Capítulo 39

87 13 29
                                    

Mark Latimer corre como si le persiguieran o persiguiera él a alguien. No es el paso medido y resultó de Beth cuando sale a correr, sino que da largas zancadas, muy agitado y sin dirección. Solo cuando llega a la playa del acantilado del puerto, comprende que su destino era aquel todo el tiempo. Encuentra un tramo desierto entre pozas, y se detiene en seco.

El cielo es naranja, veteado por nubes muy negras. Parece como si la atmosfera se hubiera incendiado, quedando la sensación de que los cubre una bola de fuego. Mark se enfurece, amenazando con el puño al aire en ese extraño crepúsculo. «¿Por qué?» se pregunta una y otra vez, aunque si por un casual hubiera alguien escuchando, la palabra le resultaría ininteligible. Sale de su pecho como el aullido de un animal salvaje. Tira piedras, agitado el tranquilo mar, hasta que el brazo le duele por el agotamiento. La furia fluye de forma violenta y rápida, pero no disminuye. Cuando se han terminado las piedras y solo quedan guijarros y arena, Mark se pone de rodillas y solloza. El agua salada la empapa los pantalones vaqueros y los zapatos.

Debería ir a casa con Beth. Ella le necesita. Chloe lo necesita. Pero la idea de volver a aquel mundo de mujeres para hablar y consolarle, le repele. Necesita hacer algo. Llama por teléfono a Bob Daniels, el único amigo que le queda en la policía, y le dice que se dirige a la comisaría. Interrumpe la llamada antes de que Bob pueda preguntar por qué. En esta extraña tarde, el atardecer es cálido, como si quisiera consolar la tristeza y la traición que inunda en su corazón. Los pantalones se le secan con rapidez. Una marca de sal dibuja suaves ondas en torno a sus pantorrillas.

Se detiene a cierta distancia de la entrada de la comisaría, y el horror adquiere forma: el asesino de Danny está en alguna parte de aquel edificio redondo. Bob le está esperando en la escalinata. La palmada que le da en el antebrazo sustituye a un abrazo.

—Tengo que verlo —dice Mark—. Necesito que me mire a los ojos.

Esa petición significaría el despido inmediato si el inspector Hardy llegara a enterarse. Además, Bob tiene una familia a la que mantener. Mark lo sabe, pero no se puede contener. Lo necesita tanto como el oxígeno en sus pulmones.

—Venga colega —la palabra está cargada de veinte años de historia. De todas las pintas que han tomado juntos, y de todos los partidos de fútbol que han jugado... De los niños, las mujeres, las vidas—. Por Danny.

Bob echa una rápida ojeada a sus espaldas.

—Da un rodeo hasta la parte de atrás —es completamente consciente de lo que está haciendo—. Puedo meterte de extranjis por la puerta lateral —le indica, y a Mark se le ilumina la mirada momentáneamente—. No puede enterarse nadie, o estoy jodido.

Aquello es lo más importante que ha hecho un hombre por Mark. Espera que su cara exprese su gratitud, porque no se fía de sí mismo para verbalizarla. La puerta trasera por la que entra lleva directamente en las celdas, por un largo pasillo amarillo claro de un color intenso, antiséptico. Mark se da cuenta de la complejidad logística que supone dejarle entrar. ¿Cómo lo ha hecho Bob? ¿Ha desconectado las cámaras? ¿Invalidado temporalmente el sistema de alarma? Quizás, Bob no sea el único que está deseando ayudar a Mark y su familia, después de todo.

—Nunca he hecho esto —confiesa—. Está en la número 3 —cierra la puerta a sus espaldas—. Tienes dos minutos.

Es la única celda ocupada. Mark deja que se abra la mirilla, que cae con un sonido metálico.

Joe Miller está sentado en la estrecha cama, con su mono blanco puesto. Parece muy pequeño. En parte, es un efecto de la perspectiva, que queda enmarcada por la trampilla. Pero por algún motivo, también parece como reducido. Es mucho menos el hombre de lo que Marc creía que era: un eunuco pequeño y patético.

El Silencio de la Verdad (Broadchurch)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora