{El secreto}

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En algún lugar del litoral argentino.

Emanuel llegó a la casa ni bien el sol fue visto en el horizonte. Afortunadamente los vecinos más cercanos estaban a más de diez metros de distancia, por lo que no se preocupaba de que algún chismoso o chismosa del pueblo lo viera llegar a esas horas a la casa de su abuela. 

Bostezando caminó hasta la última pieza al fondo de la pequeña y vieja, pero cálida y bonita, estructura que él llamaba hogar.  

Ema se caracterizó siempre por su buen humor y positivismo constante, sin importar qué tan desalentador fuera el panorama ante él, el pibe trataba de tomarse los quilombos con la mejor onda. 

–¡Qué Jeremías de mierda! –Gruñó para él mismo en la soledad de su reducido espacio de descanso. 

Lo había visto.

Jeremías Mendoza había presenciado en primera fila ese lado suyo que Ema intentaba mantener oculto desde que lo había descubierto. Y ahora el pibe más raro de la escuela y seguramente del pueblo lo sabía. 

¿Por qué, Dios? ¿Por qué Jere, de todas las personas en el mundo y en ese pueblo, había sido quién lo descubrió? 

Emanuel tenía mucho miedo de que Jeremías corriera a contarle todo a su mamá y ella al resto de la chusma del pueblito. Con ese pensamiento se quedó dormido, más la idea de que al despertar capaz se encontraba con todos los vecinos afuera de su casa a punto de lincharle al enterarse de su condición.

[ . . . ]


Unas cuantas horas antes.

Excursión. 

Acampar. 

Explorar. 

Eran actividades que Jeremías recordaba con gran cariño, las solía considerar divertidas también. Pero ahora se daba cuenta de que no era la actividad en sí lo que le gustaba y divertía, sino el realizarlas en compañía de sus papás. 

Antes, hace mucho tiempo cuando su vieja y su viejo todavía se querían y no amenazaban con matarse el uno al otro, cuando no se basureaban cada vez que se veían, hace mucho mucho tiempo. 

Jere suspiró, mitad por el cansancio, mitad por los sentimientos que sus recuerdos le causaban. Pero él no quería llorar, no en aquel momento. Tenía cosas más graves de las que preocuparse. 

Como por ejemplo de que su celular hace rato que se había congelado. Jere le dio un par de golpes, lo reinició, lo apagó y volvió a prender varias veces. Al principio estaba convencido de que el problema era el celu en sí, pero en realidad el aparato comenzaba a fallar cada vez que abría el GPS. 

–¡Qué aplicación de porquería! –Sus quejas se oían por el monte desolado a gran volumen, después de todo era el único ser vivo en kilómetros.  

O eso creía él. 

Jeremías subió el cierre de la campera azul que llevaba puesta. Era lo primero que alcanzó antes de salir de la casa a puntita de pie para no despertar a su vieja. 

 Los primeros dos kilómetros los hizo en bici, hasta que llegó a una parte del extenso monte donde pedalear se volvía cada vez más complicado. También estuvo escuchando música corta-venas un rato, antes de darse cuenta que por aquel lugar y a aquellas horas le convenía estar alerta y no distraído con música por si a algún bicho o animal potencialmente peligroso decidía atacar.

Eran casi las una de la madrugada, según su reloj de muñeca. No sabía para qué lo tenía si igual podía ver la hora en el teléfono, pero bueno, fue uno de los últimos regalos que su papá le había hecho. 

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