ARIANNE

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GEORGE R.R. MARTIN VIENTOS DE INVIERNO 

La mañana en que dejó los Jardines del Agua, su padre se levantó de la silla para besarla en ambas mejillas. —El destino de Dorne va contigo, hija—, le dijo, mientras apretaba el pergamino contra su mano. —Viaja rápida, viaja segura, sé mis ojos y oídos y voz… pero por encima de todo, ten cuidado. —Lo haré, Padre—. No derramó una lágrima. Arianne Martell era una princesa de Dorne, y los dornienses no malgastaban el agua a la ligera. Aunque estuvo cerca de hacerlo. No eran los besos de su padre ni sus entrecortadas palabras lo que hacían que sus ojos se humedeciesen, sino el esfuerzo que le había llevado a estar sobre sus pies, sus piernas temblando bajo él, sus articulaciones hinchadas e inflamadas a causa de la gota. Mantenerse en pie era un acto de amor. Mantenerse en pie era un acto de fe. «Cree en mí. No le fallaré.» Los siete partieron juntos en siete monturas de arena dornienses. Un pequeño grupo viaja más rápido que uno mayor, pero el heredero de Dorne no cabalga solo. De Bondadivina vino Ser Daemon Arena, el bastardo; antes escudero de Oberyn, ahora escudo juramentado de Arianne. De Lanza del Sol dos valientes y jóvenes caballeros, Joss Hood y Garibald Shells, para unir sus espadas a la suya. De los Jardines del Agua siete cuervos y un alto mozo para cuidarlos. Su nombre era Nate, pero había estado trabajando con los pájaros tanto tiempo que todo el mundo le llamaba Plumas. Y puesto que una princesa debe tener algunas mujeres que la asistan, su compañía también incluía a la bella Jayne Ladybright y a la salvaje Elia Arena, una muchacha de catorce años. Partieron dirección noroeste, a través de estepas, secas llanuras y pálidas arenas hacia Colina Fantasma, la fortaleza de la Casa Toland, donde el navío que les llevaría a través del Mar de Dorne les aguardaba. —Envía un cuervo siempre que tengas noticias— le había dicho el Príncipe Doran, —pero informa sólo de lo que  2 sepas que es cierto. Estamos perdidos en la niebla, asediados por rumores, falsedades, y cuentos de viajeros. No me atreveré a actuar hasta que sepa a ciencia cierta qué está ocurriendo. «La guerra está ocurriendo», pensó Arianne, y esta vez Dorne no se librará de ella. —La perdición y la muerte se acercan— le había advertido Ellaria Arena, antes de despedirse del Príncipe Doran. —Es hora de que mis pequeñas serpientes se dispersen, será lo mejor para sobrevivir a la masacre. Ellaria volvía a los dominios de su padre en Sotoinfierno. Con ella iba su hija Loreza, que había alcanzado la edad de siete años. Dorea permanecía en los Jardines del Agua, una niña entre cien. Obella iba a ser enviada a Lanza del Sol, para servir como copera a la esposa del castellano, Manfrey Martell. Y Elia Arena, la mayor de las cuatro hijas que el Príncipe Oberyn había engendrado con Ellaria, cruzaría el Mar de Dorne con Arianne. —Como una dama, no una lanza— le había dicho su madre firmemente, pero como todas las Serpientes de Arena, Elia tenía su propia opinión. Cruzaron las arenas en dos largos días y dos noches, parando sólo tres veces a cambiar de monturas. A Arianne se le antojó solitario, rodeada por tantos desconocidos. Elia era su prima, pero casi una niña, y Daemon Arena… las cosas nunca habían sido las mismas entre ella y el Bastardo de Bondadivina después de que su padre rechazara su petición de mano. «Él era un niño entonces, además de bastardo, no era el consorte apropiado para una princesa de Dorne, él lo tenía que haber sabido mejor que nadie. Y fue la voluntad de mi padre, no la mía.» Al resto de sus compañeros apenas los conocía. Arianne extrañaba a sus amigos. Drey y Garin y su dulce Slyva habían sido parte de ella desde que era pequeña, confidentes que habían compartido sus sueños y secretos, animándola cuando estaba triste, ayudándola a afrontar sus miedos. Uno de ellos la había traicionado, pero los echaba de menos a todos por igual. «Fue culpa mía.» Arianne los había mantenido al margen de su plan para huir con Myrcella Baratheon y coronarla reina, un acto de rebelión con el objetivo de forzar la intervención de su padre,  pero alguien se había ido de la lengua y había dado al traste con sus planes. La torpe conspiración no había logrado nada, aparte de costarle a Myrcella parte de su cara, y a Ser Arys Oakheart su vida. Arianne echaba de menos también a Ser Arys, más incluso de lo que hubiera pensado. «Me amó locamente, se dijo, incluso cuando nunca fui más que su confidente. Hice uso de él en mi cama y en mi plan, tomé su amor y su honor, y no le di más que mi cuerpo. Al final él no podía vivir con lo que habíamos hecho. » ¿Por qué si no habría cargado su caballero blanco contra la alabarda de Areo Hotah, para morir de la forma que lo hizo? «Fui una niña estúpida, jugando al juego de tronos como un borracho a los dados. » El coste de su error fue caro. Drey había sido enviado hasta Norvos, Garin exiliado a Tyrosh durante dos años, su dulce, tonta y sonriente Slyva entregada en matrimonio a Eldon Estermont, un hombre de edad suficiente como para ser su abuelo. Ser Arys había pagado con su sangre, Myrcella con una oreja. Sólo Ser Gerold Dayne había escapado. Estrellaoscura. Si el caballo de Myrcella no lo hubiera evitado en el último instante, su espada larga le habría abierto de pecho a cintura en vez de cortarle la oreja. Dayne era su pecado más grave, aquel del que Arianne más se lamentaba. Con un golpe de su espada, había tornado su fallido plan en algo sucio y sangriento. Si los dioses eran bondadosos, Obara Arena le habría colgado en su fortaleza, poniéndole fin. Le contó todo esto a Daemon Arena esa primera noche, mientras montaban el campamento. —Cuidado con lo que rezáis, princesa— le respondió. —Estrellaoscura podría poner fin a Lady Obara igual de fácil. —Ella tiene a Areo Hotah—. El capitán de la guardia del Príncipe Doran había acabado con Ser Arys Oakheart con un solo golpe, aunque el hombre de la Guardia Real era supuestamente uno de los mejores caballeros del reino. —Ningún hombre puede vencer a Hotah. —¿Es eso lo que es Estrellaoscura? ¿Un hombre?— Ser Daemon hizo una mueca. —Un hombre no le habría hecho lo que él le hizo a la Princesa Myrcella. Ser Gerold es más víbora que lo que vuestro tío nunca fue. El Principe Oberyn me avisó más de una vez de que era puro veneno. Es una lástima que nunca le diera por matarle. «Veneno», pensó Arianne. «Sí. Bonito veneno», pensó. Así fue como le había engañado. Gerold Dayne era duro y cruel, pero de tan hermoso aspecto que la princesa no había creído la mitad de las historias que había oído acerca de él. Los chicos guapos siempre habían sido su debilidad, particularmente aquellos que tenían un lado oscuro y peligroso. «Eso era antes, cuando era sólo una chica», se dijo. «Ahora soy una mujer, la hija de mi padre. He aprendido esa lección. » Al romper el alba se pusieron en marcha. Elia Arena guiaba el camino, con su negra trenza volando tras ella mientras cabalgaba por las secas y agrietadas llanuras y colinas. La chica estaba loca por los caballos, por lo que quizá a menudo olía como ellos, para desgracia de su madre. A veces Arianne se sentía mal por Ellaria. Cuatro hijas, y cada una de ellas idénticas a su padre. El resto del grupo mantenía un paso más sosegado. La princesa se sorprendió cabalgando junto a Ser Daemon, recordando otras cabalgadas cuando eran más jóvenes, cabalgadas que solían acabar en abrazos. Cuando se descubrió mirándole, alto y galante en su corcel, Arianne se recordó a sí misma que ella era heredera de Dorne, y él nada más que su escudo. —Decidme que sabéis acerca de este Jon Connington,— le ordenó. —Está muerto— dijo Daemon Arena. —Murió en las Tierras Disputadas. De tanto beber, he oído que se dice. — ¿Así que un muerto borracho dirige este ejército? —Quizá este Jon Connington sea un hijo suyo. O simplemente es un mercenario inteligente que ha tomado el nombre de un hombre muerto. —O nunca murió.