Preludio.

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– ¡No está! ¡No está!

– ¡El príncipe ha desaparecido!

Las voces van y vienen por los pasillos, las antorchas encendiéndose una a una para iluminar cada habitación vacía, rebuscando en los rincones donde nadie nunca mira. Los rostros preocupados de las mujeres bailan en las sombras creadas por el fuego mientras los hombres comienzan a recorrer los jardines y las caballerizas en improvisados grupos, buscando un indicio de algo que esté mal, de algo que falte.

Nada falta, a excepción del príncipe heredero.

El mismo que se arrastra entre los matorrales en la profundidad del bosque a kilómetros del castillo donde los reyes se levantan escandalizados, escuchando las noticias de que su hijo no está dentro de sus habitaciones y no hay rastro alguno de él. Evita pensar en ellos, en la ira de su padre y la preocupación de su madre, así como evita dejar huellas con sus pies descalzos pisando raíces de árboles y zonas con pasto, saltando con esfuerzo en un intento de que nadie encuentre el camino por el cual se ha marchado.

Encontrarán su ropa intacta porque se marchó vistiendo sólo un camisón blanco que ya no lo es más, cubierto en hierbas y tierra húmeda, rasgado ahí donde las ramas se han incrustado y la sangre que brota de los rasguños de su antes inmaculada piel tiñe los espacios vacíos. Hallarán todas las joyas reales porque sólo se ha llevado unas pocas monedas de oro en los bolsillos del camisón y nunca notarían que lo único que se llevó consigo es una simple alhaja de metal poco digna de un hombre en su posición, pero más valiosa que cualquier cosa.

Es esa la alhaja que presiona contra su corazón cuando su mente parece confundirse entre la oscuridad, sus ojos buscando las marcas ocultas entre las corazas de los árboles que parecen querer tragárselo entero a medida que avanza en el bosque que siempre le prohibieron recorrer, pero ya no más. Ya no hay prohibición alguna que pese sobre sus hombros y ese simple pensamiento acelera los latidos de su corazón, la adrenalina disparándose en sus venas.

A partir de esta noche no es más un príncipe.

No es más que un chico que tropieza con una raíz y cae hacia adelante, sus manos y rodillas hundiéndose en el lodo al tiempo que un hilillo de sangre resbala por su mejilla, ahí donde alguna rama cualquiera ha rasgado la piel. Se levanta sintiendo el escozor, pensando en lo parecida que era esa sensación al arrancarse cada trozo de tela y cada joya que un día lo distinguió, al desprenderse de la vida que desde siempre le perteneció.

Falta poco, se dice a sí mismo sin dejar de avanzar, sus ojos captando gracias a la sutil luz de luna que ha llegado al cruce de caminos que indica que está a afueras de la ciudad y el bosque he hecho bien su trabajo de llevarlo lejos de los muros del que siempre fue su hogar. Se detiene entonces, dejando que sus oídos atrapen todos los sonidos posibles, distinguiendo entre el crujir de las ruedas de las carretas, las voces de quienes aún permanecen despiertos tras los muros y los sonidos del bosque.

Es entonces que lo escucha, el canto de su ruiseñor.

Sus pasos lo siguen, dejándose llevar las suaves notas que viajan entre los árboles y le mantienen alejado de los caminos. Se estremece por el viento helado de la madrugada antes de sentir que su cuerpo reacciona al distinguir al fin algo más que sombras confusas entre las raíces y los troncos. Se queda de pie con los ojos inundándose en lágrimas porque siente su pecho expandirse por el aire que retiene, por cómo su corazón se acelera.

El ruiseñor sigue cantando para él, esperando que eso baste para guiarlo.

Su figura permanece recortada contra la luna en el cielo, no distingue el color de sus ropas, pero eso resulta innecesario cuando ve brillar una alhaja igual a la suya en la muñeca de la mano que sostiene el arnés del caballo. Su voz, gruesa y grave, confundiéndose con los rugidos del viento y las hojas que se mecen, con los crujidos de la madera de los árboles que los acogen y con las voces cada vez más apagadas tras los muros que quedan atrás.

Obliga entonces a sus pies a avanzar hasta llegar a él, que detiene la canción que tararea cuando lo ve surgir de la oscuridad del bosque, con el camisón sucio y roto, con sangre en el rostro y por el cuerpo, pero sonriendo. Con sus labios delgados y con sus ojos, aquellos magníficos luceros que siempre han resguardado el universo entero en ellos.

Sus labios se entreabren en un jadeo cuando lo ve descender, su cabello negro levemente rizado cayendo sobre su intensa mirada que lo escudriña por completo y, por primera vez en su vida, quien un día fue príncipe siente vergüenza de cómo se ve, aunque no hay tiempo para pensar en ello cuando sus manos grandes acunan sus mejillas, su pulgar limpiando la sangre de la cortada hecha momentos antes.

– Mi príncipe...

Su sonrisa se ensancha a la vez que cierra sus ojos cansados y se mete entre sus brazos, sintiendo su calor arroparlo para ahuyentar el frío del bosque que ha recorrido tan sólo para llegar hasta él, para escuchar su voz entonar algo más que una canción que oculta promesas y fantasías construidas en el aire. Deja que sus corazones se acoplen, como ha sentido que siempre debió de ser.

– No, ya no lo soy.

Lo escucha reír suavemente, sintiendo como reniega con su cabeza antes de que sus brazos le atrapen en un anhelado abrazo: – De acuerdo... mi dulce Jungkook. 

Cantos de Ruiseñor.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora