Los veo ir y venir, en una danza sin tiempos y al ritmo de psicofonias cargadas de lamentos. Los sintió dentro de si, pero jamás anunció que la concavidad seguía existiendo. Los tengo dentro de mi, pero estoy tan vacío por dentro. Lo supo y se engañó. Lo sabía y calló.
La complejidad de su estado, el silencio que odiaba, pero que tanto necesitó. Fue más allá que un dolor. A veces se describía de manera tan furtiva, porque no valía la pena focalizar la luz sobre una aparente inexistencia.
Trató de llenar los vacíos con dolor, cuando este no funcionó, utilizó maldad; al no servir, dió paso a los demás.
Cuerpos pesados ingresaban, se llevaban todo mientras aquel ser, tendido sobre un colchón de nubes y mediocridades, miraba el asalto con violencia. Les permitió tomar cada una de las propiedades y al dejarlo sin bienes, quedó sólo lo que no le sueles mostrar al mundo. Tus verdades y lo que no te permite dormir en la noche.
Cogió los jirones de piel que cayeron el suelo y quedó dentro de si mismo la permisión del daño y la nulidad de una vida.
Los vió partir, satisfechos con encías sangrantes. Regocijados con un corazón que no era suyo, en la mano.
Bajó la mirada y entonces, donde debía de haber un órgano latente, hubo un hoyo.
Y sintió. Finalmente sintió algo.
No hubo aliento, nada llenó sus pulmones. El grito mudo que produces cuando no tienes más que dar.
Dió una bocanada de aire manchado de la esencia de otro. Llovió esa noche. Llovió por todos los años de sequía.
¿Se podría seguir quitando cuando ya no había más que quitar?
Se fueron risas, se marchó el bienestar y el amarillo en sus pinturas.
La noche del asalto que duró diez años, fue cuando perdió todo y descubrió que atestiguaron los deseos de vivir.
Violaron cada aspecto y dejaron el ácido y la falta.
Estiró su pequeña mano, sus dedos torcidos señalaban quien había sido. Las espaldas se dieron y el repudio llegó en forma de resignación.
Abrieron esa caja y se llevaron el amarillo, dejaron el juguete sobre el escaparate, se tomaron la leche tibia y lamieron las galletas.
Le abrieron el pecho y mirando, le hicieron devorar el corazón que aún latente, gritaba por ayuda.
¿Por qué la sangre no continúa tibia? ¿Por qué no puedes estar dispuesto a que te destruya? ¿Por qué no permites que te profane sin llorar?
¿Dónde está la consideración por quién destruye y la culpa por quien lo acepta?
Allí va el que pudo y lo hizo. Aquí queda el que calló y permitió.
Mirando desde la esquina, dejó caer su peso sobre el muro y mientras sentía una sola lágrima resbalar, así también su cuerpo al suelo. Un hoyo en el pecho y un hoyo en el vientre. Brotó arena cuando sangre no hubo más.
Y quedó allí, en el rincón donde murió. Aquella noche del asalto, cuando se llevaron lo que le daba vida y lo obligaron a devorar lo que lo sostenía.