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Conoces bien la estación, sí, pero nunca es un lugar familiar para ti. Nunca. Al menos no es la otra estación de tu ciudad, que alberga tan malos augurios que el pinchazo te dobla en dos al poner un solo pie en ella.

Antes no era así. Era el vestíbulo de los reencuentros. Las sonrisas, la emoción bullendo en el estómago, los nervios por ver a personas tan esperadas. El bullicio de las tiendas del área comercial del piso inferior, la cháchara coloquial de los que esperaban para tomar autobuses urbanos después de un largo día de trabajo y, por último, «Largas Distancias», en la planta superior, aún bajo tierra.

Pero hay algo dentro de ti que te incomoda, que te rompe. Como un mosquito impertinente rondando tu cabeza: no puedes verlo, pero sientes su aleteo, su vuelo impreciso, el sentimiento de malestar.

¿Es este lugar el que provoca esto dentro de ti? ¿O es la mirada confundida y cansada que te devuelve tu reflejo en los ventanales de la estación, casi sin lograr reconocerlo? No te gusta recordar quién eras. Te gusta pensar que lo has dejado atrás.

Lo piensas, lo analizas. Sientes un escalofrío clavarse en tu nuca al pensar en la posibilidad de encontrarte con aquella persona. Tendría sentido. Sería coherente. Pero sientes la necesidad de averiguar cómo podrías salir de allí, tan lejos la superficie, ahogándote bajo tierra.

Dejas tus cosas sobre un banco, tus compañeros de viaje hacen lo mismo. La inquietud y la intranquilidad te invaden al ver como pasan los minutos y no vuelven del aseo. Sabes que estarán bien, que necesitan un poco de tiempo antes de un viaje en autobús de varias horas. Pero es una estación. Y has aprendido a esperarte cualquier cosa de ellas.

Tratas de abarcar, de cubrir y escudar vuestras cosas, como una madre guareciendo a sus crías. Consigues que tu figura sea más ancha, más amplia. Que proteja las mochilas, bufandas y abrigos que han dejado en el banco frío de metal enrejado. Que un único parpadeo no sirva para que todas vuestras pertenencias desaparezcan.

Aún queda un poco para emprender el viaje. Las luces que hay sobre vosotros hacen aún más fría la espera, blancas, muertas, tintineantes fluorescentes nada acogedores. La multitud se desplaza sin rostro, sin nombre. Incluso si cada uno tiene su destino marcado, son una masa informe, a la que tu ignoras al igual que ellos te ignoran a tí. O al menos, rezas por ello.

Buscas con la vista alguna tienda maltrecha donde poder gastar la calderilla que lleva contigo más tiempo del que recuerdas. Un sandwich frío, un bollo aceptable o quizás alguna bebida energética que hará que el contador de los días que te quedan en este mundo descienda en uno o dos. Aún así, la compras, porque el dulzor te evade de tan siniestro pensamiento. Recuerdas que había dos, al menos tres opciones de tiendas eternamente abiertas para aprovisionarte para el viaje. Pero al igual que tú no eres la misma tierna, enamorada e inocente personita que esperaba con emoción el bus para ir de aventuras, la estación tampoco. El tiempo ha ido apagándola, quebrándola, rompiéndola. Se mantiene en pie, sí. Pero a qué precio.

Nada abierto salvo la tenue y lúgubre luz de las máquinas expendedoras, que proyectan un color inhumano en los rostros medio dormidos de los que esperan a embarcar. Suspiras. Te conformas con una lata de refresco, cuando vuelvan tus compañeros del aseo que los engulló.

Mientras saboreas el líquido marrón y burbujeante, recuerdas con tristeza lo que significaba ir a la estación cuando eras mucho más joven. Trenes, barcos, aviones, autobuses; mil y un viajes que signficaban dejar atrás tu ciudad y visitar nuevos lugares. Nuevos cielos sobre tí.

Ahora solo deseas que tus amigos embarquen y salgas de la estación. Que llegues cuanto antes a casa, y cierres con doble llave la puerta de tu hogar, de tu santuario.

Del único sitio donde te sientes a salvo.

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