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Cada amanecer, Caleb le cantaba a Nina, sumergido en ilusiones y la alegría de agradarle. 

Nina no podía salir, pero no dejaba de hablarle al chico de ojos grises; tenía historias que contar sobre todo lo que veía por su ventana y sobre sentimientos, que sólo tantas horas de encierro darían tiempo de inventar.

En el delirio de las noches aprendió de ella y de que la soledad existe cuando uno lo permite; se perdía horas mirando a la nada, sintiendo, y luego daba forma, sentido y razón a lo que experimentaba.

Caleb sentía admiración por el razonamiento constante de la chica que le miraba, y por respeto evitó el tema del encierro.

Nina se enamoró de las canciones de esa tierra que nadie conocía y del chico que las cantaba, y con sutileza se perfumaba con esencias naturales, elegidas según su ánimo, que Caleb notaba, pero nunca fue capaz de decirle nada. 

Un ocaso de un día cualquiera, Caleb dejó el tocón; no apareció en la ventana al amanecer y Nina supo que se había ido.

Cuentos de siempre acabar.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora