Capítulo 11 Parte "A"

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El delicioso aroma que desprendía de la taza con café que le pusieron enfrente, hizo que Terry, quien yacía sentado afuera de la habitación cubriendo con sus manos su rostro, se frotara primero la cara y después se tallara los ojos para enfocarlos en su padre que decía:

— Te caerá bien.

Aceptando lo ofrecido, el joven apreció el amable gesto de su progenitor mientras que éste cuestionaba:

— ¿Cómo sigue?

Su acento británico sonaría entristecido al responder:

— El personal médico se ha sorprendido de lo rápido que volvió de la anestesia, pero —, Terry miró a su padre el cual más de una vez vivió algo parecido; — tuve que salirme rápidamente porque se puso muy alterada al verme.

Richard, colocando su mano en el hombro de su hijo, lo animaría:

— ¡Dale tiempo!

— Claro.

El sereno rebelde vio cuando el Duque se sentaba a su lado para, pasados unos instantes, preguntarle:

— ¿Qué has pensado?

Tamborileando sus dedos en la blanca porcelana, Terry contestaba:

— ¿Con respecto a qué?

— ¿Regresarás a Nueva York?

— No, por ahora.

— Entonces ¿qué harás?

— Como no tengo mucho dinero para alquilar una vivienda, seguiré hospedado en el hotel para poder así estar siempre al pendiente de Candy.

— Me parece bien el que te preocupes de este modo —. Richard lo había aseverado porque un rostro lo hubo reflejado. — Pero, no será necesario que te quedes en el hotel. Hay una villa disponible para que sea ocupada por los dos.

— ¿Y no serían ya muchas molestias las que te ocasiono?

El Duque, dejando pasar el tono sarcástico que su primogénito usara, afirmaba:

— ¡Por supuesto que no! Además, necesitaremos un lugar donde llevarla a ella.

— Y justamente, ¿cuándo podrá ser eso posible?

— Informémonos con el médico

Éste precisamente hacía su llegada. Seguido de revisar a la intranquila paciente y pedirle a los dos le acompañaran a su oficina, les comentaba:

— El único serio problema con la señorita es que está alteradamente nerviosa; pero tampoco podemos suministrarla más de lo debido para hacerla relajar.

— Entonces, ¿qué nos aconseja hacer?

— Solamente esperar, mi joven caballero. Veamos cómo reacciona los siguientes días, y si notamos alguna mejoría, podrán llevársela a casa.

. . .

A pesar de la aliciente noticia, Terry, no habiendo podido verla más, se despidió de su padre para buscar el estar a solas, pero a la vez, muy cerca de ella.

Por lo mismo, el lugar idóneo, sería el jardín del hospital donde, después de caminar sobre su húmedo césped, se encontró un árbol no muy frondoso.

Apoyando la espalda sobre su delgado tronco, el joven, para protegerse de lo fresco de la noche, se cruzó de pies y brazos; luego, acompañado por el sonido provocado de un conjunto de grillos, melancólicamente dirigió su mirada hacia la ventana de una específica e iluminada habitación, que a través de sus cortinas se percibía la silueta de una activa enfermera.

Cuando notó que se dejaba solitaria a la paciente, Terry dejó escapar un largo y profundo suspiro y deseó correr hacia aquella convaleciente para hacerle compañía.

Sin embargo, los dos momentos experimentados con Candy, lo hicieron desistir; más al recordar lo vivido, impotente, el actor se llevó las manos al rostro y de nuevo lo frotó con desesperación. Pero al meterlas en los bolsillos de su pantalón, se halló su más atesorado regalo; y sabiendo que molestaría a muchos, impulsado por la creciente necesidad que se iba apoderando de él, la sacó para hacer tocar... su acostumbrada melodía: esa que le recordaba a ella y los más maravillosos tiempos que a su lado pasó.

Por su parte, la pecosa, estando despierta y manteniendo fija su mirada en el blanco techo, al llegar a sus oídos las notas musicales especialmente dedicadas, se enderezó llamándolo:

— ¡Terry!

Pero también ella, al recordar su infierno, regresó bruscamente a la cama y nuevamente comenzó a llorar, diciendo entre sollozos, su lamento por ocasionarle pena.

Una pena que ella misma no sabía cómo superar, ya que noches y días enteros había pedido ser devuelta a su hogar. Y ahora que estaba en buenas manos, no sabía qué siguiente paso dar, porque se sentía sucia, ¡indigna para él y para todos! Además, en la condición física en que se encontraba, ¡no le parecía justo que ahora la quisieran por lástima!

Sintiéndose indeseable, a Candy le cruzó la idea de huir; así que, creyéndolo fácil, intentó ponerse de pie. Pero precisamente el pie que tenía recién operado, se lo impidió y la hizo volver rápidamente al colchón donde, otra vez lloró, sólo que de mayor dolor, uno que a lo tanto padecido, aprendió a controlarlo para no llamar la atención de las enfermeras quienes la vigilaban todo el tiempo.

Por lo tanto, escuchando la melodía que Terry prolongó por más de dos horas, Candy finalmente pudo conciliar el dormir y soñar que corría ¡feliz y sonriente! por la segunda colina de Pony y seguida por él, después de haber cabalgado y paseado juntos.

De repente, Terry ya no era Terry, sino aquel hombre que conoció en Italia y que había muerto al rescatarle y que pesadamente había caído encima de ella y le hacía ahogar.

Desgarradoramente, un grito fuerte se escuchó. Y las enfermeras y el mismo actor corrieron hacia el punto original: la habitación de la rubia la cual empapada en sudor, no cesaba de pedir:

— ¡Ayuda, por favor! —, y pataleaba y braceaba como si estuviera dentro del agua.

Cuando el rebelde llegó al cuarto, éste ya estaba repleto de personal médico. Y por la manera en que la sujetaban para poder aplicarle los calmantes, Terry furioso, gritaría:

— ¡No la lastimen así!

A una enfermera rudamente alcanzó a hacer a un lado viendo como Candy se removía sobre la cama y le pedía justamente a él:

— ¡Ayúdame! —; además, de que la joven lo miraba y le estiraba la mano. — ¡No me dejes aquí! ¡No permitas que me toquen!

— ¡No lo haré, te lo prometo!

Terry alcanzó a sostenerla, pero Candy ya estaba siendo dominada por el tranquilizante, y rápidamente fue cayendo en lo profundo de la inconsciencia.

La felicidad que sentía, porque al fin le había reconocido, el joven la guardó en su interior, porque en su exterior, su rostro estaba sumamente molesto y así sonaba al decir:

— ¡Si ya han terminado con su trabajo, quisiera quedarme a solas con ella!

De forma silenciosa, el médico, estando a cargo, solicitó a sus colaboradores se retiraran. Y por el hecho de que él se quedaba, se le sugería:

— Si algo se llegara a ofrecer, por favor, no dude en llamarnos

Debido a que no hubo una gentil contestación, el galeno también emprendió retirada, cerciorándose groseramente Terry de cerrar la puerta.

A su regreso hacia ella, él tomó una silla y la llevó consigo para dejarla cerca de la cama, y desde ahí poder vigilar su sueño.

No obstante, y por momentos, Candy, balbuceante lo llamaba.

Entonces él, a su primer llamado, lo atendió veloz y sostuvo la mano de la joven.

A ésta, conforme la acariciaba, le decía:

— Aquí estoy, pecosa. No te angusties más y trata de dormir, por favor, Candy.

El actor, cuidadosamente se llevó aquel frío dorso a sus labios y lo llenó de más de un cálido beso.

MELODÍA OLVIDADADonde viven las historias. Descúbrelo ahora