Capitulum IX

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Muchas personas piensan que las pesadillas son malos sueños donde el cerebro crea imágenes de lo que más te aterra en esta vida y no niego que tienen razón pero, las mías, eran más un recordatorio que un temor. Mis pesadillas me recordaban que si me acercaba de más a una persona, terminaría dañado y roto en miles de pedacitos inservibles que a nadie le importaría y dejarían volar con el viento, perdiéndose desperdigado por cualquier lugar y sin la oportunidad de volver a unirse para estar completo.

Creo que ya os había contado sobre mis pesadillas y la frecuencia que estás tenían en aparecer cuando un virus invadía mi sistema, quebrando mi estado saludable y dejándome en una vista deplorable. Pues bueno, como la rutina que era, este resfriado no sería la excepción y, los malos recuerdos de mi infancia, se proyectaron en mi mente mientras dormía, ocasionando el típico malestar en el que, por más que lo intentas, no puedes despertar y, a pesar de saber lo que va a ocurrir, tu cerebro espera hasta tocar el punto máximo de miedo para que, al fin, puedas reaccionar y emerger al mundo de la realidad, dónde eres consciente de que solo es un sueño más, en este caso, una vil pesadilla.

Lo raro de esta vez, fue que, a pesar de encontrarme en el mismo escenario, con la imagen de yo de niño y el hombre desconocido acorralando mi cuerpo contra el muro de la pared, antes de poder ser tocado por aquel, la silueta del rubio aparecía al final del callejón y, como si fuese mi ángel protector, acudiendo a la llamada de auxilio que mis gritos emitían, el chico bajo me salvó, llevándome lejos de las repulsivas manos del agresor manteniéndome entre sus brazos donde nadie podría dañarme nunca.

Todo era extraño y nuevo para mí. En todos estos años, en ninguna de las pesadillas hubo nadie que me rescatara y que produjera este sentimiento de tranquilidad y seguridad en el que me sentía flotar como una nube cuando era rodeado entre los brazos del mayor.

Era una sensación tan placentera que juraría pasar horas en la misma postura y no llegaría a cansarme nunca.

Solos nosotros. Sin ninguna palabra de por medio. Entre sus brazos y respirando su aroma a cítrico y menta. Solos, Jimin y yo.

Pero como bien había dicho, aquella fantasía donde nada sucedió hace más de una década, resultó ser un sueño efímero y con él, llegó el despertar, uno acompañado de mi rostro bañado por los rayos del sol y un repentino escalofrío recorriendo mi espina dorsal por la fiebre.

Podía saber, por la claridad de la luz que se filtraba entre las blancas cortinas, que era una hora temprana en la mañana, tal vez se tratase de las 8 o 9 del día y mi cuerpo me dió la señal de no ser capaz de dormir más.

Estaba exhausto después de todo. Sentía como si con el primer paso que diese, mi cuerpo desfallecería y se quedaría tirado en el suelo sin intención de reaccionar. Tenía ese presentimiento. Pero a pesar de ello y del dolor en la cabeza junto con un mareo al reincorporarme en la cama, me levanté y me dirigí al balcón que la habitación poseía, abriendo las grandes puertas de cristal para dejar que la brisa helada de la montaña chocase contra mi rostro y mis pulmones respirasen de ese aire puro que no era tan limpio al fin y al cabo.

Sentir el frío mañanero dió lugar a temblores por todo mi cuerpo que me hicieron estremecer pero, a pesar de eso, me sentí bien.

Apreciar la grandeza que la naturaleza dejaba ver en esta temporada del año era el mejor regalo para la mañana de navidad y, repentinamente, deseé poder verlo con ellos.

Mis padres.

La última víspera de Navidad que pasé junto con ellos, la recordaba como si fuese esa misma mañana y nunca olvidaría lo agradable que era despertarse el día 25 de diciembre y correr a la sala de estar, siendo recibido por el calor hogareño y quedando asombrado por la cantidad de regalos envueltos en llamativos papeles de colores bajo el árbol verde.

Misophobie • JikookDonde viven las historias. Descúbrelo ahora