Es posible que mil años de oración sean pocos cuando uno está buscando el alimento bendito, ese que lo sacia y al que uno regresa una y otra vez para dar consuelo al hambre. De aquella mujer solo sabía que donaba sangre una vez por semana en aquel centro de acogida para marginados y que vivía en un piso del barrio de Cusolo. El enfermero, al que pagaba regularmente, le facilitaba aquella dosis, y otras, también de jóvenes o relativamente jóvenes que contribuían a paliar la enfermedad de una vidas que transcurrían en el abandono. Algunas veces la seguía hasta su apartamento. Siempre aplazaba su asalto, tal vez porque mil años de oración, bien valían unas semanas de espera o porque lo sublime siempre requiere de cierto ritual, algo que había olvidado por su extrema voracidad. Probablemente se debía a la costumbre o al contagio de otros depredadores menos prestigiosos. Tal vez. Uno no sabe lo que espera hasta que lo ve y puede paladear el objeto de su deseo aunque sea a través de uno de esos tubos que riegan y alientan al corazón.