Prólogo

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Una carretera de entrada y otra de salida. Broadchurch no es un sitio de paso hacia alguna otra parte, y no se va allí por casualidad.

Ese aletargado pueblo de la costa se prepara a despertar para la temporada de verano, pero esta noche no se mueve nada. Esta noche fresca y despejada que sigue a un día cálido, sin nubes. Hay luna llena y un cielo salpicado de estrellas. Las olas se abaten y rompen, mientras el mar negro como el alquitrán se retira de la playa. Los acantilados jurásicos resplandecen ambarinos, como si aún irradiaran el calor que han absorbido durante el día.

En la desierta calle Mayor, algunas tiendas se toman la molestia de mantener las luces encendidas toda la noche. Una única página de papel de periódico —noticias de ayer— se revuelve de forma silenciosa en el centro de la calzada. La redacción del Eco de Broadchurch y la colindante oficina de turismo están a oscuras, si se exceptúa el parpadeo ocasional del sistema informático en modo de espera.

En el puerto, los barcos se balancean y los mástiles resuenan entre las sombras. Destacando sobre los adoquines y embarcaderos está la moderna comisaría de policía, con su redonda estructura de acero recubierta de madera dorada. La luz azul del exterior se enciende y se apaga. Hasta un pueblo dormido mantiene un ojo alerta cuando se hace de noche.

La iglesia de la colina está apagada, los intensos y resplandecientes colores de sus vidrieras reducidos ahora a un negro sobrio, sedante. Un cartel descolorido que reza AMA AL PRÓJIMO COMO A TI MISMO se agita inútilmente en el tablón de anuncios de la parroquia.

En el otro extremo del pueblo, la casa de los Latimer también está a oscuras. Su casa pareada de Spring Close es como todas las demás de su urbanización; su urbanización es como todas las demás de la comarca. La luz de la luna atraviesa brillante la ventana entreabierta de Danny, de once años: en ella, bañada por la luz del satélite terrestre, pueden verse pósteres, juguetes y una cama individual vacía. La ventana de la estancia está entornada, y el pestillo golpea levemente por la brisa temprana, pero el sonido no despierta a sus padres, Beth y Mark, que duermen espalda contra espalda debajo de un edredón. Un reloj en la mesilla de noche señala la hora: son las 3:16 de la mañana.

Danny está aproximadamente a unos dos kilómetros y medio de su casa. Tiembla inconsolablemente con su fina camiseta gris y vaqueros negros. Se encuentra a veinte metros por encima del mar, con los pies a escasos centímetros del borde del acantilado. Una intensa ráfaga de viento azota su pelo como si de pequeñas agujas se trataran. Agujas que le pinchan la cara. Las lágrimas siguen el recorrido de la sangre que le baja por las mejillas y el viento se lleva los ahogados gritos de sus labios. Bajo él hay una cornisa. Le da pavor mirar hacia abajo. Le da incluso más miedo mirar hacia atrás.

La brisa del mar serpentea por el pueblo hasta que llega a su casa y hace sonar el pestillo con incluso más insistencia. Beth y Mark siguen durmiendo, inmutables ante aquel sonido. El reloj de la mesilla de noche hace sonar la alarma a las 3:19 y luego se para.

En el borde del acantilado Danny cierra los ojos. Inspira y expira profundamente.

Una carretera de entrada y otra de salida. Aquella noche ningún motor rompe el silencio y ningún faro de coche desgarra la oscuridad que opaca y recorre la carretera de la costa. Nadie viene a Broadchurch, y nadie se va.

El Silencio de la Verdad (Broadchurch)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora