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—¡Hey! —murmuro, aguantando la risa—. ¿Me puedes bajar? No soy un saco de papas que te cuelgas al hombro cada vez que se te antoja.

Continúa caminando e ignora mi pedido. Se detiene frente a la puerta y antes de abrirla, pellizca mi culo.

—Pesas más que un saco de papas.

Suelto un quejido y a modo de protesta le doy un puntapié. Me encantaría que golpeara directamente sus huevos, se lo merece por pendejo.

—¡Acabas de llamarme...

—Oh no. No, no, no no —corta, entrando a mi habitación y dirigiéndose expresamente al baño—. Vas a empezar a analizar una a una mis palabras, las vas a malinterpretar y luego te enfadarás conmigo por una conclusión absurda, que sacaste tú mismo.

—¡Me llamaste pesado! —bufo, removiéndome y evitando a toda costa, que termine aventándome a la ducha—. No sólo me comparaste con un saco de papas, sino insinuaste que en vez de cargar a un chico, cargas a un puerco.

—Los puercos son adorables —acota con indiferencia—. Estoy seguro de que tú y ellos congeniarían bien.

Me sostiene de las pantorrillas, presiona mi torso contra su hombro y con su brazo libre se encarga de encender la luz, y de abrir el grifo del duchero.

—¿Por qué no te vas a la mierda, querido? —refunfuño. 

Larga una carcajada que retumba en mi pecho y palmea suavemente mis piernas.

Me cuesta admitirlo, pero en éste preciso momento siento que soy el lechón que están a punto de faenar. No sé si ha sido a causa de su mención, pero la situación dejó de ser adorable. En mi mente sólo se desfila un lechón que lleva mi cara, el cuál está a punto de ir al matadero para ser convertido en jamón, paté, salchichas, y vaya a saber qué otra cosa más.

—¿Vas conmigo? —pregunta al cabo de unos segundos, entre suspiros.

—¿A dónde? —frunzo el ceño.

—¿No acabas de mandarme a la mierda, pequeño insolente? —dice, con ironía—. Si me acompañas, pues voy con gusto.

Chasqueo la lengua y me muevo con fuerza.
Es como si adivinara sus pensamientos; intuyo que en cualquier momento me lanzará directo al chorro de agua.

—Bájame —pido—. No quiero bañarme.

Su risa maliciosa inunda el baño, y por dentro imploro que no lo haga, que no me tire a la ducha con la ropa puesta. Las prendas se pegarán a mi cuerpo y me llevará largo rato, quitármelas.

—Pasamos la tarde entera caminando de acá para allá; solamente es agua y jabón, estarás a salvo, te lo juro.

—¡Eres un idiota! —le insulto, golpeando con mis puños su espalda—. ¡Bájame!

—¡Sh! ¡Vas a despertar al loco, con tus alaridos!

Inmediatamente me manda a callar, me detengo y en silencio pienso otra solución.

—Está bien, perdón —finjo disculparme—. Sólo bájame y deja que me quite la ropa —con picardía alzo una ceja, y la punta de mi dedo índice toca su columna—. O puedes quitármela tú si lo prefieres.

—¿Me estás suplicando o me estás provocando?

Furioso, pellizco una de sus nalgas y gime en respuesta a mi delicadísima agresión.

—¡En realidad deseo que de una maldita vez me bajes para poder sacarme la puta ropa, y ya no sentir que la sangre se me va a salir por los ojos!

Al Mejor Postor || EmiliacoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora