JOHN RAWLS
TEORÍA .
DE LA JUSTICIA
Primera edición en inglés, 1971
Primera edición en español, 1979
Segunda edición en español, 1995
Sexta reimpresión, 2006
Rawls, John
Teoría de la justicia / John Rawls ; trad. de María
Dolores González.
Título original:
A Theory of Justice
© 1971, The Presiden! and Fellows of Harvard College
Publicado por The Belknap Press of Harvard University Press, Cambridge, Mass.
ISBN 674-88014-5
Para MARD
PREFACIO
Al presentar una teoría de la justicia he tratado de unir en una visión coherente
las ideas que he expresado en artículos escritos durante los últimos
12 años, poco más o menos. Todos los temas centrales de estos ensayos son
presentados aquí de nuevo de manera mucho más detallada, y se discuten
también cuestiones ulteriores necesarias para redondear la teoría. La exposición
se divide en tres partes. La Primera cubre, con mucha mayor elaboración,
el mismo campo que Justice as Fairness (1958) y Distributive justice:
Some Addenda (1968), mientras que los tres capítulos de la Segunda Parte
corresponden, aunque con muchas adiciones, a los temas de Constitutional
Liberty (1963), Distributive justice (1967) y Civil Disobedience (1966), respectivamente.
El segundo capítulo de la última Parte cubre los temas de The
Sense of Justice (1963). Los otros capítulos de esta parte, excepto en unos pocos
lugares, no corresponden a ensayos publicados. Aun cuando las ideas principales
son en gran medida las mismas, he tratado de eliminar incongruencias
y de completar y fortalecer el razonamiento.
Quizá la mejor manera de explicar el objetivo de mi libro sea la siguiente:
durante mucho tiempo la teoría sistemática predominante en la filosofía moral
moderna ha sido alguna forma de utilitarismo. Una razón de ello es que
ha sido defendida por una larga serie de escritores brillantes que han construido
una doctrina intelectual verdaderamente impresionante en sus alcances
y en su refinamiento. Olvidamos a veces que los grandes utilitarios,
Hume y Adam Smith, Bentham y Mili, eran teóricos sociales y economistas
de primera línea y que la doctrina moral que elaboraron pretendía satisfacer
las necesidades de sus más vastos intereses y ajustarse a un esquema general.
Aquellos que los criticaron lo hicieron a menudo desde una perspectiva
más estrecha. Señalaron las oscuridades del principio de utilidad e hicieron
notar las aparentes incongruencias existentes entre muchas de sus implicaciones
y nuestros sentimientos morales. Creo que, sin embargo, no lograron
construir una concepción moral practicable y sistemática qué oponerle. El
resultado es que con frecuencia parecemos obligados a escoger entre el utilitarismo
y el intuicionismo. Muy probablemente nos decidiremos por una
variante del principio de utilidad circunscrito y limitado, en ciertas maneras
ad hoc, por restricciones intuicionistas. Tal punto de vista no es irracional,
y no hay garantía de que podamos hacer algo mejor; pero eso no es razón
para no intentarlo.
Lo que he tratado de hacer es generalizar y llevar la teoría tradicional del
9
10 PREFACIO
contrato social representada por Locke, Rousseau y Kant, a un nivel más elevado
de abstracción. De este modo espero que la teoría pueda desarrollarse
de manera que no quede ya expuesta a las objeciones más obvias_ que a menudo
se piensa que la destruyen. Más aún, esta teoría parece ofrecer otra
explicación sistemática de la justicia que es superior, al menos así lo sostengo,
al utilitarismo dominante tradicional. La teoría resultante es de naturaleza
sumamente kantiana. De hecho no reclamo ninguna originalidad por las
ideas que expongo. Las ideas fundamentales son clásicas y bien conocidas.
Mi intención ha sido organizarías dentro de un marco general usando ciertos
recursos simplificadores con objeto de que la plenitud de su fuerza pueda
ser apreciada. Mis ambiciones respecto al libro quedarán completamente
realizadas si permite ver más claramente los principales rasgos estructurales
de la otra concepción de la justicia que está implícita en la tradición contractual,
señalando el camino de su ulterior elaboración. Creo que, de las
ideas tradicionales, es esta concepción la que más se aproxima a nuestros juicios
meditados acerca de la justicia y la que constituye la base moral más
apropiada para una sociedad democrática.
Éste es un libro bastante extenso, no sólo en páginas. Por ello, a modo de
guía que haga las cosas más fáciles para el lector, haré unas cuantas indicaciones.
Las ideas intuitivas fundamentales de la teoría de la justicia se presentan
en los §§ 1-4 del capítulo i. De aquí es posible ir directamente al estudio
de los dos principios de la justicia para las instituciones en los §§ 11-17 del
capítulo n, y luego a la explicación de la posición original en todo el capítulo
m. Un vistazo al § 8 sobre el problema de la prioridad puede ser necesario
si no se está familiarizado con este concepto. Después, el mejor enfoque
de la doctrina se da en el capítulo iv, §§ 33-35 acerca de la igualdad de la libertad
y los §§ 39-40 acerca del significado de la prioridad de la libertad y la
interpretación kantiana. Hasta aquí tendríamos como una tercera parte del
total, que comprendería lo más esencial de la teoría.
Hay, sin embargo, el peligro de que sin considerar el razonamiento de la
última parte, la teoría de la justicia sea mal entendida. En particular habrá
que subrayar las siguientes secciones: §§ 66-67, del capítulo vn sobre el valor
moral y el respeto a sí mismo y otras ideas afines; § 77 del capítulo vm sobre
las bases de la igualdad; §§ 78-79 sobre la autonomía y la unión social; §§ 85-
86 sobre la unidad del yo y la congruencia; todos ello en el capítulo ix. Aun
añadiendo estas secciones a las otras se llega sólo a bastante menos que a la
mitad del texto.
Los encabezados de las secciones, las observaciones que prologan cada
capítulo y el índice guiarán al lector hacia los contenidos del libro. Sobre
esto me parece superfluo hacer comentarios, salvo para decir que he evitado
las discusiones metodológicas extensas. En los § 9 hay una breve consideración
de la naturaleza de la teoría moral y en § 4 y § 87 de la justificación. En
PREFACIO 11
el § 62 se encuentra una breve digresión sobre el significado de "bueno".
Ocasionalmente hay comentarios y digresiones metodológicas, pero en su
mayor parte, lo que trato es de elaborar una teoría sustantiva de la justicia.
Las comparaciones y los contrastes con otras teorías, así como sus eventuales
críticas, en especial del utilitarismo, son vistos como medios para este fin.
El hecho de no considerar la mayoría de los capítulos rv-vni entre las partes
básicas del libro, no significa que sugiero que estos capítulos sean superficiales
o meros ejemplos. Más bien creo que una prueba importante para
una teoría de la justicia es ver en qué medida introduce orden y sistema en
nuestros meditados juicios sobre una gran variedad de cuestiones. Por ello,
es necesario incluir los temas de estos capítulos y las conclusiones alcanzadas
que, a su vez, modifican la opinión propuesta. Sin embargo, a este respecto,
el lector tiene más libertad de seguir su preferencia y atender a los problemas
que más le interesen.
Al escribir este libro he adquirido muchas deudas, además de las indicadas
en el texto. Deseo reconocer aquí algunas de ellas. Tres versiones diferentes
del manuscrito han pasado por las manos de estudiantes y colegas; y
de sus innumerables sugerencias y críticas me he beneficiado más allá de lo
calculable. Le estoy agradecido a Alian Gibbard por su crítica de la primera
versión (1964-1965). Para superar sus objeciones al velo de la ignorancia tal
y como lo presenté, parecía necesario incluir una teoría del bien. El resultado
es el concepto de bienes primarios basado en la concepción discutida en el
capítulo vil. A él, junto con Norman Daniels, les debo las gracias por apuntar
dificultades acerca de mi explicación sobre el utilitarismo en tanto base
de deberes y obligaciones individuales. Sus objeciones me condujeron a eliminar
mucho de este tema y a simplificar el tratamiento de esta parte de la
teoría. David Diamond objetó vigorosamente mi análisis sobre la igualdad,
en particular el hecho de no considerar la importancia del status. En consecuencia,
acabé por incluir una explicación del respeto propio como bien
primario, con objeto de tratar ésta y otras cuestiones, entre ellas la de la sociedad
vista como unión social de uniones sociales, y la de la prioridad de
la libertad. Con David Richards tuve discusiones provechosas sobre los problemas
del deber y de la obligación políticos. Aunque la supererogación no
es un tema central del libro, he sido ayudado en mis comentarios sobre ella
por Barry Curtís y John Troyer, aun cuando ellos pueden todavía objetar
lo que digo. Debo dar las gracias también a Michael Gardner y a Jane English
por varias correcciones que logré hacer al texto final.
He sido afortunado al recibir valiosas críticas de personas que han discutido
mis anteriores ensayos.1 Estoy en deuda con Brian Barry, Michael Less-
Siguiendo el orden citado en el primer párrafo, las referencias a los seis ensayos son: "Justice
as Fairness", vol. 57 (1958); "Distributive Justice: Some Addenda", Natural Lavo Forum, vol.
13 (1968); "Constirutional Liberty and the Concept of Justice", Nomos vi: ]ustice, ed. C. J. Frie12
PREFACIO
noff y R. P. Wolff por sus análisis de la formulación y el razonamiento respecto
a los dos principios de justicia.2 En las partes en que no he aceptado
sus conclusiones he tenido que ampliar el razonamiento para enfrentar sus
objeciones. Espero que la teoría, tal como es presentada ahora, no esté ya
expuesta ni a las dificultades que señalaron, ni a las formuladas por John
Chapman.3 La relación entre los dos principios de justicia y lo que llamo la
concepción general de la justicia es semejante a la propuesta por S. I. Benn.4
A él, así como a Lawrence Stern y Scott Boorman, les estoy agradecido por
sugerencias en esa dirección. Me pareció correcto el contenido de las críticas
hechas por Norman Care a la concepción de teoría moral que se encuentra
en los ensayos y he tratado de desarrollar la teoría de la justicia de modo
que evite sus objeciones.5 Al hacerlo, aprendí de Burton Dreben, quien me
aclaró la opinión de W. V. Quine, persuadiéndome de que los conceptos de
significado y análisis no desempeñan un papel esencial en la teoría moral, tal
como la concibo. Aquí no es necesario discutir acerca de su pertinencia, en
un modo u otro, para otras cuestiones filosóficas; empero, he tratado de hacer
a la teoría de la justicia independiente de ellas. Así, he seguido con algunas
modificaciones el punto de vista de mi "Outline for Ethics".6 Quisiera agradecer
también a A. K. Sen su minuciosa discusión y crítica de la teoría de la
justicia.7 Gracias a ellas me fue posible mejorar la presentación en varias partes.
Su libro resultará indispensable para los filósofos que deseen estudiar la
teoría más formal de la selección social tal y como la piensan los economistas.
Al mismo tiempo, los problemas filosóficos son minuciosamente tratados.
Muchas personas han ofrecido voluntariamente comentarios escritos sobre
las varias versiones del manuscrito. Los realizados por Gilbert Harman sodrich
y John Chapman (Nueva York, Atherton Press, 1963); "Distributive Justice", Philosophy,
Politics, and Society, Third Seríes, ed. Peter Laslett y W. G. Runciman (Oxford, Basil Blackwell,
1967); "The Justification of Civil Disobedience", Civil Disobedience, ed. H. A. Bedau (Nueva
York, Pegasus, 1969); "The Sense of Justice", The Philosophícal Review, vol. 2 (1963).
2 Véanse Brian Barry, "On Social Justice", The Oxford Review (Trinity Term, 1967), pp. 29-52;
Michael Lessnoff, "John Rawls' Theory of Justice", en Political Studies, vol. 19 (1971), pp. 65-80; y
R. P. Wolff, "A Refutation of Rawls' Theorem on Justices", en el Journal of Philosophy, vol. 63
(1966), pp. 179-190. Dado que "Distributive Justice" (1967) fue terminado y enviado para su
publicación antes de que apareciera el artículo de Wolff, siento que, por descuido, no pudiera
añadirle una referencia.
3 Véase "Justice and Fairness", de John Chapman, en Nomos vi: Justice.
* Véase "Egalitarianism and the Equal Consideration of Interests", de S. I. Benn, Nomos ix:
Equality, ed. de J. R. Pennock y John Chapman (Nueva York, Atherton Press, 1967), pp. 72-78.
5 Véase "Contractaluism and Moral Criticism", de Norman Care, en The Review of Melaphysics,
vol. 23 (1969), pp. 85-101. Quisiera también transcribir aquí algunas críticas de mi obra;
"Justice; Efficiency or Faidness", de R. L. Cunningham, en The Personalist, vol. 52 (1971); "Justice",
de Dorothy Emmett en Proceedíngs of the Aristotelian Society, vol. comp. (1969); "Justice
and Rationality", de Charles Frankel, en Philosophy Science, and Method, ed. Sidney Morgenbesser,
Patrick Suppes y Morton White (Nueva York, St Martin's Press, 1969); y Justice, de
Ch. Perelman (Nueva York, Random House, 1967), pp. 39-51.
6 The Phílosophical Review, vol. 50 (1951).
7 Véase Colective Choice and Social Welfare (San Francisco, Holden Day, 1970), pp. 136-141,156-160.
PREFACIO 13
bre la primera fueron fundamentales, obligándome a abandonar una buena
cantidad de puntos de vista y a hacer cambios fundamentales en muchos
otros. Recibí nuevos comentarios durante mi estancia en el Instituto Filosófico
de Boulder (verano de 1966 ), de Leonard Krimerman, Richard Lee y
Huntington Terrell. A ellos he tratado de ajusfarme, así como a los muy extensos
e instructivos de Charles Fried, Robert Nozick y J. N. Shklar, cada
uno de los cuales ha sido en todo momento de gran ayuda. Para desarrollar
la explicación del bien, fueron muy útiles las observaciones de J. M. Cooper, T.
M. Scanlon y A. T. Tymoczko, así como las discusiones mantenidas durante
muchos años con Thomas Nagel, quien también me ayudó en la clarificación
de la relación entre la teoría de la justicia y el utilitarismo. Tengo que agradecer,
igualmente, a R. B. Brandt y Joshua Rabinowitz sus numerosas y útiles
ideas para mejorar el segundo manuscrito (1967-1968) y a B. J. Diggs, J. C.
Harsanyi y W. G. Runciman una correspondencia esclarecedora.
Durante la redacción de la tercera versión (1969-1970), Brandt, Tracy Kendler,
E. S. Phelps y Amélie Rorty fueron una fuente constante de consejos, y
sus críticas me prestaron una gran ayuda. Sobre este manuscrito recibí muchos
comentarios y valiosas sugerencias para algunos cambios por parte de
Herbert Morris, Lessnoff y Nozick, que, sin duda, me han librado de ciertos
lapsos, haciendo el libro mucho mejor. En particular estoy agradecido a Nozick
por su ayuda constante y por el ánimo que me dio durante las últimas
etapas. Por desgracia, no he sido capaz de tratar todas las críticas recibidas y
soy muy consciente de las lagunas que aún quedan, pero la medida de mis
deudas no es lo corto que he quedado respecto a lo que pudo ser, sino la distancia
recorrida desde los comienzos.
El Centro de Estudios Avanzados de Stanford me ofreció el lugar ideal
para completar mi trabajo y quisiera expresar mi profunda gratitud por su
ayuda entre 1969-1970. Agradezco a Anna Tower y a Margaret Griffin por ayudarme
en el manuscrito final.
Sin la buena voluntad de todas estas personas nunca habría terminado
este libro.
JOHN RAWLS
Cambridge, Massachusetts
Agosto de 1971
PRIMERA PARTE
LA TEORÍA
• \
I. LA JUSTICIA COMO IMPARCIALIDAD
EN ESTE capítulo introductorio esbozaré algunas de las ideas principales de la
teoría de la justicia que deseo desarrollar. La exposición es informal e intenta
allanar el camino para los razonamientos más detallados que vienen a continuación.
Inevitablemente habrá cierto traslape entre este estudio y otros
ulteriores. Empiezo describiendo el papel que tiene la justicia en la cooperación
social y dando una breve explicación acerca del objeto primario de la
justicia: la estructura básica de la sociedad. A continuación presento la idea
principal de la justicia como imparcialidad, una teoría de la justicia que generaliza
y lleva a un más alto nivel de abstracción la concepción tradicional
del contrato social. El pacto de la sociedad es remplazado por una situación
inicial que incorpora ciertas restricciones de procedimiento basadas en razonamientos
planeados para conducir a un acuerdo original sobre los principios
de la justicia. Me ocupo también en las concepciones utilitaria clásica e
intuicionista de la justicia, considerando algunas de las diferencias entre estos
puntos de vista y la justicia como imparcialidad. El objetivo que me guía
es elaborar una teoría de la justicia que sea una alternativa viable a estas
doctrinas que han dominado largamente nuestra tradición filosófica.
1. EL PAPEL DE LA JUSTICIA
La justicia es la primera virtud de las instituciones sociales, como la verdad
lo es de los sistemas de pensamiento. Una teoría, por muy atractiva, elocuente
y concisa que sea, tiene que ser rechazada o revisada si no es verdadera;
de igual modo, no importa que las leyes e instituciones estén ordenadas
y sean eficientes: si son injustas han de ser reformadas o abolidas. Cada
persona posee una inviolabilidad fundada en la justicia que ni siquiera el
bienestar de la sociedad en conjunto puede atropellar. Es por esta razón por
la que la justicia niega que la pérdida de libertad para algunos se vuelva justa
por el hecho de que un mayor bien es compartido por otros. No permite
que los sacrificios impuestos a unos sean compensados por la mayor cantidad
de ventajas disfrutadas por muchos. Por tanto, en una sociedad justa,
las libertades de la igualdad de ciudadanía se dan por establecidas definitivamente;
los derechos asegurados por la justicia no están sujetos a regateos
políticos ni al cálculo de intereses sociales. Lo único que nos perrrtite tolerar
una teoría errónea es la falta de una mejor; análogamente una;mJBSí§Skí¡ólo
17
18 LA TEORÍA
es tolerable cuando es necesaria para evitar una injusticia aún mayor. Siendo
las primeras virtudes de la actividad humana, la verdad y la justicia no
pueden estar sujetas a transacciones.
Estas proposiciones parecen expresar nuestra convicción intuitiva de la
supremacía de la justicia. Sin duda están expresadas con excesiva energía.
Sea como fuere, quiero investigar si estas pretensiones u otras similares son
correctas, y si lo son, cómo pueden ser explicadas. Para alcanzar este fin es
necesario elaborar una teoría de la justicia a la luz de la cual puedan interpretarse
y valorarse estas afirmaciones. Comenzaré considerando el papel de
los principios de la justicia. Supongamos, para fijar las ideas, que una sociedad
es una asociación más o menos autosuficiente de personas que en sus
relaciones reconocen ciertas reglas de conducta como obligatorias y que en
su mayoría actúan de acuerdo con ellas. Supongamos además que estas reglas
especifican un sistema de cooperación planeado para promover el bien
de aquellos que toman parte en él, ya que, aun cuando la sociedad es una
empresa cooperativa para obtener ventajas comunes, se caracteriza típicamente
tanto por un conflicto como por una identidad de intereses. Hay una
identidad de intereses puesto que la cooperación social hace posible para
todos una vida mejor de la que pudiera tener cada uno si viviera únicamente
de sus propios esfuerzos. Hay un conflicto de intereses puesto que las personas
no son indiferentes respecto a cómo han de distribuirse los mayores
beneficios producidos por su colaboración, ya que con objeto de perseguir
sus fines cada una de ellas prefiere una participación mayor a una menor.
Se requiere entonces un conjunto de principios para escoger entre las diferentes
disposiciones sociales que determinan esta división de ventajas y para
suscribir un convenio sobre las participaciones distributivas correctas. Estos
principios son los principios de la justicia social: proporcionan un modo para
asignar derechos y deberes en las instituciones básicas de la sociedad y
definen la distribución apropiada de los beneficios y las cargas de la cooperación
social.
Ahora bien, digamos que una sociedad está bien ordenada no sólo cuando
fue organizada para promover el bien de sus miembros, sino cuando también
está eficazmente regulada por una concepción pública de la justicia.
Esto quiere decir que se trata de una sociedad en la que: 1) cada cual acepta
y sabe que los demás aceptan los mismos principios de justicia, y 2) las instituciones
sociales básicas satisfacen generalmente estos principios y se sabe
generalmente que lo hacen. En este caso, aun cuando los hombres puedan
hacer demandas excesivas entre ellos, reconocerán, sin embargo, un punto
de vista común conforme al cual sus pretensiones pueden resolverse. Si la
propensión de los hombres al propio interés hace necesaria una mutua vigilancia,
su sentido público de la justicia hace posible que se asocien conjuntamente.
Entre individuos con objetivos y propósitos diferentes, una conLA
JUSTICIA COMO IMPARCIALIDAD 19
cepción compartida de la justicia establece los vínculos de la amistad cívica;
el deseo general de justicia limita la búsqueda de otros fines. Puede pensarse
que una concepción pública de la justicia constituye el rasgo fundamental de
una asociación humana bien ordenada.
Por supuesto que las sociedades existentes rara vez están, en este sentido,
bien ordenadas, ya que usualmente está en discusión lo que es justo y lo que
es injusto. Los hombres están en desacuerdo acerca de cuáles principios debieran
definir los términos básicos de su asociación. No obstante podemos
decir que a pesar del desacuerdo cada uno tiene una concepción de la justicia.
Esto es, entienden la necesidad de disponer de un conjunto característico
de principios que asignen derechos y deberes básicos y de determinar
lo que consideran la distribución correcta de las cargas y beneficios de la
cooperación social, y están dispuestos a afirmar tales principios. Parece entonces
natural pensar que el concepto de la justicia es distinto de las diferentes
concepciones de la justicia y que está especificado por el papel que
tienen en común estos diferentes conjuntos de principios y concepciones.1
Aquellos que sostienen diferentes concepciones de la justicia pueden entonces
estar de acuerdo en que las instituciones son justas cuando no se hacen
distinciones arbitrarias entre las personas al asignarles derechos y deberes básicos
y cuando las reglas determinan un equilibrio debido entre pretensiones
competitivas a las ventajas de la vida social. Los hombres pueden estar
de acuerdo con esta descripción de las instituciones justas, ya que las nociones
de distinción arbitraria y de equilibrio debido, incluidas en el concepto
de justicia, están abiertas para que cada quien las interprete de acuerdo con
los principios de justicia que acepte. Estos principios especifican qué semejanzas
y qué diferencias entre las personas son pertinentes para determinar
los deberes y derechos, y cuál es la división de ventajas correcta. Claramente,
esta distinción entre el concepto y las diversas concepciones de la justicia
no resuelve ninguna cuestión importante, sino que simplemente ayuda a
identificar el papel de los principios de justicia social.
Sin embargo, cierto acuerdo en las concepciones de la justicia no es el
único requisito para una comunidad humana viable. Hay otros problemas
sociales fundamentales, en particular los de coordinación, eficacia y estabilidad.
Así, los planes de las personas necesitan embonar para que sus actividades
resulten compatibles entre sí y puedan todas ser ejecutadas sin que
las expectativas legítimas de ninguno sean severamente dañadas. Más aún, la
ejecución de estos planes debiera llevar a la consecución de los fines sociales
por caminos que sean eficientes y compatibles con la justicia. Por último,
el esquema de la cooperación social debe ser estable: se tendrá que cumplir
Aquí, sigo la opinión de H. L. A. Hart, en The Concept ofLaw (Oxford, The Clarendon Press,
19&1), pp. 155-159.
20 LA TEORÍA
con él más o menos regularmente y sus reglas básicas habrán de obedecerse
voluntariamente. Cuando ocurran infracciones a las mismas, deberán existir
fuerzas estabilizadoras que prevengan violaciones ulteriores y que tiendan
a restaurar el orden. Ahora bien, es evidente que estos tres problemas
están conectados con el de la justicia. No habiendo cierta medida de acuerdo
sobre lo que es justo o injusto, es claro que será más difícil para los individuos
coordinar sus planes de manera eficiente con objeto de asegurar que
se mantengan los acuerdos mutuamente beneficiosos. La desconfianza y el
resentimiento corroen los vínculos del civismo, y la sospecha y la hostilidad
tientan al hombre a actuar en formas que de otro modo evitaría. Así, mientras
que el papel distintivo de las concepciones de la justicia es especificar los derechos
y deberes básicos, así como determinar las porciones distributivas
apropiadas, la manera en que una concepción lo hace, tiene que afectar los
problemas de eficiencia, coordinación y estabilidad. En general, no podemos
evaluar una concepción de justicia sólo por su papel distributivo, por muy
útil que sea este papel al identificar el concepto de justicia. Tendremos que
tomar en cuenta sus conexiones más vastas, ya que aun cuando la justicia tiene
cierta prioridad por ser la virtud más importante de las instituciones, no
obstante es cierto que, ceteris paribus, una concepción de justicia es preferible
a otra cuando sus consecuencias generales son más deseables.
2. EL OBJETO DE LA JUSTICIA
De diferentes tipos de cosas se dice que son justas o injustas: no sólo las leyes,
instituciones y sistemas sociales, sino también las acciones particulares
de muchas clases, incluyendo decisiones, juicios e imputaciones. Llamamos
también justas e injustas a las actitudes y disposiciones de las personas, así
como a las personas mismas. Sin embargo, nuestro tema es la justicia social.
Para nosotros, el objeto primario de la justicia es la estructura básica de la sociedad
o, más exactamente, el modo en que las grandes instituciones sociales
distribuyen los derechos y deberes fundamentales y determinan la división
de las ventajas provenientes de la cooperación social. Por grandes instituciones
entiendo la constitución política y las principales disposiciones económicas
y sociales. Así, la protección jurídica de la libertad de pensamiento y
de conciencia, la competencia mercantil, la propiedad privada de los medios
de producción y la familia monógama son ejemplos de las grandes instituciones
sociales. Tomadas en conjunto, como esquema, las grandes instituciones
definen los derechos y deberes del hombre e influyen sobre sus
perspectivas de vida, sobre lo que puede esperar hacer y sobre lo que haga.
La estructura básica es el tema primario de la justicia porque sus efectos son
muy profundos y están presentes desde el principio. Aquí el concepto intuiLA
JUSTICIA COMO IMPARCIALIDAD 21
tivo es de que esta estructura contiene varias posiciones sociales y que los
hombres nacidos en posiciones sociales diferentes tienen diferentes expectativas
de vida, determinadas, en parte, tanto por el sistema político como por
las circunstancias económicas y sociales. De este modo las instituciones de
una sociedad favorecen ciertas posiciones iniciales frente a otras. Estas son
desigualdades especialmente profundas. No son sólo omnipresentes, sino que
afectan a los hombres en sus oportunidades iniciales en la vida, y sin embargo
no pueden ser justificadas apelando a nociones de mérito o demérito. Es a
estas desigualdades de la estructura básica de toda sociedad, probablemente
inevitables, a las que se deben aplicar en primera instancia los principios
de la justicia social. Estos principios regulan, pues, la selección de una constitución
política y los elementos principales del sistema económico y social.
La justicia de un esquema social depende esencialmente de cómo se asignan
los derechos y deberes fundamentales, y de las oportunidades económicas
y las condiciones sociales en los diversos sectores de la sociedad.
El ámbito de nuestra investigación está limitado de dos maneras. Primeramente,
me ocupa un caso especial del problema de la justicia. No consideraré
en general la justicia de las prácticas e instituciones sociales, ni, excepto
ocasionalmente, la justicia del derecho internacional o la de las relaciones
entre Estados (§ 58). Por tanto, si se supone que el concepto de la justicia se
aplica siempre que existe una repartición de algo considerado racionalmente
como ventajoso o desventajoso, entonces sólo estamos interesados en una
parte de su aplicación. No hay razón para suponer de antemano que los principios
satisfactorios para la estructura básica sean válidos para todos los casos.
Puede ser que estos principios no funcionen con las reglas y prácticas de
asociaciones privadas o de grupos sociales con menos capacidad. Pueden ser
improcedentes para las diversas convenciones y costumbres de la vida cotidiana.
Puede ser que no diluciden la justicia o, quizá mejor, la imparcialidad
de los acuerdos voluntarios de cooperación o de los procedimientos para
hacer acuerdos contractuales. Las condiciones para el derecho internacional
pueden requerir principios distintos, a los que se llegue de un modo en tanto
diferente. Quedaré satisfecho si es posible formular una concepción razonable
de la justicia para la estructura básica de la sociedad, concebida, por
el momento, como un sistema cerrado, aislado de otras sociedades. La importancia
de este caso especial es obvia y no requiere explicación. Es natural
suponer que una vez que tengamos una teoría correcta para este caso, el resto
de los problemas de la justicia resultarán más manejables a la luz de esta
teoría, la cual, con las modificaciones adecuadas, podría ofrecer la clave para
algunas de estas otras cuestiones.
La otra limitación a nuestro estudio es que, en general, examino solamente
los principios de la justicia que regularían una sociedad bien ordenada. Se
supone que todos actúan justamente y cumplen con su parte en el manteni22
LA TEORÍA
miento de instituciones justas. Aunque, como observó Hume, la justicia
pueda ser una virtud celosa y cauta, nosotros podemos, no obstante, preguntarnos
cómo sería una sociedad perfectamente justa.2 Por eso considero
primeramente lo que llamo una teoría de la obediencia total como opuesta a
la de la obediencia parcial (§§ 25, 39). Esta última estudia los principios que
gobiernan la manera de tratar la injusticia. Comprende temas tales como la
teoría del castigo, la doctrina de la guerra justa y la justificación de los diversos
medios existentes para oponerse a regímenes injustos; temas que van
desde la desobediencia civil y la resistencia militante hasta la revolución y
la rebelión. Se incluyen también cuestiones de justicia compensatoria y del
modo de separar una forma de injusticia institucional contra otra. Es obvio
que los problemas de la teoría de la obediencia parcial son los más apremiantes
y urgentes. Son las cosas con las que nos enfrentamos en la vida cotidiana.
La razón de empezar con la teoría ideal es que creo que ofrece la
única base para una comprensión sistemática de los problemas más apremiantes.
El estudio de la desobediencia civil, por ejemplo, depende de ella
(§§ 55-59). Al menos supondré que no hay otro camino para obtener un entendimiento
más profundo, y que la naturaleza y los fines de una sociedad
perfectamente justa son la parte fundamental de una teoría de la justicia.
Ahora bien, reconozco que el concepto de estructura básica es algo vago.
No está siempre claro qué instituciones o cuáles de sus rasgos deberán ser
incluidos. Sin embargo, sería prematuro preocuparse aquí de este asunto.
Procederé entonces analizando principios que se aplican a lo que sin duda
es parte de lo que intuitivamente se entiende por estructura básica; luego
trataré de extender la aplicación de estos principios de modo que cubran lo
que parecería ser los elementos principales de esta estructura. Quizás estos
principios resulten ser perfectamente generales, aun cuando esto es poco probable.
Basta que se apliquen a los casos más importantes de justicia social.
El punto que deberá tenerse presente es que es por sí mismo valioso tener
una concepción de la justicia para la estructura básica y que no deberá ser rechazada
porque sus principios no sean satisfactorios en todas partes.
Por tanto, una concepción de la justicia social ha de ser considerada como
aquella que proporciona, en primera instancia, una pauta con la cual evaluar
los aspectos distributivos de la estructura básica de la sociedad. Esta pauta
no debe ser confundida, sin embargo, con los principios definitorios de las
otras virtudes, ya que la estructura básica y los arreglos sociales en general
pueden ser eficientes o ineficientes, liberales o no, y muchas otras cosas, además
de justos o injustos. Una concepción completa que defina los principios
para todas las virtudes de la estructura básica, así como su respectivo peso
2 Véase An Enquiry Concerning the Principies of Moráis, secc. m, Ia, 3er. párr., ed. L. A. Selby-
Bigge, 2S edición (Oxford, 1902), p. 184.
LA JUSTICIA COMO IMPARCIALIDAD 23
cuando entran en conflicto, es más que una concepción de la justicia: es un
ideal social. Los principios de justicia no son sino una parte, aunque quizá
la más importante de tal concepción. A su vez el ideal social se conecta con
una concepción de la sociedad, una visión del modo según el cual han de entenderse
los fines y propósitos de la cooperación social. Las diversas concepciones
de la justicia son el producto de diferentes nociones de sociedad ante
el trasfondo de opiniones opuestas acerca de las necesidades y oportunidades
naturales de la vida humana. Para entender plenamente una concepción
de la justicia tenemos que hacer explícita la concepción de cooperación
social de la cual se deriva. Sin embargo, al hacerlo, no debemos perder de vista
ni el papel especial de los principios de justicia, ni el tema principal al que
se aplican.
En estas observaciones preliminares he distinguido el concepto de justicia
en tanto que equilibrio adecuado entre pretensiones enfrentadas, a partir de
una idea de la justicia concebida como un conjunto de principios relacionados
entre sí, para identificar las consideraciones pertinentes que hacen posible
ese equilibrio. También he caracterizado la justicia como parte de un ideal
social, aunque la teoría que propondré es mucho más amplia de lo que da a
entender su sentido cotidiano. Esta teoría no se ofrece como una descripción
de significados ordinarios; sino como una explicación de ciertos principios
distributivos para la estructura básica de la sociedad. Supongo que cualquier
teoría ética razonablemente completa tiene que incluir principios para este
problema fundamental, y que estos principios, cualesquiera que fuesen, constituyen
su doctrina de la justicia. Considero entonces que el concepto de
justicia ha de ser definido por el papel de sus principios al asignar derechos
y deberes, y al definir la división correcta de las ventajas sociales. Una concepción
de la justicia es una interpretación de este papel.
Ahora bien, puede parecer que este enfoque no esté de acuerdo con la
tradición, aunque creo que lo está. El sentido más específico que Aristóteles
da a la justicia y del cual se derivan las formulaciones más familiares, es el de
abstenerse de la pleonexia, esto es, de obtener para uno mismo cierta ventaja
apoderándose de lo que pertenece a otro, sus propiedades, sus remuneraciones,
su empleo o cosas semejantes; o negándole a una persona lo que le es
debido, el cumplimiento de una promesa, el pago de una deuda, el mostrarle
el debido respeto, etc.3 Es evidente que esta definición pretende aplicarse
a acciones, y se piensa que las personas son justas en la medida en que tienen,
como uno de los elementos permanentes de su carácter, el deseo cons-
3 Ética nicomaquea, 1129b-1130b5. He seguido la interpretación de Gregory Vlastos —"Justice
and Happiness in The Republic"—, en Plato: A Collection of Critical Essays, editado por Vlastos
(Garden City, Nueva York, Doubleday and Company, 1971), vol. 2, pp. 70 ss. Para un análisis
de la justicia en Aristóteles, véase Aristotle's Ethical Theory, de W. F. R. Hardie (Oxford, The
Clarendon Press, 1968), cap. x.
24 LA TEORÍA
tante y efectivo de actuar justamente. Sin embargo, la definición de Aristóteles
presupone claramente una explicación de lo que propiamente le
pertenece a una persona y de lo que le es debido. Ahora bien, creo que tales
derechos se derivan muy a menudo de instituciones sociales y de las expectativas
legítimas que ellas originan. No hay razón para creer que Aristóteles
hubiese estado en desacuerdo con esto y, ciertamente, tiene una concepción
de la justicia social para dar cuenta de estas pretensiones. La definición que
adopto está pensada para aplicarse directamente al caso más importante: la
justicia de la estructura básica. No hay conflicto con la noción tradicional.
3. LA IDEA PRINCIPAL DE LA TEORÍA DE LA JUSTICIA
Mi objetivo es presentar una concepción de la justicia que generalice y lleve
a un superior nivel de abstracción la conocida teoría del contrato social tal
como se encuentra, digamos, en Locke, Rousseau y Kant.4 Para lograrlo no
debemos pensar en el contrato original como aquel que es necesario para ingresar
en una sociedad particular o para establecer una forma particular de
gobierno. Más bien, la idea directriz es que los principios de la justicia para
la estructura básica de la sociedad son el objeto del acuerdo original. Son
los principios que las personas libres y racionales interesadas en promover sus
propios intereses aceptarían en una posición inicial de igualdad como definitorios
de los términos fundamentales de su asociación. Estos principios
han de regular todos los acuerdos posteriores; especifican los tipos de cooperación
social que se pueden llevar a cabo y las formas de gobierno que pueden
establecerse. A este modo de considerar lo llamaré justicia como imparcialidad.
Así pues, hemos de imaginarnos que aquellos que se dedican a la cooperación
social eligen, en un acto conjunto, los principios que han de asignar
los derechos y deberes básicos y determinar la división de los beneficios sociales.
Los hombres habrán de decidir de antemano cómo regularán las pretensiones
de unos y otros, y cuáles serán los principios fundamentales de su
sociedad. Así como cada persona tiene que decidir mediante la reflexión
4 Como lo sugiere el texto, consideraré el Second Treatise ofGovernment, de Locke, el Contrato
Social, de Rousseau y los trabajos sobre ética de Kant, empezando por Los fundamentos de una
metafísica de la moral, como definitivos en la tradición del contrato. Pese a su grandiosidad,
el Leviatán, de Hobbes, hace surgir algunos problemas especiales. Un panorama histórico general
es aportado por J. W. Gough, en The Social Contract, 2- ed. (Oxford, The Clarendon Press,
1957) y por Otto Gierke, en Natural Law and the Theory of Society, traducido con una introducción
de Ernest Barker (Cambridge, The University Press, 1934). En The Grounds of Moral
jiidgmeiit, de G. R. Grice, podemos encontrar una exposición de la perspectiva del contrato
como teoría básicamente ética (Cambridge, The University Press, 1967). Véase también § 19,
nota 30.
LA JUSTICIA COMO IMPARCIALIDAD 25
racional lo que constituye su bien, esto es, el sistema de fines que para él es racional
perseguir, del mismo modo, un grupo de personas tiene que decidir
de una vez y para siempre lo que para ellas significará justo o injusto. La elección
que los hombres racionales harían en esta situación hipotética de igual
libertad, suponiendo por ahora que este problema de elección tiene una solución,
determina los principios de la justicia.
En la justicia como imparcialidad, la posición original de igualdad corresponde
al estado de naturaleza en la teoría tradicional del contrato social. Por
supuesto que la posición original no está pensada como un estado de cosas
históricamente real, y mucho menos como una situación primitiva de la cultura.
Se considera como una situación puramente hipotética caracterizada
de tal modo que conduce a cierta concepción de la justicia.5 Entre los rasgos
esenciales de esta situación, está el de que nadie sabe cuál es su lugar
en la sociedad, su posición, clase o status social; nadie sabe tampoco cuál es
su suerte en la distribución de ventajas y capacidades naturales, su inteligencia,
su fortaleza, etc. Supondré, incluso, que los propios miembros del
grupo no conocen sus concepciones acerca del bien, ni sus tendencias psicológicas
especiales. Los principios de la justicia se escogen tras un velo de ignorancia.
Esto asegura que los resultados del azar natural o de las contingencias
de las circunstancias sociales no darán a nadie ventajas ni desventajas
al escoger los principios. Dado que todos están situados de manera semejante
y que ninguno es capaz de delinear principios que favorezcan su condición
particular, los principios de la justicia serán el resultado de un acuerdo
o de un convenio justo, pues dadas las circunstancias de la posición
original y la simetría de las relaciones entre las partes, esta situación inicial
es equitativa entre las personas en tanto que seres morales, esto es, en tanto
que seres racionales con sus propios fines, a quienes supondré capaces de
un sentido de la justicia. Podría decirse que la posición original es el statu
quo inicial apropiado y que, en consecuencia, los acuerdos fundamentales
logrados en ella son justos. Esto explica lo apropiado del nombre "justicia
como imparcialidad": transmite la idea de que los principios de la justicia se
acuerdan en una situación inicial que es justa. El nombre no significa que
los conceptos de justicia y equidad sean los mismos, al igual que la frase
"poesía como metáfora" tampoco quiere decir que los conceptos de poesía
y metáfora sean los mismos.
La justicia como imparcialidad comienza, como he dicho, con una de las
5 Kant es formal en cuanto a que el acuerdo original es hipotético. Véase Metafísica de la moral,
1É pág. (Rechtslehre) y especialmente §§ 47 y 52; y la parte n del ensayo "Concernig the
Common Saying: This May be True in Theory but it Does Not Apply in Practice", en Kant's Political
Writings, ed. de Hans Heiss y trad. por H. B. Nisbet (Cambridge, The University Press,
1970), pp. 73-87. Véase La Pensée politique de Kant, (París, Presses Universitaires de France,
1962), pp. 326-335. y ]. G. Murphy, Kant: The Philosophy of Righl (Londres, Macmillan, 1970),
pp. 109-112, 113-136, para una exposición mayor.
26 LA TEORÍA
elecciones más generales que las personas pueden hacer en común, esto es,
con la elección de los primeros principios de una concepción de justicia que
habrá de regular toda la crítica y reforma subsecuente de las instituciones.
Por tanto, después de haber escogido una concepción de justicia, podemos
suponer que escogerán una constitución y un poder legislativo que aplique
las leyes, de acuerdo siempre con los principios de la justicia convenidos
originalmente. Nuestra situación social es justa si a través de esta secuencia
de acuerdos hipotéticos hubiéramos convenido en un sistema general de reglas
que la definieran. Más aún, suponiendo que la posición original determina
un conjunto de principios (esto es, que se escogió una concepción específica
de la justicia), entonces será verdad que, siempre que una institución
social satisfaga estos principios, aquellos comprometidos en ella pueden mutuamente
decirse que están cooperando en condiciones que consentirían si
fuesen personas libres e iguales cuyas relaciones entre sí fuesen equitativas.
Todos ellos podrían considerar que sus arreglos satisfacen las estipulaciones
que hubiesen reconocido en una situación inicial que incorpora restricciones
ampliamente aceptadas y razonables para elegir los principios. El
reconocimiento general de este hecho proporcionaría la base para una aceptación
pública de los correspondientes principios de justicia. Por supuesto
que ninguna sociedad puede ser un esquema de cooperación en el cual los
hombres ingresen voluntariamente, en un sentido literal; cada persona se
encuentra, desde su nacimiento, en una posición determinada de alguna sociedad
determinada, y la naturaleza de esta posición afecta materialmente
sus perspectivas de vida. Aun así, una sociedad que satisfaga los principios
de justicia como imparcialidad se acerca en lo posible a un esquema voluntario,
ya que cumple con los principios que consentirían personas libres e
iguales en condiciones que son imparciales. En este sentido, sus miembros
son autónomos y las obligaciones que reconocen son autoimpuestas.
Un rasgo de la justicia como imparcialidad es pensar que los miembros del
grupo en la situación inicial son racionales y mutuamente desinteresados.
Esto no quiere decir que sean egoístas, es decir, que sean individuos que sólo
tengan ciertos tipos de intereses, tales como riqueza, prestigio y poder. Sin
embargo, se les concibe como seres que no están interesados en los intereses
ajenos. Habrán de suponer que incluso puede haber oposición a sus objetivos
espirituales del mismo modo que puede haberla a los objetivos de aquellos
que profesan religiones diferentes. Más aún, el concepto de racionalidad
tiene que ser interpretado, en lo posible, en el sentido estrictamente tradicional
de la teoría económica, según la cual se emplean los medios más efectivos
para fines dados. En alguna medida modificaré este concepto, tal como
se explica posteriormente (§ 25), pero se debe tratar de evitar introducir
en él elementos éticos controvertidos de cualquier clase. La situación inicial
ha de estar caracterizada por estipulaciones ampliamente aceptadas.
LA JUSTICIA COMO IMPARCIALIDAD 27
Al elaborar la concepción de la justicia como imparcialidad, una de las
tareas principales es claramente la de determinar qué principios de justicia
serían escogidos en la posición original. Para hacerlo, debemos describir esta
situación con algún detalle y formular cuidadosamente el problema de elección
que plantea. Abordaré estas cuestiones en los capítulos siguientes. Sin
embargo, puede observarse que una vez que se piensa que los principios de
la justicia surgen de un acuerdo original en una situación de igualdad, queda
abierta la cuestión de si el principio de utilidad sería reconocido. A primera
vista no parece posible que personas que se ven a sí mismas como iguales,
facultadas para reclamar sus pretensiones sobre los demás, conviniesen en un
principio que pudiera requerir menores perspectivas vitales para algunos,
simplemente en aras de una mayor suma de ventajas disfrutadas por otros.
Dado que cada uno desea proteger sus intereses y su capacidad de promover
su concepción del bien, nadie tendría una razón para consentir una pérdida
duradera para sí mismo con objeto de producir un mayor equilibrio de satisfacción.
En ausencia de impulsos de benevolencia, fuertes y duraderos, un
hombre racional no aceptaría una estructura básica simplemente porque
maximiza la suma algebraica de ventajas, sin tomar en cuenta sus efectos permanentes
sobre sus propios derechos e intereses básicos. Así pues, parece
que el principio de utilidad es incompatible con la concepción de cooperación
social entre personas iguales para beneficio mutuo. Parece ser incongruente
con la idea de reciprocidad implícita en la noción de una sociedad
bien ordenada. En todo caso esto es lo que voy a sostener.
Sostendré en cambio que las personas en la situación inicial escogerían dos
principios bastante diferentes: el primero exige igualdad en la repartición de
derechos y deberes básicos, mientras que el segundo mantiene que las desigualdades
sociales y económicas, por ejemplo las desigualdades de riqueza
y autoridad, sólo son justas si producen beneficios compensadores para todos
y, en particular, para los miembros menos aventajados de la sociedad.
Estos principios excluyen aquellas instituciones justificantes por motivo de
que las privaciones de algunos se compensan mediante un mayor bien para
todos en general. Que algunos deban tener menos con objeto de que otros
prosperen puede ser ventajoso pero no es justo. Sin embargo, no hay injusticia
en que unos pocos obtengan mayores beneficios, con tal de que con ello se
mejore la situación de las personas menos afortunadas. La idea intuitiva es
que, puesto que el bienestar de todos depende de un esquema de cooperación
sin el cual ninguno podría llevar una vida satisfactoria, la división de
ventajas debería ser tal que suscite la cooperación voluntaria de todos los que
toman parte en ella, incluyendo a aquellos peor situados. Pero esto sólo puede
esperarse si se proponen unas condiciones razonables. Los dos principios
mencionados parecen ser una base equitativa sobre la cual los mejor dotados
0 más afortunados en su posición social, sin que se pueda decir de ninguno
28 LA TEORÍA
que lo merecía, pueden esperar la cooperación voluntaria de los otros en el
caso en que algún esquema practicable sea condición necesaria para el bienestar
de todos.6 Una vez que nos decidimos a buscar una concepción de la
justicia que anule los accidentes de los dones naturales y las contingencias
de las circunstancias sociales, como elementos computables en la búsqueda de
ventajas políticas y económicas, nos vemos conducidos a estos principios; expresan
el resultado de no tomar en cuenta aquellos aspectos del mundo social
que desde un punto de vista moral parecen arbitrarios.
A pesar de todo, el problema de la elección de principios es extremadamente
difícil. No espero que la respuesta que voy a sugerir convenza a todo
el mundo. Es, por tanto, digno de hacerse notar desde el comienzo que la
justicia como imparcialidad, igual que otras ideas contractuales, consiste en
dos partes: 1) una interpretación de la situación inicial y del problema de
elección que se plantea en ella, y 2) un conjunto de principios en los cuales,
se dice, habrá acuerdo. Se puede entonces aceptar la primera parte de la teoría
(o una variante de la misma) pero no aceptar la otra, y viceversa. Puede
parecer que el concepto de la situación contractual inicial es razonable, aunque
se rechacen los principios particulares que se proponen. En verdad,
lo que quiero sostener es que la concepción más apropiada de esta situación
conduce a principios de justicia contrarios al utilitarismo y al perfeccionismo
y que, por tanto, la doctrina del contrato proporciona una alternativa a
estos puntos de vista: se puede incluso discutir esta pretensión aun concediendo
que el método contractualista sea un modo útil de estudiar teorías
éticas y de exponer sus suposiciones subyacentes.
La justicia como imparcialidad es un ejemplo de lo que he llamado una
teoría contractualista. Ahora bien, es posible que haya objeciones contra el
término "contrato" y expresiones semejantes; sin embargo, creo que servirá
razonablemente bien. Muchas palabras tienen connotaciones equívocas que
es probable que a primera vista confundan. Los términos "utilidad" y "utilitarismo"
ciertamente no son excepciones. Suscitan sugerencias lamentables
que los críticos hostiles han explotado de buen grado; no obstante son lo bastante
claros para quienes estén dispuestos a estudiar la doctrina utilitarista.
Lo mismo debería ocurrir con el término "contrato" aplicado a teorías morales.
Como he dicho anteriormente, para entenderlo hay que tener presente
que implica cierto nivel de abstracción. En especial, hay que recordar que
el contenido del acuerdo apropiado no es ingresar en una sociedad dada o
adoptar una forma dada de gobierno, sino aceptar ciertos principios morales.
Más aún, los compromisos a los que se refiere son puramente hipotéticos:
la concepción contractual mantiene que ciertos principios serían aceptados
en una situación inicial bien definida.
6 Por la formulación de esta idea intuitiva, estoy en deuda con Alian Gibbard.
LA JUSTICIA COMO IMPARCIALIDAD 29
El mérito de la terminología contractual es que transmite la idea de que se
pueden concebir los principios de justicia como principios que serían escogidos
por personas racionales, y de que las concepciones de la justicia se
pueden explicar y justificar de esa manera. La teoría de la justicia es una parte,
quizá la más significativa, de la teoría de la elección racional. Más aún,
los principios de la justicia se ocupan de las pretensiones conflictivas a las
ventajas obtenidas por la cooperación social; se aplican a las relaciones entre
varias personas o grupos. La palabra "contrato" sugiere tanto esta pluralidad
como la condición de que la división correcta de ventajas tiene que hacerse
conforme a principios aceptables para todas las partes. La fraseología
contractual connota también el carácter público que es condición de los principios
de la justicia. Así, si estos principios son el resultado de un acuerdo,
los ciudadanos conocerán los principios observados por los demás. Es característico
de las teorías contractuales el subrayar la naturaleza pública de
los principios políticos. Finalmente, existe la larga tradición de la teoría contractual.
Expresar el vínculo a través de esta línea de pensamiento ayuda a
definir ideas y se aviene a la condición humana. Hay, pues, varias ventajas
en el uso del término "contrato". Tomado con las debidas precauciones no
deberá inducir a errores.
Una observación final. La justicia como imparcialidad no es una teoría contractual
completa, ya que está claro que la idea contractualista puede extenderse
a la elección de un sistema ético más o menos entero, esto es, un sistema
que incluya principios para todas las virtudes y no sólo para la justicia.
Ahora bien, por lo general consideraré únicamente los principios de la justicia
y otros estrechamente relacionados con ellos; no intento, pues, analizar las
virtudes de manera sistemática. Es obvio que si la justicia como imparcialidad
tiene un éxito razonable, el siguiente paso sería estudiar la concepción
más general sugerida por el nombre: "la rectitud como imparcialidad". Pero
incluso esta teoría más amplia no abarcaría todas las relaciones morales, ya
que parecería incluir sólo nuestras relaciones con otras personas, dejando sin
explicar cómo habremos de conducirnos respecto a los animales y al resto de
la naturaleza. No pretendo que la noción de contrato ofrezca un medio para
acercarse a estas cuestiones, que son ciertamente de primera importancia, y
habré de dejarlas de lado. Tenemos que reconocer el alcance limitado de la
justicia como imparcialidad y del tipo general de concepción que ejemplifica.
En qué medida haya que revisar sus conclusiones una vez que estas otras
cuestiones sean entendidas es algo que no puede decidirse por anticipado.
4. LA POSICIÓN ORIGINAL Y su JUSTIFICACIÓN
He dicho que la posición original es el statu quo inicial apropiado que asegura
que los acuerdos fundamentales alcanzados en él sean imparciales.
30 LA TEORÍA
Este hecho da lugar a la denominación de "justicia como imparcialidad". Es
claro, entonces, que quiero decir que una concepción de la justicia es más
razonable o más justificable que otra, si personas razonables puestas en la situación
inicial escogieran sus principios en lugar de los de la segunda, para
desempeñar el papel de la justicia. Las concepciones de la justicia deberán
jerarquizarse según su aceptabilidad por las personas en tales circunstancias.
Así entendida, la cuestión de la justificación se resuelve elaborando un problema
de deliberación: tenemos que averiguar qué principios sería racional
adoptar dada la situación contractual. Esto conecta la teoría de la justicia
con la teoría de la elección racional.
Para que este enfoque del problema de la justificación sea aceptado, tenemos,
por supuesto, que describir con algún detalle la naturaleza de este problema
de elección. Un problema de decisión racional tiene una respuesta
definitiva sólo si conocemos las creencias e intereses de las partes, sus relaciones
mutuas, las alternativas entre las que han de escoger, el procedimiento
mediante el cual decidirán, etc. En la medida en que las circunstancias se presenten
de modos diferentes, en esa medida los principios que se aceptan serán
diferentes. El concepto de la posición original, tal como me referiré a él,
es el de la interpretación filosóficamente predilecta de esta situación de
elección inicial con objeto de elaborar una teoría de la justicia.
Pero, ¿cómo habremos de decidir cuál es la interpretación predilecta? Supongo,
entre otras cosas, que hay una gran medida de acuerdo acerca de que
los principios de la justicia habrán de escogerse en ciertas condiciones. Para
justificar una descripción particular de la situación inicial hay que demostrar
que incorpora estas suposiciones comúnmente compartidas. Se argumentará
partiendo de premisas débiles, aunque ampliamente aceptadas, para
llegar a conclusiones más específicas. Cada una de las suposiciones deberá
ser por sí misma, natural y plausible; algunas de ellas pueden incluso parecer
inocuas o triviales. El objetivo del enfoque contractual es establecer que, al
considerarlas conjuntamente, imponen límites significativos a los principios
aceptables de la justicia. El resultado ideal sería que estas condiciones determinaran
un conjunto único de principios; sin embargo quedaré satisfecho
si bastan para jerarquizar las principales concepciones tradicionales de la
justicia social.
No debemos dejarnos confundir, entonces, por las condiciones algo inusitadas
que caracterizan la posición original. La idea es aquí, simplemente,
presentarnos de manera clara las restricciones que parece razonable imponer
a los razonamientos sobre los principios de la justicia y, por tanto, a los
principios mismos. Así pues, parece razonable y generalmente aceptable que
nadie esté colocado en una posición ventajosa o desventajosa por la fortuna
natural o por las circunstancias sociales al escoger los principios. Parece también
ampliamente aceptado que debiera ser imposible adaptar principios
LA JUSTICIA COMO IMPARCIALIDAD 31
a las circunstancias de nuestro propio caso. Debemos asegurar, además, que
las inclinaciones y aspiraciones particulares, así como las concepciones
de las personas sobre su bien, no afecten los principios adoptados. El objetivo
es eliminar aquellos principios que sería racional proponer para su aceptación,
por poca probabilidad de éxito que tuvieran, si supiéramos ciertas
cosas que son improcedentes desde el punto de vista de la justicia. Por ejemplo,
si un hombre sabe que él es rico, puede encontrar racional proponer
que diversos impuestos a medidas de beneficencia sean declarados injustos;
si supiera que era pobre, es muy probable que propusiera el principio contrario.
Para presentar las restricciones deseadas hemos de imaginar una situación
en la que todos estén desprovistos de esta clase de información. Se
excluye el conocimiento de aquellas contingencias que enfrentan a los hombres
y les permiten dejarse guiar por prejuicios. De esta manera se llega al
velo de la ignorancia de un modo natural. Este concepto no debe causar dificultades,
si tenemos siempre presente las restricciones a la discusión que
intenta expresar. En cualquier momento podemos colocarnos en la posición
original, por decirlo así, siguiendo simplemente cierto procedimiento, a saber,
el de argumentar en favor de los principios de la justicia conformes con
estas restricciones.
Parece razonable suponer que en la posición original los grupos son iguales,
esto es, todos tienen los mismos derechos en el procedimiento para escoger
principios; cada uno puede hacer propuestas, someter razones para su
aceptación, etc. Obviamente el propósito de estas condiciones es representar
la igualdad entre los seres humanos en tanto que personas morales, en
tanto que criaturas que tienen una concepción de lo que es bueno para ellas
y que son capaces de tener un sentido de la justicia. Como base de la igualdad
se toma la semejanza en estos dos aspectos. Los sistemas de fines u objetivos
no están jerarquizados en cuanto a su valor, y se supone que cada quien
tiene la capacidad necesaria para comprender y actuar conforme a cualesquier
principios adoptados. Estas condiciones, junto con el velo de la ignorancia,
definen los principios de justicia como aquellos que aceptarían en tanto
que seres iguales, en tanto que personas racionales preocupadas por promover
sus intereses, siempre y cuando supieran que ninguno de ellos estaba
en ventaja o desventaja por virtud de contingencias sociales y naturales.
Hay, sin embargo, otro aspecto al justificar una descripción particular de
la posición original. Este consiste en ver si los principios que podrían ser
elegidos corresponden a las convicciones que tenemos de la justicia o las amplían
de un modo aceptable. Podemos darnos cuenta de si el aplicar estos
principios nos conduciría a hacer los mismos juicios que ahora hacemos de
manera intuitiva sobre la estructura básica de la sociedad y en los cuales tenemos
la mayor confianza; o si es que, en casos en que nuestros juicios actuales
están en duda y se emiten con vacilación, estos principios ofrecen
32 LA TEORÍA
una solución que podemos aceptar reflexivamente. Hay problemas respecto
a los cuales nos sentimos seguros de que deben ser resueltos de cierta manera.
Por ejemplo, estamos seguros de que la intolerancia religiosa y la discriminación
racial son injustas. Pensamos que hemos examinado estas cosas
con cuidado y que hemos alcanzado lo que creemos es un juicio imparcial con
pocas probabilidades de verse deformado por una excesiva atención hacia
nuestros propios intereses. Estas convicciones son puntos fijos provisionales
que suponemos debe satisfacer cualquier concepción de la justicia. Sin
embargo, tenemos mucha menos seguridad en lo que se refiere a cuál es la
distribución correcta de la riqueza y de la autoridad. Aquí, es posible que
estemos buscando un camino para resolver nuestras dudas. Podemos, entonces,
comprobar la validez de una interpretación de la situación inicial
por la capacidad de sus principios para acomodarse a nuestras más firmes
convicciones y para proporcionar orientación allí donde sea necesaria.
En la búsqueda de la descripción preferida de esta situación trabajamos
desde los dos extremos. Empezamos por describirla de tal modo que represente
condiciones generalmente compartidas y preferentemente débiles. Vemos
entonces si estas condiciones son lo bastante fuertes para producir un
conjunto significativo de principios. Si no, buscamos ulteriores premisas
igualmente razonables. Y si es así, y estos principios corresponden a las convicciones
meditadas que tenemos de la justicia, tanto mejor. Es de suponer,
sin embargo, que habrá discrepancias. En este caso tenemos que elegir. Podemos,
o bien modificar el informe de la situación inicial, o revisar nuestros
juicios existentes, ya que aun los juicios que provisionalmente tomamos como
puntos fijos son susceptibles de revisión. Yendo hacia atrás y hacia adelante,
unas veces alterando las condiciones de las circunstancias contractuales,
y otras retirando nuestros juicios y conformándolos a los principios, supongo
que acabaremos por encontrar una descripción de la situación inicial que a
la vez exprese condiciones razonables, y produzca principios que correspondan
a nuestros juicios debidamente retocados y adaptados. Me referiré a
este estado de cosas como "equilibrio reflexivo".7 Es un equilibrio porque finalmente
nuestros principios y juicios coinciden; y es reflexivo puesto que
sabemos a qué principios se ajustan nuestros juicios reflexivos y conocemos
las premisas de su derivación. Por el momento todo está bien; sin embargo,
este equilibrio no es necesariamente estable. Está sujeto a ser alterado por un
ulterior examen de las condiciones que debieran imponerse a la situación
contractual y por casos particulares que pudieran llevarnos a revisar nuestros
juicios. No obstante, por el momento, hemos hecho lo que hemos podi-
7 El proceso de mutuo ajuste de los juicios y principios debidamente afinados y adaptados
no es privativo de la filosofía moral. Véase Fact, Ficlion and Forecast, de Nelson Goodman
(Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1955), pp. 65-68, para algunas observaciones paralelas
en cuanto a la justificación de los principios de inferencia inductiva y deductiva.
LA JUSTICIA COMO IMPARCIALIDAD 33
do para hacer coherentes y para justificar nuestras convicciones acerca de la
justicia social. Hemos alcanzado una concepción de la posición original.
Por supuesto que, de hecho, no llevaré a cabo este proceso. Aun así, podemos
pensar que la interpretación que presentaré de la posición original
es el resultado de tal curso hipotético de reflexión. Representa el intento de
acomodar, dentro de un esquema, tanto las condiciones filosóficas razonables
sobre los principios, como nuestros juicios considerados acerca de la justicia.
Para llegar a la interpretación predilecta de la situación inicial no se
pasa por ningún punto en el cual se haga una apelación a la evidencia en el
sentido tradicional, sea de las concepciones generales o de las convicciones
particulares. No pretendo que los principios de la justicia propuestos sean
verdades necesarias o derivables de tales verdades. Una concepción de la
justicia no puede ser deducida de premisas evidentes o de condiciones sobre
principios; por el contrario, su justificación es cuestión del mutuo apoyo
de muchas consideraciones y de que todo se ajuste conjuntamente en una
visión coherente.
Un comentario final. Quiero decir que ciertos principios de justicia están
justificados porque habría consenso sobre ellos en una situación inicial de
igualdad. He insistido en que esta posición original es puramente hipotética.
Es pues natural preguntarse por qué, si este acuerdo nunca se llevó a cabo
de hecho, habríamos de tener algún interés en estos principios, morales o de
otra clase. La respuesta es que las condiciones incorporadas en la descripción
de la posición original son aquellas que de hecho aceptamos. O, si no
lo hacemos, entonces quizá podamos ser persuadidos a hacerlo mediante la
reflexión filosófica. Se pueden dar bases que fundamenten cada aspecto de
la situación contractual. Así pues, lo que haremos es reunir en una sola concepción
un número de condiciones puestas a los principios que estamos dispuestos,
mediante una debida deliberación, a reconocer como razonables.
Estas restricciones expresan aquello que estamos dispuestos a considerar
como los límites de una cooperación social en términos equitativos. Por tanto,
un modo de considerar la idea de la posición original es verla como un recurso
expositivo que resume el significado de esas condiciones y nos ayuda
a extraer sus consecuencias. Por otro lado, esta concepción es también una
noción intuitiva que sugiere su propia elaboración, de tal modo que guiados
por ella nos vemos conducidos a definir más claramente el punto de vista
desde el cual podemos interpretar mejor las relaciones morales. Necesitamos
una concepción que nos permita contemplar nuestros objetivos desde lejos:
la noción intuitiva de la posición original habrá de hacerlo por nosotros.8
8 Henri Poincaré observó: "II nous faut une faculté qui nous fasse voir le but de loin, et, cette
faculté, c'est l'intuition" [Necesitamos una facultad que nos permita ver el objetivo desde cierta
distancia y esta facultad es la intuición]. La Valeur de la science (París, Flammarion, 1909),
P-27.
34 LA TEORÍA
5. EL UTILITARISMO CLÁSICO
Existen muchas formas de utilitarismo y el desarrollo de su teoría ha continuado
en años recientes. No voy a examinar aquí estas formas, ni a tener en
cuenta los numerosos refinamientos que se encuentran en los estudios contemporáneos.
Mi propósito es elaborar una teoría de la justicia que represente
una alternativa al pensamiento utilitario en general y, por tanto, a todas sus
diferentes versiones. Creo que, en esencia, el contraste entre el punto de vista
contractual y el utilitario sigue siendo el mismo en todos estos casos. En consecuencia,
compararé la justicia como imparcialidad con variantes familiares
del intuicionismo, perfeccionismo y utilitarismo, con objeto de mostrar, del
modo más simple, las diferencias subyacentes. Teniendo este objetivo en mente,
el tipo de utilitarismo que describiré aquí es el de la doctrina clásica tradicional,
la cual recibe, quizá, su formulación más clara y más accesible en Sidgwick.
La idea principal es que cuando las instituciones más importantes de
la sociedad están dispuestas de tal modo que obtienen el mayor equilibrio neto
de satisfacción distribuido entre todos los individuos pertenecientes a ella,
entonces la sociedad está correctamente ordenada y es, por tanto, justa.9
9 Tomaré The Methods ofEthics, 7a ed. (Londres, 1907), de Henry Sidgwick, como resumen del
desarrollo de la teoría moral utilitaria. El libro m de su Principies of Political Economy (Londres,
1883) aplica esta doctrina a los problemas de la justicia social y económica y viene a ser un precursor
de The Economics of Welfare, de A. C. Pigou (Londres, Macmillan, 1920). Outlines of tlw
History ofEthics, de Sidgwick, 5a ed. (Londres, 1902), contiene una breve historia de la tradición
utilitarista. Podemos seguir su tesis suponiendo, de manera un tanto arbitraria, que ésta comienza
en An Inquirí) Concerning Virtue and Merit (1711), de Shaftesbury y con An Inquiry
Concerning Moral Good and Evil (1725), de Hutcheson. Éste parece haber sido el primero en definir
claramente el principio de utilidad. En Inquiry, secc. m, § 8, dice que "la mejor acción es aquella
que procura la mayor felicidad al mayor número y la peor acción la que, del mismo modo, otorga
miseria". Otros trabajos de primera importancia del siglo xvm son A Treatise of Human Nalure,
de Hume (1739), y An Inquiry Concerning the Principies of Moráis (1751), también de Hume;
A Theory ofthe Moral Sentiments, de Adam Smith (1759); y The Principies of Moráis and Legislation
(1789), de Bentham. Hemos también de añadir los trabajos de J. S. Mili que tienen su mejor representación
en Utilitarianism (1863) y Mathematical Psychies, de F. Y. Edgeworth (Londres, 1888).
Durante los últimos años, el debate sobre el utilitarismo ha tomado cierto sesgo, al concentrarse
en lo que pudiéramos llamar el problema de la coordinación y problemas de publicidad
relacionados. Este desarrollo parte de los ensayos de R. F. Harrod, "Utilitarianism Revised",
Mind, vol. 45 (1936); "Punishment", de J. D. Mabbott, Mind, vol. 48 (1939); "Utilitarianism, Universalisation,
and Our Duty to Be Just", de Jonathan Harrison, en Proceedings of the Aristotelían
Society, vol. 53 (1952-1953), y "The Interpretation of the Philosophy of J. S. Mili", de J. O. Urmson,
en Philosophical Quaterly, vol. 3 (1953). Véase también "Extreme and Restricted Utilitarianism",
de J. J. C. Smart, en Philosophical Quaterly, vol. 6 (1956) y también del mismo autor, An Outlineofa
System of Utilitarian Ethics (Cambridge, The University Press, 1961). Para un análisis de
estos problemas, véase Forms and Limits of Utilitarianism (Oxford, The Clarendon Press, 1965),
de David Lyons y "Utilitarianisms and Coordination" (tesis, Harvard University, 1971) de Alian
Gibbard. Los problemas planteados por estos trabajos, por importantes que sean, tendré que
soslayarlos dado que no van dirigidos directamente hacia los problemas más elementales de
distribución que me propongo analizar.
LA JUSTICIA COMO IMPARCIALIDAD 35
Lo primero que debemos observar es que realmente existe una manera
de pensar acerca de la sociedad que hace fácil suponer que la concepción de
justicia más racional es la utilitaria. Para comprobarlo consideremos que cada
hombre, al favorecer sus propios intereses, es ciertamente libre de equilibrar
sus propias pérdidas con sus propias ganancias. Podemos, así, imponernos
un sacrificio momentáneo con objeto de obtener después una ventaja
mayor. Una persona actúa de manera correcta, al menos cuando otros no
resultan afectados, cuando trata de obtener el mayor beneficio posible y de
promover sus fines racionales. Ahora bien, ¿por qué la sociedad no habría
de actuar conforme al mismo principio aplicado al grupo, considerando, poi
tanto, que aquello que es racional para un hombre lo es también para una
asociación de hombres? Así como el bienestar de una persona se forma a partir
de las diferentes satisfacciones que siente en distintos momentos durante
el curso de su vida, así, casi del mismo modo, el bienestar de la sociedad ha de
construirse a partir de la satisfacción de los sistemas de deseos de los muchos
individuos que pertenecen a ella. Puesto que el principio para un individuo
es promover tanto como sea posible su propio bienestar, esto es, su
propio sistema de deseos, el principio para la sociedad es promover tanto como
sea posible el bienestar del grupo, esto es, realizar en la mayor medida
el sistema general de deseos al que se llega a partir de los deseos de sus miembros.
Del mismo modo en que un individuo equilibra ganancias presentes y
futuras con pérdidas presentes y futuras, de ese modo una sociedad puede
equilibrar satisfacciones e insatisfacciones entre individuos diferentes. Y así,
mediante estas reflexiones, se alcanza de modo natural el principio de utilidad:
una sociedad está correctamente ordenada cuando sus instituciones maximizan
el equilibrio neto de satisfacción El principio de elección para una
asociación de hombres es interpretado como una extensión del principio de
elección de un solo hombre. La justicia social es el principio de prudencia racional
aplicado a una concepción colectiva del bienestar del grupo (§ 30).10
Finalmente, debemos mencionar los ensayos de J. C. Harsanyi y, en especial "Cardinal Utility
in Welfare Economics and in the Theory of Risk-Taking", en el Journal of Political Economy,
1953, y "Cardinal Welfare, Individualistic Ethics, and Interpersonal Comparisons of Utility",
en el Journal of Political Econony, 1955; por último, "Some Merits of One Form of Rule-Utilitarianism",
de R. B. Brandt, en University of Colorado Studies (Boulder, Colorado, 1967). Véase infra,
§§ 27-28.
10 En este punto, véase también Practical Reasoning, de D. P. Gauthier (Oxford, Clarendon
Press, 1963), pp. 126 ss. El texto desarrolla la idea que se encuentra en "Constitutional Liberty
and the Concept of Justice", Nomos vi: Justice, ed. C. J. Friedrich y J. W. Chapman (Nueva York,
Atherton Press, 1963), pp. 124 ss., que, a su vez, se relaciona con la idea de la justicia como
decisión administrativa de alto orden. Véase, en Philosophical Review, 1958, pp. 185-187, "Justice
as Fairness". Para algunas referencias utilitarias que afirman explícitamente este apartado,
véase § 30, nota 37. Que el principio de integración social debe distinguirse del principio de
integración personal, ya lo manifiesta R. B. Perry en General Theory of Valué (Nueva York,
Longmans, Green and Company, 1926), pp. 674-677. Les atribuye a Emile Durkheim y a otros
de ideas afines el error de pasar por alto este hecho. La concepción que Perry tiene de la inte36
LA TEORÍA
Una consideración posterior hace aún más atractiva esta idea. Los dos conceptos
principales de la ética son los de lo bueno y lo justo; creo que el
concepto de una persona moralmente digna se deriva de ellos. La estructura
de una teoría ética está entonces en gran parte determinada por el modo de
definir y de conectar estas dos nociones básicas. Ahora bien, parece que el
camino más fácil de relacionarlas es el que toman las teorías teleológicas:
el bien es definido independientemente de lo justo, y entonces lo justo es definido
como aquello que maximiza el bien.11 Más exactamente, serán justas
aquellas instituciones y actos que, entre las alternativas disponibles, produzcan
el mayor bien, o al menos tanto bien como cualquiera de las otras instituciones
o actos presenten como posibilidades reales (esta cláusula es necesaria
en el caso de que la clase maximal tenga más de un elemento). Las teorías
teleológicas tienen un profundo atractivo intuitivo, ya que parecen incorporar
la idea de racionalidad. Es natural pensar que la racionalidad es maximizar
algo y que, en moral, tendrá que ser maximizar el bien. En verdad, es
tentador suponer que es evidente que las cosas debieran ordenarse de modo
tal que condujeran al mayor bien posible.
Es esencial tener presente que en una teoría teleológica el bien es definido
independientemente de lo justo. Esto significa dos cosas. Primero, la teoría da
cuenta de nuestros juicios meditados respecto a qué cosas son buenas (nuestros
juicios de valor) como una clase aparte de los juicios intuitivamente distinguibles
por el sentido común, y entonces propone la hipótesis de que lo
justo es maximizar el bien del modo antes especificado. Segundo, la teoría nos
permite juzgar la bondad de las cosas sin referirnos a lo que es justo. Por
ejemplo, si se dice que el placer es el único bien, entonces puede suponerse
que los placeres pueden ser reconocidos y jerarquizados por su valor según
normas que no suponen ninguna pauta de lo justo o de lo que normalmente
pensaríamos que lo es. Mientras que, si se cuenta también como un bien la
distribución de bienes, quizá como un bien de orden superior, y la teoría
nos conduce a producir el mayor bien posible (incluyendo el bien de la distribución
entre otros), entonces ya no tenemos una visión teleológica en el
sentido clásico. El problema de la distribución cae bajo el concepto de lo justo
tal y como uno lo entiende intuitivamente, y por tanto, la teoría carece de
una definición independiente del bien. La claridad y sencillez de las teorías
teleológicas clásicas se deriva en gran parte de que dividen nuestros juicios
morales en dos clases, una de las cuales es caracterizada separadamente mientras
que la otra se conecta con ella a través de un principio maximizador.
Las teorías teleológicas difieren muy claramente según como se especigración
social es la que parte de un propósito benevolente, dominante y compartido. Véase
infm, § 24.
11 Aquí adopto la definición que de las teorías teleológicas da W. K. Frankena en Ethics
(Englewood Cliffs, Nueva Jersey, Prentice-Hall, Inc., 1963), p. 13.
LA JUSTICIA COMO IMPARCIALIDAD 37
fique la concepción del bien. Si se toma tal concepción como la realización
de la excelencia humana en las diversas formas de cultura, tenemos lo que
puede llamarse perfeccionismo. Este concepto se encuentra, entre otros, en
Aristóteles y en Nietzsche. Si el bien es definido como placer, tenemos el
hedonismo; si lo es como felicidad, el eudemonismo, y así sucesivamente.
Voy a interpretar el principio de utilidad en su forma clásica, es decir, como
la satisfacción del deseo o, quizá mejor, como la satisfacción del deseo racional.
Esto está de acuerdo, esencialmente, con tal concepción en todos sus
puntos esenciales y creo que proporciona una interpretación justa del mismo.
Los términos apropiados de la cooperación social están fijados por cualquiera
que, dadas las circunstancias, obtenga la mayor suma de satisfacción
de los deseos racionales de los individuos. Es imposible negar la plausibilidad
inicial y el atractivo de esta concepción.
La característica más sorprendente de la visión utilitaria de la justicia es
que no importa, excepto de manera indirecta, cómo se distribuya esta suma
de satisfacciones entre los individuos; tampoco importa, excepto de manera
indirecta, cómo un hombre distribuye sus satisfacciones en el tiempo. La distribución
correcta en cada caso es la que produce la máxima satisfacción. La
sociedad tiene que asignar sus medios de satisfacción, cualesquiera que sean,
derechos y deberes, oportunidades y privilegios, y diversas formas de riqueza,
de tal modo que, si puede, obtenga este máximo. Pero, en sí misma,
ninguna distribución de satisfacciones es mejor que ninguna otra excepto
en el caso en que una distribución más igualitaria sea preferida a romper
vínculos.12 Es verdad que ciertos preceptos de justicia de sentido común, en
particular los relativos a la protección de derechos y libertades, o los que expresan
la demanda de un merecimiento, parecen contradecir esta pretensión.
Sin embargo, desde el punto de vista utilitario, la explicación de estos
preceptos, así como de su carácter aparentemente severo, es que son esos preceptos
que la experiencia muestra que debieran ser respetados estrictamente,
abandonándose sólo en circunstancias excepcionales si con ello se maximiza
la suma de ventajas.13 Aun así, al igual que todos los demás preceptos,
los de la justicia se derivan del único fin de obtener el mayor equilibrio de
satisfacción. Así pues, no hay en principio razón por la cual las mayores ganancias
de alguno no han de compensar las menores pérdidas de otros o, lo
que es más importante, por qué la violación de la libertad de unos pocos no
pudiera ser considerada correcta por un mayor bien compartido por muchos.
Lo que sucede es que, simplemente, en casi todas las condiciones, al
menos en un estado razonablemente avanzado de civilización, la suma mayor
de ventajas no se alcanza de este modo. Sin duda, lo estricto de los aspectos
12 Sobre este punto véase The Methods ofEthics, de Sidgwick, pp. 416 ss.
13 Véase Utüüarianism, de J. S. Mili, cap. v, dos últimos párrafos.
38 LA TEORÍA
de la justicia de sentido común tiene cierta utilidad para limitar las propensiones
humanas a la injusticia y a las acciones socialmente dañinas, empero el
utilitario cree que es un error afirmar esta severidad como un primer principio
de la moral. Ya que, así como para un hombre es racional maximizarla
satisfacción de su sistema de deseos, para una sociedad es justo maximizar
el equilibrio neto de satisfacción obtenido por todos sus miembros.
Entonces, el modo más natural de llegar al utilitarismo (aunque no es ciertamente
el único modo) es adoptar para la sociedad en conjunto el principio
de elección racional por el individuo. Una vez que esto se reconoce, se entiende
fácilmente el lugar del espectador imparcial así como el énfasis en la
simpatía en la historia del pensamiento utilitario, puesto que es mediante
la concepción del espectador imparcial y el uso de la identificación simpática
al guiar nuestra imaginación, como el principio de un individuo se aplica
a la sociedad. Este espectador es concebido llevando a cabo la requerida organización
de los deseos de todas las personas en un sistema coherente de
deseos; y por medio de esta construcción muchas personas son fundidas en
una sola. Dotado con poderes ideales de simpatía e imaginación, el espectador
imparcial es el individuo perfectamente racional que se identifica y tiene
la experiencia de los deseos de otros como si fuesen los propios. De este
modo averigua la intensidad de estos deseos y les asigna su valor adecuado
en el sistema único de deseos, cuya satisfacción tratará de maximizar el legislador
ideal ajustando las reglas del sistema social. Según esta concepción de
la sociedad los individuos en particular son considerados como otras tantas
líneas diferentes a lo largo de las cuales se habrán de asignar derechos y
deberes, distribuyéndose igualmente los medios escasos de satisfacción de
acuerdo con reglas que proporcionen la mayor satisfacción de deseos. La naturaleza
de la decisión tomada por el legislador ideal no es, por tanto, materialmente
distinta de la del empresario que decide cómo maximizar su ganancia
mediante la producción de esta o aquella mercancía, o de la del consumidor
que decide cómo llevar al máximo su satisfacción mediante la compra de
esta o aquella colección de bienes. En cada caso hay una persona única cuyo
sistema de deseos determina la mejor asignación de medios limitados. La
decisión correcta es esencialmente una cuestión de administración eficiente.
Este concepto de la cooperación social es consecuencia de extender a la sociedad
el principio de elección por un individuo y, entonces, hacer funcionar
esta extensión fundiendo a todas las personas en una por medio de hechos
imaginativos del espectador imparcial. El utilitarismo no considera seriamente
la distinción entre personas.
LA JUSTICIA COMO IMPARCIALIDAD 39
6. ALGUNOS CONTRASTES RELACIONADOS
Ha parecido acertado a muchos filósofos, y parece también cosa de sentido
común, el hecho de que distinguimos, como cuestión de principio, entre las
pretensiones de la libertad y de lo justo, por un lado, y lo deseable de aumentar
el beneficio social en conjunto, por otro; y que damos cierta prioridad,
si no un valor absoluto, a lo primero. Se supone que cada miembro de
la sociedad tiene una inviolabilidad fundada en la justicia o, como dicen algunos,
en un derecho natural, el cual no puede ser anulado ni siquiera para
el bienestar de cada uno de los demás. La justicia niega que la pérdida de
libertad para algunos se justifique por el hecho de que un bien mayor sea
así compartido por otros. El razonamiento que pondera las pérdidas y ganancias
de diferentes personas como si fuesen una sola queda excluido. Por
tanto, en una sociedad justa, las libertades básicas se dan por sentadas, y los
derechos, asegurados por la justicia, no están sujetos al regateo político ni al
cálculo de intereses sociales.
La justicia como imparcialidad intenta explicar estas convicciones de sentido
común relativas a la prioridad de la justicia mostrando que son consecuencia
de los principios que hubieran de escogerse en la posición original.
Estos juicios reflejan las preferencias racionales y la igualdad inicial de las
partes contratantes. Aunque el utilitario reconoce que, estrictamente hablando,
su doctrina está en conflicto con estos sentimientos de justicia, mantiene
que los preceptos de justicia del sentido común y las nociones del derecho
natural no tienen sino un valor subordinado como reglas secundarias; surgen
del hecho de que en las condiciones de la sociedad civilizada hay una
gran utilidad social en seguirlos las más de las veces y en permitir violaciones
únicamente en circunstancias excepcionales. Incluso al celo excesivo con
que afirmamos tales preceptos y apelamos a esos derechos le reconocemos
cierta utilidad, puesto que sirve de contrapeso a una tendencia humana natural
a violarlos de modos no sancionados por la utilidad. Una vez que entendemos
esto, la aparente disparidad entre el principio utilitario y la fuerza
de estas presunciones sobre la justicia deja de ser una dificultad filosófica. Así
pues, mientras que la doctrina contractual acepta nuestras convicciones acerca
de la prioridad de la justicia como, en general, correctas, el utilitarismo
pretende explicarlas como una ilusión socialmente útil.
Un segundo contraste está en que mientras el utilitario hace extensivo a
la sociedad el principio de elección por cada hombre, la justicia como imparcialidad,
por ser una visión contractual, supone que los principios de
elección social y por tanto los principios de justicia, son ellos mismos objeto
de un acuerdo original. No hay razón para suponer que los principios que debieran
regular una asociación de hombres sean simplemente una extensión
40 LA TEORÍA
del principio de elección por un solo hombre. Por el contrario: si suponemos
que el principio regulador correcto para cualquier cosa depende de la
naturaleza de la cosa, y que la pluralidad de personas distintas con sistemas
de fines separados es una característica esencial de las sociedades humanas,
no deberíamos esperar que los principios de elección social fuesen utilitarios.
A decir verdad nada de lo que se ha dicho hasta ahora muestra que las
partes en la posición original no escogerían el principio de utilidad para
definir los términos de la cooperación social. Ésta es una cuestión difícil que
examinaré más adelante. Por todo lo que sabemos hasta ahora es perfectamente
posible que alguna forma del principio de utilidad fuese adoptada y
que, por tanto, la teoría contractual condujese eventualmente a una justificación
más profunda e indirecta del utilitarismo. De hecho, una derivación de
este tipo es sugerida en ocasiones por Bentham y por Edgeworth, aunque
no la desarrollan de manera sistemática y, hasta donde llegan mis conocimientos,
no se encuentra en Sidgwick.14 Por el momento supondré simplemente
que en la posición original las personas rechazarían el principio utilitario
y que, en su lugar, adoptarían, por el tipo de razones previamente
esbozadas, los dos principios de la justicia ya mencionados. En todo caso,
desde el punto de vista de la teoría contractual no se puede llegar al principio
de elección social extendiendo simplemente el principio de la prudencia
racional al sistema de deseos construidos por el espectador imparcial. Hacerlo
así es no considerar seriamente la pluralidad y la particularidad de los
individuos, ni reconocer como base de la justicia aquello que los hombres
consintieran. Aquí podemos notar una curiosa anomalía. Se acostumbra pensar
en el utilitarismo como en una teoría individualista, y ciertamente hay
buenas razones para ello. Los utilitarios fueron resueltos defensores de la libertad
en general y de la libertad de pensamiento, y sostuvieron que el bien
de la sociedad está constituido por las ventajas gozadas por los individuos.
Aun así, el utilitarismo no es individualista, al menos cuando se llega a él a
través del curso de reflexión más natural; y esto se debe a que, al fusionar todos
los sistemas de deseos, aplica a la sociedad el principio de elección por
cada hombre. Vemos así que el segundo contraste está relacionado con el primero,
ya que es esta fusión, y el principio basado en ella, la que somete los
derechos asegurados por la justicia al cálculo de los intereses sociales.
El último contraste que mencionaré ahora es que el utilitarismo es una
teoría teleológica, mientras que la justicia como imparcialidad no lo es. Entonces,
por definición, la última es una teoría deontológica, que no especifica
En cuanto a Bentham, véase The Principies of International Laiv, Ensayo i, en The Works of
Jeremy Bentliam, ed. John Bowring (Edimburgo, 1838-1843), vol. 11, p. 537; en cuanto a Edgeworth,
véase Mathematical Psychics, pp. 52-56 y también las primeras páginas de "The Puré Theory of
Taxation", en Economic Journal, vol. 7 (1897) donde se halla desarrollado el mismo argumento,
aunque más brevemente. Véase infra, % 28.
LA JUSTICIA COMO IMPARCIALIDAD 41
el bien independientemente de la justicia, o no interpreta lo justo como
maximización del bien. (Hay que notar que las teorías deontológicas se definen
como no teleológicas, es decir, no como teorías que caractericen lo
justo de las instituciones y de los actos independientemente de sus consecuencias.
Todas las doctrinas éticas dignas de atención toman en cuenta las
consecuencias al juzgar lo justo. Si alguna no lo hace así sería irracional.) La
justicia como imparcialidad es una teoría deontológica del segundo tipo, ya
que si se supone que las personas en la posición original escogerían el principio
de igual libertad y restringirían las desigualdades económicas y sociales
a las que fueran en interés de todos, no hay razón para pensar que las
instituciones justas maximizarán el bien. (Supongo aquí, con el utilitarismo,
que el bien se define como la satisfacción del deseo racional.) Por supuesto,
no es imposible que se produzca el mayor bien, pero sería una coincidencia.
El problema de obtener el máximo equilibrio neto de satisfacción no se
plantea nunca dentro de la justicia como imparcialidad; este principio máximo
no se usa para nada.
Hay un punto ulterior a este respecto. En el utilitarismo la satisfacción de
cualquier deseo tiene algún valor en sí, valor que deberá tomarse en cuenta
al decidir lo que es justo. Al calcular el equilibrio mayor de satisfacción no
importa, excepto indirectamente, de qué son los deseos.15 Hemos de ordenar
las instituciones de modo que se obtenga la mayor suma de satisfacciones;
no indagaremos su origen o calidad, sino únicamente acerca de cómo
su satisfacción afectaría el total de bienestar. El bienestar social depende directa
y únicamente de los niveles de satisfacción e insatisfacción de los individuos.
Así, si los hombres obtienen cierto placer al discriminarse unos a
otros, al someter a otros a menor libertad como medio de aumentar su respeto
propio, entonces la satisfacción de estos deseos debe ser sopesada en
nuestras deliberaciones de acuerdo con su intensidad, o lo que sea, al igual
que otros deseos. Si la sociedad decide negarles satisfacción, o suprimirlos, es
porque tienden a ser socialmente destructivos y porque un bienestar mayor
puede obtenerse de otras maneras.
Por otra parte, en la justicia como imparcialidad, las personas aceptan
por anticipado un principio de igual libertad y lo hacen sin un conocimiento
de sus fines más particulares. Convienen, por tanto, implícitamente, en
adecuar las concepciones de su bien a lo que requieran los principios de la
justicia o, al menos, en no insistir en pretensiones que los violen directamente.
Un individuo que se dé cuenta de que disfruta viendo a otras personas
en una posición de menor libertad entiende que no tiene derechos de
ninguna especie a este goce. El placer que obtiene de las privaciones de los
demás es malo en sí mismo: es una satisfacción que exige la violación de un
15 Bentham, The Princioles of Moráis and Levislation, cap. 1, secc. iv.
42 LA TEORÍA
principio con el que estaría de acuerdo en la posición original. Los principios
del derecho, y por tanto de la justicia, ponen un límite al número de satisfacciones
que tienen valor; imponen restricciones al número de conceptos
razonables del bien propio. Al hacer planes y al decidir sobre sus aspiraciones,
los hombres han de tomar en cuenta estas restricciones. Por esto, en la
justicia como imparcialidad no se toman las predisposiciones y propensiones
humanas como dadas, sean las que fueren, buscándose luego el mejor
medio para satisfacerlas. Por el contrario, los deseos y aspiraciones se restringen
desde el comienzo por los principios de la justicia que especifican
los límites que los sistemas de fines de los hombres tienen que respetar. Esto
podemos expresarlo diciendo que, en la justicia como imparcialidad, el concepto
de lo justo es previo al del bien. Un sistema social justo define el ámbito
dentro del cual los individuos tienen que desarrollar sus objetivos, proporcionando
un marco de derechos y oportunidades así como los medios
de satisfacción dentro de los cuales estos fines pueden ser perseguidos equitativamente.
La prioridad de la justicia se explica, en parte, sosteniendo que
los intereses que exigen la violación de la justicia carecen de valor. Al no tener
méritos para empezar, no pueden sobreponerse a sus derechos.16
Esta prioridad de lo justo sobre lo bueno en la justicia como imparcialidad
se convierte en un rasgo central de nuestra concepción. Impone ciertas
normas a la formación de la estructura básica en conjunto: los arreglos no deben
tender a generar predisposiciones y actitudes contrarias a los dos principios
de la justicia (esto es, a ciertos principios a los que se da desde el inicio
un contenido definido) y deben asegurar que las instituciones justas sean
estables. Se colocan así ciertos límites iniciales a lo que es bueno y a las formas
de carácter que son moralmente valiosas, y, con ello, al tipo de personas
que los hombres deben ser. Ahora bien, cualquier teoría de la justicia establecerá
algunos límites de esta clase, es decir, límites que deben exigirse si los
primeros principios han de ser satisfechos, dadas las circunstancias. El utilitarismo
excluye aquellos deseos y predisposiciones que, en caso de ser alentados
o permitidos conducirían, en vista de la situación, a un menor equilibrio
neto de satisfacción. Sin embargo, esta restricción es en buena medida
formal y, a falta de un conocimiento ampliamente detallado de las circunstancias,
no proporciona mayor indicación de cuáles son estos deseos y predisposiciones.
Esto no constituye, por sí mismo, una objeción al utilitarismo.
Es simplemente una característica de la doctrina utilitaria el apoyarse
considerablemente en los hechos naturales y en las contingencias de la vida
humana para determinar qué formas del carácter moral han de ser alenta-
6 La prioridad del derecho es un rasgo central en la ética de Kant. Véase, por ejemplo, Crítica
de la razón práctica, cap. u, lib. i, pp. 62-65 del vol. 5 de Kants Gesammelte Schriftert, Preussische
Akademie der Wissenschaften (Berlín, 1913). En "Theory and Practice" (para abreviar el título),
Political Writings, pp. 67 ss., puede hallarse al respecto una afirmación muy diáfana.
LA JUSTICIA COMO IMPARCIALIDAD 43
das en una sociedad justa. El ideal moral de la justicia como imparcialidad
está más profundamente incrustado en los primeros principios de la teoría ética.
Esto es característico del punto de vista de los derechos naturales (la tradición
contractualista) en comparación con el de la teoría de la utilidad.
Al considerar estos contrastes entre la justicia como imparcialidad y el utilitarismo,
sólo he tenido presente la doctrina clásica, es decir, la opinión de
Bentham y Sidgwick y la de los economistas utilitarios Edgeworth y Pigou.
El tipo de utilitarismo expuesto por Hume no serviría a mi propósito; de
hecho, no es, estrictamente hablando, utilitario. En sus bien conocidos argumentos
contra la teoría contractualista de Locke, por ejemplo, mantiene
Hume que los principios de fidelidad y obediencia tienen el mismo fundamento
en la utilidad, y por tanto nada se gana al basar la obligación política
en un contrato original. Para Hume, la doctrina de Locke representa una salida
innecesaria: lo mismo daría apelar directamente a la utilidad.17 Empero,
lo que Hume parece designar como utilidad son los intereses generales
y las necesidades de la sociedad. Los principios de fidelidad y obediencia
derivan de la utilidad en el sentido de que es imposible mantener el orden
social a menos que estos principios sean generalmente respetados. Pero luego
supone Hume que cada hombre está en posición de ganar, juzgándolo
por su ventaja a largo plazo, cuando el derecho y el gobierno se adecúen a los
preceptos fundados en la utilidad. No se hace ninguna referencia al hecho
de que las ganancias de algunos sobrepasen las desventajas de otros. Para
Hume la utilidad parece ser idéntica a alguna forma del bien común; las
instituciones satisfacen sus demandas cuando corresponden al interés de todos,
al menos a largo plazo. Ahora bien, si esta interpretación de Hume es
correcta, no hay pues ningún conflicto con la prioridad de la justicia, ni tampoco
una incompatibilidad con la doctrina contractual de Locke, ya que el
papel de los derechos iguales en Locke es precisamente el de asegurar que
las únicas desviaciones permisibles del estado natural sean aquellas que respeten
estos derechos y sirvan al interés común. Todas las transformaciones
del estado de naturaleza que aprueba Locke satisfacen esta condición y son
tales que los hombres racionales interesados en promover sus fines consentirían
en aceptarlas en un estado de igualdad. En ninguna parte pone Hume
en tela de juicio estas restricciones. Su crítica a la doctrina contractual de Locke
no niega jamás, sino más bien parece reconocer, su pretensión fundamental.
El mérito de la opinión clásica formulada por Bentham, Edgeworth y Sidgwick
es que reconoce claramente lo que está en juego, esto es, la prioridad
relativa de los principios de justicia y de los derechos derivados de estos
principios. El problema consiste en si la imposición de desventajas a unos po-
17 "Of the Original Contract", Essays: Moral, Political, and Literary, ed. T. H. Green y T. H.
Grose, vol. i (Londres, 1875), pp. 454 ss.
44 LA TEORÍA
eos puede ser compensada por una mayor suma de ventajas gozadas por
otros; o si el peso de la justicia exige una libertad igual para todos, permitiendo
únicamente aquellas desigualdades económicas y sociales correspondientes
a los intereses de cada persona. En los contrastes entre el utilitarismo
clásico y la justicia como imparcialidad está implícita una diferencia en
las concepciones subyacentes de la sociedad. En el primero, pensamos en una
sociedad bien ordenada como esquema de cooperación para ventajas mutuas,
regulado por principios que las personas escogerían en una situación
inicial que fuera equitativa; en la otra, se piensa en una administración eficiente
de recursos sociales para maximizar la satisfacción de un sistema de
deseos construido por el espectador imparcial a partir de muchos sistemas
individuales de deseos aceptados como dados. La comparación con el utilitarismo
clásico en su derivación más natural produce este contraste.
7. INTUICIONISMO
Consideraré el intuicionismo de un modo más general del habitual, esto es,
como la doctrina que mantiene que existe una familia irreductible de primeros
principios que tienen que ser sopesados unos con otros preguntándonos
qué equilibrio es el más justo según nuestro juicio. Una vez que alcanzamos
cierto nivel de generalidad, el intuicionista sostiene que ya no existen criterios
constructivos de orden superior que sirvan para determinar el énfasis
adecuado de los principios competitivos de la justicia. Aunque la complejidad
de los hechos morales exige un número de principios diferentes, no hay,
sin embargo, una pauta única que dé cuenta de ellos o les asigne sus valores
respectivos. Las teorías intuicionistas tienen, entonces, dos características:
primera, consisten en una pluralidad de primeros principios que pueden estar
en conflicto, dando soluciones contrarias en tipos de casos particulares; y
segunda, no incluyen un método explícito, ni reglas de prioridad para valorar
estos principios entre sí: simplemente hemos de sopesar intuitivamente
estos principios para averiguar por aproximación lo más correcto. En el caso
de que existan reglas de prioridad, se consideran más o menos triviales o
incapaces de proporcionar una ayuda sustancial para alcanzar un juicio.18
Teorías intuicionistas de este género pueden hallarse en los siguientes autores y trabajos:
Poliíical Argument, de Brian Barry (Londres, Routledge and Kegan Paul, 1965) esp. pp. 4-8,286 ss.;
R. B. Brandt, Ethical Theory (Englewood Cliffs, Nueva Jesey, Prentice-Hall Inc., 1959), pp. 404,
426, 429 ss., donde al principio de la utilidad se le combina con el principio de la igualdad;
también en Distributive fustice, de Nicholas Rescher (Nueva York, Bobbs-Merrill, 1966), pp. 35-41,
115-121, donde se incluyen restricciones análogas apelando al concepto del promedio efectivo.
Y en "Moral Complications and Moral Structures", Natural Law Forum, vol. 13 (1968), Robert
Nozick discute algunos de estos problemas al desarrollar este género de intuicionismo.
El intuicionismo en el sentido tradicional incluye ciertas tesis epistemológicas como aquellas
relacionadas con la evidencia y la necesidad de principios morales. En este punto, los trabaLA
JUSTICIA COMO IMPARCIALIDAD 45
Otras tesis se asocian comúnmente con el intuicionismo; la que mantiene,
por ejemplo, que los conceptos de lo justo y lo bueno no son analizables; la
que indica que los principios morales, cuando son apropiadamente formulados,
expresan proposiciones evidentes acerca de pretensiones morales legítimas;
y otras. Sin embargo, dejaré por el momento estas cuestiones. Estas
doctrinas características epistemológicas no son parte necesaria del intuicionismo
tal como yo lo entiendo. Quizá sería mejor si hablásemos del intuicionismo
en este sentido amplio como de pluralismo. Aun así, vina concepción
de la justicia puede ser pluralista sin exigirnos sopesar sus principios mediante
intuición. Puede contener las reglas de prioridad necesarias. Con el
objeto de subrayar la apelación directa que se hace a nuestro juicio meditado
para valorar los principios, parece apropiado pensar en el intuicionismo
de esta manera más general. Hasta qué punto esta concepción se compromete
con ciertas teorías epistemológicas, ya es otro problema.
Ahora bien, así entendido, hay muchas clases de intuicionismo. No sólo
nuestras nociones cotidianas de este tipo, sino quizá también lo sea la mayoría
de las doctrinas filosóficas. Una manera de distinguir entre varias opiniones
intuicionistas es considerar el nivel de generalidad de sus diversos
principios. El intuicionismo de sentido común toma la forma de grupos de
preceptos más bien específicos, aplicándose cada grupo a problemas particulares
de la justicia. Existe un grupo de preceptos que se aplica a la cuestión
de salarios justos, otro a los impuestos, otro más al castigo, y así sucesivamente.
Para llegar, digamos, a la noción de salarios justos, habremos de
equilibrar de algún modo diversos criterios competitivos, por ejemplo, la capacitación,
entrenamiento, esfuerzo, responsabilidad y los riesgos del empleo,
así como dejar algún lugar para la necesidad. Nadie puede decidir sólo
mediante uno de estos principios, haciéndose necesario el lograr algún tipo
de compromiso entre ellos. La determinación de los salarios por medio de
las instituciones existentes representa también, de hecho, un modo particular
de ponderar estas pretensiones. Sin embargo, esta ponderación se ve normalmente
influida por las demandas de intereses sociales diferentes y, de
esta manera, por las posiciones relativas de poder e influencia. Por tanto,
puede no adecuarse a ninguna de las concepciones que se tienen del salario
justo. Esto es particularmente probable puesto que las personas con interejos
más representativos son los de G. E. Moore, Principia Etílica (Cambridge, The University
Press, 1903), esp. los caps, i y vi; los ensayos y conferencias de H. A. Prichard, en Moral Obligation
(Oxford, The Clarendon Press, 1949) y en especial el primer ensayo, "Does Moral Philosophy
Rest on a Mistake?" (1912); The Right and the Good, de W. D. Ross (Oxford, The Clarendon Press,
1930), especis. los caps, i y n, y The Fonndations ofEthics, del mismo autor (Oxford, The Clarendon
Press, 1939). Véase también el tratado de Richard Price, del siglo xvm, A Review of the Principal
Questions of Moráis, 3a ed., 1787, ed. por D. D. Raphael (Oxford, The Clarendon Press, 1948). Si
quiere leerse un debate reciente sobre esta forma clásica de intuicionismo, véase Meta-Ethics
and Normative Ethics, de H. J. McCloskey (La Haya, Martinus Nijhoff, 1969).
46 LA TEORÍA
ses tal vez apoyarán los criterios que promuevan sus fines. Los que tengan
mayor capacidad y educación tenderán a dar mayor importancia a las pretensiones
de la habilidad y el entrenamiento, mientras que aquellos que carezcan
de estas ventajas subrayarán el derecho que da la necesidad. Pero no
sólo nuestra propia situación influye sobre nuestras ideas cotidianas de la
justicia; también se ven fuertemente matizadas por la costumbre y las expectativas
dominantes. Y, ¿mediante qué criterios hemos de juzgar la justicia
de la costumbre misma y la legitimidad de tales expectativas? Para alcanzar
alguna medida de entendimiento y acuerdo que vaya más allá de una
mera resolución defacto relativa a los intereses competitivos, y de depender
de las convenciones existentes y las expectativas establecidas, será necesario
desplazarse a un esquema más general que determine el equilibrio de los
preceptos o, por lo menos, que lo reduzca dentro de límites más estrictos.
Podemos así considerar los problemas de la justicia remitiéndolos a ciertos
fines de la política social. No obstante, este enfoque también se apoyará
probablemente en la intuición, puesto que suele tomar la forma de un equilibrio
entre los diversos objetivos sociales y económicos. Por ejemplo, supongamos
que la eficiencia en la asignación, el pleno empleo, un ingreso nacional
más elevado y su distribución más igualitaria son aceptados como fines
sociales. Entonces, dado el sopesamiento deseado de estos fines y la organización
institucional existente, los preceptos relativos a los salarios justos, la
justa imposición fiscal y las demás medidas recibirán cada una el énfasis
debido. Con objeto de alcanzar una eficacia y una equidad mayores, se podría
seguir Una política que tuviera el efecto de subrayar la habilidad y el
esfuerzo en el pago de los salarios, dejando que el precepto relativo a la necesidad
se viese tratado de otro modo, quizá mediante cesiones de beneficencia.
Una visión intuicionista de los fines sociales proporciona una base para
decidir si tiene sentido la determinación de salarios equitativos teniendo en
cuenta los impuestos que han de fijarse. El cómo ponderamos los preceptos
en un grupo tiene que ajustarse a cómo los ponderamos en otro. De este modo
nos hemos arreglado para introducir cierta coherencia en nuestros juicios
sobre la justicia; hemos pasado del estricto compromiso fáctico entre
intereses, alcanzando un punto de vista más amplio. Por supuesto que aún
nos queda una nueva apelación a la intuición al equilibrar precisamente los
fines más elevados de la política. El asignarles valores diferentes no será de
ningún modo una variación trivial, sino que a menudo corresponderá a convicciones
políticas profundamente opuestas.
Los principios de las concepciones filosóficas son del tipo más general.
No sólo pretenden dar cuenta de los fines de la política social, sino que el
énfasis asignado a estos principios debiera, consecuentemente, determinar
el equilibrio de estos fines. Con objeto de ilustrarlo analicemos una concepción
más bien sencilla, aunque familiar, basada en la dicotomía agregativoLA
JUSTICIA COMO IMPARCIALIDAD 47
distributiva. Esto tiene dos principios: la estructura básica de la sociedad ha
de ser planeada, en primer lugar, para producir el mayor bien en el sentido
del mayor equilibrio neto de satisfacción, y, en segundo lugar, para distribuir
las satisfacciones equitativamente. Ambos principios tienen, por supuesto,
cláusulas ceteris paribus. El primer principio, el principio de utilidad, actúa
en este caso como un modelo de eficacia, exigiéndonos producir un total tan
alto como nos sea posible manteniéndose el resto de las cosas iguales; mientras
que el segundo principio sirve como un modelo de justicia que restringe
la busca del bienestar total y equilibra la distribución de las ventajas.
Esta concepción es intuicionista porque no proporciona ninguna regla de
prioridad para determinar cómo han de sopesarse estos principios entre sí.
Pesos muy distintos son congruentes con la adaptación de estos principios:
es indudablemente natural el establecer ciertas presunciones acerca de cómo
la mayoría de la gente los valoraría en realidad. Entre otras cosas, es muy
posible que dadas diferentes combinaciones de satisfacción total y grados
de igualdad, les daríamos valores diferentes a estos principios. Por ejemplo,
si hay una gran satisfacción total pero distribuida de manera desigual, probablemente
pensaríamos que era más urgente aumentar la igualdad que en
el caso de que la suma total del bienestar estuviese ya distribuida de manera
bastante equitativa. Esto puede representarse de manera más formal
recurriendo a las curvas de indiferencia usadas por los economistas.19
Supongamos que podemos medir hasta qué punto las configuraciones
particulares de las estructuras básicas satisfacen estos principios, y representamos
la satisfacción total en el eje positivo X y la igualdad en el eje positivo
Y (puede suponerse que este último tiene como límite superior la igualdad
perfecta). La medida en que una configuración de la estructura básica satisface
estos principios puede representarse ahora mediante un punto en el plano.
Puede verse claramente que un punto que esté al noreste de otro representa
una mejor configuración: es superior en ambos cómputos. Por ejemplo
en la gráfica i el punto B es mejor que el punto A. Las curvas de indiferencia
se trazan conectando puntos que se juzgan igualmente justos. Así, la curva I
de la gráfica i consiste en puntos estimados como iguales al punto A colocado
en esa curva; la curva II consiste en los puntos estimados iguales al punto
B, y así sucesivamente. Puede suponerse que estas curvas descienden oblicuamente
hacia la derecha, y también que no intersecan; de otro modo los
juicios que representan serían incongruentes. La inclinación de la curva en
cualquier punto expresa los valores relativos de la igualdad y de la satisfacción
total en la combinación representada por el punto; la inclinación varia-
19 Para la utilización de este diseño con el fin de ilustrar las concepciones intuicionistas, véase
Political Argument, de Barry, pp. 3-8. Casi cualquier libro sobre teoría de la demanda o economía
del bienestar contendrá alguna exposición. Una descripción bastante accesible la podemos
encontrar en Economic Theory and Operations Analysis, de W. J. Baumol, 2a ed. (Englewood
Cliffs Nueva Jersey, Prentice-Hall, Inc., 1965), cap. ix.
48 LA TEORÍA
ble a lo largo de una curva de indiferencia muestra cómo la urgencia relativa
de los principios varía según estén más o menos satisfechos. Así, moviéndonos
a lo largo de cualquiera de las curvas de indiferencia de la gráfica
i, vemos cómo a medida que decrece la igualdad, se requiere un aumento
cada vez mayor en la suma de satisfacciones con objeto de compensar un
nuevo descenso de la igualdad.
Más aún, valoraciones muy diferentes son congruentes con estos principios.
Supongamos que la gráfica 2 representa los juicios de dos personas diferentes.
La-s líneas continuas representan los juicios de quien da un valor
relativamente grande a la igualdad, mientras que las líneas punteadas representan
los juicios de quien da un valor relativamente grande al bienestar
total. Así, mientras que la primera persona coloca D al mismo nivel de C, la
segunda juzga que D es superior. Esta concepción de la justicia no impone
limitaciones a lo que ha de considerarse como valoraciones correctas, permitiendo
por tanto que personas diferentes lleguen a un diferente equilibrio
de principios. No obstante, tal concepción intuicionista no carecería, en modo
alguno, de importancia, si es que hubiese de corresponder a nuestros juicios
hechos tras una reflexión. Al menos especificaría los criterios que son significativos,
los ejes aparentes, por así decirlo, de nuestros juicios acerca de la
justicia social. El intuicionista espera que una vez identificados estos ejes o
principios, los hombres los nivelarán más o menos de modo semejante, al menos
cuando sean imparciales y no se vean movidos por una atención excesiva
a sus propios intereses. O, de no ser así, entonces podrán, al menos, ponerse
de acuerdo en algún esquema por medio del cual sus respectivas asignaciones
de valor puedan llegar a algún tipo de acuerdo.
Es esencial observar que el intuicionista no niega que podamos describir
cómo equilibramos principios competitivos; o cómo cualquiera lo hace, suLA
JUSTICIA COMO IMPARCIALIDAD 49
poniendo que los valoramos de manera diferente. El intuicionista concede
la posibilidad de que estos valores puedan representarse mediante curvas de
indiferencia. Conociendo la descripción de tales valores, pueden predecirse
los juicios que se harán. En este sentido estos juicios tienen una estructura
congruente y definida. Por supuesto, puede alegarse que en las asignaciones
de valor nos guiamos, sin ser conscientes de ello, por pautas ulteriores o según
cómo alcanzar mejor cierto fin. Quizá los valores que asignamos sean
aquellos que resultarían si fuéramos a aplicar estas pautas o a perseguir este
fin. Reconocemos que cualquier equilibrio dado de principios está sujeto a
ser interpretado de este modo, pero el intuicionista pretendería que, de hecho,
no existe tal interpretación. Alega que no existe ninguna concepción
ética expresable que subyazca en estos valores. Una figura geométrica o una
función matemática puede describirlos, pero no existe ningún criterio moral
constructivo que establezca su razonabilidad. El intuicionismo sostiene
que en nuestros juicios acerca de la justicia social tenemos que llegar a una
pluralidad de primeros principios en relación con los cuales sólo podemos decir
que nos parece más correcto equilibrarlos de este modo más que de aquél.
Ahora bien, no hay nada intrínsecamente irracional en esta doctrina intuicionista.
De hecho puede ser verdadera. No podemos dar por sentado que
tenga que existir una derivación completa de nuestros juicios acerca de la
justicia social a partir de principios éticos reconocibles. El intuicionista cree,
por el contrario, que la complejidad de los hechos morales desafía nuestros
esfuerzos por dar una explicación plena de nuestros juicios y que requiere
una pluralidad de principios competitivos. Alega que los intentos por ir más
allá de estos principios, o bien se reducen a la trivialidad, como cuando se
dice que la justicia social es dar a cada uno lo que le es debido, o bien conducen
a la falsedad y a la sobresimplificación, como cuando se resuelve todo
mediante el principio de utilidad. Por lo tanto el único camino para impugnar
al intuicionismo es proponer criterios éticos reconocibles que respalden
los valores que, a nuestro juicio, pensamos que es correcto dar a la pluralidad
de principios. Una refutación del intuicionismo consiste también en presentar
el tipo de criterios constructivos que, según sus tesis, no existen. Es cierto
que la noción de principio ético reconocible es vaga, aunque sea fácil dar muchos
ejemplos tomados de la tradición y del sentido común. Sin embargo,
es inútil discutir este asunto en abstracto. El intuicionista y su crítico no podrán
resolver esta cuestión mientras este último no presente su exposición
sistemática.
Pudiera preguntarse si las teorías intuicionistas son teleológicas o deontológicas.
Pueden ser de una u otra de estas clases y toda concepción ética
está destinada a descansar hasta cierta medida en la intuición en muchos
puntos. Por ejemplo, puede mantenerse, como lo hizo Moore, que la afección
personal y la comprensión humana, la creación y contemplación de la be50
LA TEORÍA
lleza y la adquisición y valoración del conocimiento son, junto con el placer,
las cosas buenas más importantes.20 Incluso podría sostenerse (aunque
Moore no lo hizo) que sólo son ésos los bienes intrínsecos. Puesto que estos
valores son especificados con independencia de lo que se considere justo,
estamos ante una teoría teleológica de tipo perfeccionista, si es que lo justo se
define como la maximización del bien. No obstante, al evaluar lo que produce
el mayor bien, la teoría puede sostener que estos valores habrán de
equilibrarse unos con otros mediante la intuición: puede decirse que aquí
no existen criterios sustantivos que nos guíen. Sin embargo, a menudo las
teorías intuicionistas son deontológicas. En la presentación definitiva de Ross,
la distribución de las cosas buenas de acuerdo con el valor moral (justicia
distributiva) se incluye entre los bienes que han de ser promovidos; y aunque
el principio de producción del mayor bien está colocado como un primer
principio, sólo es como uno más de tales principios como deberá ser
equilibrado, mediante la intuición, frente a las pretensiones de otros principios
prima facie.21 El rasgo distintivo del intuicionismo no es entonces el ser
teleológico o deontológico, sino el lugar especialmente prominente que le
da el recurrir a nuestras capacidades intuitivas sin guiarnos por criterios éticos
constructivos y reconocibles. El intuicionismo niega que exista ninguna
solución útil y explícita al problema de la prioridad. Pasaré ahora a una breve
discusión de este tema.
8. EL PROBLEMA DE LA PRIORIDAD
Hemos visto que el intuicionismo plantea la pregunta de hasta qué punto
es posible dar una explicación sistemática de nuestros juicios acerca de lo
justo y lo injusto. Sostiene, en particular, que no puede darse ninguna respuesta
constructiva al problema de asignar valores a los principios competitivos
de la justicia. Al menos aquí tenemos que confiar en nuestras capacidades
intuitivas. El utilitarismo clásico trata también, por supuesto, de evitar
el recurso a la intuición. Es una concepción con un principio único, con una
pauta última; el ajuste de los valores se resuelve, al menos en teoría, remitiéndose
al principio de utilidad. Mili pensó que tendría que existir sólo una de
estas pautas, pues de otro modo no habría arbitro entre los criterios competitivos,
y Sidgwick argumentó ampliamente que el principio utilitario era el
único que podía asumir este papel. Ambos sostienen que nuestros juicios morales
son implícitamente utilitarios en el sentido de que al vernos ante una
colisión de preceptos, o ante nociones que son vagas e imprecisas, no tene-
20 Véase Principia Ethica, cap. vi. La naturaleza intuicionista de la doctrina de Moore está
apoyada por su principio de unidad orgánica (pp. 27-31).
21 Véase W. D. Ross, The Right and the Good, pp. 21-27.
LA JUSTICIA COMO IMPARCIALIDAD 51
mos otra alternativa que adoptar el utilitarismo. Mili y Sidgwick creen que
en algún momento necesitamos tener un principio único que rectifique y
sistematice nuestros juicios.22 Innegablemente, uno de los grandes atractivos
de la doctrina clásica es el modo en que encara el problema de la prioridad
y trata de no depender de la intuición.
Como ya lo hice notar, no hay nada necesariamente irracional en recurrir
a la intuición para resolver las cuestiones de prioridad. Tenemos que reconocer
la posibilidad de que no exista un camino para ir más allá de una pluralidad
de principios. Sin duda, cualquier concepción de la justicia habrá de
apoyarse en alguna medida en la intuición. No obstante, habremos de hacer
lo que podamos con objeto de reducir la apelación directa a nuestros juicios,
ya que si los hombres valoran de manera diferente sus principios finales, como
es de suponer que lo hacen a menudo, entonces sus concepciones de la
justicia serán diferentes. La asignación de valores es una parte esencial y no
una parte menor de una concepción de la justicia. Si no podemos explicar,
mediante criterios éticos razonables, cómo han de determinarse estos valores,
los medios de una discusión racional han llegado a su fin. Una concepción
intuicionista de la justicia no es, podríamos decir, sino una concepción a medias.
Deberemos hacer lo que podamos con objeto de formular principios
explícitos respecto al problema de la prioridad, aun cuando no pueda eliminarse
por completo nuestra dependencia de la intuición.
En la justicia como imparcialidad se limita el papel de la intuición de varias
maneras. Dado que la cuestión es, en su totalidad, bastante complicada,
sólo haré aquí unos cuantos comentarios, cuyo pleno sentido no estará claro
sino más adelante. El primer punto se conecta con el hecho de que los principios
de la justicia son aquellos que serían escogidos en la posición original.
Son el producto de cierta situación de elección. Ahora bien, siendo
racionales, las personas en la posición original reconocen que deberían considerar
la prioridad de estos principios, ya que si desean establecer de común
acuerdo pautas para la adjudicación de sus pretensiones mutuas, necesitarán
principios que les asignen valores. No pueden suponer que sus juicios
intuitivos acerca de la prioridad habrán de ser, en general, los mismos, y dadas
sus diferentes posiciones en la sociedad, seguramente no lo serán. Por
eso supongo que en la posición original las partes tratarán de llegar a algún
acuerdo sobre cómo habrán de equilibrarse los principios. Ahora bien, una
parte del valor de la noción de escoger principios estriba en que las razones
que justifican su adopción en primer término, pueden también ser una base
para que se les asignen ciertos valores. Dado que en la justicia como impar-
22 En cuanto a Mili, véase A System of Logic, lib. vi, cap. XH, secc. 7; y Utilitarianism, cap. v,
párrafos 26-31, donde este argumento está expuesto en relación con preceptos de justicia basados
en el sentido común. En cuanto a Sidgwick, véase The Methods ofEthics, libro iv, caps, u y m que
resumen gran parte del argumento del libro ni.
52 LA TEORÍA
cialidad los principios de la justicia no son considerados evidentes, sino que
tienen su justificación en el hecho de que habrán de ser escogidos, podemos
encontrar en los fundamentos para su aceptación alguna guía o límite acerca
de cómo habrán de equilibrarse. Dada la posición de la situación original,
es posible dejar aclarado que ciertas reglas de prioridad sean preferibles
a otras precisamente por las mismas razones por las que inicialmente se
aceptan los principios. Al subrayar el papel de la justicia y los rasgos especiales
de la situación de elección inicial, el problema de la prioridad puede
resultar más fácil.
Una segunda posibilidad es la de que seamos capaces de encontrar principios
que puedan ponerse en lo que llamaré un orden lexicográfico consecutivo.
23 Éste es un orden que nos exige satisfacer el primer principio de la
serie antes de que podamos pasar al segundo, el segundo antes de que consideremos
el tercero y así sucesivamente. Ningún principio puede intervenir
a menos que los colocados previamente hayan sido plenamente satisfechos o
que no sean aplicables. Un ordenamiento serial evita así tener que equilibrar
principios; los situados anteriormente tienen un valor absoluto, por así
decirlo, con respecto a los que le siguen, y se mantienen sin excepción. Pode-
23 El término "lexicográfico" se deriva del hecho de que el ejemplo más familiar de este tipo
de ordenamiento es el de las palabras de un diccionario. Para verlo mejor, sustituyanse las
letras por números, o sea, la "a" por " 1 " , la "b" por "2", etc., y entonces ordénese la hilera resultante
de números de izquierda a derecha, moviéndose a la derecha únicamente cuando la línea
se acabe. En general, un orden lexical no puede ser representado por una función continua de
utilidad de valor real, ya que tal graduación viola la suposición de continuidad. Véase I. F.
Pearce, A Contribution to Demand Analysis (Oxford, The Clarendon Press, 1946), pp. 22-27; y A.
K. Sen, Collective Choice and Social Welfare (San Francisco, Holden-Day, 1970), pp. 34 ss. Para mayores
referencias, véase H. S. Houthakker, "The Present State of Consumption Theory", Econometrica,
vol. 29 (1961), pp. 710 ss.
En la historia de la filosofía moral, el concepto de orden lexical aparece ocasionalmente aunque
no está expuesto explícitamente. Puede hallarse un buen ejemplo en A System of Moral Philosophy
(1755), de Hutcheson. Propone que al comprar placeres del mismo género, utilicemos
su intensidad y duración y al comprar placeres de género diferente, hemos de considerar conjuntamente
su duración y rango. Placeres de géneros más elevados pueden tener un valor mayor
que los de géneros menos elevados, a pesar de la intensidad y duración que estos últimos
entrañen. Véase L. A. Selby-Bigge, British Moralists, vol. 1 (Oxford, 1897), pp. 421-423. El muy
conocido punto de vista de J. S. Mili en Utilitarianism, cap. II, párrafos 6-8, es similar al de Hutcheson.
También es natural dar a los valores morales un rango lexical prioritario al de los valores
no morales. Véase, por ejemplo, The Right and the Good, de Ross. pp. 149-154. Y desde luego la
primacía de la justicia tal y como se ha mencionado en él, así como la prioridad del derecho tal
y como la expone Kant, constituyen casos adicionales de tal ordenamiento.
En economía, la teoría de la utilidad empezó con un reconocimiento implícito de la estructura
jerárquica de las demandas y de la prioridad de las consideraciones morales. Esto se ve
muy claro en The Theory ofPolitical Economy (Londres, 1871), de W. S. Jevons, pp. 27-32. Jevons
expone una concepción análoga a la de Hutcheson y limita el uso que hace el economista de
los cálculos de la utilidad al rango más bajo de los sentimientos. Para una exposición de la jerarquía
de las demandas y de su relación con la teoría de la utilidad, véase "Choice, Expectations
and Measurability", de Nicholas Georgescu-Roegen, en Quarterly Journal of Economics, vol. 68
(1954) y en especial las pp. 510-520.
LA JUSTICIA COMO IMPARCIALIDAD 53
mos considerar que tal jerarquización es análoga a una secuencia de principios
máximos condicionados, pues podemos suponer que cualquier principio
dentro del orden habrá de ser maximizado siempre y cuando los principios
precedentes hayan sido plenamente satisfechos. De hecho, como caso especial
importante, propondré una ordenación de este tipo situando el principio
de igual libertad en una jerarquía anterior al principio regulador de las
desigualdades económicas y sociales. Esto quiere decir realmente que la estructura
básica de la sociedad habrá de disponer las desigualdades de riqueza
y de autoridad de modos que sean congruentes con las libertades iguales
exigidas por el principio anterior. Ciertamente que, a primera vista, el concepto
de un orden lexicográfico o serial no parece muy prometedor. En verdad,
parece más bien ofender nuestro sentido de buen juicio y moderación.
Más aún, presupone que los principios dentro del orden son de un tipo muy
especial. Por ejemplo, a menos que los principios anteriores no tengan sino
una aplicación limitada y establezcan exigencias definidas que puedan ser
satisfechas, los principios posteriores no llegarían a funcionar nunca. Así, el
principio de libertad igual puede adoptar una posición prioritaria ya que puede,
supongamos, ser satisfecho. En cambio, si el principio de utilidad estuviese
primero, haría innecesarios todos los criterios subsecuentes. Trataré
de mostrar que al menos en ciertas circunstancias sociales una ordenación
serial de los principios de la justicia ofrece una solución aproximada al problema
de la prioridad.
Por último, el depender de la intuición puede reducirse planteando cuestiones
más limitadas y sustituyendo el juicio moral por el prudencial. Así,
alguien que se enfrente con los principios de una concepción intuicionista
puede replicar que sin algunas guías para la deliberación, no sabría qué decir.
Pudiera sostener, por ejemplo, que no le sería posible equilibrar la utilidad
total contra la igualdad en la distribución de la satisfacción. No sólo porque
las nociones implicadas en esto son demasiado abstractas y generales
para que pudiese confiar en su juicio, sino porque hay también complicaciones
enormes al interpretar lo que significan. La dicotomía agregativo-distributiva
es sin duda una idea atractiva, pero a este nivel parecería inmanejable.
No divide el problema de la justicia social en partes lo bastante
pequeñas. En la justicia como imparcialidad la apelación a la intuición se enfoca
de dos maneras. Primero seleccionamos cierta posición en el sistema
social desde la cual ha de juzgarse el sistema, y entonces preguntamos si es
que, desde el punto de vista de un hombre representativo colocado en esta
posición, sería racional preferir esta configuración de la estructura básica
sobre aquélla. Dados ciertos presupuestos, las desigualdades económicas
y sociales habrán de juzgarse por las expectativas, a largo plazo, del grupo
social que esté en la posición menos ventajosa. Por supuesto que la especificación
de este grupo no es muy exacta, y ciertamente nuestros juicios pru54
LA TEORÍA
denciales también conceden un ámbito considerable a la intuición, ya que
quizá no podamos ser capaces de formular el principio que los determina.
No obstante, hemos planteado una interrogante mucho más limitada y hemos
sustituido un juicio de prudencia racional por uno ético. A menudo está
bastante claro cómo deberíamos decidir. Depender de la intuición es de una
naturaleza diferente y mucho menor que en la dicotomía agregativo-distributiva
de la concepción intuicionista.
Al enfocar el problema de la prioridad, la tarea consiste en reducir y no
en eliminar totalmente el depender de los juicios intuitivos. No hay razón
para suponer que podemos eliminar toda apelación a la intuición o que debamos
tratar de hacerlo. El objetivo práctico es obtener un acuerdo razonablemente
confiable con el fin de ofrecer una concepción común de la justicia.
Si los juicios intuitivos de prioridad que hacen los hombres son semejantes,
entonces no importa, prácticamente hablando, el que no puedan formular
los principios que explican estas convicciones, si es que tales principios existen.
Los juicios contrarios hacen, empero, surgir una dificultad, ya que la
base para adjudicar pretensiones es, en esa medida, oscura. Así, nuestro objetivo
deberá ser el formular una concepción de la justicia que, por mucho
que recurra a la intuición, ética o prudencial, tienda a lograr que nuestros juicios
acerca de la justicia concuerden. Si tal concepción existe, entonces desde
el punto de vista de la posición original habría buenas razones para aceptarla,
ya que es racional introducir mayor coherencia en nuestras comunes
convicciones de justicia. En realidad, una vez que estas cuestiones se observan
desde el punto de vista de la situación inicial, el problema de la prioridad
no será ya el de cómo enfocar la complejidad de los hechos morales
dados, los cuales no pueden ser alterados. En lugar de esto el problema es
formular propuestas razonables y generalmente aceptables para lograr el
acuerdo deseado en los juicios. En una doctrina contractualista los hechos
morales son determinados por los principios que deberían ser escogidos en
la posición original. Estos principios especifican qué consideraciones son pertienentes
desde el punto de vista de la justicia social. Dado que es a las personas
en la posición original a quienes toca escoger estos principios, son ellas
quienes habrán de decidir la simplicidad o complejidad de los hechos morales.
El acuerdo original establece hasta qué punto están dispuestas a un compromiso
y una simplificación con objeto de establecer las reglas de prioridad
necesarias para una concepción común de la justicia.
He pasado revista a dos modos obvios y simples de tratar constructivamente
el problema de la prioridad, a saber: o bien mediante un único principio
"que lo contenga todo", o bien mediante una pluralidad de principios
en orden lexicográfico. Sin duda existen otros caminos, pero no consideraré
cuáles pueden ser. Las teorías morales tradicionales son en su mayoría intuicionistas
o de un único principio, de modo que lograr una ordenación seLA
JUSTICIA COMO IMPARCIALIDAD 55
rial es bastante novedoso para un primer paso. Aun cuando, en general,
parezca claro que un orden lexicográfico no puede ser estrictamente correcto,
puede ser una aproximación iluminadora en ciertas condiciones, que
aun siendo especiales son significativas (§ 82). De este modo se puede indicar
la estructura más general de las concepciones de la justicia y sugerir las direcciones
a lo largo de las cuales puede encontrarse una mayor conformidad.
9. ALGUNAS OBSERVACIONES ACERCA DE LA TEORÍA MORAL
Con objeto de evitar equívocos parece aconsejable a estas alturas analizar
brevemente la naturaleza de la teoría moral. Lo haré explicando con más detalle
el concepto de juicio madurado en un equilibrio reflexivo, así como las
razones para introducirlo.24
Supongamos que cada persona, después de cierta edad y dotada de la capacidad
intelectual indispensable, desarrolla, en condiciones sociales normales,
un sentido de la justicia. Adquirimos una habilidad para juzgar las cosas
como justas e injustas y para apoyar estos juicios en razones. Más aún, comúnmente
tenemos un deseo de actuar conforme a estos pronunciamientos
y esperamos un deseo semejante por parte de los demás. Es claro que esta
capacidad moral es extraordinariamente compleja. Para verlo basta advertir
el número, así como la variedad potencialmente infinita de juicios que estamos
dispuestos a formar. El hecho de que a menudo no sepamos qué decir
y que a veces nos encontremos mentalmente indecisos, no disminuye la
complejidad de la capacidad que poseemos.
Ahora bien, podemos en principio pensar en la teoría moral (y subrayo la
naturaleza provisional de este punto de vista) como el intento de describir
nuestra capacidad moral; o, en el caso presente, podemos creer que una teoría
de la justicia describe nuestro sentido de la justicia. Según tal descripción
no se quiere simplemente ofrecer una lista de los juicios que estamos dispuestos
a formular acerca de las instituciones y acciones, acompañados de
las razones en que se apoyan en caso de que se ofrezcan. Más bien, lo que se
requiere es una formulación de un conjunto de principios que, al ser conjugados
con nuestras creencias y conocimientos de las circunstancias, nos condujesen
a formular estos juicios junto con las razones en que se apoyan, si
quisiéramos aplicar tales principios de manera consciente e inteligente. Una
concepción de la justicia caracteriza nuestra sensibilidad moral cuando los
juicios cotidianos que formulamos son acordes con sus principios. Estos principios
pueden servir como parte de las premisas de un argumento que conduzca
a los juicios correspondientes. No entendemos nuestro sentido de la
24 En esta sección sigo el punto de vista general de "Outline of a Procedure for Ethics", Philosophical
Review, vol. 60 (1951).
56 LA TEORÍA
justicia hasta que sabemos, de un modo sistemático que abarca un ámbito de
casos, lo que son estos principios. Sólo una engañosa familiaridad con nuestros
juicios cotidianos y nuestra disposición natural a hacerlos podría ocultar
el hecho de que caracterizar nuestras capacidades morales es tarea complicada.
Debe suponerse que los principios que las describen tienen una estructura
compleja, y que los conceptos en cuestión exigirán un serio estudio.
En este punto resulta útil una comparación con el problema de describir
el sentido de gramaticalidad que tenemos respecto a las oraciones de nuestra
lengua materna.25 En este caso el objetivo es caracterizar la capacidad
para reconocer oraciones bien formadas mediante la formulación de principios
claramente expresados que lleven a cabo las mismas discriminaciones
que el orador. Ésta es empresa difícil que, aunque inconclusa, se sabe que
exige construcciones teóricas que exceden en mucho a los preceptos ad
hoc de nuestro conocimiento gramatical explícito. Es de suponer que una situación
semejante se da en la filosofía moral. No hay razones para suponer
que nuestro sentido de la justicia pueda caracterizarse adecuadamente mediante
muy conocidos preceptos de sentido común, o que pueda derivarse de
los principios más obvios del aprendizaje. Una explicación correcta de las
facultades morales implicará ciertamente principios y construcciones teóricas
que van mucho más allá de las normas y pautas citadas en la vida cotidiana;
incluso es posible que también llegue a exigir matemáticas más o menos
elaboradas. Así, la idea de la posición original y de un acuerdo acerca de los
principios no parece demasiado complicada o innecesaria. De hecho, estas nociones
son más bien simples y pueden servir únicamente como principio.
Hasta aquí, empero, no he dicho nada acerca de los juicios madurados.
En este momento, tal como se sugirió, se introducen como juicios con los
cuales es más probable que nuestras facultades morales se desplieguen sin
distorsión. Así, al decidir cuál de nuestros juicios hemos de tomar en cuenta,
podemos razonablemente seleccionar algunos y excluir otros. Por ejemplo,
podemos descartar aquellos juicios formulados con dudas o en los cuales
tenemos poca confianza. De igual manera, pueden ser desechados los
emitidos cuando estamos alterados o angustiados o en una posición tal que
pretendamos beneficiarnos con ellos de una u otra forma. Es probable que todos
estos juicios resulten erróneos o que estén influidos por una excesiva
atención a nuestros propios intereses. Los juicios madurados son simplemente
aquellos emitidos en condiciones favorables para el ejercicio del sentido
de la justicia y, por tanto, en circunstancias en las cuales no se presentan las
excusas y explicaciones más comunes para cometer un error. Se presume
entonces que la persona que formula el juicio tiene la capacidad, la oportu-
25 Véase Aspects of the Theory of Suntax, de Noam Chomsky (Cambridge, Mass., The M. I. T.
Press, 1965), pp. 3-9.
LA JUSTICIA COMO IMPARCIALIDAD 57
nidad y el deseo de llegar a una decisión correcta (o, al menos, que no tiene
el deseo de no hacerlo). Más aún, los criterios que identifican estos juicios
no son arbitrarios. Son, de hecho, semejantes a los que seleccionan los juicios
razonados de cualquier clase que sean. Y una vez que consideramos al
sentido de la justicia como una facultad mental que implica el ejercicio del
pensamiento, los juicios pertinentes son aquellos emitidos en condiciones
favorables a la deliberación y al juicio en general.
Consideraré ahora la noción de equilibrio reflexivo. La necesidad de esta
idea surge como sigue: de acuerdo con el objetivo provisional de la filosofía
moral, se podría decir que la justicia como imparcialidad es la hipótesis de
que los principios que serían escogidos en la posición original son idénticos
a aquellos que corresponden a nuestros juicios madurados y que por tanto
estos principios describen nuestro sentido de la justicia. Sin embargo, esta
interpretación es demasiado simplificada. Al describir nuestro sentido de la
justicia debe reconocerse la probabilidad de que los juicios madurados estén
sujetos, sin duda, a ciertas irregularidades y distorsiones a pesar de que se
emitan en circunstancias favorables. Si a una persona se le ofrece una explicación
intuitivamente atractiva de su sentido de la justicia (una, digamos, que
incorpore varias presuposiciones razonables y naturales), puede muy bien
revisar sus juicios de modo que se conformen a sus principios aun cuando
la teoría no corresponda exactamente a sus juicios existentes. Será especialmente
proclive a hacerlo si es que puede encontrar una explicación para las
desviaciones que socavan su confianza en sus juicios originales y si la concepción
que se le ofrece produce un juicio que ahora puede aceptar. Desde
el punto de vista de la filosofía moral, la mejor explicación del sentido de la
justicia de una persona no es aquella que se adapte a los juicios formulados
antes de examinar cualquier concepción de justicia, sino más bien aquella
otra que corresponda a sus juicios tras un equilibrio reflexivo. Como hemos
visto, este estado se alcanza después de que una persona ha sopesado varias
concepciones propuestas, y / o bien ha revisado sus juicios de acuerdo con
una de ellas, o bien se ha mantenido fiel a sus convicciones iniciales (y a la
concepción correspondiente).
Hay, sin embargo, diversas interpretaciones del equilibrio reflexivo, ya que
la noción varía dependiendo de si se nos ofrecen sólo aquellas descripciones
que corresponden, más o menos, a nuestros juicios existentes (salvo discrepancias
menores), o si se nos presentan todas las descripciones posibles
a las cuales podemos adecuar nuestros juicios, junto con todos los argumentos
filosóficos pertinentes. En el primer caso estaríamos describiendo el sentido
de la justicia de una persona más o menos como es, aunque dando lugar
al desvanecimiento de ciertas irregularidades; en el segundo caso el sentido
de la justicia de una persona puede o no sufrir un cambio radical. Claramente,
en la filosofía moral nos ocupamos de esta segunda clase de equilibrio re58
LA TEORÍA
flexivo. Seguramente es dudoso que se pueda alcanzar alguna vez este estado,
ya que aun si se define correctamente (lo que es discutible) la idea de
todas las descripciones posibles y de todos los argumentos filosóficamente
pertinentes, no podemos examinar cada uno de ellos. Lo más que podemos
hacer es estudiar las concepciones de la justicia que nos son conocidas por
la tradición de la filosofía moral, y cualesquiera otras que se nos puedan
ocurrir y después considerarlas. Esto es en buena medida lo que haré, ya que
al presentar la justicia como imparcialidad voy a comparar sus principios y
sus argumentos con otras opiniones ya conocidas. A la luz de estas observaciones
puede comprenderse la justicia como imparcialidad diciendo que los
dos principios antes mencionados serían escogidos en la posición original
de preferencia sobre otras concepciones tradicionales de la justicia, por
ejemplo, a las de la utilidad y de la perfección; y que estos principios corresponden
más a nuestros juicios sobre la reflexión que las alternativas reconocidas.
Así, la justicia como imparcialidad nos lleva más cerca del ideal filosófico,
aunque ciertamente no lo alcance.
Esta explicación del equilibrio reflexivo sugiere inmediatamente cierto número
de cuestiones adicionales. Por ejemplo, ¿existe un equilibrio reflexivo
(en el sentido del ideal filosófico)? Si es así ¿es único? Incluso siendo único
¿puede ser alcanzado? Quizá los juicios de los que partimos, o el curso mismo
de la reflexión (o ambos), afectan el punto de reposo que por fin alcancemos,
si es que lo hay. Sin embargo, sería inútil especular aquí acerca de
esas cuestiones. Están más allá de nuestro alcance. Ni siquiera me preguntaré
si los principios que caracterizan los juicios meditados de una persona
son los mismos que caracterizan a los de otras. Daré por sentado que, o bien
estos principios son aproximadamente los mismos en personas cuyos juicios
están en un equilibrio reflexivo, o bien, si no es así, que sus juicios se
dividen entre unas pocas líneas principales representadas por la familia de
doctrinas tradicionales que discutiré. (De hecho, una persona puede encontrarse
desgarrada al mismo tiempo por concepciones opuestas.) Si, finalmente,
las concepciones de la justicia que tienen los hombres resultan diferentes,
los modos en que resultan diferentes son cuestión de primera importancia.
Por supuesto que no podemos saber cómo variarán estas concepciones, o
incluso si es que lo harán, hasta que tengamos una explicación mejor de su
estructura. Y ahora carecemos de esto, incluso para el caso de un hombre o
de un grupo homogéneo de hombres. También aquí es probable que haya
una semejanza con la lingüística: si podemos describir el sentido de la gramática
que tiene una persona, sin duda podremos saber muchas cosas acerca
de la estructura general del lenguaje. Si podemos caracterizar el sentido de
la justicia de una persona educada, podríamos tener un buen comienzo para
una teoría de la justicia. Podemos suponer que cada uno tiene en sí mismo la
forma total de una concepción moral. Así, para los propósitos de este libro,
LA JUSTICIA COMO IMPARCIALIDAD 59
sólo cuentan los puntos de vista del lector y del autor. Las opiniones de otros
son utilizadas únicamente para aclarar nuestras propias ideas.
Quiero subrayar que una teoría de la justicia es precisamente eso, una
teoría. Es una teoría de los sentimientos morales (recordando un título del
siglo XVIII) que establece los principios que gobiernan nuestros poderes morales
o, más específicamente, nuestro sentido de la justicia. Existe una clase
de hechos definida, aunque limitada, contra la cual pueden contrastarse los
principios conjeturados, a saber, nuestros juicios meditados en un equilibrio
reflexivo. Una teoría de la justicia está sometida a las mismas reglas metódicas
que otras teorías. Las definiciones y los análisis del significado no
ocupan un lugar especial: la definición no es sino uno de los instrumentos
usados para establecer la estructura general de una teoría. Una vez que se ha
elaborado la estructura, las definiciones no tienen un status diferente y se
mantendrán o caerán junto con la teoría misma. En todo caso, es obviamente
imposible desarrollar una teoría sustantiva de la justicia que se funde únicamente
en verdades de la lógica y en definiciones. El análisis de los conceptos
morales y el concepto a priori, por más que sean entendidos tradicionalmente,
son una base demasiado restringida. La filosofía moral debe tener la
libertad de utilizar, a su gusto, supuestos contingentes y hechos generales.
No hay otra manera de dar una explicación de nuestros juicios meditados
en equilibrio reflexivo. Esta es la concepción del tema adoptada por la mayoría
de los escritores británicos clásicos hasta Sidgwick. No veo razones para
apartarme de ella.26
Más aún, si podemos hallar una explicación precisa de nuestras concepciones
morales, entonces los problemas de significado y de justificación pueden
resultar más fáciles de resolver. De hecho, algunos de ellos dejarán de ser
problemas. Nótese, por ejemplo, la extraordinaria profundización de nuestra
comprensión del significado y justificación de enunciados de la lógica y
la matemática que fue posible a partir de los avances logrados desde Frege
y Cantor. Un conocimiento de las estructuras fundamentales de la lógica y
de la teoría de conjuntos y de su relación con la matemática ha transformado
la filosofía de estas disciplinas de una manera que no hubieran podido lograr
ni el análisis conceptual ni las investigaciones lingüísticas. Para ello
26 Creo que en esencia, este punto de vista se remonta al procedimiento de Aristóteles en Ética
nicomaquea. Véase Aristotle's Éthical Theory, de W. F. R. Hardie, cap. m, pp. 37-45. También recordamos
el pensamiento de Sidgwick en cuanto a la historia de la filosofía moral, como una
serie de tentativas por afirmar "con todo aliento y claridad, estas intuiciones primarias de la
Razón, a través de cuya aplicación científica puede ser sistematizado y corregido el pensamiento
moral de la humanidad". The Methods ofEthics, pp. 373 ss. Da por sentado que la reflexión
filosófica habrá de conducir a la revisión de nuestros juicios meditados y si bien existen en su
doctrina elementos de intuicionismo epistemológico, éstos no reciben mucho valor cuando no
se hallan apoyados por meditaciones sistemáticas. Para una exposición de la metodología de
Sidgwick, véase "First Principies and Common Sense Morality in Sidgwick's Ethics", de J. B.
Schneewind, Archivfür Geschichte der Philosophie, Bd. 45 (1963).
60 LA TEORÍA
basta observar el efecto producido por la división de teorías en decidibles
y completas, indecidibles pero completas, y ni decidibles ni completas.
Los problemas de significado y de verdad en la lógica y la matemática se ven
profundamente alterados por el descubrimiento de sistemas lógicos que
ilustran estos conceptos. Una vez que se haya entendido mejor el contenido
sustantivo de las concepciones morales, puede ocurrir una transformación
semejante. Es posible que no exista otro camino para encontrar respuestas
convincentes a las preguntas relativas al significado y justificación de los juicios
morales.
Deseo, pues, subrayar el lugar central del estudio de nuestras concepciones
morales sustantivas. Sin embargo, el corolario de reconocer su complejidad
es aceptar el hecho de que nuestras teorías actuales son primitivas y tienen
graves defectos. Necesitamos ser tolerantes con las simplificaciones si
es que ellas nos revelan y aproximan a las líneas generales de nuestros juicios.
Las objeciones por medio de contraejemplos habrán de hacerse con cuidado,
ya que quizá sólo pueden decirnos lo que ya sabemos, esto es, que nuestra
teoría está equivocada en alguna parte. Lo importante es encontrar la
frecuencia y la medida del error. Puede suponerse que todas las teorías tengan
errores en alguna parte. El verdadero problema en un momento dado es
saber cuál de las opiniones ya propuestas representa, en general, la mejor
aproximación. Para indagarlo es seguramente necesaria alguna comprensión
de la estructura de las teorías rivales. Es por esta razón por la que he tratado
de clasificar y discutir las concepciones de la justicia mediante una referencia
a sus ideas intuitivas básicas, ya que éstas revelan las diferencias principales
que existen entre aquéllas.
Al presentar la justicia como imparcialidad habré de contrastarla con el
utilitarismo. Lo hago por varias razones; en parte como recurso expositivo,
en parte porque las diversas presunciones del punto de vista utilitario han
dominado desde hace mucho tiempo nuestra tradición filosófica y continúan
haciéndolo. Y este dominio se ha mantenido a pesar del persistente recelo
que tan fácilmente despierta el utilitarismo. Creo que la explicación de
este curioso estado de cosas se encuentra en el hecho de que no se ha propuesto
ninguna otra teoría constructiva que tenga virtudes comparables en
cuanto a claridad y sistematización y que, al mismo tiempo, apacigüe esos
recelos. El intuicionismo no es constructivo, el perfeccionismo es inaceptable.
Mi conjetura es que la doctrina contractual correctamente elaborada puede
llenar esta laguna. Pienso que la justicia como imparcialidad es un esfuerzo
en esa dirección.
Por supuesto que la teoría contractual, tal y como la presento, está sujeta
a las observaciones críticas que acabamos de advertir. No constituye una
excepción al primitivismo que caracteriza las teorías morales existentes. Es
descorazonados por ejemplo, lo poco que puede decirse ahora respecto a
LA JUSTICIA COMO IMPARCIALIDAD 61
las reglas de prioridad; y aunque una ordenación lexicográfica puede servir
bastante bien para algunos casos importantes, supongo que no será completamente
satisfactoria. No obstante, estamos en libertad de usar instrumentos
simplificadores, y esto lo he hecho a menudo. Deberíamos considerar una
teoría de la justicia como un marco orientador diseñado para enfocar nuestra
sensibilidad moral y para colocar delante de nuestras facultades intuitivas
cuestiones más limitadas y manejables para ser juzgadas. Los principios
de la justicia identifican ciertas consideraciones como moralmente pertinentes,
las reglas de prioridad indican la precedencia apropiada en caso de que
entren en conflicto, mientras que la concepción de la posición original define
la idea subyacente que ha de informar nuestras deliberaciones. Si el esquema,
en conjunto, parece, después de una reflexión, clarificar y ordenar nuestros
pensamientos, y si tiende a reducir los desacuerdos y a armonizar las
convicciones divergentes, entonces ha hecho todo lo que se puede razonablemente
pedir. Las numerosas simplificaciones, entendidas como partes de
una estructura que de hecho parece ayudar, pueden considerarse como provisionalmente
justificadas.
II. LOS PRINCIPIOS DE LA JUSTICIA
LA TEORÍA de la justicia puede dividirse en dos partes principales: 1) una interpretación
de la situación inicial y una formulación de los diversos principios
disponibles en ella para su elección, y 2) un razonamiento que establezca
cuál de estos principios será de hecho adoptado. En este capítulo se
analizan dos principios de la justicia para instituciones, y varios principios
para individuos, explicándose además su significado. Por tanto, me ocuparé
por el momento sólo de un aspecto de la primera parte de la teoría. Sólo
en el siguiente capítulo abordaré la interpretación de la situación inicial,
comenzando el razonamiento para mostrar que los principios aquí considerados
serían realmente reconocidos. Se discutirá una variedad de temas: las
instituciones como sujeto de la justicia y el concepto de la justicia formal;
tres clases de justicia procesal; la posición que ocupa la teoría del bien; y el
sentido en el que, entre otros, los principios de la justicia son igualitarios.
En cada caso el objetivo es explicar el significado y la aplicación de los principios.
10. INSTITUCIONES Y JUSTICIA FORMAL
El objeto primario de los principios de justicia social es la estructura básica
de la sociedad, la disposición de las instituciones sociales más importantes
en un esquema de cooperación. Hemos visto que estos principios habrán de
gobernar la asignación de derechos y deberes en estas instituciones, y que habrán
de determinar la correcta distribución de los beneficios y las cargas de
la vida social. Los principios de la justicia para las instituciones no deberán
confundirse con los principios que se aplican a los individuos y a sus acciones
en circunstancias particulares. Estas dos clases de principios se aplican
a objetos diferentes que se deben analizar por separado.
Ahora bien, por institución entiendo un sistema público de reglas que definen
cargos y posiciones con sus derechos y deberes, poderes e inmunidades,
etc. Estas reglas especifican ciertas formas de acción como permisibles,
otras como prohibidas; y establecen ciertas sanciones y garantías para cuando
ocurren violaciones a las reglas. Como ejemplos de instituciones o de prácticas
sociales más generales, podemos señalar los ritos y los juegos, procesos
judiciales y parlamentos, mercados y sistemas de propiedad. Una institución
puede pensarse de dos maneras: primero, como un objeto abstracto, esto es,
como una posible forma de conducta expresada mediante un sistema de re-
62
LOS PRINCIPIOS DE LA JUSTICIA 63
glas; y segundo, como la realización de las acciones especificadas por estas
reglas, efectuada en el pensamiento y en la conducta de ciertas personas en
cierto tiempo y lugar. Hay entonces una ambigüedad respecto a lo que es
justo o injusto, la institución tal y como se realiza, o la institución en tanto que
objeto abstracto. Parece mejor decir que es la institución, en tanto que realizada
y efectiva e imparcialmente administrada, la que es justa o injusta. La institución,
en tanto que objeto abstracto, es justa o injusta en el mismo sentido en
que cualquier realización de ella sería justa o injusta.
Una institución existe en cierto tiempo y lugar cuando las acciones especificadas
por ella se llevan a cabo regularmente conforme a un acuerdo público
según el cual ha de ser cumplido el sistema de reglas que definen la
institución. Así, las instituciones parlamentarias se definen por cierto sistema
de reglas (o familia de tales sistemas que da lugar a variaciones). Estas
reglas enumeran ciertas formas de acción que van desde la de efectuar una
sesión parlamentaria para votar un proyecto de ley, hasta proponer una moción
de orden. Varias clases de normas generales se organizan en un esquema
coherente. Una institución parlamentaria existe en cierto tiempo y lugar
cuando cierta gente lleva a cabo las acciones apropiadas, y se ocupa de estas
actividades del modo que se le exige, con un reconocimiento recíproco de la
aceptación de las pautas de conducta propuestas por las normas que habrán
de cumplir.1
Al decir que una institución, y por tanto la estructura básica de la sociedad,
es un sistema público de normas, quiero decir que cualquiera que participa
en ella sabe aquello que sabría si estas normas, y su participación en
la actividad que definen, fueran el resultado de un acuerdo. Una persona que
toma parte en una institución sabe lo que las normas exigen de ella y de los
demás. Sabe también que los demás saben esto y que saben que él lo sabe, y
así sucesivamente. A decir verdad, esta condición no siempre se cumple en
el caso de instituciones reales, pero es una suposición razonablemente simplificadora.
Los principios de la justicia han de aplicarse a las disposiciones
sociales entendidas como públicas en este sentido. Cuando las reglas de
cierta subparte de la institución son conocidas únicamente por aquellos
que pertenecen a ella, podemos suponer que hay un acuerdo acerca de que
aquellos que están en esa parte pueden hacer reglas para ellos mismos en
tanto estas reglas estén destinadas a alcanzar fines generalmente aceptados
sin afectar a otros de manera adversa. El carácter público de las reglas de
una institución asegura que quienes participan en ella sepan qué limitaciones
de conducta pueden esperar unos de otros y qué acciones son permisibles.
Hay una base común para determinar las expectativas mutuas. Más
1 Para una exposición de cuándo puede decirse que existen las reglas y sistemas legales,
véase The Concept ofLaw, de H. L. A. Hart (Oxford, The Clarendon Press, 1961),.pp. 59 ss., 106 ss.,
109-114. -.^V.ViAíí ¡ •<
64 LA TEORÍA
aún, en una sociedad bien ordenada, regulada de modo efectivo por una
concepción compartida de la justicia, existe también un acuerdo público acerca
de lo que es justo e injusto. Más adelante supondré que los principios de
la justicia son escogidos a condición de que han de ser públicos (§ 23). Esta
condición es natural en una teoría contractual.
Es necesario observar la distinción entre las reglas constitutivas de una
institución que establecen los diversos derechos, deberes y cosas por el estilo,
y las estrategias y máximas de cómo se puede sacar el mejor provecho
de la institución para propósitos particulares.2 Las máximas y las estrategias
regionales se basan en el análisis de qué acciones permisibles decidirán
los individuos y los grupos desde la perspectiva de sus intereses y creencias,
y las conjeturas acerca de los planes de los otros. Estas máximas y estas estrategias
no son, en sí mismas, parte de la institución. Más bien pertenecen
a la teoría que la estudia, por ejemplo, a la teoría de la política parlamentaria.
Normalmente, la teoría de una institución, así como la de un juego, da las
reglas constitutivas por sentadas, y analiza el modo según el cual se distribuye
el poder explicando cómo es probable que se aprovechen de sus oportunidades
aquellos que participan en ella. Al planear y reformar los arreglos
sociales, se tienen que examinar, por supuesto, los esquemas y las tácticas que
permiten, y las formas de conducta que tienden a promover. Idealmente,
las reglas deberán ser establecidas de tal modo que los hombres sean guiados
por sus intereses predominantes, de manera que promuevan fines socialmente
deseables. La conducta de los individuos guiados por sus planes
racionales debiera ser coordinada en todo lo posible, de modo tal que obtenga
resultados que, aun cuando no sean buscados o quizá ni siquiera previstos
por ellos, sean no obstante los mejores desde el punto de vista de la
justicia social. Bentham piensa en esta coordinación como la identificación
artificial de intereses, y Adam Smith, como la obra de una mano invisible.3
Este es el objetivo del legislador ideal al promulgar leyes, y el del moralista
al exigir su reforma. Aun así, las tácticas y estrategias observadas por los
individuos, aun cuando esenciales para evaluar las instituciones, no son parte
del sistema público de reglas que las definen.
Podemos, por tanto, distinguir entre una regla única (o grupo de reglas),
una institución (o una parte de ella), y la estructura básica del sistema social
2 Acerca de las instituciones y de las reglas constitutivas, véase Speech Acts, de J. R. Searle
(Cambridge, The University Press, 1969), pp. 33-42. Véase también G. E. M. Anscombe, "On
Brute Facts", Analysis, vol. 18 (1958) y B. J. Diggs, "Rules and Utilitarianism", en American Phihsophical
Quarterly, vol. I (1964), donde se discuten varias interpretaciones de las reglas.
La frase "la identificación artificial de intereses" pertenece al trabajo que Elie Halévy realiza
sobre Bentham en La Formation du radicalisme philosophique, vol. 1 (París, Félix Alean, 1901),
pp. 20-24. En cuanto a lo de la mano invisible, véase The Wealth ofNations, ed. Edwin Carinan
(Nueva York, The Modem Library, 1937), p. 423. [Ed. en español del FCE, 8a. reimp. 1994,
p.402.]
LOS PRINCIPIOS DE LA JUSTICIA 65
en conjunto. La razón para hacer esto es que una o varias normas de un acuerdo
pueden ser injustas sin que la institución misma lo sea. De igual manera,
una institución puede ser injusta aunque el sistema social en conjunto no lo
sea. No sólo existe la posibilidad de que las normas únicas y las instituciones
no tengan en sí mismas bastante importancia, sino que también puede
ocurrir que dentro de la estructura de una institución o sistema social, una
aparente injusticia se vea compensada por otra. El todo es menos injusto de
lo que sería si no contuviese más que una de las partes injustas. Más aún, es
concebible que un sistema social pueda ser injusto aun cuando ninguna de
sus instituciones sea injusta considerada aisladamente: la injusticia es una
consecuencia del modo en que están combinadas dentro de un sistema único.
Una institución puede promover y parecer que justifica expectativas que
son negadas o ignoradas por otras. Estas distinciones son bastante obvias y
simplemente reflejan el hecho de que al evaluar las instituciones podemos
considerarlas en un contexto más amplio o menos amplio.
Hay que hacer notar que existen instituciones en relación con las cuales
ordinariamente no se aplica el concepto de justicia. Un rito, digamos, no es
usualmente considerado como justo o injusto, aunque sin duda pueden imaginarse
casos en los que esto no sería verdad, por ejemplo, el sacrificio ritual
del primogénito o de los prisioneros de guerra. Una teoría general de la
justicia habría de considerar cuándo los ritos y otras prácticas que no son
comúnmente pensadas como justas o injustas están sujetas a tal forma de crítica.
Posiblemente tengan que incluir de algún modo la distribución de ciertos
derechos y valores entre las personas. No me extenderé, sin embargo, en
esta larga investigación. Nuestro propósito es ocuparnos únicamente de
la estructura básica de la sociedad y de sus principales instituciones y, por
tanto, de los casos típicos de justicia social.
Ahora bien, supongamos que existe cierta estructura básica y que sus reglas
satisfacen cierta concepción de la justicia. Podemos no aceptar sus principios;
podemos incluso encontrarlos odiosos e injustos. Sin embargo, son
principios de justicia en el sentido'en que, en este sistema, ellos adoptan el
papel de la justicia: proporcionan una asignación de derechos y deberes fundamentales
y determinan la división de las ventajas debidas a la cooperación
social. Imaginemos también que esta concepción de la justicia es ampliamente
aceptada en la sociedad, y que las instituciones son administradas
imparcial y congruentemente por jueces y otros funcionarios. Esto es, casos
semejantes son tratados de modo semejante, siendo las semejanzas y diferencias
pertinentes las identificadas mediante las normas en vigor. La regla
correcta, tal y como es definida por las instituciones, es regularmente observada
y adecuadamente interpretada por las autoridades. A esta administración
imparcial y congruente de las leyes e instituciones, cualesquiera que
sean sus principios sustantivos, podemos llamarla justicia formal. Si pensa66
LA TEORÍA
mos que la justicia expresa siempre un tipo de igualdad, entonces la justicia
formal exige que las leyes e instituciones se deban aplicar igualitariamente
(esto es, de la misma manera) a aquellos que pertenecen a las clases definidas
por ellas. Como lo ha subrayado Sidgwick, este tipo de igualdad está implícito
en la noción misma de una ley o institución, una vez que es pensada
como un esquema de reglas generales.4 La justicia formal es la adhesión a
principios, o como han dicho algunos, la obediencia al sistema.5
Es obvio, añade Sidgwick, que el derecho y las instituciones pueden ser
aplicados igualitariamente y ser sin embargo injustos. Tratar de manera
semejante los casos semejantes no es garantía suficiente de justicia sustantiva.
Esto depende de los principios conforme a los cuales se proyecta la estructura
básica. No hay contradicción en suponer que una sociedad esclavista o
de castas, o una que apruebe las formas de discriminación más arbitrarias, sea
administrada de modo imparcial y consecuente, aun cuando esto pueda ser
improbable. No obstante, la justicia formal o justicia como regularidad, excluye
tipos significativos de injusticias, ya que si se supone que las instituciones
son razonablemente justas, entonces tiene gran importancia el que las
autoridades deban ser imparciales y no se vean influidas por consideraciones
improcedentes, sean personales, monetarias o de otro tipo, al tratar casos
particulares. La justicia formal en el caso de las instituciones jurídicas es simplemente
un aspecto del imperio del derecho que apoya y asegura las expectativas
legítimas. Un tipo de injusticia consiste en que los jueces y otras
autoridades no se ajusten a las reglas apropiadas o a sus interpretaciones
cuando deciden las demandas. Una persona es injusta en la medida en que
por su carácter y propensiones está dispuesta a tales acciones. Más aún, incluso
en el caso en que las leyes e instituciones sean injustas, a menudo es
mejor que sean aplicadas de manera congruente. De este modo aquellas personas
sujetas a ellas saben al menos lo que se les exige y pueden tratar en
esa medida de protegerse a sí mismas; mientras que habría incluso mayor injusticia
si aquellos que están ya en una posición desventajosa fueran tratados
también arbitrariamente en casos particulares en que las reglas les darían
alguna seguridad. Por otra parte, podría ser mejor, en casos particulares, aliviar
la carga de aquellos que son tratados con parcialidad, apartándonos de
las normas existentes. En qué medida estamos justificados al hacerlo, especialmente
a costa de las expectativas fundadas en la buena fe hacia las instituciones
vigentes, es una de las complicadas cuestiones de la justicia política.
En general, todo lo que puede decirse es que la fuerza de las demandas de
4 The Methods ofEthics, 78 ed. (Londres, Macmillan, 1907), p. 267.
5 Véase Ch. Perelmari, en The Idea of Justice and the Problem of Argument, trad. de J. Petrie
(Londres, Routledge and Kegan Paul, 1963), p. 41. Subrayamos aquí la pertinencia de los
dos primeros capítulos de la trad. de De la Justice (Bruselas, 1943), pero especialmente las
pp. 36-45.
LOS PRINCIPIOS DE LA JUSTICIA 67
justicia formal y de obediencia al sistema, depende claramente de la justicia
sustantiva de las instituciones y de sus posibilidades de reforma.
Algunos han sostenido que de hecho la justicia sustantiva y la justicia formal
tienden a ir juntas y, por tanto, que al menos las instituciones profundamente
injustas no son nunca, o casi nunca, imparcial ni consistentemente
administradas.6 Se dice que no es probable que aquellos que defienden arreglos
injustos, obtienen ganancias de ellos, y niegan con desprecio los derechos
y libertades de otros, dejen que escrúpulos relativos al estado de derecho
afecten sus intereses en casos particulares. La inevitable vaguedad de las leyes
en general y el amplio ámbito concedido a su interpretación favorecen
la arbitrariedad al tomar decisiones que sólo la lealtad a la justicia puede mitigar.
Se sostiene así que, donde encontramos la justicia formal, el imperio del
derecho y el respeto a las expectativas legítimas es, probable que encontremos
también la justicia sustantiva. El deseo de observar imparcial y consistentemente
las reglas, de tratar de modo semejante casos semejantes y de
aceptar las consecuencias de la aplicación de las normas públicas, está íntimamente
vinculado al deseo, o al menos a la disposición, de reconocer los
derechos y libertades de los demás y de compartir equitativamente los beneficios
y cargas de la cooperación social. Un deseo tiende a estar asociado
con el otro. Este argumento es ciertamente plausible, pero no voy a examinarlo
aquí ya que no puede ser valorado adecuadamente hasta que no sepamos
cuáles son los principios sustantivos de la justicia más razonables, y en
qué condiciones los hombres llegan a afirmarlos y a vivir conforme a ellos.
Una vez que entendamos el contenido de estos principios y sus bases en la
razón y actitudes humanas, podremos estar en posición de decidir si la justicia
sustantiva y la justicia formal están unidas.
1 1 . DOS PRINCIPIOS DE LA JUSTICIA
Enunciaré ahora, de manera provisional, los dos principios de la justicia respecto
a los que creo que habría acuerdo en la posición original. La primera
formulación de estos principios es tentativa. A medida que avancemos consideraré
varias formulaciones aproximándome paso a paso a la enunciación
final que se dará mucho más adelante. Creo que el hacerlo así permitirá que
la exposición proceda de manera natural.
La primera enunciación de los dos principios es la siguiente:
Primero: Cada persona ha de tener un derecho igual al esquema más extenso
de libertades básicas que sea compatible con un esquema semejante
de libertades para los demás.
6 Véase Lon Fuller, The Morality ofLaw (New Haven, Yale University Press, 1964), capítulo ív.
68 LA TEORÍA
Segundo: Las desigualdades sociales y económicas habrán de ser conformadas
de modo tal que a la vez que: a) se espere razonablemente que sean
ventajosas para todos, b) se vinculen a empleos y cargos asequibles para
todos.
Hay dos frases ambiguas en el segundo principio, a saber 'ventajosas para
todos' y 'asequibles para todos'. Una determinación más exacta de su sentido
conducirá a una segunda formulación del principio en § 13. La versión
final de los dos principios se da en el párrafo 46, y el 39 contiene la explicación
del primer principio.
Estos principios se aplican en primer lugar, como ya se ha dicho, a la estructura
básica de la sociedad, y rigen la asignación de derechos y deberes
regulando la distribución de las ventajas económicas y sociales. Su formulación
presupone que, para los propósitos de una teoría de la justicia, puede
considerarse que la estructura social consta de dos partes más o menos distintas,
aplicándose el primer principio a una y el segundo a la otra. Así, distinguimos
entre los aspectos del sistema social que definen y aseguran las libertades
básicas iguales y los aspectos que especifican y establecen desigualdades
económicas y sociales. Ahora bien, es esencial observar que las libertades básicas
se dan a través de la enumeración de tales libertades. Las libertades
básicas son la libertad política (el derecho a votar y a ser elegible para ocupar
puestos públicos) y la libertad de expresión y de reunión; la libertad de conciencia
y de pensamiento; la libertad de la persona que incluye la libertad
frente a la opresión psicológica, la agresión física y el desmembramiento
(integridad de la persona); el derecho a la propiedad personal y la libertad
respecto al arresto y detención arbitrarios, tal y como está definida por el concepto
de estado de derecho. Estas libertades habrán de ser iguales conforme
al primer principio.
El segundo principio se aplica, en su primera aproximación, a la distribución
del ingreso y la riqueza y a formar organizaciones que hagan uso de las
diferencias de autoridad y responsabilidad o cadenas de mando. Mientras que
la distribución del ingreso y de las riquezas no necesita ser igual, tiene no
obstante que ser ventajosa para todos, y al mismo tiempo los puestos de autoridad
y mando tienen que ser accesibles a todos. El segundo principio se
aplica haciendo asequibles los puestos y, teniendo en cuenta esta restricción,
disponiendo las desigualdades económicas y sociales de modo tal que todos
se beneficien.
Estos principios habrán de ser dispuestos en un orden serial dando prioridad
al primer principio sobre el segundo. Esta ordenación significa que las
violaciones a las libertades básicas iguales protegidas por el primer principio
no pueden ser justificadas ni compensadas mediante mayores ventajas sociales
y económicas. Estas libertades tienen un ámbito central de aplicación
dentro del cual pueden ser objeto de límites y compromisos solamente cuanLOS
PRINCIPIOS DE LA JUSTICIA 69
do entren en conflicto con otras libertades básicas. Dado que pueden ser limitadas
cuando entran en conflicto unas con otras, ninguna de estas libertades
es absoluta; sin embargo, están proyectadas para formar un sistema y
este sistema ha de ser el mismo para todos. Es difícil, y quizá imposible, dar
una especificación completa de estas libertades con independencia de las particulares
circunstancias sociales, económicas y tecnológicas de una sociedad
dada. La hipótesis es que la forma general de una lista semejante podría ser
ideada con suficiente exactitud como para sostener esta concepción de la justicia.
Por supuesto que las libertades que no estuviesen en la lista, por ejemplo,
el derecho a poseer ciertos tipos de propiedad (por ejemplo, los medios
de producción) y la libertad contractual, tal como es entendida por la doctrina
del laissez-faire, no son básicas, y por tanto no están protegidas por la
prioridad del primer principio. Finalmente, en relación con el segundo principio,
la distribución de la riqueza y el ingreso y la accesibilidad a los puestos
de autoridad y responsabilidad, habrán de ser consistentes, tanto con las
libertades de igual ciudadanía como con la igualdad de oportunidades.
Los dos principios son bastante específicos en su contenido, y su aceptación
descansa en ciertas suposicones que luego trataré de explicar y justificar.
Por el momento, habrá de observarse que estos principios son un caso
especial de una concepción más general de la justicia que puede ser expresada
como sigue:
Todos los valores sociales —libertad y oportunidad, ingreso y riqueza, así como
las bases del respeto a sí mismo— habrán de ser distribuidos igualitariamente a
menos que una distribución desigual de alguno o de todos estos valores redunde
en una ventaja para todos.
La injusticia consistirá entonces, simplemente, en las desigualdades que no
benefician a todos. Por supuesto que esta concepción es extremadamente
vaga y requiere ser interpretada.
Como primer paso, supongamos que la estructura básica de la sociedad
distribuye ciertos bienes primarios, esto es, cosas que se presume que todo
ser racional desea. Estos bienes tienen normalmente un uso, sea cual fuere
el plan racional de vida de una persona. En gracia a la simplicidad supongamos
que los principales bienes primarios a disposición de la sociedad son
derechos, libertades, oportunidades, ingreso y riqueza. (Más adelante, en la
Tercera Parte, el bien primario del respeto a sí mismo ocupará un lugar central.)
Éstos son los bienes primarios. Otros bienes primarios tales como la salud
y el vigor, la inteligencia y la imaginación, son bienes naturales; aunque
su posesión se vea influida por la estructura básica, no están directamente
bajo su control. Imaginemos entonces un acuerdo hipotético inicial en el cual
todos los bienes sociales primarios sean distribuidos igualitariamente: cada
quien tiene derechos y deberes semejantes, y el ingreso y la riqueza se com70
LA TEORÍA
parten igualitariamente. Este estado de cosas ofrece un punto de referencia
para juzgar las mejorías. Si ciertas desigualdades de riqueza y diferencias en
autoridad hicieran mejorar a todos en esa hipotética situación inicial, entonces
estarían de acuerdo con la concepción general.
Ahora bien es posible, al menos teóricamente, que al ceder algunas de sus
libertades fundamentales los hombres sean suficientemente compensados por
medio de las ganancias sociales y económicas resultantes. La concepción general
de la justicia no impone restricciones respecto al tipo de desigualdades
que son permisibles; únicamente exige que se mejore la posición de cada
uno. No necesitamos suponer nada tan drástico como el consentir una condición
de esclavitud. Imaginemos en cambio que las personas están dispuestas
a renunciar a ciertos derechos políticos cuando las compensaciones económicas
sean significativas. Éste es el tipo de intercambio que eliminan los
dos principios; estando dispuestos en un orden serial no permiten intercambios
entre libertades básicas y ganancias económicas y sociales, excepto
bajo circunstancias atenuantes (§§ 26 y 39).
En su mayor parte dejaré de lado la concepción general de la justicia y
examinaré en cambio los dos principios en orden serial. La ventaja de este
procedimiento es que desde un principio se reconoce la cuestión de las prioridades,
haciéndose un esfuerzo por encontrar principios para estructurarla.
Nos veremos obligados a ocuparnos detenidamente de las condiciones en
las cuales sería razonable reconocer el valor absoluto de la libertad con respecto
a las ventajas sociales y económicas, tal y como lo define el orden lexicográfico
de los dos principios. A primera vista, esta jerarquía aparece extrema
y como un caso demasiado especial; sin embargo, existe una mayor justificación
para ella que la que pudiera parecer a primera vista, o al menos es lo
que mantendré (§ 82). Más aún, la distinción entre derechos y libertades
fundamentales, y beneficios sociales y económicos señala una diferencia entre
los bienes sociales primarios, que debemos tratar de explotar. Sugiere
una división importante en el sistema social. Por supuesto, las distinciones
trazadas y el orden propuesto son, en el mejor de los casos, únicamente aproximaciones.
Seguramente que existen circunstancias en las que fracasan. Sin
embargo, es esencial diseñar claramente las líneas principales de una concepción
razonable de la justicia; y, en todo caso, en diversas condiciones, los
dos principios en un orden serial pueden servir bastante bien.
El hecho de que los dos principios se apliquen a las instituciones tiene
ciertas consecuencias. Ante todo, los derechos y libertades básicos a los que
se refieren estos principios son aquellos que están definidos por las reglas públicas
de la estructura básica. El que los hombres sean libres está determinado
por los derechos y deberes establecidos por las principales instituciones
de la sociedad. La libertad es cierto esquema de formas sociales. El primer
principio requiere simplemente que ciertos tipos de reglas, aquellas que deLOS
PRINCIPIOS DE LA JUSTICIA 71
finen las libertades básicas, se apliquen a cada uno equitativamente y que
permitan la mayor extensión de libertad compatible con una libertad semejante
para todos. La única razón para circunscribir los derechos que definen
la libertad y hacer menos extensivas las libertades básicas, es que de otra manera
estos derechos, como están institucionalmente definidos, interfieran unos
con otros.
Otra cosa que se debe tomar en cuenta es que cuando los principios mencionen
personas o exijan que todos obtengan ganancias de una desigualdad,
la referencia se hace a las personas representativas que desempeñan diversas
posiciones sociales o cargos establecidos por la estructura básica. Así, al
aplicar el segundo principio supongo que es posible asignar una expectativa
de bienestar a los individuos representativos que ocupan estas posiciones.
Esta expectativa indica sus perspectivas de vida tal y como se ven desde
su posición social. En general, las expectativas de las personas representativas
dependen de la distribución de derechos y obligaciones hecha en la estructura
básica. Las expectativas están conectadas: al aumentar las perspectivas
del hombre representativo de una posición, posiblemente aumentamos
o disminuimos las perspectivas de hombres representativos de otras posiciones.
Puesto que el segundo principio (o más bien la primera parte de él)
se aplica a formas institucionales, se refiere a las expectativas de individuos
representativos. Tal y como lo discutiré más adelante (§ 14) ninguno de los
principios se aplica a la distribución de bienes particulares a individuos particulares
que puedan ser identificados por sus nombres propios. La situación
en la cual alguien piensa en cómo asignar ciertos bienes a personas necesitadas
que les son conocidas, no se encuentra dentro del ámbito de los principios:
están destinados a regular los acuerdos institucionales básicos. No
debemos suponer que exista mucha semejanza, desde el punto de vista de
la justicia, entre la asignación administrativa de bienes hecha a personas
específicas y el diseño correcto de una sociedad. Nuestras intuiciones de
sentido común en el primer caso pueden resultar una mala guía para el segundo.
Ahora bien, el segundo principio insiste en que cada persona se beneficie
de las desigualdades permisibles dentro de la estructura básica. Esto quiere
decir que para cada hombre representativo relevante, definido por esta estructura,
tiene que ser razonable que, al ver que la empresa funciona, prefiere
sus perspectivas con la desigualdad en lugar de las que tendría sin ella.
No está permitido justificar diferencias en ingresos o en cargos de autoridad
y responsabilidad basándose en que las desventajas de quienes están en una
posición se compensan por las mayores ventajas de quienes están en otra.
Menos aún se pueden equilibrar de este modo las restricciones a la libertad.
Es obvio, sin embargo, que existe un número indefinido de soluciones según
las cuales todos pueden tener ventajas al tomar como punto de referencia al
72 LA TEORÍA
acuerdo inicial de igualdad. ¿Cómo habremos de escoger entonces entre estas
posibilidades? Los principios tendrán que ser especificados de modo tal
que produzcan una conclusión determinada. Me ocuparé ahora de este
problema.
12. INTERPRETACIONES DEL SEGUNDO PRINCIPIO
Ya he mencionado que las frases "ventajas para todos" e "igualmente asequible
a todos" son ambiguas, partes ambas del segundo principio tienen
dos sentidos naturales. Puesto que los sentidos son independientes uno de
otro, el principio tiene cuatro significados posibles. Suponiendo que el primer
principio de igual libertad mantenga todo el tiempo el mismo sentido,
tenemos entonces cuatro interpretaciones de los dos principios. Éstas se indican
en el siguiente cuadro:
Esbozaré por orden cada una de estas tres interpretaciones: el sistema de
libertad natural, igualdad liberal e igualdad democrática. En algún sentido
esta secuencia es la más intuitiva, pero la secuencia por vía de la interpretación
de la aristocracia natural no carece de interés, por lo cual la comentaré
brevemente. Al elaborar la justicia como imparcialidad, tenemos que decidir
qué interpretación ha de ser preferida. Adoptaré la de la igualdad democrática,
explicando en este capítulo, lo que esta noción significa. El razonamiento
en pro de su aceptación en la posición original no comenzará sino
hasta el próximo capítulo.
A la primera interpretación (en cualquiera de las secuencias) la llamaré
sistema de libertad natural. En esta formulación la primera parte del segundo
principio se entiende como el principio de la eficacia ajustado de modo
que se aplique a las instituciones o, en este caso, a la estructura básica de la
sociedad; y la segunda parte se entiende como un sistema social abierto en
el cual, para usar la frase tradicional, las profesiones se abren a las capacidades.
En todas las interpretaciones supongo que el primer principio de
igual libertad ha sido satisfecho y que la economía es, en términos generales,
un sistema de mercado libre, aunque los medios de producción pueden
o no ser propiedad privada. El sistema de libertad natural afirma entonces,
"Igualmente asequible"
Igualdad como posibilidades
abiertas a las capacidades
Igualdad como igualdad de
oportunidades equitativas
"Ventaja para todos"
Principio de eficiencia Principio de diferencia
Sistema de libertad natural Aristocracia natural
Igualdad liberal Igualdad democrática
LOS PRINCIPIOS DE LA JUSTICIA 73
que una estructura básica que satisfaga el principio de eficiencia y en la cual
los empleos son asequibles para quienes tengan la capacidad y el deseo de
obtenerlos, conducirá a una distribución justa. Se piensa que el asignar derechos
y deberes de esta manera proporcionará un esquema que distribuya el
ingreso y la riqueza, la autoridad y la responsabilidad, de un modo equitativo
sea como fuere esta distribución. La doctrina incluye un elemento importante
de la justicia puramente procesal, que es arrastrado hacia otras interpretaciones.
A esta altura es necesario hacer una breve digresión para explicar el principio
de eficiencia. Este principio es simplemente la optímalidad de Pareto
(como lo llaman los economistas) formulado de modo que se aplique a la
estructura básica.7 Usaré siempre el término "eficiencia" en vez de "optímalidad"
ya que es literalmente correcto y además el segundo término sugiere
que el concepto es más amplio de lo que en realidad es.8 Por lo demás, este
principio no estaba originalmente destinado a aplicarse a instituciones, sino
a configuraciones particulares del sistema económico; por ejemplo, a la distribución
de bienes entre consumidores o a modos de producción. El principio
afirma que una configuración es eficiente siempre que sea posible cambiarla
de modo que beneficie a algunas personas (al menos una) sin que al
mismo tiempo dañe a otras personas (al menos una). Así, la distribución de
una provisión de mercancías entre ciertos individuos es eficiente si no existe
una redistribución de estos bienes que mejore las circunstancias de al menos
uno de estos individuos sin que otro resulte perjudicado. La organización
de la producción es eficiente si no hay manera de alterar los insumos de modo
que se produzca más de alguna mercancía sin que se produzca menos de
otra. Ya que, si pudiésemos producir más de un bien sin tener que renunciar
a algo de otro, la provisión mayor de bienes podría emplearse para mejorar
circunstancias de algunas personas sin empeorar las de otras. Estas aplicaciones
del principio muestran que es, en efecto, un principio de eficiencia. Una
distribución de bienes o un esquema de producción es ineficiente cuando hay
modos de mejorarlo para algunos individuos sin hacerlo peor para otros.
7 Existen exposiciones de este principio en casi todos los trabajos sobre teoría de precios y
elección social. Una de enorme lucidez es la que podemos leer en Three Essat/s on the State of
Econotnic Science, de T. C. Koopmans (Nueva York, McGraw-Hill, 1957), pp. 41-66. Véase también
A. K. Sen, Collective Cholee and Social Walfare (San Francisco, Holden-Day Inc. 1970), pp. 21 ss.
Estos trabajos contienen todo —y más— de lo que nuestros propósitos en este libro requieren
y el último se enfrenta con los problemas filosóficos pertinentes. El principio de eficiencia fue
introducido por Vilfredo Pareto en su Manuel d'économie politique (París, 1909), cap. VI, § 53 y
apéndice, § 89. Una traducción de los pasajes más importantes puede leerse en Utility Theory.
A Book ofReadings, de A. N. Page (Nueva York, John Wiley, 1968), pp. 38 ss. El concepto paralelo
de la indiferencia de las curvas se remonta a F. Y. Edgeworth, Mathematical Psychies (Londres,
1888), pp. 20-29; también en Page, pp. 160-167.
8 Sobre este punto véase Three Essays on the State of Econotnic Science, de Koopmans, p. 49,
quien hace notar que un término como "eficiencia asignativa" ("allocative efficieney") hubiera
sido un nombre más exacto.
74 LA TEORÍA
Supondré que los grupos en la posición original aceptan este principio para
juzgar la eficiencia de los arreglos económicos y sociales. (Véase la siguiente
discusión respecto al principio de eficiencia.)
El principio de eficiencia
Supongamos que existe una provisión fija de mercancías para ser distribuida
entre dos personas: x: y x2. Supongamos ahora que la curva AB representa
los puntos tales que, dada la ganancia de xx en el nivel correspondiente,
no hay manera de distribuir las mercancías de tal forma que x2 mejore
respecto al punto indicado por la curva. Considérese el punto D = (a,b). Entonces,
manteniendo xx al nivel a, lo mejor que puede hacerse por x2 es el
nivel b. En la gráfica 3 el punto O, el origen, representa la posición antes de
que se distribuya ninguna mercancía. Los puntos en la curva AB son los puntos
eficientes. Puede verse que cada punto de AB satisface el criterio de Pareto:
no existe una redistribución tal que mejore a alguna persona sin empeorar
a otra. Esto lo muestra el hecho de que la curva AB se inclina hacia abajo
a la derecha. Puesto que la cantidad de bienes es fija, se supone que mientras
una persona gana, la otra pierde. (Por supuesto que esta suposición no se
mantiene en el caso de la estructura básica que es un sistema de cooperación
que produce una suma de ventajas positivas.) Comúnmente la región OAB
es considerada como un conjunto convexo. Esto significa que dado cualquier
par de puntos en el conjunto, los puntos sobre la línea recta que los une están
también en el conjunto. Los círculos, elipses, cuadrados, triángulos y demás
son conjuntos convexos.
Es claro que existen muchos puntos eficientes; de hecho lo son todos los
LOS PRINCIPIOS DE LA JUSTICIA 75
puntos de la curva AAB. El principio de eficiencia no selecciona por sí mismo
una distribución específica de mercancías como la más eficiente. Para escoger
entre las distribuciones eficientes es necesario otro principio, digamos
un principio de justicia.
Si de dos puntos uno está al nordeste de otro, este punto es superior de
acuerdo con el principio de eficiencia. Puntos que se encuentren al noroeste
o al sudeste no son comparables. La ordenación definida mediante el principio
de eficiencia sólo es parcial. Así, en la gráfica 4, mientras que C es superior a
£, y D es superior a F, ninguno de los puntos de la curva AB es superior o
inferior entre sí. La clase de puntos eficientes puede no jerarquizarse. Incluso
los puntos extremos A y B, en los cuales una de las partes lo tiene todo,
son tan eficientes como cualquier otro punto sobre AB.
Obsérvese que no se puede decir que cualquier punto de la curva A B sea
superior a todos los puntos en el interior de OAB. Cada punto en AB es superior
solamente a aquellos puntos en el interior al sudoeste de aquél. Así, el
punto D es superior a todos los puntos que se encuentran dentro del rectángulo
indicado por las líneas punteadas que unen a D con los puntos a y b.
El punto D no es superior al punto E. Estos puntos no pueden ordenarse.
Sin embargo, el punto C es superior a E e igualmente lo son todos los puntos
sobre la curva AB que pertenecen a la pequeña región triangular sombreada
que tiene al punto E como esquina.
Si, por otra parte, se considera que la línea de 45° indica el lugar de la distribución
equitativa (lo cual supone una interpretación cardinal interpersonal
de los ejes, algo que no se había supuesto en las observaciones precedentes),
y si se toma esto como una base adicional de decisión, entonces, to76
LA TEORÍA
mando todo en cuenta, el punto D puede ser preferible tanto a C como a E,
puesto que está más cerca de esta línea. Podría incluso decidirse que un
punto interior tal como F habría de preferirse a C, que es un punto eficiente.
En realidad, en la justicia como imparcialidad, los principios de la justicia tienen
prioridad sobre las consideraciones de eficiencia y, por tanto, hablando
en términos generales, los puntos interiores que representan distribuciones
justas serán generalmente preferidos a los puntos eficientes que representan
distribuciones injustas. Por supuesto, la gráfica 4 representa una situación
muy sencilla y no puede ser aplicada a la estructura básica.
Ahora bien, el principio de eficiencia puede ser aplicado a la estructura
básica mediante referencia a las expectativas de los hombres representativos.
9 Así, podemos decir que un sistema de derechos y deberes en la estructura
básica es eficiente si y sólo si es imposible cambiar las reglas y redefinir
el esquema de derechos y deberes, de modo que se aumenten las expectativas
de cualquiera de los hombres representativos (al menos uno) sin que al mismo
tiempo se reduzcan las expectativas de algún otro (al menos uno). Por
supuesto, estas alteraciones tienen que ser congruentes con los otros principios.
Esto es, al cambiar la estructura básica no nos está permitido violar el
principio de igual libertad o la exigencia de posiciones abiertas. Lo que puede
alterarse es la distribución de ingresos y de riqueza y el modo según el
cual aquellos que tienen posiciones de autoridad y responsabilidad pueden
regular las actividades cooperativas. La distribución de estos bienes primarios
puede ajustarse de modo que modifique las expectativas de los individuos
representativos, siendo congruente con las restricciones de libertad
y accesibilidad. Una disposición de la estructura básica es eficaz cuando no
hay manera alguna de cambiar esta distribución de modo tal que aumenten
las perspectivas de alguien sin reducir las de otros.
Supondré que existen muchas configuraciones eficientes de la estructura
básica. Cada una de ellas especifica una división particular de las ventajas de
la cooperación social. El problema es escoger entre ellas, encontrar una concepción
de la justicia que seleccione una de estas distribuciones eficientes como
también justa. Si logramos hacerlo así, habremos ido más allá de la mera
eficiencia, pero de un modo compatible con ella... Ahora bien, es natural probar
la idea de que en tanto el sistema social sea eficiente, no hay razón para
preocuparse de la distribución. En este caso todas las configuraciones eficientes
son declaradas igualmente justas. Por supuesto, esta sugerencia es-
Para la aplicación del criterio de Pareto a los sistemas de reglas públicas, véase "The Relevance
of Pareto Optimality", de J. M. Buchanan, en Journal ofConflict Resolution, vol. 6 (1962),
así como su libro con Gordon Tullock, The Calculus of Consent (Ann Arbor, The University of
Michigan Press, 1962). Al aplicar éste y otros principios a instituciones, sigo uno de los puntos
de "Two Concepts of Rules", Philosophical Review, vol. 64 (1955). El hacerlo asi tiene la ventaja,
entre otras cosas, de condicionar el empleo de los principios a los efectos de la publicidad.
Véase § 23, nota 8.
LOS PRINCIPIOS DE LA JUSTICIA 77
taría fuera de lugar tratándose de la distribución de bienes particulares a individuos
conocidos. Nadie supondría que es una cuestión improcedente desde
el punto de vista de la justicia el que cualquiera de entre un grupo de
hombres lo tuviese todo. Sin embargo, la sugerencia parece igualmente irrazonable
para la estructura básica. Así, podría ser que en ciertas condiciones
no pudiese reformarse significativamente el régimen de servidumbre sin
reducir las expectativas de algún hombre representativo, digamos de los terratenientes,
en cuyo caso la servidumbre es eficiente. Aun así puede suceder
también que en las mismas condiciones un sistema de trabajo libre no pueda
ser alterado sin reducir las expectativas de algún otro hombre representativo,
digamos de los trabajadores libres; así esta configuración sería igualmente
eficaz. En términos más generales, supongamos que siempre que una
sociedad esté dividida de manera pertinente en un número de clases, es posible
maximizar respecto a cualquiera de sus hombres representativos a la
vez. Esas máximas dan al menos muchas posiciones eficaces, ya que no es
posible apartarse de ninguna de ellas para elevar las expectativas de otros, sin
disminuir las del hombre representativo con respecto al cual se definió el
máximo. Así, cada uno de estos extremos es eficiente, pero seguramente no
todos serán justos.
Ahora bien, estas reflexiones sólo muestran lo que hemos sabido todo el
tiempo, esto es, que el principio de eficiencia no puede servir por sí solo como
concepción de la justicia.10 Por tanto, deberá ser complementado de algún
modo. En el sistema de la libertad natural el principio de eficiencia se ve
restringido por ciertas instituciones subyacentes; cuando estas restricciones
son satisfechas, cualquier distribución eficaz que resulte es aceptada como
justa. El sistema de libertad natural selecciona una distribución eficaz más o
menos del siguiente modo. Supongamos que sabemos por la teoría económica
que según las suposiciones comunes que definen una economía de mercado
competitivo, los ingresos y la riqueza serán distribuidos de un modo
eficaz, y que cualquier distribución eficaz que resulte en un periodo dado está
determinada por la distribución inicial de activos, esto es, por la distribución
inicial del ingreso y la riqueza y de las capacidades y talentos naturales. Con
cada distribución inicial se llegará a un determinado resultado eficiente. Así
resultará que, si hemos de aceptarlo como justo y no meramente como eficiente,
tenemos que aceptar la base sobre la cual se determinará la distribución
inicial de los activos.
En el sistema de libertad natural la distribución inicial está regulada por
10 Este hecho es generalmente reconocido en la economía del bienestar, al decirse que la eficiencia
ha de ser equilibrada frente a la equidad. Véase, por ejemplo, Tibor Scitovsky, Welfare
and Competition (Londres, George Alien and Unwin, 1952), pp. 60-69 y también I. M. D. Little,
A Critique of Welfare Economics, 2- ed. (Oxford, The Clarendon Press, 1957), cap. vi, esp. pp. 112-
116. Véanse las observaciones de Sen sobre las limitaciones del principio de eficiencia, en Coledme
Choice and Social Welfare, pp. 22, 24-26,83-86.
78 LA TEORÍA
los arreglos implícitos en la concepción de los puestos asequibles a las capacidades
(tal como se definió anteriormente). Estos arreglos presuponen un
trasfondo de igual libertad (tal como lo especifica el primer principio) y una
economía de mercado libre. Requieren una igualdad formal de oportunidades
de modo que todos tengan al menos los mismos derechos legales de acceso
a las posiciones sociales ventajosas. Pero dado que no se hace ningún
esfuerzo por conservar una igualdad o una semejanza de las condiciones
sociales excepto en la medida en que esto sea necesario para conservar las
instituciones de fondo requeridas, la distribución inicial de activos para cualquier
periodo está fuertemente influida por contingencias naturales y sociales.
La distribución existente del ingreso y de la riqueza, por ejemplo, es el
efecto acumulativo de distribuciones previas de los activos naturales —esto
es, talentos y capacidades naturales—, en la medida en que éstos hayan sido
o no desarrollados y su uso favorecido u obstaculizado en el transcurso del
tiempo por circunstancias sociales y contingencias fortuitas tales como accidentes
y buena suerte. Intuitivamente la injusticia más obvia del sistema de
libertad natural es que permite que las porciones distributivas se vean indebidamente
influidas por estos factores que desde el punto de vista moral son
tan arbitrarios.
La interpretación liberal, como la llamaré en lo sucesivo, trata de corregir
esto añadiendo a la exigencia de los puestos abiertos a las capacidades,
la condición adicional del principio de la justa igualdad de oportunidades. La
idea aquí es que los puestos han de ser abiertos no sólo en un sentido formal,
sino haciendo que todos tengan una oportunidad equitativa de obtenerlos.
No está del todo claro qué quiere decir esto, pero podríamos decir que
quienes tengan capacidades y habilidades similares deberían tener perspectivas
de vida similares. Más específicamente: suponiendo que existe una distribución
de las capacidades naturales, aquellos que están en el mismo nivel
de capacidades y habilidades y tienen la misma disposición para usarlas, deberían
tener las mismas perspectivas de éxito, cualquiera que su posición
inicial en el sistema social. En todos los sectores de la sociedad debería haber,
en términos generales, las mismas perspectivas de cultura y de éxito para
todos los que se encuentran igualmente motivados y dotados. Las expectativas
de aquellos que tengan las mismas capacidades y aspiraciones no deberían
verse afectadas por sus clases sociales.11
La interpretación liberal de los dos principios intenta, pues, mitigar la
influencia de las contingencias sociales y de la fortuna natural sobre las porciones
distribuidas. Para alcanzar este fin es necesario imponer nuevas con-
11 Esta definición sigue la sugerencia de Sidgwick en Tlw Metlwds of Ethics, p. 285n. Véase
también Equality, de R. H. Tawney (Londres, George Alien and Unwin, 1931), cap. II» secc. B y
"The Idea of Equality", de B. A. O. Williams, en Philosophy, Polítics and Society, ed. Peter Laslett
y W. G. Runciman (Oxford, Basil Blackwell, 1962), pp. 125 ss.
LOS PRINCIPIOS DE LA JUSTICIA 79
diciones estructurales al sistema social. Los arreglos del libre mercado deben
tener lugar dentro de un marco de instituciones políticas y jurídicas que regulen
las tendencias generales de los sucesos económicos y conserven las condiciones
sociales necesarias para la justa igualdad de oportunidades. Los
elementos de este marco son bastante familiares, aunque quizá valiera la
pena recordar la importancia que tiene impedir la acumulación excesiva de
propiedades y de riqueza y mantener la igualdad de oportunidades educativas
para todos. Las probabilidades de adquirir los conocimientos y las técnicas
culturales no deberían depender de la posición de clase; asimismo, el
sistema escolar sea público o privado, debería ser planeado para derribar
las barreras de clase.
Mientras que la concepción liberal parece claramente preferible al sistema
de libertad natural, intuitivamente parece aún defectuosa. Entre otras
cosas, aun si funcionase a la perfección eliminando la influencia de las contingencias
sociales, de todas maneras permitiría que la distribución de la riqueza
y del ingreso fuesen determinadas por la distribución natural de capacidades
y talentos. Dentro de los límites permitidos por las condiciones
subyacentes, las porciones distribuidas se deciden conforme al resultado de
una lotería natural; y desde una perspectiva moral este resultado es arbitrario.
No hay mejor razón para permitir que la distribución del ingreso y la riqueza
sea resuelta en función de las capacidades naturales, a que lo sea en
favor de las contingencias sociales e históricas. Más aún, el principio de la
igualdad de oportunidades sólo puede realizarse imperfectamente, al menos
mientras exista en alguna forma la institución de la familia. El grado en que
se desarrollen y fructifiquen las capacidades naturales se ve afectado por
todo tipo de condiciones sociales y actitudes de clase. Incluso la buena disposición
para hacer un esfuerzo, para intentarlo, y por tanto ser merecedor
del éxito en el sentido ordinario, depende de la felicidad en la familia y de
las circunstancias sociales. En la práctica es imposible asegurar a los igualmente
dotados iguales probabilidades culturales y de superación, y por tanto
podríamos desear adoptar un principio que reconociera este hecho y mitigara
también los efectos arbitrarios de la lotería natural. El que la concepción
liberal no lo haga fortalece la búsqueda de otra interpretación de los dos
principios de la justicia.
Antes de ocuparnos de la concepción de la igualdad democrática, deberíamos
decir algo acerca de la aristocracia natural. Según este punto de vista no
se hace ningún intento por regular las contingencias sociales que vaya más
allá de lo requerido por la igualdad formal de oportunidades; pero las ventajas
de las personas con los mayores dones naturales habrán de limitarse
mediante aquellas que promueven el bien de los sectores más pobres de la
sociedad. El ideal aristocrático se aplica a un sistema abierto, al menos desde
el punto de vista jurídico, y la situación más ventajosa de los que son favo80
LA TEORÍA
recidos en él es considerada como justa sólo en el caso en que aquellos que
están abajo tuvieran menos cuando se les diese menos a los de arriba.12 De esta
manera se transfiere la idea de noblesse oblige a la concepción de aristocracia
natural.
Ahora bien, tanto la concepción liberal como la de la aristocracia natural
son inestables, ya que una vez que estemos insatisfechos por la influencia
tanto de las contingencias sociales como de la fortuna natural sobre la determinación
de las porciones distributivas, estamos obligados por la reflexión a
estar inconformes con la influencia de ambas. Desde un punto de vista moral,
ambas parecen igualmente arbitrarias. Así, aunque nos alejemos del sistema
de la libertad natural, no podemos estar satisfechos sino con la concepción
democrática. Esta concepción es la que tengo que aclarar ahora, teniendo
en cuenta que ninguna de las observaciones precedentes constituye un
argumento en su favor ya que, estrictamente hablando, en una teoría contractual
todos los argumentos habrán de hacerse en términos de lo que sería
racional elegir en la posición original. Aquí en lo que me ocupo es en allanar
el camino para la interpretación favorable de los dos principios, de modo
que estos criterios, especialmente el segundo, no le parezcan exagerados
al lector. Una vez que intentemos encontrar una formulación de ellos que
trate a todos los hombres por igual en tanto que personas morales, y que no
pondere su participación en los beneficios y cargas de la cooperación social
de acuerdo con su fortuna social o a su suerte en la lotería natural, la interpretación
democrática resultará la mejor elección entre las cuatro alternativas
del cuadro. Hechos estos comentarios a modo de prefacio, me ocuparé
ahora de esta concepción.
13. LA IGUALDAD DEMOCRÁTICA Y EL PRINCIPIO DE DIFERENCIA
La interpretación democrática, tal y como lo sugiere el cuadro, se obtiene
combinando el principio de la justa igualdad de oportunidades con el principio
de diferencia. Este principio suprime la indeterminación del principio
de eficiencia al especificar una posición particular desde la cual habrán de
juzgarse las desigualdades económicas y sociales de la estructura básica.
Dando por establecido el marco de las instituciones requeridas por la libertad
igual y la justa igualdad de oportunidades, las expectativas más elevadas
2 Esta formulación del ideal aristocrático se deriva de la exposición de la aristocracia que
hace Santayana en el cap. rv de Reason and Society (Nueva York, Charles Scribner, 1905), pp. 109 ss.
Dice, por ejemplo, "un régimen aristocrático sólo puede ser justificado irradiando beneficios
y demostrando que cuanto menos se les dé a los de arriba, menos alcanzarán los de abajo". Estoy
en deuda con Robert Rodes por hacerme ver que la aristocracia natural es una posible interpretación
de los principios de la justicia y que un sistema feudal ideal puede también tratar de
cumplir con el principio de la diferencia.
LOS PRINCIPIOS DE LA JUSTICIA 81
de quienes están mejor situados son justas si y sólo si funcionan como parte
de un esquema que mejora las expectativas de los miembros menos favorecidos
de la sociedad. La idea intuitiva es que el orden social no ha de
establecer y asegurar las perspectivas más atractivas de los mejor situados a
menos que el hacerlo vaya en beneficio de los menos afortunados. (Véase
a continuación el análisis del principio de diferencia.)
El principio de diferencia
Supongamos ahora que las curvas de indiferencia representan distribuciones
consideradas igualmente justas. Entonces el principio de diferencia resulta
una concepción fuertemente igualitaria en el sentido de que, a menos
que exista una distribución que mejore a las personas (limitándonos para
mayor simplicidad al caso de dos personas), se preferirá una distribución
igual. Las curvas de indiferencia tienen la forma representada en la gráfica V.
Éstas están formadas por líneas verticales y horizontales que intersecan en
ángulos rectos sobre la linea de 45° (suponiéndose nuevamente una interpretación
interpersonal y cardinal de los ejes). Por mucho que se mejore la situación
de una de las personas, desde el punto de vista del principio de diferencia,
no habrá ganancia a menos que la otra también se beneficie.
Supongamos que x: es el hombre representativo más favorecido en la estructura
básica. En la medida en que sus expectativas aumentan, aumentarán
también las de x2, el menos favorecido. Sea la curva OP de la gráfica 6
la representación de la contribución hecha a las expectativas de x2 por las
mayores de X,. El punto O, el origen, representa el estado hipotético en el
cual todos los bienes sociales primarios se distribuyen igualitariamente. Aho82
LA TEORÍA
ra la curva OP estará siempre por debajo de la línea de 45°, puesto que xx
está siempre en mejor posición. Por esto las únicas partes pertinentes de las
curvas de indiferencia son aquellas que están bajo esta línea y por esta razón
la parte superior izquierda de la gráfica 6 no aparece dibujada. Obviamente
el principio de diferencia sólo se satisface perfectamente cuando la curva
OP es precisamente tangente a la curva de indiferencia más elevada que
toca. En la gráfica vi éste es el punto a.
Nótese que la curva OP, la curva de la contribución, asciende hacia la derecha,
puesto que se supone que la cooperación social definida por la estructura
básica sea ventajosa para ambas partes. No se trata ya de "barajar"
un abasto fijo de bienes; y nada se pierde si una comparación interpersonal
exacta de beneficios resulta imposible. Basta que se pueda identificar a la persona
menos favorecida y determinar su preferencia racional.
Una perspectiva menos igualitaria que la del principio de diferencia, que
quizá sea más plausible a primera vista, sería aquella en la cual las líneas de
indiferencia para distribuciones justas (o así consideradas) fuesen curvas
poco pronunciadas y convexas con respecto a su origen, tal como aparecen
en la gráfica 7. Las curvas de indiferencia para las funciones de bienestar
social se representan con frecuencia de esta manera. Esta forma de las curvas
expresa el hecho de que cuando una de las personas obtiene ventajas en relación
con la otra, sus beneficios ulteriores van siendo cada vez menos valiosos
desde un punto de vista social.
A un utilitario clásico, por otra parte, le será indiferente cómo se distribuya
una suma constante de beneficios. El apelaría a la igualdad sólo para romper
nexos. Cuando hay solamente dos personas y se supone una interpretación
cardinal interpersonal de los ejes, las líneas de indiferencia del utilitario para
la distribución son líneas rectas perpendiculares a la bisectriz. Sin embargo,
dado que xl y x2 son personas representativas, sus ganancias tienen que ser
valoradas según el número de personas que cada una representa. Como posiblemente
x2 represente a más personas que xv las curvas de indiferencia se
volverán más horizontales, tal y como se ve en la gráfica 8. La proporción entre
el número de aventajados y el número de los menos favorecidos definirá
la inclinación de estas líneas rectas. Si se dibuja la misma curva de contribución
OP que en la gráfica 6, se verá que la mejor distribución desde un punto
de vista utilitario se alcanza en un punto que está más allá del punto b en el
cual la curva OP alcanza su máximo. Dado que según el principio de diferencia
ha de escogerse el punto b, el cual está siempre a la izquierda de a, el utilitarismo
permite, en condiciones iguales, mayores desigualdades.
Para ilustrar el principio de diferencia considérese la distribución del ingreso
entre las clases sociales. Supongamos que los diversos grupos de ingresos
se correlacionan con individuos representativos cuyas expectativas nos
permitirán juzgar la distribución. Así, por ejemplo, alguien que en una deLOS
PRINCIPIOS DE LA JUSTICIA 83
mocracia con propiedad privada empieza como miembro de la clase empresarial
tendrá mejores perspectivas que quien empieza en la clase de obreros
no calificados. Parece probable que esto sería verdadero incluso cuando se
eliminasen las injusticias sociales que existen ahora. ¿Qué es, entonces, lo que
puede justificar este tipo de desigualdad inicial en las perspectivas de vida?
Según el principio de diferencia sólo es justificable si la diferencia de expectativas
funciona en beneficio del hombre representativo peor colocado, en
este caso el obrero no calificado representativo. La desigualdad en las expectativas
es permisible sólo si al reducirla se empeora aún más a la clase obrera.
Supuestamente, dada la condición adicional en el segundo principio relativa
a la asequibilidad de puestos y dado el principio de libertad en general, las
mayores expectativas permitidas a los empresarios los estimulan a hacer
cosas que aumentarán las expectativas de la clase laboral. Sus mejores perspectivas
actúan como incentivos que harán más eficaz el proceso económico,
más rápida la introducción de innovaciones, etc. No voy a considerar la
medida en que esto es cierto. Lo que me interesa es que son argumentos de
este tipo los que deben ser presentados si es que estas desigualdades se volverán
justas por el principio de diferencia.
Sobre este principio quisiera hacer ahora algunas observaciones. Ante todo,
al aplicarlo se deben distinguir dos casos. El primero es aquel en que las
expectativas de los menos favorecidos de hecho se maximizan (sujetas por
supuesto, a las restricciones mencionadas). La supresión de cambios en las
expectativas de los mejor situados puede mejorar la situación de los peor situados.
La solución que se da produce lo que he llamado un esquema perfectamente
justo. El segundo caso es aquel en que las expectativas de los
más aventajados contribuyen al menos al bienestar de los más infortunados.
Es decir, que si sus expectativas fueran disminuidas, las perspectivas
de los menos aventajados descenderían también, y sin embargo el máximo
84 LA TEORÍA
no se hubiera alcanzado aún. Incluso unas mayores perspectivas de los más
aventajados aumentarían las expectativas de quienes están en las posiciones
más bajas. De tal esquema diré que es, en general, justo, aunque no sea
el arreglo más justo. Un esquema es injusto cuando una o más de las mayores
expectativas son excesivas. Si estas expectativas disminuyesen, la situación
de los menos favorecidos mejoraría. Cuan injusto sea un acuerdo es
algo que dependerá de lo excesivas que sean las mayores expectativas y de
la medida en que dependan de la violación de otros principios de justicia,
por ejemplo, la justa igualdad de oportunidades. Sin embargo, no intentaré
medir los grados de injusticia. Lo importante que debe observarse aquí es
que mientras que el principio de diferencia es, estrictamente hablando, un
principio de maximización, los casos que no lo satisfacen se distinguen entre
sí de modo esencial. Una sociedad debería tratar de evitar situaciones en
las cuales las contribuciones marginales de los mejor colocados sean negativas,
ya que, ceteris paribus, esto parece una falta más grave que el no alcanzar
el mejor esquema cuando estas contribuciones son positivas. El que la diferencia
entre ricos y pobres sea aún mayor viola tanto el principio de la
mutua ventaja como la igualdad democrática (§17).
Otra observación más. Vemos que el sistema de libertad natural y la concepción
liberal intentan ir más allá del principio de eficiencia. La concepción
democrática mantiene que aun cuando la justicia procesal puede invocarse,
al menos hasta cierto grado, la manera en que las interpretaciones
previas lo hacen deja todavía un margen excesivo a las contingencias naturales
y sociales. Debe notarse, no obstante, que el principio de diferencia es
compatible con el de eficiencia, ya que cuando se satisface por completo el
primero, es de hecho imposible mejorar a ninguna de las personas representativas
sin empeorar a otra, a saber, a la persona representativa de los menos
aventajados cuyas expectativas habremos de maximizar. Así, la justicia
se define de tal modo que sea congruente con la eficiencia, al menos cuando
los dos principios están plenamente satisfechos. Por supuesto que si la estructura
básica es injusta, estos principios autorizarán cambios que pudieran
reducir las expectativas de algunos de los mejor situados, y por lo tanto, la
concepción democrática no será congruente con el principio de eficiencia
si éste principio es considerado en el sentido de que sólo se permiten cambios
que mejoren las perspectivas de todos. La justicia tiene primacía frente
a la eficiencia y exige algunos cambios que en este sentido no son eficientes.
La congruencia se da sólo en el sentido de que un esquema perfectamente
justo sea también eficiente.
A continuación podemos considerar cierta complicación relativa al significado
del principio de diferencia. Se ha creído que si el principio se satisface,
todos salen beneficiados. Un sentido obvio en el que esto resulta así, es
aquel en que la posición de cada uno se mejora respecto al acuerdo inicial de
LOS PRINCIPIOS DE LA JUSTICIA 85
igualdad. Sin embargo, no hay nada que dependa de la posibilidad de identificar
este acuerdo inicial, ya que para la aplicación del principio de diferencia
no es importante que también estén los hombres en la posición original.
Simplemente maximizamos las expectativas de los menos favorecidos
sujetándolas a las restricciones requeridas. En tanto esto produzca beneficios
para todos, como hasta ahora lo he supuesto, en esa medida las ganancias estimadas
a partir de la situación hipotética de igualdad no vienen al caso, y
son casi imposibles de determinar. Puede existir, sin embargo, un segundo
sentido según el cual todos reciben ventajas cuando se satisface el principio
de diferencia, al menos con ciertos supuestos. Supongamos que las desigualdades
en las expectativas están "encadenadas": esto es, que si una ventaja
tiene el efecto de aumentar las expectativas de la posición más baja, entonces
aumentan las expectativas de todas las posiciones intermedias. Por ejemplo,
si las mayores expectativas para los empresarios benefician a los trabajadores
no calificados, también beneficiarán a los semicalificados. Nótese que
la conexión en cadena nada dice acerca del caso en que los menos aventajados
no ganan nada, luego ello no significa que todos los efectos se muevan
juntos. Supongamos, además, que las expectativas están "conectadas": esto
es, que es imposible aumentar o disminuir las expectativas de cualquier persona
representativa sin aumentar o disminuir al mismo tiempo las expectativas
de otra, en especial la del menos aventajado. No existe, por decirlo así,
ningún eslabón que se mueva libremente en el modo en que se conectan las
expectativas. Ahora bien, con estos supuestos hay un sentido según el cual
todos se benefician cuando se satisface el principio de diferencia, ya que el
representante que está mejor situado en una comparación hecha en ambos
sentidos, gana gracias a las ventajas que se le ofrecen, y el que está peor gana
por las contribuciones que hacen estas desigualdades. Por supuesto, estas
condiciones pueden no estar satisfechas, pero en este caso aquellos que están
mejor no deberían tener derecho de veto frente a los beneficios disponibles
para los menos favorecidos. Debemos seguir maximizando las expectativas
de los menos aventajados. (Véase a continuación la discusión de la conexión
en cadena.)
La conexión en cadena
Supongamos, para simplificar, que existen tres hombres representativos.
Sea Xj el más favorecido y x3 el menos, teniendo entre ellos a x2. Marqúense
las expectativas de x: a lo largo del eje horizontal y las de x2 y x3 en el vertical.
Las curvas que muestran la contribución del más favorecido a los otros
grupos, comienzan en el origen como posición teórica de la igualdad. Más
aún, existe un máximo de ganancia permitido al más favorecido, suponiéndose
que incluso si el principio de diferencia lo permitiera, habría efectos
86 LA TEORÍA
injustos sobre el sistema político u otros semejantes, excluidos por la primacía
de la libertad.
El principio de diferencia selecciona el punto en el cual la curva para x3
alcanza su máximo, por ejemplo el punto a en la gráfica 9.
La conexión en cadena significa que en cualquier punto en que la curva x3
suba hacia la derecha, la curva x2 también subirá, tal como sucede en los intervalos
a la izquierda de los puntos a y b en las gráficas 9 y 10. La conexión
en cadena nada dice acerca del caso en que la curva x3 descienda hacia la
derecha, tal y como sucede en el intervalo a la derecha del punto a en la gráfica
9. La curva x2 puede muy bien ascender o descender (tal como lo indica
la línea punteada x'2). No se da en cambio ninguna conexión en cadena a la
derecha de b en la gráfica 10.
Los intervalos en los que tanto la curva x2 como la x3 ascienden definen
los intervalos de las contribuciones positivas. Todo lo que esté más a la derecha
aumenta la expectativa media (utilidad media si es que la utilidad se
mide por las expectativas), satisfaciendo también al principio de la eficiencia
como criterio de cambio; esto es, los puntos a la derecha mejoran la situación
de todos.
En la gráfica 9 el promedio de expectativas puede subir más allá del punto
a, aunque las expectativas de los menos favorecidos desciende. (Esto dependerá
del valor de los diversos grupos.) El principio de diferencia, excluye
esto y elije el punto a.
Estricto enlace quiere decir que no hay segmentos horizontales en las curvas
x2 y x3. En cada intervalo ambas curvas o bien suben o bien bajan. Todas
las curvas representadas son de este tipo.
No voy a ocuparme en examinar qué punto es probable que se den la conexión
en cadena y el enlace estricto, ya que el principio de diferencia no
depende de que se satisfagan estas relaciones. Sin embargo, cuando las contribuciones
de las posiciones más favorecidas se extiendan a toda la socieLOS
PRINCIPIOS DE LA JUSTICIA 87
dad y no se reduzcan a sectores particulares, parece creíble que si los menos
aventajados se benefician, también lo harán los que están en posiciones intermedias.
Por lo demás, una amplia difusión de los beneficios se verá favorecida
por dos características de las instituciones ejemplificadas en la estructura
básica: primera, han sido establecidas para promover ciertos intereses
fundamentales que todos tienen en común y, segunda, los cargos y las posiciones
están abiertas. Así pues, parece probable que si la autoridad y los poderes
de los legisladores y los jueces promueven la situación de los menos
favorecidos, mejoran la de los ciudadanos en general. La conexión en cadena
puede darse a menudo, con tal que se satisfagan los otros principios de la
justicia. Si esto es así, entonces podemos observar que dentro de la zona de
las contribuciones positivas (la zona en que las ventajas de todos aquellos
en posiciones favorecidas aumentan las perspectivas de los menos afortunados),
cualquier avance hacia un arreglo perfectamente justo, mejora las expectativas
de todos. En estas condiciones, el principio de diferencia tiene
consecuencias prácticas semejantes a las de los principios de efiencia y de la
utilidad media (si la utilidad se mide por bienes primarios). Por supuesto,
si la conexión en cadena se da rara vez, esta similitud carece de importancia.
Sin embargo, parece probable que dentro de un esquema social justo, tenga
lugar a menudo una difusión general de beneficios.
Existe una complicación más. Suponemos un tipo de enlace estricto con
objeto de simplificar la formulación del principio de diferencia. Es fácilmente
concebible, sea cual fuere su probabilidad o importancia en la práctica,
que los menos aventajados no se vean afectados de ningún modo por
algunos cambios en las expectativas de los mejor situados, aun cuando estos
cambios beneficien a otros. En esta clase de casos no se da un enlace estricto,
y para cubrir la situación podemos expresar un principio más general
del siguiente modo: en una estructura básica con n representantes pertinentes,
se maximiza primero el bienestar de las personas representativas de la
peor situación; segundo, para igual bienestar de los peor situados, maximiza
el de los que les anteceden, y así sucesivamente hasta llegar a los representantes
de los mejor colocados, cuyo bienestar habrá de maximizarse una
vez maximizado el de los restantes (n-\). A esto podría llamársele el principio
de la diferencia lexicográfica.13 Sin embargo, creo que para casos reales
este principio apenas si sería pertinente, ya que cuando la mayor potencialidad
de los beneficios de los más aventajados sea significativa, seguramente
habrá algún modo para mejorar también la situación de los menos aventajados.
Las leyes generales que gobiernan las instituciones de la estructura
básica garantizan que no se darán los casos que requieren el principio lexicográfico.
No obstante, usaré siempre el principio de diferencia en su forma
13 En este punto, véase Sen, Collective Choice and Social VJelfare, p. 138n.
88 LA TEORÍA
más simple y, por lo tanto, como resultado de lo dicho en las últimas secciones,
el segundo principio deberá leerse como sigue:
Las desigualdades sociales y económicas habrán de disponerse de tal modo
que sean tanto a) para el mayor beneficio de los menos aventajados, como
b) ligadas con cargos y posiciones asequibles a todos en condiciones de justa
igualdad de oportunidades.
Por último, un comentario sobre la terminología. Quizá los economistas
desearan referirse al principio de diferencia como criterio maximin, empero,
he evitado cuidadosamente este nombre. Por criterio maximin se entiende
generalmente una regla para escoger bajo una gran incertidumbre (§ 26),
mientras que el principio de diferencia es un principio de justicia. No es, pues,
deseable usar el mismo nombre para dos cosas tan distintas. El principio de
diferencia es un criterio muy especial: se aplica primeramente a la estructura
básica a través de los individuos representativos cuyas expectativas habrán
de estimarse por medio de un índice de bienes primarios (§ 15). Además,
al llamarlo criterio maximin podría indebidamente sugerir que el principal
argumento para este principio, a partir de la posición original, deriva del supuesto
del gran temor al riesgo. Existe ciertamente una relación entre el principio
de diferencia y tal supuesto, pero no se postulan actitudes extremas
frente al riesgo (§ 28); en todo caso, existen muchas consideraciones en favor
del principio de diferencia en las cuales el temor al riesgo no desempeña
papel alguno. Así, pues, es mejor usar el término criterio maximin únicamente
para la regla de elección en caso de incertidumbre.
14. IGUALDAD DE OPORTUNIDADES Y JUSTICIA PURAMENTE PROCESAL
Deseo comentar ahora la segunda parte del segundo principio, que de ahora
en adelante llamaremos el principio liberal de la justa igualdad de oportunidades.
No se le debe confundir con la noción de los puestos abiertos a las
capacidades; tampoco ha de olvidarse que puesto que está vinculado al principio
de diferencia, sus consecuencias serán muy distintas de las de la interpretación
liberal de los dos principios tomados en conjunto. En particular,
trataré de mostrar más adelante (§ 17) que este principio no está sujeto a la
objeción de que conduce a una sociedad meritocrática. Deseo considerar aquí
algunas otras cuestiones, en especial su relación con la idea de la justicia
puramente procesal.
Debiera hacer notar primero que las razones para exigir puestos abiertos
no son sólo, ni siquiera primordialmente, razones de eficiencia. No he afirmado
que los puestos tendrán que ser abiertos si se quiere que de hecho todos
se beneficien de un arreglo, ya que sería posible mejorar la situación de
cada uno asignando a los puestos ciertos poderes y beneficios a pesar de que
LOS PRINCIPIOS DE LA JUSTICIA 89
ciertos grupos estuviesen excluidos de ellos. Aunque el acceso esté restringido,
los cargos pueden quizá atraer de todas maneras talentos superiores,
estimulándolos a un mejor desempeño. Sin embargo, el principio de puestos
abiertos lo prohibe. Este principio expresa la convicción de que si algunas
plazas no se abrieran sobre una base justa para todos, los que fueran excluidos
tendrían derecho a sentirse tratados injustamente, aunque se beneficiasen
de los esfuerzos mayores de aquellos a los que se permitiera ocuparlas.
Estarían justificados en quejarse no sólo porque estarían excluidos de ciertas
recompensas externas de los cargos, como riquezas y privilegios, sino también
porque se verían privados de experimentar la autorrealización proveniente
del ejercicio adecuado de los deberes sociales. Se verían, pues, privados
de una de las principales formas del bien humano.
Ahora bien, he dicho que la estructura básica es el objeto principal de la
justicia. Por supuesto que cualquier teoría ética reconoce la importancia de
la estructura básica como tema de la justicia, pero no todas las teorías consideran
esta importancia de la misma manera. En la justicia como imparcialidad,
la sociedad es interpretada como una empresa cooperativa para beneficio
mutuo. La estructura básica es un sistema público de reglas que
definen un esquema de actividades que conducen a los hombres a actuar
conjuntamente de modo que produzcan una suma mayor de beneficios, al
mismo tiempo que le asignan a cada uno ciertos derechos reconocidos a compartir
los productos. Lo que una persona haga dependerá de lo que las reglas
públicas digan qué tiene derecho a hacer, y, a su vez, lo que tiene derecho
a hacer dependerá de lo que haga. La distribución que resulte se obtendrá
satisfaciendo las pretensiones, las cuales se determinarán por lo que las personas
emprendan a la luz de todas las expectativas legítimas.
Estas consideraciones sugieren la idea de tratar la cuestión de las partes
distributivas como cuestión puramente procesal.14 La idea intuitiva es estructurar
el sistema social de modo tal que, sea cual fuere su resultado, éste sea
siempre justo, al menos mientras se mantenga dentro de cierto ámbito. La noción
de justicia puramente procesal se entenderá mejor haciendo una comparación
con la justicia procesal perfecta y la imperfecta. Para ilustrar la primera
considérese el caso más sencillo de una división justa. Un pastel habrá
de dividirse entre un número de personas: suponiendo que una división justa
sea una división igualitaria, ¿cuál es el procedimiento, si lo hay, que dará
este resultado? Dejando a un lado los tecnicismos, la solución obvia es la de
que una persona divida el pastel y tome la última parte, permitiendo a los
14 Para una discusión general sobre justicia procesal, véase Political Argument, de Brian Barry
(Londres, Routledge and Kegan Paul, 1965), cap. vi. En cuanto al problema de la división equitativa,
véase Gantes and Decisions, de R. D. Luce y Howard Raiffa (Nueva York, John Wiley and
Sons, Inc., 1957), pp. 363-368 y "The Problem oí Fair División", de Hugo Steinhaus, en Econometríca,
vol. 16 (1948). - *-*
90 LA TEORÍA
otros que escojan antes. Dividirá el pastel en partes iguales, ya que de este
modo estará seguro de obtener la mayor porción posible. Este ejemplo ilustra
los dos rasgos característicos de la justicia procesal perfecta. Primero,
existe un criterio independiente de lo que es una división justa, un criterio
definido previa y separadamente del procedimiento que ha de seguirse. Segundo,
es posible encontrar un procedimiento que produzca seguramente
el resultado deseado. Desde luego que aquí se hacen ciertos supuestos, tales
como el de que el hombre escogido puede dividir igualmente el pastel, que
desea obtener la mayor porción posible, y otras por el estilo. No obstante,
podemos pasar por alto esos detalles. Lo esencial es que existe una norma independiente
para decidir el resultado que es justo, y un procedimiento que
garantiza que se llegará a él. Está bastante claro que la justicia procesal perfecta
es rara, si no imposible, en los casos que tienen mucha importancia
práctica.
La justicia procesal imperfecta se ejemplifica mediante un juicio penal. El
resultado deseado es que el acusado sea declarado culpable si y sólo si ha
cometido la falta que se le imputa. El procedimiento ha sido dispuesto para
buscar y establecer la verdad del caso, pero parece imposible hacer unas normas
jurídicas que conduzcan siempre al resultado correcto. La teoría de los
juicios examina qué reglas procesales de pruebas y similares, siendo compatibles
con otros fines del derecho, son las que mejor pueden servir para lograr
este propósito. Se puede razonablemente esperar que, en diversas circunstancias,
diversas medidas para las audiencias conduzcan a resultados
correctos, si rio siempre, al menos las más de las veces. Un juicio es, entonces,
un caso de justicia procesal imperfecta. Aun cuando se obedezca cuidadosamente
al derecho, conduciéndose el procedimiento con equidad y corrección,
puede llegarse a un resultado erróneo. Un inocente puede ser declarado
culpable, y un culpable puede ser puesto en libertad. En tales casos hablamos
de un error de la justicia: la injusticia no surge de una falla humana, sino
de una combinación fortuita de circunstancias que hacen fracasar el
objetivo de las normas jurídicas. El rasgo característico de la justicia procesal
imperfecta es que, si bien existe un criterio independiente para el resultado
correcto, no hay ningún procedimiento factible que conduzca a él con
seguridad.
Por el contrario, la justicia puramente procesal se da cuando no hay un
criterio independiente para el resultado debido: en su lugar existe un procedimiento
justo o imparcial tal, que el resultado sea igualmente correcto o
imparcial, sea el que fuere, siempre y cuando se haya observado debidamente
el procedimiento. Los juegos de azar ilustran esta situación. Si un número
de personas lleva a cabo una serie de apuestas imparciales, la distribución
que se haga del dinero después de la última apuesta (sea cual fuere) es imparcial,
o al menos no es parcial. Aquí supongo que las apuestas imparciaLOS
PRINCIPIOS DE LA JUSTICIA 91
les son aquellas cuya expectativa de ganancia es igual a cero: que se han hecho
voluntariamente, en las que nadie hace trampa, etc. El procedimiento
de las apuestas es imparcial y se accede libremente a ellas en condiciones
imparciales. Así, pues, las circunstancias de trasfondo definen un procedimiento
imparcial. Ahora bien, de una serie de apuestas imparciales podría
resultar cualquier distribución de dinero en la que la suma sea equivalente
a la provisión que tenían inicialmente todos los individuos. En este sentido,
cualquiera de estas distribuciones son igualmente imparciales. Un rasgo característico
de la justicia puramente procesal es que el procedimiento para
determinar el resultado justo tiene que ser efectivamente observado; ya que
en estos casos no existe un criterio independiente por referencia al cual se
pueda saber que un determinado resultado es justo. Está claro que no podemos
decir de un estado de cosas particular que es justo porque pudo haberse
obtenido siguiendo un procedimiento imparcial. Esto iría demasiado lejos
y conduciría a consecuencias absurdamente injustas. Permitiría decir casi de
cualquier distribución de bienes que es justa o imparcial, puesto que podría
haberse producido como resultado de juegos de azar imparciales. Lo que hace
parcial o imparcial el resultado final de una apuesta es que haya surgido
después de un juego de azar imparcíal. Un procedimiento imparcial hace
imparcial el resultado sólo cuando es efectivamente observado.
Por lo tanto, para aplicar la noción de pura justicia procesal a cuotas distributivas
es necesario establecer y administrar imparcialmente un sistema
justo de instituciones. Solamente teniendo como trasfondo una estructura básica
justa, que incluya una constitución política justa y una justa configuración
de las instituciones económicas y sociales, puede decirse que exista el
procedimiento justo requerido. En la segunda parte describiré una estructura
básica que tiene las características necesarias. Sus diversas instituciones
serán explicadas y conectadas con los dos principios de justicia.
La tarea del principio de la justa igualdad de oportunidades será la de
asegurar que el sistema de cooperación sea de justicia puramente procesal.
No podría dejarse que la justicia distributiva se cuidará por sí misma de ello,
ni siquiera dentro de un marco restringido, a menos que se satisficiera este
principio. Ahora bien, la gran ventaja práctica de la justicia puramente procesal
es que ya no es necesario seguir el rastro de la variedad infinita de circunstancias,
ni de las posiciones relativamente cambiantes de las personas
particulares. Se evita el problema de tener que definir principios, que hagan
frente a las enormes complejidades que podrían surgir si tales detalles fueran
pertinentes. Es un error dirigir la atención a las diversas posiciones relativas
de los individuos, exigiendo que cada cambio, considerado como transacción
única vista aisladamente, fuese justo en sí mismo. Lo que habrá de
juzgarse es la configuración de la estructura básica, y juzgarla desde un punto
de vista general. No podemos quejarnos de ella, a menos que estemos
92 LA TEORÍA
dispuestos a criticarla desde el punto de vista de un representante colocado
en alguna posición particular. Así, pues, la aceptación de los dos principios
constituye un reconocimiento de que mucha de la información y de las complicaciones
de la vida diaria habrá de ser descartada como improcedente
para cuestiones de justicia social.
Por lo tanto, para la justicia puramente procesal la distribución de ventajas
no se evaluará en primera instancia confrontando una provisión de beneficios
disponibles con los derechos y necesidades dados de individuos conocidos.
La asignación de los bienes producidos tendrá lugar de acuerdo con
el sistema público de normas, el cual determinará qué se produce, en qué
cantidad y por qué medios. Determinará también cuáles son las demandas
legítimas cuya satisfacción conduce a la distribución resultante. Así, en este
tipo de justicia procesal, lo correcto de la distribución se funda en la justicia
del esquema de cooperación del cual surge, y en la satisfacción de las demandas
de los individuos participantes. Una distribución no puede ser juzgada
con independencia del sistema del cual resultó o de lo que los individuos han
hecho de buena fe a la luz de las expectativas establecidas. Si se pregunta
en abstracto si una distribución de una provisión dada de cosas hecha a determinados
individuos cuyos deseos y preferencias nos son conocidos, es
mejor que otra, entonces simplemente no hay respuesta a esta pregunta. La
concepción de los dos principios no interpreta el problema primordial de la
justicia distributiva como un problema de justicia asignativa.
Por el contrario, la justicia asignativa se aplica cuando ha de dividirse un
conjunto dado de bienes entre individuos determinados con necesidades y
deseos conocidos. El conjunto de bienes que ha de ser asignado no ha sido
producido por estos individuos, ni entre ellos existe ninguna relación cooperativa.
Puesto que no hay demandas previas sobre las cosas que habrán de
distribuirse, es natural repartirlas de acuerdo con los deseos y necesidades e,
incluso, maximizar el balance neto de satisfacción. A menos que se prefiera
la igualdad, la justicia se convierte en un tipo de eficacia. Haciendo una generalización
adecuada, la concepción asignativa conduce al punto de vista
del utilitarismo clásico, ya que, como hemos visto, esta doctrina asimila la
justicia a la benevolencia del observador imparcial y ésta, a su vez, al diseño
más eficaz de las instituciones para promover el mayor equilibrio de satisfacción.
Lo que es importante notar aquí es que el utilitarismo no interpreta
la estructura básica como un esquema de justicia puramente procesal, ya
que el utilitario tiene, en principio, un criterio independiente para juzgar
todas las distribuciones, el cual consiste en saber si producen o no el mayor
equilibrio neto de satisfacción. Según su teoría, las instituciones son arreglos
mas o menos imperfectos para conseguir este fin. Dados los deseos y preferencias
existentes, así como los desarrollos futuros previsibles, el objetivo
del estadista es establecer aquellos esquemas sociales que mejor se aproxiLOS
PRINCIPIOS DE LA JUSTICIA 93
men a un fin ya especificado. Puesto que estos arreglos están sujetos a los
obstáculos y restricciones inevitables de la vida cotidiana, la estructura básica
es un caso de justicia procesal imperfecta.
Por el momento supondré que las dos partes del segundo principio están
ordenadas lexicográficamente. Tenemos así un orden lexicográfico dentro
de otro. Pero cuando es necesario, este ordenamiento puede modificarse a
la luz de la general concepción de justicia. La ventaja de la concepción especial
es que tiene una forma definida y sugiere la investigación de estas cuestiones;
por ejemplo, ¿según qué supuestos, si los hay, se escogerá el orden
lexicográfico? Se le da a nuestra investigación una dirección determinada y
no queda ya limitada a generalidades. Por supuesto que esta concepción de
la distribución de partes es obviamente una gran simplificación. Pretende caracterizar,
de un modo claro, una estructura básica que haga uso de la idea
de la justicia puramente procesal. A pesar de ello, deberíamos intentar encontrar
conceptos sencillos que pudiesen combinarse para dar una concepción
razonable de la justicia. Las nociones de estructura básica, de velo de ignorancia,
de orden lexicográfico, de posición menos favorecida, así como de
justicia puramente procesal, son todas ejemplo de ello. No puede esperarse
que ninguna de ellas funcione por sí misma, pero correctamente combinadas
pueden servir bastante bien. Es excesivo suponer que exista una solución razonable
para todos, o aun para la mayoría de los problemas morales. Quizá
sólo unos cuantos puedan ser resueltos satisfactoriamente. En todo caso la
sabiduría social consiste en formar las instituciones de modo tal que no surjan
con frecuencia dificultades insuperables y en aceptar la necesidad de
unos principios claros y sencillos.
1 5 . LOS BIENES SOCIALES PRIMARIOS COMO BASE DE LAS EXPECTATIVAS
Sirva lo anterior como una breve formulación y explicación de los dos principios
de justicia y de la concepción procesal que expresan. En capítulos
posteriores presentaré más detalles al describir un sistema de instituciones
que realiza esta concepción. Por el momento, sin embargo, existen diversas
cuestiones preliminares que hay que enfrentar. Empezaré con una exposición
de las expectativas y de cómo han de ser evaluadas.
La importancia de este tema puede destacarse mediante una comparación
con el utilitarismo. Cuando el principio de utilidad es aplicado a la estructura
básica, nos exige maximizar la suma algebraica de las utilidades esperadas
para todas las posiciones pertinentes. (El principio clásico valora estas
expectativas en relación con el número de personas situadas en esas
posiciones, el principio de promedio por la fracción de las mismas.) Dejando
para la siguiente sección el problema de qué es lo que define una posición
94 LA TEORÍA
pertinente, es claro que el utilitarismo supone alguna medida bastante exacta
de estas expectativas. No sólo es necesario tener una medida cardinal para
cada representante individual sino que estas medidas deben tener sentido
en las comparaciones interpersonales. Se presupone un método para correlacionar
las escalas de las diferentes personas, si es que hemos de decir que las
ganancias de algunos sobrepasan las pérdidas de otros. No es razonable exigir
una gran precisión; no obstante, estas estimaciones no pueden ser abandonadas
a nuestra intuición. Más aún, podrían estar basadas en nociones
éticas o de otro tipo, por no mencionar el prejuicio y el interés propio, los cuales
pondrían en duda su validez. Por el solo hecho de que hagamos lo que
llamamos comparaciones interpersonales de bienestar, no se supone que entendamos
las bases de estas comparaciones o que debamos aceptarlas como
correctas. Para resolver estos asuntos necesitamos dar cuenta de estos juicios
e indicar los criterios que en ellos subyacen (§ 49). En el tratamiento de
temas de justicia social deberíamos tratar de encontrar algunas bases objetivas
para estas comparaciones, bases que los hombres puedan reconocer y
aceptar. De momento, no parece haber respuesta satisfactoria a estas dificultades,
desde un punto de vista utilitario. Por tanto, parece que, al menos
de momento, el principio de utilidades hace tales exigencias a nuestra capacidad
de calcular el equilibrio de las ventajas, que define, si acaso, un ambiguo
tribunal de apelaciones para cosas de justicia.
No estoy suponiendo, empero, que sea imposible encontrar una solución
satisfactoria a estos problemas. Aunque estas dificultades son muy reales y
el principio -de diferencia está hecho para evadirlas, no deseo subrayar sus
méritos relativos al respecto. Por una parte, el escepticismo ante las comparaciones
interpersonales suele basarse en ideas discutibles: por ejemplo, que
la intensidad del placer o del goce que indica el bienestar es la intensidad
de la sensación pura; y que, aun cuando la intensidad de tales sensaciones
pueda ser experimentada y conocida por el sujeto, es imposible que otros la
conozcan o la infieran con una certidumbre razonable. Estas dos afirmaciones
son erróneas. De hecho, la segunda es, simplemente, parte de un escepticismo
acerca de la existencia de otras mentes, a menos que se muestre por
qué los problemas de bienestar presentan problemas especiales que no es
posible superar.15 Creo yo que las verdaderas dificultades del utilitarismo
se encuentran en otra parte. El punto principal es que aun si pueden hacerse
comparaciones interpersonales de satisfacción, estas comparaciones deben
reflejar unos valores que tenga sentido investigar. Resulta irracional preferir
un fin sobre otro sencillamente porque se le puede evaluar con mayor
precisión. La controversia acerca de las. comparaciones interpersonales tien-
15 Véase H. L. A. Hart, "Bentham", Proceedings ofthe British Academy, vol. 48 (Londres, 1962),
PP- 340 ss., y Little, Critique ofWelfare Economics, pp. 54 ss.
LOS PRINCIPIOS DE LA JUSTICIA 95
de a oscurecer el verdadero problema, a saber, si es la felicidad total (o un
promedio de la misma) lo que ha de maximizarse en primer lugar.
El principio de diferencia trata de establecer de dos maneras unas bases
objetivas para las comparaciones interpersonales. Primera, en tanto podamos
identificar al representante menos aventajado, de ese momento en adelante
sólo se requerirán juicios ordinales del bienestar. Sabemos desde qué
posición debe juzgarse el sistema social. No importa en qué medida este representante
esté peor situado respecto a los demás. No surgirán las dificultades
adicionales de la medición cardinal ya que no son necesarias otras comparaciones
interpersonales. El principio de diferencia exige, entonces, menos
de nuestros juicios de bienestar. No tendremos que calcular nunca una suma
de ventajas que supongan una medida cardinal. Mientras que para encontrar
la posición más baja se hacen comparaciones cualitativas interpersonales,
para el resto son suficientes los juicios ordinales de un representante.
El principio de diferencia también introduce una simplificación para la
base de las comparaciones interpersonales. Estas comparaciones se hacen
en función de las expectativas de bienes sociales primarios. De hecho, defino
estas expectativas simplemente como el índice de estos bienes que un individuo
representativo puede esperar. Las expectativas de una persona son
superiores a las de otra si este índice es mayor para alguien que esté en su
misma posición. Ahora bien, los bienes primarios, como lo hice notar ya, son
las cosas que se supone que un hombre racional quiere tener, además de
todas las demás que pudiera querer. Cualesquiera que sean en detalle los planes
racionales de un individuo, se supone que existen varias cosas de las que
preferiría tener más que menos. Teniendo más de estas cosas, se les puede
asegurar a los individuos en general que tendrán mayor éxito en la realización
de sus intenciones y en la promoción de sus fines, cualesquiera que estos
fines puedan ser. Los bienes sociales primarios, presentados en amplias categorías,
son derechos, libertades, oportunidades y poderes, así como ingresos
y riquezas. (Un bien primario muy importante es el sentido del propio
valer, aunque para simplificar las cosas lo dejaré por el momento, y me ocuparé
de él más adelante, § 67.) Parece evidente que, en general, estas cosas
corresponden a la descripción de bienes primarios. En vista de su conexión
con las estructuras básicas, las libertades y las oportunidades son definidas
por las reglas de las principales instituciones, y la distribución del ingreso y de
la riqueza está regulada por ellas.
La teoría del bien, adoptada para explicar los bienes primarios, será expuesta
con más detenimiento en el capítulo VIL Es una teoría que nos es
familiar y que se remonta a Aristóteles; por lo demás, filósofos que en otros
aspectos son tan diferentes como Kant y Sidgwick aceptan variaciones muy
parecidas a esta teoría. No es algo sobre lo cual discutan la doctrina contractual
y el utilitarismo. La idea principal es que el bien de una persona está
96 LA TEORÍA
determinada por lo que para ella es el plan de vida más racional a largo plazo,
en circunstancias razonablemente favorables. Un hombre es feliz en la
medida en que logra, más o menos, llevar a cabo este plan. Para decirlo brevemente:
el bien es la satisfacción del deseo racional. Hemos de suponer entonces
que cada individuo tiene un plan racional de vida, hecho según las
condiciones a que se enfrenta y también para permitir la satisfacción armónica
de sus intereses. Sus actividades están programadas de modo que se
puedan satisfacer sin interferencias los diversos deseos. Se llega a él rechazando
otros planes que, o bien es menos probable que tengan éxito, o bien
no hacen posible una realización tan amplia de fines. Dadas las alternativas
disponibles, un plan racional es aquel que no puede mejorarse; no existe
otro plan que, tomando todo en cuenta, pudiera ser preferible.
Ahora bien, la suposición es que aun cuando los planes racionales de la
gente sí tienen diferentes fines, sin embargo todos ellos requieren, para su
ejecución, ciertos bienes primarios, naturales y sociales. Los planes difieren,
ya que también difieren las capacidades individuales, las circunstancias y
las carencias; los planes racionales se ajustan a estas contingencias. Pero cualquiera
que sea el sistema de fines de uno, los bienes primarios son medios
necesarios. Por ejemplo, una mayor inteligencia, riqueza y oportunidades permiten
a una persona alcanzar unos fines que de otra manera no habría ni
siquiera considerado. Así, las expectativas de los hombres representativos
deben ser definidas por el índice de bienes sociales primarios que tienen a
su disposición. Aunque en la posición original las personas no conozcan su
propia concepción del bien, supongo yo que sí saben que prefieren más y
no menos de los bienes primarios. Y esta información les basta para saber
cómo promover sus intereses en la situación inicial.
Veamos ahora algunas de las dificultades. Un problema es, claramente, el
de la formación del propio índice. ¿Cómo se deben sopesar los diferentes
bienes primarios? Si suponemos que los dos principios de la justicia están
Ordenados serialmente, este problema queda sustancialmente simplificado.
Las libertades básicas son siempre iguales y existe una igualdad de oportunidades;
estos derechos y libertades no necesitan, pues, ser confrontados con
otros valores. Los bienes sociales primarios que varían en su distribución son
los poderes y prerrogativas de la autoridad, el ingreso y la riqueza. Sin embargo,
las dificultades no son tan graves como parecen a primera vista, dada
la naturaleza del principio de diferencia. El único problema del índice que
debe preocuparnos es el que se presenta con el grupo menos aventajado. Los
bienes primarios disfrutados por otros individuos representativos son ajustados
de modo que elevan este índice, el cual está por supuesto sometido a las
restricciones usuales. No es necesario definir, ni siquiera con algún detalle,
el valor de las posiciones más favorecidas, en tanto estemos seguros de que
son las más favorecidas. A menudo esto es, sin embargo, fácil, ya que freLOS
PRINCIPIOS DE LA JUSTICIA 97
cuentemente tienen más de cada bien primario, pues los mayores poderes y
la riqueza tienden a ser inseparables. Si sabemos de qué manera la distribución
de bienes a los más favorecidos afecta las expectativas de los menos favorecidos,
esto será suficiente. El problema del índice se reduce en gran
parte a valorar los bienes primarios de los menos aventajados. Esto tratamos
de hacerlo poniéndonos en el lugar del individuo que representa al grupo y
preguntándonos qué combinación de bienes sociales primarios sería racional
que prefiriese. Debemos admitir que al hacerlo nos apoyamos en estimaciones
intuitivas, pero es algo que no podemos evitar totalmente. El objetivo
es remplazar los juicios morales por los de la prudencia racional y hacer
más limitada y mejor enfocada la apelación a la intuición.
Otra dificultad es la siguiente: podría objetarse que las expectativas no se
deberían definir, en modo alguno, como un índice de bienes primarios, sino
más bien como las satisfacciones que se esperan para cuando se ejecuten los
planes usando estos bienes. Después de todo, es en la realización de estos planes
donde los hombres obtienen su felicidad, y por tanto la estimación de
las expectativas no debería basarse en los medios disponibles. La justicia
como imparcialidad toma, sin embargo, un punto de vista diferente. No le
concierne el uso que las personas hagan de los derechos y oportunidades de
que disponen para medir y mucho menos maximizar las satisfacciones
que alcanzan. Tampoco trata de evaluar los méritos relativos de las diferentes
concepciones del bien. En lugar de eso, supone que los miembros de
la sociedad son personas racionales capaces de ajusfar sus concepciones del
bien a su situación. No hay necesidad de comparar el valor de las concepciones
de las diferentes personas una vez que se ha supuesto que son compatibles
con los principios de justicia. Todos tienen asegurada una libertad
igual para llevar a cabo el plan de vida que les agrade, en tanto no viole las
exigencias de la justicia. Los hombres participan en los bienes primarios según
el principio de que algunos pueden tener más si adquieren estos bienes
de modo que mejore la situación de aquellos que tienen menos. Una vez que
todo el sistema está establecido y funcionando, no se harán preguntas acerca
de los totales de satisfacción o de perfección. Las cosas resultan de acuerdo
con los principios que se elegirían en la posición original. Así, en esta concepción
de la justicia social, las expectativas se definen como el índice de
bienes primarios que un hombre representativo puede razonablemente esperar.
Las perspectivas de una persona mejoran cuando puede prever una
colección preferida de estos bienes.
Vale la pena observar que esta interpretación de las expectativas representa,
efectivamente, un acuerdo para comparar las situaciones de los hombres
haciendo referencia tan sólo a las cosas de las que se supone que normalmente
todos prefieren más. Este parece ser el camino más accesible para
establecer una medida común, objetiva y públicamente reconocida, que pue«
LA TEORÍA
jaser aceptada por personas razonables. En cambio, no podría existir un
acuerdo semejante acerca de cómo estimar la felicidad; si la definimos, por
ejemplo, mediante el éxito que tengan los hombres en la ejecución de sus píaoracionales,
y mucho menos, si consideramos el valor intrínseco de estos
planes- Ahora bien, otro instrumento simplificador es el de basar las expectativas
en los bienes primarios. Me gustaría comentar, de pasada, que ésta y
jiras simplificaciones están acompañadas de algún tipo de explicación filosófica,
aunque esto no sea estrictamente necesario. Ciertamente que los
presupuestos teóricos tienen que hacer algo más que simplificar; tienen que
identificar los elementos esenciales que explican los hechos que queremos
comprender. De la misma manera, las partes de una teoría de la justicia tienen
que representar características morales básicas de la estructura social, y
si parece que algunas de ellas han sido relegadas, es deseable que nos asearemos
que no es así. Trataré de seguir esta regla. Pero aun así, lo correcto
déla teoría de la justicia se muestra tanto en sus consecuencias como en la
aceptabilidad prima facie de sus premisas. De hecho, es inútil separarlas, y por
tanto es inevitable la discusión de las cuestiones institucionales, en especial
enla Segunda Parte, que a primera vista podría parecer poco filosófica.
16. LAS POSICIONES SOCIALES PERTINENTES
Alaplicar los dos principios de justicia a la estructura básica de la sociedad,
seadopta la-posición de ciertos individuos representativos y se considera cómo
ven el sistema social. Por ejemplo, el principio de diferencia exige que
las superiores expectativas de los más favorecidos contribuyan a las perspectivas
de los más necesitados. O, como a veces lo he dicho menos rigurosamente,
las desigualdades sociales y económicas deben ir en interés de los
representativos en todas las posiciones sociales pertinentes. La perspectiva
Je quienes están en estas situaciones define un punto de vista apropiado.
Sn embargo, no todas las posiciones sociales son pertinentes. No sólo existen,
por ejemplo, agricultores, sino también agricultores lecheros, que siembran
trigo, latifundistas, y así indefinidamente otros grupos y ocupaciones. No podemos
exponer una teoría coherente y manejable si hemos de dar cuenta de
tal multiplicidad de posiciones; sería imposible juzgar tantas demandas competitivas.
Por lo tanto, necesitamos identificar ciertas posiciones como más
básicas que otras y como capaces de proporcionar un punto de vista apropiado
para juzgar el sistema social. Así, pues, la selección de estas posiciones
seconvierte en una parte de la teoría de la justicia. ¿Con base en qué principio
habrá, pues, que identificarlas?
Para responder a esta pregunta debemos tener presente el problema fundamental
de la justicia y la manera en que los dos principios lo abordan. El
LOS PRINCIPIOS DE LA JUSTICIA 99
objeto primario de la justicia, como lo he subrayado, es la estructura básica
de la sociedad. La razón estriba en que sus efectos son muy profundos y penetrantes,
estando presentes desde su nacimiento. Esta estructura favorece
algunas posiciones iniciales frente a otras en la división de los beneficios de
la cooperación social. Son estas desigualdades precisamente las que los dos
principios habrán de regular. Una vez satisfechos estos principios, se permitirá
que surjan otras desigualdades a partir de las acciones voluntarias de
los hombres, realizadas de acuerdo con el principio de libre asociación. Así las
posiciones sociales pertinentes son, por así decirlo, las posiciones iniciales
debidamente generalizadas y acumuladas. Al escoger estas posiciones para
especificar el punto de vista general, se sigue la idea de que los dos principios
intentan mitigar la arbitrariedad de las contingencias naturales y de
la fortuna social.
Supongo entonces que, esencialmente, cada persona tiene dos posiciones
pertinentes: la de igual ciudadanía y la definida por el lugar que ocupa en
la distribución de ingresos y de riqueza. Los representantes debidos son, por
tanto, los ciudadanos representativos y los representantes de aquellos grupos
que tienen expectativas diferentes respecto a los varios niveles de bienestar.
Como supongo que, en general, a las otras posiciones se ingresa voluntariamente,
no es necesario para juzgar la estructura básica que consideremos
el punto de vista de los que las ocupan. Más bien, habremos de ajustar el esquema
completo a las preferencias de quienes se encuentran en las llamadas
posiciones iniciales. Al juzgar el sistema social no debemos tomar en cuenta
nuestros intereses y asociaciones más específicos y ver nuestra situación
desde el punto de vista de estos representativos.
Ahora bien, la estructura básica deberá ser evaluada, en la medida de lo
posible, desde la posición de igual ciudadanía. Esta posición se define por los
derechos y libertades que exigen el principio de igual libertad y el principio
de la justa igualdad de oportunidades. Cuando los dos principios se satisfacen,
todos son ciudadanos iguales y, por tanto todos ocupan esta posición.
En este sentido la igualdad en la ciudadanía define un punto de vista general.
Los problemas de adjudicación surgidos entre las libertades básicas se
resolverán mediante una referencia a este punto de vista. En el capítulo iv
discutiré estas cuestiones, pero debe observarse aquí que también muchas de
ellas, relativas a la política social, pueden ser consideradas desde este punto
de vista ya que existen asuntos que conciernen a los intereses de todos y en
relación con los cuales los efectos distributivos nada tienen que ver. En estos
casos puede aplicarse el principio del interés común. Conforme a este principio
las instituciones se jerarquizan según el grado de eficacia con el que garantizan
las condiciones necesarias para que todos promuevan igualmente
sus fines, o según el grado de eficiencia con que promueven los fines compartidos
que igualmente benefician a todos. En este sentido se exigen regla100
LA TEORÍA
mentaciones razonables para mantener el orden y la seguridad públicos, o
medidas eficientes para la salud pública que promuevan el interés común.
Igualmente cuentan los esfuerzos colectivos para la defensa nacional en una
guerra justa. Podría sugerirse que el mantener la salud y la seguridad públicas
o el alcanzar la victoria en una guerra justa tiene efectos distributivos:
los ricos se benefician más que los pobres, ya que tienen más que perder. Sin
embargo, si las desigualdades económicas y sociales son justas, se puede
prescindir de estos efectos y aplicar el principio de interés común. El punto
de vista de la igualdad en la ciudadanía es entonces el apropiado.
La definición de los individuos representativos para juzgar las desigualdades
económicas y sociales es menos satisfactoria. Entre otras cosas, porque
si tomamos a estos individuos como especificados por los niveles de ingreso
y riqueza, supongo que estos bienes sociales primarios están tan correlacionados
con los del poder y la autoridad que se evite un problema de índice.
Esto es, supongo que quienes tienen, digamos, mayor autoridad política o
más responsabilidades en las diversas asociaciones, se encuentran, también
por lo general, mejor situados en otros aspectos. En general, me parece que
este supuesto es suficientemente seguro para nuestros propósitos. Existe también
el problema de cuántos de estos representantes hay que seleccionar,
aunque no es crucial porque el principio de diferencia elige un representante
para cada posición especial. La dificultad más seria es la de cómo definir al
grupo menos afortunado.
Para precisar nuestras ideas tomemos como menos aventajados a aquellos
que son los menos favorecidos por cada una de las tres clases principales
de contingencias. Siendo así, el grupo incluirá a las personas cuyo origen
familiar y de clase es más desventajoso que el de otros, a quienes sus
dotes naturales (realizadas) les permiten vivir menos bien, y aquellos a quienes
en el curso de su vida la suerte y la fortuna les resultaron adversas;
todo ello dentro del ámbito normal (véase más adelante) y con las medidas
apropiadas basadas en los bienes sociales primarios. En la práctica se harán
necesarias, ciertamente, varias concreciones, pero esta simple definición, de
los menos aventajados expresa adecuadamente la conexión con el problema
de la contingencia y por ahora deberá bastar para nuestros propósitos. Ahora
supondré que todos tienen necesidades físicas y capacidades psíquicas dentro
del ámbito normal, de modo que no se plantean los problemas del cuidado
especial de la salud y de cómo tratar a los deficientes mentales. La consideración
de estos casos difíciles, además de introducir prematuramente
problemas que podrían conducirnos más allá de la teoría de la justicia, puede
distraer nuestra percepción moral haciéndonos pensar en personas distantes
de nosotros y cuyo destino despierta angustia y compasión. En cambio,
el primer problema de la justicia alude a las relaciones entre quienes, en la
vida diaria, son participantes plenos y activos en la sociedad, estando directa
LOS PRINCIPIOS DE LA JUSTICIA 101
o indirectamente asociados toda su vida. De este modo, el principio de la diferencia
ha de aplicarse a los ciudadanos involucrados en la cooperación social,
y si el principio fracasara, en este caso, parece que fracasaría en todos.
Ahora bien, parece imposible evitar cierta arbitrariedad. Una posibilidad
es la de escoger una posición social particular, digamos la de los trabajadores
no calificados, y entonces contar como menos favorecidos a todos aquellos
que tengan aproximadamente el ingreso y la riqueza de quienes están en
esta posición, o incluso menos. Otro criterio sería en términos del ingreso y
la riqueza relativos, sin hacer referencia a las posiciones sociales. Por ejemplo,
todas las personas con menos de la mitad de la media, podrían ser considerados
como el sector menos aventajado. Este criterio depende únicamente
de la mitad más baja de la distribución y tiene la ventaja de enfocar la
atención sobre la distancia social entre aquellos que tienen menos y el ciudadano
medio.16 Parecería que cualquiera de estos criterios comprende a los
menos favorecidos por las diversas contingencias, proporcionando una base
para determinar a qué nivel podría colocarse un mínimo social razonable a
partir del cual, junto con otras medidas, la sociedad pudiera proceder a satisfacer
el principio de diferencia. En alguna medida, cualquier procedimiento
es necesariamente ad hoc. Aun así, tenemos derecho a alegar, en algún
punto, consideraciones prácticas, ya que la capacidad de los argumentos
filosóficos, o de otro tipo, para trazar discriminaciones más definidas se agotará
tarde o temprano. Supongo que las personas que se encuentran en la
posición original comprenden estas cuestiones y que, en consecuencia, juzgarán
el principio de diferencia en comparación con las otras alternativas.17
La teoría de la justicia como imparcialidad juzga entonces al sistema social,
en la medida de lo posible, desde la posición de la igualdad en la ciudadanía
y de los diversos niveles de ingreso y riqueza. Sin embargo, a veces puede
ser necesario tomar en cuenta otras posiciones. Si, por ejemplo, existen
derechos básicos desiguales fundados en características naturales fijas, estas
desigualdades determinarán posiciones pertinentes. Dado que estas características
no pueden ser modificadas, las posiciones que definen contarán
como lugares iniciales en la estructura básica. Las distinciones basadas en el
sexo son de este tipo, así como las que dependen de la raza y la cultura. Así,
pues, si por ejemplo, los hombres resultan favorecidos en la asignación
de derechos básicos, esta desigualdad estaría justificada por el principio de
diferencia (en su interpretación general) sólo si fuera en beneficio de las mujeres
y aceptable desde su punto de vista. Condiciones análogas se aplican
para la justificación del sistema de castas, o de las desigualdades étnicas y ra-
16 Para esta definición, véase la exposición de Bowraan, en "Poverty in an Affluent Society",
sobre el llamado criterio de Fuchs, un ensayo publicado en Contemporary Economk Issues, ed.
N. VV. Chamberlain (Homewood, 111., R. D. Irwin, 1969), pp. 53-56.
17 Por el esclarecimiento de este punto estoy en deuda con Scott Boorman.
102 LA TEORÍA
cíales (§ 39). Tales desigualdades multiplican las posiciones pertinentes y
complican la aplicación de los dos principios. Por otro lado, estas desigualdades
rara vez o nunca producen ventajas, para los menos favorecidos, y
por tanto, en una sociedad justa, normalmente bastará el menor número de
posiciones pertinentes.
Ahora bien, es esencial que los juicios formulados desde el punto de vista
de las posiciones pertinentes sobrepasen a las demandas que tendemos a
presentar en situaciones más particulares. No todos se beneficiarán siempre
de lo que exigen los dos principios, si pensamos en las personas por sus posiciones
más específicas. Y, a menos que tenga prioridad el punto de vista
de las posiciones pertinentes, habrá un caos de demandas competitivas. Así,
los dos principios expresan, en efecto, un acuerdo para ordenar nuestros
intereses dando un valor especial a algunos de ellos. Por ejemplo, las personas
que pertenecen a una industria determinada encuentran a menudo que
el libre comercio es contrario a sus intereses. Quizá esta industria no puede
prosperar sin la ayuda de aranceles y de otras restricciones. Pero si desde
el punto de vista de la igualdad ciudadana o de los menos favorecidos es
deseable el libre comercio, éste se justifica aunque temporalmente se vean
perjudicados intereses más específicos, ya que de antemano habremos de
estar de acuerdo con los principios de justicia y su aplicación congruente
desde el punto de vista de ciertas posiciones. No existe ninguna manera de
garantizar en todo momento la protección de todos los intereses, una vez que
la situación de los representantes se ha definido más estrechamente. Habiendo
reconocido ciertos principios y cierto modo de aplicarlos, estamos
obligados a aceptar las consecuencias. Esto no quiere decir, por supuesto,
que se deba permitir que los rigores del libre comercio se desencadenen, sino
que los acuerdos para suavizarlos habrán de ser considerados desde una
punto de vista general apropiado.
Las posiciones sociales correspondientes especifican, entonces, el punto
de vista general desde el cual habrán de aplicarse los dos principios de justicia
a la estructura básica. De este modo, se toman en cuenta los intereses
de todos, ya que cada persona es un ciudadano igual y todos tienen un lugar
en la distribución del ingreso y la riqueza o en las diversas características
naturales fijas sobre las que se basan las distinciones. Para tener una
teoría coherente de la justicia social es necesaria alguna selección de las posiciones
relevantes, y las que resulten escogidas deberán estar de acuerdo
con sus primeros principios. Al seleccionar los llamados puntos de partida
se cumple la idea de mitigar los efectos de los accidentes naturales y de las
circunstancias sociales. Nadie habrá de beneficiarse de estas contingencias,
salvo cuando esto redunde en el bienestar de los demás.
LOS PRINCIPIOS DE LA JUSTICIA 103
17. LA TENDENCIA A LA IGUALDAD
Me gustaría concluir esta exposición de los dos principios explicando el
sentido en que expresan una concepción igualitaria de la justicia. Quisiera,
igualmente, anticiparme a la objeción de que el principio de la justa igualdad
de oportunidades conduce a una endurecida sociedad meritocrática.
Con objeto de allanar el camino para hacerlo, destacaré varios aspectos de
la concepción de la justicia que he presentado.
Primeramente podemos observar que el principio de diferencia da algún
valor a las consideraciones particularizadas por el principio de compensación.
Este principio afirma que las desigualdades inmerecidas requieren una
compensación; y dado que las desigualdades de nacimiento y de dotes naturales
son inmerecidas, habrán de ser compensadas de algún modo.18 Así, el
principio sostiene que con objeto de tratar igualmente a todas las personas
y de proporcionar una auténtica igualdad de oportunidades, la sociedad
tendrá que dar mayor atención a quienes tienen menos dones naturales y a
quienes han nacido en las posiciones sociales menos favorables. La idea es
compensar las desventajas contingentes en dirección hacia la igualdad. Conforme
a este principio podrían aplicarse mayores recursos para la educación
de los menos inteligentes que para la de los más dotados, al menos durante
ciertos periodos de su vida, por ejemplo, los primeros años escolares.
Ahora bien, que yo sepa, nadie ha propuesto el principio de compensación
como el único criterio de la justicia, ni como el objetivo único del orden
social. Es muy probable que, como la mayoría de estos principios, sea sólo
un principio prima facie que deba ser ponderado en comparación con otros.
Por ejemplo, con los principios del mejoramiento del nivel medio de vida o
de la promoción del bien común.19 Pero, sean cuales fueren los otros principios
que mantenemos, deberán tomarse en cuenta las demandas de la compensación.
Se piensa que representa uno de los elementos de nuestra concepción
de la justicia. Ahora bien, por supuesto que el principio de diferencia no
es el principio de compensación y no exige que la sociedad trate de nivelar
las desventajas como si se esperara que todos fueran a competir sobre una
base equitativa en la misma carrera. Pero el principio de diferencia asignaría
recursos, digamos en la educación, de modo que mejoraría las expectativas
a largo plazo de los menos favorecidos. Si este fin se alcanza dando más
atención a los mejor dotados, entonces, es permisible, pero de otra manera no
lo es. Y al tomar esta decisión, el valor de la educación no deberá ser medi-
18 Véase "A Defense of Human Equality", de Herbert Spiegelberg, en Philosophical Review,
vol. 53 (1944), pp. 101, 113-123; y "Justice and Liberty", de D. D. Raphael, en Proceedings of tlie
Aristotelian Society, vol. 51 (1950-1951), pp. 187 ss.
19 Véase, por ejemplo, Spiegelberg, pp. 120 ss.
104 LA TEORÍA
do únicamente en términos de eficiencia económica y bienestar social. Del I
mismo modo es igual o más importante, el papel que desempeña la educación
al capacitar a una persona para disfrutar la cultura de su sociedad y para
tomar parte en sus asuntos, proporcionando de este modo a cada individuo
un sentido seguro de su propia valía.
Así, aunque el principio de diferencia no sea igual al de compensación,
alcanza algunos de los objetivos de este último. Transforma de tal modo los
fines de la estructura básica que el esquema total de las instituciones no subraya
ya la eficiencia social y los valores tecnocráticos. El principio de diferencia
representa, en efecto, el acuerdo de considerar la distribución de talentos
naturales, en ciertos aspectos, como un acervo común, y de participar
en los beneficios de esta distribución, cualesquiera que sean. Aquellos que
han sido favorecidos por la naturaleza, quienesquiera que sean, pueden obtener
provecho de su buena suerte sólo en la medida en que mejoren la situación
de los no favorecidos. Los favorecidos por la naturaleza no podrán
obtener ganancia por el mero hecho de estar más dotados, sino solamente para
cubrir los costos de su entrenamiento y educación y para usar sus dones de
manera que también ayuden a los menos afortunados. Nadie merece una mayor
capacidad natural ni tampoco un lugar inicial más favorable en la sociedad.
Sin embargo, esto no es razón, por supuesto, para eliminar estas
distinciones. Hay otra manera de hacerles frente. Más bien, lo que es posible
es configurar la estructura básica de modo tal que estas contingencias
funcionen en favor de los menos afortunados. Nos vemos así conducidos al
principio de diferencia si queremos continuar el sistema social de manera
que nadie obtenga beneficios o pérdidas debidos a su lugar arbitrario en la
distribución de dones naturales o a su posición inicial en la sociedad, sin haber
dado o recibido a cambio ventajas compensatorias.
A la luz de estas observaciones podemos rechazar la afirmación de que la
ordenación de las instituciones siempre es defectuosa, ya que la distribución
de los talentos naturales y las contingencias de la circunstancia social son injustas,
y que esta injusticia se trasmite inevitablemente a los acuerdos humanos.
Esta reflexión es presentada en ocasiones como excusa para tolerar
la injusticia, como si el negarse a aceptar la injusticia fuera comparable con la
incapacidad de aceptar la muerte. La distribución natural no es ni justa ni
injusta, como tampoco es injusto que las personas nazcan en una determinada
posición social. Éstos son hechos meramente naturales. Lo que puede ser
justo o injusto es el modo en que las instituciones actúan respecto a estos
hechos. Las sociedades aristocráticas y de castas son injustas porque hacen
de estas contingencias el fundamento adscriptivo para pertenecer a clases sociales
más o menos cerradas y privilegiadas. La estructura básica de estas
sociedades incorpora la arbitrariedad de la naturaleza. Sin embargo, no es
necesario que los hombres se sometan a estas contingencias. El sistema soLOS
PRINCIPIOS DE LA JUSTICIA 105
cial no es un orden inmodificable colocado más allá del control de los hombres,
sino un patrón de la acción humana. En la justicia como imparcialidad
los hombres convienen en compartir el destino común. Al formar sus instituciones
deciden aprovechar los accidentes de la naturaleza y las circunstancias
sociales sólo cuando el hacerlo sea para el beneficio común. Los dos
principios son una manera equitativa de afrontar las arbitrariedades de la
fortuna, y las instituciones que los satisfacen son justas, aunque en otros aspectos
sean seguramente imperfectas.
Un punto ulterior es que el principio de diferencia expresa una concepción
de reciprocidad. Es un principio de beneficio mutuo. A primera vista pudiera
parecer, sin embargo, que estuviese inequitativamente predispuesto
en pro de los menos favorecidos. A fin de analizar esta cuestión de un modo
intuitivo, supongamos en aras de la simplicidad, que existen solamente
dos grupos en la sociedad, uno notoriamente más afortunado que el otro.
Dadas las restricciones usuales (definidas por la prioridad del primer principio
y de la justa igualdad de oportunidades), la sociedad podría maximizar
las expectativas de uno u otro grupo, pero no de ambos, ya que únicamente
podemos maximizar con respecto a un objetivo al mismo tiempo. Parece
claro que la sociedad no debería hacer lo que pudiera en favor de aquellos
que inicialmente están más aventajados; así, si rechazamos el principio de
diferencia hemos de preferir maximizar un valor que sea aproximadamente
la media de las dos expectativas. Empero, al dar algún valor a los más afortunados,
estamos valorando por sí mismas a las ganancias de aquellos a quienes
ya las contingencias naturales y sociales han favorecido más. Nadie tenía
originalmente un derecho a ser beneficiado de este modo, y por eso, el maximizar
un valor medio equilibrado es, por así decirlo, favorecer doblemente
a los más afortunados. Así, cuando los más aventajados vean esta cuestión
desde un punto de vista general, reconocerán que el bienestar de todos depende
de un esquema de cooperación social sin el cual nadie podría tener
una vida satisfactoria; reconocerán también que sólo si los términos del esquema
son razonables, podrán esperar la cooperación voluntaria de todos.
Por eso se consideran a sí mismos ya compensados, en cierta medida, por
ventajas a las cuales nadie (ni siquiera ellos) tenía previamente derecho. Renuncian
a la idea de maximizar un valor medio equilibrado y consideran el
principio de diferencia como una base equitativa para regular la estructura
básica.
Podría objetarse que aquellos que están mejor situados merecen las mayores
ventajas que pudieran adquirir para sí bajo otros esquemas de cooperación,
ya sea que las obtengan en formas que beneficien a los otros o no. Ahora
bien, es verdad que dado un sistema justo de cooperación como marco
de reglas públicas, y las expectativas creadas por él, aquellos que, con el propósito
de mejorar su condición, hayan hecho lo que el sistema anuncia que
106 LA TEORÍA
recompensará, están facultados a ver satisfechas sus expectativas. En este
sentido los más afortunados tienen derecho a su mejor situación; sus demandas
son expectativas legítimas establecidas por las instituciones sociales y la
comunidad está obligada a satisfacerlas. Pero este sentido de lo merecido es
el de lo otorgado. Presupone la existencia de un esquema cooperativo que
funciona y nada tiene que ver con el problema de si el esquema mismo habrá
de ser diseñado de acuerdo con el principio de diferencia o con algún
otro criterio (§ 48).
Es, pues, incorrecto que los individuos con mayores dones naturales y
con el carácter superior que ha hecho posible su desarrollo, tengan derecho
a un esquema cooperativo que les permita obtener aún más beneficios en
formas que no contribuyan al beneficio de los demás. No merecemos el lugar
que tenemos en la distribución de dones naturales, como tampoco nuestra
posición inicial en la sociedad. Igualmente, problemático es el que merezcamos
el carácter superior que nos permite hacer el esfuerzo por cultivar
nuestras capacidades, ya que tal carácter depende, en buena parte, de condiciones
familiares y sociales afortunadas en la niñez, por las cuales nadie
puede atribuirse mérito alguno. La noción de mérito no puede aplicarse
aquí. Cierto es que los más aventajados tienen un derecho a sus dones naturales
al igual que lo tiene cualquier otro; este derecho está comprendido por
el primer principio, precisamente por la libertad básica que protege la integridad
de la persona. Así, los más aventajados tienen derecho a todo aquello
que puedan adquirir conforme a las reglas de un sistema equitativo de cooperación
social. Nuestro problema es cómo habrá de diseñarse este esquema
que es la estructura básica de la sociedad. Desde un punto de vista de sentido
común, parece que el principio de diferencia es aceptable tanto para los
más aventajados como para los menos. Por supuesto que nada de esto es,
estrictamente hablando, un argumento a favor del principio, ya que en una
teoría contractualista los argumentos se construyen a partir del punto de
vista de la posición original. Sin embargo, estas consideraciones intuitivas
ayudan a clarificar el principio y el sentido en el cual es igualitario.
Ya antes hice notar (§ 13) que una sociedad debería tratar de evitar el área
en la cual las contribuciones marginales de los mejor situados son negativas
para el bienestar de los menos favorecidos. Debería funcionar únicamente en
la parte ascendente de la curva de la contribución (incluyendo, por supuesto,
el máximo). En este segmento de la curva se satisface siempre el criterio
del beneficio mutuo. Más aún, existe un sentido natural en el cual se logra
la armonía de los intereses sociales; las personas representativas no obtienen
ganancias a expensas de otras ya que sólo se permiten ventajas recíprocas.
Ciertamente que la forma e inclinación de la curva de contribución está
determinada, al menos en parte, por la lotería de los dones naturales y, en
esa medida, no es justa ni injusta. Pero supóngase que pensamos que la líLOS
PRINCIPIOS DE LA JUSTICIA 107
nea de 45° representa el ideal de una armonía perfecta de intereses; de acuerdo
con esta curva de contribución (en este caso una línea recta) todos ganan
por igual. Entonces, parece que la realización congruente de los dos principios
de justicia tiende a elevar la curva más cerca del ideal de una armonía
perfecta de intereses. Una vez que la sociedad va más allá del máximo, moviéndose
a lo largo de la parte descendente la curva, la armonía de los intereses
deja de existir. En la medida en que los más favorecidos ganan, los
menos aventajados pierden y viceversa. Así, con el objeto de realizar el ideal
de la armonía de intereses en los términos que nos ha dado la naturaleza
y de satisfacer el criterio del beneficio mutuo, debemos permanecer en el
área de las contribuciones positivas.
Un mérito adicional del principio de diferencia es que ofrece una interpretación
del principio de fraternidad. En comparación con la libertad y la
igualdad, la idea de la fraternidad ha tenido un lugar menos importante
dentro de la teoría democrática. Se ha pensado que no es un concepto específicamente
político y que por sí mismo no define ninguno de los derechos
democráticos, sino que más bien transmite ciertas actitudes teóricas y formas
de conducta sin las cuales perderíamos de vista los valores expresados
por estos derechos.20 O, en estrecha relación con esto, se sostiene que la fraternidad
representa cierta igualdad en la estimación social que se manifiesta
en diversas convenciones públicas y en la ausencia de hábitos de deferencia
y servilismo.21 Es indudable que la fraternidad implica todas estas
cosas, así como un sentido de amistad cívica y de solidaridad moral, pero entendida
de esta manera no expresa ninguna exigencia definida. Tenemos que
encontrar aún un principio de justicia que corresponda a la idea subyacente.
Sin embargo, el principio de diferencia parece corresponder al significado
natural de fraternidad: a saber, a la idea de no querer tener mayores
ventajas a menos que esto sea en beneficio de quienes están peor situados.
La familia, según su concepción ideal, y a veces en la práctica, es un lugar en
el que se rechaza el principio de maximizar la suma de beneficios. En general,
los miembros de una familia no desean beneficiarse a menos que puedan
hacerlo de manera que promuevan el interés del resto. Ahora bien, el
querer actuar según el principio de diferencia tiene precisamente esta consecuencia.
Aquellos que se encuentran en mejores circunstancias están dispuestos
a tener mayores ventajas únicamente bajo un esquema según el cual
esto funcione para beneficio de los menos afortunados.
A veces se piensa que el ideal de fraternidad abarca lazos sentimentales
que resulta irreal esperar que se den entre los miembros de la sociedad, lo
20 Véase Liberal Democracy: Its Merits and Prospects de J. R. Pennock (Nueva York, Rinehart,
1950), pp. 94 ss.
21 Véase Puritanism and Democracy, de R. B. Perry (Nueva York, The Vanguard Press, 1944),
cap. xix, secc. 8.
108 LA TEORÍA
cual es seguramente una razón adicional para el relativo descuido con el que
se le ha tratado en la teoría democrática. Algunos han creído que no le corresponde
ningún lugar apropiado en las cuestiones políticas. Empero, si se
le interpreta incorporando las exigencias del principio de diferencia, no es
una concepción impracticable. Parece que las instituciones y programas políticos
en cuya justicia tenemos más confianza satisfacen sus demandas, al menos
en el sentido de que las desigualdades permitidas por ellas contribuyen
al bienestar de los menos favorecidos. En todo caso en el capítulo v trataré
de exponerlo. Entonces, según esta interpretación, el principio de fraternidad
resulta una pauta perfectamente realizable. Una vez aceptado, podemos
asociar las tradicionales ideas de libertad, igualdad y fraternidad con la interpretación
democrática de los dos principios del siguiente modo: la libertad
corresponde al primer principio, la igualdad a la idea de igualdad en el primer
principio junto con la justa igualdad de oportunidades, y la fraternidad
al principio de diferencia. De esta manera hemos encontrado un lugar
para la concepción de la fraternidad dentro de la interpretación democrática
de los dos principios, habiendo visto que impone exigencias muy definidas
a la estructura básica de la sociedad. Aunque no deberían olvidarse los otros
aspectos de la fraternidad, el principio de diferencia expresa un significado
fundamental desde el punto de vista de la justicia social.
A la luz de las observaciones precedentes parece evidente que la interpretación
democrática de los dos principios no conducirá a una sociedad
meritocrática.22 Esta forma de orden social obedece al principio de que las
carreras están abiertas a las capacidades y utiliza la igualdad de oportunidades
como modo de liberar las energías de los hombres en la consecución
de la prosperidad económica y del dominio político. Existe una notoria disparidad
entre las clases altas y las bajas, tanto en los medios de vida como
en los derechos y privilegios respecto a la autoridad organizadora. La cultura
de los estratos más bajos se empobrece, en tanto que la de la "élite" gobernante
y tecnocrática tiene una base segura en el servicio de los fines nacionales
de poder y riqueza. La igualdad de oportunidades significa tener
la misma oportunidad de dejar atrás a los menos afortunados en la lucha
personal por alcanzar influencia y posición social.23 Así, una sociedad meritocrática
constituye un peligro para otras interpretaciones de los principios
de justicia, aunque no lo es para la concepción democrática, ya que, como lo
acabamos de ver, el principio de diferencia transforma, de manera funda-
22 El problema de una sociedad meritocrática es el tema de la fantasía de Michael Young,
The Rise ofMeritocracy (Londres, Thames and Hudson, 1958).
23 Para mayores desarrollos de este tema por los que estoy en deuda, véase "Equality of
Opportunity and Beyond", de John Schaar, en Nomos íx: Equality, ed. por J. R. Pennock y J. W.
Chapman (Nueva York, Atherton Press, 1967); también "The Idea of Equality", de B. A. O.
Williams, pp. 125-129.
LOS PRINCIPIOS DE LA JUSTICIA 109
mental, los objetivos de la sociedad. Esta consecuencia es aún más obvia
una vez que advertimos que cuando es necesario tenemos que tomar en cuenta
el bien primario esencial del respeto por sí mismo y el hecho de que una
sociedad bien ordenada es una unión social de uniones sociales (§ 79). De
aquí se deduce que se debe tratar de que los menos favorecidos tengan confianza
en el sentido de su propia valía, lo cual limita las formas de jerarquía
y los grados de desigualdad permitidos por la justicia. Así, por ejemplo, los
recursos para la educación no se asignarán única ni necesariamente, de acuerdo
con lo que previsiblemente puedan rendir como capacidades productivas,
sino de acuerdo también al valor que tengan como medios que enriquecen
la vida personal y social de los ciudadanos, incluyendo aquí a los
menos favorecidos. En la medida en que una sociedad progresa, esta última
consideración se vuelve cada vez más importante.
Estas observaciones deberán bastar para esbozar la concepción de la justicia
social que expresan los dos principios para las instituciones. Antes de
ocuparme de los principios para los individuos deberá mencionar otra cuestión
adicional. Hasta ahora he supuesto que la distribución de los dones
naturales es un hecho de la naturaleza, sin hacer ningún intento por cambiarlo
y ni siquiera por tomarlo en cuenta. Sin embargo, en alguna medida
esta distribución es susceptible de verse afectada por el sistema social. Un
sistema de castas, por ejemplo, tiende a dividir a la sociedad en poblaciones
biológicamente separadas, en tanto que una sociedad abierta favorece la
más amplia variedad genética.24 Por lo demás, es posible adoptar políticas
eugenéticas de modo más o menos explícito. No me ocuparé de cuestiones de
eugenesia, y me limitaré solamente a las preocupaciones tradicionales de la
justicia social. A pesar de ello, debemos notar que, en general, el proponer
políticas que reducen las capacidades de otros no constituye una ventaja
para los menos afortunados sino que, al aceptar el principio de diferencia,
verán las mayores capacidades como un capital social que habrá de usarse
para beneficio común. No obstante, el tener mayores dones naturales será
también en interés de cada uno. Esto le ayudará a llevar a cabo su plan de
vida preferido. Por tanto, en la posición original, las partes querrán asegurar
para sus descendientes la mejor dotación genética (suponiendo que las
suyas son fijas). La ejecución de políticas razonables a este respecto es algo
que las generaciones posteriores deben a las anteriores, por lo que se trata
de una cuestión entre generaciones. Así, con el tiempo, la sociedad tiene que
tomar medidas para conservar, al menos, el nivel general de las capacidades
naturales y prevenir la difusión de defectos serios. Estas medidas habrán de
ser regidas por principios que las partes estén dispuestas a aceptar por el
?4 Véase Mankind Evolving, de Theodosius Dobzhansky (New Haven, Yale University Press,
1962), pp. 242-252, para una exposición de este problema.
110 LA TEORÍA
bien de sus sucesores. Menciono este tema difícil y especulativo para indicar,
una vez más, la manera en que el principio de diferencia puede transformar
los problemas de la justicia social. En caso de que hubiera un límite superior
de las capacidades, podríamos sospechar que a la larga alcanzaríamos una
sociedad con el mayor grado de igual libertad, cuyos miembros disfrutaran
de los mayores dones iguales. Pero no desarrollaré más estas ideas.
18. PRINCIPIOS PARA LAS PERSONAS: EL PRINCIPIO DE IMPARCIALIDAD
Hasta ahora me he ocupado en la discusión de los principios que se aplican
a las instituciones o, más exactamente, a la estructura básica de la sociedad.
Es obvio, sin embargo, que tendrán que escogerse también principios de otro
tipo, ya que una teoría completa de lo justo incluye también principios para
las personas. De hecho, como lo indica el diagrama adjunto, se necesitan además
principios para el derecho internacional y, por supuesto, reglas de prioridad
que asignen valores en caso de conflicto entre principios. De los principios
para el derecho internacional me ocuparé superficialmente (§ 58), y
tampoco intentaré un tratamiento sistemático de los principios para las personas.
Sin embargo, ciertos principios de este tipo son una parte esencial de
cualquier teoría de la justicia. En esta sección y en la siguiente se explicará
el significado de varios de esos principios aun cuando se posponga para más
adelante el examen de las razones para escogerlos (§§ 51-52).
El diagrama siguiente es puramente esquemático y no pretende sugerir que
los principios asociados con los conceptos situados en la parte inferior se
hayan deducido de los colocados en la parte superior. El diagrama simplemente
indica las clases de principios que es necesario escoger antes de contar
con una concepción completa de lo justo. Los números romanos expresan
el orden en que los diversos tipos de principios deberán ser reconocidos
en la posición original. Así, primero tendrá que haber un acuerdo acerca de
los principios para la estructura básica de la sociedad, después sobre los
principios para los individuos, seguidos de los relativos al derecho internacional.
Por último, se adoptarán las reglas de prioridad, aunque se podrán
escoger tentativamente antes, sometiéndolas a posteriores revisiones.
Ahora bien, el orden en que se escojan los principios plantea una serie de
cuestiones que pasaré por alto. Lo importante es que los diversos principios
se adopten en una secuencia definida; las razones para esta ordenación están
conectadas con las partes más difíciles de la teoría de la justicia. Un ejemplo:
si bien se podrían escoger muchos de los deberes naturales antes que los
de la estructura básica sin cambiar esencialmente los principios en cada caso,
la secuencia reflejaría el hecho de que las obligaciones presuponen principios
para las formas sociales. Y algunos deberes naturales también presupo1)
2 LA TEORÍA
nen tales principios, por ejemplo, el deber de apoyar las instituciones justas.
Por esta razón parece más sencillo adoptar los principios para las personas
después de los de la estructura básica. El hecho de que los principios para
las instituciones se escojan primero muestra la naturaleza social de la virtud
de la justicia y su íntima conexión con las prácticas sociales, tan a menudo
advertida por los idealistas. Cuando Bradley dice que el individuo es una
mera abstracción, se le puede interpretar, sin mucha distorsión, diciendo
que las obligaciones y deberes de una persona presuponen una concepción
moral de las instituciones y, por tanto, que el contenido de las instituciones
justas tendrá que ser definido antes de establecer las exigencias para los individuos.
25 Y esto quiere decir que, en la mayoría de los casos, los principios
para los deberes y obligaciones deberán establecerse después de los
relativos a la estructura básica.
Por tanto, para establecer una concepción completa de lo justo, las partes
en la posición original habrán de escoger, en un orden definido, no sólo una
concepción de la justicia, sino también principios para cada uno de los conceptos
básicos subsumidos bajo el concepto de lo justo. Yo supongo que estos
conceptos son relativamente pocos y que tienen determinadas relaciones
entre sí.
Así, además de los principios para las instituciones deberá haber un
acuerdo sobre los principios para nociones tales como equidad y fidelidad,
respeto mutuo y beneficencia, tal como se aplican a los individuos, y también
sobre los principios para la conducta de los Estados. La idea intuitiva
es ésta: el concepto de que algo es justo, equitativo o beneficioso, puede ser
remplazado por el de estar de acuerdo con los principios que en la situación
original serían reconocidos como los aplicables a asuntos de su clase.
No interpreto este concepto de lo justo en el sentido de ofrecer un análisis
del significado del término "justo" tal y como normalmente se usa en contextos
morales. No pretende ser un análisis, en el sentido tradicional, del
concepto de lo justo. Por el contrario, la noción más amplia de justicia como
imparcialidad ha de ser entendida como un remplazo de las concepciones
existentes. No hay necesidad de decir que se da una igualdad de significado
entre la palabra "justo" (y sus derivados) en su uso ordinario y las locuciones
más elaboradas que se necesitan para expresar este concepto contractual
ideal de lo justo. Para nuestros propósitos aquí acepto el punto de vista
de que un análisis adecuado es mejor comprendido si nos proporciona un
sustituto satisfactorio que satisfaga ciertos deseos, evitando al mismo tiempo
oscuridades y confusiones. En otras palabras, explicación es eliminación:
empezamos con un concepto cuya expresión es de algún modo problemá-
25 Véase Ethical Studies, de F. H. Bradley, 2a ed. (Oxford, The Clarendon Press, 1927),
pp. 163-189.
LOS PRINCIPIOS DE LA JUSTICIA 113
tica, aunque sirve para ciertos fines a los que no podemos renunciar. Una
explicación alcanza estos fines por otros medios relativamente libres de dificultades.
26 Así, si la teoría de la justicia como imparcialidad, o más generalmente,
de lo justo como imparcialidad, corresponde a nuestros juicios meditados
en un equilibrio reflexivo, y si nos permite decir todo aquello que tras
un cuidadoso examen queremos decir, entonces nos proporciona una manera
de eliminar frases usuales en favor de otras expresiones. En este sentido
puede decirse que la justicia como imparcialidad y lo justo como imparcialidad
proporcionan una definición o explicación de los conceptos de la
justicia y de lo justo.
Me ocuparé ahora de uno de los principios que se aplican a los individuos:
el principio de imparcialidad. Trataré de usar este principio para dar cuenta
de todas las exigencias que son obligaciones y además son distintas de los deberes
naturales. El principio mantiene que a una persona debe exigírsele que
cumpla con su papel y como lo definen las reglas de una institución, sólo si
se satisfacen dos condiciones: primera, que la institución sea justa (o equitativa),
esto es, que satisfaga los dos principios de la justicia; y segundo, que se
acepten voluntariamente los beneficios del acuerdo o que se saque provecho
de las oportunidades que ofrece para promover los propios intereses. La
idea básica es que cuando un número de personas se comprometen en una
empresa cooperativa, mutuamente ventajosa y conforme a reglas, restringiendo
por tanto su libertad en la medida en que sea necesario para que se
produzcan ventajas para todos, entonces aquellos que se han sometido a
estas restricciones tienen derecho a una aceptación semejante por parte de
aquellos que se benefician de tal sumisión.27 No está permitido obtener ganancias
del trabajo cooperativo de los demás sin haber cumplido con nuestra
parte proporcional. Los dos principios de la justicia definen lo que es una
porción equitativa en el caso de las instituciones que pertenecen a la estructura
básica. Así, si estos acuerdos son justos, cada persona recibe una porción
equitativa cuando todos cumplen con su parte.
Ahora bien, por definición las exigencias especificadas por el principio de
imparcialidad son las obligaciones. Todas las obligaciones nacen de ese modo.
Sin embargo, es importante advertir que el principio de imparcialidad
tiene dos partes; la primera establece que las instituciones o prácticas en cuestión
tienen que ser justas, la segunda caracteriza los actos voluntarios requeridos.
La primera parte formula las condiciones necesarias para que estos
actos voluntarios den origen a obligaciones. Conforme al principio de
imparcialidad no es posible estar obligado por instituciones injustas o, en
26 Véase Word and Object, de W. V. Quine (Cambridge, Mass., M. I. T. Press, 1960), pp. 257-
262, en cuya opinión me baso.
27 Aquí estoy en deuda con "Are There Any Natural Rights?", de H. L. A. Hart, en Philosophicai
Review, vol. 64 (1955), pp. 185 ss.
114 LA TEORÍA
todo caso, por instituciones que excedan los límites de la injusticia tolerable
(hasta ahora indefinidos). En particular, no es posible tener obligaciones ante
formas de gobierno autocráticas y arbitrarias. En tales casos no existe el
trasfondo necesario para que surjan obligaciones consensúales u otros actos,
aunque se expresen así. Los vínculos obligatorios presuponen instituciones
justas o, al menos, que sean razonablemente justas, dadas las circunstancias.
Por tanto, es un error argumentar en contra de la justicia como imparcialidad
y de las teorías contractualistas en general, diciendo que tienen como
consecuencia el que los ciudadanos queden obligados por regímenes injustos
que obtienen su consentimiento por medio de la coerción o que consiguen
su aceptación tácita por medios más sutiles. En especial es Locke quien ha
sido objeto de estas críticas equivocadas, las cuales pasan por alto la necesidad
de ciertas condiciones subyacentes.28
Existen varios rasgos característicos de las obligaciones que las distinguen
de otras exigencias morales. Entre otras cosas, surgen como resultado de
nuestros actos voluntarios: estos actos pueden consistir en compromisos expresos
o tácitos, tales como los contratos y las promesas; pero pueden no
serlo, como en el caso de la aceptación de beneficios. Además, el contenido
de las obligaciones está siempre definido por una institución o práctica cuyas
reglas especifican lo que se debe hacer. Y, por último, las obligaciones
se dan normalmente frente a individuos definidos, es decir, aquellos que
cooperan conjuntamente para mantener el acuerdo en cuestión.29 Consideremos
como ejemplo ilustrativo de estas características el acto político de participar
como candidato y de (en caso de tener éxito) ocupar un puesto
público en un régimen constitucional. Este acto da origen a la obligación
de cumplir los deberes del cargo, y estos deberes determinan el contenido de
la obligación. Aquí me refiero a los deberes no como deberes morales sino
como tareas y responsabilidades asignadas a ciertos puestos institucionales.
No obstante, puede ocurrir que una persona tenga una razón moral (basada
en un principio moral) para cumplir estos deberes, como cuando una persona
está obligada a hacerlo por el principio de imparcialidad. También cuando
uno ocupa un puesto público está obligado ante sus conciudadanos, cuya confianza
ha buscado y con quienes está cooperando en la tarea de poner en
28 Locke sostiene que la conquista no otorga derechos, como tampoco la violencia, por más
"vestida que esté por el nombre, pretensiones y formas de la ley". Second Treatise of Government,
párr. 176, 20. Véase la obra sobre Locke de Hanna Pitkin, en "Obligation and Consent i",
American Political Science Review, vol. 59 (1965), esp. pp. 994-997, cuyas opiniones esenciales
comparto.
29 Al distinguir entre obligaciones y deberes naturales, me he basado en "Legal and Moral
Obligation", de H. L. A. Hart, en Essays in Moral Philosophy, ed. por A. I. Melden (Seattle, University
of Washington Press, 1958), pp. 100-105; "On Duties", de C. H. Whiteley, en Proceedings
of the Aristotelian Society, vol. 53 (1952-1953) y "The Concepts of Obligation and Duty" de R. B.
Brandt, en Mina, vol. 73 (1964).
LOS PRINCIPIOS DE LA JUSTICIA 115
marcha una sociedad democrática. Igualmente, asumimos responsabilidades
al contraer matrimonio, así como cuando aceptamos puestos con autoridad
judicial, administrativa o de otra clase. Adquirimos obligaciones mediante
promesas y acuerdos tácitos, e incluso cuando participamos en un juego adquirimos
la obligación de jugar conforme a las reglas y con espíritu deportivo.
Creo que todas estas obligaciones están cubiertas por el principio de imparcialidad.
Existen, sin embargo, dos casos importantes que son algo problemáticos:
el de la obligación política tal y como se aplica al ciudadano medio,
más que a quienes desempeñan un cargo, y la obligación de mantener las
promesas. En el primer caso no está claro cuál es la acción obligatoria requerida
ni quién la ha ejecutado. No creo que exista, estrictamente hablando,
una obligación política para los ciudadanos en general. En el segundo
caso es necesaria una explicación acerca de cómo surgen las obligaciones fiduciarias
por aprovechar una práctica justa. Necesitamos examinar en este
caso la naturaleza /de la práctica pertinente. Estos asuntos los discutiré en
otro lugar (§§ 51-52).
19. PRINCIPIOS PARA LAS PERSONAS: LOS DEBERES NATURALES
Mientras que el principio de imparcialidad examina todas las obligaciones
existen muchos deberes naturales positivos y negativos. No intentaré colocarlos
a todos bajo un principio. Admito que esta falta de unidad hace correr
el riesgo de poner demasiado énfasis en las reglas de prioridad; no obstante
tendré que dejar de lado esta dificultad. Los siguientes son ejemplos de deberes
naturales: el deber de ayudar a otro cuando lo necesita o está en peligro,
siempre y cuando se pueda hacerlo sin riesgo o pérdida excesivos; el
deber de no dañar o perjudicar a otro; el deber de no causar sufrimiento innecesario.
El primero de estos deberes, el de ayuda mutua, es un deber positivo
en tanto que es el deber de hacer algo bueno por otro, mientras que los
dos últimos son negativos en tanto que nos exigen no hacer algo que sea malo.
La distinción entre deberes positivos y negativos es en muchos casos intuitivamente
clara, aunque a menudo es difícil. No pondré mayor énfasis en
ella. La distinción es importante únicamente en conexión con el problema
de la prioridad, ya que parece plausible sostener que, cuando es clara, los deberes
negativos tienen más valor que los positivos. Sin embargo, por ahora
no me ocuparé más de esta cuestión.
Ahora bien, en contraste con las obligaciones, lo característico de los deberes
naturales es que se nos aplican con independencia de nuestros actos
voluntarios. Más aún, no guardan ninguna conexión necesaria con las instituciones
o prácticas sociales; en general, su contenido no viene definido por
las reglas de estos acuerdos. Tenemos, por ejemplo, un deber natural de no
116 LA TEORÍA
ser crueles, y un deber de ayudar al prójimo, ya sea que nos hayamos comprometidos
a estas acciones o no. No nos sirve como defensa o como excusa
el decir que no hemos prometido no ser crueles o vengativos, o ayudar a los
demás. De hecho, por ejemplo una promesa de no matar, normalmente sería
redundante hasta lo ridículo, y sería erróneo sugerir que establece una exigencia
moral que no existía antes. Si acaso, una promesa tal tendría sentido,
únicamente cuando por razones especiales se tiene derecho a matar, por
ejemplo, quizá en una guerra justa. Otra característica de los deberes naturales
es que se dan entre las personas con independencia de sus relaciones
institucionales; surgen entre todos los hombres considerados como personas
morales iguales. En este sentido los deberes naturales se deben no sólo a individuos
definidos, digamos a aquellos que cooperan conjuntamente en una
configuración social particular, sino a las personas en general. Es esta característica
específica la que sugiere lo adecuado del adjetivo "natural". Una
de las finalidades del derecho internacional es asegurar el reconocimiento de
estos deberes en la conducta de los Estados. Esto tiene especial importancia
para la restricción de los medios empleados en la guerra, suponiendo que,
en ciertas circunstancias, las guerras en defensa propia estuviesen justificadas
(§ 58).
Desde el punto de vista de la justicia como imparcialidad un deber natural
básico es el deber de justicia. Este deber nos exige apoyar y obedecer a
las instituciones justas existentes que nos son aplicables. Nos constriñe también
a promover acuerdos justos aún no establecidos, al menos cuando esto
pueda hacerse sin demasiado costo para nosotros. Así, si la estructura básica
de la sociedad es justa, o todo lo justa que es razonable esperar según las
circunstancias, todos tienen el deber natural de cumplir con su parte conforme
al esquema existente. Todos están vinculados a estas instituciones
con independencia de sus actos, ejecutivos o de otro tipo. Así, aun cuando los
principios del deber natural se deriven de un punto de vista contractual, no
presuponen un acto de asentimiento, ni expreso ni tácito, más aún, ni siquiera
presupone un acto voluntario para poder aplicarlos. Estos principios
para las personas, así como los principios para las instituciones, son aquellos
que serían reconocidos en la posición original. Estos principios son concebidos
como el resultado de un convenio hipotético. Si su formulación muestra
que ninguna acción vinculatoria, sea consensual o de otro tipo, es un presupuesto
de su aplicabilidad, entonces se aplican incondicionalmente. La
razón por la cual las obligaciones dependen de los actos voluntarios viene
dada por la segunda parte del principio de imparcialidad que enuncia esta
condición. Esto nada tiene que ver con la naturaleza contractual de la justicia
como imparcialidad.30 De hecho, una vez que se tiene el conjunto completo
30 Estoy en duda con Robert Amdur por algunas aclaraciones sobre estos puntos. Puede enLOS
PRINCIPIOS DE LA JUSTICIA 117
de principios y una concepción compacta de lo justo, entonces podemos olvidarnos
de la concepción de la posición original y aplicar estos principios
como aplicaríamos cualesquiera otros.
No hay nada incongruente, ni siquiera sorprendente, en el hecho de que
la justicia como imparcialidad permita principios incondicionados. Basta con
mostrar que las partes en la posición original estarían dispuestas a convenir
respecto a principios que definieran los deberes naturales, los cuales una vez
formulados se considerarían incondicionados. Debemos notar que, ya que el
principio de imparcialidad puede establecer un vínculo respecto a los acuerdos
justos existentes, las obligaciones cubiertas por él pueden apoyar una obligación
ya existente que se derive del deber natural de justicia. Así, una
persona puede tener tanto un deber natural como una obligación de obedecer
una institución y de cumplir con su parte. Lo que hay que observar aquí
es que existen diversas maneras a través de las cuales podemos vincularnos
a las instituciones políticas. La mayoría de las veces el deber natural de justicia
es el más fundamental, ya que en general obliga a los ciudadanos y no
requiere ningún acto voluntario para ser aplicable. Por otra parte, el principio
de imparcialidad obliga sólo a aquellos que asumen un puesto político
o a aquellos que estando mejor situados, han promovido sus intereses dentro
del sistema. Existe, entonces, otro sistema de noblesse oblige: es decir, que
aquellos más privilegiados están sujetos a adquirir obligaciones que los vinculen
aún más estrechamente a un sistema justo.
Sobre el otro tipo de principios para las personas diré muy poco ya que,
aun cuando los permisos no son una clase poco importante de acciones, tengo
que limitar la discusión a la teoría de la justicia social. Puede observarse
de todos modos que una vez que se han escogido todos los principios que definen
exigencias, ya no son necesarios nuevos reconocimientos para definir
los permisos. Esto es así ya que los permisos son aquellos actos que tenemos
libertad de hacer o no hacer, los que no violan ninguna obligación o deber natural.
Al estudiar los permisos desearía destacar aquellos que son significativos
desde un punto de vista moral y explicar su relación con los deberes
y las obligaciones. Muchas de esas acciones son moralmente indiferentes o
triviales. Sin embargo, entre los permisos está la interesante clase de las acciones
supererogatorias. Estas acciones son actos de benevolencia y piedad,
contrarse el desarrollo de algunos puntos de vista que intentan derivar los lazos políticos tan
sólo de los actos consensúales en Obligations: Essays on Disobedience, War and Citizenship, de Michael
Walzer (Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1970), esp. pp. IX-XVI, 7-10, 18-21 y
cap. 5; Obligation and the Body Politic, de Joseph Tussman (Nueva York, Oxford University
Press, 1960). Sobre este último, véase "Obligation and Consent I", de Hanna Pitkin, pp. 997 ss.
Para otros desarrollos del problema de la teoría del consenso, véase, además de Pitkin, "Political
Justice", de Alan Gewirth, en Social Justice, ed. de R. B. Brandt (Englewood Cliffs, Nueva
Jersey, Prentice-Hall, Inc., 1962), pp. 128-141, y Consent, Freedom, and Political Obligation, de J. P.
Plamenatz, 2a ed. (Londres, Oxford University Press, 1968).
118 LA TEORÍA
de heroísmo y autosacrificio. Es bueno hacer estas acciones aunque no sea
nuestro deber ni nuestra obligación. Los actos supererogatorios no se exigen,
aun cuando normalmente serían exigibles si no exigieran riesgos o pérdidas
para el propio agente. Una persona que lleva a cabo un acto supererogatorio
no invoca la exención que le permiten los deberes naturales, ya que, si
bien tenemos el deber natural de, digamos, producir un gran bien si fácilmente
podemos hacerlo, nos vemos relevados de este deber cuando el costo
para nosotros mismos es considerable. Los actos supererogatorios plantean
cuestiones de primera importancia para la teoría ética. Por ejemplo, a primera
vista parece que el utilitarismo clásico no puede explicarlos. Parecería que
estamos obligados a llevar a cabo acciones que producen un mayor bien
para los demás, sea cual fuere el costo para nosotros mismos, siempre y cuando
la suma de ventajas exceda en conjunto a la de otros actos que no son
asequibles. No existe nada que corresponda a las exenciones incluidas en la
formulación de los deberes naturales. Así, algunas de las acciones que la justicia
como imparcialidad contaría como supererogatorias podrían ser exigidas
por el principio de utilidad. Sin embargo, no me ocuparé más de este
asunto. He mencionado aquí los actos supererogatorios sólo en aras de la
integridad del tema. Ahora tendremos que ocuparnos de la interpretación
de la situación inicial.
III. LA POSICIÓN ORIGINAL
EN ESTE capítulo analizaré la interpretación filosófica preferida de la situación
inicial. A esta interpretación la denominaré la posición original. Comenzaré
esbozando la naturaleza del argumento en favor de las concepciones
de justicia y explicando cómo se presentan las alternativas, de modo que las
partes habrán de escoger entre una determinada lista de concepciones tradicionales.
A continuación describiré las condiciones que caracterizan la situación
inicial bajo diversos subtítulos: las circunstancias de la justicia, las
restricciones formales del concepto de lo justo, el velo de la ignorancia, y la
racionalidad de las partes contratantes. En cada caso trataré de indicar por
qué las características adoptadas por la interpretación preferida son razonables
desde un punto de vista filosófico. Después examinaré las líneas naturales
del razonamiento que conducen a los dos principios de justicia y al
principio de la utilidad media, considerando posteriormente las relativas
ventajas de estas concepciones de la justicia. Argumentaré que los dos principios
serían reconocidos, dando algunas de las principales razones para
apoyar esta pretensión. Con objeto de esclarecer las diferencias entre las diversas
concepciones de justicia, el capítulo concluirá con una revisión del
principio clásico de utilidad.
20. LA NATURALEZA DEL ARGUMENTO EN FAVOR DE LAS CONCEPCIONES DE JUSTICIA
La idea intuitiva de la justicia como imparcialidad es considerar los principios
de justicia como el objeto de un acuerdo original en una situación inicial
debidamente definida. Estos principios son aquellos que serían aceptados por
personas racionales dedicadas a promover sus intereses y que estuvieran en
esta posición de igualdad con objeto de establecer los términos básicos de
su asociación. Habrá que mostrar entonces que los dos principios de justicia
son la solución al problema de elección que plantea la posición original.
Con objeto de demostrarlo, hay que establecer que, dadas las circunstancias
de las partes, sus conocimientos, creencias e intereses, un acuerdo sobre la
base de estos principios es el mejor medio para que cada persona alcance sus
fines en vista de las alternativas disponibles.
Ahora bien, es obvio que nadie puede obtener todo lo que quiere: la mera
existencia de otras personas lo impide. Lo absolutamente mejor para cualquiera
es que todos los demás se le unan en promover su propia concepción del
119
120 LA TEORÍA
bien, cualquiera que ésta sea; y de no ser así, que se exija a todos los demás
actuar justamente, pero autorizándole a eximirse de hacerlo cuando le parezca.
Dado que las demás personas jamás convendrían en asociarse en tales
condiciones, estas formas de egoísmo serían rechazadas. Sin embargo, los
dos principios de justicia parecen una propuesta razonable. De hecho, me
gustaría mostrar que estos principios son la mejor respuesta que cualquiera
podría dar, por así decirlo, a las correspondientes demandas de los demás. En
este sentido, la elección de esta concepción de la justicia es la solución única
al problema planteado por la posición original.
Al argumentar de esta manera seguimos un procedimiento familiar en la
teoría social: se describe una situación simplificada en la cual individuos racionales
que tienen ciertos fines y que están relacionados entre sí de cierta
manera, habrán de escoger entre diversos cursos de acción teniendo a la vista
su conocimiento de las circunstancias. Lo que estos individuos hagan se
derivará entonces de un razonamiento estrictamente deductivo a partir de
estas presuposiciones acerca de sus creencias e intereses, su situación y las opciones
que se les ofrece. Su conducta es, según la frase de Pareto, la resultante
de gustos y obstáculos.1 Por ejemplo, en la teoría de los precios el equilibrio
de los mercados competitivos es considerado como el resultado de una
situación en la que muchos individuos, cada uno de los cuales promueve
sus propios intereses, ceden a los demás aquello de lo que más fácilmente
pueden prescindir, a cambio de lo que más desean. El equilibrio es el resultado
de acuerdos libres entre comerciantes bien dispuestos. Para cada persona
la me"jor situación es aquella que pueda obtener mediante el libre intercambio
compatible con el derecho y la libertad de los demás para promover
sus intereses de la misma manera. Es por esta razón por la que este estado
de cosas es un equilibrio tal que persistirá mientras no existan cambios ulteriores
en las circunstancias. Nadie tiene incentivos para alterarlo. Si una
desviación de esta situación pone en marcha tendencias que la restauren, el
equilibrio es estable.
Por supuesto, el hecho de que una situación sea de equilibrio, incluso de
tipo estable, no implica que sea justa o correcta. Lo único que significa es que
dada la evaluación que los hombres hacen de su posición, actuarán eficazmente
para conservarla. Sin duda es posible que un balance de odio y hostilidad
sea un equilibrio estable; cada cual puede pensar que cualquier cambio
factible será aún peor. Lo mejor que cada uno puede hacer por sí mismo
acaso sea un estado de menor injusticia, más que de mayor beneficio. La
evaluación moral de las situaciones de equilibrio dependerá de las circuns-
1 Manuel d'économie politique (París, 1909), cap. m, § 23. Pareto declara: "L'equilibre resulte
précisément de cette opposition des goüts et des obstacles." (El equilibrio es precisamente el
resultado de esta oposición entre los gustos y los obstáculos.)
LA POSICIÓN ORIGINAL 121
tancias que las determinen. Es en este punto donde la concepción de la
posición original incorpora rasgos característicos de la teoría moral. Ya que
mientras la teoría de los precios, por ejemplo, trata de explicar los movimientos
del mercado mediante presupuestos acerca de las tendencias que
efectivamente operan, la interpretación filosófica preferida de la situación
inicial incorpora condiciones que se considera razonable imponer en la elección
de principios. En contraste con la teoría social, el objetivo es caracterizar
esta situación de manera que los principios que resultaran escogidos, cualesquiera
que fuesen, resultaran aceptables desde un punto de vista moral. La
posición original se define de tal modo que sea un statu quo en el cual cualquier
acuerdo que se obtenga sea equitativo. Es un estado de cosas en el
cual las partes están igualmente representadas como personas morales y
el resultado está condicionado por contingencias arbitrarias o por el equilibrio
relativo de las fuerzas sociales. Así, la justicia como imparcialidad es capaz
de usar la idea de la justicia puramente procesal desde el comienzo.
Es claro entonces que la posición original es una situación puramente hipotética.
No es necesario que algo parecido a ella haya existido nunca, aunque
poniendo en práctica deliberadamente las restricciones que ella expresa podamos
simular los reflejos de las partes. La concepción de la posición original
no intenta explicar la conducta humana, salvo en la medida en que trata
de dar cuenta de nuestros puntos morales y ayuda a explicar el hecho de que
tengamos un sentido de la justicia. La justicia como imparcialidad es una teoría
de nuestros sentimientos morales tal y como se manifiestan en nuestros
juicios meditados, hechos en una reflexión equilibrada. Es de suponer que
estos sentimientos afectan, en alguna medida, nuestros pensamientos y acciones.
Así pues, aunque la concepción de la posición original es parte de la
teoría de la conducta, no se deduce de ello en modo alguno que existan en
la realidad situaciones que se le parezcan. Lo que es necesario es que los principios
que serían aceptados en tal situación desempeñen su papel en nuestro
razonamiento y conducta morales.
Debe notarse también que la aceptación de estos principios no se conjetura
como ley psicológica o como probabilidad. Mi ideal es, en todo caso, mostrar
que su aceptación es la única elección coherente con la descripción completa
de la posición original. El argumento intenta a la postre ser estrictamente
deductivo. Desde luego, las personas en la posición original tienen una
cierta psicología, ya que se formulan varios supuestos acerca de sus creencias
e intereses. Estos supuestos, junto con otras premisas, aparecen en la
descripción de la situación inicial. Sin embargo, es claro que los argumentos
construidos a partir de tales premisas pueden ser completamente deductivos,
tal y como lo prueban las teorías políticas y económicas. Deberíamos
aspirar a una especie de geometría moral con todo el rigor que su nombre
indica. Por desgracia, el razonamiento que ofreceré se queda corto con res122
LA TEORÍA
pecto a lo anterior, ya que es sumamente intuitivo. Aun así, es esencial tener
presente el ideal que quisiéramos alcanzar.
Una última observación. Existen, tal y como lo he dicho, muchas interpretaciones
posibles de la situación inicial. Esta concepción variará dependiendo
de cómo se conciba a las partes contratantes, cuáles sean sus creencias e
intereses, qué alternativas se les ofrezcan, etc. En este sentido existen muchas
y muy diferentes teorías contractuales. La justicia como imparcialidad
no es sino una de ellas. Sin embargo, el problema de la justificación está, en
la medida de lo posible, resuelto, al observar que no existe sino una interpretación
de la situación inicial que mejor exprese las condiciones que se
considera razonable imponer en la elección de los principios, condiciones que
además conducen a una concepción que corresponde a nuestros juicios examinados
en una reflexión equilibrada. A esta interpretación preferida o estándar
la llamaré la posición original. Podemos suponer que por cada concepción
tradicional de la.justicia existe una interpretación de la situación
inicial en la cual sus principios son la solución preferida. Así, por ejemplo,
existen interpretaciones que conducen tanto al principio de utilidad clásico,
como al principio de utilidad promedio. En la medida en que avancemos se
hará mención de estas variaciones de la situación inicial. El procedimiento
de las teorías contractuales proporciona entonces un método analítico general
para el estudio comparativo de las concepciones de la justicia. Se intenta
establecer las diferentes condiciones incorporadas a la situación contractual
en la que se escogerían los principios. De esta manera se formulan los diversos
supuestos subyacentes de los que tales concepciones parecen depender.
Pero si una interpretación es filosóficamente la preferida, y si sus principios
caracterizan nuestros juicios bien meditados, entonces tenemos también
un procedimiento de justificación. No se puede saber previamente si existe
tal interpretación, pero al menos sabemos lo que hay que buscar.
21. LA PRESENTACIÓN DE OPCIONES
Dejemos ahora estas observaciones acerca del método para describir la posición
original. Comenzaré con el tema de las opciones asequibles a las personas
que están en esta situación. Idealmente nos gustaría decir, por supuesto,
que pueden escoger entre todas las concepciones posibles de la
justicia. Una dificultad obvia es cómo caracterizar estas concepciones de modo
que quienes se encuentren en la posición original puedan escoger entre
ellas. Aun garantizando que estas concepciones pudieran ser definidas, no
hay ninguna seguridad de que las partes escogieran la mejor opción; pudiera
ser, por el contrario, que pasaran por alto los principios que debieran ser preferidos.
De hecho, puede no existir opción que sea la mejor: es concebible
LA POSICIÓN ORIGINAL 123
que para cada concepción de la justicia haya otra opción que sea mejor. Incluso
si es que existe una opción que sea la mejor, parece difícil describir las
facultades intelectuales que deberían tener las partes para que conozcan este
óptimo o las concepciones más plausibles. Algunas soluciones para el problema
de elección pueden ser lo bastante claras tras una cuidadosa reflexión;
otra cosa es describir las partes de manera que sus deliberaciones generen
estas opciones. Aun cuando los dos principios de la justicia puedan ser superiores
a todas las concepciones que nos son conocidas, quizás fuese todavía
mejor algún conjunto de principios hasta ahora no formulado.
Con objeto de tratar este problema recurriré al siguiente procedimiento.
Tendré simplemente como dada una breve lista de las concepciones tradicionales
de la justicia, por ejemplo, las que fueron discutidas en el primer
capítulo, junto con otras posibilidades sugeridas por los dos principios de
justicia. Supondré entonces que se les presenta esta lista a las partes y se les
pide que convengan unánimemente acerca de qué concepción es la mejor
de entre las enumeradas. Podemos suponer que llegarán a esta decisión haciendo
una serie de comparaciones por parejas. Se mostraría así que los dos
principios son los preferibles, una vez que todos están de acuerdo en escogerlos
frente a cualquier otra alternativa. En este capítulo me ocuparé principalmente
de la decisión por tomar entre los dos principios de la justicia y
las dos formas del principio de utilidad (la clásica y la de la utilidad media).
Más adelante, se discutirán las comparaciones con el perfeccionismo y las
teorías mixtas. De esta manera trataré de mostrar que los dos principios serían
escogidos de entre las diversas opciones enumeradas en la lista.
Ahora bien, reconozco que es un modo poco satisfactorio de proceder.
Sería mejor si pudiéramos definir condiciones necesarias y suficientes para
una concepción de la justicia que fuese unívocamente la mejor, para después
presentar una concepción que satisficiera estas condiciones. Con el tiempo
podría llegar a hacerse, pero por ahora no veo modo de evitar métodos burdos
y apriorísticos. Más aún, el uso de tales procedimientos puede apuntar
hacia una solución general de nuestro problema. Puede resultar, por ejemplo,
que en la medida en que llevemos a cabo estas comparaciones, el razonamiento
de las partes particularice ciertas características de la estructura
básica como deseables, y que estas características tengan propiedades naturales
máximas y mínimas. Supongamos que para las personas en la posición
original es racional preferir una sociedad con la mayor libertad equitativa.
Supongamos además que, si bien prefieren que las ventajas económicas y sociales
trabajen en pro del bien común, insisten en que éstas mitiguen las
costumbres mediante las cuales las contingencias naturales y sociales favorecen
o ponen en desventaja a los hombres. Si estas dos características son
las únicas relevantes, y si el principio de libertad equitativa es el máximo natural
de la primera característica, y el principio de diferencia (restringido
124 LA TEORÍA
por la justa igualdad de oportunidades) el máximo natural de la segunda,
entonces, haciendo a un lado el problema de la prioridad, los dos principios
son la solución óptima. El hecho de que no se puedan caracterizar o enumerar
constructivamente todas las concepciones posibles de la justicia, ni describir
las partes de modo que se vean obligadas a pensar en ellas, no es obstáculo
para esta conclusión.
No sería provechoso continuar con estas especulaciones. Por el momento,
no se intenta tratar el problema general sobre cuál sería la mejor solución. Me
limito en todo este razonamiento a la más débil pretensión de que, entre las
concepciones de la justicia que se enumeran en la siguiente lista, se escogerán
los dos principios.
A. Los dos principios de la justicia (en orden serial):
1. El principio de mayor libertad equitativa;
2. a) El principio de justa igualdad de oportunidades;
b) El principio de diferencia.
B. Concepciones mixtas. Sustituyase A(2) por uno de ellos:
1. El principio de utilidad media;
2. El principio de utilidad media, sujeto a restricciones, bien sea:
a) Que se mantenga un cierto mínimo social, o
b) Que la distribución no sea demasiado amplia, o
3. El principio de utilidad media sujeto a una de las restricciones en
B(2), así como a la de justa igualdad de oportunidades.
C. Concepciones ideológicas clásicas:
1. El principio clásico de utilidad;
2. El principio de utilidad media;
3. El principio de la perfección.
D. Concepciones intuicionistas:
1. Equilibrar la utilidad total con el principio de igual distribución;
2. Equilibrar la utilidad media con el principio de la compensación;
3. Equilibrar una lista de principios prima facie (según requiera).
E. Concepciones egoístas (véase § 23 en donde se explica por qué, estrictamente
hablando, las concepciones egoístas no son opciones):
1. Dictadura unipersonal: todos han de servir a mis intereses;
2. Privilegiado: todos han de actuar justamente, excepto yo, si así lo
deseo;
3. General: todos pueden promover sus intereses en la medida en que
les plazca.
Los méritos de estas teorías tradicionales seguramente bastan para justificar
el esfuerzo por jerarquizarlas. En todo caso, el estudio de esta jerarquización
es una manera útil de orientarse en la cuestión más general. Ahora
LA POSICIÓN ORIGINAL 125
bien, es posible que cada una de estas concepciones tenga sus puntos fuertes
y sus puntos débiles; habrá razones en favor y en contra de cualquier
alternativa que uno escoja. El hecho de que una concepción sea susceptible
de críticas no es necesariamente decisivo contra ella, así como tampoco el
hecho de que tenga ciertas características deseables es siempre concluyente
en su favor. La decisión de las personas en la posición original depende, como
veremos, de una ponderación de diversos puntos de vista. En este sentido,
en la base de la teoría de la justicia hay una llamada a la intuición. Aun así,
al haber ponderado todo, es posible que resulte perfectamente claro hacia
dónde se inclina la balanza de razones. Puede ser que las razones pertinentes
hayan sido compuestas en factores y analizadas mediante la descripción
de la posición original de modo tal que una concepción de la justicia resulte
claramente preferible a las otras. El argumento en su favor no es, estrictamente
hablando, una prueba, al menos no todavía; empero, como dice Mili,
puede ofrecer reflexiones capaces de determinar el intelecto.2
La lista de concepciones se explica en buena medida por sí misma. Sin embargo,
algunos breves comentarios pueden ser útiles. Cada concepción está
expresada de un modo razonablemente sencillo, y cada una vale incondicionalmente,
esto es, sean cuales fueren las circunstancias o estado de la sociedad.
Ninguno de los principios depende de ciertas condiciones sociales o
de otro tipo. Una razón de ello es la simplicidad. Sería fácil formular una
familia de concepciones, cada una designada para aplicarse sólo si se daban
circunstancias especiales, siendo estas diversas condiciones exhaustivas y
mutuamente excluyentes. Por ejemplo, en un estadio de la cultura podría ser
válida una concepción, y en otro una concepción diferente. Tal familia de
concepciones podría ser reconocida por sí misma como una concepción de la
justicia; consistiría en un conjunto de pares ordenados, siendo cada par una
concepción de la justicia junto con las circunstancias en que se aplica. Pero
si se añadieran a la lista concepciones de este tipo, nuestro problema se volvería
muy complicado, si no es que inabordable. Más aún, existe una razón
para excluir opciones de este tipo, ya que es natural preguntar por los principios
subyacentes que determinan los pares ordenados. Aquí supongo que
alguna concepción ética reconocible especifica los principios apropiados
desde cada una de las condiciones. Este principio incondicionado es el que
realmente define la concepción expresada mediante el conjunto de pares ordenados.
Así pues, el admitir tales familias en la lista sería incluir opciones
que ocultan sus verdaderos fundamentos. Por tanto, las excluyo también por
esta razón. Igualmente deseable es caracterizar la posición original de manera
tal que las partes hayan de escoger principios que valgan incondicionalmente,
sean cuales fueren las circunstancias. Este hecho se conecta con la
2 Utilitarianism, cap. i, párr. 5.
126 LA TEORÍA
interpretación kantiana de la justicia como imparcialidad. Sin embargo, dejaré
a un lado esta cuestión para tratarla más adelante (§ 40).
Por último, una consideración obvia. Un argumento en favor de los dos
principios y, en realidad, en pro de cualquier concepción, es siempre relativo
a alguna lista de opciones. Si cambiamos la lista, el argumento tendrá que
ser, por lo general, diferente. Una observación semejante se aplica a todas las
características de la posición original. Existe una multitud indefinida de variaciones
de la situación original y, por tanto, también existe indudablemente
una multitud indefinida de teoremas de la geometría moral. Solamente
unos cuantos de ellos tienen algún interés filosófico, ya que la mayoría de
las variaciones son improcedentes desde un punto de vista moral. Tenemos
que tratar de evitar las cuestiones incidentales, sin perder de vista al mismo
tiempo los presupuestos especiales del argumento.
22. LAS CIRCUNSTANCIAS DE LA JUSTICIA
Las circunstancias de la justicia pueden describirse como las condiciones
normales en las cuales la cooperación humana es tanto posible como necesaria.
3 Así, aunque la sociedad sea una empresa cooperativa para beneficio
mutuo, tal y como lo hice notar en un principio, está igualmente caracterizada
tanto por un conflicto de intereses como por una identidad de los mismos.
Existe una identidad de intereses dado que la cooperación social hace
posible para todos una vida mejor que la que cada uno podría tener si tuviera
que tratar de vivir únicamente gracias a sus propios esfuerzos. Existe
un conflicto de intereses dado que los hombres no son indiferentes a la manera
como habrán de distribuirse los mayores beneficios mediante su colaboración,
ya que con objeto de promover sus propios fines cada uno preferiría
una porción mayor que una menor. Serán necesarios, pues, ciertos principios
para escoger entre las varias configuraciones sociales que determinan
esta división de ventajas y para suscribir un acuerdo acerca de las porciones
distributivas correctas. Estas exigencias definen el papel de la justicia. Las condiciones
subyacentes que dan origen a estas necesidades son las circunstancias
de la justicia.
Estas condiciones pueden dividirse en dos clases. Primera, las circunstancias
objetivas que hacen posible y necesaria la cooperación humana. Así, muchos
individuos coexisten juntos, simultáneamente, en un determinado territorio
geográfico. Estos individuos son, en términos generales, semejantes
3 Mi texto sigue en gran parte al de Hume en A Treatise of Human Nature, lib. 111, pt. H, sec. n
y en An Enquiry Conceming tbe Principies of Moráis, sec. m, pt. i. Pero puede verse también The
Concept ofLaw, de H. L. A. Hart (Oxford, The Clarendon Press, 1961), pp. 189-195 y J. R. Lucas,
The Principies ofPolitics (Oxford, The Clarendon Press, 1966), pp. 1-10.
LA POSICIÓN ORIGINAL 127
en sus capacidades físicas y mentales; o cuando menos son comparables en
el sentido de que ninguno de ellos puede dominar al resto. Son vulnerables a
los ataques y están sujetos a la posibilidad de ver bloqueados sus planes
por la fuerza conjunta de los otros. Finalmente, existe la condición de la escasez
moderada que abarca una gran variedad de situaciones. Los recursos,
naturales y no naturales, no son tan abundantes que los planes de cooperación
se vuelvan superfluos; por otra parte, las condiciones no son tan duras
que toda empresa fructífera tenga que fracasar inevitablemente. Mientras
que todos los acuerdos mutuamente ventajosos son factibles, los beneficios
que producen se quedan cortos frente a las demandas planteadas por
los hombres.
Las circunstancias subjetivas son los aspectos pertinentes de los sujetos
de la cooperación, esto es, de las personas que trabajan juntas. Así pues, aunque
las partes tienen, en términos generales, necesidades e intereses semejantes,
o en algunas maneras complementarias, de modo que la cooperación
mutuamente ventajosa sea posible, tienen, no obstante, también sus propios
planes de vida. Estos planes, o concepciones de lo que es bueno, les llevan a
tener diferentes fines y propósitos y a formular exigencias conflictivas acerca
de los recursos naturales y sociales disponibles. Más aún, aunque no se
supone que los intereses propuestos por estos planes sean intereses en sí
mismos, son intereses de un yo que considera su concepción del bien como
digna de reconocimiento y que presenta las demandas en su favor como merecedoras
de ser satisfechas. Supongo también que los hombres sufren de
varias carencias en lo relativo al conocimiento y juicio. Su conocimiento es
necesariamente incompleto, sus facultades de razón, memoria y atención son
siempre limitadas, y su juicio se ve a menudo deformado por la ansiedad, el
prejuicio y la preocupación por sus propios asuntos. Algunos de estos defectos
provienen de fallos morales del egoísmo y la negligencia; sin embargo,
en gran medida, son simplemente parte de la situación natural humana.
Como consecuencia de lo anterior, los individuos tienen no solamente planes
de vida diferentes, sino que existe una diversidad de creencias filosóficas y
religiosas y de doctrinas políticas y sociales.
A esta constelación de condiciones las denominaré las circunstancias de
la justicia. La explicación que de ellas hace Hume es particularmente lúcida
y el resumen anterior no añade nada esencial a los análisis más completos
hechos por él. En bien de la simplicidad subrayo a menudo la condición de
la escasez moderada (entre las circunstancias objetivas) y la del conflicto
de intereses (entre las subjetivas). Así, puede decirse brevemente que las circunstancias
de la justicia se dan siempre que, en condiciones de escasez moderada,
las personas presenten demandas conflictivas ante la división de las
ventajas sociales. Si estas circunstancias no existieran, no habría ninguna ocasión
para que se diera la virtud de la justicia, del mismo modo que dada la
128 LA TEORÍA
ausencia de amenazas vitales y corporales, no habría oportunidades para el
valor físico.
Varias aclaraciones son necesarias. En primer lugar supondré, por supuesto,
que las personas en la posición original saben que se darán estas circunstancias
de la justicia. Las toman como algo dado en relación con las condiciones
de su sociedad. Otro supuesto adicional es que las partes tratarán de
promover su concepción del bien lo mejor que puedan, y que al hacerlo no
estarán obligadas mutuamente por vínculos morales previos.
Sin embargo, surge la pregunta de si las personas en la posición original
tienen deberes y obligaciones respecto a terceros, por ejemplo respecto a
sus descendientes inmediatos. Decir que sí los tienen sería un modo de abordar
las cuestiones de la justicia entre las generaciones. Sin embargo, el objetivo
de la justicia como imparcialidad es tratar de deducir todos los deberes
y obligaciones de la justicia a partir de otras condiciones razonables. Por tanto,
de ser posible, deberá evitarse aquella salida. Hay muchas más. Podemos
adoptar un supuesto acerca de la motivación y pensar que las partes representan
una línea continua de demandas. Por ejemplo, podemos suponer que
son cabezas de familia y que por lo tanto tienen un deseo de promover el
bienestar, al menos de sus descendientes más inmediatos. O se puede pedir
que las partes convengan en los principios, sujetándose a la restricción
de que desean que todas las generaciones precedentes hayan observado exactamente
los mismos principios. Mediante una combinación apropiada de
tales estipulaciones, creo que se puede unir toda la cadena de generaciones
y que se pueden convenir principios que tomen debidamente en cuenta los
intereses de cada uno (§§ 24, 44). Si esto es correcto habremos logrado extraer
los deberes para con otras generaciones a partir de condiciones razonables.
Nótese que no he hecho ningún supuesto restrictivo acerca de las concepciones
del bien que tienen las partes, excepto que son planes racionales a
largo plazo. Tales planes determinan los objetivos e intereses de un yo, aunque
no se presume que éstos sean egoístas. Que sea o no así depende del tipo
de fines que una persona persiga. Si los propósitos finales de una persona
son la riqueza, la posición, la influencia y el reconocimiento del prestigio
social, seguramente su concepción del bien será egoísta. Sus intereses dominantes
están en sí mismo, y no son meramente, como debieran, los intereses
de un yo.4 No hay entonces ninguna incongruencia en suponer que, una vez
que se levante el velo de la ignorancia, las partes se den cuenta de que tienen
vínculos sentimentales y afectivos, que desean promover los intereses de los
demás y ver alcanzados sus fines. Sin embargo, el postulado del desinterés
4 Sobre este punto, véase W. T. Stace, The Concevt of Moráis (Londres, Macmillan, 1937),
pp. 221-223.
LA POSICIÓN ORIGINAL 129
mutuo en la posición original se formula con objeto de asegurar que los principios
de justicia no dependan de imposiciones más fuertes. Ño hay que
olvidar que la posición original pretende incorporar condiciones ampliamente
aceptadas que sean no obstante débiles. Una concepción de la justicia no
debería, por tanto, suponer extensos vínculos de sentimientos naturales. Se
trata de hacer la menor cantidad posible de suposiciones en la base de la
teoría.
Cuando se supone que las partes son diversamente desinteresadas y no
están dispuestas a sacrificar sus intereses en pro de los demás, mi intención
es modelar la conducta y los motivos humanos en los casos en que surgen
cuestiones de justicia. Los ideales espirituales de los santos y de los héroes
pueden ser tan irreconciliablemente opuestos como cualesquier otros intereses.
Los conflictos que pueden producirse en la búsqueda de tales ideales
son los más trágicos de todos. Así, la justicia es la virtud de la práctica allí
donde existen intereses competitivos y cuando las personas se sienten facultadas
para hacer valer sus derechos unas frente a otras. En una sociedad de
santos en la que todos convinieran en un ideal común, si es que tal comunidad
puede existir, no habría disputas acerca de la justicia. Cada uno trabajaría
desinteresadamente para un fin determinado por su religión común, y la
referencia a este fin (suponiendo que estuviera decidido claramente) resolvería
cualquier cuestión de derechos. Pero una sociedad humana está caracterizada
por las circunstancias de la justicia. La explicación de estas condiciones
no implica ninguna teoría particular de la motivación humana. Más
bien, su objetivo es reflejar en la descripción de la posición original las relaciones
de los hombres entre sí, las relaciones que constituyen el escenario
de la justicia.
23. LAS RESTRICCIONES FORMALES DEL CONCEPTO DE LO JUSTO
La situación de las personas en la posición original refleja ciertas restricciones.
Las alternativas que les son asequibles y el conocimiento de sus circunstancias
están limitados de diversas formas. A estas restricciones me referiré
como restricciones del concepto de lo justo, ya que sirven para escoger todos
los principios éticos y no sólo aquellos de la justicia. Si las partes tuviesen
que reconocer también principios para otras virtudes, estas restricciones se
aplicarían igualmente.
Consideraré primero las restricciones a las alternativas. Existen ciertas condiciones
formales que parece razonable imponer a las concepciones de la
justicia que se incluyen en la lista presentada a las partes. No pretendo que
estas condiciones partan del concepto de lo justo y mucho menos del significado
de moral. Evito apelar al análisis de conceptos en puntos claves de
130 LA TEORÍA
este tipo. Existen muchas restricciones que pueden razonablemente asociarse
con el concepto de lo justo, y se pueden hacer diferentes selecciones entre
ellas, contándolas como definitivas dentro de una teoría particular. El mérito
de cualquier definición depende de lo correcto de la teoría que resulte de
ella; por sí misma, una definición no puede resolver ninguna cuestión fundamental.
5
La adecuación de estas condiciones formales se deriva de la misión que
tienen los principios de la justicia de resolver las demandas que las personas
se hacen unas a otras, y a sus instituciones. Si los principios de la justicia
han de desempeñar su papel de asignar derechos y deberes básicos y de
determinar la división de las ventajas, entonces estas demandas serán completamente
naturales. Cada una de ellas es convenientemente débil, y supongo
que son satisfechas por las concepciones tradicionales de la justicia.
Estas condiciones excluyen, sin embargo, las diversas formas de egoísmo, tal
como lo hice notar antes, lo cual muestra que no carecen de fuerza moral.
Esto hace aún más necesario que las condiciones no se justifiquen mediante
definiciones o análisis de conceptos, sino únicamente por medio de la racionalidad
de la teoría de la que son parte. Las he colocado bajo cinco títulos
bien conocidos.
En primer término, los principios deberían ser generales. Esto es, tiene
que ser posible formularlos sin el uso de palabras que intuitivamente podrían
ser reconocidas como nombres propios o descripciones definidas. Así,
los predicados utilizados en su formulación deberán expresar propiedades
y relaciones generales. Por desgracia, parece que existen dificultades filosóficas
muy profundas que bloquean el camino hacia una explicación satisfactoria
de estas cuestiones.6 No trataré de ocuparme de ellas aquí. Al ofrecer
una teoría de la justicia se tiene derecho a evitar el problema de definir las
propiedades y relaciones generales, y a guiarse por lo que parece razonable.
Además, puesto que las partes no disponen de información específica acerca
de sí mismas o de su situación, no pueden en modo alguno autoidentifi-
5 W. K. Frankena analiza varias interpretaciones del concepto de moralidad: "Recent Conceptions
of Morality", en Morality and the Language ofConduct, ed. de H. N. Castañeda y George
Nakhnikian (Detroit, Wayne State University Press, 1965) y "The Concept of Morality", en
Journal of Philosophy, vol. 63 (1966). El primero de estos ensayos contiene muchas referencias y
la exposición, dentro del contexto, se acerca quizás más a la de Kurt Baier en The Moral Point of
View (Ithaca, N. Y., Cornell University Press, 1958), cap. vm. Sigo a Baier al enfatizar las condiciones
de la publicidad (no utiliza este término, pero se halla implícito en su condición de aleccionamiento
universal, pp. 195 ss.), ordenando la finalidad y el contenido material (aunque en
la perspectiva del contrato, la última condición sigue como una consecuencia) (§ 25 y la nota
16, más adelante). Pueden verse también The Language of Moráis, de R. M. Haré (Oxford, The
Clarendon Press, 1952); "Morality, Self and Others", de W. D. Falk, también en Morality and the
Language ofConduct, y "Social Morality and Individual Ideal", de P. F. Strawson, en Philosophy,
vol. 36 (1961).
6 Véase, por ejemplo, Ontological Relativity and Other Essays, de W. V. Quine (Nueva York,
Columbia University Press, 1969), cap. 5, titulado "Natural Kinds".
LA POSICIÓN ORIGINAL 131
carse. Incluso si una persona puede conseguir el acuerdo de otras, no sabrá
cómo elaborar principios que le sean ventajosos. Las partes se ven ineludiblemente
forzadas a acogerse a principios generales, entendiendo aquí esta noción
de un modo intuitivo.
La naturalidad de esta condición radica en parte en el hecho de que los
primeros principios tienen que ser capaces de servir como base pública perpetua
de una sociedad bien ordenada. Por ser incondicionales valen siempre
(en las circunstancias de la justicia), y su conocimiento tiene que estar abierto
a los individuos de cualquier generación. Así, para entender estos principios
no será necesario un conocimiento de particularidades contingentes, y
menos una referencia a individuos o a asociaciones. Tradicionalmente la
prueba más obvia para estas condiciones es la idea de que lo que es justo es
aquello que se adecúa a la voluntad de Dios. No obstante, de hecho, esta doctrina
es apoyada normalmente por una argumentación que parte de principios
generales. Por ejemplo, Locke sostenía que el principio básico de la
moral era el siguiente: si una persona es creada por otra (en el sentido teológico),
entonces tiene el deber de cumplir los preceptos que le imponga su
creador.7 Este principio es perfectamente general, y dada la naturaleza del
mundo según la tesis de Locke, Dios es considerado como la autoridad moral
legítima. La condición de la generalidad no se viola, aunque lo parezca a
primera vista.
En segundo lugar, los principios han de ser universales en su aplicación.
Tienen que valer para todos, por ser personas morales. Supongo, así, que
cada uno puede entender estos principios y usarlos en sus deliberaciones.
Esto impone un límite máximo al grado de complejidad que pueden tener y
al tipo y número de distinciones que establecen. Más aún, un principio sería
eliminado si resultase autocontradictorio o autofrustrante el hecho de que
todos actuaran conforme a él. Asimismo, sería inadmisible un principio
que únicamente fuese razonable observar cuando los demás se conformaran
a otro distinto. Los principios habrán de ser escogidos teniendo en cuenta
las consecuencias previsibles si todos las obedecen.
Tal como se han definido, la generalidad y la universalidad son condiciones
distintas. Por ejemplo, el egoísmo en la forma de la dictadura unipersonal
(todos han de servir a mis intereses —o a los de Pericles—) es un principio
que satisface la universalidad pero no la generalidad. Aunque todos
pudieran actuar de acuerdo con este principio, y ser los resultados en algunos
casos no del todo malos, dependiendo de los intereses del dictador,
el pronombre personal (o el nombre) violarían la primera condición. Por otra
parte, también los principios generales pueden no ser universales. Pueden
7 Véase Essays on the Laivs of Nature, ed. de W. von Leyden (Oxford, The Clarendon Press,
1954), cuarto ensayo y esp. pp. 151-157.
132 LA TEORÍA
estar planeados para ser útiles a una clase restringida de individuos, por
ejemplo, aquellos especificados por determinadas características biológicas
o sociales, tales como el color del pelo, la clase social, etc. Ciertamente que
en el curso de sus vidas los individuos adquieren obligaciones y asumen deberes
que les son peculiares. Sin embargo, estos diversos deberes y obligaciones
son la consecuencia de unos primeros principios que valen para todos
en tanto que personas morales; la derivación de tales exigencias tiene una
base común.
Una tercera condición es la del carácter público, la cual surge naturalmente
del punto de vista contractual. Las partes suponen que están escogiendo
principios para una concepción pública de la justicia.8 Suponen que
todos sabrán acerca de estos principios todo lo que sabrían si su aceptación fuera
el resultado de un acuerdo. Así, la conciencia general de su aceptación
universal deberá tener efectos deseables y apoyar la estabilidad de la cooperación
social. La diferencia entre esta condición y la de la universalidad
estriba en que la última conduce a que uno evalúe los principios basándose
en el hecho de que son observados inteligente y regularmente por todos. No
obstante, es posible que todos entendieran y obedecieran un principio y
que, sin embargo, este hecho no fuera ampliamente conocido o explícitamente
reconocido. El objeto de la condición de publicidad es que las partes
valoren las concepciones de la justicia como constituciones de la vida social
públicamente reconocidas y totalmente efectivas. Esta condición de la publicidad
está claramente implícita en la doctrina kantiana del imperativo
categórico «n la medida en que exige que actuemos conforme a principios
que estaríamos dispuestos, en tanto que seres racionales, a promulgar como
leyes de un reino de fines. Kant pensaba en este reino como en una república
ética que tendría tales principios morales en su constitución pública.
Otra condición adicional es que una concepción de lo justo tiene que
8 Publicidad es algo implícito en la noción kantiana acerca de la ley moral, pero el único lugar
que conozco en que la analiza expresamente es en La paz perpetua, apéndice n; véase Political
Writings, ed. Hans Reiss y trad. de H. B. Nisbet (Cambridge, The University Press, 1970), pp. 125-
130. También existen, naturalmente, algunas declaraciones breves en otros textos. Por ejemplo,
en La metafísica de la moral, pt. i (Rechtslehre), § 43, dice: "El Derecho Público es la suma total de
aquellas leyes que han de ser publicadas umversalmente con el fin de producir un estado de derecho."
En "La teoría y la práctica", observa en una nota: "En un estado, ningún derecho puede
ser tácita o solapadamente incluido por una excepción secreta y mucho menos cualquier derecho
que según la gente forme parte de la constitución, ya que todas las leyes que conforman
esta constitución deben considerarse emanadas de la voluntad pública. Por ello, si una constitución
permitiera la rebelión, tendría que declarar públicamente este derecho y dejar muy clara
la forma en la que podría llevarse a cabo." Political Writings, pp. 136 y 84n, respectivamente.
Creo que Kant piensa que esta condición debe aplicarse a la concepción de justicia de una
sociedad. Véase, también, la nota 4, § 51, más adelante así como a Baier, citado en la nota 5 anterior.
En Convention, de D. K. Lewis, podemos encontrar una exposición acerca del conocimiento
común, en relación con el acuerdo (Cambridge, Mass., Harvard University Press. 1969),
esp. pp. 52-60,83-88.
LA POSICIÓN ORIGINAL 133
imponer una ordenación de las demandas conflictivas. Esta necesidad surge
directamente del papel que desempeñarían sus principios para concertar
las demandas competitivas. Existe, sin embargo, una dificultad para decidir lo
que ha de considerarse como una ordenación. Sin duda es deseable que una
concepción de la justicia sea completa, esto es, que sea capaz de ordenar todas
las demandas que puedan surgir (o que es probable que surjan en la práctica).
En general, tal ordenación debería ser transitiva: si, digamos, una primera
configuración de la estructura básica es calificada como más justa que
otra segunda, y la segunda como más justa que otra tercera, entonces la primera
deberá ser más justa que la tercera. Estas condiciones formales son bastante
naturales, aunque no siempre son fáciles de satisfacer.9 ¿Es, sin embargo,
el resultado de un duelo una forma de fallo? Después de todo, los
conflictos físicos y el recurso a las armas producen una ordenación; ciertas
demandas superan a otras. La principal objeción a esta ordenación no es
que pueda ser intransitiva, sino que los principios de lo justo y de la justicia
se aceptan precisamente para no recurrir a la fuerza y a la astucia. Así pues,
supongo que el dar a cada quien según la medida de su amenaza de fuerza
no es una concepción de la justicia. No establece ninguna ordenación en el
sentido requerido, una ordenación basada en determinados aspectos relevantes
de las personas y de su situación, independientes de su situación social
o de su capacidad para intimidar y coaccionar.10
La quinta y última condición es la de tener un carácter definitivo. Las partes
han de considerar al sistema de principios como tribunal supremo de
apelación en materia de razonamiento práctico. No existen normas más ele-
9 Para un planteamiento de relaciones de ordenación y preferencia, véase Collective Chotee
and Social Welfare, de A. K. Sen (San Francisco, Holden-Day Inc., 1970), cap. 1 y 1*; y Social
Choice and Individual Valúes, de K. J. Arrow, 2- ed. (Nueva York, John Wiley, 1963), cap. II.
10 Para ilustrar este punto, consideremos el estudio de R. B. Braithwaite, Theory of Gantes as a
Toolfor the Moral Phüosopher (Cambridge, The University Press, 1955). En el análisis que presenta,
sucede que la división justa del tiempo para tocar, entre Matthew y Luke depende de
sus preferencias y éstas, a su vez, están relacionadas con los instrumentos de los que quieren
servirse para ello. Dado que Matthew tiene una gran ventaja sobre Luke, por el hecho de que
Matthew, el trompetista, prefiere que toquen los dos a la vez o ninguno, mientras que Luke, el
pianista, prefiere el silencio a la cacofonía, Matthew tiene derecho a veintiséis noches de concierto
sobre las diecisiete de Luke. Si la situación fuera a la inversa, la ventaja sería de Luke.
Véanse pp. 36 ss. Pero tan sólo tenemos que suponer que Matthew es un entusiasta del jazz y que
toca la batería y que Luke es un violinista que toca sonatas, en cuyo caso sería justo declarar,
sobre las bases de este análisis, que Matthew podría tocar siempre que quisiera, suponiendo
que no le importara que Luke tocara o no. Desde luego, parece ser que algo anda mal. Lo que
falta es una definición apropiada de statu quo aceptable desde un punto de vista moral. No
podemos dar por sabidas varias contingencias y algunas preferencias individuales y esperar
aclarar el concepto de la justicia (como imparcialidad) con teorías de negociación. La concepción
de la posición original está delineada para atacar al problema del statu quo apropiado. Una
objeción similar al análisis de Braithwaite puede leerse en "Moralists and Gamesmen", de J. R.
Lucas, en Philosophy, vol. 34 (1959), pp. 9 ss. Puede leerse otro análisis, Collective Choice and Social
Welfare, de Sen, pp. 118-123, quien afirma que la solución que da J. F. Nash en "The Bargaining
Problem", Econometrica, vol. 18 (1950) es, desde un punto de vista ético, igualmente errónea.
134 LA TEORÍA
vadas a las que puedan remitirse los argumentos que apoyen demandas; un
buen razonamiento a partir de esos principios es concluyente. Si pensamos
en términos de la teoría general completa, la cual tiene principios para todas
las virtudes, entonces tal teoría especifica la totalidad de las consideraciones
pertinentes y sus valores adecuados, y sus exigencias son decisivas.
Tales consideraciones rebasan las demandas del derecho y la costumbre, y
las de las reglas sociales en general. Habremos de configurar y respetar a las
instituciones sociales tal y como lo prescriben los principios de lo justo y de
la justicia. Las conclusiones extraídas de estos principios rebasan también las
consideraciones de la prudencia e interés propio. Esto no quiere decir que
los principios insistan en el propio sacrificio, ya que las partes, al formular
la concepción de lo justo toman en cuenta sus intereses lo mejor que pueden.
Las demandas de la prudencia personal han recibido ya una valoración
adecuada dentro del sistema completo de principios. El esquema completo es
definitivo y final en el sentido de que cuando el procedimiento de razonamiento
práctico definido por él ha llegado a su correspondiente conclusión,
la cuestión queda resuelta. Las demandas de los acuerdos sociales existentes
y del interés propio han sido debidamente tomadas en cuenta. No podemos
al final volver a considerarlas porque no nos haya agradado el resultado.
Tomadas en conjunto estas condiciones de las concepciones de lo justo se
resumen así: una concepción de lo justo es un conjunto de principios, de
forma general y universales en su aplicación, que han de ser públicamente
reconocidos como tribunal final de apelación para jerarquizar las demandas
conflictivas de las personas morales. Los principios de justicia se identifican
por el papel que desempeñan y por los sujetos a los que se aplican. Ahora
bien, por sí mismas las cinco condiciones no excluyen a ninguna de las
concepciones tradicionales de la justicia. Nótese, sin embargo, que suprimen
las variantes ya formuladas del egoísmo. La condición de la generalidad
elimina tanto a la dictadura unipersonal como al privilegiado, ya que en cada
uno de estos casos se necesita un nombre propio, un pronombre o una descripción
definida, sea para especificar al dictador, sea para caracterizar al
privilegiado. La generalidad, sin embargo, no excluye al egoísmo general, ya
que cada persona tiene permitido hacer cualquier cosa que en su opinión sea
la más adecuada para promover sus propios fines. El principio puede ser
aquí expresado de un modo perfectamente general. Lo que hace inadmisible
al egoísmo general, es la condición de la ordenación jerárquica, ya que si
todos están autorizados a promover sus fines como les plazca, o si todos deben
promover sus propios intereses, no hay ningún tipo de ordenación
jerárquica de las demandas competitivas y el resultado estará determinado
por la astucia y la fuerza.
Las diversas clases de egoísmo no aparecen entonces en la lista presentada
a las partes; son eliminadas por las restricciones formales. Por supuesto que
LA POSICIÓN ORIGINAL 135
ésta no es una conclusión sorprendente, ya que es obvio que las personas en
la posición original, al escoger una u otra de estas concepciones, pueden hacer
tanto más por sí mismas. Una vez que se preguntan en qué principios
deben convenir todos, ya ninguna forma de egoísmo es en modo alguno candidata
para ser considerada seriamente. Esto sólo confirma lo que ya sabíamos,
esto es, que aunque el egoísmo sea lógicamente consistente y en este
sentido no es irracional, sí es incompatible con lo que intuitivamente consideramos
como el punto de vista moral. La significación filosófica del egoísmo
no es otra concepción de lo justo, sino la de un reto a cualquiera de estas concepciones.
En la justicia como imparcialidad esto se refleja en el hecho de
que podemos interpretar el egoísmo general como el punto de desacuerdo.
Es el punto en el cual se empantanarían las partes si fueran incapaces de alcanzar
un acuerdo.
24. EL VELO DE LA IGNORANCIA
La intención de la posición original es establecer un procedimiento equitativo
según el cual cualesquiera que sean los principios convenidos, éstos sean
justos. El objetivo es utilizar la noción de la justicia puramente procesal como
base de la teoría. De alguna manera tenemos que anular los efectos de las
contingencias específicas que ponen a los hombres en situaciones desiguales
y en tentación de explotar las circunstancias naturales y sociales en su
propio provecho. Ahora bien, para lograr esto supongo que las partes están
situadas bajo un velo de ignorancia. No saben cómo las diversas alternativas
afectarán sus propios casos particulares, viéndose así obligadas a evaluar
los principios únicamente sobre la base de consideraciones generales.11
Se supone, entonces, que las partes no conocen ciertos tipos de hechos determinados.
Ante todo, nadie conoce su lugar en la sociedad, su posición o
clase social; tampoco sabe cuál será su suerte en la distribución de talentos
y capacidades naturales, su inteligencia y su fuerza, etc. Igualmente nadie conoce
su propia concepción del bien, ni los detalles de su plan racional de vida,
ni siquiera los rasgos particulares de su propia psicología, tales como su
11 El velo de la ignorancia es una condición tan natural que algo similar debió de ocurrírsele
a muchos. La formulación en el texto se halla, creo yo, implícita, en la doctrina de Kant sobre el
imperativo categórico, tanto en la forma en la que está definido este criterio de procedimiento,
como en el uso que Kant hace de él. Por lo tanto, cuando Kant dice analizar nuestro máximo
considerando cuál sería el caso de ser una ley universal de la naturaleza, debe de suponer que
desconocemos nuestro lugar en el interior de este sistema imaginario de naturaleza. Véase, por
ejemplo, su alegato sobre el tópico del juicio práctico en La^rítica de ¡a razón práctica. Encontramos
una restricción similar en cuanto a información en J. C. Harsanyi, "Cardinal Utility in Welfare
Economics in Theory of Risk-taking", Journal ofPolitical Economy, vol. 61 (1953). Sin embargo,
en la tesis de Harsanyi, existen otros aspectos muy diferentes y en los que utiliza la restricción
para desarrollar una teoría utilitaria. Véase el último párrafo del § 27.
136 LA TEORÍA
aversión al riesgo, o su tendencia al pesimismo o al optimismo. Más todavía,
supongo que las partes no conocen las circunstancias particulares de su
propia sociedad. Esto es, no conocen su situación política o económica, ni el
nivel de cultura y civilización que han sido capaces de alcanzar. Las personas
en la posición original no tienen ninguna información respecto a qué
generación pertenecen. Estas amplísimas restricciones al conocimiento son
apropiadas en parte porque entre las generaciones y dentro de ellas se plantean
cuestiones de justicia social, por ejemplo la cuestión de cuál es la cantidad
de ahorros apropiada o la cuestión de la conservación de los recursos
naturales y del medio natural. Existe también, al menos teóricamente, la cuestión
de una política genética razonable. Con objeto de completar la idea de la
posición original, tampoco en estos casos deberán las partes saber cuáles son
las contingencias que les llevarán a oponerse entre sí. Tendrán que escoger
aquellos principios con cuyas consecuencias estén dispuestas a vivir, sea
cual sea la generación a la que pertenezcan.
Entonces, en la medida en que sea posible, los únicos hechos particulares
que conocen las partes son que su sociedad está sujeta a las circunstancias
de la justicia, con todo lo que esto implica. Se da por sentado, sin embargo,
que conocen los hechos generales acerca de la sociedad humana. Entienden
las cuestiones políticas y los principios de la teoría económica; conocen las
bases de la organización social y las leyes de la psicología humana. En verdad,
se supone que conocen todos los hechos generales que afectan la elección
de los principios de justicia. No existen limitaciones a la información
general, esto es, acerca de las teorías y leyes generales, ya que las concepciones
de la justicia tienen que ajustarse a las características de los sistemas de
cooperación social que han de regular, por lo cual no hay razón para eliminar
estos hechos. Sería, por ejemplo, una objeción contra una concepción de
la justicia el hecho de que, a la vista de las leyes de la psicología moral, los
hombres no tuviesen ningún deseo de actuar con base en ella, aun cuando
las instituciones de su sociedad las satisficieran, ya que en tal caso habría dificultades
para asegurar la estabilidad de la cooperación social. Una característica
importante de la concepción de la justicia es que debería generar su
propio apoyo. Sus principios deberían ser tales que, una vez que estuvieran
incorporados a la estructura básica de la sociedad, los hombres tendieran a
adquirir el correspondiente sentido de la justicia y a desarrollar el deseo de
actuar conforme a sus principios. En tal caso la concepción de la justicia
sena estable. Esta clase de información general es admisible en la posición
original.
La noción del velo de ignorancia da lugar a varias dificultades. Algunos
pueden objetar concebir lo que es la posición original. Por esto, puede ser
útil observar que una o más personas pueden entrar en cualquier momento
en esta posición o, acaso mejor, simular las deliberaciones de esta situación
LA POSICIÓN ORIGINAL 137
hipotética, razonando simplemente conforme a las restricciones apropiadas.
Al abogar por una concepción de la justicia tenemos que estar seguros de
que se encuentra dentro de las alternativas permitidas y que satisface las restricciones
formales estipuladas. No pueden darse consideraciones a su favor
a menos que, en ausencia del tipo de conocimiento que queda excluido,
fuera racional que las hiciéramos. La evaluación de los principios tiene que
proceder en términos de las consecuencias generales de su reconocimiento
público y de su aplicación universal, suponiéndose que todos los obedecieran.
Decir que en la posición original se escogería una cierta concepción de
la justicia equivale a decir que la deliberación racional que satisficiera ciertas
condiciones y restricciones lograría llegar a una cierta conclusión. De ser necesario,
este argumento se podría formular de una manera más formal. De
ahora en adelante hablaré, sin embargo, en términos de la noción de la posición
original. Esto es más útil y sugerente y pone de relieve ciertos rasgos
esenciales que de otra manera podrían ser fácilmente pasados por alto.
Estas observaciones muestran que la posición original no debe ser imaginada
como una asamblea general que incluye en un momento dado a todos
los que vivirán en un tiempo determinado, ni mucho menos como una asamblea
de todos los que pudieran vivir en un tiempo determinado. No es una
reunión de todas las personas reales y posibles. Si concebimos la posición
original de alguna de estas maneras, la concepción dejaría de ser una guía natural
de la intuición y carecería de un sentido claro. La posición original tiene
que ser interpretada de manera que en cualquier momento se pueda adoptar
su perspectiva. Es indiferente cuándo se adopta este punto de vista y
quién lo hace: las restricciones deberán ser tales que siempre se escojan los
mismos principios. El velo de ignorancia es una condición clave para que
esto suceda. Asegura no sólo que la información disponible es pertinente, sino
que es en todo momento la misma.
Se podría objetar que la condición del velo de ignorancia es irracional.
Ciertamente alguien podría argumentar que los principios han de escogerse
a la luz de todo el conocimiento disponible. A esto pueden oponerse varias
réplicas. Aquí me limitaré a aquellas que subrayan las simplificaciones
que es necesario hacer si realmente se quiere formular una teoría (otras que
se basan en la interpretación kantiana de la posición original serán dadas después,
§ 40). Para empezar, es claro que, puesto que las diferencias entre las
partes son desconocidas y puesto que todas son igualmente racionales y se
hallan en la misma situación, todas serán susceptibles de ser convencidas
por los mismos argumentos. Por tanto, podemos contemplar el acuerdo en
la posición original desde el punto de vista de una persona seleccionada al
azar. Si cualquiera, después de reflexionar debidamente, prefiere una concepción
de justicia a otra, entonces todos lo harán pudiéndose obtener un
acuerdo unánime. Podemos imaginarnos, con objeto de hacer más reales las
138 LA TEORÍA
circunstancias, que se exige que las partes se comuniquen unas con otras
por medio de un arbitro como intermediario, y que éste ha de anunciar qué
alternativas se han sugerido y las razones ofrecidas en su favor. Este arbitro
prohibe cualquier intento de formar coaliciones e informa a las partes cuando
han llegado a un entendimiento. Sin embargo, de hecho, tal arbitro es
superfluo y se supone que las deliberaciones de los participantes han de ser
similares.
Aquí surge, consecuentemente, el hecho, muy importante, de que las partes
no tienen base para negociar, en el sentido usual del término. Nadie conoce
su situación en la sociedad ni sus dotes naturales y por lo tanto nadie
está en posición de diseñar principios que le sean ventajosos. Podríamos
imaginar que uno de los contratantes amenaza con retirarse a menos que los
otros convengan en principios que le son favorables. Pero, ¿cómo sabe cuáles
son los principios que sirven particularmente a sus intereses? Lo mismo
ocurre en la formación de coaliciones: si un grupo hubiera de decidir unificarse
para desventaja de los demás, no podrían saber cómo favorecerse en
la elección de principios. Aunque consiguieran que todos estuvieran de acuerdo
con su propuesta, no tendrían ninguna seguridad de que ésta les favorecería,
ya que no podrían identificarse a sí mismos ni por su nombre ni mediante
una descripción. El único caso en que esta conclusión no se da es en
el del ahorro. Dado que las personas en la posición original saben que son
contemporáneas (tomando el tiempo actual como punto de partida), pueden
favorecer a su generación negándose a hacer cualquier tipo de sacrificio por
sus sucesores; las personas simplemente reconocerían el principio de que
nadie tiene el deber de ahorrar para la posteridad. Las generaciones anteriores
han ahorrado o no, y las partes no pueden hacer nada que pueda cambiar
tal hecho. Así pues, en este caso, el velo de la ignorancia no sirve para
asegurar los resultados deseados. Por tanto, para abordar la cuestión de la
justicia entre las generaciones he modificado el supuesto de la motivación
añadiendo una restricción adicional (§ 22). Con estos ajustes, ninguna generación
tiene la posibilidad de formular principios diseñados especialmente
para promover su propia causa, pudiendo deducirse algunos límites significativos
acerca de los principios del ahorro (§ 44). Sea cual fuere la posición
temporal de una persona estará obligada a escoger por todas.12
Las restricciones a la información particular en la posición original son,
pues, de importancia fundamental. Sin ellas no tendríamos la posibilidad de
elaborar ninguna teoría definida de la justicia. Tendríamos que quedarnos
satisfechos con una fórmula vaga que estableciera que la justicia es aquello
sobre lo cual podría llegarse a un acuerdo, sin ser capaces de decir mucho, si
es que pudiéramos decir algo, acerca del contenido mismo de dicho acuer-
12 Rousseau, El Contrato Social, lib. n, cap. iv, párr. 5.
LA POSICIÓN ORIGINAL 139
do. Las restricciones formales del concepto de lo justo, aquellas que se aplican
directamente a los principios, no son suficientes para nuestro propósito.
El velo de la ignorancia hace posible la elección unánime de una determinada
concepción de la justicia. Sin estos límites puestos al conocimiento, el problema
de las negociaciones en la posición original sería infinitamente complicado.
Aunque teóricamente hubiese una solución, no podríamos, al menos
por el momento, ser capaces de determinarla.
La noción del velo de la ignorancia me parece implícita en la ética de Kant
(§ 40). Aun así, el problema de definir el conocimiento de las partes, así
como el de caracterizar las alternativas que se les ofrecen, han sido a menudo
pasados por alto incluso en las teorías contractuales. En ocasiones la situación
que define la deliberación moral es presentada de una manera tan indeterminada
que no se puede averiguar cómo resultará. Así, la doctrina de
Perry es esencialmente contractual: sostiene que la integración social y la personal
han de proceder conforme a principios enteramente diferentes: la última
de acuerdo a la prudencia racional, la primera por medio de la concurrencia
de las personas de buena voluntad. Parecería que rechaza el utilitarismo
más o menos por las mismas razones sugeridas anteriormente: a saber, que
extiende incorrectamente el principio de elección para una persona a las
elecciones a las que se enfrente la sociedad. El curso de acción correcto es
caracterizado como aquel que promueve de la mejor manera los objetivos
sociales, tal y como éstos serían formulados tras un acuerdo reflexivo en el
que las partes tuviesen pleno conocimiento de las circunstancias y se vieran
movidas por un interés benevolente para con los intereses de los demás. No
se hace, sin embargo, ningún esfuerzo por especificar de manera precisa los
posibles resultados de este tipo de acuerdo. De hecho, sin una explicación bastante
más completa no se pueden sacar conclusiones.13 No deseo aquí criticar
a otros; más bien quisiera explicar la necesidad de lo que en ocasiones
pudieran parecer detalles improcedentes.
Ahora bien, las razones en pro del velo de la ignorancia van más allá de la
mera simplicidad. Queremos definir la posición original de modo que obtengamos
la solución deseada. Si se permite un conocimiento de las particularidades,
entonces el resultado se ve prejuiciado por contingencias arbitrarias.
Tal y como se observó, el dar a cada uno según el poder de su amenaza, no
es un principio de justicia. Si la posición original ha de producir acuerdos
que sean justos, las partes tendrán que estar equitativamente situadas y tratadas
equitativamente en tanto que personas morales. La arbitrariedad del
mundo tiene que ser corregida mediante el ajuste de las circunstancias de la
situación contractual inicial. Más aún, si al escoger principios exigimos una-
13 Véase The General Theory of Valué, de R. B. Perry (Nueva York, Longmans, Green and
Company, 1926), pp. 674-682.
140 LA TEORÍA
nimidad incluso cuando exista una información completa, únicamente podrían
decidirse unos cuantos casos bastante obvios. Una concepción de la
justicia basada en la unanimidad en estas circunstancias sería en verdad débil
y trivial. Sin embargo, una vez que se excluye el conocimiento, la exigencia
de unanimidad no está fuera de lugar y el hecho de que pueda ser satisfecha
cobra una gran importancia. Nos permite decir que la concepción de
la justicia escogida representa una genuina reconciliación de intereses.
Un comentario final: supondré casi siempre que las partes poseen toda la
información general. Ningún hecho general les está oculto. Esto lo haré principalmente
para evitar complicaciones. No obstante, una concepción de la
justicia ha de ser la base pública de los términos de la cooperación social.
Dado que el entendimiento común requiere de ciertos límites a la complejidad
de los principios, pueden también existir límites al uso del conocimiento
teórico en la posición original. Ahora bien, como es claro que podría ser
muy difícil clasificar y graduar la complejidad de los diversos tipos de hechos
generales, no intentaré hacerlo. Sin embargo, ciertamente reconocemos una
construcción teórica problemática cuando nos enfrentamos a ella. Así pues,
parece razonable decir que, en igualdad de circunstancias, una concepción
de la justicia es preferible a otra cuando se encuentra fundada en hechos generales
marcadamente más sencillos, y cuando su elección no depende de
cálculos elaborados a la luz de una vasta colección de posibilidades definidas
teóricamente. Es deseable que los fundamentos de una concepción pública
de la justicia deban ser evidentes para todos cuando las circunstancias
lo permitan. Creo que esta reflexión da a los dos principios de la justicia
preferencia sobre el criterio de utilidad.
25. LA RACIONALIDAD DE LAS PARTES
En todo momento he supuesto que las personas en la posición original son
racionales. Al elegir entre principios, cada cual hace todo lo que puede por
promover sus intereses. Pero también he supuesto que no conocen su concepción
del bien. Esto significa que, aun sabiendo que tienen algún plan racional
de vida, no conocen los detalles de dicho plan, es decir, los fines e
intereses particulares que están destinados a promover. ¿Cómo pueden, entonces,
decidir cuál de las concepciones de la justicia les será más favorable?
¿O es que tenemos que suponer que se verán obligados nuevamente a
adivinar? Para hacer frente a esta dificultad postulo que aceptan la explicación
del bien esbozada en el capítulo anterior: suponen que, normalmente,
preferirán tener más bienes sociales primarios a tener menos. Por supuesto,
puede suceder que, una vez suprimido el velo de la ignorancia, algunos, por
razones religiosas o de otro tipo, puedan, de hecho, no querer mayor cantiLA
POSICIÓN ORIGINAL 141
dad de estos bienes. Sin embargo, desde el punto de vista de la posición original,
es racional para las partes suponer que realmente quieren una participación
mayor, ya que de todas maneras no se verán obligadas a aceptar
más si no lo desean. Así pues, aun cuando las partes carezcan de información
acerca de sus fines particulares, tienen conocimiento suficiente para jerarquizar
las alternativas. Saben que, en general, tienen que tratar de proteger
sus libertades, ampliar sus oportunidades y aumentar los medios para
promover sus objetivos, cualesquiera que estos sean. Guiadas por la teoría
del bien y por los hechos generales de la psicología moral, sus deliberaciones
no serán ya el mero producto de conjeturas. Pueden tomar una decisión
racional en el sentido ordinario de la palabra.
El concepto de racionalidad invocado aquí, es, con excepción de una característica
esencial, el que se usa comúnmente en la teoría social.14 Así, es
usual pensar que una persona racional tenga un conjunto coherente de preferencias
entre las alternativas que se le ofrecen. Esta persona jerarquiza
estas opciones de acuerdo con el grado con que promuevan sus propósitos;
llevará a cabo el plan que satisfaga el mayor número de sus deseos, no el
que satisfaga menos, y, al mismo tiempo, el que tenga más probabilidades
de ejecutar con éxito. La suposición especial que hago es la de que a un individuo
racional no le asalta la envidia. No es de los que están dispuestos a
aceptar una pérdida para sí, sólo en el caso de que los demás la tengan también.
No le resulta insoportable el saber o darse cuenta que otros tienen una
cantidad mayor de bienes sociales primarios. Esto es verdad al menos mientras
las diferencias entre él y los demás no excedan de ciertos límites, y
mientras él no crea que las desigualdades existentes se basan en la injusticia
o son el resultado de una mera casualidad que no sirva para ningún propósito
social compensatorio (§ 80).
El supuesto de que las partes no están motivadas por la envidia plantea
ciertas preguntas. Quizá deberíamos asumir también que no experimentan
otros sentimientos tales como la vergüenza y la humillación (§ 67). Ahora
bien, una explicación satisfactoria de la justicia tendrá eventualmente que ocuparse
también de estos temas, pero por el momento dejaré de lado estas complicaciones.
Otra objeción a nuestro procedimiento asegura que es demasia-
14 Para esta noción de racionalidad, véanse las referencias anteriores a Sen y a Arrow, § 23,
nota 9. Aquí también es pertinente la discusión que se plantea en The Critique ofWelfare Economics,
de I. M. D. Little, 2a ed. (Oxford, Clarendon Press, 1957), cap. II. Para una elección racional
en condiciones de incertidumbre, véase más adelante § 26, nota 18. H. A. Simón discute las limitaciones
de las concepciones clásicas de racionalidad y la necesidad de una teoría más realística
en "A Behavioral Model of Rational Choice", Quarterly Journal of Economics, vol. 69 (1955).
Véase también su ensayo en Surveys ofEconomic Theory, vol. 3 (Londres, Macmillan, 1967). Para
un planteamiento filosófico véanse "Actions, Reasons and Causes", de Donald Davidson, Journal
of Philosophy, vol. 60 (1963); C. G. Hempel, Aspects of Scientific Explanation (Nueva York, The
Free Press, 1965), pp. 463-486; Jonathan Bennett, Rationality (Londres, Routledge and Kegan
Paul, 1964) y "Reason and Desire", de J. D. Mabbott, en Philosophy, vol. 28 (1953).
142 LA TEORÍA
do irreal. Ciertamente los hombres tienen esos sentimientos. ¿Cómo puede
una concepción de la justicia ignorar este hecho? Haré frente a este problema
dividiendo el argumento a favor de los principios de la justicia en dos partes.
En la primera, los principios se deducen bajo el supuesto de que no existe
la envidia; en la segunda, consideramos si la concepción a la que hemos llegado
es factible teniendo a la vista las circunstancias de la vida humana.
Una razón para proceder así es que la envidia tiende a hacer peores a todos
los hombres. En este sentido es una desventaja para la totalidad. El suponer
su ausencia equivale a suponer que, al elegir los principios, los hombres
pensarán que tienen cada uno un plan de vida propio suficiente para
sí. Tienen un sentimiento seguro de su propia valía de modo que no tienen
deseos de abandonar ninguno de sus objetivos, aunque los demás dispongan
de menos medios para promover los suyos. Elaboraré una concepción
de la justicia según este supuesto para ver cuál es el resultado. Más tarde trataré
de mostrar que, cuando se ponen en práctica los principios adoptados,
conducen a acuerdos sociales en los cuales la envidia y otros sentimientos
destructivos probablemente no son tan fuertes. La concepción de la justicia
elimina las condiciones que dan origen a actitudes antisociales. Es, por tanto,
estable en sí misma (§§ 80-81).
El supuesto de la racionalidad mutuamente desinteresada viene entonces a
decir que las personas en la posición original tratan de reconocer principios
que promuevan tanto como sea posible sus sistemas de fines. Lo hacen intentando
ganar para sí la cantidad más grande posible de bienes sociales
primarios, ya que esto les permite promover, del modo más efectivo, su concepción
del bien, cualquiera que ésta resulte ser. Las partes no pretenden
conferirse mutuamente beneficios, ni dañarse; no están motivadas por la
afección o por el rencor. Tampoco tratan de beneficiarse de los demás; no son
envidiosas ni vanas. Poniéndolo en términos de un juego, podríamos decir
que aspiran a una puntuación lo más elevada posible en términos absolutos.
No desean para sus oponentes una puntuación ni elevada ni baja, ni tampoco
aspiran a maximizar o a minimizar la diferencia entre sus éxitos y los
de los demás. En realidad, la idea de un juego no se aplica totalmente, ya que
las partes no están interesadas en ganar sino en obtener el mayor número
posible de puntos de acuerdo con su propio sistema de fines.
Existe una suposición adicional para garantizar la estricta observancia de
las reglas. Se supone que las partes son capaces de tener un sentido de la justicia
y que este hecho es de conocimiento público. Esta condición asegura la
integridad del acuerdo hecho en la posición original. No significa que en sus
deliberaciones las partes apliquen alguna concepción particular de la justicia
ya que esto anularía el objetivo del supuesto de la motivación. Significa,
por el contrario, que las partes pueden confiar mutuamente en que
entenderán y actuarán conforme a los principios que finalmente hayan conLA
POSICIÓN ORIGINAL 143
venido. Una vez que los principios son reconocidos las partes pueden confiar
en que todos se ajustarán a ellos. Al alcanzar un acuerdo sabrán entonces
que su empresa no es inútil: su sentido de la justicia les asegura que los
principios escogidos serán respetados. Es esencial observar, sin embargo, que
este supuesto permite que los hombres actúen conforme a diversas concepciones
de la justicia. Los hechos generales de la psicología humana y los
principios del aprendizaje moral son las facetas relevantes que las partes han
de examinar. Si es poco probable que una determinada concepción de la
justicia genere su propio apoyo, o carezca de estabilidad, este hecho no debe
pasarse por alto. En ese caso puede preferirse otra concepción de la justicia.
El supuesto dice únicamente que las partes tienen un sentido de la justicia
puramente formal: tomando en cuenta todo lo relevante, incluidos los
hechos generales de la psicología moral, las partes se adherirán a los principios
eventualmente escogidos. Las partes son racionales en la medida en que
no suscribirán acuerdos que no puedan cumplir, o que puedan hacerlo sólo
a través de grandes dificultades. Entre otras cosas tiene muy presente el rigor
de lo que significa comprometerse (§ 29). Así pues, al evaluar diversas
concepciones de la justicia, las personas en la posición original habrán de
suponer que la que adopten será estrictamente observada. Las consecuencias
de su acuerdo habrán de elaborarse sobre esta base.
Con las precedentes observaciones acerca de la racionalidad y motivación
de las partes, queda completa en su mayor parte la descripción de la posición
original. Podemos resumir esta descripción mediante la siguiente enumeración
de elementos de la situación inicial y sus variantes. (Los asteriscos
señalan las interpretaciones que constituyen la posición original.)
1. La naturaleza de las partes (§ 22):
*a. personas duraderas (jefes de familias o líneas genéticas);
b. sujetos individuales;
c. asociaciones (estados, iglesias, otras corporaciones).
2. Objeto de la justicia (§ 2):
'a. estructura básica de la sociedad;
b. reglas para las corporaciones;
c. derecho internacional.
3. Presentación de alternativas (§ 21):
'a. lista más corta (o más larga);
b. caracterización general de las posibilidades.
4. Tiempo de ingreso:
*a. cualquier tiempo (durante la mayoría de edad) para las personas
vivas;
b. todas las personas reales (vivas en algún momento) simultáneamente;
144 LA TEORÍA
c. todas las personas posibles simultáneamente.
5. Circunstancias de la justicia (§ 22):
'a. condiciones de escasez moderada (Hume);
b. las de a más otras extremas.
6. Condiciones formales para los principios (§ 23):
'a. generalidad, universalidad, carácter público, jerarquía y definitividad;
b. las de a menos el carácter público.
7. Conocimiento y creencias (§ 24):
'a. velo de ignorancia;
b. información total;
c. conocimiento parcial.
8. Motivación de las partes (§ 25):
*a. desinterés mutuo (altruismo inmediato);
b. elementos de solidaridad social y de buena voluntad;
c. altruismo perfecto.
9. Racionalidad (§§ 25, 28):
'a. utilizar medios efectivos para alcanzar fines con expectativas unificadas
y una interpretación objetiva de la probabilidad;
b. igual que a pero sin expectativas unificadas y usando el principio de
razón insuficiente.
10. La condición del acuerdo (§ 24):
'a. unanimidad perpetua;
b. aceptación mayoritaria o algo semejante por un periodo limitado.
11. La condición del cumplimiento (§ 25):
*fl. cumplimiento estricto;
b. cumplimiento parcial en diversos grados.
12. El punto donde no hay acuerdo:
"a. egoísmo general;
b. el estado de naturaleza.
Podemos ocuparnos ahora de la elección de principios, pero primero señalaré
algunos errores que deben evitarse. En primer lugar, debemos tener
presente que las partes en la posición original son individuos definidos teóricamente.
Las bases para su consentimiento se establecen mediante la descripción
de la situación contractual y su preferencia por los bienes primarios.
Así, el decir que se adoptarán los principios de justicia es tanto como
decir la manera en que estas personas tomarán sus decisiones, estando motivadas
del modo en que se describe en nuestra exposición. Por supuesto que
cuando tratamos de simular la posición original en la vida cotidiana, esto
es, cuando tratamos dé conducirnos según un razonamiento moral tal y como
lo exigen sus restricciones, es muy posible que encontremos que núesLA
POSICIÓN ORIGINAL 145
tros juicios y deliberaciones se ven influidos por nuestras actitudes y tendencias
particulares. Seguramente resultará difícil tratar de corregir nuestras
diversas propensiones y aversiones, para adherirnos a las condiciones de
esta situación ideal. Sin embargo, nada de esto afecta la pretensión de que,
en la posición original, las personas racionales caracterizadas de ese modo,
tomarían una cierta decisión. Esta proposición pertenece a la teoría de la
justicia. Otra cuestión es el preguntar si los seres humanos pueden desempeñar
este papel al regular su razonamiento práctico.
Como se supone que las personas en la posición original no tienen interés
en los intereses de los demás (aunque puedan tenerlo respecto a terceros),
puede pensarse que la justicia como imparcialidad es una teoría egoísta. Por
supuesto que no es una de las tres formas de egoísmo mencionadas anteriormente,
pero alguien podría pensar, como Schopenhauer respecto a la
doctrina de Kant, que de todos modos es egoísta.15 No obstante, esto sería
un error, ya que el hecho de que en la posición original las partes sean caracterizadas
como mutuamente desinteresadas no presupone que las personas
que en la vida cotidiana, o en una sociedad bien ordenada, mantengan los
principios que hubiesen convenido, estén mutuamente desinteresadas. Es claro
que los dos principios de la justicia y los principios de las obligaciones y
deberes naturales nos exigen tener en cuenta los derechos y las demandas de
los demás. Por otra parte, el sentido de justicia es un deseo, normalmente
efectivo, de cumplir estas restricciones. La motivación de las personas en la
posición original no debe confundirse con la motivación de las personas que
en la vida diaria aceptan los principios de justicia y que poseen el correspondiente
sentido de la justicia. En los casos reales un individuo conoce su
propia situación y puede, si lo desea, sacar provecho de las contingencias.
En el caso de que su sentido de justicia le moviera a actuar conforme a los
principios de lo justo adoptados en la posición original, seguramente sus
objetivos y deseos no serían egoístas. Aceptaría voluntariamente las limitaciones
expresadas por esta interpretación del punto de vista moral. En términos
más generales se diría que la motivación de las partes en la posición
original no determina directamente la motivación de la gente en una sociedad
justa, ya que en este último caso suponemos que sus miembros viven y
crecen bajo una estructura básica justa, tal y como lo exigen los dos principios,
y después tratamos de averiguar qué clase de concepciones del bien y
qué sentimientos morales adquirirán las personas (capítulo vm). Por tanto,
el desinterés mutuo de las partes determina sólo de manera indirecta las
otras motivaciones; es decir, las determina a través de sus efectos, sobre el
acuerdo en torno a los principios. Son estos principios, junto con las leyes de
15 Véase On the Basis of Ethics (1840), trad. por E. F. Payne (Nueva York, The Liberal Arts
press, Inc., 1965), pp. 89-92.
146 LA TEORÍA
la psicología (tal y como funcionan bajo las condiciones de una institución
justa) los que dan forma a los objetivos y sentimientos morales de los ciudadanos
de una sociedad bien ordenada.
Una vez considerada la idea de una teoría contractual, es tentador pensar
que no producirá los principios que queremos a menos que las partes se
vean movidas, por lo menos en alguna medida, por la benevolencia o por algún
interés en los intereses de los demás. Tal como lo señalé antes, Perry cree
que las pautas y decisiones correctas son aquellas que promueven los fines
alcanzados mediante un acuerdo meditado y adoptado en condiciones favorables
para la imparcialidad y la buena voluntad. Ahora bien, la combinación
del desinterés mutuo y el velo de la ignorancia alcanza en gran medida
el mismo propósito que la benevolencia, ya que esta combinación de condiciones
obliga a que cada persona en la posición original tome en cuenta el
bien de los demás. Entonces, en la justicia como imparcialidad los efectos de
la buena voluntad se obtienen por medio de diversas condiciones que operan
conjuntamente. La impresión de que esta concepción de la justicia es
egoísta es una ilusión provocada al considerar sólo uno de los elementos de
la posición original. Más aún, este par de supuestos tiene enormes ventajas
sobre el de la benevolencia y el del conocimiento. Tal como lo he advertido,
este último es tan complicado que no nos permite elaborar en lo absoluto una
teoría definida. No sólo son insuperables las complicaciones causadas por
una información desmesurada, sino que sería necesario aclarar los supuestos
acerca de los motivos. Por ejemplo, ¿cuál es el valor relativo de los deseos
benevolentes? En suma, la combinación del desinterés mutuo con el velo de
la ignorancia tiene las ventajas de la sencillez y la claridad, al mismo tiempo
que asegura los efectos de los que a primera vista parecen los supuestos moralmente
más atractivos.
Por último, si se concibe que las partes mismas hacen propuestas, no tienen
ningún incentivo para sugerir principios insensatos o arbitrarios. Por
ejemplo, nadie promovería que se dieran privilegios especiales a los que
miden exactamente 1.80 metros, o a los que nacieron en un día de sol. Tampoco
habría nadie que propusiera el principio de que los derechos básicos
deberían depender del color de la piel o de la textura del cabello. Nadie sabría
si tales principios serán ventajosos. Más aún, cada uno de esos principios
es una limitación a nuestra libertad de acción y tales restricciones no
serían aceptables sin que mediara una razón. Ciertamente podemos imaginarnos
circunstancias especiales en las cuales estas características fueran
procedentes. Podría ocurrir que los nacidos en un día de sol estuviesen dotados
de un temperamento feliz, lo cual podría ser un atributo significativo
para ocupar ciertos cargos directivos. Sin embargo, nunca se propondrían
tales distinciones en los primeros principios, ya que tendrían que poseer alguna
conexión racional con la promoción de los intereses humanos ampliaLA
POSICIÓN ORIGINAL 147
mente definidos. La racionalidad de las partes y su situación en la posición
original garantizan que los principios éticos y las concepciones de la justicia
tengan este contenido general.16 En consecuencia, la discriminación sexual
y racial presuponen inevitablemente que algunos mantengan un lugar favorecido
en el sistema social, el cual estarán dispuestos a explotar en su provecho.
Desde el punto de vista de personas colocadas igualmente en una
situación inicial equitativa, los principios de las doctrinas explícitamente racistas
no son solamente injustos sino irracionales. Por esta razón podríamos
decir que no son, en absoluto, concepciones morales, sino simples medios de
represión, y no tienen cabida en una lista razonable de las concepciones tradicionales
de justicia.17 Por supuesto que esta afirmación no es, en modo
alguno, materia para una definición. Es más bien una consecuencia de las
condiciones que caracterizan la posición original, especialmente las condiciones
de racionalidad de las partes y del velo de la ignorancia. Por tanto, el
que las concepciones de lo justo tengan un cierto contenido y excluyan principios
arbitrarios y absurdos es una inferencia de la teoría.
26. EL RAZONAMIENTO QUE CONDUCE A LOS DOS PRINCIPIOS DE JUSTICIA
En ésta y en las dos secciones siguientes me ocupo de la elección entre los
dos principios de justicia y el principio de utilidad media. Determinar la
preferencia racional entre estas dos opciones es quizá el problema capital al
que se enfrenta el desarrollo de la concepción de la justicia como imparcialidad
en tanto que alternativa viable a la tradición utilitaria. Iniciaré esta
sección presentando algunas observaciones intuitivas que favorecen los dos
principios. También discutiré brevemente la estructura cualitativa del argumento
que se necesita para que la defensa de estos principios sea concluyeme.
Consideremos ahora el punto de vista de alguien que se encuentra en la
posición original. No hay manera de que obtenga ventajas especiales para sí
mismo. Por otra parte, tampoco tiene razones para aceptar determinadas desventajas.
Como no es razonable que espere más de una porción equitativa en
la división de los bienes sociales primarios, y como no es racional que acepte
menos, lo más sensato es reconocer como primer paso un principio de
Si quiere verse una forma diferente de llegar a estas conclusiones, véanse "Moral Argunients",
de Philippa Foot, en Mind, vol. 67 (1958); "Moral Beliefs", en Proceedings ofthe Aristotejwn
Society, vol. 59 (1958-1959); y Moral Reasoning, de R. W. Beardsmore (Nueva York, Schocken
Books, 1969), esp. el cap. iv. El problema del contenido se discute brevemente en Contemporary
Moral Philosophy, de G. F. Warnock (Londres, Macmillan, 1967), pp. 55-61.
Para una opinión similar, véase "The Idea of Equality", de B. A. O. Williams, en Philosophy,
f°''f , «, and Society, Second Series, ed. Peter Laslett y W. G. Runciman (Oxford, Basil Blackwell,
1962), p. 113.
148 LA TEORÍA
justicia que exija una distribución igualitaria. De hecho, este principio es tan
obvio, dada la simetría de las partes, que se le ocurriría inmediatamente a
cualquiera. Así, las partes comienzan con un principio que exige iguales libertades
básicas para todos, así como una igualdad equitativa de oportunidades
y una división igualitaria de ingresos y riquezas.
Sin embargo, aun manteniéndose firme con respecto a la prioridad de las
libertades básicas, y la igualdad equitativa de oportunidades, no hay razón
por la cual este reconocimiento deba ser definitivo. La sociedad debe tomar
en cuenta la eficiencia económica y las exigencias de la organización y de la
tecnología. Si existen desigualdades en el ingreso y en la riqueza, así como
diferencias en la autoridad y en el grado de responsabilidad, las cuales funcionan
haciendo que todos mejoren en comparación con la situación de igualdad
inicial, ¿por qué no permitirlas? Se podría pensar que el ideal de los individuos
sería el deseo de servir unos a otros, pero dado que suponemos a las
partes mutuamente desinteresadas, su aceptación de estas desigualdades económicas
e instituciones equivale tan sólo al reconocimiento de las relaciones
de oposición en las que se halla el hombre en las circunstancias de la justicia.
No tienen razones para quejarse de los motivos de los demás. Así, las
partes aceptarían estas diferencias sólo si estuvieran abatidas o apocadas por
el mero conocimiento o la percepción de que otros están mejor situados. Sin
embargo, he supuesto que deciden como si no estuvieran movidos por la
envidia. Así, la estructura básica deberá permitir estas desigualdades mientras
mejoren la situación de todos, incluyendo a los menos aventajados, con
tal de que estas desigualdades vayan a la par con una distribución equitativa
de las oportunidades y una libertad igual. Ya que las partes comienzan a partir
de una división igualitaria de todos los bienes sociales primarios, aquellos
que se benefician menos tienen, por así decirlo, un derecho de veto. De
esta manera se llega al principio de diferencia. Tomando la igualdad como
punto de comparación, aquellos que han ganado más tienen que haberlo hecho
en términos que sean justificables respecto a aquellos que han ganado
menos.
Mediante un razonamiento de este tipo pueden, entonces, llegar las partes
a los dos principios de la justicia serialmente ordenados. Aquí no trataré
de justificar esta ordenación, aunque las observaciones hechas a continuación
pueden transmitir la idea intuitiva. Supongo que las partes se contemplan a
sí mismas como personas libres que tienen objetivos e intereses fundamentales,
en nombre de los cuales piensan que es legítimo que se hagan demandas
mutuas en lo que respecta a la confirmación de la estructura básica de
la sociedad. El interés religioso es un ejemplo histórico muy conocido; el
interés en la integridad de la persona es otro. En la posición original las partes
no saben qué formas particulares tomarán estos intereses, pero suponen
que tienen tales intereses y que las libertades básicas necesarias para su
LA POSICIÓN ORIGINAL 149
protección están garantizadas por el primer principio. Como tienen que asegurar
estos intereses, colocarán el primer principio antes que el segundo. La
defensa de estos dos principios puede fortalecerse analizando con más detalle
la noción de persona libre. Dicho en términos muy generales, las partes
consideran que tienen un interés del más alto orden a propósito de la manera
en que sus otros intereses, incluso los fundamentales, serán conformados y
regulados por las instituciones sociales. No se ven a sí mismas como inevitablemente
obligadas a perseguir algún conjunto determinado de intereses
fundamentales que pudieran tener en un momento dado, ni tampoco se identifican
con él, aunque quisieran tener el derecho de promover tales intereses
(siempre que sean admisibles). Por el contrario, las personas libres se ven a sí
mismas como seres que pueden revisar y alterar sus objetivos finales y que
dan una primera prioridad a la conservación de sus libertades en estos asuntos.
Por tanto, no sólo tienen objetivos finales que en principio pueden libremente
perseguir o rechazar, sino que su compromiso original y devoción continua
por estos fines, tienen que formarse y afirmarse en condiciones que
sean libres. Dado que los dos principios aseguran una forma social que estas
condiciones mantienen, los hombres los aceptarían con preferencia al principio
de utilidad. Sólo mediante este acuerdo pueden estar seguras las partes
de que su mayor interés, en tanto que personas libres, queda garantizado.
La prioridad de la libertad significa que siempre que se puedan establecer
efectivamente las libertades básicas, no se podrá cambiar una libertad menor
o desigual por una mejora en el bienestar económico. Solamente cuando
las circunstancias sociales no permitan el establecimiento efectivo de esos
derechos básicos, puede concederse su limitación, pero incluso entonces tales
restricciones pueden justificarse sólo en la medida en que sean necesarias
para allanar el camino hacia unas condiciones en que ya no puedan justificarse.
La negación de las libertades iguales sólo puede defenderse cuando
es esencial cambiar las condiciones de la civilización, de modo que en un tiempo
previsible pueda disfrutarse de tales libertades. Así pues, al adoptar el orden
serial de los dos principios, las partes suponen que las condiciones de
su sociedad, cualesquiera que sean, admiten la realización efectiva de las libertades
iguales; o que si no lo hacen, las circunstancias son, no obstante,
suficientemente favorables, de modo que la prioridad de los primeros principios
señala los cambios más urgentes e identifica la mejor vía hacia el estado
social en el cual se puedan instituir plenamente todas las libertades
básicas. La completa realización de los dos principios en un orden serial es la
tendencia a largo plazo de esta ordenación, al menos en condiciones razonablemente
afortunadas.
Parece que después de estas observaciones los dos principios constituyen,
al menos, una concesión plausible de la justicia. Se plantea, no obstante-
la cuestión de cómo argumentar más sistemáticamente en su favor. Hay
150 LA TEORÍA
varias cosas que pueden hacerse. Se pueden desentrañar las consecuencias
de ambos principios en el campo de las instituciones y advertir sus implicaciones
respecto a la política social fundamental. De esta manera se les pone
a prueba comparándolos con nuestros juicios meditados acerca de la justicia.
A esto está dedicada la segunda parte de este libro. Sin embargo, se puede
también tratar de encontrar argumentos a su favor que resulten decisivos
desde el punto de vista de la posición original. Para lograrlo, es útil como método
heurístico el pensar en los dos principios como la solución maximin al
problema de la justicia social. Existe una relación entre los dos principios y
la regla maximin para escoger en condiciones de incertidumbre.18 Esto es
evidente a partir del hecho de que los dos principios son aquellos que escogería
una persona al proyectar una sociedad en la cual su enemigo hubiera
de asignarle su lugar. La regla maximin nos dice que debemos jerarquizar las
alternativas conforme a sus peores resultados posibles: habremos de adoptar
la alternativa cuyo peor resultado sea superior al peor de los resultados de
las otras alternativas.19 Por supuesto que los hombres en la posición original
no suponen que su lugar inicial en la sociedad habrá de ser decidido por un
oponente malévolo. Como hago notar más adelante, no deberán razonar a
18 Una exposición muy accesible de ésta y otras reglas de elección en condiciones de incertidumbre
puede hallarse en W. J. Baumol, Economic Theory and Operations Analysis, 2a ed.
(Englewood Cliffs, N. ]., Prentice-Hall Inc., 1965), cap. 24. Baumol da una interpretación geométrica
de estas reglas, incluyendo el diagrama utilizado en el § 13 para ilustrar los diferentes
principios. Véase pp. 558-562. Véase también R. D. Luce y Howard Raiffa, Gantes and Decisions
(Nueva York, John Wiley and Sons, Inc., 1957). cap. xm.
19 Considérese la tabla siguiente de pérdidas y ganancias. Representa las pérdidas y las ganancias
en una situación que no pertenece a un juego estratégico. Nadie juega contra la persona
que toma la decisión, sino que se enfrenta a varias circunstancias posibles que pueden
o no ser alcanzadas. Las circunstancias existentes no dependen de lo que la persona en turno
decida o de que anuncie su jugada antes de ejecutarla. Los números en la tabla representan valores
monetarios (en cientos de dólares) en comparación con una situación inicial. La ganancia
(g) depende de la decisión individual (d) y de las circunstancias (c). Entonces, g = f (d,c). Asumiendo
que existen tres decisiones posibles y tres circunstancias posibles, podríamos tener
esta tabla:
Decisiones
rf,
d\
<
c,
—7
—8
5
Circunstancias
c2
8
7
6
c,
12
14
8
La regla maximin requiere que tomemos la tercera decisión, ya que en este caso lo peor que
puede suceder es que uno gane quinientos dólares, lo cual es mejor que lo peor de las otras dos
decisiones. Si escogemos una de éstas, podemos perder ochocientos o setecientos dólares. Entonces,
la elección de d3 maximiza f(d,c) por el valor de c, el que por uno d dada, minimiza/. El
término maximin significa Máximum minimorum y la regla dirige nuestra atención hacia lo
peor que puede suceder bajo cualquier curso de acción propuesto y decidir según ello.
LA POSICIÓN ORIGINAL 151
partir de falsas premisas. El velo de la ignorancia no viola esta idea, ya que
la ausencia de información no equivale a una información falsa. Sin embargo,
el hecho de que los dos principios de la justicia habrían de resultar escogidos
si las partes se vieran forzadas a protegerse a sí mismas en contra de
tal contingencia, explica el sentido según el cual esta concepción es la solución
maximin. Esta analogía sugiere que si la posición original ha sido descrita
de modo que para las partes sea racional adoptar la actitud conservadora
expresada mediante esta regla, se puede esgrimir un argumento concluyente
en defensa de estos principios. Es claro que la regla maximin no es, en general,
una guía apropiada para elegir bajo condiciones de incertidumbre. Sin
embargo, la regla es atractiva en determinadas situaciones caracterizadas
por ciertos rasgos especiales. Mi objetivo es entonces mostrar que se puede lograr
una buena justificación de los dos principios, basada en el hecho de que
la posición original posee en un grado muy elevado esos rasgos especiales.
Ahora bien, las situaciones que hacen plausible esta regla inusitada parecen
tener tres rasgos principales.20 Primero, dado que la regla no toma en
cuenta las probabilidades de las posibles circunstancias, tiene que haber alguna
razón para no tomar en cuenta la estimación de estas probabilidades.
A primera vista la regla de elección más natural parecería ser la de computar
la expectativa de ganancia monetaria para cada decisión y adoptar entonces
el curso de acción que tenga las mejores perspectivas. (Esta expectativa se
define de la siguiente manera: supongamos que gv representa los números
en la tabla de pérdidas y ganancias, en donde i es el índice de la línea, y; el de
la columna: sean p. [para/= 1, 2, 3] las probabilidades de las circunstancias,
y ~Lp = 1. Entonces la expectativa para la z'-ésima decisión es igual a JLp.g^.)
Así pues, la situación tiene que ser tal que resulte imposible el conocimiento
de las alternativas posibles, o que al menos sea altamente inseguro. En este
caso es razonable ser escéptico acerca del cálculo de probabilidades, a menos
que no haya otra salida, especialmente si se trata de una decisión tan fundamental
que necesite ser justificada frente a los demás.
El segundo rasgo sugerido por la regla maximin es el siguiente: la persona
que escoge tiene una concepción del bien tal que le importa muy poco o
nada lo que pueda ganar todavía por encima del mínimo estipendio que seguramente
obtiene al seguir la regla maximin. No vale la pena correr algún
riesgo para obtener una ventaja ulterior, sobre todo si puede resultar que
pierda aquello que realmente tiene valor. Esto último nos lleva al tercer rasgo:
las alternativas rechazadas tienen resultados que difícilmente pueden
reptarse; la situación implica graves riesgos. Por supuesto que estos rasgos
funcionan de manera más efectiva cuando se combinan. La situación para-
20 Aquí recurro a William Fellner, Probability and Profit (Homewood, 111., R. D. Irwin, Inc.,
1965), p p . 140-142.
152 LA TEORÍA
digmática para cumplir la regla maximin se da cuando los tres rasgos se
realizan en el más alto grado.
Revisemos brevemente la naturaleza de la posición original teniendo en
mente los tres rasgos característicos. Para empezar, el velo de la ignorancia
excluye todo conocimiento acerca de las probabilidades. Las partes no tienen
ninguna base para determinar la naturaleza probable de su sociedad, ni de
su lugar en ella. No tienen, por tanto, bases para el cálculo de probabilidades.
Tienen, además, que tomar en cuenta el hecho de que su elección de los
principios deberá parecer razonable a los demás, en particular a sus descendientes,
cuyos derechos se verán profundamente afectados por ella. Estas
consideraciones se ven fortalecidas por el hecho de que las partes saben
muy poco acerca de las posibles conformaciones de la sociedad. No sólo están
incapacitadas para calcular las probabilidades de las diversas circunstancias
posibles, sino que ni siquiera pueden decir mucho acerca de cuáles son
estas circunstancias posibles, y mucho menos enumerarlas y prever el resultado
de cada una de las alternativas disponibles. Los que deciden se encuentran
mucho más en la oscuridad de lo que sugieren las ilustraciones mediante
tablas numéricas. Por esta razón es por lo que sólo he hablado de
una analogía con la regla maximin.
Diversas clases de argumentos en favor de los dos principios de justicia
ilustran el segundo rasgo. Si podemos mantener que estos principios suponen
una teoría elaborada de la justicia social y que son compatibles con demandas
razonables de eficiencia, entonces esta concepción garantiza un mínimum
satisfactorio. Si se reflexiona, observaremos que no hay muchas
posibilidades de tratar de conseguir algo mejor. Por eso una gran parte de la
argumentación, en especial en la Segunda Parte, está destinada a mostrar,
mediante su aplicación a algunas de las principales cuestiones de la justicia
social, que los dos principios suponen una concepción satisfactoria. Estos detalles
tienen un propósito filosófico. Más aún, esta línea de pensamiento es
prácticamente decisiva si podemos establecer el carácter prioritario de la libertad,
ya que esta prioridad implica que las personas en la posición original
no desean obtener mayores ganancias a expensas de las libertades iguales
básicas. El mínimum asegurado por los dos principios en orden lexicográfico
no es cosa que las partes deseen poner en peligro por obtener mayores
ventajas económicas y sociales (§§ 33-35).
Finalmente, el tercer rasgo se concreta cuando suponemos que otras concepciones
de la justicia pueden conducir a instituciones que las partes considerarían
intolerables. Por ejemplo, se ha sostenido a menudo que en ciertas
condiciones el principio de utilidad (en cualquiera de sus formas) justifica,
si no la esclavitud y la servidumbre, al menos sí algunas infracciones graves
contra la libertad en aras de mayores beneficios sociales. Aquí no necesitamos
considerar la validez de esta pretensión. Por el momento esta afirmación
LA POSICIÓN ORIGINAL 153
sirve únicamente para ejemplificar la manera en que algunas concepciones
de la justicia pueden permitir consecuencias que las partes no están dispuestas
a aceptar; disponiendo de la alternativa de los dos principios de la justicia
que aseguran un mínimum satisfactorio, parece insensato, si no irracional,
que las partes corran el riesgo de que estas condiciones no se realicen.
Hasta aquí el breve esquema de los rasgos de las situaciones en las cuales
la regla maximin es un medio útil, y de la manera en la que los argumentos a
favor de los dos principios de justicia pueden ser subsumidos en tales rasgos.
Así pues, si la enumeración de los puntos de vista tradicionales (§ 21)
representa las decisiones posibles, estos principios serían elegidos de acuerdo
con la regla. La posición original exhibe estos rasgos especiales en muy alto
grado, teniendo en cuenta que la elección de una concepción de la justicia
adquiere un carácter fundamental. Estas observaciones acerca de la regla maximin
intentan únicamente clarificar la estructura del problema de la elección
en la posición original. Concluiré esta sección considerando una objeción
que probablemente se haga contra el principio de la diferencia, y que conduce
a un problema importante. La objeción señala que, puesto que habremos
de maximizar (con las restricciones usuales) las perspectivas a largo plazo
de los menos aventajados, parece que la justicia de un buen número de
aumentos o disminuciones en las expectativas de los más aventajados puede
depender de pequeños cambios en las perspectivas de los peor situados.
Por ejemplo: se permiten las mayores diferencias en riqueza e ingresos, con
tal de que sean necesarias para elevar las expectativas de los menos afortunados
en la medida más nimia. Sin embargo, al mismo tiempo, se prohiben
desigualdades parecidas que favorezcan a los más aventajados, cuando implican
que los que están en la peor posición sufran la menor pérdida imaginable.
Parece extraordinario que la justicia de aumentar las expectativas de
los mejor situados, digamos en un billón de dólares, haya de depender de si
las perspectivas de los menos favorecidos aumentan o disminuyen en un
centavo. Esta objeción es análoga a la siguiente dificultad que se presenta con
la regla maximin. Considérese la siguiente tabla de pérdidas y ganancias:
0
l/n
n
1
para todos los números naturales n. Aun cuando es razonable para algunos
números pequeños escoger el segundo renglón, seguramente existe un punto
ulterior en la secuencia en el cual es irracional no escoger el primer renglón,
en contra de la regla.
La respuesta es, en parte, que el principio de diferencia no está pensado
para aplicarlo a tales posibilidades abstractas. Como dije antes, el problema
de la justicia social no consiste en distribuir ad libitum entre ciertas personas
154 LA TEORÍA
diversas cantidades de algo, sea dinero, propiedades o cualquier otra cosa.
Tampoco existe ninguna sustancia de la que estén hechas las expectativas que
pueda transmitirse de un representante a otro en todas las combinaciones
posibles. Las posibilidades apuntadas por la objeción no pueden surgir en
casos reales; el conjunto de las posibilidades reales es tan restringido que
quedan excluidas.21 La razón de ello es que los dos principios están vinculados
formando una concepción de la justicia que se aplica a la estructura básica
de la sociedad en conjunto. Precisamente los principios de igual libertad
y de justa igualdad de oportunidades impiden que se den estos casos, ya que
las expectativas de los más aventajados sólo se elevan en la medida en
que ello es necesario para mejorar las de los peor situados. Puesto que las
mejores expectativas de los más favorecidos supuestamente cubren los costos
de su realización o responden a exigencias de la organización, contribuyen
con ello al bien común. Aunque no hay ninguna garantía de que las
desigualdades no habrán de ser significativas, existe una tendencia persistente
a su disminución mediante la creciente disponibilidad de talentos educados
y de mayores oportunidades. Las condiciones establecidas por los otros
principios aseguran que las diferencias que probablemente se produzcan
serán menores que las que los hombres han tolerado a menudo en el pasado.
Debemos observar también que el principio de diferencia no sólo supone
el funcionamiento de otros principios, sino también una cierta teoría de las
instituciones sociales. En especial, según expondré en el capítulo v, se basa
en la idea de que en una economía competitiva (con o sin propiedad privada),
con un sistema abierto de clases, las desigualdades excesivas no serán
la regla. Dada la distribución de las capacidades naturales y las leyes de la
motivación, las grandes diferencias no perdurarán mucho tiempo. Ahora
bien, la cuestión que hay que subrayar aquí es la de que no existe ninguna
objeción a que la elección de los primeros principios decanse en los datos
generales de la economía y de la psicología. Tal y como lo hemos visto, se
supone que las partes en la posición original conocen los datos generales de
la sociedad humana. Puesto que este conocimiento entra en las premisas
de las deliberaciones, su elección de principios es relativa a estos datos. Lo
que, por supuesto, es esencial es que estas premisas sean verdaderas y suficientemente
generales. A menudo se objeta que, por ejemplo, el utilitarismo
puede permitir la esclavitud, la servidumbre y otras restricciones de la libertad.
El que se justifiquen o no tales instituciones se hace depender del hecho
de que los cálculos actuariales muestren si producen o no un superior balance
de felicidad. A esto el utilitario responde que la naturaleza de la sociedad
es tal que normalmente dichos cálculos van en contra de tales negaciones
de la libertad.
21 En cuanto a este punto, estoy en deuda con S. A. Marglin.
LA POSICIÓN ORIGINAL 155
La teoría contractual está, pues, de acuerdo con el utilitarismo al mantener
que los principios fundamentales de la justicia dependen en efecto de
hechos naturales acerca del hombre en sociedad. Esta dependencia se hace
explícita mediante la descripción de la posición original: la decisión de las
partes se toma a la luz del conocimiento general. Más aún, los diversos elementos
de la posición original presuponen muchas cosas acerca de la circunstancia
de la vida humana. Algunos filósofos han pensado que los primeros
principios éticos deberían ser independientes de todas las presunciones contingentes,
y que no deberían tomarse como dadas sino las verdades de la lógica
y otras que se deducen de éstas mediante un análisis de conceptos. Las
concepciones morales deberían valer para todos los mundos posibles. Pues
bien, este punto de vista convierte a la filosofía moral en el estudio de la ética
de la creación: un examen de las reflexiones que una deidad omnipotente
podría llevar a cabo al determinar cuál es el mejor de todos los mundos posibles.
Sería necesario incluir los hechos generales de la naturaleza. Ciertamente
tenemos un interés religioso natural en la ética de la creación; sin embargo,
parecería que desborda la capacidad de comprensión humana. Desde el
punto de vista de la teoría contractual equivale a suponer que las personas
en la posición original nada saben acerca de sí mismas ni de su mundo.
¿Cómo pueden entonces tomar una decisión? Un problema de elección sólo
está bien definido si las alternativas están adecuadamente restringidas mediante
leyes naturales y otras restricciones, y si aquellos que deciden tienen
de antemano ciertas inclinaciones a escoger entre ellas. Sin una estructura definida
de este tipo, la cuestión planteada resulta indeterminada. Por esta
razón no debemos tener dudas de que al escoger los principios de la justicia
suponemos una cierta teoría de las instituciones sociales. De hecho, no se
pueden evitar supuestos acerca de los hechos generales, del mismo modo
que no se puede actuar sin una concepción del bien sobre la cual las partes
hayan de jerarquizar las alternativas. Si estos supuestos son verdaderos y
adecuadamente generales, todo está en orden; sin estos elementos todo el
esquema se hallará vacío y carente de sentido.
A partir de estas observaciones es evidente que tanto los hechos generales
como las condiciones morales son necesarios incluso en la argumentación
en pro de los primeros principios de la justicia. En una teoría contractual,
estas condiciones morales toman la forma de una descripción de la situación
contractual inicial. Existe también, para llegar a una concepción de la justicia,
una división del trabajo entre los hechos generales y las condiciones
morales, y esta división puede variar de una teoría a otra. Como he señalado,
los principios difieren en la medida en que incorporan el ideal moral deseado.
Lo característico del utilitarismo es su mayor dependencia de argumentos
basados en hechos generales. El utilitario tiende a afrontar las
objeciones sosteniendo que las leyes de la sociedad y de la naturaleza hu156
LA TEORÍA
mana eliminan los casos que según nuestros juicios meditados serían intolerables.
La justicia como imparcialidad, por el contrario, inserta los ideales
de la justicia, tal y como se les entiende comúnmente, de una manera más directa
en sus primeros principios. Esta concepción descansa menos en los hechos
generales cuando busca una correspondencia con nuestros juicios acerca
de la justicia. Asegura así esa adecuación en el mayor número de casos
posibles.
Hay dos razones que justifican esta incorporación de los ideales en los primeros
principios. Ante todo, es obvio que los supuestos con base en los
cuales el utilitario cree que las limitaciones a la libertad serán rara vez —si
es que alguna— justificables, son sólo probablemente verdaderos, e incluso
dudosos (§ 33). Desde el punto de vista de la posición original podría ser
poco razonable apoyarse en tales hipótesis y, por tanto, es bastante más
sensato incorporar el ideal en los principios escogidos. Parece, pues, que las
partes habrán de preferir el aseguramiento expreso de sus libertades básicas,
antes que hacerlas depender de lo que podrían ser cálculos actuariales
inciertos y especulativos.
Estas observaciones se ven confirmadas posteriormente al considerar lo
deseable que resulta evitar complicados argumentos teóricos para llegar a
una concepción pública de la justicia (§ 24). Las bases del criterio utilitarista,
al ser comparadas con el razonamiento en favor de los dos principios, desbordan
claramente esta conveniencia. Pero, además, existe una ventaja efectiva
en el hecho de que las personas se digan unas a otras y de una vez para
siempre, que aunque los cálculos teóricos de la utilidad resultasen siempre
en favor de la igual libertad para todos (suponiendo que tal fuera el caso), no
desean que las cosas hubiesen sido diferentes. Dado que en la justicia como
imparcialidad las concepciones morales son públicas, la elección de los dos
principios es, en efecto, un anuncio como ése, y los beneficios de esta declaración
colectiva favorecen estos principios aunque los supuestos utilitarios
sean verdaderos. Consideraré estas cuestiones con más detalle al relacionarlas
con la estabilidad y con su carácter público (§ 29). El punto pertinente es
aquí que, en general, aunque una teoría ética puede ciertamente invocar hechos
naturales, puede, sin embargo, haber buenas razones para incorporar
las convicciones de la justicia de modo más directo en los primeros principios,
en lugar de lo que una captación teóricamente completa de las contingencias
del mundo podría realmente exigir.
27. EL RAZONAMIENTO QUE CONDUCE AL PRINCIPIO DE LA UTILIDAD MEDIA
Quisiera examinar ahora el razonamiento en favor del principio de la utilidad
media. El principio clásico se discutirá más adelante (§ 30). Uno de los
LA POSICIÓN ORIGINAL 157
méritos de la teoría contractualista es que revela que estos principios son dos
concepciones claramente distintas a pesar de lo mucho que coinciden en sus
consecuencias prácticas. Sus respectivos supuestos analíticos son muy diferentes,
en el sentido de que están asociados con interpretaciones enfrentadas
en torno a la situación inicial. Pero diré antes algo respecto al significado
de la utilidad. Se le entiende en el sentido tradicional de la satisfacción de
un deseo, y admite comparaciones interpersonales que pueden al menos ser
sumadas al margen. Supongo también que la utilidad se mide mediante algún
procedimiento independiente de las elecciones que implican riesgo, postulando,
digamos, una capacidad para jerarquizar diferencias entre diversos
niveles de satisfacción. Éstos son los supuestos tradicionales y, aunque son
muy fuertes, no los criticaré aquí. En la medida de lo posible, deseo examinar
la doctrina histórica en sus propios términos.
Aplicado a la estructura básica, el principio clásico requiere que las instituciones
estén proyectadas para maximizar la suma absoluta de expectativas
de las personas realmente representativas. A esta suma se llega valorando
cada expectativa por el número de personas en la posición correspondiente,
y luego sumando. Así, ceterís paribus, al duplicarse el número de personas
en la sociedad se duplica la utilidad total. (Por supuesto que según la idea
utilitaria, las expectativas que se miden son las satisfacciones totales, disfrutadas
y previstas; y no, como en la justicia como imparcialidad, únicamente
los bienes primarios.) En cambio, el principio de la utilidad media exige
que la sociedad maximice no el total sino la utilidad media (per capita). Este
parece ser un punto de vista más moderno y fue sostenido por Mili y por
Wicksell.22 Para aplicar esta concepción a la estructura básica se requiere que
las instituciones estén establecidas de manera que maximicen las expectativas
de los representantes individuales, según el porcentaje de la suma total.
Para calcular esta suma multiplicamos las expectativas por la fracción de la
población que se encuentra en la posición correspondiente. De este modo no
será ya verdadero que, ceteris paribus, si una comunidad duplica su población,
la utilidad será doble. Por el contrario, mientras los porcentajes en las
diferentes posiciones no se modifiquen, la utilidad permanecerá igual.
¿Cuál de estos principios de utilidad sería preferido en la posición original?
Para responder a esta pregunta, debemos advertir que ambas variantes
llevan al mismo resultado si el volumen de la población se mantiene cons-
22 En cuanto a Mili y a Wicksell, véase The Political Element in the Development of Economic
Theory, de Gunnar Myrdal, trad. de Paul Streeten (Londres, Routledge and Kegan Paul, Ltd.,
1953), pp. 38 ss. J. J. C. Smart en An Outline of a System of Utilitarian Ethics (Cambridge, The University
Press, 1961), p. 18, deja el asunto inconcluso, pero afirma el principio clásico en el caso
en que resulta necesario desempatar; pueden verse algunas claras sugerencias de la doctrina
normal en "Some Merits of one Form of Rule Utilitarism", de R. B. Brandt, üniversity of Colorado
Studies (Boulder, Coló., 1967), pp. 39-65. Pero nótese la opinión concerniente al punto de
vista de Brandt en el § 29, nota 31.
158 LA TEORÍA
tante. Sin embargo, si la población varía habrá una diferencia. El principio
clásico requiere que, en tanto las instituciones afecten al tamaño de las familias,
la edad para el matrimonio y cosas semejantes, deberán estar conformadas
de manera que se obtenga el máximo de utilidad total. Esto implica
que mientras la utilidad media por persona desciende lo suficientemente
despacio cuando el número de individuos crece, se debería alentar un crecimiento
indefinido de la población sin importar lo que haya disminuido el
porcentaje. En este caso la suma de utilidades añadidas por el mayor número
de personas, es lo bastante grande para compensar el descenso de la participación
per capita. Por razones de justicia y no de preferencia, podría requerirse
un promedio de bienestar muy bajo (véase la siguiente gráfica).
Aumento indefinido de la población
La condición formal para que el aumento de la población sea indefinido es que la curva
y = F(x), en la que y representa el porcentaje per capita y .r la población, sea menos pronunciada
que la hipérbole rectangular xy = c, ya que xy es igual a la utilidad total, y el área del rectángulo
que representa este total aumenta al crecer x, siempre que la curva y = F(x) sea menos
pronunciada que xy = c.
Ahora bien, esta consecuencia del principio clásico parece mostrar que
sería rechazado por las partes en favor del principio de utilidad media. Los
dos principios serían equivalentes sólo si se supone que el promedio de
bienestar desciende siempre lo bastante rápido (en todo caso hasta un cierto
punto) para que no exista ningún conflicto grave entre ellos. Sin embargo,
este supuesto parece discutible. Desde el punto de vista de las personas en
la posición original, parecería más racional ponerse de acuerdo en algún
valor límite para mantener por encima de él el promedio de bienestar. Dado
que las partes pretenden promover sus propios intereses, en ningún caso tienen
el deseo de maximizar la suma total de satisfacción. Supongo, por tanto,
que la alternativa utilitaria más plausible frente a los dos principios de la
justicia es el principio de la utilidad media y no el clásico.
Quiero considerar ahora la cuestión de cómo podrían las partes llegar al
LA POSICIÓN ORIGINAL 159
principio del promedio. El razonamiento que voy a esbozar es absolutamente
general y, de ser correcto, resolvería por completo el problema de cómo
presentar las alternativas. El principio del promedio sería reconocido como el
único candidato razonable. Imaginemos una situación en la cual un solo individuo
racional pueda escoger en cuál de varias sociedades quiere vivir.23
Para ser precisos, supongamos primero que los miembros de estas sociedades
tienen todos las mismas preferencias. Más aún, supongamos que cada
sociedad cuenta con los mismos recursos y la misma distribución de capacidades
naturales. No obstante, imaginemos que los individuos que tienen capacidades
diferentes tienen ingresos diferentes; y que cada sociedad tiene
una política redistributiva tal que, si es empujada más allá de un cierto punto,
hace descender la producción. Supongamos que en estas sociedades se
siguen políticas diferentes, ¿cómo decidiría un individuo particular en cuál
le gustaría vivir? Si supiera exactamente cuáles son sus capacidades e intereses,
y si tuviera una información detallada acerca de estas sociedades, le
sería posible prever el bienestar que casi con seguridad disfrutaría en cada
una de ellas. Entonces podría decidir sobre estas bases. No habría necesidad
de que hiciera ningún cálculo probabilístico.
Pero este caso es bastante especial. Modifiquémoslo paso a paso de manera
que se parezca cada vez más al de una persona en la posición original.
Supongamos entonces, primero, que el candidato no está seguro de la función
que sus capacidades le permitirán desempeñar en las diversas sociedades. Si
supone que sus preferencias son iguales a las de cualquier otro, podría decidir
tratando de maximizar su bienestar previsible. Calcularía sus expectativas
para una sociedad dada tomando como utilidades alternativas las de
los miembros representativos de esa sociedad, y como probabilidades para
cada posición o puesto, su estimación de sus oportunidades para obtenerlo.
Su expectativa se define entonces mediante una suma ponderada de las utilidades
de los miembros representativos, esto es, mediante la fórmula Ip;w,,
en la cual p. es la probabilidad de alcanzar el z'-ésimo puesto, y u¡ es la utilidad
del representante correspondiente. Así las cosas, escogerá la sociedad
que le ofrezca las mejores perspectivas.
Algunas otras modificaciones acercan aún más la situación a lo que sería
la posición original. Supongamos que el candidato no sabe nada acerca de
sus capacidades ni del lugar que probablemente ocupará en cada sociedad.
Se sigue suponiendo, no obstante, que sus preferencias son las mismas que
las de la gente en esas sociedades. Ahora bien, supongamos que continúa razonando
en términos probabilísticos manteniendo que tiene la misma probabilidad
de ser cualquier individuo (esto es, que la probabilidad que tiene
de pertenecer al grupo de cada representante es igual a la de la fracción de
23 Aquí sigo las primeras etapas de la presentación de W. S. Vickrey en "Utility, Strategy,
and Social Decisión Rules", Quarterly Journal ofEconomics, vol. 74 (1960), pp. 523 ss.
160 LA TEORÍA
población que este hombre representa). En este caso sus perspectivas siguen
siendo iguales a las de la utilidad media en cada sociedad. Estas modificaciones
han puesto finalmente sus ganancias previstas para cada sociedad en
correspondencia con su bienestar promedio.
Hasta ahora hemos supuesto que todos los individuos tienen preferencias
semejantes, ya sea que pertenezcan o no a la misma sociedad. Sus concepciones
del bien son, en términos generales, las mismas. Una vez eliminado
este supuesto tan restrictivo, hemos dado el paso final llegando a una variante
de la situación inicial. Digamos que nada se sabe acerca de los intereses
particulares de los miembros de estas sociedades ni del candidato. Tanto estos
hechos como el conocimiento de la estructura de estas sociedades han
sido eliminados. El velo de la ignorancia es ahora total. Sin embargo, todavía
podemos imaginarnos que el candidato razonaría de igual forma que antes.
Supondrá que existe la misma probabilidad de llegar a ser igual a cualquier
otro miembro, con todos sus intereses, capacidades y posición social. Una
vez más, sus perspectivas serán mejores en aquella sociedad que tenga la
utilidad media más elevada. Esto puede verse de la siguiente manera. Sea n
el número de personas en una sociedad. Sean sus niveles de bienestar uv
u2,..., un. La utilidad total será Ltíj y la media Iw./n. Suponiendo que se
tiene la misma oportunidad de llegar a ser cualquier persona, la perspectiva
es: 1/ttHj + \/nu2 + ... + l/«wn o "Lu.Jn. El valor de la perspectiva es pues
idéntico a la utilidad media.
Si hacemos a un lado el problema de las comparaciones interpersonales
de utilidad» y si consideramos las partes como individuos racionales sin ninguna
aversión al riesgo, que siguen el principio de razón insuficiente al calcular
las probabilidades (principio que subyace en los cálculos precedentes),
entonces la idea de la situación inicial conduce naturalmente al principio
del promedio. Al escogerlo, las partes maximizan el bienestar previsible desde
este punto de vista. Alguna forma de la teoría contractual proporciona
entonces argumentos que favorecen al principio del promedio frente al punto
de vista clásico. En realidad, ¿de qué otra manera podría cobrar vigencia
el principio del promedio? Después de todo no es, hablando con exactitud,
una doctrina teleológica como lo es la tesis clásica, y por tanto carece de
parte de la atracción intuitiva que tiene la idea de maximizar el bien. Posiblemente
quien defienda el principio del promedio está dispuesto a invocar la
teoría contractual, al menos en esta medida.
En el análisis anterior he supuesto que la utilidad se entiende en el sentido
tradicional de satisfacción de deseos, y que las comparaciones cardinales entre
las personas son posibles. Sin embargo, esta noción de utilidad ha sido
abandonada en buena medida por la teoría económica de las últimas déca
das; se ha pensado que es demasiado vaga y que no desempeña ningún
papel esencial para explicar la conducta económica. En la actualidad, la utiLA
POSICIÓN ORIGINAL 161
lidad se entiende como una manera de representar las decisiones de los agentes
económicos y no como una medida de satisfacción. El tipo de utilidad
cardinal, reconocido actualmente es sobre todo el derivado de la construcción
de Neumann-Morgenstern que se basa en la toma de decisiones entre diversas
posibilidades que impliquen riesgos (§ 49). A diferencia de la noción
tradicional, esta medida toma en cuenta las actitudes frente a la incertidumbre
y no intenta proporcionar una base para comparaciones interpersonales.
Aun así, es posible formular el principio de utilidad media utilizando
este tipo de medida: se supone que las partes en la posición original, o en
una situación similar, tienen una función de utilidad Neumann-Morgenstern,
y conforme a ella se calculan sus perspectivas.24 Por supuesto que deben
tomarse ciertas precauciones: por ejemplo, estas funciones de utilidad
no pueden tomar en cuenta todo tipo de puntos de vista sino que deben reflejar
las estimaciones que hacen las partes de aquello que promueve su bien.
Si estuviesen influidas por otras razones, entonces no tendríamos una teoría
teleológica.
Si se observan estas restricciones puede, sin embargo, formularse una
teoría de la utilidad media que tome en cuenta el alto grado de aversión al
riesgo que parece que tendría cualquier persona normal en la posición original;
y cuanto mayor fuese esta aversión al riesgo, más se asemejaría esta forma
del principio de utilidad al principio de diferencia, al menos en lo relativo
a la evaluación de los beneficios económicos. Por supuesto que los dos
principios no son iguales, ya que existen muchas diferencias importantes
entre ellos. Sin embargo, existe esta semejanza: desde una perspectiva suficientemente
general el riesgo y la incertidumbre conducen, en ambos puntos
de vista, a dar más valor a las ventajas de aquellos cuya situación es menos
ventajosa. De hecho, una aversión razonable al riesgo puede ser tan grande,
una vez que se evalúan por completo los enormes riesgos de la decisión en
la posición original, que la ponderación utilitaria puede ser, para efectos
prácticos, tan cercana al principio de diferencia que haga que la simplicidad
de este último sea decisiva en su favor (§ 49).
24 J. C. Harsanyi demostró cómo puede ser logrado. Véase su "Cardinal Utility in Welfare
Economics and the Theory of Risk-Taking", Journal ofPolitical Economy, vol. 61 (1953), y "Cardinal
Welfare, Individualistic Ethics, and Interpersonal Comparisons of Utility", Journal ofPolitical
Economy, vol. 63 (1955). Para una exposición de algunas de las dificultades que esta formulación
entraña, véase P. K. Pattanaik, Votings and Collective Choice (Cambridge, The University
Press, 1971) cap. 9, y A. K. Sen, Collective Choice and Social Welfare, pp. 141-146. Puede hallarse
en la obra de Daniel Ellsberg, "Classic and Current Notions of 'Measurable Utility'", Economic
Journal, vol. 64 (1963), una descripción accesible del contraste existente entre las nociones de
utilidad tradicionales y las de Neumann-Morgenstern.
162 LA TEORÍA
28. ALGUNAS DIFICULTADES EN RELACIÓN CON EL PRINCIPIO DEL PROMEDIO
Antes de considerar los argumentos en favor de los dos principios de justicia,
quisiera mencionar algunas dificultades relativas al principio de utilidad
media. Primero habremos de ocuparnos de una objeción que resultará ser
sólo aparente. Como hemos visto, este principio puede ser considerado como
la ética de un único individuo racional dispuesto a hacer en lo posible todo lo
necesario para maximizar sus perspectivas desde el punto de vista de la situación
inicial. Ahora resulta tentador argumentar contra este principio diciendo
que supone una aceptación real e igual del riesgo por parte de todos
los miembros de la sociedad. Se diría que en un momento dado todos tendrían
de hecho que haber convenido en correr los mismos riesgos. Dado que
tal ocasión obviamente no existió, el principio es incorrecto. Consideremos un
caso extremo: un propietario de esclavos se ve confrontado por sus esclavos
e intenta justificar su posición ante ellos alegando que ante todo, y dadas las
condiciones de su sociedad, de hecho la institución de la esclavitud es necesaria
para producir el mayor promedio de felicidad; y segundo, que en la situación
contractual inicial, él hubiera escogido el principio del promedio,
aun corriendo el riesgo de que después se le considerara justificadamente
como esclavo. De antemano nos inclinamos a rechazar el argumento del propietario
de esclavos como improcedente, si no como atroz. Puede pensarse
que no importa lo que él hubiera escogido. A menos que los individuos hayan
convenido de hecho en una concepción de la justicia sujeta a riesgos reales,
nadie está obligado por sus exigencias.
Sin embargo, conforme a la teoría contractual, la forma general del argumento
del propietario de esclavos es correcta. Sería un error que los esclavos
le contestaran diciendo que sus argumentos eran improcedentes, ya que no
había existido una ocasión real para escoger ni se habían dado las mismas
probabilidades de riesgo respecto a cómo se iban a desarrollar las cosas. La
doctrina contractual es puramente hipotética: si en la posición original se hubiese
convenido en una concepción de la justicia, son sus principios lo que
corresponde aplicar. No es una objeción el hecho de que nunca tuviera lugar
tal acuerdo, ni que nunca lo tendrá. No se puede tenerlo en ambos sentidos:
por un lado, no podemos interpretar hipotéticamente la teoría de la
justicia cuando no pueden encontrarse las ocasiones apropiadas del acuerdo
para explicar los deberes y obligaciones de los individuos; y, por otro, no
podemos insistir en situaciones reales en que se corren riesgos para eliminar
principios de justicia que no deseamos.25 En la justicia como imparciali-
Yo también he caído en el error en este asunto. Véase "Constitutional Liberty and the Concept
of Justice", Nomos vi: ¡ustice, ed. C. J. Friedrich y J. W. Chapman (Nueva York, Atherton
Pre^ss, 1963), pp. 109-114. Sobre este punto, tengo que agradecerle a G. H. Harman su aclaración.
LA POSICIÓN ORIGINAL 163
dad, el modo en que se refutaría el argumento del propietario de esclavos
sería demostrar que los principios que él invoca habrían sido rechazados en
la posición original. No tenemos más alternativa que la de aprovechar los
diversos aspectos de esta situación inicial (según la interpretación favorable)
para establecer que el balance de razones favorece los dos principios de
la justicia.
La primera dificultad en relación con el principio del promedio la he mencionado
ya al discutir la regla maximin como método heurístico para presentar
los argumentos que favorecen los dos principios. Se refiere a la manera
en que un individuo racional debe estimar las probabilidades. La cuestión
surge porque en la situación inicial no existen fundamentos objetivos para suponer
que cada cual tiene la misma probabilidad que los demás para convertirse
en alguien. Este supuesto no está basado en propiedades conocidas
de la sociedad a la que uno pertenece. En las primeras fases del razonamiento
que conduce al principio del promedio, el candidato hipotético a ingresar
en la sociedad posee algún conocimiento respecto a sus capacidades
y respecto a la estructura de las sociedades entre las cuales tiene que escoger.
La estimación de sus probabilidades se basa en esta información. Sin embargo,
en la última fase existe una ignorancia completa acerca de los hechos
particulares (con excepción de aquellos que están implicados por las circunstancias
de la justicia). La construcción de las perspectivas individuales en
esta fase depende tan sólo del principio de razón insuficiente. Cuando no se
dispone de ningún tipo de datos se estipula que todos los casos posibles han
de ser igualmente probables.26
Supondré ahora que las partes descartan todas las posibilidades a las que
se llega únicamente a través de este principio. Este supuesto es plausible a la
vista de la importancia fundamental que tiene el acuerdo original y del deseo
de que nuestra decisión aparezca como responsablemente tomada frente
a nuestros descendientes que habrán de verse afectados por ella. Somos
más reacios a correr grandes riesgos por ellos que por nosotros mismos; en
todo caso, estaremos dispuestos a correrlos sólo cuando no haya manera de
evitar tales incertidumbres, o cuando las posibles ganancias, estimadas conforme
a una información objetiva, sean tan grandes que parezca irresponsable
a nuestros descendientes el que hayamos rechazado la oportunidad que
se nos ofrecía, aun cuando el aceptarla pueda conducirnos de hecho a malas
consecuencias. Puesto que las partes tienen la alternativa de los dos principios
26 Véase William Fellner, Probability and Profit, pp. 27 ss. El principio de razón insuficiente en
su forma clásica conduce, como es sabido, a ciertas dificultades. Véase J. M. Keynes, A Treatise
on Probability (Londres, Macmillan, 1921), cap. iv. Una parte del objetivo de Rudolf Carnap, en
su Logical Foundations of Probability, 2- ed. (Chicago University of Chicago Press, 1962), es construir
un sistema de lógica inductiva encontrando otros medios teóricos para hacer lo que el
principio clásico trataba de llevar a cabo. Véanse pp. 344 ss.
164 LA TEORÍA
de justicia, pueden en gran medida dejar a un lado las incertidumbres de
la posición original. Pueden garantizarse la protección de sus libertades básicas
y, en las condiciones que su sociedad permite, un nivel de vida razonablemente
satisfactorio. De hecho, como lo probaré en la sección siguiente,
es discutible si la elección del principio del promedio ofrece realmente mejores
perspectivas, incluso si se prescinde del hecho de que se apoya en el principio
de razón insuficiente. Parece entonces que el efecto del velo de la ignorancia
es favorable a los dos principios. Esta concepción de la justicia está mejor
adaptada a la situación de completa ignorancia.
Existen, naturalmente, supuestos acerca de la sociedad tales que, si fuesen
correctos, permitirían que las partes llegasen a estimaciones objetivas que
tuviesen iguales probabilidades. Para comprobarlo se puede convertir un argumento
de Edgeworth en favor del principio clásico, en uno en favor del
principio de utilidad media.27 De hecho, su razonamiento puede adaptarse
para apoyar casi cualquier principio general. La idea de Edgeworth es formular
ciertos supuestos razonables según los cuales sería racional que sujetos
que pensaran sólo en sus propios intereses convinieran en aceptar el
principio de utilidad como pauta política para evaluar la política social. La
necesidad de tal principio surge porque el proceso político no es de tipo
competitivo y estas decisiones no pueden dejarse a la acción del mercado.
Tiene que encontrarse algún otro método que reconcilie los intereses opuestos.
Edgeworth cree que las partes ocupadas sólo en sus propios intereses,
convendrían en que el principio de utilidad es el criterio deseado. Parece
pensar que \a política de maximizar la utilidad en cada ocasión es a la larga
la que probablemente será de mayor utilidad para cualquier individuo. La
aplicación consistente de este principio a la legislación fiscal y de la propiedad,
etc., daría, según sus cálculos, mejores resultados desde el punto de vista
de cualquiera de las personas. Por tanto, al aceptar este principio, las partes
interesadas en sí mismas tendrían una seguridad razonable de que al
final no sólo no perderían nada sino que por el contrario, mejorarían sus
perspectivas de la mejor manera posible.
La falla en el razonamiento de Edgeworth consiste en que los supuestos
necesarios son extremadamente irreales, especialmente en el caso de la estructura
básica.28 Sólo con formular estos supuestos se observa su poca plausibilidad.
Tenemos que suponer que los efectos de las decisiones que constituyen
el proceso político no sólo son más o menos independientes, sino
aproximadamente del mismo orden en sus resultados sociales, los cuales,
27 Véase F. Y. Edgeworth, Mathematical Psychics (Londres, 1888), pp. 52-56 y las primeras páginas
de "The Puré Theory of Taxation", Economic Journal, vol. 7 (1897). Véase también R. B.
Brandt, Ethiatl Theory (Englewood Cliffs, N. } . , Prentice Hall, Inc., 1959), pp. 376 ss.
28 Aquí le contesto a Edgeworth con un argumento utilizado por I. M. D. Little en su Critique
of Welfare Economics 2'- ed. (Oxford, The Clarendon Press, 1957) y en contra de una propuesta
de J. R. Hicks. Véanse pp. 93 ss. y 113 ss.
LA POSICIÓN ORIGINAL 165
por lo demás, no pueden ser muy grandes en cualquier caso, ya que de otra
manera estos efectos no podrían ser independientes. Más aún, tiene que suponerse,
o bien que los hombres se mueven al azar de una posición social a
otra, viviendo el tiempo suficiente para equilibrar pérdidas y ganancias, o
bien que existe algún mecanismo que asegura que la legislación guiada por
el principio de utilidad distribuye sus favores en la misma medida a lo largo
del tiempo. Sin embargo, está claro que la sociedad no es un proceso estocástico
de este tipo; y que algunas cuestiones de política social son mucho más
vitales que otras, lo cual a menudo causa amplias y permanentes desviaciones
en la distribución institucional de ventajas.
Parece entonces que, si ha de aceptarse el principio de la utilidad media,
las partes tendrán que razonar a partir del principio de razón insuficiente.
Tendrán que observar lo que algunos han llamado la regla de Laplace para
decidir en condiciones de incertidumbre. Se identifican las posibilidades de
manera natural y se le asigna a cada una la misma probabilidad. Para apoyar
estas asignaciones no se ofrecen hechos generales acerca de la sociedad;
las partes continúan con sus cálculos probabilísticos como si la información
no se hubiera agotado. Ahora no puedo discutir el concepto de probabilidad,
pero me gustaría hacer unas cuantas observaciones.29 En primer lugar,
puede resultar sorprendente q u e el significado de probabilidad surja como
un problema de filosofía moral, en el campo de la teoría de la justicia. Sin
embargo, es una consecuencia inevitable de la doctrina contractual, la cual
concibe la filosofía moral como p a r t e de la teoría de la elección racional. Dado
el sentido en que se define la situación inicial, las consideraciones probabilísticas
resultan después inevitables. El velo de la ignorancia conduce
directamente al problema de la elección en incertidumbre total. Por supuesto
que es posible considerar a las partes como altruistas perfectos y asumir
que razonan como si estuviesen seguros de estar en la posición de cada una
de las personas. Esta interpretación de la situación inicial anula el elemento de
riesgo e incertidumbre (§ 30).
Sin embargo, en la justicia como imparcialidad no hay modo de evitar por
completo esta cuestión. Lo esencial es no permitir que los principios escogidos
dependan de actitudes especiales frente al riesgo. Por esta razón el
velo de la ignorancia elimina también el conocimiento de estas inclinaciones:
las partes no saben si tendrán o no una aversión poco común a correr
riesgos. La decisión a favor de una u otra concepción de la justicia deberá depender,
en la medida de lo posible, de una evaluación racional de los riesgos
29 Probability and Profit, de William Fellner (pp. 210-233) contiene una bibliografía muy útil
con breves comentarios. En cuanto al desarrollo del llamado punto de vista bayesiano, resulta
particularmente importante The T-oundations of Statíslics, de L. J. Savage (Nueva York, John
Wiley and Sons, Inc., 1954). Para una guía hacia la literatura filosófica, véase Probability, and
¡nductive Logic, de H. E. Kyburg (Riverside, N.}., Macmillan, 1970).
166 LA TEORÍA
que no se vea afectada por preferencias peculiares de los individuos respecto
a la adopción de oportunidades. Por supuesto, un sistema social puede
sacar provecho de estas diversas inclinaciones si tiene instituciones capaces
de utilizarlas plenamente con vistas a fines comunes. No obstante, al menos
idealmente, el plan básico de la sociedad no deberá depender de este tipo
de actitudes (§81). Por tanto, no es un argumento en favor de los dos principios
de la justicia el que expresen un punto de vista especialmente conservador
respecto a correr riesgos en la posición original. Lo que tiene que mostrarse
es que, dadas las características únicas de esta situación, lo racional
para cualquiera es convenir en estos principios más que en el de utilidad,
siempre que su aversión a la incertidumbre sobre su capacidad de asegurar
sus intereses fundamentales esté dentro de lo normal.
En segundo lugar, he supuesto simplemente que los juicios de probabilidad,
si han de ser la base de una decisión racional, tienen que tener fundamentos
objetivos, esto es, basarse en un conocimiento de hechos particulares
(o creencias razonables). Estos datos no necesitan disponerse a la manera de
un informe de frecuencias relativas, pero deben proporcionar bases para
estimar la fuerza relativa de las diversas tendencias que afectan el resultado.
La necesidad de tener razones objetivas es tanto más urgente cuanto
que la decisión en la posición original es de una trascendencia fundamental
y puesto que, además, las partes desean que esta decisión aparezca frente a
los demás como bien fundada. Por tanto, para completar la descripción de la
posición original, supondré que las partes ignoran los cálculos estimados
de probabilidades que no estén apoyados en un conocimiento de los hechos
particulares y que deriven del principio de razón insuficiente. La exigencia
de razones objetivas no parece ser impugnada ni por los teóricos neobayesianos,
ni por los que se adhieren a ideas más clásicas. Lo que ha sido objeto
de controversia entre ellos es hasta qué punto se deben incorporar al aparato
formal de la teoría de la probabilidad nuestras estimaciones imprecisas e
intuitivas basadas en el sentido común, y si no deberían más bien usarse de
manera ad hoc para ajusfar las conclusiones obtenidas mediante métodos que
no toman en cuenta esta información.30 En este punto los neobayesianos
tienen fuertes argumentos. No hay duda de que es mejor, cuando es posible,
usar nuestro conocimiento intuitivo y nuestros presentimientos de sentido
común de un modo sistemático y no irregularmente y sin control. Sin embargo,
nada de esto afecta la pretensión de que los juicios de probabilidades
tengan que contar con alguna base objetiva en los hechos conocidos acerca
de la sociedad si es que han de ser las bases racionales para la toma de decisiones
en la situación especial de la posición original.
30 Véase Fellner, Probability and Profit, pp. 48-67, y Luce y Raiffa, Games and Decisíons,
pp. 318-334.
LA POSICIÓN ORIGINAL 167
La última dificultad que mencionaré aquí surge del carácter peculiar que
tiene la expectativa en la fase final del razonamiento en favor del principio
del promedio. Al computar las expectativas en los casos normales, las utilidades
de las alternativas (u. en la expresión £p.w), se derivan de un sistema
único de preferencias, a saber, el de la persona que toma la decisión. Las
utilidades representan la validez de las alternativas para este individuo, estimadas
en función de su tabla de valores. Pero en nuestro caso, las utilidades
se basan en los intereses de personas muy distintas. Hay tantas personas
diferentes como utilidades. Por supuesto, es obvio que este razonamiento
presupone comparaciones interpersonales. Pero, dejando a un lado por el
momento el problema de definirlas, la dificultad surge cuando se piensa que
el individuo escoge como si realmente no tuviera ningún objetivo que pudiese
considerar como propio. Corre el riesgo de ser cualquiera de entre un
número de personas, con su sistema individual de fines, capacidades y posición
social. Podemos dudar sobre si esta expectativa tiene realmente sentido.
Puesto que no existe un esquema de objetivos gracias al cual haya llegado
a sus estimaciones, parecería que carece de la unidad necesaria.
Para aclarar este problema tenemos que distinguir entre evaluar situaciones
objetivas y evaluar aspectos de la persona: capacidades, rasgos de carácter
y sistema de fines. Desde nuestro punto de vista resulta a menudo fácil
evaluar la situación de otro individuo caracterizada, digamos, por su posición
social, riqueza y cosas semejantes, o por sus perspectivas en términos
de bienestar primarios. Nos ponemos en su lugar, con nuestro carácter y preferencias
(no los suyos), y deducimos cómo se verían afectados nuestros
planes. Podemos ir más lejos y preguntarnos qué valor tendría para nosotros
el estar en el lugar del otro, o al menos el tener algunas de sus características
y objetivos. Conociendo nuestro plan de vida, podríamos decidir si
sería racional para nosotros tener tales características y objetivos, y por tanto
si sería recomendable para nosotros, de ser posible, desarrollarlos y alentarlos.
Sin embargo, al construir nuestras expectativas, ¿cómo deberemos valorar
el modo de vida y sistemas de objetivos formales del otro?, ¿conforme
a sus objetivos o conforme a los nuestros? El argumento contractual supone
que tenemos que decidir desde nuestro punto de vista: el valor que tiene
para nosotros el modo de vida y la realización de los fines del otro (dentro
de sus circunstancias totales) no es, como lo suponía la expectativa previamente
construida, el valor que tiene para él. Más aún, las circunstancias de
la justicia implican que estos valores difieren grandemente. Las demandas
conflictivas no sólo surgen porque la gente quiere tipos de cosas semejantes
para satisfacer deseos semejantes (por ejemplo, alimento y vestido para
las necesidades básicas) sino porque sus concepciones del bien difieren; y
aunque el valor que tienen para nosotros los bienes primarios básicos puede
ser comparable con el valor que tienen para otros, esto no puede decirse
168 LA TEORÍA
respecto al valor que tienen para la satisfacción de nuestros objetivos finales.
Naturalmente, las partes no saben cuáles son sus objetivos finales, pero
sí saben que, en general, estos fines se oponen unos a otros y que no son susceptibles
de una medida común aceptable. El valor que para alguien tiene
su circunstancia total no es el mismo que el que tiene para nosotros. Así, la
expectativa del paso final del argumento en favor del principio de utilidad
media no puede ser correcta.
Podemos formular esta dificultad de un modo distinto. El razonamiento en
favor del principio del promedio tiene que definir de alguna manera una expectativa
unificada. Supongamos, pues, que las partes convienen en realizar
las comparaciones interpersonales según ciertas reglas. Estas reglas se convierten
en parte del significado del principio de utilidad, así como el uso de
un índice de bienes primarios es parte del significado del principio de diferencia.
Se podría pensar que estas reglas de comparación (como las denominaré)
se derivan, por ejemplo, de ciertas leyes psicológicas que determinan
la satisfacción de la gente dados ciertos parámetros tales como la fuerza de
los deseos y las preferencias, las capacidades naturales y los atributos físicos,
los bienes públicos y privados disfrutados, etc. Se conviene en que a los
individuos caracterizados por los mismos parámetros se les adscriba la misma
satisfacción; así, una vez aceptadas estas reglas de comparación, se puede
definir la satisfacción media y se supone que las partes maximizan su expectativa
de satisfacción definida de esa manera. Por tanto, todos consideran
que tienen la misma función de utilidad profunda, por así decirlo, y ven las
satisfacciones alcanzadas por los demás como parte legítima de sus propias expectativas
tal y como se contemplan desde la perspectiva de la posición original.
Para todos vale la misma expectativa unificada y (usando la regla de
Laplace) de ello se sigue que se conviene en el principio de utilidad media.
Es esencial advertir que este razonamiento presupone una particular concepción
de la persona. Se concibe que las partes no tienen intereses definidos
del orden más elevado, ni objetivos fundamentales con referencia a los
cuales pudieran decidir qué clase de personas quisieran ser. No tienen, por
así decirlo, un determinado carácter o voluntad. Podría decirse que son personas
sencillas: conforme a determinadas reglas de comparación, aceptan como
determinación de su bien cualquier evaluación de la realización de sus
propios fines últimos, o la de los demás, hecha según esas reglas, incluso
cuando estas evaluaciones estén en conflicto con las que exigen sus intereses
fundamentales reales. Pero hemos supuesto que las partes tienen un determinado
carácter y una determinada voluntad, aun cuando no conozcan la
naturaleza específica de su sistema de fines. Son, por así decirlo, personas
determinadas: tienen ciertos intereses del orden más elevado así como objetivos
fundamentales con referencia a los cuales podrían decidir el tipo de vida
y los objetivos subordinados que serían aceptables para ellos. Son estos
LA POSICIÓN ORIGINAL 169
intereses y fines, los que fueren, los que tienen que tratar de proteger. Como
saben que las libertades básicas amparadas por el primer principio les aseguran
estos intereses, tienen que reconocer los dos principios de justicia
antes que el principio de utilidad.
Para resumir: he afirmado que la expectativa sobre la cual descansa el razonamiento
en pro del principio del promedio es defectuosa en dos aspectos.
Primero: puesto que en la posición original no hay bases objetivas para
aceptar probabilidades iguales, ni siquiera alguna distribución probabilística,
estas probabilidades son meramente eso: probabilidades. Dependen únicamente
del principio de razón insuficiente y no proporcionan ninguna razón
independiente para aceptar el principio de utilidad. Por el contrario, el
atractivo que tienen estas probabilidades es, de hecho, el de ser una manera
indirecta de estipular el propio principio. Segundo: el argumento utilitario
supone que las partes no tienen ni un carácter ni una voluntad definidas, no
son personas con determinados intereses finales ni con una concepción particular
del bien que quisieran proteger. Así, pues, tomando ambos puntos de
vista conjuntamente, el razonamiento utilitario resulta ser una expresión puramente
formal de una expectativa, pero de una expectativa que carece de un
significado apropiado. Es como si continuásemos usando argumentos probabilísticos
y comparaciones interpersonales, mucho después de que las condiciones
para su uso legítimo hubiesen sido eliminadas por las circunstancias
de la posición original.
29. ALGUNAS DE LAS PRINCIPALES RAZONES EN FAVOR
DE LOS DOS PRINCIPIOS DE JUSTICIA
En esta sección utilizaré las condiciones de carácter público y de finalidad
para ofrecer algunos de los principales argumentos en favor de los dos principios
de justicia. Tomaré como punto de partida el hecho de que, para que
un acuerdo sea válido, las partes tienen que ser capaces de cumplirlo en todas
las circunstancias procedentes y previsibles. Tiene que haber una cierta
garantía racional de que se puede aplicar. Los argumentos que aduciré se
ajustan al esquema heurístico sugerido por las razones expuestas para observar
la regla maximin. Es decir, ayudan a mostrar que los dos principios son
una concepción mínima adecuada de la justicia en una situación de gran incertidumbre.
Cualquier ventaja ulterior que pudiera obtenerse merced al
principio de utilidad es sumamente problemática; en cambio las desventajas
que acarrearía si las cosas resultan mal son intolerables. Es aquí donde el
concepto de contrato tiene un papel decisivo: sugiere como condición su carácter
público y pone ciertos límites a lo que puede convenirse.
La primera razón en favor de los dos principios de justicia puede acia170
LA TEORÍA
rarse en términos de lo que anteriormente denominé rigor del compromiso.
Dije (§ 25) que las partes tenían una capacidad para la justicia en el sentido
de que podía asegurárseles que su empresa no sería vana. Suponiendo que
lo han tomado todo en cuenta, incluyendo los hechos generales de la psicología
moral, pueden confiar mutuamente en que respetarán los principios adoptados.
Por ello no podrán suscribir acuerdos que pudiesen tener consecuencias
inaceptables y evitarán a aquellos a los que sólo puedan adherirse con
grandes dificultades. Puesto que el contrato original es definitivo y se concierta
a perpetuidad, no habrá una segunda oportunidad. En vista de la seriedad
de las posibles consecuencias la cuestión del valor del compromiso es
especialmente aguda. La persona escoge de una vez para siempre las pautas
que habrán de gobernar sus perspectivas de vida. Más aún, al suscribir un
contrato hemos de ser capaces de cumplirlo incluso si se diesen las peores
circunstancias. De otra manera no habríamos actuado de buena fe. Por tanto
las partes tienen que ponderar cuidadosamente si serán capaces de mantener
su compromiso en todas las circunstancias. Por supuesto que, al responder a
esta pregunta, sólo disponen de un conocimiento general de la psicología humana.
Sin embargo, esta información basta para decirnos qué concepción de
la justicia implica un mayor rigor.
A este respecto, los dos principios de justicia tienen una ventaja definitiva.
No sólo protegen las libertades básicas de las partes, sino que las aseguran
contra las peores eventualidades. No corren el riesgo de tener que consentir
una pérdida de libertad en el curso de su vida, en aras del mayor bien
gozado por otros, compromiso que en circunstancias reales podrían no ser
capaces de mantener. Tales convenios exceden la capacidad de la naturaleza
humana. ¿Cómo es posible que las partes sepan o estén suficientemente
seguras de que pueden cumplir tales acuerdos? Ciertamente no pueden basar
su confianza en un conocimiento general de la psicología moral. En todo
caso, los dos principios de justicia proporcionan una alternativa. Si todos
los candidatos posibles implicaran riesgos semejantes, entonces habría que
descartar el problema del rigor del compromiso. Esto no es, empero, el caso
y, juzgados bajo esta perspectiva, los dos principios aparecen claramente superiores.
Una segunda consideración invoca, además de la primera condición, la del
carácter público. Presentaré el argumento en los términos del problema sobre
la estabilidad psicológica. Antes afirmé que un punto importante en favor
de una concepción de la justicia es que genera su propio apoyo. Cuando públicamente
se sabe que la estructura básica de la sociedad satisface sus principios
por un largo periodo de tiempo, las personas que se encuentran sujetas
a estos acuerdos tienden a desarrollar un deseo de actuar conforme a estos
principios y a cumplir con sus tareas en las instituciones que los ejemplifican.
Una concepción de la justicia es estable cuando el reconocimiento púLA
POSICIÓN ORIGINAL 171
blico de su realización en el sistema social tiende a producir el correspondiente
sentido de la justicia. Ahora bien, el que esto suceda depende, por
supuesto, de las leyes de la psicología moral y de la efectividad de los motivos
humanos. De estos aspectos me ocuparé más adelante (§§ 75-76). Por el
momento podemos observar que el principio de utilidad parece requerir una
mayor identificación con los intereses de los demás que la exigida por los
dos principios de justicia. Así, pues, estos últimos serán una concepción más
estable en la medida en que esta identificación sea difícil de lograr. Cuando
los dos principios quedan satisfechos, las libertades básicas de cada persona
están aseguradas y existe un sentimiento definido mediante el principio
de diferencia, según el cual todos se benefician de la cooperación social. Por
tanto, podemos explicar la aceptación del sistema social y de los principios
satisfechos por él, por medio de la ley psicológica según la cual las personas
tienden a querer, proteger y apoyar todo aquello que afirma su propio
bien. Puesto que se afirma el bien de todos, todos tienden a mantener el esquema.
Sin embargo, cuando se satisface el principio de utilidad no existe una garantía
tal de que todos se beneficiarán. La fidelidad al sistema social puede
exigir que algunos, en particular los menos favorecidos, tengan que renunciar
a ciertas ventajas en favor del mayor bien colectivo. Por eso, el sistema
no sería estable a menos que aquellos que tienen que sacrificarse se identifiquen
fuertemente con intereses más amplios que los suyos. Pero esto no es
fácil de lograr. No se trata de sacrificios solicitados en periodos de emergencia
social cuando todos o algunos tienen que hacer concesiones en aras
del bien común. Los principios de la justicia se aplican a la estructura básica
del sistema social y a la determinación de las perspectivas de vida. Precisamente
lo que pide el principio de utilidad es el sacrificio de estas perspectivas.
Aunque seamos los menos afortunados, habremos de aceptar que mayores
ventajas para los demás son razón suficiente para tener menores
expectativas en el curso de nuestra vida. Es, sin duda, una exigencia extrema.
De hecho, si se concibe la sociedad como un sistema de cooperación para
promover el bien de sus miembros parece casi increíble que se espere que
algunos ciudadanos hayan de aceptar, con base en principios políticos, todavía
menores perspectivas de vida en favor de los demás. Es entonces evidente
por qué los utilitaristas subrayan el papel de la simpatía en el aprendizaje
moral así como el lugar central que le asignan a la benevolencia entre todas
las virtudes morales. Su concepción de la justicia se ve amenazada por la inestabilidad,
a menos que la simpatía y la benevolencia se cultiven amplia e
intensamente. Si se contempla este aspecto desde el punto de vista de la posición
original, las partes rechazarían el principio de utilidad y adoptarían
la idea más realista de construir el orden social sobre un principio de ventajas
recíprocas. Por supuesto, no es necesario suponer que en la vida cotidia172
LA TEORÍA
na las personas no hacen sacrificios importantes unas por otras, ya que, por
el contrario, los hacen a menudo movidas por el afecto y por vínculos sentimentales.
No obstante, tales acciones no son exigidas por motivos de justicia
por la estructura básica de la sociedad.
Además, el reconocimiento público de los dos principios de justicia da un
mayor apoyo al respeto que los hombres se tienen a sí mismos, lo que
a su vez repercute aumentando la eficacia de la cooperación social. Ambos
efectos son razones para convenir en estos principios. Es claramente racional
para los hombres asegurarse el respeto a sí mismos. Es necesario tener un sentido
de su propio valor si es que se ha de perseguir una concepción del bien
con satisfacción y sintiendo placer en su realización. El respeto a sí mismo
no es tanto una parte de cualquier plan racional de vida, como el sentimiento
de que vale la pena llevar a cabo el propio plan. Ahora bien, el respeto a
nosotros mismos depende normalmente del respeto a los demás. Si no sentimos
que nuestros esfuerzos son respetados por ellos, es difícil, si no imposible,
que mantengamos la convicción de que nuestros objetivos merecen
ser promovidos (§ 67). Es por esta razón por la que las partes aceptarían el
deber natural del respeto mutuo que les pide tratarse civilizadamente unas
a otras y estar dispuestas a explicar las razones de sus acciones, en especial
cuando pasan por alto las demandas de otros (§ 51). Más aún, se puede suponer
que aquellos que se respetan a sí mismos respetarán probablemente a
los demás, y a la inversa. El desprecio a sí mismo conduce al desprecio a los
demás y amenaza su bienestar del mismo modo que lo hace la envidia. El
respeto a sí mismo y el apoyo mutuo son recíprocos.
Así pues, un rasgo deseable de una concepción de la justicia es que debería
expresar públicamente el respeto mutuo entre los hombres. De esta manera
se les asegura el sentido de su propio valor. Pues bien, los dos principios
logran este objetivo, ya que cuando la sociedad los observa, se incluye
el bien de cada uno en un esquema de beneficio mutuo y este reconocimiento
público e institucional de las aspiraciones de cada hombre apoya la autoestima.
El establecimiento de la libertad igual y la operación del principio
de diferencia están orientados para producir este efecto. Como ya he señalado,
los dos principios son equivalentes al considerar la distribución de capacidades
naturales, en algunos aspectos, como una ventaja colectiva, haciendo
que los más afortunados sólo se beneficien ayudando a los menos favorecidos
(§ 17). No quiero decir con esto que las partes se vean movidas por la
propiedad ética de esta idea. Sin embargo, existen razones para que acepten
este principio, ya que, al disponer las desigualdades para beneficio recíproco
y al abstenerse de la explotación de las contingencias de la naturaleza y
de las circunstancias sociales dentro de un marco de libertades iguales, las
personas expresan su mutuo respeto en la constitución misma de la sociedad.
De este modo aseguran el respeto a sí mismas tal y como es racional hacerlo.
LA POSICIÓN ORIGINAL 173
Otra manera de expresar esto es decir que los principios de la justicia reflejan
en la estructura básica de la sociedad el deseo que tienen los hombres
de no tratarse como medios sino únicamente como fines en sí mismos. Aquí
no puedo examinar la tesis de Kant.31 En vez de ello la interpretaré libremente
a la luz de la doctrina contractual. La idea de tratar a los hombres como
fines en sí mismos y nunca como sólo medios requiere, obviamente, una explicación.
¿Cómo podríamos tratar siempre a los demás como fines y nunca
solamente como medios? Ciertamente no podemos decir que equivale a tratar
a todos de acuerdo con los mismos principios generales, ya que esta interpretación
haría que el concepto fuese equivalente al de la justicia formal. En
la interpretación contractual, tratar a los hombres como fines en sí mismos
implica, por lo menos, tratarlos conforme a principios en que ellos convendrían
en una posición original de igualdad. Ello es así porque en esta situación
los hombres tendrían una representación igual en tanto que personas
morales que se consideran a sí mismas como fines, y los principios que aceptarían
serían racionalmente apropiados para proteger sus demandas como
personas. La tesis contractualista, en tanto que tal, define un sentido según
el cual los hombres han de ser tratados como fines y no sólo como medios.
Sin embargo, surge la pregunta de si existen principios sustantivos que
expresen esta idea. Si las partes desearan expresar esta noción de un modo
visible en la estructura básica de su sociedad con objeto de asegurar a cada
hombre el interés racional por el respeto a sí mismo, ¿qué principio deberían
escoger? Parece que los dos principios de justicia lograrían este objetivo:
todos tienen iguales libertades básicas, y el principio de diferencia interpreta
la distinción entre lo que significa tratar a los hombres solamente
como medios y tratarlos también como fines en sí mismos. Considerar a las
personas como fines en sí mismas dentro de la conformación básica de la sociedad
es convenir en renunciar a aquellas ventajas que no contribuyan a
mejorar las expectativas de todos. Por el contrario, considerar a las personas
como medios es estar dispuesto a imponer a quienes ya de por sí son los
menos favorecidos perspectivas de vida aún menores en favor de las mayores
expectativas de otros. Así pues, vemos que el principio de diferencia,
que a primera vista parece demasiado extremista, tiene una interpretación
razonable. Si además suponemos que la cooperación social entre aquellos
que se respetan mutuamente y a sí mismos dentro de las instituciones será
probablemente más eficaz y armoniosa, el nivel general de las expectativas,
suponiendo que pudiésemos estimarlo, puede ser mayor de lo que habríamos
pensado si se satisfacían los dos principios de justicia. La ventaja del
principio de utilidad en este punto no es ya tan clara.
31 Véanse los Fundamentos de una metafísica de la moral, pp. 427-430 del vol. iv de Kants Gesammelte
Schriften, Preussische Akademie der Wissenschaften (Berlín, 1913), en la que se introduce
la segunda formulación del imperativo categórico.
174 LA TEORÍA
El principio de utilidad exige probablemente que algunos de los menos
favorecidos acepten incluso menores perspectivas de vida en favor de otros.
Ciertamente no es necesario que aquellos que tienen que hacer tales sacrificios
racionalicen sus demandas disminuyendo la estima de su propia valía. De
la doctrina utilitaria no se deduce que las expectativas de algunos individuos
sean menores porque sus objetivos sean triviales o poco importantes.
Sin embargo, las partes tienen que considerar los hechos generales de la
psicología moral. Seguramente será natural experimentar una pérdida de respeto
propio, un debilitamiento de nuestro sentido del valor que tiene realizar
nuestros fines, si estando ya entre los menos favorecidos tenemos que
aceptar menores perspectivas de vida en favor de los demás. Esto es especialmente
probable en el caso de que la cooperación social vaya dirigida al bien
de los individuos. Es decir, aquellos que tienen las mayores ventajas no pretenden
ser necesarios para conservar ciertos valores culturales o religiosos
que todos tienen el deber de mantener. Aquí no estamos considerando una
teoría del orden tradicional ni tampoco el principio del perfeccionismo, sino
más bien el principio de utilidad. En este caso, pues, el respeto propio de
los hombres depende de cómo se consideren unos a otros. Si las partes aceptan
el criterio de utilidad, carecerán del apoyo que al respeto propio les dará
el compromiso público de los demás para que las desigualdades funcionen
en beneficio de todos y para que se garantice a todos las libertades básicas. En
una sociedad pública utilitaria los hombres, en particular los menos favorecidos,
encontrarán que es más difícil tener confianza en su propia valía.
El utilitario podría responder que al maximizar la utilidad media se están
tomando ya en cuenta estas cuestiones. Si, por ejemplo, las libertades iguales
son necesarias para el respeto propio y la utilidad media es mayor cuando
aquéllas se afirman, entonces por supuesto deben establecerse. Hasta aquí,
todo va bien. Sin embargo, la cuestión es que no debemos perder de vista la
condición del carácter público. Éste exige que al maximizar la utilidad media,
lo hagamos sometidos al requisito de que el principio utilitario sea aceptado
y aplicado públicamente como la constitución fundamental de la sociedad.
Lo que no podemos hacer es elevar la utilidad media estimulando a
los hombres a que adopten y apliquen principios de justicia no utilitarios. Si
por alguna razón, el reconocimiento público del utilitarismo implica alguna
pérdida de la estimación propia, no hay ningún modo de evitarlo. Dadas
nuestras estipulaciones, es un costo inevitable del esquema utilitario. Así, suponiendo
que la utilidad media fuese realmente mayor si se afirmaran y
aplicaran públicamente los dos principios de la justicia en la estructura básica
(lo que por las razones mencionadas puede concebiblemente ser el caso),
entonces tales principios representarían la perspectiva más atractiva y, conforme
a los dos razonamientos antes examinados, los dos principios serían
aceptados. El utilitario no podría replicar que en realidad estamos maximiLA
POSICIÓN ORIGINAL 175
zando la utilidad media. De hecho, las partes habrían escogido los dos principios
de justicia.
Hemos de tener en cuenta entonces que el utilitarismo, tal como lo he definido,
es la idea de que el principio de utilidad es lo correcto para la concepción
pública que tiene la sociedad acerca de la justicia; y para mostrar esto
es preciso argumentar que éste sería el criterio escogido en la posición original.
