Los melones de Cyndi Lauper

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Gabriel jamás olvidaría la sonrisa que mostró Mateo cuando terminó confesándole que Darla estaba interesada en él. Había sido la sonrisa más dolorosa y eso lo mantuvo inquieto durante los siguientes días; estaba en un fuerte dilema: pensaba que debía sentirse feliz por su mejor amigo, pero por más que lo intentaba no podía.

Había pasado la mitad de la semana en su casa y todo lo que había escuchado fue la palabra «Darla» una y otra vez. Ya hasta era molesto, pero aun así, se mantenía sonriente e intentaba animarlo para que diese el primer paso, ya que la muchacha había resultado ser tímida.

«¿Qué clase de idiota aconseja de esa forma a la persona que le gusta?», se preguntaba resistiendo las ganas de darse un puñetazo en el rostro para espabilar. Sin embargo, ¿con qué objeto disuadirlos? ¿Para qué si lo suyo con Mateo solo existía en sus más secretos sueños?

En medio de una partida en la PS4, se dejó caer bocarriba sobre el colchón de Mateo. Este último pausó el juego y se tumbó junto a él, ladeando la cabeza para mirarlo con una mueca de diversión.

—¿Te rindes? —le inquirió refiriéndose al juego, pero Gabriel suspiró pensando en el asunto de Darla y se rascó la mejilla con cierto fastidio—. ¿Ya no vas a jugar? ¿Así de fácil bajas las manos?

Lo volteó a ver con hastío, serio y sin intenciones de continuar jugando. No quería rendirse, quería luchar, pero no era posible si el otro nunca le había mostrado señales de estar interesado en él. ¿Cómo iba a competir con la soñada Darla si él solo era un adolescente confundido y bonachón? Ni siquiera sentía que tenía una personalidad.

Mateo comenzó a hacerle cosquillas para animarlo, pero Gabriel se puso a manotear para evitar el contacto. Estaba empezando a malhumorarse y eso no era bueno porque no tenía ninguna razón para explicarle a Mat.

—Déjame tranquilo —le espetó ante las risas del otro, pero Mateo continuó como un niño pequeño que no entiende de razones—. Déjame en paz, Mateo —bramó tan fuerte que el otro se apartó de inmediato para acodarse en el colchón e inspeccionarlo con los ojos achicados.

—¿De verdad estás enojado porque vas perdiendo? —le preguntó con un dejo de molestia—. Sabes que solo es un puto juego, flaco.

—No es por eso. —Suspiró y cerró los ojos por su gran idiotez. Ahora Mat iba a cuestionarlo hasta el cansancio, tenía que inventar algo.

—¿Entonces?

Se relamió los labios. Lo miró un segundo y, por una fracción de este, quiso confesarle su amor y arriesgarlo todo por un sueño.

—Resulta que mi mamá insiste en que no debo juntarme contigo. —No era una mentira, pero tampoco era la verdadera razón de su desencanto—. Ya me tiene harto con la misma pinche cantaleta de que voy a terminar siendo como tú: un rebelde sin causa.

Mateo soltó una carcajada y Gabriel volteó a verlo.

—¡Pero flaco, por favor! Sabes que no soy ningún rebelde, ¿lo dice por el tatuaje? ¡Es un puta mariposa! —exclamó entre risas, como si la situación le resultase divertida.

—Y los piercings en las orejas y en las tetillas...

—¡Tú dijiste que se me ven bien!

—Pues sí, pero...

—¿Pero?

—A mamá le parece una salvajada y tú la conoces.

Mateo chasqueó la lengua y se incorporó para sentarse en la cama dándole la espalda; acto seguido, procedió a quitarse los aretes de las orejas mientras Gabriel lo veía.

Un imposible [EXTRACTO] Donde viven las historias. Descúbrelo ahora