Rodeados de una familia y cariño, Nina y Caleb comenzaron a entender porqué sus respectivas vidas transcurridas estaban sin color ni pintura alguna: no hay un arcoíris sin que antes llueva.
Aunque las tempestades no impedían que vieran el sol detrás de las nubes, nunca habían logrado sentirse merecedores del espectáculo de un arcoíris.
El chico de ojos grises tomaba las manos de Nina cada mañana con una calidez sorprendente y abrumante, y ella observaba con dulzura que en sus ojos había amor al fin, que las canciones tenían origen, que la gente comenzaba a comprenderlas y que su amado se desenvolvía al hablar.
La chica que tanto miraba a Caleb abría las ventanas cada mañana, respiraba el aire fresco, cortaba las flores y perfumaba con ellas la casa, recogía las frutas y se dedicaba con empeño a cocinar deliciosos manjares con una gracia y destreza auténticas, siempre dejando la mejor porción para Caleb.
Al fin pudo reír con entusiasmo y libertad, visualizando el futuro de esa familia que la había acogido como uno lleno de felicidad y dicha.
Ellos correspondían mirándola y deseando tenerla siempre, sobretodo su amado, que entendía que la amaría toda una vida y más allá.
Y, por supuesto, Nina correspondía con el mismo vigor, que lo debía amar en esa y en mil vidas.
Así acabó el invierno inacabable, con frutas frescas y un poema de amor.
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Cuentos de siempre acabar.
Short StoryHay historias que acaban, que terminan, que sí tienen fin. No por eso son malos, ni tristes; los atardeceres son prueba de que los finales pueden ser hermosos.