se diluían al llegar hacia el rincón iluminado en donde él se hallaba.

Pero él no estaba ahí. No había nada allí. Solo el fin del camino. El fin del camino y un espejo iluminado por la luz de la luna.

No había espejos rotos, ni el menor eco de sus pensamientos. La luz de la luna era tan clara allí que no había duda de que estaba rodeado de espejos sólidos. Mis dedos rozaban escépticos la superficie de cada uno de los espejos, pero no fue hasta llegar al último que lo hallé frente a mí.

Ahí estaba él, mirándome, nuevamente ausente de sonrisa. Enfrentándose a sus peores temores. Aquellos que no debí tratar de descifrar. Ahora era demasiado tarde. Sus dedos estaban terriblemente cerca de los míos, tocándose. Y no había calidez en ellos, solo una barrera gélida. Un espejo iluminado por la luz de la luna. Él me miró de vuelta, consciente de la situación que tanto había temido, y, aunque supe que muchos pensamientos estaban rondando por su mente en ese momento, no pude oír ninguno de ellos. No podía oír nada, salvo mis propios pensamientos.

"¿Cómo puedes saber lo que estoy pensando?"
"¿Cómo podría no saberlo?"

"Quizás puedo leer la tuya... quizás es que simplemente eres demasiado obvio".

"Veo que eres todo un telépata".

"Aquí va la verdadera pregunta: ¿te gusto yo a ti?"
"Tanto como yo a ti".

Retrocedí asustado por lo que mis propios pensamientos estaban sugiriéndome. Y así lo hizo él. Al mismo tiempo. Estaba viendo mi propio reflejo. Él era yo.

De pronto, se me vino a la mente aquella inscripción en la verja. Siempre supe que había algo extraño en ella. No era solo eso, sino todo a mi alrededor. Algo oculto detrás de todas las cosas...

Recordé aquel sueño. ¿Habría sido un sueño? Una nueva sensación se apoderaba de mi mente al darme cuenta de algo que debí recordar hace mucho. Una pregunta que hasta ahora no se había planteado.

Él había dicho que las palabras eran irrelevantes. Que solo eran una etiqueta para nombrar ideas, representaciones mentales que necesitaban de estas etiquetas para poder ser comunicadas. Porque solo a través de las palabras podemos saber que estamos hablando de una misma cosa, en tanto que no somos capaces de oír los pensamientos de la otra persona.

Ahora ya no lo éramos. Por lo tanto, un nombre era necesario. En este preciso momento, ninguna otra pregunta era tan urgente, tan obvia. Y ninguna afirmación habría sido necesaria, pero las palabras escaparon de aquellos labios que parecían ajenos.

–¿Quién eres? –pregunté con un hilo de voz.

Estaba conmocionado; sin embargo, él respondió tranquilo, mirándome fija y profundamente a los ojos.

–Zaid.

Al otro lado del espejoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora