Entre tú y yo

386 28 88
                                    

Cordillera Mieming, 1930.

A veces la vida te trata mal, juega contigo a su antojo, te golpea sin piedad y te escupe en la cara obligándote a desear que todo termine de una vez. Buscamos la salida y en ocasiones lo mejor es huir a otro lugar para comenzar de nuevo.

Esto fue precisamente lo que ocurrió con mi familia. Vivíamos en Múnich, una de las ciudades más grandes e importantes del Imperio Alemán. Mis padres nacieron allí y jamás planearon cambiar de residencia, al menos hasta que los movimientos en contra del Tratado de Versalles comenzaron a ser peligrosos para nosotros. Mi padre era un abogado reconocido, pero al ser judío, aquellos que creyó sus amigos comenzaron a alejarse de él y más tarde a atacarlo. Hubo marchas en contra de las condiciones de ese acuerdo de paz, principalmente porque al ser derrotado en la Gran Guerra, el Imperio Alemán terminó perdiendo gran parte de su territorio y economía.

No es que yo fuese antipatriota y estuviese de acuerdo en todas las cláusulas que le impusieron a mi nación. El problema venía cuando el principal líder del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, Nazi para abreviar, hubo lanzado toda la culpa a los judíos y comunistas por haber firmado aquel pacto en la ciudad de Versalles.

Suena estúpido, lo sé, pero por increíble que parezca, era la verdad. Y en un imperio decadente en donde la pobreza y depresión llevan a las personas a la desesperación, cualquiera que pareciera tener una mínima pizca de salvación sería considerado casi un Dios. Y precisamente eso fue lo que sucedió con el hombre que sería recordado por todas las atrocidades que cometió a lo largo de su dictadura y cómo en nombre de una falsa liberación, elevaría a mi nación a la cúspide para luego verla caer sin remedio alguno. Su nombre: Adolf Hitler.

Yo no tenía idea de lo que sucedía a mi alrededor y porqué las personas comenzaban a relegarme como mínimo, pues el último año en que mi familia estuvo en Múnich, el auto de mi padre terminó incendiado frente a nuestra casa. Mi madre ya no pudo soportar el rechazo de las personas o los insultos hacia nosotros, incluso le arrojaron huevos podridos a mi casa una noche, así como sucedía con todos aquellos que también pertenecieran a nuestra iglesia. Por eso mi padre decidió que debíamos irnos de la ciudad, él creía que, en algún pueblo alejado, las cosas serían un poco más tranquilas y al principio así fue, no obstante, por esos años el Partido NAZI, así como su ideología, obtuvieron bastante relevancia entre los ciudadanos y la historia volvía a dar comienzo.

Por suerte había hecho buenos amigos en el pueblo y, pese a todo, ninguno parecía estar interesado en mis creencias, extrañamente eso incluía al antisemita que se juntaba conmigo, puesto que sus rechazos nunca llegaron más allá de reírse porque yo fuese judío. Era como si realmente no le importara mi ascendencia, pero que al mismo tiempo se veía obligado a fingir desprecio hacia mí. En general, Eric Cartman era una persona difícil de tratar en todos los sentidos y mi temple no era tan tranquilo como el de Stan o Kenny para soportarlo, supongo que por eso solíamos pelear continuamente.

A nuestros diez años cursábamos el último grado del grundschule, la etapa básica de la educación en el imperio. Era un año importante para nosotros, pues definiría nuestro oficio o profesión en el futuro. Por eso solía estudiar mucho terminando las clases, mi padre esperaba que fuera un abogado como él y yo no tenía inconveniente con ello, por lo que debía buscar un lugar en el realschule. No así, a mis amigos parecía no importarles en lo más mínimo su futuro. Preferían ir a perder el tiempo en el cementerio, el lugar en donde pasábamos la mayor parte de nuestras aventuras.

Por supuesto que yo era blanco de las burlas de Cartman al ser el más aplicado del grupo pues, aunque Stan y Kenny mostraban interés en tener promedios decentes, yo solía ponerme paranoico si mi calificación bajaba de 'excelente' a 'buena'. Aunque admito que difícilmente me afectaba lo que él dijera, al menos no lo hacía hasta que Stan, Kenny o ambos se unían a sus estúpidas bromas de mal gusto, como aquel día que fuimos al lago a pasear, el maldito gordo no dejaba de molestarme al mismo tiempo en que fingía relajarse a la sombra de un árbol mientras que, por allá a lo lejos, Kenny y Stan habían preferido pescar.

Siempre a tu lado... 💖Style💖Donde viven las historias. Descúbrelo ahora