1 (Elda)

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No recuerdo nada más de aquella noche, solo el olor de las estrellas al esfumarse, el tacto de la luna en mi pelo, nada más.

Nadie me miraba, nadie se dignaba a hablarme, porque me había parado.

Me cogió de la cintura y me arrulló hasta que lo único que sentía era el palpitar de su corazón contra mi mejilla; fue el sonido más desagradable que hube escuchado nunca.

Me acompañó hasta que el sueño me venció y los colores del alba inundaron mis pensamientos. Mis ojos ya no eran del color de la laguna durante los días calurosos, ahora eran de una azul letal. Y mi tez, normalmente bronceada, había perdido las ganas de brillar. Y mi sangre, no fluía por mis venas, mi corazón se negaba a seguir latiendo mientras el de mi arrullador lo hiciera.

El olor desgarrador de la esperanza al esfumarse inundó mis fosas nasales, el sabor del valor se resbaló de entre mis labios, y me dejó allí, sola y arrullada.

El crujir de las hojas no era el mismo, el sonido de los pájaros al cantar una sonata tampoco lo era. Nada era lo mismo sin el color verdoso de las hojas veraniegas, ahora todas ellas estaban sonrojándose, simbolizando así la llegada del majestuoso otoño, que reinaría hasta que nos marchitáramos.

Las pisadas dictaban mi sentencia, y mi alma se partió y empezó a sangrar como la herida que me cruzaba el rostro. Era una sangre oscura, casi negra, que simbolizaba el pesar y la tristeza que sentía. ¿Quién era yo? ¿Quién quería ser? Eso ahora daba igual, y más aún cuando mi arrullador seguía andando, sin visualizar ninguna luz cercana.

Sentí la presencia de más hombres antes incluso de verlos u oírlos. Todos eran iguales, capas y capas de mentiras, hasta que por fin llegabas al alma, la única parte verdadera de todo ser humano, su verdad, su valentía y su pesar.

Mi arrullador, lanzando un suspiro siguió andando. Aquel suspiro se convirtió en hielo, dejando una estela de luz del amanecer a nuestro paso.

Los pájaros cesaron sus cantos y la naturaleza, más sonrojada que nunca, se paró a escuchar cómo mi arrullador se sentaba junto a una laguna durante la noche más oscura que se haya visto jamás.

Sentado junto al agua parecía el rey de un paraje que no conoce límites. Yo sabía que era un premio, prefería no conocer la suma de dinero que le darían por entregarme, pero eso no parecía turbarle, ya que comenzó a silbar una pequeña melodía que llenó todos los rincones del bosque. Esa sería la serenata nocturna que retumbaría en mi cabeza muchos años después.

¿Dónde se quedaba la esperanza si no era a mi lado? ¿Cuándo había decidido abandonarme la valentía? No lo sabía, y tampoco lo quería saber. Pasaron las horas, pero las notas musicales no cesaban, mi arrullador no se cansó. Solo paró cuando las primeras luces del alba comenzaron a entrar entre las hojas de los altos árboles. Solo en ese momento cesó y me miró, directamente a los ojos.

Sus ojos eran de un color amarillo, por lo que supuse que se trataba de un ciudadano de la cumbre. Eran aquellos seres poderosos y majestuosos, que vivían en las altas montañas, bajo el mandato de la reina de la cumbre, la más poderosa vista hasta el momento, o eso decían las leyendas que susurraban los árboles cuando apenas había caído el sol.

Su tez, del color más blanco de entre los blancos hacía que pareciese una estrella. Relucía. Era imponente. Sus pómulos hacían que pareciese una escultura tallada en mármol. Sus labios, casi rojos tenían el mismo color que los frutos que crecían junto a los abedules durante el verano. Pero todo aquello no importaba, porque seguía escuchando el latido de su corazón.

Me miró, y contuve en aliento. Podía oler el terror en mí, los dos lo sabíamos, pero mantuve mi cabeza lo más alta que pude y le miré directamente a los ojos.

En ese momento agarró una pequeña bolsa, que no me había dado cuenta de que tenía y me tendió unos pantalones y una camiseta.

La confusión debió de reflejárseme en el rostro porque me miró directamente a los ojos paro luego hacerme una señal hacia el atuendo que llevaba en ese momento: mis medias estaban rajadas por las ramas de los árboles, y mi vestido, mi precioso vestido, estaba hecho jirones. Sin cruzar ninguna palabra se dio la vuelta, en un intento por darme intimidad y me cambié lo más rápido que pude.

Tiró mis prendas a la laguna y me volvió a coger. Y así mi arrullador y yo volvimos a retomar el camino para llegar a ningún sitio. 

El suspiro del destinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora