Lo que dura el amor

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Lo que dura el amor.

Por: Mercedes Reyes Arteaga

Jacinto color canela y ojos cafés, gustaba de andar descalzo entre los surcos de la milpa. Su nanita   le había enseñado que la tierra era la misma madre y que al cuidarla, los proveería de todo lo necesario para vivir.

Jacinto tenía cinco años cuando su madre lo mando a recoger varitas de árbol para prender el fogón, cuando escucho entre las ramas el cantar de un cenzontle, quiso tener alas y estar muy alto, allá donde el mismo pajarillo cantaba alegre.   Durante días tallo un trozo de madera, le dio forma de ave, con pequeños orificios por los cuales se filtraba el aire, dándole ritmos sonoros.

Se sentó bajo un árbol y poco a poco comenzó a caer la tarde, el viento rozaba sus oídos, le alborotaba el cabello y se colaba por la camisa de algodón que su mamá le había hecho con sus propias manos. Acerco el artefacto hasta su boca y comenzó a silbar. Cerró los ojos y se miro nube, se miro cielo, se miro semilla de maíz. Jacinto abría las manos y sentía la  vida latir entre los dedos.

A lo lejos escucho los gritos de su madre. ¡Jacinto! ¡Jacinto córrele! La cena estaba lista ¡al fin! Podía oler los tamales de haba, bien  calientes y el café que inundaba con su aroma  toda la cocina de humo. Con las manos aun llenas de tierra y la carne impregnada a oyamel, abrazo por la cintura a Sirenia, que con largas trenzas y delantal floreado lo esperaba ya con el plato entre las manos. Así pasaban los días, cobijados por los abrazos de mamá, la comida calientita, el olor a leña y la cara llena de hollín.

–Madrecita- con voz suave le decía Jacinto, -Madrecita ¿quisiste a papá?   A Sirenia se le llenaban los ojos de lagrimas cada vez que se acordaba de  Hilario,  él pobre un día se había internado en las espesuras del volcán y al llegar a casa, le había dado el mal del monte, fiebres altas y alucinaciones, juraba que veía a su madre venir por él y la sed lo mataba. Sirenia no hacía más que mojarle los labios y hacerle compresas con café y vinagre para bajarle la temperatura, después de tres días Hilario por fin había dejado este plano y ahora los miraba desde el cielo junto con los ancestros. –Si Jacinto, yo quise a tu padre desde que lo vi, teníamos 14 años cuando me llevaron a sembrar y él andaba labrando el campo y nomas me miro,  pude ver en sus ojos, como si todas las vidas que anduviéramos cargando, se nos echaran encima, la tierra giro tan lento que basto hablar dos veces para irnos juntos. Nuestros padres nos decían que no iba a  resultar pero hicimos esta casa de adobe y te dejo a ti, aquí, conmigo…  Que eres su mismo retrato, chamaco orejón-

A Jacinto le gustaba oír una y otra vez la historia de amor de su madre, en las noches de Luna llena, salían al corredor y con los brazos en jarro, levantaban la cara y comenzaban a aullar. La abuelita Herminia, era curandera y muy sabía, Sirenia seguía sus pasos y a Jacinto le intrigaba todo eso que ellas cuchicheaban mientras bordaban. Que el mal de ojo, mal de espanto… Pero sobre todo, el mal de amor. Las mujeres aseguraban, que era el más peligroso y ni con aguas mágicas o limpias milagrosas, se lograba curar.

Jacinto vio la luz un 20 de Enero, llovía mucho y la abuela Herminia, lo había traído al mundo, basto sostenerlo entre sus brazos para ver su futuro. -¡Ay hijito, una mujer morena con olor a pera…!- Y no quiso decir más, suspiro y se lo entrego a  Sirenia. Untó éter en el vientre y la placenta salió, le enterraron bajo el ciruelo. Era por eso que Jacinto vivía libre y descalzo. Al cumplir los 16 años de edad, Sirenia lo mando al pueblo a comprar alcohol, árnica y  canela, indispensables para sanar y unas hojas de tabaco. Al pasar por un puesto encontró una mantilla tirada en piso con montoncitos de peras, él no sabía su destino, él no sabía lo que su abuela había visto aquella mañana. Se acerco y preguntó por el precio… - Diez centavos- Le respondieron unos ojos cafés, cálidos y profundos.

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