Todos aquellos primeros besos fueron accidentales, llenos de excusas que les cubrían como una capa de invisibilidad, que les permitían dormir por las noches en una calma irreal, de mentira, pero tangible, un ancla a la que aferrarse para poder huir de las dudas.
Tenían 14 años y tomaban limonada sentados en el trozo de carretera que separaba sus casas. Era sólo un camino, más de tierra que de asfalto, que parecía no tener origen y no llevar a ninguna parte. El sonido de los hielos entrechocando y el sabor ácido en el fondo de la garganta marcaban el inicio del verano.
— Aitana va a besarme mañana —dijo Raoul, de repente, y Agoney no alzó la mirada—. Y estoy nervioso, Ago, yo no tengo ni idea de cómo se hace eso —insistió, dejando en la palma de su mano tres cereales morados, sus favoritos.
Cuando Agoney llegó, cinco años atrás, trajo aquellos cereales consigo, la caja pegada al pecho como si se tratase de un salvavidas, un recuerdo de la vida que había dejado atrás, más sólida, menos cambiante, de trucos de plástico y cartón, más segura. Raoul entendía que la magia pudiera asustar. A él no habían tenido que explicarle por qué la luz parecía seguirle a veces, por qué las plantas brotaban más rápido si él metía los dedos en la tierra y cerraba los ojos hasta que sentía las raíces, pero a veces la notaba dentro, burbujeando, deseando explotar para salir al exterior. Y también le asustaba lo que pudiera hacer si no conseguía moldearla a tiempo, atraparla de nuevo, acariciarla hasta que volviera a sentirse cómoda encerrada bajo su piel.
Un día, deslizó la caja de cereales a lo largo de la encimera y le hizo prometer que le daría todos los morados. Al menos los de esa caja y los de las dos siguientes, los que le habían dejado traerse desde Canarias en la mudanza. Raoul aprendió ese año el hechizo multiplicador, le pidió a Miriam las palabras del libro de tercero que sabía que había robado y las repitió una y otra vez, asegurándose de memorizarlas y de recordar los movimientos de varita milimétricamente. Practicó y practicó, primero con su taza favorita, luego con las flores del jardín, y cuando probó con los bollos de canela de su madre y el sabor era exactamente el mismo, decidió que estaba listo para replicar la caja de cereales cada vez que se acabara. La caja entera, no sólo los morados, para poder comérselos juntos.
Agoney alzó la mirada de repente, interrumpiendo aquella pausa de ojos huidizos, pero no el silencio. Abrió la palma de la mano y le miró fijamente mientras se comía los tres cereales que había dejado allí, uno a uno, sin palabras.
>> ¿Tú lo has hecho alguna vez? —Le preguntó Raoul, mordiéndose la uña del dedo índice. Estaba casi seguro de que Agoney estaba decidiendo algo, pero era incapaz de descifrar qué.
— Nunca quise darle un beso a alguien, me habría parecido de mentira.
Raoul asintió, y se levantó, apoyando las manos en la carretera. Agarró su vaso y la caja de cereales y murmuró:
— Me duele un poco la barriga, creo que me voy ya.
— ¿Quieres?
— ¿Que si quiero, qué? — preguntó, con el ceño fruncido.
— Que si quieres probar, tonto, para que estés preparado —Agoney levantó el dedo índice y lo movió hacia delante y hacia atrás, indicándole que volviera a sentarse.
Raoul deseó, entonces, estar listo. Haber dado un millón de besos para que los labios de Agoney no se disgustaran al besar los suyos. Para que, aunque fuese un beso de prueba, fuese perfecto. Suave, ligero. Todo era así entre ellos. Más fácil si estaban juntos. No quería que aquello se convirtiese en un nudo en la cuerda que les unía y que siempre había sido lisa, por la que podían deslizarse cuando quisieran, Raoul hacia Agoney y Agoney hacia Raoul, para pedirle al otro que le sostuviera.
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light will guide you home
FanfictionLuar na fraga, un pequeño pueblo que se esconde entre árboles en Galicia, es el último recodo del mundo en el que la magia no sólo existe, sino que se enseña, se practica, se doma y se moldea. La abuela de Agoney se marchó de allí cuando su hija cum...