Suena el timbre y pego un brinco en la silla, casi me duermo en clase otra vez. Cierro los libros y los meto en la mochila con cuidado de que sus esquinas no se doblen. Me dejo el abrigo abierto y me cargo la mochila en los hombros, salgo al pasillo y la multitud me arrastra por las escaleras. Oigo las risas de la gente, yo no me rio, estoy seria mientras intento no perder el equilibrio por las largas escaleras, que parecen no tener fin. Cuando llego abajo sacudo la cabeza apartándome el pelo de la cara, me muevo un par de pasos hasta la puerta y unas manos me empujan. Caigo al suelo estrepitosamente y miro hacia arriba reprimiendo la mueca de dolor.
-¡Mira por dónde vas torpe!- Me grita un chico alto, delgado y encorvado. Recuerdo haberlo visto por los pasillos en los cambios de clase, pero no sé quién es.
Me levanto y me sacudo el polvo de los vaqueros, miro al frente colocándome las gafas de ver, negras y con cristales gruesos. Una segunda persona da con su hombro en el mío y estiro los brazos para mantener el equilibro. Tuerzo los labios y salgo del recinto escolar a trompicones. Por fin me quedo sola caminando por la acera, respiro el aire fresco que me revuelve el pelo y cierro los ojos unos segundos, al abrirlos la ciudad se extiende ante mí, enorme, oscura, majestuosa. Los edificios negros, con los cristales tintados se alzan a mis lados, a mi espalda y frente a mí, tengo que echar la cabeza hacia atrás para ver algunos enteros, y aún así se pierden entre las nubes negras que parecían tener intención de descargar su contenido en cualquier momento. Acelero el paso mirando por donde piso, me coloco las gafas cada pocos minutos. Vuelvo a apartarme el pelo de la cara. Noto un pinchazo en mi costado y gimo apretando los dientes. Flato. Voy demasiado rápido y tengo hambre, veo desde lejos mi barrio y ladeo la cabeza apretando mi costado con la palma de mi mano derecha.
No tardo en llegar y mi madre está arrodillada en el jardín frente a unos cadmios, con las tijeras de podar y silba una canción que no me sonaba para nada. Ladeo la cabeza acercándome mientras me descuelgo la mochila de los hombros y la dejo contra las escaleras que suben al porche de mi casa y luego entran en esta.
-Hola mama- Susurro agachándome a su lado despacio. Las rodillas me crujen al hacerlo.
Mi madre levanta la cabeza, el pelo rubio le cae por la espalda, largo, ondulado y rebelde, como el mío. Sonrío mirándola, los ojos azules le brillan de alegría al verme, se inclina y me abraza torpemente al estar en cuclillas. Correspondo sonriendo abiertamente.
-Hola cariño- Dice en ese tono de voz cariñoso que siempre me hace sentir mejor.
Me siento en la hierba y miro las flores del jardín, hay de todos los colores, tamaños y formas; rosas, azules, moradas, largas y espesas, circulares, más cuadradas.... Levanto un poco la cabeza, fuera de mi barrio (que es único con chalets, jardines en las casas...) veo la ciudad, prácticamente todos los edificios son negros, y son muy altos, demasiado tal vez. Desde aquí no distingo cuales son tiendas y cuales viviendas.
Mi madre me pone una mano en el hombro y me besa la mejilla. Sonrío dulcemente cuando lo hace y vuelvo la mirada hacia el porche de casa.
-Molly- La llama mi padre- Preguntan por ti al teléfono.