— ¿Podría Connington haber fingido estar muerto todos estos años? Eso requeriría una paciencia digna de su  padre. El solo pensamiento la incomodó. Tratar con un hombre así de delicado podría ser peligroso. —¿Cómo era antes de que... muriese? —Era un niño en Bondadivina que fue enviado al exilio. Nunca conocí al hombre. —Entonces decidme qué habéis oído de él. —Como ordene mi princesa. Connington era Señor en Nido del Grifo cuando Nido del Grifo era un señorío que merecía la pena tener. Escudero del Príncipe Rhaegar, o uno de ellos. Más tarde su compañero y amigo. El Rey Loco le nombró mano en la Rebelión de Robert, pero fue derrotado en Septo de Piedra en la Batalla de las Campanas, y Robert se le escapó. El Rey Aerys estaba furioso, y mandó a Connington al exilio. Allí murió. —O no.— El Príncipe Doran ya le había contado todo esto. Debía haber más. —Esas son sólo las cosas que hizo. Ya sé todo eso. ¿Qué clase de hombre era? ¿Honesto y honorable, corrupto, avaro, orgulloso? —Orgulloso, con toda certeza. Incluso arrogante. Un amigo fiel a Rhaegar, pero espinoso con los demás. Robert era su señor feudal, pero he oído que Connington odiaba servir a un señor como él. Por entonces, Robert ya era conocido como un amante del vino y las putas. —¿No tuvo putas Lord Jon, entonces? —No sabría decir. Algunos hombres mantienen en secreto esos asuntos. —¿Tenía esposa? ¿Amante? Ser Daemon se encogió de hombros. —No que yo haya oído. Eso también era problemático. Ser Arys Oakheart había roto sus juramentos por ella, pero no parecía que Jon Connington pudiera ser tentado de la misma manera. «¿Podría enfrentarme a tal hombre solo con palabras?» La princesa permaneció en silencio, mientras cavilaba sobre lo que podría encontrarse al final del viaje. Esa noche, cuando acamparon, se deslizó dentro de la tienda que compartía conJayne Ladybright y Elia Arena y sacó el pergamino de su envoltorio para leerlo de nuevo. Al Príncipe Doran de la Casa Martell, Me recordaréis, espero. Conocí bien a vuestra hermana y fui un leal sirviente de vuestro buen hermano. Me lamento por ellos como haréis vos. No fallecí, ni tampoco el hijo de vuestra hermana. Para salvar su vida le mantuvimos oculto, pero el tiempo de esconderse ha terminado. Un dragón ha vuelto a Poniente para reclamar su derecho por nacimiento y buscar venganza por la muerte de su padre y de la princesa Elia, su madre. En su nombre me dirijo a Dorne. No nos olvidéis. Jon Connington, Señor de Nido del Grifo, Mano del Verdadero Rey. Arianne leyó la carta tres veces, luego la volvió a enrollar y la introdujo de vuelta en su manga. «Un dragon ha regresado a Poniente, pero no el dragon que mi padre esperaba». En ningún lugar se mencionaba a Daenerys de la Tormenta… ni al Príncipe Quentyn, su hermano, que había sido enviado a buscar a la reina dragón. La princesa recordó cómo su padre había presionado la pieza de sitrang de ónice contra la palma de su mano, mientras con su voz ronca y tenue le confesaba su plan. —Un largo y peligroso viaje, con un final incierto— dijo. —Ha partido para traernos nuestro deseo de corazón. Venganza. Justicia. Fuego y sangre. Fuego y sangre era lo que Jon Connington (si era en verdad él) les ofrecía. ¿O no? —Trae mercernarios, pero no dragones— le había dicho el Príncipe Doran la noche en la que llegó el cuervo. —La Compañía Dorada es la mejor y mayor de las compañías libres, pero diez mil mercenarios no podrán esperar ganar los Siete Reinos. El hijo de Elia… lloraría de felicidad si alguna parte de mi hermana hubiera sobrevivido, ¿pero qué prueba hay de que es Aegon? — Su voz se rompió cuando dijo eso. —¿Dónde están los  dragones?— preguntó. —¿Dónde está Daenerys?— y Arianne supo que lo que en realidad estaba diciendo era, «¿Dónde está mi hijo?» En el Sendahueso y en el Paso del Príncipe, dos huestes dornienses se habían asentado, y allí esperaban, afilando sus lanzas, puliendo sus armaduras, jugando a los dados, bebiendo y peleando, sus cifras disminuyendo día a día, esperando, esperando, esperando que el Príncipe de Dorne los dirigiera sobre los enemigos de la Casa Martell. Esperando a los dragones. Esperando fuego y sangre. Esperándome a mí. Una palabra de Arianne y esos ejércitos marcharían… siempre que esa palabra fuera dragón. Si en cambio la palabra que pronunciase fuera guerra, Lord Yronwood, Lord Fowler y sus ejércitos permanecerían en su sitio. Si algo era el Principe de Dorne era sutil; aqui guerra significaba espera. A media mañana del tercer día Colina Fantasma apareció ante ellos, con sus muros de color tiza blanca brillando sobre el oscuro azul Mar de Dorne. De las torres de la plaza en las esquinas del castillo ondeaban los estandartes de la Casa Toland; un dragón verde mordiendo su propia cola, sobre campo dorado. El sol y las estrellas de la Casa Martell pendían sobre la gran fortaleza central, dorado y rojo y naranja, desafiante. Los cuervos habían volado con ventaja para avisar a Lady Toland de su llegada, así que las puertas del castillo estaban abiertas, y la hija mayor de Nymella cabalgó al encuentro junto a su mayordomo, cerca del pie de la colina. Alta y feroz, con un resplandor en su brillante pelo rojo cayendo sobre sus hombros, Valena Toland saludó a Arianne con un grito de, —¿Por fin has llegado, no? ¿Son lentos esos caballos? —Lo suficientemente rápidos como para ganar al tuyo hasta las puertas del castillo. —Eso ya lo veremos.— Valena se volvió a su gran caballo rojizo y picó espuelas, dando por comenzada la carrera a través de las polvorientas calles del poblado al pie de la colina, mientras gallinas y aldeanos tropezaban por salirse de su camino. Arianne estaba tres cuerpos detrás cuando puso a su yegua al galope, pero  había recortado a uno en la mitad de la cuesta. Ambas estaban lado a lado cuando entraron como un relámpago por la puerta de la guardia, pero a cinco yardas de las puertas de la ciudad Elia Arena vino volando desde la nube de polvo tras ellas y las pasó en su potra negra. —¿Eres medio-caballo, niña?— le preguntó Valena, riendo, en el patio del castillo. —Princesa, ¿has traído contigo a una moza de cuadras? —Soy Elia.— anunció la chica. —Lady Lanza. Cualquiera que ostentara ese nombre tenía mucho por lo que responder. Como había hecho el Príncipe Oberyn, aunque la Víbora Roja nunca había respondido ante nadie excepto ante sí mismo. —La niña caballero— dijo Valena. —Sí, he oído hablar de ti. Como has sido la primera en llegar, has ganado el honor de abrevar y cuidar a los caballos. —Y después de eso encuentra el baño— le dijo la Princesa Arianne. Elia era tiza y polvo desde los tobillos hasta el pelo. Esa noche Arianne y sus caballeros cenaron con Lady Nymella y sus hijas en el gran salon del castillo. Teora, la hija más joven, tenía el mismo pelo rojo que su hermana, pero no podrían haber sido más diferentes. Baja, rellenita, y tan tímida que podría haber pasado por muda, mostraba más interés en su ternera especiada y pato con miel que en los gentiles y jóvenes caballeros de la mesa, y parecía contenta en dejar a su señora madre y su hermana hablar por la Casa Toland. —Hemos oído los mismos rumores aquí que los que vosotros habéis oído en Lanza del Sol— les dijo Lady Nymella mientras un sirviente servía el vino—. Mercenarios desembarcando en Cabo de la Ira, castillos siendo asediados o tomados, campos aprovechados o quemados. De dónde vienen estos hombres y quiénes son, nadie lo sabe a ciencia cierta. —Piratas y aventureros, oímos al principio— dijo Valena. — Entonces se supuso que sería la Compañía Dorada. Ahora se dice que es Jon Connington, la Mano del Rey Loco, que ha vuelto de  la tumba para reclamar lo que es suyo por derecho. Quienquiera que sea, el Nido del Grifo ha caído ante él. Aguasmil, Nido del Cuervo, Niebla, incluso Piedraverde en su isla. Todo tomado. — Los pensamientos de Arianne se posaron en su dulce Slyva. — ¿Quién querría Piedraverde? ¿Hubo una batalla? —No que hayamos oído, pero todos estos rumores son inciertos. —Tarth ha caído también, algunos Pescadores pueden decírtelo.