Duele.
El frio suelo del banco cala mi piel, pero la sangre que sale de mis heridas aun me mantiene tibio.
Duele.
Veo a mis compañeros tratando de escapar con el dinero, pero las balas detienen su andar. Ahora forman parte de los abatidos por la policía.
Duele.
Porque me siento frustrado, estábamos tan cerca de cerrar con nuestro último atraco, pero uno de los rehenes logró activar la alarma y el sistema de seguridad cerró las puertas hasta que llegaron las autoridades.
Ya no podremos darles a nuestros seres queridos la vida plena que tanto merecen.
Los demás tienen muchas bocas que alimentar, tienen a sus esposas e hijos esperándolos en casa. Yo solo tengo a una, mi amada madre.
Desde que empecé con este estilo de vida en mi adolescencia, ella nunca supo de por qué siempre llegaba tarde a casa después del colegio. Siempre le decía que era debido a que me habían castigado o que me quedaba en casa de alguno de mis amigos para terminar un trabajo. Mamá no se imaginaba que iba por ahí con una pandilla para robarle a la gente que pasaba por la calle. Lo único que quería era ayudarla, ella siempre estaba agotada y con dolores en el cuerpo por su trabajo. Es por eso que, cuando empecé a conseguir dinero, compraba alimentos para nosotros. Recuerdo que ella se sorprendía al encontrar comida en la alacena y en el refrigerador, al principio me preguntó cómo los había conseguido. Le mentí y dije que por trabajos extras como ayudar en los quioscos. Mi madre me regañaba con suavidad explicándome que yo no me preocupara por esas cosas, que ese era su deber como mamá. Al final me terminaba agradeciendo con la condición de que no lo hiciera otra vez, pero yo no le hacía caso.
Tirado en el suelo miro a mi alrededor, los que quedan de nosotros empiezan a disparar sin control, sus rostros están llenos de pánico. En el fondo se escuchan las sirenas de los autos policiales y de las ambulancias mientras atienden a los civiles heridos. A este paso la prensa no tardará en llegar para reportar esto en vivo. No quiero que me vean así, tan miserable.
No quiero que mi madre me vea así, tan muerto.
Mi mente me vuelve a torturar con recuerdos de mi juventud, porque es lo último que me queda en esta situación, haciendo que me encuentre frente al periodo más difícil que tuve que pasar en mi vida con solo 20 años, cuando mi madre enfermó y ya no podía trabajar más, así que tenía que mantenernos.
Si hasta ese entonces teníamos lo justo para vivir, con esto todo se fue cuesta abajo. Ella ya no podía moverse como antes por los dolores fuertes en sus articulaciones y espalda. Yo me encontraba desesperado, tenía que llevarla a un buen hospital cuanto antes. Lo que hacía no era suficiente. Un día, mis colegas me presentaron a un hombre que necesitaba un favor. Nos contaba que tenía un asunto pendiente de "deudas" con alguien, pero esa persona no quería devolverle nada. Así que tenía que pagar con algo diferente, con su vida.
Sus palabras me dejaron sorprendido, yo nunca me había atrevido a matar. Estaba a punto de negarme cuando el señor me dijo, mientras fumaba un cigarrillo -te daré 8000 si lo haces, apuesto que tienes algo muy importante en que gastarlo-.
Me quedé sorprendido, era mucho dinero lo que ofrecía ese hombre. Recordé el dolor de mi madre, con la paga podía llevarla a que la curen y conseguir medicamentos. No podía dejarla sufrir más, no me lo perdonaría.
Decidí aceptar el trabajo, me entregó unas hojas con los datos de a quien tenía que matar. Su nombre era Arturo García, un empresario no tan conocido. Llegaba a su hogar, ubicado en un sector donde vivían personas de la clase media, entre las 8 y 9 de la noche. Tomaba un taxi hasta la esquina de su calle, porque antes de ir a su casa siempre iba a una tienda a comprar algo de comida. Tenía que matarlo en ese momento. "Como es tu primera vez te daré un pequeño obsequio, ya con el dinero que te dé podrás comprarte más" habló con una sonrisa mostrándome una bolsa de plástico con algo adentro.
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DORMIR NO ES TAN MALO (Historia corta)
Short StoryCuando un atraco sale mal ¿en qué piensa el ladrón?