-Niégalo-todos -lo-hacemos-

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El día martes cumplía servicio en una oficina ubicada en la avenida Cabildo al 4000, en la misma cuadra donde vivía un ex compañero de la secundaria. A doce cuadras de ahí, alquilaba una casa mi editor y amigo de toda la vida, Kelson. El psicópata benefactor y el cómplice en este viaje de demencia.Gracias a la cercanía de su casa, podía dormir en su caverna cuando quisiera, comer, fumar, beber, defecar, pelear y así no  tener que viajar en el 168 helado por la mañana hasta el trabajo.Levantarse por la mañana con resaca ya era un suicidio, viajar con la cabeza en otro planeta, mejor ni hablar.Últimamente, mis nervios andaban rotos, demasiada nicotina, demasiada violencia familiar, demasiadas mujeres llamando, demasiada gente a la cual asesinar. Necesitaba apaciguarme.Me quedé a dormir en lo de mi editor. Esa misma noche me emborraché con güisqui barato, nada mejor que el viejo y duro escocés de las pampas criollas. Como no podía cerrar un ojo porque mi cabeza era un carrusel sin fecha de vencimiento, me metí dos dedos en la boca y, a las cuatro de la mañana, dejé una hermosa la saña adentro del inodoro de mi editor.Salí de su casa con una resaca mexicana. Caminé bajo un cielo opaco fumando cigarrillos desaforadamente uno tras otro.Mis labios se resecaron con cada pucho terminado y las encías ardían y me producían un molesto dolor bucal.Llegué a mi destino respirando entrecortado, sintiendo un ardor en el pecho, descargando cantidades abusivas de flema sobre las esquinas fúnebres y con ansias de vomitar nuevamente.Me quedé mirando a los transeúntes que pasaban a mi lado,chocándose entre sí como avispas a punto de invadir una cosecha, desesperados por llegar a horario. Los odiaba, odiaba todo lo relacionado con la rutina, con la responsabilidad laboral,con el opresivo encierro social del cual inevitablemente no se puede escapar, al menos que uno sea dueño de algún continente o empresa multinacional. De todas formas, en esos dos últimos casos también se está cercado.Ahora, yo era uno de ellos y ellos parecían que gozaban haciéndomelo saber con cada pulgada de insatisfacción propagada en sus mínimos y máximos actos cotidianos. Un futuro infeliz con seguridad social, jubilación, aguinaldo, lugar de residencia fijo, soltero, casado, medicado, ateo, cristiano,pagano y toda esa mierda catalogada en los libros de estadística oficial.El encargado del edificio me abrió la puerta, cruzamos unas palabras y tomé el ascensor hasta el piso once. Toqué timbre y una mujer de edad madura me abrió la puerta. La secretaria se llamaba Susana. Y era, digamos, la mandamás de doce estudiantes de ingeniería que diseñaban logotipos o algo así.Los jóvenes desde el comienzo se portaron bien, charlaban conmigo o fingían, por lo menos, tener sentimientos de compasión, algo que nítidamente no poseían. Yo no los ojeaba y ellos no me ojeaban. Cuando era necesario, nos evadíamos-mutuamente como una parte del trato social, como debían de hacerlo los sirvientes de las monarquías antiguas. Para ellos era un marginal humilde que limpiaba la inmundicia innecesaria y mundana y así quería yo que siguiera el trato. En mi caso, jamás me gustó acostarme con el enemigo.Con Susana, la cosa era diferente. Como toda secretaria madura de una empresa en ascenso, era una arpía con carácter violento. Emanaba una infelicidad de nacimiento (o ¿qué carajo le había pasado en su miserable existencia?). Cargaba con una neurosis que el mismo Freud la hubiera internado en un nosocomio, le hubiera practicado electroshock y le hubiera mandado su cerebro a un grupo de cocainómanos para ser analizado en un zoológico. Caminaba todo el tiempo de punta apunta, como si tuviera hormigas en el trasero, revisaba una y otra vez archivos sin necesidad de hacerlo. Se quedaba postrada en su asiento, mirando cada movimiento repentino con ojos de águila. Se peinaba el pelo maniáticamente hasta el extremo de arrancarse mechones que luego debía de recoger por todas las esquinas de las oficinas. Ordenaba instrucciones desvergonzadamente a los empleados que tenía bajo su cargo sobre estupideces sin sentido. Todo el mundo interno de la empresa le seguía la corriente, como si supieran que era intocable, como si supieran que guardaba adentro de su gran locura los crímenes de los jerarcas. Alguien de muy arriba le cuidaba las espaldas, alguien de muy de arriba protegía con celo al engendro del piso once.Ella, con sus ojos trastornados girando en círculos sobre papeles revueltos que caían de su inmundo y patético escritorio,se quedaba absorta. Me decía que estaba buscando los secretos de la letra chica de los contratos, los peligrosos puntos sobre los que debía alertar a su jefe en caso de que se aprovecharan de su buena fe o algo así. Señalaba con sus dedos gordos un párrafo perdido de algún viejo texto y estallaba en gritos. Su obeso rostro se enrojecía brutalmente y causaba repulsión en mi estómago. Luego, dirigía su vista sobre mis pasos, sobre mi espalda, como si fuera un recluso de un GULAG, vigilado deforma constante por los guardias azules. Si terminaba de limpiar un sector, se levantaba y caminaba hasta mi lado, miraba y luego señalaba:– ¡Ahí hay una mancha, tenga cuidado, López! ¡Esa mancha puede ser culpable de un escándalo en la gerencia!– ¡Ya mismo limpio esa mancha, Susana!– ¡Hágalo urgente, por el amor de Dios! Se imagina si llegara a visitarnos el gerente general del hemisferio sur. De seguro que se caerían un par de contratos de extrema importancia y sería la ruina para todos los chicos que trabaja nacá. ¡Hágalo por lo empleados!–Dios está muerto, vieja de mierda.– ¿Qué dijo, López? –Alabado sea el Señor.–¿Usted está rezando?–Es una costumbre de mi comunión.– ¿No será de esos fanáticos que se hicieron evangelistas después de cumplir una condena en prisión, no?–No, solo salen de mi boca ciertas costumbres autómatas de mi preciada juventud.–Ah, bueno, pero lo importante es que revise la esquina esa llena de papeles. Levántelos ya mismo, porque si no se van a ir acumulando hasta formar una montaña de basura, de esas que producen los empleados que no trabajan, sino que solo buscan sacarles dinero a su patrón.–Sí, de esos conozco miles, pero también los hay en versión femenina.–Si quisiera conversar sobre filosofía, para eso está la facultad. ¡A moverse, López! A mover el esqueleto, deje de darme charla.–Ok. Me hacía limpiar, fregar, pulir, encerar, barrer, desinfectar,acomodar, enjuagar, ordenar miles y miles de veces los rincones más inútiles del piso. No podía satisfacerla nadie. En la empresa podía atiborrar el odio que cargaba en su perdida alma, era como querer abrir una lata de atún con un lápiz de chocolate. Yo, por mi parte, me quedaba silencioso mirándola sorprendido:– ¡López, no se olvide de poner en remojo las toallas antes de partir!–Por supuesto.– ¿Ve esos puntos en la heladera? Con alcohol y un trapo bien seco se limpian.–Ok, Susana, ¿algo más? –Prepare el café y con Cif limpie las cucharitas, que deben estar brillantes todo el tiempo, si no la gerencia se queja.–Por supuesto, Susana, lo que usted desee, conchuda hija de un camión de putas –dije yo por lo bajo.– ¡Ve qué inútiles son estos pibes, dejan todas las tazas sucias!–Lo que pasa que son jóvenes, Susana.–Yo también fui joven y trabajé toda mi vida, tres trabajos cargaba en mi juventud y nunca tuve una queja. Cualquier idiota puede ser responsable, solo necesita un poco de voluntad.–No hay que ser tan dramático, los jóvenes siempre fueron jóvenes.–Son negros, López, y encima negros con título universitario. Se creen superiores porque papito les pago la carrera, no como yo que tuve que sacar fuerzas de quién sabe dónde. Yo merezco mucho más que ellos, pero bueno, ellos tuvieron la suerte de ser el hijo o la hija de tal.–Uno no elige a los padres.–Sus padres les podrían haber enseñado mejor, no a pasar por encima de la gente por el hecho de tener un título.–Hay gente que hace lo mismo sin un título y no se mira en el espejo.–¿Qué quiere decir con eso?–No hay que ser tan duros con los mocosos de hoy.–¿Puede creerlo? Ni saben limpiarse el trasero.–Bueno. Yo soy el pibe de limpieza, no creo ni opino.–Mejor así, no opine y trate de bla, bla, bla.–Lo que usted mande, Susana.–Ah... López, la próxima vez, algo de desodorante, ya sabe,el ambiente es chico y la gente se queja.– ¡Gorda de mierda y la concha...! –murmuré por lo bajo. – ¿Dijo algo, López?–Nada, Susana, yo no opino, ya le dije.–Mejor aún.Lo único que hacía considerado el calvario del martes era una nena de unos ojazos azules que charlaba conmigo en el ascensor. Llevaba unos anteojos que le daban un aire gracioso,angelical y tenía además unas piernas chiquitas y delgadas. Su piel pálida era como el chocolate blanco, que resaltaban sus mejillas rosadas. Yo me quedaba mirándola fijamente, cuando desayunaba con sus manos delicadas parecía una estatua salida de Florencia. Tenía un aire también a las doncellas de los carnavales de Venecia, era como si en ella se refugiaran miles de años de belleza humana. El resto de las mujeres que circulaban por los pasillos no tenían ni una pizca de su elegancia. Hay ciertos animales que resaltan debido a sus plumas, ella resaltaba debido a su forma de preservar el ambiente con una calidez fuera de lo sensorial. Cuando sonreía,me hacía recordar a las peregrinas protestantes del norte anglosajón con espíritu medieval, de esas que podían salvarle el alma a un hombre con solo tocarlo.Esa señorita podría haber sido mi esposa, y lo digo en serio,a pesar de siempre verla con ojos de borracho en celo. Tenía un aire de santa que irradiaba el ambiente. Siempre se dirigía a míen voz baja y con una leve sonrisa.Cuando yo me encontraba sudando alcohol, vencido, con un odio demencial, me contaba algún chiste. Ella veía que mi espíritu emanaba un odio infernal, sabía que mis pensamientos vagaban al borde de la masacre en masa. Ella sentía que vomitaba por dentro mi frente envejecida llena de cicatrices,mientras arteros dolores de espalda acababan con lo poco de mi humanidad. Pero no le importaba, con una simple y endulzada mirada calmaba a la bestia interna.Salí del servicio puteando, tenía unas ansias enérgicas de asesinar a la secretaria, hervirla y dársela de comer a las hienas.Cada cosa que hacía le parecía que no estaba del todo bien.Antes de retirarme, le escupí todo el teclado y su maldita taza de café. La semana venidera le haría una cosa peor, si antes no le aplicaba un golpe en la cara.Debido a este infierno, los lunes, con Zobra en mi balcón, me castigaba inhumanamente.Susana e todas formas era una esclava como yo, así es la vida.

Ex-periencia Ce-roDonde viven las historias. Descúbrelo ahora