— dijo Valena. —Estos mercenarios poseen ahora casi todo el Cabo de la Ira y la mitad de los Peldaños de Piedra. Hemos oído hablar de elefantes en el bosque de lluvia. —¿Elefantes?— Arianne no sabía qué pensar de eso. —¿Estás segura? ¿No serán dragones? —Elefantes.— dijo Lady Nymella firmemente. —Y krakens en Brazo Roto, emergiendo de galeras hundidas— dijo Valena. —La sangre les empuja hacia la superficie, dice nuestro maestre. Hay cuerpos en el agua. Unos cuantos han llegado a nuestras costas. Y eso no es ni la mitad de todo. Un nuevo pirata se ha proclamado rey a sí mismo. El Señor de las Aguas, se llama a sí mismo. Tiene navíos de guerra de verdad, tres cubiertas monstruosamente grandes. Fuisteis sabios en no venir por mar. Desde que la flota de Redwyne pasó por los Peldaños de Piedra, esas aguas están llenas de extraños navíos, todo el camino al norte hasta las costas de Tarth y la Bahía de los Naufragios. De Myr, Volantis, Lys, incluso asaltantes de las Islas de Hierro. Algunos han entrado en el Mar de Dorne para desembarcar hombres en la costa sur del Cabo de la Ira. Hemos encontrado un buen barco, y rápido, como vuestro padre ordenó, pero incluso así… tened cuidado. —Es cierto, entonces—. Arianne quería preguntar por su hermano, pero su padre había le había recomendado en medir cada palabra. Si estos navíos no han traído a Quentyn a casa de nuevo con su reina dragón, mejor no mencionarle. Sólo su padre y unos pocos de sus mejores confidentes sabían acerca de la misión de su hermano en la Bahía de los Esclavos. Lady Toland y sus hijas no estaban entre ellos. Si fuera Quentyn, habría traído a  Daenerys de vuelta a Dorne, sin lugar a dudas. ¿Por qué se arriesgaría a desembarcar en el Cabo de la Ira, en medio de los señores de la tormenta? —¿Está Dorne amenazada?— preguntó Lady Nymella. —Lo confieso, cada vez que veo un navío desconocido se me pone el corazón en la garganta. ¿Qué pasaría si estos navíos se dirigieran al sur? La mejor parte de la fuerza de Toland está con Lord Yronwood en el Sendahueso. ¿Quién defenderá Colina Fantasma si estos extraños desembarcan en nuestras costas? ¿Debería llamar a mis hombres a casa? —Vuestros hombres son necesarios donde están, mi señora.— le aseguró Daemon Arena. Arianne estuvo rápida en asentir. Cualquier otro consejo bien podría hacer que la hueste de Lord Yronwood se deshilachase como un viejo tapiz si cada hombre volviera a casa para proteger sus propias tierras contra supuestos enemigos que podrían o no podrían venir jamás. —Una vez que sepamos sin duda si son amigos o enemigos, mi padre sabrá qué hacer, — dijo la princesa. Fue entonces cuando la dulce, rechoncha Teora alzó sus ojos de las tartas de crema en su plato. —Son dragones. —¿Dragones?— dijo su madre. —Teora, no seas loca. —No lo soy. Vienen. —¿Cómo podrías tú saber eso?— le preguntó su hermana, que una nota de burla en su voz. —¿Uno de tus pequeños sueños? Teora asintió débilmente, su mandíbula temblaba. —Estaban bailando. En mi sueño. Y allí donde los dragones bailaban la gente moría. —Los Siete nos protejan.— Lady Nymella suspiró exasperadamente. —Si no comieras tantas tartas de crema no tendrías esos sueños. Las comidas ricas no son para chicas de tu edad, cuando tus humores están desbalanceados. El maestre Toman dice ... —Odio al maestre Toman.— dijo Teora. Entonces se levantó de la mesa, dejando que su señora madre diera las disculpas por ella.

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