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Salí corriendo de casa porque estaban cayendo chuzos de lluvia. Literalmente, las gotas eran tan grandes y caían tan rápido que al golpearme me dolía. Hacia mucho que no llovía de esa manera. Era normal que hiciese ese tiempo donde vivíamos pero esa tormenta era algo sobrenatural. Sobrenatural como el chico que me estaba esperando sentado en su camioneta, fumándose un cigarrillo.
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—¿Cuántas veces te he dicho que no deberías fumar? —le pregunté en cuanto entré al vehículo.
Solo había estado bajo la lluvia cinco segundos y ya me chorreaba el cabello.
—Demasiadas —me sonrió con dulzura.
Yo le quité el cigarrillo de los labios y lo lancé por la ventana.
—¡Eh! —protestó.
—Tú te lo has buscado, Tom —me reí al ver su cara de enfado.
—Cada paquete vale un dinero.
—Más razón aún para que lo dejes —subí el volumen de la radio cuando oí que las incesantes lluvias causarían grandes riadas por los alrededores—. Menudo fiasco.
Tom asintió y puso la camioneta en marcha. Solo necesité mirarlo durante unos instantes para darme cuenta de que algo no estaba bien.
—Tom, ¿qué pasa?
—¿Qué? —él me miró de reojo.
—No te hagas el tonto —puse los ojos en blanco—. Sé que algo pasa porque siempre que algo te preocupa pones esa expresión de querer matar a alguien.
—No ocurre nada, Baby —mintió.
Vi cómo apretaba la mandíbula y cómo sus nudillos se tornaban blancos por sujetar el volante con demasiada fuerza.
—¿Por qué no quieres contármelo? —insistí.
—No hay nada que contar —volvió a mentir y esta vez su contestación iba con algo de ira contenida.
