Érase una vez un pobre carretero que tenía muchos hijos. Era tan pobre que no podía alimentarlos bien ni darles ropa que ponerse en el cuerpo; sin embargo, todos los hijos eran muy guapos, aunque la más guapa de todas era la hija pequeña.
Un día, jueves por la tarde al anochecer, a finales de otoño, hacía un tiempo horrible. Estaba terriblemente oscuro y además llovía y tronaba de tal forma que las ventanas crujían. Toda la familia estaba sentada alrededor de la chimenea, ocupado cada uno con su trabajo. De repente llamaron tres veces a la ventana. El hombre salió a ver quién era, y entonces vio que fuera había un gran oso blanco.
—Buenas tardes —dijo el Oso.
—Buenas tardes —dijo el hombre.
—¿Me entregarías por esposa a tu hija menor? —dijo el Oso—; si lo haces, te haré tan rico como pobre eres ahora.
Al hombre no le pareció mala idea, pero dijo que primero lo tenía que consultar con su hija; entró y le contó a ella que fuera había un gran oso blanco que le había prometido que le haría tan rico como pobre era ahora si le daba por esposa a su hija menor.
La chica pronunció un rotundo «¡no!». Nada le haría hacer escuchar nada más; así que el hombre volvió a salir y se puso junto al Oso, y le dijo que volviese al jueves siguiente a la tarde para escuchar la respuesta. Hasta entonces habló con su hija, diciéndole lo ricos que podían llegar a ser, y el bien que le haría también a ella. Finalmente ella accedió; lavó el par de harapos que tenía, se arregló lo mejor que pudo y se preparó para el viaje.
Cuando el jueves siguiente, por la tarde, llegó el Oso, le dijeron que sí, que todo estaba en orden. La muchacha se montó con su hatillo sobre su lomo y se pusieron en marcha. Una vez recorrido un buen trecho, el Oso le preguntó:
—¿Tienes miedo?
Ella contestó que no, pues no tenía ningún miedo.
—Sujétate siempre muy fuerte a mi pelambre —dijo el Oso—; así no te pasará nada.
Ella cabalgó por todo el mundo a lomos del oso hasta muy, muy lejos; tan lejos que nadie podría decir realmente cuánto. Finalmente llegaron a una gran roca. El Oso llamó con los nudillos y a continuación se abrió una puerta, a través de la cual llegaron a un gran castillo. Dentro había muchas habitaciones iluminadas con lámparas, y todo resplandecía por el oro y la plata; también disponía de un gran salón, en el cual había una mesa sobre la que se habían servido los más deliciosos platos. El oso le dio entonces una campanilla de plata y le dijo que cuando deseara cualquier cosa, no tenía más que tocar la campanilla y enseguida la tendría.
La muchacha comió y bebió. Como ya había anochecido, sintió sueño y quiso irse a la cama. Entonces tocó la campanilla, e inmediatamente se abrió una cámara en la que había una cama hecha, la más bella que pudiera uno desear, con almohadones de seda y cortinas con flecos de oro, y todo lo que había en la cámara era asimismo de oro y plata. Pero en cuanto apagó la luz y se metió en la cama, llegó un hombre que se acostó a su lado. Era el Oso Blanco, que se quitaba el pelaje durante la noche; pero ella no podía ver quién era, porque siempre llegaba después de que hubiera apagado la luz y se volvía a ir antes de que hubiera amanecido. Así vivió una temporada tranquila y contenta. Pero pronto le entró tal nostalgia por volver a ver a sus padres y a sus hermanos que se volvió muy taciturna y triste. Entonces, un día el Oso le preguntó qué era lo que le pasaba, y ella dijo que se sentía sola allí, y que echaba mucho de menos a su padre, su madre y a sus hermanos, y que era por eso por lo que estaba triste, pues no podía ir a verlos.
—Bueno —dijo el Oso—, eso se puede arreglar. Pero tienes que prometerme que jamás hablarás con tu madre a solas, sino cuando los demás estén presentes. Seguramente te querrá coger de la mano y llevarte a una alcoba para hablar contigo a solas, pero no lo consientas, pues si lo haces nos traerás mala suerte a los dos.