Capítulo 1

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La casa surgió a la vista de repente. Su alta estructura brotó en medio del infinito horizonte hacia el cual nos acercábamos y atrajo mi atención de inmediato. Dejé de abanicarme con la revista que había comprado en el aeropuerto cinco horas antes, -y que ya había leído hasta el hartazgo, aunque continuaba siendo útil como endeble alivio al calor seco que ingresaba por las ventanas de la camioneta-.

El nudo en mi estómago, que hasta entonces atribuía al cansancio, se estrechó aún más mientras observaba la vivienda, nítida por el sol de la mañana que brillaba tras ella.

—¿Qué pasa?

Al oír la voz de mi abuela, reparé en que me había inclinado hacia adelante para observar mejor el panorama a través del parabrisas. Volví a erguir mi postura y relajé la tensión de mis músculos antes de mirar sobre mi hombro y sonreír a la anciana envuelta con una manta.

—Estamos llegando —anuncié.

Esas palabras captaron enseguida la atención de Dorothy, quien se deshizo de la somnolencia en pocos parpadeos y dejó caer la manta para deslizarse por el asiento trasero, acercándose a la ventanilla. Un brillo peculiar apareció en sus ojos al captar el paisaje y apretó sus labios pintados de rojo, intentando contener cierta emoción que me resultaba desconocida.

—Es hora —murmuró.

Asentí, distraída. Estaba concentrada en nuestro destino. La casa de dos pisos con amplias ventanas era la única construcción en los vastos kilómetros de verde llanura que la rodeaban. Se hallaba muy apartada del modesto pueblo que habíamos atravesado tiempo atrás y aquel panorama solitario me provocó una inquietante aprensión.

No estaba habituada a ese tipo de aislamiento. Me había criado en los suburbios adyacentes a una ciudad central, la cual mis amigos y yo visitábamos a menudo. Los altos edificios, las tiendas comerciales, las luces, el tráfico, la muchedumbre. Donde fuera que mi vista se posara, había algo destinado a entretenerla. Aquello era lo que mi cerebro percibía como un lugar seguro, como mi hogar. 

En ese momento, solo contemplaba una interminable planicie, salpicada esporádicamente por algún que otro matorral. Eternos kilómetros de nada.

Procuré ocultar mi inquietud el resto del viaje, volviendo mi rostro a la brisa que agitaba los rizos de mi negro cabello. Era tan oscuro que a veces proyectaba una palidez anormal en mi piel, aunque pocos se percataban de ello, pues la atención de los que me observaban siempre se centraba en mis ojos.

Uno de ellos era color marrón, mientras el otro ostentaba un insólito turquesa brillante, casi eléctrico. Había nacido con heterocromía, -ojos de colores diferentes-, y me había valido tanto elogios como irritantes burlas. En sexto grado de la escuela primaria conocí a Lenon, quien fue el primero en compararme con un perro y apodarme "siberiana".

Sintiéndome insultada, lo había odiado en ese momento, sin imaginar lo cercanos que nos volveríamos con el transcurrir del tiempo y que, ocho años después, sería una de las personas más importantes de mi vida, junto a Jolly y Sterling.

Pensar en ellos provocó que el nudo en mi estómago se trasladara a mi pecho, pero lo ignoré. Aquel viaje era un anhelo que mi abuela había albergado durante mucho tiempo y yo estaba dispuesta a sacrificar mis propios deseos para acompañarla ese verano.

No sabía cuánto tiempo más me quedaba a su lado, considerando el rápido deterioro que había sufrido su salud los últimos meses...

Cuando la camioneta estacionó frente a la casa, Fred -el conductor- me miró para dedicarme una sonrisa y me esforcé por devolverle una idéntica a modo de respuesta.

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