Cada noche era lo mismo, cuando el sueño pesado llegaba, lo único que podía mirar era el arrebol; el tono más rojizo de la tarde y lento a mi percepción.
La efímera oscuridad se presentaba para hacerme sentir lejos, sentir que ya no pertenecía a este mundo material y ser solo invisible. El sueño era el mismo, etéreo, agua por todos lados, algunas hierbas y rocas que podía mirar.
Curiosamente al estar dentro de ese cúmulo de agua, la iridiscencia se hacia presente solo para acompañar los minutos antes de despertar.
Al abrir los ojos, la habitación estaba oscura, tranquila, podía decir que era lo más melifluo de las noches. El sueño era constante y no tenía idea del por qué era yo ese en el agua.Por la mañana, cuando trataba de contarlo, era tan difícil la elocuencia que prefería callar, aunque deseaba expresarlo, quiero confesar que el sueño era muy tranquilo y debo imaginar que al estar dentro del agua, sin respirar, debe ser espantoso.
Una tarde, cuando el sol empieza a ocultar sus últimos rayos y después de un día ajetreado, al llegar a casa, miré desesperación en la casa de mis vecinos. Resulta difícil escuchar que Héctor, el pequeño niño que me disparaba feliz con su pistola de agua algunas veces, se había ahogado en su bañera, su madre lo dejó solo uno minutos para atender una llamada de su padre al teléfono.
Héctor tenia 3 o 4 años y era alegre como cualquier niño en esa edad. Solía escuchar sus risas, los días que estaba en casa y algunas veces salí a jugar con él.
La noticia me consternó mucho y me hizo generar todo tipo de preguntas en mi mente, ¿A dónde irá Héctor? ¿A dónde van los ahogados?
Esa noche, en el sueño, Héctor apareció apuntando con su pistolota de agua, su sonrisa alegre y movimientos de despedida con su mano libre.
Probablemente en el agua, el pequeño Héctor reencarnó en un pez y nada libremente por los océanos...