La Nada

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Era de noche, pero la luna dejaba entrever unas sombras alargadas en la ciudad de Barcelona. De pronto, se oyeron unos pasos apresurados y un hombre vestido con una capa gris ceniza giró por la calle Moncada hasta llegar a la recién construida Iglesia de la Mar. El hombre dejó ir un suspiro y se apoyó en la fachada de la iglesia, parecía exhausto, pero siguió adelante hasta llegar a las puertas de la iglesia y fue allí donde con un abrir y cerrar de ojos desapareció, como si la tierra lo hubiera engullido o se hubiese consumido y convertido en polvo.


Al día siguiente, 15 de agosto de 1383, una multitud se amontonaba en la puerta de la iglesia del mar, se preparaban para hacer la primera misa del monumento religioso. Todos los cristianos de la ciudad se habían visto empujados a asistir a esa misa, ya fuera por curiosidad o por devoción a la virgen de la mar, por ello, los primeros en entrar fueron los bastaixos, hombres que habían dedicado su vida durante generaciones a la construcción de la iglesia, llevando piedras de la cantera real de Montjuïc.

Allí, movido por la curiosidad de tal espectáculo estaba Bernat Dalmau, hijo del prestigioso zapatero Genís Dalmau y de Joana Amich, una curandera que tenía cierta fama en la ciudad. Su amigo Josué, un judío que vivía en la judería de Barcelona también se había enterado del evento y observaba con admiración todo el gentío allí aglutinado:

-Qué lástima, yo no podré entrar en la iglesia, ¿me explicaras todo lo que pase? -dijo Josué mirando a Bernat con ojos de súplica.

-Amigo mío, esta misa se recordará en los años venideros, tranquilo, de alguna forma o de otra te enteraras. -respondió Bernat con tono afable.

Entonces, a lo lejos se oyeron unas trompetas y de la calle de l'Església bajó la comitiva real.

- ¡Dejad paso al rey! -gritó la guardia real.

Bernat y Josué, lo contemplaron, allí estaba, el rey Pere, el Cerimoniós a sus 64 años de edad iba montado en un corcel blanco, acompañado por la reina Sibil·la. Los dos jóvenes se quedaron sin habla durante un momento, tenían 15 años y no habían visto nunca la comitiva real. Inmediatamente después que el rey entrara en la iglesia, la misa estaba a punto de empezar y Bernat se despidió de Josué y corrió en dirección a la iglesia. Pero, antes de llegar al gran portón, Bernat se tropezó contra un hombre delgado y cuando se dio la vuelta para disculparse, ese individuo había desaparecido.

En la plaza de la Santa Maria, Josué había visto la escena y horrorizado se fue corriendo hacía la judería.

La Iglesia de Santa María de la Mar había tardado 54 años en construirse y ahora ocupaba un lugar privilegiado en la ciudad de Barcelona. Un edificio de piedra macizo y robusto que daba la sensación de ser austero. El interior, en cambio, era totalmente diferente porque la riqueza de la iglesia de la mar se encontraba en una pequeña escultura de la virgen de la mar que ayudaba a los marineros y a todos aquellos que vivían del mar y los protegía ante todo tipo de peligro. La gente estaba preparada para la misa y las columnas majestuosas de la nave central se erguían impotentes entre los bancos dispuestos y la gente que se había quedado de pie. Bernat se escabulló para tener una vista privilegiada de la misa y allí se quedó observando admirado todos los movimientos del obispo.

Al salir, Bernat se encontró con su madre y juntos fueron a contarle todo lo ocurrido a su padre que estaba trabajando en el taller en la plaza Felip Neri, donde, también, residían.


Al cabo de unos días, en la ciudad de Barcelona, corría un rumor intranquilo. Las numerosas desapariciones que se estaban produciendo empezaban a preocupar a la población y mucha gente quería respuestas validas por parte del veguer. Pero fue esa muerte, la que generó el pánico entre los habitantes de la ciudad. Era el mediodía del 20 de agosto cuando de pronto, el veguer salió de su casa porque tenía que atender cuestiones de su índole cuando de pronto, justo delante de la plaza del Blat, donde había el tradicional mercado, se desplomó. La multitud ahí congregada se abalanzó sobre el cuerpo y descubrieron que el veguer estaba pálido, incluso hasta el punto de parecer transparente. Los guardias acudieron rápidamente e hicieron un cordón de seguridad con sus escudos. Todo el mundo estaba mirando en la misma dirección y el capitán de la guardia dio orden de llevarse el cuerpo a un lugar más tranquilo, pero, cuando elevaron el cuerpo del suelo, desapareció y el silencio fue sepulcral. Al cabo de un pequeño instante que pareció eterno, una mujer marcada por los años gritó:

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