Zorro.

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I

Aquel que, en su cúspide, tiñe de luz la tierra.

    Conocí a Aren el día en el que un seisk asesinó a mi mejor amiga. La lluvia teñía de un color ceniciento las paredes de piedra de las casas de Sarans, mi aldea. El poblado, rodeado de un espeso bosque llamado Cumbre del Silencio, era uno de los más famosos por los trabajos de pesca y cacería que en él se realizaban. A unos metros, tras las montañas, se escondía uno de los más bellos mares del sur de la región, Silvana. Las aguas cristalinas, bendecidas por Sarani, siempre gozaban de una buena cantidad de peces, quienes parecían estar hechizados por la mismísima diosa, ya que era muy sencillo capturarlos. Éramos los mejores en el arte de conseguir alimentos del agua y el bosque, y nuestras técnicas de ataque eran halagadas por los mejores del país. Prácticamente, quitábamos la vida sin hacer daño. Por ello, gran parte de Amaria consumía nuestras presas.

     Portaba en el jubón, entremetido entre los pliegues de mi vestido raso de color verde, unas cuantas monedas de plata que debía a mi mejor amiga, Solaris. La luna anterior, cuando llegaron los trovadores, le pedí prestados unos cuantos platinos para poder compartir a su lado una cena basada en carne y patatas asadas mientras escuchábamos las historias de valientes guerreros que dieron su vida para salvar al reino. El olor de la grasa, que se deshacía en los fuegos que bordeaban la plaza, se me hizo irresistible. Madre y Padre siempre daban todas las monedas posibles al rentador, así que no siempre disponíamos de carne. Éramos leñadores de oficio, algo que, en nuestra aldea, no estaba bien visto. No donde Sarani nos bendecía con manadas de ciervos, muflones y gamuzas, y bancos interminables de atunes y sardinas. Era, según varios vecinos, un sacrilegio.

      Pero mi padre no hacía menester de esas acusaciones. Sacudía las manos, me guiñaba un ojo y susurraba, tan cerca que notaba el inicio de su barba en la mejilla:

          —La diosa Sarani seguro que se siente agradecida de que nosotros nos ocupemos de las plantas. No se debe desperdiciar todos los regalos que ella nos ofrece, ¿no es así, Leara? Y ella también protege a los árboles salvajes, que llevan custodiando nuestro pueblo durante centurias. Sería inhumano para ellos si nosotros no nos encargáramos de podar sus ramas muertas y los cuidáramos.

      Padre nunca cortaba o mataba un árbol. Siempre podaba sus ramas, y, dado que nos encontrábamos en la parte del reino donde más vegetación teníamos, nos bastaba para sobrevivir.

      Mis botas de gamuza rozaban las grandes piedras que coronaban el camino hacia la casa de Solaris. Delgadas gotas caían sobre mi cabeza, pero mi capa portaba capucha, así que sólo las notaba rozando mis mejillas y el cabello que no lograba ocultarse tras ella. Mi melena, castaña, se volvía de color negro cuando el agua lograba alcanzarme.

      Ver a mi amiga me producía felicidad. Reí, semiescondida en mi prenda ruda, mientras recorría el sendero que me llevaría a su hogar.

       Y entonces vi al hombre del abrigo.

       Los Caminantes no eran dados a visitar nuestra aldea; lo lejano de ésta la hacía segura, ya que los seisk no se acercaban. Era la capital, Puerta del Sol, el objetivo principal de los monstruos, aparte de la mansión de la diosa, que se encontraba en las montañas nevadas de Enérea. Para los demonios, un poblado al sur no confería ningún atractivo; los seisk eran, más que nada, inteligentes.

      Pero ahí se encontraba uno, cerca de la casa de Solaris. Trataba de empujar a una pequeña multitud que se había congregado frente a la puerta de madera de la granja de mi amiga levantando el arco ribeteado de plata que brillaba bajo el cielo tormentoso. Su capa, de color azul celeste, revoloteaba tras sus botas de piel, haciendo que el emblema de los Caminantes, un fénix con las alas abiertas sobrevolando un árbol, quedara visible delante de mí. La plata del grabado del ave relampagueó como un rayo cuando el hombre de mediana edad logró, por fin, hacerse un hueco entre la alborotada población.

Leara y los Caminantes (Crónicas de la Naturaleza I) ©.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora