Caramba ñero, se oscurecieron mis días.

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Caramba ñero, 

se oscurecieron mis días.

Alzó en vuelo mi alegría

cuando menos lo esperaba.

Triste mañana

sentí perder un tesoro.

Mi caballo Rucio Moro

donde yo siempre coleaba...

Levanté la mirada de la mesa, que había estado mirando fijamente mientras esperaba que me sirviesen el desayuno. Mi mirada se fijó en el radio, en el que sonaba la canción llanera que había provocado que arrugase mi frente con confusión.

—¿Quién carajos le pone Rucio Moro a un caballo? —pregunté a nadie en particular, prestándole total atención a la letra que se escuchaba.

Mi madre dejó la estufa, se dio la vuelta y me observó con lástima, como si le pesara que yo fuese su hijo o como si se estuviese lamentando por aquella vez que me dejó caer de tripón y que yo no recordaba.

Decir que me miraba como si fuese estúpido era poco.

—José, cualquiera que te escuchara hablar tanta pendejada, preguntaría ¿«qué pájaro puso esa ñema»?

Rodé mis ojos y continué mirando el cimiento del mesón, esperando a que me sirviesen el desayuno y que no se tratase de una simple...

—Aquí está tu arepa.

Miré el plato con algo de desagrado y fijé mi mirada en la espalda de mi madre que se movía de un lado a otro en la cocina.

—¿Arepa con queso otra vez, ma?

Apenas las palabras salieron de mi boca, supe que la había cagado.

Mi madre se dio la vuelta, hasta quedar frente a mí, con una mirada amenazante que vendría acompañada de un discurso moralista sobre la cantidad de niños que querrían siquiera tener una arepa para comer.

De inmediato, quise dejar el pelero.

—¿Sabes la cantidad de niños que pasan hambre todos los días? —Colocó sus manos en sus caderas, con su mejor cara de indignación—. Y tú que tienes, te quejas. Siquiera que trabajaras, para que vieras de donde salen las cosas —Se dio la vuelta de nuevo, moviendo los utensilios con brusquedad—. Nunca están conformes con lo que hay, no jodas. Párense a las 5 de la mañana a ver qué coño consiguen.

Todos en la casa bajaron las escaleras para ver de dónde venían lo gritos de ultra tumba que ya estaba dando mi madre a primera hora de la mañana. Ni aunque quisiéramos podríamos pasar desapercibidos en la urbanización en la que vivíamos...

Todos miraron hacia la mesa por unos segundos y ella volteó a mirarles, expectante. Tomó la paleta de madera del cimiento y les señaló a ambos.

—¿Qué? ¿También tienen algo que decir al respecto? —ante la visible amenaza, todos negaron de inmediato y se sentaron en sus respectivos asientos para comenzar a comer.

—Y tú, coño e' tu madre —mi madre se paró frente a mí, señalándome con la misma paleta.

Señor, soy yo de nuevo.

—No te creas que te levanté a las 7 para darte de comer. Me haces el favor y te vistes para que vayas al chino a comprar una harina pan, antes de que te agarre a coñazos ―amenazó, señalando hacia las escaleras—. No me hagas volver a repetírtelo.

Sin terminarme mi arepa, salí corriendo a las escaleras, sin esperar a que se le ocurriese repetirme la orden de nuevo.

Cuando mi madre cargaba la mierda revuelta, era mejor andarse con cuidado.

Caramba ñero, se oscurecieron mis días.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora