Érase una vez en Barrancabermeja...

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En 1993, Shakira se presentó en Barrancabermeja, una ciudad colombiana de menos de 200.000 habitantes. Hizo el show central de la noche de coronación del Reinado Nacional del Petróleo, que se celebró en el estadio de sóftbol de la ciudad.

Lloviznaba... y quiso el destino que este servidor fuera encargado de sostenerle el paraguas a nuestra superestrella, que en esa época era desconocida. Venía acompañada de dos adultos, un hombre y una mujer, ella tenía entonces 16 años de edad. Sus acompañantes se negaban a dejarla subir a la tarima descubierta, por el riesgo de electrocución. Los tres se apartaron para deliberar y luego de una breve conversación la escuché decir: «Vamos a hacerlo». Me sonó bastante determinada y con don de mando. Shakira no es muy alta, es como Napoleón, pensé.

La acompañé hasta la plataforma y quedé muy cerca de ella durante su espectáculo. Estábamos prácticamente los dos solos en aquel entablado sobre el montículo del lanzador. Shakira ya había grabado dos álbumes pero el público en el estadio Joaquín Barros Machuca no conocía sus canciones. La gente estaba impaciente, por la llovizna, y quería saber quién iba a ser la reina, para poder ir a casa. Algunas personas le gritaban cosas horribles a la artista, yo tenía mucha vergüenza por algunos de mis paisanos.

Mientras cantaba, en varias ocasiones tapó el micrófono con la mano y dijo: «No puedo más». Yo la entendía: la llovizna, el riesgo de electrocución, el mal comportamiento del público. Yo pensaba en todo eso cuando la vi bajarse del tablado, demasiado rápido como para que yo alcanzara a reaccionar, además creo que hubiera hecho el ridículo tratando de cubrirla con la sombrilla mientras ella atravesaba el diamante corriendo. La barranquillera tenía sus pies descalzos y el campo estaba hecho un barrizal lleno de piedrecillas, aun así, ella se fue brincando más allá de la línea de foul para estar muy cerca de sus espectadores, que estaban en las tribunas, al otro lado de una malla.

Aquel público que minutos antes se mostraba hostil o desinteresado, ahora parecía hipnotizado, con las manos en alto, moviéndose al ritmo de las baladas. Una buena parte se acercó a la malla, algunos metían los dedos en los huecos de esta para alcanzar a la cantante y ella pasaba bailando y los tocaba. Yo también «sentí magia» viendo eso. Creo que fue el jonrón más bonito que se hizo en ese estadio.

Esa noche, cuando llegué a mi casa le dije a mi tía: «Hoy conocí a una mujer que va a ser muy famosa». No imaginaba cuánto.


Después he visto a Shakira miles de veces, en decenas de escenarios, no en vivo, ya quisiera yo. Ningún deportista puede decir que ha triunfado en todos los estadios que ella ha conquistado: el Maracaná, el Olímpico de Berlín, el Soccer City de Johannesburgo, el de los Dallas Cowboys, el Azteca, el Nacional de Chile, el de Vélez Sarsfield, el de Rosario Central, el Tofiq Bəhramov de Azerbaiján, el Olímpico de Kiev, el Metropolitano de Barranquilla, la lista es larga. Siempre termino lagrimeando cuando veo sus conciertos y lo hice de nuevo en 2020 cuando la vi en el show de medio tiempo del Super Bowl.

Shakira dedicó 30 de los segundos más caros de la televisión mundial, ante una audiencia de más de cien millones de personas, a bailar una canción congolesa de 1991 llamada Icha de Syran M'benza, pero no cualquier sección, la parte que en algunos lugares de Colombia llamarían «el espeluque» y donde la misma tonada sería conocida como «El Sebastián», apodo en español para solucionar que la interpretan en lingala, una lengua de África desconocida e incomprensible para nosotros.

Durante el espeluque, Diblo Dibala y Lokassa Ya M'bongo, guitarristas congoleños, dialogan entre sí con sus instrumentos e incitan a nuestros pies a «tirar pases». Lokassa Ya M'bongo nos ha visitado en nuestro país y viene siendo como el Paco de Lucía del Soukous. Con la República Democrática del Congo compartimos el paralelo geográfico, el pasado colonial, los conflictos por la minería ilegal y las heridas y cicatrices de la guerra, tal vez por eso su música nos suena doméstica.

Gracias a internet me di cuenta de que los espectadores africanos reconocieron su música, pero no el baile, que surgió en el Caribe colombiano, en barrios populares de Cartagena, Barranquilla y otros lugares. En Albornoz, Cartagena, una vez, hace muchos años, tuve el privilegio de ver a unos niños bailando espontáneamente, en una calle polvorienta, porque un vecino había sacado «el picó», que es un bafle del tamaño de una nevera, además lleno de colorido. Algo así como encontrarte a los niños de Masaka Kids Africana en plena interpretación a la vuelta de la esquina, muy emocionante.

Algunos de esos espectadores se molestaron, a juzgar por sus comentarios, porque una artista no africana bailaba sus ritmos, sentían que les robaban su cultura. Quizás no sabían que los colombianos somos en un buen porcentaje afrodescendientes, incluso esos mulatos y mestizos que se creen blancos europeos. Ya están disponibles las pruebas de ADN para que conozcan sus orígenes, quienes quieran comprobarlo.

Para mí, el número de Shakira tenía más referencias que el Ulises de Joyce, pero no pude contener las lágrimas al ver bailar champeta en el Hard Rock Stadium de Miami, un género que hasta hace pocos años ni siquiera podía entrar a los barrios colombianos de clase alta (ya no, ahora hay «pupiletas»). Millones de personas lo vieron después en redes sociales y posiblemente cientos, desde los rincones más inesperados del planeta, grabaron videos intentando la coreografía de Liz Dany Acosta Díaz, algunos con mucho éxito, en el llamado #ChampetaChallenge.

A pesar de 210 años de independencia de España, yo siento que seguimos siendo una colonia y en algunos aspectos solo cambiamos de metrópoli. La medicina (o por lo menos las vacunas), el urbanismo, la moda, el conocimiento, la tecnología, todo es ultramarino. Para ser alguien en la academia o en la vida profesional tenemos que ir a una universidad en el extranjero a que nos laven el título y de alguna manera la nacionalidad. Pero Shakira, a quien tuve el honor de sostenerle el paraguas, es la prueba viviente de que podemos dejar de ser colonia y transformarnos en metrópoli, que podemos convertir en clásica nuestra cultura más popular, que con nuestro talento podemos voltear cualquier estadio a nuestro favor.

Érase una vez en BarrancabermejaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora