Capítulo 41 🎸🎼

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Tarro y Alicia llegaron con café para todos.

Ella avanzó hacia las sillas plásticas de enfrente en donde estaba congregada la familia de Tomás. Fernanda y Camilo aceptaron el café que les tendió. La señora Ruiz, por otro lado, negó con la cabeza y le dio las gracias.

Era una mujer muy guapa y a pesar de que se encontraba en un hospital, aguardando a que le dieran noticias decisivas sobre la vida de su hijo, se mantenía erguida con ambas piernas cruzadas en los tobillos y las manos unidas grácilmente sobre el regazo. Su rostro hermoso y pálido, no obstante, era otra cuestión. Tenía los ojos acuosos, los labios contraídos rígidamente y algunas líneas de expresión propias de la edad, se acentuaron con mucha más fuerza bajo las lámparas blanquecinas de la sala de espera.

—Creo que sería bueno que descansaras un rato, Mel — aconsejó Seb en un tono apaciguador y comprensivo nada común en él —. La casa de tu mamá está aquí cerca. Nosotros te avisaremos enseguida...

—¡No estoy cansada! — salté — Aquí voy a quedarme hasta saber que Tomás se encuentra bien.

Tarro me entregó el café y yo lo dejé en el suelo.

—Hoy no has probado nada de desayuno ni almuerzo. Al menos deberías venir a la cafetería y comer algo rápido — suspiró —. No sabemos cuánto tardarán operando a Tommy.

Alcé la mirada.

—Estaré aquí el tiempo que haga falta, Tarro — afirmé con una convicción tozuda, férrea —. No importa si tengo que esperar un siglo entero.

Clara frunció los labios. Estaba a mi lado y de vez en cuando me abrazaba con un cariño muy similar al de una madre.

—Dudo mucho que aguantes una semana siquiera, no digamos ya un siglo, si sigues descuidando tu salud de esa manera.

Seb asintió.

—Clara tiene razón, Mel.

—No me moveré de aquí — sentencié.

Di un sorbo breve al café y me pasé una mano por el cabello como por centésima vez.

La operación de Tomás inició a las doce del mediodía. Ya eran casi las cuatro y se suponía que duraría dos horas y media. Yo estaba haciendo un esfuerzo descomunal por controlarme y no ir en busca de un médico o enfermera que nos dijera, cuando menos, que Tomás se encontraba bien. Todos permanecíamos expectantes si veíamos aparecer personal del hospital. Yo me ponía en pie una y otra vez, luego me sentaba lentamente cuando los veía pasar de largo. Soportar aquella espera eterna se convirtió en la peor de las torturas, un infierno bien merecido en mi caso.

Yo era la culpable de que Tomás estuviera entre la vida y la muerte.

Llevaba diez días hospitalizado y en ninguno de ellos pudimos verlo porque los médicos dijeron que su pronóstico era reservado. A la mañana siguiente después del accidente, le hicieron la primera cirugía. La pierna derecha de Tomás estaba rota en tres partes, según nos explicó el médico. No tuvieron que ponerle tornillos ni placas metálicas, ya que el yeso y el reposo ayudarían a que el hueso sanara por sí solo con el tiempo.

La mano era otra cuestión.

El imbécil que iba conduciendo la camioneta y que se pasó un semáforo en rojo, creyendo que no venía nadie por la otra calle, embistió a Tomás por el costado derecho, por eso su pierna estaba rota. Sin embargo, cuando salió despedido por el impacto, Tomás cayó sobre la carretera y fue su brazo izquierdo el que recibió todo el peso de su cuerpo.

Los médicos no pudieron intervenirlo la misma noche que sufrió el accidente porque estaban muy ocupados estabilizándolo y tenían que asegurarse de que podría resistir una operación. La pierna rota había sufrido un corte considerable a la altura del muslo, por lo que tuvieron que hacerle una transfusión.

Por fortuna, llevaba el casco puesto. No habría sobrevivido de lo contrario.

—Familiares de Tomás Ruiz — dijo la voz átona y grave de un médico.

Me puse en pie como un resorte.

Fernanda, Camilo y la señora Ruiz se acercaron al médico.

—La cirugía salió bien — explicó retirándose la mascarilla azul —. Lo pasamos a observación, ya que las primeras horas son las más delicadas.

—¿Cuándo podremos verlo? — apremió Fernanda con voz aguda e insistente.

—Todavía está sedado y anestesiado. Durante las primeras veinticuatro horas no debe ingresar nadie en su habitación por cuestiones de higiene y esterilización. Sin embargo, pueden verlo desde la sala de observación. Una, máximo dos personas.

Una vez dicho esto, el médico se dio la vuelta sin aguardar contestación y avanzó por el pasillo a largas zancadas.

La señora Ruiz lo siguió con un contoneo elegante que jamás parecía perder.

Fernanda me dedicó una mirada fugaz de disculpa antes de ir tras ella y el médico. Yo logré componer una sonrisa forzada. Por supuesto que entendía que ella y su madre tenían prioridad porque eran la familia de Tomás.

Y luego de ellas, tampoco era yo quien tenía derecho a pedir verlo. Lo tenía Alicia. Nada de eso fue más relevante para mí en ese momento que la vida de Tomás.

Las adversidades poseían la enorme y única ventaja de enseñarnos qué era lo verdaderamente valioso e importante. Lo ponían todo en su justo lugar.

Nunca fui muy religiosa, pero estando allí, en la sala de espera del hospital, formulé una súplica silenciosa al cielo, al universo o a quien fuera que estuviera escuchando. Prometí no volver a beber jamás una sola gota de alcohol si Tomás lograba salir bien de todo aquello.


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OUTSIDERS, siempre has sido túDonde viven las historias. Descúbrelo ahora