Capítulo 5

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Caminamos en silencio. Mi mirada estaba fija en el suelo, aprovechando de esa forma la sombra proyectada por mi gorra. Los rayos de sol poseían una formidable potencia y lastimaban mis ojos si mantenía la cabeza en alto. Era como si el gigante astro estuviera obligándome a inclinarme delante de él, recordándome lo insignificante que era la vida humana frente al intrincado aparato del universo.

Destapé mi botella de agua y di un sorbo. Apenas llevábamos un kilómetro recorrido y ya empezaba a sentir el calor penetrando todas las capas de mi piel y calando en las profundidades de mi cuerpo.

Observé a Justin de soslayo. No parecía afectado por la caminata, aunque no me sorprendía, pues él había estado expuesto a ese clima toda su vida -por mucho que su pálida piel lo contradijera-. Él me devolvió la mirada a través de sus gafas de sol y habló con desgano.

—Allí hay un matorral.

Detuve mi marcha y miré alrededor. Por un instante, mis ojos no fueron capaces de hallar algo nuevo, solo el infinito campo vacío. Nada más. La nada...

Entonces lo vi. Había pequeñas protuberancias interrumpiendo la llanura. Eran arbustos y matas esparcidos en una gran porción del terreno. Me dirigí a la planta más cercana para examinarla. Portaba altas hojas verdes y sus puntas culminaban en peculiares flores violetas. Descubrir otro color para admirar en aquel lugar además del verde y el celeste me transmitió un fuerte entusiasmo.

Sonreí, acariciando una de sus hojas.

—¿Qué es esto? —pregunté.

—¿Me estás hablando en serio?

La indignación que entonó las palabras de Justin, -usualmente pronunciadas con indiferencia-, me tomó por sorpresa. Lo miré y descubrí los surcos formados en su frente por encima de las gafas.

—¿Qué? —inquirí, desconcertada.

—¿Nunca viste una planta de lavanda en tu vida? —me interrogó.

—Eh... No. No hay mucho espacio verde en la ciudad donde vivo. Solo tenemos parques, pero no plantan flores.

Él soltó una carcajada irónica y negó con la cabeza.

—Eso es triste.

Su perspectiva me resultó intrigante, ya que -desde que había llegado a la planicie- era yo quien pensaba que su estilo de vida era triste. Mi mundo estaba lleno de cosas y la escases del suyo me resultaba desoladora.

Impulsada por revelar más de aquella paradoja, continué la conversación.

—¿Qué más hay aquí, además de césped y lavandas?

Justin fue rápido en responder.

—En primavera florece tomillo y en invierno hay arándanos rojos.

—¿Arándanos? ¿En serio?

—Ajá.

—¿Y cómo es el tomillo?

—De verdad no tienes idea de nada.

Su acusación fue clara, pero no había sonado adusto como la mayoría de las veces. Lo había declarado como un hecho, no como un insulto.

—No. No la tengo —admití, esperando que aquel tono afable se mantuviera entre nosotros.

—El tomillo son flores muy pequeñas blancas y violetas. Cuando florecen, el llano se cubre de color.

Exhalé una exclamación de asombro, ya que me estaba imaginando el panorama en mi mente y me resultaba tan bello como el amanecer que veía todos los días desde mi ventana.

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