Capítulo 5: El Legado del Caballero Oscuro

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 allí estaban de nuevo, tres pequeños entusiasmados por continuar con la historia que su abuelo les estaba contando. Esperaron un par de minutos observando cómo el mayor llegaba y se ubicaba sentado frente a ellos.

—Abuelo, continúa por favor —sonrió la pequeña, mirando los ojos de su abuelo.

El mayor sonrió y comenzó a hablar.

Tras decir esas palabras, los erizos rosa y negro se abalanzaron contra el erizo grisáceo, atacándolo con mayor velocidad y sincronía. Ambos erizos eran fuertes por separado, pero juntos parecían una sola persona. El grisáceo no se quedó atrás, defendiéndose y esquivando los ataques, especialmente la espada del erizo azabache.

La batalla continuó al igual que la tormenta. Las gotas de lluvia caían sobre sus armaduras, mezclándose con la sangre que recorría sus cuerpos. El azabache atacaba por la espalda mientras la rosada atacaba al frente.

—¡Ya muérete de una vez! —decía el azabache frustrado, aguantando el dolor de sus heridas. Aunque sus almas eran inmortales, sus cuerpos no lo eran, y ambos lo sabían perfectamente.

—Primero los mataré a ustedes —gruñó Mephiles.

El de vetas verde musgo se giró hacia el azabache, evitando que la espada de este se incrustara en su pecho, pero recibió daño de la dama, ya que su espada atravesó su hombro izquierdo, provocando que más de ese líquido negro cayera sobre su yelmo.

El azabache aprovechó y enterró su espada en la pierna del erizo, haciéndolo gritar de dolor. Ambos erizos se juntaron de un salto, levantando sus espadas al mismo tiempo y hablando en una lengua diferente.

—(Hebreo) Destello angelical —ambas espadas soltaron un brillo dorado y se lanzaron contra el erizo/demonio.

Silencio, era todo lo que se escuchaba. Las llamas se habían extinguido a causa de la lluvia. Los tres cuerpos se desplomaron en el suelo. La dama tenía un agujero en su abdomen del cual no paraba de salir sangre, ya que el grisáceo le había perforado el cuerpo con su brazo derecho. El caballero tenía la espada incrustada en su pecho, ambos cayendo lentamente al suelo. Pero el que se llevó la peor parte fue el erizo de vetas musgo, que tenía ambas espadas completamente incrustadas en su pecho. Apenas podía hacer algún ruido, mientras el líquido comenzaba a caer de su boca hasta que ya no producía sonido alguno. Sus ojos ahora se veían vacíos y sin alma. Al fin había muerto.

—L-Lancelot... —pronunciaba la eriza con debilidad, mientras se arrastraba por el suelo con una mano cubriendo su herida.

El azabache movió lentamente la cabeza en dirección a la dama rosa y extendió su mano tratando de alcanzarla.

—N-no te esfuerces mucho...

La eriza extendió su mano hasta alcanzar la mano de su caballero, apretándola con las pocas fuerzas que le quedaban.

—Gracias por venir...

—Era lo menos que podía hacer. Después de todo, es mi deber cuidarte... —le sonrió levemente, mientras sus ojos se iban viendo más opacos.

—¿Sabes? Siempre amé tu sonrisa... Supongo que nos veremos en otra vida, mi querido Lancelot... —dijo ella, cerrando poco a poco los ojos mientras una sonrisa se establecía en su herido rostro.

—Yo siempre te amé, Nimue... —respondió él, cerrando los ojos completamente, deteniéndose su respiración y su pulso.

—También te amo, Lancelot... —terminó de cerrar los ojos, con un par de lágrimas recorriendo sus mejillas, sin soltar la mano de su caballero. Y en cuanto cerró los ojos, su corazón se detuvo.

Los tres habían fallecido. Del cuerpo de la eriza rosa y del erizo negro salieron dos luces tenues que flotaban en círculos ascendiendo al cielo. Las nubes comenzaban a dispersarse, dejando entrar la luz de la luna. Las criaturas que vivían en el bosque se percataron de que el agua del lago había desaparecido dejando un crater completamente seco. Sabían que esas eran las consecuencias de la muerte de su reina, pero esperarían pacientemente su regreso. Tomaron ambos cuerpos con delicadeza, deshaciéndose de las armaduras que traían ambos.

Luego de unos días, hicieron la ceremonia para enterrar ambos cuerpos. Crearon un ataúd lo suficientemente grande para meter ambos cuerpos, ya que seguían con las manos juntas negandose a soltarse. El ataúd estaba decorado con varios detalles y grabados en plata y oro.

El entierro se llevó a cabo en el claro del bosque, donde crecían las flores más bellas que pudieras imaginar. El día era soleado, después de una gran tormenta y la partida de ambos héroes, el sol brillaba de manera espléndida. Las criaturas solo sonrieron con lágrimas en los ojos mientras la tierra caía sobre el ataúd.

Cuando la ceremonia terminó, se encargaron de restaurar el palacio y las armaduras de ambos erizos, guardándolas en un lugar seguro junto a sus espadas. No sabían cuánto tardaría su regreso, pero no perderían la esperanza de que los volverían a ver.

Avancemos unos 400 años. Una pequeña eriza rosa de ojos jade, de 7 años, caminaba por el bosque cerca de su ciudad. Caminaba de forma tranquila, escuchando cómo las hojas se movían con el viento  la tranquilidad del bosque parecia imperurbable. De repente, se detuvo en seco, pues le pareció escuchar una voz cerca de ella. Miró a su alrededor, pero no encontró a nadie. Describía la voz como masculina, pero a la vez familiar. No sabía de dónde provenía, pero sus palabras se escuchaban con algo de claridad.

"Busca al caballero oscuro..."

—¿Caballero oscuro? —preguntó la pequeña, alzando un poco su voz, aunque claramente no iba a obtener una respuesta.

"Tienes que encontrarlo, majestad..."

El silencio regresó. Se escuchaba el canto de las aves, pero ningún rastro de aquella voz desconocida. La pequeña se preguntaba una y otra vez de quién era esa voz, pero no llegaba a recordarlo. Así que pensó que era solo su imaginación, o tal vez un alma en pena que vagaba por el bosque. Al pensar en la segunda posibilidad, la eriza salió corriendo del bosque en dirección a su hogar. Una madre bastante preocupada la recibió y le dio un regaño, ya que se había salido sin permiso.

El abuelo bostezó, algo cansado, interrumpiendo la historia.

—Bueno, mis pequeños nietos, hora de ir a casa.

Los pequeños se levantaron sin discutir, sabiendo que cuando el mayor se veía cansado podía enojarse fácilmente. Se despidieron dándole unos cuantos besos en la mejilla y se fueron a sus casas felices, sabiendo que la historia continuaría al día siguiente.

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