Como todas las noches a esa misma hora, Agoney abrió los ojos y sintió el frío del suelo de mármol subir por sus pies descalzos al salir de la cama. Todas las noches desde hacía mes y medio la tenue luz y el sonido opacado se colaban por su ventana, despertándolo en plena madrugada; por supuesto, todas las noches Agoney abandonaba la comodidad del colchón en busca de aquello que lo mantenía en vela.
Avanzó despacio y en silencio. Con pasos ligeros que podrían casi hacerle flotar, caminó hasta llegar frente al marco de color azabache del ventanal de su habitación.
Soltó un suspiro tembloroso, aún un poco abrumado por el sueño interrumpido, y se asomó a pesar de que ya sabía qué era lo que le esperaba al otro lado. La música seguía sonando suave mientras él conseguía despejarse de los últimos restos de adormecimiento y prestar atención al sonido. No reconocía la canción, pero sabía con certeza que no era de estilo clásico, el único que había escuchado durante sus veintitrés años de vida.
Frente a él, el salón de ensayos de la planta baja aparecía débilmente iluminado bajo una pequeña linterna. No era la luz, sin embargo, lo que le atraía como a una polilla. Aquello que levantaba al canario de su cama por las noches, lo que despertaba su curiosidad a las tres de la madrugada era la silueta bailarina y recortada por la luz, intermitente y tan frágil que cualquiera podría pensar que se evaporaría al tacto.
Los movimientos acoplados al ritmo suave eran completamente distintos al ballet. Agoney no entendía cómo alguien internado en una escuela de ballet de renombre podía ser capaz de escaparse por las noches para dar rienda suelta a su cuerpo de otra forma que no fuera con relevés o brissés.
No lo comprendía y, no obstante, todas las noches se levantaba de la cama, se acercaba a la ventana y apoyaba los antebrazos en ella, dejando que el baile hipnótico de aquella sombra lo arrastrara de nuevo hacia el sopor dulce de la somnolencia.
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—Entonces me miró y me corrigió la postura del pie. Agoney, literalmente tenía el pie un milímetro más a la derecha de la cuenta y la bruja de la profesora Jeaninne ya estaba lista para criticarme. ¿Te lo puedes creer?
Agoney dejó escapar una pequeña risa de aire y levantó la mirada desde su desayuno hasta las pecas de Camille. Ella alzó una ceja, esperando respuesta.
—Bueno, Camille... Es su trabajo exigir la perfección más absoluta. Supongo que por eso estamos aquí.
La chica puso los ojos en blanco y se sacudió la melena pelirroja en desacuerdo.
—Cuando estemos bailando por todos los teatros del mundo te aseguro que nadie se fijará en el milímetro.
El moreno se encogió de hombros y siguió troceando con mimo el melocotón entre sus manos. Escuchó un suspiro proveniente de su compañera y se contagió de él, suspirando también.
Estar allí no era fácil. No lo era para él como tampoco lo era para nadie. Para ingresar a la escuela había que pasar por el filtro de decenas de expertos y, además, pagar una considerable cantidad de dinero por la formación de calidad excelente que allí ofrecían
El internado se encontraba casi al ras de la orilla del Canal de la Mancha, a unas horas en tren de París. Era un castillo de dimensiones formidables, oscuro, húmedo y con cierto aire lúgubre, cubierto de enredaderas que se asemejaban a las rejas de una prisión.
En realidad, por dentro era probablemente el lugar más lujoso que Agoney había visto en su vida y esto, junto a los uniformes idénticos que les hacían llevar, les daba esa fama de pijerío de la que todo el mundillo era consciente.
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Bayadère
RandomAgoney ve, escucha y respira ballet desde hace tanto tiempo que no puede recordarlo. Tampoco recuerda dedicar sus días a algo más que a intentar alcanzar la tan ansiada perfección que lo llevará a formar parte del ballet de la Ópera de París. Y ento...