Capítulo 9

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Hay múltiples periodistas delante de la casa de Beth, y un policía en su interior. No puede librarse de todas esas personas. La desquicia de sobremanera. No sabe cuánto tiempo podrán aguantar sin volverse locos por la presión. Y no puede tener a la única persona que quiere... Su pequeño. Ahora ni siquiera puede pasar un rato en la habitación de Danny. No puede acurrucarse en su cama y apoyar su cabeza en la almohada. La cinta policial que cruza la puerta la convierte en una extraña dentro de su propia casa, además de en prisionera. Ahoga un grito desesperado en su garganta. Lo más cerca que puede estar de él es ordenando la ropa lavada que está en un montón de en su dormitorio. Se dedica a hacer los inútiles movimientos de bajarle el cuello de las camisas, emparejar sus calcetines y doblar sus camisetas. Siente que las prendas inertes se burlan de ella. Se burlan de ella por aún mantener esa esperanza de que caminará al interior de la habitación y la abrazará. Se le arremolinan los pensamientos de culpabilidad. Culpabilidad por no haberle protegido. Culpabilidad al dar por sentada su presencia, al creer que le tendría para siempre. Nadie espera que le sucedan estas cosas. Y nadie está preparado para aceptarlas cuando suceden. Es exactamente lo que le pasa ahora mismo a ella. Ningún padre debería enterrar a sus hijos... Y Beth ni siquiera puede hacerlo hasta que no finalice la investigación criminal.

Ahora el llanto es casi constante. Se despierta, y su primer pensamiento es siempre Danny. En cualquier momento del día su mente viaja por sus recuerdos, y todo lo que puede ver es a su pequeño de cabello moreno. Sus ojos rojos son permanentes ahora debido a las lágrimas que, con su sal, han quemado la piel. Llora de un modo intermitente, y solo se da cuenta de que afloran las lágrimas cuando vuelve a empezar el picor.

El sabor metálico de la boca, el regusto a moneda de cobre que va y viene, no lo puede atribuir a las lágrimas. Cada vez que lo nota, sea por las hormonas o por una asociación pauvloviana, se muere de ganas por unas patatas de queso y cebolla. En realidad, es lo único que puede imaginar comer. Es lo primero que la ha motivado desde que pasó aquello. Baja las escaleras desde su habitación, haciendo un ruido sordo con los pies, y empieza a abrir los armarios de la cocina.

—¿Dónde están las patatas? —pregunta a Liz, que está planchando unos pantalones vaqueros de Mark—. ¿Y las patatas? —cuestiona nuevamente, su irada fija en el salón, donde se encuentra el resto de su familia, además de Pete.

Mark y Chloe la observan de reojo.

—¿Quieres pararas? —indaga Liz, aun planchando la prenda.

—Pues sí.

—Tú no necesitas patatas —dice Liz, pero ahora las ganas de patatas de queso y cebolla son equiparables a las ganas de libertad—. Pero antes deberías hablarlo con Pete —menciona, haciendo un gesto hacia el agente de policía. Continúa planchando la prenda entretanto.

—Solo quiero ir a la tienda —le die Beth, haciéndole un gesto para detenerlo, pues nota que Pete está levantándose del sofá, listo para acompañarla.

—Deja que vaya yo —propone Liz, quien también quiere salir del ambiente opresor de la vivienda. Tampoco quiere que su hija se vea expuesta tan pronto a los indolentes comentarios y pésames de la gente que, claramente, no tienen ni idea de por lo que están pasando. Deja la plancha.

—Quiero ir yo —insiste la joven madre.

—Hazme una lista.

Beth no puede aguantar más, y la interrumpe con un leve grito.

—Mamá, ¡DEJA DE AGOBIARME!

El silencio que sigue a esas palabras es atronador.

—Lo siento —dice a Liz entre una nube de vapor. Se siente fatal por hablarle así a su madre.

El Silencio de la Verdad (Broadchurch)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora