Se había enamorado de ella a primera vista. Tito no tenía dudas, Aurora era la niña más linda que había conocido. Por eso, desde el día en que supo que viviría en el mismo edificio, intentó llamar su atención de todas las formas posibles.
Todas las tardes cuando iba a jugar pelota con sus amigos era el que más bateaba, y siempre ganaba en las improvisadas carreras de bicicleta de los fines de semana, todo eso por si aparecía y lo veía ¿De qué otra forma podía un niño de 11 años impresionarla? Si hasta había tocado guitarra frente al grupito de porristas del barrio solo para poder preguntar por ella, que parecía haberse esfumado.
El día en que había decidido darse por vencido, vio desde el balcón como la chica salía a la calle del brazo de sus padres. Iba muy abrigada aunque todavía no hacía tanto frío, y el corazón casi se le sale del pecho cuando ella miró hacia arriba y le sonrió, con la que le pareció a él, la más bonita de las sonrisas.
–Es una niña preciosa, ¿no crees?–le preguntó su mamá que tenía la costumbre de llegar a su lado si hacer ruido. Tito había llegado a dos posibles aciertos: o su madre caminaba sin tocar el suelo, o él siempre estaba demasiado distraído como para oírla. Y de algo estaba seguro, los seres humanos no vuelan.
Avergonzado respondió que sí, y le contó lo que había estado haciendo hasta ese día. Cuando su madre lo abrazó y le contó por qué no había podido verla, y a dónde iba hoy, comprendió la razón de que fuera tan abrigada. Ahora más que nunca estaba seguro de que debía conocerla, y si Aurora no podía salir porque sus pulmones estaban muy débiles, iría él hasta su casa, para demostrarle que sus pulmones y su corazón eran lo suficientemente fuertes.
Así de sencillo funcionaba el amor, ¿no?
Esa misma tarde fue a verla, y cuando la niña abrió la puerta, con su larga cabellera dorada recogida en un moño y un brillo de alegría en sus ojos redondos y azules, supo que ella lo había estado esperando todo este tiempo.
No tardaron mucho en hacerse amigos. Se veían casi todos los días y Aurora resultó ser una niña de 9 años muy divertida y llena de vida como cualquier otra. Ahora Tito sabía que el sabor de helado que más le gustaba era el chocolate, que le daban miedo las arañas, que cuando fuera grande quería ser una doctora tan buena como la que la atendía a ella y que el color que más le gustaba era el azul.
–Como tus ojos–le dijo él mirando las redondas esferas que tanto le habían hecho suspirar.
–Como el mar–respondió ella con una sonrisa que dibujó en su rostro unos graciosos hoyuelos.
Y entonces supo también que Aurora nunca había visto el mar...
Ahora sólo era ella quien le escuchaba tocar la guitarra, desde el balcón lo miraba ganar todas las carreras, y saltaba de alegría cuando conectaba un homerun y la saludaba con el brazo desde abajo. Ahora más que nunca se sentía viva...
***
Tito llegó de la escuela ese día y fue a ver a Aurora. Su amiga estaba pálida, tenía fiebre y no paraba de toser, aun así le dedicó una sonrisa que le rompió el corazón. Los padres de la niña le dijeron que la llevarían al médico y aunque al principio se negaron, terminaron por aceptar que él los acompañara después de mucho insistir.
Llegaron al Hospital, y una doctora se llevó a Aurora para hacerle unos exámenes, pero a él no lo dejaron pasar. Era su amigo, y estaba preocupado por ella, ¿acaso no lo veían? Pero también era un niño, y los niños no podían pasar. Así que debía esperar.
Pasados unos minutos que le parecieron años, la doctora salió, y después de decirle que ya la niña estaba mejor, le explicó que tendría que quedarse en el hospital.
Aurora estaba enferma. ¿Y qué podría hacer él para ayudarla? La visitaría siempre que pudiera. Todas las semanas, todos los días si era necesario. No la dejaría sola.
Y así lo hizo. Durante casi tres meses, Tito fue a verla, y le llevaba flores, chocolates, y hasta se había hecho amigo de la enfermera que la cuidaba, aunque a esta casi le dio un infarto el día que llegó al hospital con una enorme araña de goma, para las terapias de Aurora. Le había prometido a la chica que el día en que le hubiese perdido el miedo al insecto y lo agarrara ella misma, le daría un regalo, cosa que ella se había tomado muy en serio.
–Regálame el mar–le dijo, y, aunque intentó disimularlo, la petición lo tomó por sorpresa. Pero una promesa era una promesa, y debía cumplirla. ¿Pero cómo?
Pasaron los días y Tito se debatía entre la posibilidad de darle una pecera, pero a Aurora le gustaba que los peces fueran libres, como debían serlo también las aves. E incluso quiso llevarle unas fotografías, luego recordó que ya habían visto muchísimas juntos.
En fin, que llevaba ya dos semanas sin ir al hospital, porque estaba seguro de que solo debía ir cuando pudiera cumplir su promesa. Porque eso es lo que hacen los hombres.
Varias veces había estado en la playa, buscando eso que se convertiría en el regalo perfecto, sin saber exactamente qué era, pero cuando lo vio allí en la orilla, sobre la arena, y recordó lo que le habían contado cuando era pequeño, supo que a Aurora le encantaría.Aquel día llegó al hospital más feliz que nunca, cargando en sus manos el preciado tesoro, que había metido en una cajita ahora adornada con cintas azules, porque es el color del mar, y el que más le gusta a Aurora. Pero cuando entró a la habitación y la enfermera lo saludó con una sonrisa triste, supo que algo iba mal incluso antes de verla.
Se acercó a la cama y comprobó que la situación de Aurora había empeorado, estaba mucho más delgada, y sus ojos habían perdido el brillo alegre que los caracterizaba. Ahora usaba un respirador artificial, y hablar se le hacía cada vez más difícil debido a los continuos ataques de tos.
–Es tu regalo–le dijo mientras lo desenvolvía él mismo, lo sacaba de la caja y se lo entregaba–lamento haber tardado tanto–susurró con la voz apagada al ver cómo la chica observaba curiosa el gran caracol que tenía entre sus manos, y sin dudarlo un segundo, se lo acercó al oído. Segundos después, fue recompensado con una enorme sonrisa.
–Este es tu mar–dijo revolviéndole el pelo en un gesto de cariño.
–Es nuestro mar–dijo ella convencida sorprendiéndolo nuevamente, unos segundos antes de comenzar a toser por el esfuerzo y en un abrir y cerrar de ojos la habitación se llenó de médicos.
Tito salió de aquel cuarto con pasos lentos y la mirada perdida. Los hombres no lloran, se recordaba a sí mismo, aunque el nudo que empezaba a formarse en la garganta lo traicionaba. Aurora se quedó dormida, sonriendo, con el mar entre sus brazos.
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Regálame el mar
Short StoryPorque el amor no tiene límites, y el mar tampoco...al menos si somos niños.