1 - La parada del autobús y la chica de los perritos

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Era el mes de marzo, el calor insoportable no menguaba, la humedad pegaba su rizado cabello castaño a la curvatura de su cuello

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Era el mes de marzo, el calor insoportable no menguaba, la humedad pegaba su rizado cabello castaño a la curvatura de su cuello. Salía del apartamento, camino a su trabajo en el supermercado, donde se sentía cada vez más atrapada, como si el mostrador la estuviese reteniendo allí sentada, viendo pasar a los compradores. Escapó de su trabajo ya entrando la noche. Las estrellas estaban mostrándose poco a poco mientras ella recorría el camino hasta la parada del autobús. Las calles estaban casi desiertas, brillantes por la fina lluvia que caía.

Sentada en el banco de la parada del autobús, revisó su teléfono, respondiendo casi sin ganas a los mensajes de sus compañeros de facultad y al grupo de la familia. Cuando estaba guardando el celular en el bolsillo de su chaqueta, se dio cuenta de que una figura se acercaba al banco.

Poco a poco la luz de las farolas iluminaba parte por parte su cuerpo, brindándole materialidad a su presencia. Primero fueron sus botas, sus piernas, luego sus manos, hasta que la luz cayó sobre su rostro. Nuestras miradas se encontraron. Creo que en ese momento todo lo que sucedía en el mundo se ralentizó, los latidos, las palabras y las máquinas. Cuando la miré a los ojos, la sensación de que la conocía se asentó en mi cuerpo.

Yo estaba allí, aún con el auricular en mi mano, había olvidado qué iba a hacer con él. La miraba y la miraba, yo tenía la boca abierta, tontamente. Ella seguía parada, mirándome, y parecía desprender un aura dorada, resplandeciente.

Ese trance solo lo pudo romper aquel niño que iba en patineta, cayendo ruidosamente frente a nosotras. Nos movimos a ayudarlo, pero estaba tan avergonzado que se levantó cojeando y se fue.

Nos dejó allí, en la acera, buscando entre todas las palabras del mundo alguna para poder empezar.

Al mirarla, algo en mí me invitaba a acercarme, como si su cercanía fuera un concepto conocido. Creo que esa era la parte más desconcertante de su presencia, el sentimiento de que la conocía, pero no poder reconocer su rostro.

Mis ojos pasaron de su perfil a el letrero rosa fluorescente que había en la lavandería de enfrente, pensando en cómo presentarme sin sonar como una loca hablándole a una desconocida en medio de la noche.

—Hola. Soy Halia. — dijo, extendiendo su mano hacia mí. Su voz era muy suave.

Poco a poco reaccioné. Cuando me recuperé me di cuenta de que estaba esperando que yo también me presentara, claro. Me había quedado mirándola más tiempo del normal sin decir ni una palabra.

—Eh... Mi nombre es...— seguía mirándome tan tranquila, esperando que en algún momento yo recordara mi nombre— Soy Maya, sí, Maya.

A ese punto, estaba toda sonrojada. Tanto pensar en no hacer el ridículo para acabar olvidando mi propio nombre. Cuando nos dimos la mano, me sonrojé tres veces más. Por suerte, era lo bastante educada para ignorar esa parte.

—Mucho gusto, Maya.

Por lo general sabía encaminar una conversación, pero aún estaba intrigada por la familiaridad que emanaba su presencia. Así que estaba parada como idiota frente a ella, preguntándome de nuevo si ya la conocía, o si nos habíamos cruzado alguna vez, pero sabía que hubiese recordado haberla visto, incluso fugazmente.

Las almas de Halia y MayaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora