Era un día como cualquier otro, de esos que estaba teniendo últimamente. Luego de llevar casi ocho horas intercalando entre el computador y el teléfono, dando clases a ratos sentada en la cama, a ratos acostada, a ratos caminando por la casa o simplemente ignorándolas, había llegado la hora de bañarme. Y digo había llegado la hora, porque ya era el tercer día que pasaba desde que me había bañado por última vez. Por muy desganada que me sintiera, la suciedad de tres días empezaba a ser un detonante de agotamiento con mayor peso que todo lo demás que estaba pasando y dejando de pasar por mi mente. Mientras el agua me empapaba y lograba regular el calor tan insoportable que sentía, la luz del sol que entraba por la minúscula ventana a esa hora me devolvía un trozo del calor perdido.
Salí del baño luego del ritual de una hora, porque sí, bañarse luego de tres días requiere de un ritual que haga del baño incluso un ejercicio de meditación. De la aparente nada empecé a llorar sin control y aunque no veía el porqué ahí estaba el dolor, incesante y ansioso de ser escuchado. No podía respirar bien, ni mirarme en el espejo, progresivamente la activación del dolor se iba haciendo más intensa y todo se iba oscureciendo a mi alrededor, hasta que la vi en el espejo, en una esquina del cuarto. Una extraña calma me empezó a inundar desde adentro, al tiempo que se vaciaba la habitación en que estaba. Sólo quedamos el espejo, ella y yo. No quería voltear a verla directamente porque me parecía irreal lo que estaba viendo. De no ser por las cicatrices que sobresalían de su pecho y las cadenas plateadas que conectaban sus manos y pies, hubiera pensado que era yo. Su negro y largo cabello indeciso (ni liso, ni rizado) cubría sus hombros, sus almendrados ojos se veían casi cerrados de lo hinchados que estaban (como los ojos de alguien que lleva días llorando), llevaba puesto un uniforme de educación física que, aunque me resultaba familiar, no terminaba de reconocer de donde era. Empecé a sentir la necesidad de tener que salir de ahí, pero no había manera, la puerta simplemente se había esfumado. Tampoco quería seguirla viendo, ni siquiera a través del espejo porque a pesar de la calma en que estaba ahora, verla era aterrador.
Cuando era más pequeña, pensaban que era hermana de mi mamá y prima de una vecina, pero hasta este punto de mi vida no había conocido a alguien tan parecido a mí. Alguna vez escuché de las sosias, pero escuchar de ellas y ver una son dos cosas totalmente diferentes. Más porque el estado en que estaba la que veía en ese momento reflejaba dolor, vulnerabilidad, traición y muchas heridas que la mantenían presa. Cerré los ojos con la esperanza de despertar. En su lugar cuando los abrí, ella se había acercado, podía sentir su respiración cansada cerca, al igual que el sonido del roce de las cadenas. Abrí los ojos y por fin tuve el valor de preguntarle que quería, pero no me dijo nada. Me di vuelta, la miré de frente y le repetí la pregunta. Con su expresión inmutable y en silencio simplemente me abrazó. Volví a sentir el dolor del principio, pero esta vez no venía de adentro. La sosia lo emanaba, como quien emana un hedor podrido de algo que se guarda por muchos años. De nuevo, yo sólo quería salir corriendo de allí, ¿Quién era yo acaso para abrazar y ayudar a una desconocida? ¿Todo lo que estaba pasando no era simplemente fantasía? Entonces ¿por qué me sentía atrapada? Yo no tenía cadenas como ella, pero por más que me esforzara en salir de ahí, no lo estaba logrando.
Por un momento me puse en su lugar, ¿Qué querría yo si estuviera viviendo un dolor invivible y no hubiese más nadie a mi alrededor que una extraña que luce exactamente como yo? Un abrazo sonaba razonable, sería como recibirlo de lo que alguna vez fui antes de las cadenas. Confiaría en la empatía y compasión humana, recordaría todas las veces que un abrazo ha sido una herramienta de drenaje, el acto de amor y sanación más grande que existe, tan corto o largo como sea posible, pero igual de liberador. Volví al momento, la vi abrazándome y poco a poco fui subiendo los brazos hasta rodearla por completo. El cuarto empezó a retomar los colores, pero lo que estaba viendo nada tenía que ver con la versión original de la habitación. En las paredes blancas empezaron a dibujarse escenas concretas de una niña con el mismo uniforme que vestía la sosia que abrazaba. Era confuso de ver, había alegría y abandono por igual, como ver una película dedicada a la hipocresía, hasta que llegó el momento de catarsis. Empecé a reconocer a las personas que aparecían alrededor de la sosia, eran mi familia y amigos de la infancia. Cuando vi las últimas escenas de la sosia en uniforme, supe que eran mis recuerdos, suprimidos por tantos años en un intento de ser olvidados.
Pude ver de donde venía el incesante dolor que me estaba haciendo llorar desde las entrañas. Justo después de este descubrimiento, el dolor volvió a inundarme desde adentro, pero pude sentir como nos íbamos haciendo más ligeras. Por fin pude verla a los ojos y sin decirme nada me pedía a gritos que la liberara de esas cadenas. Esta vez no podía decirle que no, ya lo había hecho por mucho tiempo. ¿Cómo había ignorado tanto tiempo a la sosia en el espejo si era yo misma? Lo que nos hacía aparentemente diferentes es lo mismo que ahora nos hace una sola. Después de ese día nunca me volví a sentir sola, la sosia me acompañaba a todas partes, a toda hora, nos ayudábamos mutuamente. Ella aparentemente sin fuerzas me había estado ayudando a vivir todos estos años y ahora yo empezaba a convertirme en la adulta que ella necesitó en su infancia. El dolor nunca se fue, pero con los días las cadenas se fueron deshaciendo y cuando cayó la última pieza supimos que habíamos aprendido a vivir con él y no desde él. ¿Qué si fue una línea recta? No, muchas veces caíamos de nuevo en ese cuarto blanco y se repetía toda la historia, pero siempre salíamos de nuevo y cuando no podíamos más solas, buscábamos ayuda, con muy poca confianza eso sí, pero lo hacíamos y nos encontrábamos con una mano amiga que nos ayudaba a seguir iluminando el camino. La sosia en el espejo nunca estuvo sola de nuevo y su imagen también se transformó, hasta que la única diferencia que quedó entre las dos fue la cicatriz en su pecho.
ESTÁS LEYENDO
La sosia en el espejo
Short StoryLos días pueden pasar, podemos huir de lo que no queremos saber, pero es una carrera que tiene un final. Por más que ese momento se dilate, algún día llega. En este cuento corto la protagonista narra lo que parece ser una historia paranormal. ¿Que s...