Me quedé observando el horizonte mientras pensaba en silencio. Me preguntaba tantas cosas sobre mi situación actual que dudaba que pudiesen tener respuestas satisfactorias. El horizonte eran tan majestuoso como la primera vez, pero no tenía ganas de admirar su belleza sino que realizaba una súplica en rezos para que me diese tan solo como una aparición la respuesta a mi dolor. Empezaba a creer que si ese hombre llegaba y no sentía lo mismo como había creído desde el principio, sería una tragedia para mí. ¿Tendría valor mi palabra si no seguía amando al hombre que había asegurado venerar durante toda mi existencia? Aunque me había dicho a mí mismo que tenía sentido y mucho ese dolor con su ausencia, no era el único que no estaba a mi lado mientras caía el sol poco a poco durante aquella tarde.
Vi a la preciosa Remedios jugar en el jardín y reírse ella sola. Nunca había tenido que experimentar la soledad ni mucho menos, pero me cuestionaba si era algo bueno para una joven como ella. Siempre había oído que a los presos, a la gente a la que se quería castigar antes de hacerlo mediante la muerte, se les había encerrado y quitado toda clase de privilegios, pero también que la mayor tortura podía ser aquella de estar encerrado consigo mismo, escuchando tan solo el sonido constante de los pensamientos que no llevaban a nada bueno. Y aunque aquella mujer se llevaba bien con todos los criados, verla dar vueltas sobre sí misma podía ser tan gracioso y adorable como perturbador.
Cerré la Biblia que había mantenido entre mis manos y la llevé a mi pecho antes de observar el firmamento. Quizá la respuesta a porqué había terminado allí no era otra que el intento porque pudiese cuidar de una muchacha que había sufrido las idas y venidas junto a las ausencias de su hermano que no había podido darle toda la atención que ella necesitaba.
Salí de la habitación dispuesta a ir a buscar a mi cuñada, pero pude comprobar que una de las criadas salía de la habitación del duque. Respiré profundamente observando la puerta abierta. Sabía que no estaba allí y también sabía que era mi habitación, la que debía usar cuando se trataba de nosotros, pero la idea de abrazarme a mi orgullo había sido mil veces más poderosa que mis deseos por seguir cumpliendo como esposa.
Entré en el cuarto y observé que todo estaba inmaculado. No había ni pizca de desorden. Caminé hasta sus pertenencias y descubrí que algún quedaban algunas prendas allí. Cogí una de ellas, una camisa blanca aunque no distinguí bien el tejido y la acerqué a mi nariz casi por instinto. El aroma de su cuerpo me invadió como un torrente logrando que todo mi férreo autocontrol se disipase al recordar sus besos y aquellas entregas propias de un matrimonio. Mi corazón se aceleró con violencia y dejé con temor la camisa en el mismo sitio donde la había encontrado. Era ridículo que me sintiese así. Dolorosamente ridículo. ¿Cómo podía reaccionar mi cuerpo ante su olor de ese modo? De hecho, no recordaba que lo hubiese hecho antes, de ninguna manera.
Asustada y con la respiración acelerada, salí de allí tan pronto como me lo permitieron mis piernas buscando realizar la labor que tenía antes entre manos.
—¡Mónica! —dijo alegre Remedios cuando llegué hasta ella.
Le dediqué una amplia sonrisa y observé cómo bailaba a mi alrededor.
—¿No te parece que es un precioso atardecer? —preguntó terminando por situarse a mi lado, agarrándome del brazo que flexioné para que no se escurriese—. Recuerdo haber adorado siempre el atardecer.
—¿Y eso por qué?
—Porque siempre llegaba mi hermano al atardecer, con su cabello, agarrando las riendas y cabalgando al son de alguna especie de música que no distinguía nunca, pero que el caballo conocía mil veces mejor que yo —musitó con añoranza poniendo su cabeza sobre mi hombro.
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El duque
Ficção HistóricaLa boda de su hermana y su mejor amigo logran que Mónica entienda el sufrimiento de primera mano. Enamorada de Sebastián desde que era una niña, ha soñado con casarse con él. Sin embargo, el destino es caprichoso y tuvo otras intenciones. Durante el...