Si lo deseamos, podemos definir una variedad diferente de la situación
inicial en la cual la hipótesis motivadora consista en que las partes quieran
adoptar aquellos principios que maximizan la utilidad media. Las observaciones
precedentes indican que, incluso así, puede ser que resulten seleccionados
los dos principios de Justicia. Pero si es así, es un error llamar utilitarios
a estos principios y a la teoría en que aparecen. La suposición de las
motivaciones no determina por sí sola el carácter de toda la teoría. De hecho
se fortalece el argumento en favor de los principios de la justicia si fuesen
escogidos según diferentes supuestos motivadores. Esto indica que la teoría
de la justicia está firmemente basada y no es sensible a los cambios de estos
supuestos. Lo que queremos saber es qué concepción de la justicia caracteriza
nuestros juicios meditados en un equilibrio reflexivo, y cuál sirve mejor
como base moral pública de la sociedad. A menos que se sostenga que esta
concepción es la ofrecida por el principio de utilidad, no se es utilitario.32
El rigor del compromiso y la condición de su carácter público, comentados
en esta sección, son también importantes. El primero surge del hecho
de que, en general, la clase de cosas sobre las que puede lograrse un acuerdo
está incluida, aunque en menor medida, en la clase de cosas que racionalmente
pueden escogerse. Podemos decidirnos a correr un riesgo teniendo al
mismo tiempo la plena intención de que, si las cosas salen mal, haremos lo
posible por volver a la situación inicial. Pero si concertamos un pacto, tenemos
que aceptar el resultado; y al aceptar un compromiso de buena fe, tenemos
no sólo que intentar cumplirlo sino creer razonadamente que podremos
hacerlo. Así, la teoría contractual excluye un cierto tipo de juego. No
se puede, en principio, establecer un convenio si existe la posibilidad real
de lograr resultados que no se está dispuesto a aceptar. No haré más comentarios
sobre el carácter público salvo que está vinculado con la conveniencia
de compaginar los ideales de los primeros principios (fin de § 26) con la simplicidad
( § 49) y con la estabilidad. Esta última se examinará más adelante
en lo que he llamado la segunda parte del argumento (§§ 79-82).
32 Por ello, mientras que Brandt sostiene que un código moral de sociedad ha de ser reconocido
públicamente y que desde un punto de vista filosófico el mejor punto de vista es aquel
que maximiza la utilidad media, no mantiene que el principio de utilidad haya de pertenecer
al mismo código. De hecho, niega que dentro de la moral pública, la corte de apelación tenga alguna
utilidad. Entonces, por la definición dada en el texto, su punto de vista no es utilitarista.
Véase "Some Merits of One Form of Rule Utilitarianism", Univcrsity of Colorado Studies (Boulder,
Coló., 1967), pp. 58 ss.
176 LA TEORÍA
La forma del razonamiento en favor de los dos principios dice que el equilibrio
de argumentos los favorece frente al principio de utilidad media, y,
teniendo en cuenta la transitividad, también frente a la doctrina clásica. Así
pues, el acuerdo de las partes depende de la ponderación de diversas consideraciones.
El razonamiento es informal y no constituye una prueba; y hay,
además, una llamada a la intuición como base de la teoría de la justicia. No
obstante, como ya he señalado (§ 21), después de considerarlo todo, debe
quedar bien claro hacia dónde se inclina la balanza de razones. De ser así, en
la medida en que la posición original incorpora condiciones razonables utilizadas
para la justificación de los principios en la vida cotidiana, la pretensión
de que se estaría de acuerdo con los principios de la justicia es perfectamente
factible. Por tanto, tales principios pueden servir como una concepción
de la justicia en cuya aceptación pública las personas pueden reconocer
mutuamente su buena fe.
Podría ser útil a estas alturas enumerar algunos de los principales argumentos
en favor de los dos principios de la justicia sobre el principio de la
utilidad media. Es claro que las condiciones de generalidad de los principios,
universalidad de su aplicación e información limitada, no bastan por sí
mismas para hacer necesarios estos principios, y así lo pone de manifiesto
la argumentación en favor del principio de utilidad (§ 27). Será necesario, pues,
incorporar supuestos adicionales a la posición original. He supuesto, así, que
las partes creen poseer ciertos intereses fundamentales que han de proteger
en lo posible y que como personas libres tienen un interés de orden más
elevado en mantener su libertad de revisar y alterar dichos fines (§ 26). Las
partes son, por así decirlo, personas con determinados intereses (y no meras
potencialidades para cualquier interés posible), aun cuando el carácter
específico de estos intereses les sea desconocido. Tienen que tratar de asegurar
condiciones favorables para promover estos objetivos específicos, sean
los que fueren (§ 28). Más adelante consideraré la jerarquía de esos intereses
y su relación con el carácter prioritario de la libertad (§§ 39, 82). No obstante,
la naturaleza del razonamiento en favor de las libertades básicas se ilustra con
el caso específico de la libertad de conciencia y de pensamiento (§§ 33-35).
Además, el velo de la ignorancia (§ 24) se interpreta en el sentido de que
las partes no sólo no tienen conocimiento de sus objetivos y fines particulares
(excepto los que están contenidos en la teoría del bien), sino de que carecen
también de información histórica. No saben, ni pueden enumerar, las condiciones
sociales en que podrían encontrarse, ni la cantidad de técnicas que su
sociedad pudiera poner a su disposición. Carecen, por tanto, de bases objetivas
para apoyarse en una cierta distribución de probabilidades más que en
otra, y no pueden invocar el principio de razón insuficiente para evadir esa
limitación. Estas consideraciones, junto con las derivadas de la idea de que
las partes tienen determinados intereses fundamentales, implican que la exLA
POSICIÓN ORIGINAL 177
pectativa construida por el argumento en favor del principio de utilidad es
inconsistente y carece de la unidad necesaria (§ 28).
30. UTILITARISMO CLÁSICO, IMPARCIALIDAD Y BENEVOLENCIA
Quisiera ahora comparar el utilitarismo clásico con los dos principios de
justicia. Tal como hemos visto, las partes en la posición original rechazarían
el principio clásico y favorecerían el de maximización de la utilidad media.
Dado que están dirigidas a la promoción de sus propios intereses, no tienen
ningún deseo de maximizar el total (o el balance neto) de satisfacciones. Por
razones similares preferirían los dos principios de justicia. Entonces, desde
un punto de vista contractual, el principio clásico está jerárquicamente
por debajo de estas dos alternativas. Tiene que tener, por tanto, una derivación
totalmente diferente, ya que históricamente constituye la forma más
importante del utilitarismo. Ciertamente que los grandes utilitarios que lo
expusieron no consideraban que aquél sería el principio escogido en lo que
he llamado la posición original. Algunos de ellos, en particular Sidgwick,
reconocieron claramente el principio del promedio como alternativa y lo rechazaron.
33 Puesto que la tesis clásica está íntimamente relacionada con el
concepto del observador imparcial, me ocuparé de este concepto con objeto
de aclarar la base intuitiva de la doctrina tradicional.
Consideraré la siguiente definición que nos recuerda a Hume y Adam
Smith. Algo está bien, digamos un sistema social, si un observador ideal, racional
e imparcial, lo aprobara desde un punto de vista general teniendo todo
el conocimiento de las condiciones pertinentes. Una sociedad rectamente
ordenada es aquella que recibe la aprobación de tal observador ideal.34
Ahora bien, pueden existir varios problemas respecto a esta definición, por
ejemplo, el de si las nociones de aprobación y conocimiento pertinente pueden
ser explicadas sin aporías. No obstante, dejaré a un lado todas estas cuestiones.
El punto esencial es que no existe hasta aquí ningún conflicto entre
esta definición y la justicia como imparcialidad. Supongamos que definimos
el concepto de lo justo diciendo que algo es justo si y sólo si satisface los principios
que serían escogidos en la posición original para ser aplicados a co-
33 Methods ofEthics, pp. 415 ss.
34 Véase Roderick Firth, "Ethical Absolutism and the Ideal Observer", Philosophy and Phenomenological
Research, vol. 12 (1952); y F. C. Sharp, Good and III Will (Chicago, University of
Chicago Press, 1950), pp. 156-162. En cuanto a la exposición de Hume, véase Treatise of Human
Nature, ed. L. A. Selby-Bigge (Oxford, 1888), lib. m, pte. II!, sec. i y en esp. pp. 574-584; en cuanto
a Adam Smith, The Theory of Moral Sentiments, en L. A. Selby-Bigge, British Moralists, vol. 1
(Oxford, 1897), pp. 257-277. Puede hallarse una exposición general en "Some Reflections on
Moral-Sense Theories in Ethics", de C. D. Broad, Proceedings of the Aristotelian Society, vol. 45
(1944-1945). Véase también "Objectivity in Moráis", de W. K. Kneale, Phüosophy, vol. 25 (1950).
178 LA TEORÍA
sas de su clase. Podría ocurrir que un observador idealmente racional e imparcial
aprobara un sistema social si y sólo si satisficiese los principios de la
justicia que fuesen adoptados en el esquema contractual. Ambas definiciones
pueden muy bien ser verdaderas respecto a las mismas cosas. Esta posibilidad
no es eliminada por la definición del observador ideal. Puesto que
esta definición no contiene ningún supuesto psicológico específico acerca del
observador ideal, no ofrece principios que den cuenta de sus aprobaciones
en condiciones ideales. Quien acepta esta definición es libre de aceptar la
justicia como imparcialidad con este propósito: damos por descontado que
un observador ideal aprobaría sistemas sociales en la medida en que satisficieran
los dos principios de justicia. Existe, entonces, una diferencia esencial
entre estas dos definiciones de lo justo. La definición del observador
imparcial no formula ningún supuesto desde el cual puedan derivarse los
principios de lo justo y de la justicia.35 Está proyectada en lugar de ella para
hacer resaltar ciertos rasgos centrales característicos de la discusión moral,
el hecho de que tratamos de apelar a nuestros juicios meditados después de
una reflexión concienzuda, y otros semejantes. La definición contractual va
más allá: intenta proporcionar una base deductiva para los principios que
den cuenta de estos juicios. Las condiciones de la situación inicial y la motivación
de las partes intentan crear las premisas necesarias para alcanzar
este objetivo.
Ahora bien, mientras que es posible complementar la definición del observador
imparcial con el punto de vista contractual, existen otras maneras
de darle una base deductiva. Supongamos, por ejemplo, que se considera al
observador ideal como un ser perfectamente simpático. Existe entonces una
derivación natural del principio clásico de utilidad según las siguientes consideraciones.
Una institución es justa, digamos, si un observador idealmente
simpático e imparcial la aprobara con más fuerza que a ninguna otra institución
posible en esas circunstancias. En bien de la simplicidad podemos
suponer, como lo hace a veces Hume, que la aprobación es un tipo especial
de placer que surge con mayor o menor intensidad al contemplar el funcionamiento
de las instituciones y sus consecuencias en relación con la felicidad
de los que participan en ella. Este placer especial es el resultado de la
simpatía. En la explicación que da Hume se trata literalmente de una reproducción
que tenemos en nuestra experiencia de los placeres y satisfacciones
que reconocemos que sienten los otros.36 Así, un observador imparcial expe-
35 Por ello, Firth sostiene, por ejemplo, que un observador ideal tiene varios intereses generales
aunque no particulares y que estos intereses son de hecho necesarios si tal observador espera
obtener alguna reacción moral significativa. Pero no se menciona absolutamente nada en
concreto acerca del contenido de estos intereses que no capacitan para determinar cómo han
de producirse las aprobaciones y las desaprobaciones de un observador ideal. Véase "Ethical
Absolutism and the Ideal Observer", pp. 336-341.
36 Véase A Treatise of Human Nature, lib. II, pte. i, sec. xi y lib. m, pte. i, sec. i, la primera parte
LA POSICIÓN ORIGINAL 179
rimenta este placer al contemplar el sistema social en proporción a la suma
neta del placer sentido por los afectados. La fuerza de su aprobación corresponde
a la cantidad de satisfacción en la sociedad en cuestión y sirve para
medirla. Por tanto, sus expresiones de aprobación serán dadas conforme al
principio clásico de utilidad. Desde luego es cierto que, como lo señaló Hume,
la simpatía no es un sentimiento muy fuerte. No sólo porque es probable
que el interés propio inhiba el estado de ánimo en que la experimentamos,
sino porque el interés propio tiende a superar sus dictados en el momento
de determinar nuestras acciones. Aun así, una vez que los hombres contemplan
sus instituciones desde un punto de vista general, Hume pensó que la
simpatía sería el único principio psicológico operante, y al menos guiaría nuestros
juicios morales bien meditados. Sin embargo, por débil que sea la simpatía,
constituye, no obstante, una base común para hacer que nuestras opiniones
morales lleguen a un acuerdo. La capacidad natural que tienen los
hombres para la simpatía, generalizada adecuadamente, proporciona la perspectiva
desde la cual puede alcanzar un entendimiento respecto a una concepción
común de justicia.
De este modo se llega a la siguiente tesis. Un observador simpático, racional
e imparcial, es una persona que adopta una perspectiva general: una posición
en la que sus propios intereses no están en juego y posee toda la
información necesaria, así como poder de razonamiento. Situado de esta manera
es igualmente simpático ante los deseos y satisfacciones de todos los
afectados por el sistema social. Al responder del mismo modo a los intereses
de cada cual, el observador imparcial da rienda suelta a su capacidad para
identificarse simpáticamente, viendo la situación de cada persona tal y
como realmente le afecta a dicha persona. Se imagina así estar en el lugar
de cada persona y una vez que lo ha hecho con todas, la fuerza de su aprobación
queda determinada por el balance de satisfacciones a las que ha respondido
simpáticamente. Una vez que se ha puesto en el lugar de todas y
cada una de las partes afectadas su aprobación expresará el resultado total.
Los dolores imaginados simpáticamente cancelan los placeres imaginados
también simpáticamente, y la intensidad final de la aprobación corresponde
al total neto de sentimientos positivos.
Es instructivo observar un contraste entre los rasgos del observador simpático
y las condiciones definitorias de la posición original. Los elementos
de la definición del observador simpático, imparcialidad, posesión del conocimiento
pertinente y poderes de identificación imaginativa, están destinados
a asegurar la respuesta precisa y completa de la simpatía natural. La
imparcialidad previene contra las distorsiones de los prejuicios y del interés
de cada uno y la sec. vi. En la edición de L. A. Selby-Bigge, corresponde a las pp. 316-320, 575-
580 y 618 ss.
180 LA TEORÍA
propio; el conocimiento y la capacidad para identificarse con otros garantizan
que las aspiraciones de los demás serán exactamente apreciadas. Podemos
entender el sentido de esta definición una vez que vemos que sus partes
están proyectadas para dar amplio margen de operatividad al sentimiento
de camaradería. En la posición original, por el contrario, las partes tienen
un desinterés mutuo más que un sentimiento de simpatía; sin embargo,
puesto que carecen del conocimiento de sus dones naturales o de su situación
social, se ven obligadas a considerar sus acuerdos de una manera general.
En un caso el conocimiento perfecto y la identificación simpática conducen
a una estimación correcta de la suma neta de satisfacciones; en el otro, el
desinterés mutuo sometido a un velo de ignorancia conduce a los dos principios
de justicia.
Ahora bien, como ya he señalado, hay un sentido según el cual el utilitarismo
clásico no puede tomar en serio la distinción entre personas (§ 5). Se toma
el principio de elección racional de un hombre como principio de elección
social. ¿Cómo se llega a este punto de vista? Es la consecuencia, como podemos
ver ahora, de querer darle una base deductiva a una definición de lo
justo hecha por un observador ideal, y de suponer que la capacidad natural
de los hombres para la simpatía proporciona los únicos medios mediante los
cuales se puede lograr un acuerdo entre sus juicios morales. La aprobación
del observador imparcial simpático se adopta como pauta de justicia, lo cual
conduce a la despersonalización, a la fusión de todos los deseos en un solo
sistema de deseos.37
37 La exposición más explícita y mayormente desarrollada que yo conozco sobre esta tesis es
la que encontramos en The Anatysis of Knowledge and Valuatíon, de C. I. Lewis (La Salle, 111.,
Open Court Publishirtg Co., 1946). Toda la sec. 13 del cap. 18 es importante en este punto. Lewis
dice: "El valor para más de una persona ha de ser determinado como si sus diversas experiencias
del valor estuvieran incluidas en el de una persona única." F. 550. Sin embargo, Lewis
utiliza esta idea para dar una descripción empírica del valor social; su teoría del derecho no es
ni utilitaria ni empírica.}. J. C. Smart, replicando a la idea de que la imparcialidad es un impedimento
en la maximízación de la felicidad, aclara este punto al preguntar: "si para mí resulta
racional el hecho de elegir el 'dolor' de ir al dentista con el fin de prevenir un dolor de muelas,
¿por qué no sería racional por mi parte elegir para Pérez un dolor similar al que representa mi
visita al dentista, si ésta es la única forma en la que puedo prevenir para González un dolor
equivalente a mi dolor de muelas?" (An Outline of a System of Utilitarian Ethics, p. 26). Puede
encontrarse otro breve comentario en Freedom and Reason, de R. M. Haré (Oxford, The Clarendon
Press, 1963), p. 123.
Que yo sepa, la confinación de todos los deseos dentro de un sistema no se halla muy bien
determinada entre los escritores clásicos. Pero parece implícito en la comparación que Edgeworth
hace entre la "mécanique celeste" y la "mécanique sociale" y en su idea de que algún
día, esta última pueda ocupar su lugar al lado de la primera, pero estando las dos fundidas en
un principio máximo, "el pináculo supremo de la moral como ciencia física". Dice: "Así como
los movimientos de cada partícula, condicionadas o sueltas, al interior de un cosmos material, se
hallan continuamente subordinadas a un máximo de suma total de energía acumulada, asimismo,
los movimientos de cada alma, independientemente de lo egoístamente aisladas o amorosamente
unidas que se hallen, pueden continuamente generar el máximo de energía de placer,
Divino amor del universo." (Mathematical Psychics, p. 12.) Sidgwick es siempre mucho más
LA POSICIÓN ORIGINAL 181
Desde el punto de vista de la justicia como imparcialidad no hay ninguna
razón por la que las personas en la posición original hubieran de convenir en
las aprobaciones de un observador imparcial simpático como patrón de justicia.
Este acuerdo tiene todas las desventajas del principio clásico de utilidad,
al cual es equivalente. Si, no obstante, se concibe a las partes como altruistas
perfectos, esto es, como personas cuyos deseos se adecúan a las aprobaciones
y desaprobaciones de tal observador, entonces el principio clásico sería, por
supuesto, adoptado. Cuanto mayor es el balance neto de felicidad con el
cual simpatizar, mejor satisfará sus deseos un perfecto altruista. Llegamos
así a la conclusión inesperada de que mientras el principio de la utilidad media
es la ética de un individuo racional particular (sin aversión al riesgo) que
trata de maximizar sus propias perspectivas, la doctrina clásica es la ética
del altruista perfecto. ¡En verdad un contraste sorprendente! Contemplando
estos principios desde el punto de vista de la posición original observamos
que descansan en conjuntos diferentes de ideas. No solamente se basan en
supuestos motivacionales contrarios, sino que, además, la noción de asumir
riesgos forma parte de uno, pero no del otro. En la concepción clásica escogemos
como si hubiésemos de vivir a través de las experiencias de cada individuo,
"seriatim", como dice Lewis, sumando luego el resultado final.38 La idea
de correr un riesgo acerca de qué persona irá a ser uno, no se presenta. Por
eso, aunque el concepto de la posición original no tuviese otro objetivo, sería
un instrumento analítico útil. Aun cuando los diversos principios de utilidad
puedan tener parecidas consecuencias prácticas, podemos observar que
estas concepciones se derivan de supuestos marcadamente distintos.
Existe, sin embargo, un rasgo peculiar del altruismo perfecto que merece
ser mencionado. Un altruista perfecto puede colmar sus deseos sólo si algún
otro tiene deseos independientes, o de primer orden. Para ilustrar esto supongamos
que al decidir qué hacer, todos votan en favor de hacer lo que los
demás desean. Obviamente nada se ha resuelto así; de hecho no hay nada
reservado y tan sólo encontramos algunos destellos de la doctrina en The Methods ofEthics. Por
esto, en algún momento, podamos suponer que dice que la noción del bien universal está construido
a partir de los bienes de los diferentes individuos, de la misma forma que el bien (en su
totalidad) de un sólo individuo está construido a partir de los diferentes bienes que se suceden,
unos tras otros, a lo largo de las series temporales de sus estados conscientes (p. 382), Esta interpretación
se confirma por lo que dice más adelante: "Si, entonces, cualquiera —hipotéticamente—
concentra su atención sobre sí mismo y el Bien es natural y casi inevitablemente concebido
como placer, podemos razonablemente concluir que el Bien, para cualquier número de
seres similares y cualesquiera que puedan ser sus mutuas relaciones, no puede, en esencia diferenciarse
mucho cualitativamente" (p. 405). Sidgwick también opina que el axioma de la prudencia
racional no es mucho menos problemático que el de la benevolencia racional. Podemos
también preguntar por qué habríamos de preocuparnos acerca de nuestros sentimientos futuros
lo mismo que acerca de los sentimientos de otras personas (pp. 418 ss.). Presumiblemente
había pensado en la misma contestación para los dos casos: es necesario alcanzar la mayor suma
de satisfacción. Estas observaciones parecen sugerir que el punto de vista es el mismo.
38 Véase The Analysis of Knowledge and Valuation, p. 547.
182 LA TEORÍA
qué decidir. Para que exista un problema de justicia es necesario que al menos
dos personas quieran hacer algo distinto de lo que quieren hacer las demás.
Es entonces imposible suponer que las partes son altruistas perfectos.
Tienen que tener algunos intereses separados que puedan entrar en conflicto.
La justicia como imparcialidad representa este conflicto mediante el
supuesto del desinterés mutuo en la posición original. Aunque pueda resultar
que esto sea una simplificación exagerada, con esta base es posible desarrollar
una concepción razonablemente amplia de la justicia.
Algunos filósofos han aceptado el principio utilitario porque han creído
que la idea del observador simpático imparcial es la interpretación correcta
de la imparcialidad. De hecho, Hume pensó que ofrecía la única perspectiva
desde la cual los juicios morales podían unificarse y hacerse coherentes.
Ahora bien, los juicios morales deberán ser imparciales; no obstante, hay
otra manera de lograrlo. Podemos decir que un juicio imparcial es el formulado
de acuerdo con los principios que serán escogidos en la disposición original.
Una persona imparcial es aquella cuyo carácter y situación le permiten
juzgar de acuerdo con estos principios sin ningún prejuicio. En lugar de
definir la imparcialidad desde el punto de vista de un observador simpático,
definimos la imparcialidad desde el punto de vista de los propios litigantes.
Son ellos los que tienen que escoger de una vez para siempre su concepción
de la justicia en una posición original de igualdad. Tienen que decidir
conforme a qué principios se resolverán sus demandas mutuas, y aquel que
haya de juzgar entre los hombres actúa como su agente. El error de la doctrina
utilitaria es que confunde imparcialidad con impersonalidad.
Las observaciones precedentes nos conducen naturalmente a preguntarnos
qué clase de teoría de la justicia resultaría si se adoptase la idea del observador
simpático pero no se caracterizara a este observador fusionando todos
los deseos en un sistema. La concepción de Hume proporciona un modus
operandi para la benevolencia, pero ¿es ésta la única posibilidad? El amor tiene
claramente entre sus elementos principales el deseo de promover el bien
de otra persona tal como lo exigiría el amor propio racional de esa persona.
Muy a menudo está bastante claro cómo se realizaría este deseo. La dificultad
radica en que el amor de varias personas se vuelve confuso una vez que
sus demandas entran en conflicto. Si rechazamos la doctrina clásica, ¿qué exige
entonces el amor a la humanidad? De nada sirve decir que hemos de
juzgar la situación tal y como lo dicta la benevolencia. Eso presupone que
estaríamos orientados equivocadamente por el interés propio. El problema
radica en otra parte. La benevolencia fracasa en la medida en que sus muchos
amores entran en oposición en las personas que constituyen sus múltiples
objetos.
Podríamos usar aquí la idea de que una persona benevolente ha de guiarse
por los principios que alguien escogería si supiera que ha de dividirse, pe*
LA POSICIÓN ORIGINAL 183
así decirlo, entre los numerosos miembros de la sociedad.39 Esto es, ha de
imaginarse que habrá de dividirse entre una pluralidad de personas cuyas
vidas y experiencias diferirán del modo usual. Las experiencias y los recuerdos
permanecerán como lo propio de cada persona; no habrá fusión de los
deseos y recuerdos en los de una sola persona. Puesto que un individuo particular
se transformará literalmente en muchas personas, no importa adivinar
cuál será; una vez más se plantea el problema de asumir riesgos. Ahora
bien, sabiendo esto (o creyéndolo), ¿qué concepción de justicia escogerá
una persona para una sociedad formada por estos individuos? Ya que suponemos
que esta persona ama a las demás del modo como se ama a sí misma,
quizá los principios que escogería caracterizan los objetivos de la benevolencia.
Dejando a un lado las dificultades de la idea de división que surgiría respecto
a la identidad personal, dos casos parecen evidentes. En primer lugar,
aún no está claro lo que decidiría una persona dado que la situación no
proporciona una respuesta. Pero, en segundo lugar, los dos principios de
justicia parecen ahora una elección relativamente más plausible que la del
principio clásico de utilidad. Este último no es ya una preferencia natural,
lo cual sugiere que la fusión de las personas en una es en verdad lo que está
en la raíz de la tesis clásica. La razón por la cual la situación permanece oscura
es que el amor y la benevolencia son nociones de segundo orden: intentan
promover el bien previamente existente de los individuos amados. Si
las exigencias de estos bienes entran en conflicto, la benevolencia no sabe ya
cómo proceder, al menos en tanto se trate a estos individuos como personas
separadas. Estos sentimientos de orden más elevado no incluyen principios
de lo justo para decidir estos conflictos. Por tanto, un amor a la humanidad
que desee conservar la distinción entre las personas para reconocer como separadas
sus vidas y sus experiencias usará los dos principios de justicia para
determinar sus objetivos, cuando los muchos bienes que desea servir se encuentren
en oposición. Esto es simplemente decir que este amor está guiado
por lo que los individuos mismos acordarían en una situación inicial equitativa
que les proporcionara una representación igual en tanto que personas
morales. Vemos ahora por qué no se ganaría nada atribuyéndole benevolencia
a las partes en la posición original.
Tenemos que distinguir, sin embargo, entre el amor a la humanidad y el
sentido de la justicia. La diferencia no radica en que sean guiados por principios
diferentes, ya que ambos incluyen un deseo de hacer justicia. Por el
contrario, el amor a la humanidad se caracteriza por su mayor intensidad y
Penetración, así como por una mayor prontitud en cumplir todos los debe-
Esta idea se encuentra en Thomas Nagel, The Possibility of Altruism (Oxford, The Clarendon
Press, 1970), pp. 140 ss.
184 LA TEORÍA
res naturales además de los de la justicia, e incluso en ir más allá de sus exigencias.
El amor a la humanidad es más generoso que el sentido de la justicia
e incita a actos de supererogación, algo que no sucede con el sentido de
la justicia. Así, vemos que el supuesto del desinterés mutuo de las partes no
impide una interpretación razonable de la benevolencia y del amor a la humanidad
dentro del marco de la justicia como imparcialidad. El hecho de
que comencemos suponiendo el desinterés mutuo de las partes y sus conflictos
entre deseos de primer orden, nos permite de todos modos construir
una explicación general. Porque una vez que se cuenta con los principios de
lo justo y de la justicia, pueden ser usados para definir las virtudes morales
exactamente como en cualquier otra teoría. Las virtudes son sentimientos,
esto es, familias de disposiciones y tendencias reguladas por un deseo de
orden más elevado, en este caso, un deseo de actuar según los principios
morales correspondientes. Aunque la justicia como imparcialidad se inicia
tomando a las personas en la posición original como individuos, o más exactamente
como líneas continuas de sucesores, esto no es obstáculo para explicar
los sentimientos morales de orden más elevado que sirven para mantener
unida a una comunidad de personas. En la Tercera Parte, volveré a ocuparme
de estos temas.
Con estas observaciones concluye la parte teórica de nuestra discusión.
No intentaré resumir este largo capítulo. Habiendo formulado los argumentos
iniciales a favor de los dos principios de la justicia frente a las dos formas
de la utilidad, es momento de ver cómo se aplican estos principios a las
instituciones y cómo concuerdan con nuestros juicios bien meditados. Sólo de
esta manera podemos saber claramente cuál es su significado y reconocer si
constituyen o no un adelanto sobre otras concepciones.
SEGUNDA PARTE
INSTITUCIONES
IV. IGUALDAD DE LA LIBERTAD
EN LOS tres capítulos de la Segunda Parte mi objetivo será ilustrar el contenido
de los principios de justicia. Para ello describiré una estructura básica
que satisfaga estos principios, examinando los deberes y obligaciones que
surgen de ella. Las principales instituciones de esta estructura son las de una
democracia constitucional. No sostengo que estos acuerdos sean los únicos
justos. Más bien mi intención es mostrar que los principios de justicia, que
hasta ahora han sido discutidos abstrayéndolos de formas institucionales,
definen una concepción política funcional, constituyendo una aproximación
razonable y una ampliación de nuestros juicios meditados. En este capítulo
empezaré por formular una secuencia de cuatro etapas que clarifica cómo se
aplicarán los principios para las instituciones. Se describen brevemente dos
partes de la estructura básica, definiéndose el concepto de libertad. Después
de esto se discuten tres problemas de la igualdad de la libertad: igual libertad
de conciencia, justicia política e iguales derechos políticos e igualdad de
la libertad de la persona y su relación con el Estado de Derecho. Me ocuparé
entonces del significado de la prioridad de la libertad, concluyendo con un
breve análisis de la interpretación kantiana de la posición original.
31. LA SECUENCIA DE CUATRO ETAPAS
Es evidente que algún tipo de marco es necesario para simplificar la aplicación
de los dos principios de justicia. Considérense, por ejemplo, tres tipos
de juicios que tiene que formular un ciudadano. Primero tiene que juzgar la
justicia de la legislación y de las políticas sociales. No obstante, sabe también
que sus opiniones no coincidirán siempre con las de los demás, ya que es
muy probable que los juicios y las creencias de los hombres difieran, especialmente
cuando sus intereses están en juego. Por tanto, en segundo lugar, un
ciudadano tiene que decidir qué disposiciones constitucionales son válidas
para reconciliar las opiniones contrapuestas respecto a la justicia. Podemos
pensar en el sistema político como una máquina que toma decisiones
sociales cuando se le alimenta con los puntos de vista de los representantes y
de sus electores. El ciudadano considerará que algunas maneras de diseñar
esta máquina son más justas que otras. Así, una concepción completa de la
justicia no sólo será capaz de evaluar leyes y programas políticos, sino que
puede también jerarquizar procedimientos para decidir qué opinión ha de
187
188 INSTITUCIONES
ser promulgada como ley. Aún queda un tercer problema. El ciudadano acepta
una cierta constitución como justa y piensa que determinados procedimientos
tradicionales son apropiados, por ejemplo, el de la decisión mayoritaria,
debidamente limitado. Sin embargo, dado que el proceso político
es, en el mejor de los casos, de justicia procesal imperfecta, tiene que averiguar
en qué casos las decisiones mayoritarias habrán de cumplirse y en
cuáles pueden ser rechazadas como no obligatorias. En suma, tendrá que ser
capaz de determinar las bases y los límites del deber y la obligación políticos.
Así pues, una teoría de la justicia tiene que afrontar, al menos, tres tipos
de cuestiones, lo cual indica que puede ser útil considerar que los principios
se aplican en una secuencia de varias etapas.
A esta altura introduzco, pues, una elaboración de la posición original.
Hasta ahora, he supuesto que una vez que se escogen los principios de justicia,
las partes retornan a su posición en la sociedad, juzgando sus demandas
al sistema social mediante estos principios. Sin embargo, si nos imaginamos
que las diversas etapas intermedias tienen lugar en una secuencia definida,
esta secuencia puede proporcionarnos un esquema para sortear las dificultades
a las que tenemos que enfrentarnos. Cada etapa habrá de representar
un punto de vista apropiado para considerar cierto tipo de cuestiones.1 Así,
supongo que, una vez que las partes han adoptado los principios de justicia
en la posición original, procederán a efectuar un congreso constituyente.
Habrán de decidir allí acerca de la justicia de las formas políticas y escoger
una constitución: son los delegados, por así decirlo, ante tal congreso. Habrán
de planear, dentro de los límites de los principios de justicia previamente
seleccionados, un sistema relativo a los poderes constitucionales del gobierno,
así como los derechos fundamentales de los ciudadanos. Es en esta
etapa donde deberán ponderar la justicia de los procedimientos que resolverán
las controversias políticas. Dado que se ha convenido ya en la concepción
de la justicia, el velo de la ignorancia se verá parcialmente levantado.
Los participantes en el congreso no tienen, por supuesto, ninguna información
sobre los individuos en particular: no conocen su propia posición social,
su lugar en cuanto a la distribución de los atributos naturales, ni su concepción
del bien. No obstante, además de entender los principios de la teoría
social, conocen ahora los hechos generales pertinentes acerca de su sociedad,
esto es, sus circunstancias y recursos naturales, su nivel de desarrollo económico
y político, etc. Ya no se encuentran limitados a la información implícita
en las circunstancias de la justicia. Dado su conocimiento teórico y los hechos
generales pertinentes, habrán de escoger la constitución más apropiada,
1 La idea de una secuencia de cuatro etapas está sugerida por la Constitución de los Estados
Unidos y por su historia. Para algunas observaciones de cómo puede ser interpretada y relacionada
esta secuencia con la justicia procesal, véase Social Choice and Individual Valúes, de K. J.
Arrow, 2« ed. (Nueva York, John Wiley and Sons, 1963), pp. 89-91.
IGUALDAD DE LA LIBERTAD 189
la que satisfaga los principios de justicia y sea la mejor para conducir a una
legislación justa y efectiva.2
A esta altura es necesario distinguir dos problemas. Idealmente, una constitución
justa será un procedimiento justo dispuesto de manera que asegure
un resultado justo. El procedimiento sería el proceso político regido por la
constitución, el resultado la legislación promulgada, mientras que los principios
de justicia definirían un criterio independiente, tanto para el procedimiento
como para el resultado. En la prosecución de este ideal de justicia
procesal perfecta (§ 14), el primer problema es idear un procedimiento justo.
Para hacerlo las libertades de una ciudadanía igual tienen que ser incorporadas
y protegidas por la constitución. Estas libertades incluyen la libertad
de conciencia y de pensamiento, la libertad personal y la igualdad de
derechos políticos. El sistema político, que supongo sería alguna forma de democracia
constitucional, no sería un procedimiento justo de no incorporar
estas libertades.
Obviamente, cualquier procedimiento político practicable puede producir
un resultado injusto. De hecho, no existe un esquema de reglas políticas de
procedimiento que garanticen que no se promulgará una legislación injusta.
En el caso de un régimen constitucional, o en cualquier forma de gobierno,
es imposible realizar el ideal de la justicia procesal perfecta. El mejor esquema
alcanzable es de justicia procesal imperfecta. No obstante, algunos
esquemas tienen mayor tendencia que otros a producir leyes injustas. El segundo
problema es, entonces, seleccionar entre las disposiciones procesales
que sean tanto justas como practicables, aquellas que tengan mayores probabilidades
de conducir a un orden jurídico justo y efectivo. Este es, otra vez,
el problema de Bentham de la identificación artificial de intereses, sólo que
aquí las reglas (procedimiento justo) están dispuestas de modo que produzcan
una legislación (resultado justo) que esté más de acuerdo con los principios
de justicia que con el principio de utilidad. Resolver este problema
de manera inteligente exige un conocimiento de las creencias e intereses dominantes
en los miembros de este sistema, así como de las tácticas políticas
que, dadas las circunstancias, considerarán racionales. Se supone que los
2 Es importante distinguir la secuencia de las cuatro etapas y su concepción de una convención
constitucional del tipo de elección constitucional que puede encontrarse en teoría social y
ejemplificada por J. M. Buchanan y Gordon Tullock, en The Calculus ofConsent (Ann Arbor, University
of Michigan Press, 1963). La idea de una secuencia de cuatro etapas forma parte de una
teoría moral y no pertenece a la descripción del funcionamiento de las constituciones reales,
excepto en lo que los agentes políticos pudieran estar influidos por esta concepción de la justicia.
En la doctrina del contrato, los principios de la justicia han sido ya acordados y nuestro
problema estriba en formular un esquema que nos ayude a aplicarlos. El objetivo es caracterizar
una constitución justa y no adivinar el tipo de constitución que pudiera ser adoptado o
acordado, basándose en suposiciones sobre la vida política, más o menos realistas (aunque
simplificadas) y, mucho menos, basadas en suposiciones individuales del tipo característico de
la teoría económica.
190 INSTITUCIONES
diputados conocen estas cosas. Dado que carecen de información sobre los
individuos en particular, incluidos ellos mismos, la idea de la posición original
no se ve afectada.
Al proyectar una constitución justa supongo que los dos principios de
justicia previamente escogidos definen un patrón independiente para juzgar
el resultado deseado. Si no hubiera tal patrón, el problema del proyecto constitucional
estaría mal planteado, ya que esta decisión se toma revisando las
constituciones justas practicables (enumerándolas, digamos, con base en la
teoría social), buscando aquella que en las circunstancias actuales se traduzca
con mayor probabilidad en un orden social justo y efectivo. Ahora bien, en
este momento llegamos a la etapa legislativa, que es la siguiente en la secuencia.
La justicia de las leyes y los programas políticos habrán de evaluarse desde
este punto de vista. Los proyectos de ley se juzgarán desde la posición de
un legislador representativo, el cual, como siempre, no sabrá nada respecto
a su persona en particular. Las leyes no sólo tendrán que satisfacer los principios
de la justicia, sino también todos los límites establecidos en la constitución.
Yendo una y otra vez de la etapa del congreso constitucional a la de la
legislatura, y viceversa, se encontrará la mejor constitución.
Ahora bien, respecto a la cuestión de si la legislación es justa o injusta, especialmente
en relación con las políticas económicas y sociales, se encuentra
normalmente que existe una diferencia razonable de opiniones. En estos
casos nuestro juicio depende con frecuencia de doctrinas especulativas políticas
y económicas y, en general, de la teoría social. A menudo lo más que
podemos decir de una ley o una política es que no es abiertamente injusta.
La aplicación del principio de diferencia de una manera precisa, requiere
normalmente más información que la que podemos esperar tener y, en todo
caso, más que la que exige la aplicación del primer principio. Con frecuencia
es clara y evidente la violación de la igualdad de las libertades. Estas violaciones
no sólo son injustas, sino que claramente puede verse que lo son:
la injusticia se manifiesta en la estructura pública de las instituciones. Sin
embargo, este estado de cosas es comparativamente raro cuando se trata de
políticas sociales y económicas reguladas por el principio de diferencia.
Me imagino, entonces, una división del trabajo en etapas, en las que cada
una trata diferentes cuestiones de justicia social. Esta división corresponde,
aproximadamente, a las dos partes de la estructura básica. El primer principio
de la igualdad de la libertad es el primer paso para el congreso constituyente.
Sus principales exigencias consisten en que las libertades fundamentales de
la persona y las libertades de conciencia y pensamiento estén protegidas y
que el proceso político como un todo, sea un procedimiento justo. Así, la
constitución establece un status general de igualdad ciudadana y realiza la justicia
política. El segundo principio interviene en la etapa legislativa. Prescribe
que las políticas sociales y económicas tengan como objetivo la maximiIGUALDAD
DE LA LIBERTAD 191
zación de las expectativas a largo plazo de los menos aventajados, en las condiciones
de una igualdad equitativa de oportunidades, en la cual se mantengan
las mismas libertades para todos. A esta altura empieza a funcionar
todo el ámbito de hechos generales sociales y económicos. La segunda parte
de la estructura básica contiene las distinciones y jerarquías de las formas
políticas, económicas y sociales que son necesarias para una cooperación social
mutuamente beneficiosa y eficaz. Así, la prioridad del primer principio
de justicia frente al segundo se refleja en la prioridad del congreso constituyente
frente a la etapa legislativa.
La última etapa es la de la aplicación de las reglas a casos particulares, hecha
por los jueces y administradores, y la obediencia de las reglas por los ciudadanos
en general. En esta etapa todos tienen ya acceso completo a todos
los hechos. No hay ya ningún límite al conocimiento, puesto que se ha adoptado
todo el sistema de reglas, aplicándose a las personas en virtud de sus
características y circunstancias. Sin embargo, no será desde este punto de vista
desde el que decidiremos las bases y los límites del deber y la obligación
políticos. Este tercer tipo de problema pertenece a la teoría de la obediencia
parcial, y sus principios se discuten desde el punto de vista de la posición
original después de que se han escogido los de la teoría ideal (§ 39). Una vez
que éstos están a la mano, podemos contemplar nuestra situación particular
desde el punto de vista de la última etapa, como, por ejemplo, en los casos
de desobediencia civil y de los objetores de conciencia (§§ 57-59).
La disponibilidad del conocimiento en la secuencia de cuatro etapas es
aproximadamente como sigue. Distinguimos entre tres tipos de hechos: los
primeros principios de la teoría social (y otras teorías en el caso en que sean
pertinentes) y sus consecuencias; hechos generales acerca de la sociedad, tales
como su tamaño y su nivel de desarrollo económico, su estructura constitucional
y su medio natural, etc.; y, por último, hechos particulares acerca
de los individuos, tales como su posición social, cualidades naturales e intereses
peculiares. En la posición original los únicos hechos particulares conocidos
por las partes son aquellos que pueden inferirse a partir de las circunstancias
de la justicia. Aun cuando conocen los primeros principios de la teoría
social, el curso de la historia les está cerrado; no tienen información acerca
de la frecuencia con que la sociedad ha tomado ésta o aquella forma, o de
qué tipos de sociedades existen en el momento. En las siguientes etapas, sin
embargo, están a su disposición los hechos generales acerca de su sociedad,
aun cuando no los particulares de su propia condición. Dado que se han escogido
ya los principios de justicia, pueden relajarse las limitaciones al
conocimiento. El caudal de información está determinado en cada etapa por
lo que se requiera para aplicar inteligentemente estos principios al tipo de
problema de justicia que se presente, eliminando al mismo tiempo cualquier
conocimiento que pueda dar lugar a prejuicios y distorsiones que conduz192
INSTITUCIONES
can a los hombres a luchar entre sí. La noción de aplicación racional e imparcial
de los principios define el tipo de conocimiento admisible. En la última
etapa es obvio que no habrá razones para ninguna forma de velo de ignorancia,
levantándose todas las restricciones.
Es esencial tener presente que la secuencia de cuatro etapas es un recurso
para aplicar los principios de justicia. Es una parte de la teoría de la justicia
como imparcialidad y no una explicación de cómo funcionan de hecho los congresos
constituyentes y las legislaturas. Establece una serie de puntos de
vista desde los que han de resolverse los diferentes problemas de justicia, heredando
cada punto de vista las restricciones adoptadas en la etapa precedente.
Así, una constitución justa es aquella que sería adoptada para su sociedad
por delegados racionales sometidos a las restricciones de la segunda
etapa. Igualmente, las leyes y los programas políticos serán justos cuando
se promulguen en la etapa legislativa. Por supuesto que esta prueba es, a menudo,
equívoca: no siempre está claro cuál, entre varias constituciones o sistemas
económicos y sociales, habrá de escogerse. Pero, en esos casos, la justicia
estará igualmente indeterminada en ese punto. Todas las instituciones
que están dentro del ámbito permitido son igualmente justas, lo que signifi-^
ca que pueden ser escogidas; son compatibles con todas las restricciones de la
teoría. Así pues, respecto a muchas cuestiones de política social y económica,
tenemos que recaer en una noción de justicia procesal casi pura: las leyes
y los programas políticos son justos en la medida en que estén dentro del
ámbito consentido, y que el legislativo, siguiendo las formas autorizadas por
una .constitución justa, las haya promulgado de hecho. Esta indeterminación
en la teoría de la justicia no es en sí misma un defecto. Es lo que deberíamos
esperar. La justicia como imparcialidad constituirá una teoría valiosa si define
el ámbito de la justicia en una mayor conformidad con nuestros juicios
meditados que la que ofrecen las teorías existentes, y si destaca con mayor
agudeza los gravísimos males que una sociedad debe evitar.
32. EL CONCEPTO DE LIBERTAD
Al discutir la aplicación del primer principio de justicia trataré de evitar la
disputa acerca del significado de la libertad que tan a menudo ha plagado
este tema. Dejaré de lado la controversia entre los partidarios de la libertad
positiva y de la negativa, acerca de cómo debe definirse la libertad. Creo que,
en su mayor parte, este debate no se ocupa para nada de definiciones, sino
más bien de los valores relativos de las diversas libertades cuando entran en
conflicto. Así, estaríamos tentados a sostener, como lo hizo Constant, que la
llamada libertad de los modernos es de mayor valor que la libertad de los antiguos.
Aunque ambas clases de libertad están hondamente arraigadas en las
IGUALDAD DE LA LIBERTAD 193
aspiraciones humanas, la libertad de pensamiento y de conciencia, las libertades
personales y las civiles no deben ser sacrificadas en aras de la libertad
política, de la libertad a participar igualmente en los asuntos políticos.3 Ésta
es, claramente, una cuestión de filosofía política sustantiva, y su solución requiere
una teoría de lo correcto y de lo justo. Los problemas acerca de la definición
podrán tener, en el mayor de los casos, un papel subordinado.
Por tanto, supondré simplemente que cualquier libertad puede ser explicada
con referencia a tres cosas: los agentes que son libres, las restricciones
o límites de los que están libres y aquellos que tienen libertad de hacer o no hacer.
Las explicaciones completas de la libertad proporcionan la información
pertinente acerca de estas tres cosas.4 Muy a menudo ciertas cuestiones son
ciaras a partir del contexto y no es necesaria una explicación completa. La
descripción general de la libertad tiene, entonces, la siguiente forma: esta o
aquella persona (o personas) está libre (o no está libre) de esta o aquella restricción
(o conjunto de restricciones) para hacer (o no hacer) tal y cual cosa.
Las asociaciones, al igual que las personas naturales, pueden ser libres o no,
y las restricciones pueden ir desde deberes y prohibiciones establecidas por
el derecho hasta influencias coercitivas que surgen de la opinión pública y
de presiones sociales. La mayoría de las veces discutiré la libertad en relación
con las restricciones constitucionales y jurídicas. En estos casos la libertad
consiste en una determinada estructura de instituciones, un sistema
de reglas públicas que definen derechos y deberes. Colocadas en este ámbito,
las personas se encuentran en libertad de hacer algo cuando están libres
de ciertas restricciones para hacerlo o no hacerlo y cuando su hacerlo o no,
está protegido frente a la interferencia de otras personas. Si, por ejemplo,
consideramos la libertad de conciencia definida por el derecho, entonces los
individuos tienen esta libertad básica cuando están en libertad de promover
sus intereses morales, filosóficos o religiosos, sin que existan restricciones legales
que les exijan participar o no, en cualquier forma de prácticas religiosas
o de otro tipo, y cuando los demás tienen un deber jurídico de no interferir.
Una libertad básica está caracterizada mediante una estructura muy
complicada de derechos y deberes. No sólo tiene que estar permitido que
los individuos hagan algo o no lo hagan, sino que el gobierno y las demás
personas tienen que tener el deber jurídico de no obstaculizar. No voy a ex-
3 Véase el ensayo de Constant, Ancient and Modern Liberty (1819). Sus ideas a este propósito
son discutidas por Guido de Ruggiero, The History of European Liberalism, trad. de R. C. Col-
Ungwood (Oxford, The Clarendon Press, 1927), pp. 159-164, 167-169. Para una exposición general,
véase Isaiah Berlin: Four Essays on Liberty (Londres, Oxford University Press, 1969), esp.
el tercer ensayo y pp. XXXVII-LXIII de la introdución; y también G. G. MacCallum, "Negative and
Positive Freedom", Philosophical Review, vol. 76 (1976).
4 Aquí sigo a MacCallum en "Negative and Positive Freedom". Véase, más adelante, Félix
Oppenheim, Dimensions of Freedom (Nueva York, St. Martin Press, 1961), y en esp. pp. 109-118,
132-134, donde se encuentra una triple definición de la noción de libertad social.
194 INSTITUCIONES
poner estos derechos y deberes en detalle, pero supondré que para nuestros
propósitos entendemos su naturaleza suficientemente bien.
Haré aquí sólo unas breves aclaraciones. En primer lugar hay que tener
presente que las libertades básicas habrán de ser evaluadas como un todo,
como un sistema único. Normalmente, el valor de cada una de estas libertades
depende de la especificación de las otras. En segundo lugar, supongo que
en condiciones razonablemente favorables habrá siempre un modo tal de
definir estas libertades que asegure simultáneamente las aplicaciones centrales
de cada una, protegiendo los intereses más fundamentales. O, al menos,
que esto sea posible en un tiempo previsible, siempre y cuando se observen
fielmente los dos principios y las prioridades asociadas con ellos. Finalmente,
dada tal especificación de las libertades básicas, se supone que en su mayor
parte estará claro si una institución o una ley restringe realmente una libertad
básica o meramente la regula. Por ejemplo, ciertas reglas de procedimiento
son necesarias para regular una discusión. Si no se aceptan procedimientos
razonables para inquirir y debatir, la libertad de expresión pierde
su valor. Por otra parte, una prohibición en contra de tener o sostener determinadas
creencias religiosas, morales o políticas, es una restricción a la libertad
y debe juzgársele como tal.5 Por tanto, como delegados ante un congreso
constituyente, o como miembros del legislativo, los participantes tienen
que decidir cómo habrán de ser especificadas las diversas libertades de manera
que produzcan el mejor sistema total de libertad. Tendrán que advertir
la distinción entre regulación y restricción, aunque en muchos puntos tendrán
que sopesar entre dos libertades básicas, por ejemplo, entre la libertad
de expresión y el derecho a un juicio equitativo. El mejor sistema de libertades
depende de la totalidad de limitaciones a que se le sujete.
Por tanto, si bien las libertades iguales para todos pueden restringirse, estos
límites están sujetos a determinados criterios expresados por el significado
de libertad igual y el orden lexicográfico de los dos principios de la
justicia. A primera vista existen dos modos de violar el primer principio. La
libertad es desigual, tanto cuando una clase de personas tiene mayor libertad
que otra, como cuando la libertad es menos extensa de lo que debería
ser. Ahora bien, todas las libertades ciudadanas tienen que ser idénticas para
cada miembro de la sociedad. No obstante, algunas de las libertades equitativas
pueden ser más extensas que otras, suponiendo que se puedan comparar
sus extensiones. De manera más realista, si se supone que cada libertad
puede ser medida al menos en su propia escala, entonces las diversas
libertades podrían ampliarse o restringirse de acuerdo con la forma en que
se afecten mutuamente. Una libertad básica cubierta por el primer principio
5 Véase Alexander Meiklejohn, Free Speech and Hs Relation ta Self-Government (Nueva York,
Harper and Brothers, 1948), cap. I, sec. 6.
IGUALDAD DE LA LIBERTAD 195
sólo puede ser limitada en favor de la libertad misma, esto es, sólo para asegurar
que la misma libertad, u otra libertad básica diferente, sea debidamente
protegida, y para ajusfar el sistema de libertades de la mejor manera. El
ajuste del esquema total de la libertad depende únicamente de la definición
y extensión de las libertades particulares. Por supuesto que este esquema
habrá de ser evaluado desde el punto de vista del ciudadano común representativo.
Desde el punto de vista del congreso constituyente o de la etapa legislativa
(según se trate) hemos de reflexionar acerca de qué sistema preferiría
racionalmente.
Un comentario final. En ocasiones se estimará como una de las restricciones
definitorias de la libertad a la incapacidad de aprovecharse de los propios
derechos u oportunidades como resultado de la pobreza y la ignorancia
y, en general, de la carencia de medios. Sin embargo, mantendré que estas
cosas afectan el valor de la libertad, el valor que tienen para los individuos
los derechos definidos por el primer principio. Entendido así, y suponiendo
que el sistema total de libertades básicas está configurado del modo que acabamos
de explicar, podemos advertir que la estructura básica bipartita permite
una reconciliación de la libertad y la igualdad. Así, la libertad y el valor
de la libertad se caracterizan como sigue: la libertad está representada
mediante el sistema completo de las libertades de la igualdad ciudadana,
mientras que el valor de la libertad para las personas y los grupos depende
de su capacidad para promover sus fines dentro del marco definido por el
sistema. La libertad en tanto libertad equitativa es la misma para todos; no
se presenta la cuestión de compensar por tener menos. Sin embargo, el valor
de la libertad no es el mismo para todos. Algunos tienen más autoridad
y más riqueza, y por tanto más medios para alcanzar sus objetivos. No obstante,
el menor valor de la libertad está compensado, ya que la capacidad
que tienen los miembros menos afortunados de la sociedad para alcanzar sus
objetivos sería aún menor si no aceptasen las desigualdades inexistentes en
todos los casos en que se satisface el principio de diferencia. No obstante,
compensar por el menor valor de la libertad no ha de confundirse con compensar
una libertad desigual. Tomando conjuntamente los dos principios, la
estructura básica habrá de configurarse de modo que maximice, para los
menos aventajados, el valor que tiene el esquema total de libertad equitativa
compartida por todos. Esto define el objetivo de la justicia social.
Estas observaciones acerca del concepto de libertad son desgraciadamente
abstractas. A este nivel no tendría objeto clasificar sistemáticamente las
diversas libertades. En su lugar, supondré que tenemos una idea lo bastante
clara de las distinciones entre ellas, y que, mientras se vayan analizando
diversos ejemplos, estas cuestiones se aclararán gradualmente. En las siguientes
secciones discuto el primer principio de la justicia en conexión con
la libertad de conciencia y la libertad de pensamiento, la libertad política y
196 INSTITUCIONES
la libertad personal en tanto que protegidas por el Estado de Derecho. Estas
aplicaciones brindan una oportunidad para clarificar el significado de las libertades
iguales y para presentar ulteriores fundamentos para el primer
principio. Más aún, cada ejemplo ilustra el uso de los criterios para limitar y
ajusfar las diversas libertades y de este modo ejemplifica el significado de la
prioridad de la libertad. Es necesario, sin embargo, subrayar que el análisis
de las libertades básicas no se ofrece como un criterio preciso que determine
cuándo estamos justificados para restringir una libertad, sea básica o no.
No hay manera de evitar algún apoyo por parte de nuestro sentido de la ponderación
y de nuestro buen juicio. Como siempre, el objetivo es formular
una concepción de la justicia que por más que se apoye en nuestras capacidades
intuitivas, ayude a que converjan nuestros juicios meditados de justicia
(§ 8). Las diversas reglas de prioridad han de promover este fin particularizando
ciertos rasgos estructurales fundamentales de nuestro punto de vista
moral.
33. IGUAL LIBERTAD DE CONCIENCIA
En el capítulo anterior hice notar que uno de los rasgos atractivos de los principios
de justicia es que garantizan una protección segura de las libertades
equitativas. En las siguientes secciones deseo examinar con más detalle el argumento
en favor del primer principio considerando los fundamentos para la
libertad de conciencia.6 Mientras que hasta ahora hemos supuesto que las partes
representan líneas continuas de demandas y se preocupan por sus descendientes
inmediatos, esta característica no ha sido subrayada. Tampoco he
recalcado que las partes necesitan suponer que tienen intereses morales, religiosos
o filosóficos, los cuales no pueden poner en peligro a menos que no
haya otra alternativa. Podría decirse que consideran que tienen obligaciones
morales o religiosas para cuyo cumplimiento tienen que mantenerse libres.
Por supuesto, desde el punto de vista de la justicia como imparcialidad, es-
6 El concepto de derechos iguales es, naturalmente, muy conocida de una u otra forma y
aparece en muchos análisis de la justicia incluso cuando los escritores difieren enormemente
en los temas a tratar. Por ello, si el principio de un derecho equitativo a la libertad es comúnmente
asociado con Kant —The Metaphysical Elements of Justice, trad. por John Ladd (Nueva
York, The Library of Liberal Arts, 1965), pp. 43-45— puede proclamarse que también puede
hallarse en On Liberty, de J. S. Mili y en otros muchos de sus escritos y en los de otros muchos
liberales. H. L. A. Hart ha sostenido algo parecido en "Are There Any Natural Rights?" Phylosophical
Review, vol. 64 (1955); y también Richard Wollheim en el simposio "Equality", Proceedings
ofthe Aristotelian Society, vol. 56 (1955-1956). El principio de la libertad equitativa en el sentido
en que lo utilizaré, puede adquirir, sin embargo, rasgos especiales por influencia de la teoría
de la que forma parte. En particular, prescribe una cierta estructura de instituciones de las cuales
partir, pero tan sólo en la medida en que lo permitan las reglas prioritarias (§ 39). Se halla
muy alejado de un principio de consideración equitativa, dado que la idea intuitiva es la de generalizar
el principio de tolerancia religiosa hacia una forma social, llegando así a una libertad
equitativa en las instituciones públicas.
IGUALDAD DE LA LIBERTAD 197
tas obligaciones son autoimpuestas; no son vínculos establecidos mediante
esta concepción de la justicia. La cuestión es, antes bien, que las personas en
la posición original no han de verse a sí mismas como individuos particulares
aislados. Por el contrario, suponen tener intereses que necesitan proteger
lo mejor posible y que tienen vínculos con determinados miembros de la próxima
generación, quienes harán también demandas parecidas. Una vez que
las partes consideren estas cuestiones, la defensa de los principios de la justicia
se verá muy fortalecida, tal como trataré de mostrarlo ahora.
La cuestión de la igual libertad de conciencia está resuelta. Es uno de los
puntos específicos de nuestros juicios meditados acerca de la justicia. Pero,
precisamente por este hecho, ilustra la naturaleza del argumento en favor del
principio de libertad equitativa. El razonamiento en este caso puede ser generalizado
para aplicarse a otras libertades, aunque no siempre con la misma
fuerza. Volviendo, pues, a la libertad de conciencia, parece evidente que
las partes tienen que escoger principios que aseguren la integridad de su libertad
religiosa y moral. No saben, por supuesto, cuáles son sus convicciones
religiosas o morales, o cuál es el contenido específico de sus obligaciones
morales o religiosas tal y como las interpretan. De hecho, ni siquiera saben
que se consideran a sí mismas portadoras de tales obligaciones. La posibilidad
de que lo hagan basta para el argumento, aun cuando haré hincapié en
este aspecto. Por lo demás, las partes no saben qué suerte correrán sus convicciones
morales o religiosas en su sociedad, si, por ejemplo, serán mayoritarias
o minoritarias. Todo lo que saben es que tienen obligaciones que interpretan
de esta manera. La cuestión que habrán de decidir es qué principio
deberán adoptar para regular las libertades de los ciudadanos en relación
con sus intereses fundamentales religiosos, morales y filosóficos.
Ahora parece que la igualdad en la libertad de conciencia es el único principio
que pueden reconocer las personas en la posición original. No pueden
arriesgar su libertad permitiendo que la doctrina moral o religiosa dominante
persiga o suprima otras cuando lo desee. Aun garantizando (lo que
es discutible) que lo más probable es que resulte que se pertenecerá a la mayoría
(si es que existe una mayoría), arriesgarlo de esta manera mostraría
que no toman sus convicciones morales o religiosas en serio, ni tienen en alta
estima la libertad de examinar sus creencias. Por otra parte, las partes tampoco
podrían aceptar el principio de utilidad. En este caso su libertad se vería
sujeta al cálculo de los intereses sociales, autorizando su restricción si con
eso se obtuviera un mayor balance neto de satisfacción. Por supuesto, como
hemos visto, un utilitario puede tratar de argumentar, a partir de los hechos
generales de la vida social, que cuando estos cálculos de ventajas se hacen correctamente,
no justifican jamás tales limitaciones, al menos en condiciones
de cultura razonablemente favorables. Pero incluso si las partes quedaran
convencidas de esto, asimismo podrían garantizar su libertad directamente
198 INSTITUCIONES
adoptando el .principio de la igualdad de la libertad. Nada se gana no haciéndolo,
y en la medida en que el resultado de los cálculos actuariales no
es claro, es mucho lo que se puede perder. En verdad, si hacemos una interpretación
realista del conocimiento general de que pueden disponer las
partes (véase el final del § 26), se verán forzadas a rechazar el principio utilitarista.
Estas consideraciones tienen aún mayor fuerza en vista de la complejidad
y vaguedad que tales cálculos (si es que podemos describirlos así)
tendrían al llevarlos a la práctica.
Más aún, es definitivo el acuerdo inicial sobre el principio de la igualdad
de la libertad. Un individuo que reconoce las obligaciones morales y religiosas
las considera absolutamente obligatorias en el sentido de que no puede
hacer depender su cumplimiento de la medida en que aumenten los medios
para promover sus otros intereses. Mayores beneficios económicos y sociales
no son razón suficiente para aceptar una libertad menor que una libertad
equitativa. Sólo parece posible aceptar una libertad desigual si existe una
amenaza coactiva que es insensato resistir desde el punto de vista mismo
de la libertad. Por ejemplo, la situación puede ser tal que se tolere la opinión
religiosa o moral de una persona con tal de que no proteste, mientras que reclamar
una libertad igual traería como consecuencia una mayor represión de
la que se puede resistir. Sin embargo, desde la perspectiva de la posición
original, no hay manera de averiguar el valor relativo de las diversas doctrinas
y por tanto no surgen estas consideraciones. El velo de la ignorancia
conduce a un acuerdo sobre el principio de la libertad equitativa; y la fuerza
de las, obligaciones religiosas y morales tal y como las interpreten los hombres
parece exigir que los dos principios sean puestos en orden lexicográfico,
al menos cuando se aplican a la libertad de conciencia.
En contra del principio de la libertad equitativa es posible decir que las
sectas religiosas, por ejemplo, no pueden reconocer ningún principio que
limite sus pretensiones, ya que si los deberes frente a las leyes divinas y religiosas
son absolutos, no es permisible, desde un punto de vista religioso,
ningún entendimiento entre personas que no profesan la misma fe. Ciertamente,
los hombres han actuado a menudo como si sostuvieran esta doctrina.
Sin embargo, no es necesario argumentar en su contra. Basta aceptar que
si hay algún principio sobre el que se pueda convenir, tiene que ser el de la
libertad equitativa. Una persona puede ciertamente pensar que los demás
deben reconocer las mismas creencias y los mismos primeros principios que
ella, y que el no hacerlo los coloca en un grave error y los hace perder su
salvación. Pero la comprensión de las obligaciones religiosas y de los primeros
principios filosóficos y morales muestra que no podemos esperar que
los demás acepten una libertad inferior. Mucho menos podemos pedirles
que nos reconozcan como los intérpretes de sus deberes religiosos o de sus
obligaciones morales.
IGUALDAD DE LA LIBERTAD 199
Debemos percatarnos ahora de que estas razones a favor del primer principio
reciben apoyo adicional una vez que se toma en cuenta la preocupación
de las partes por la próxima generación. Puesto que tienen un deseo de
obtener libertades similares para sus descendientes, y dado que estas libertades
también están aseguradas mediante el principio de la libertad equitativa,
no hay un conflicto de intereses entre las generaciones. Más aún, la
siguiente generación podría objetar la elección de este principio sólo si las
perspectivas ofrecidas por otra concepción, digamos la de la utilidad o la de
la perfección, fuesen tan atractivas que las personas en la posición original
no debieran haber considerado debidamente a sus descendientes al rechazarlas.
Podemos expresar esto haciendo notar que si, por ejemplo, un padre
declarase que él sí aceptaría el principio de la libertad equitativa, el hijo no
podría objetar que al hacerlo él (el padre), estarían descuidando sus intereses
(del hijo). Las ventajas de los otros principios no son tan grandes y de hecho
parecen inciertas. El padre podría replicar que cuando la elección de principios
afecta la libertad de otros, la decisión tiene, si es posible, que parecerles
razonable y responsable una vez que crezcan. Aquellos que se preocupan
de otros tienen que elegir por ellos a la luz de lo que querrán sin pensar en
otras cosas que desearán cuando alcancen la madurez. Por tanto, siguiendo
el análisis de los bienes primarios, las partes suponen que sus descendientes
querrán tener protegida su libertad.
En este punto afrontamos el principio del paternalismo que ha de guiar
las decisiones tomadas en nombre de otros (§ 39). Necesitamos escoger por
otros teniendo una razón para creer que así escogerían ellos mismos si tuviesen
uso de razón y pudiesen decidir racionalmente. Los patronos, tutores
y benefactores han de actuar de esta manera, pero como ellos normalmente
conocen la situación e intereses de sus pupilos y beneficiarios, pueden entonces
hacer evaluaciones precisas de lo que quieren o de lo que querrán. Sin
embargo, las personas en la posición original no saben más acerca de sus
descendientes de lo que saben sobre sí mismas, y por tanto en este caso tienen
que confiar también en la teoría de los bienes primarios. Por eso el padre
puede decir que sería irresponsable si no garantizase los derechos de sus descendientes
adoptando el principio de la igualdad de la libertad. Desde la
perspectiva de la posición original, tiene que suponer que reconocerán que
lo hizo por su bien.
He tratado de mostrar, tomando la libertad de conciencia como ejemplo,
de qué manera la justicia como imparcialidad proporciona fuertes argumentos
en pro de la igualdad de la libertad. Creo que el mismo tipo de razonamiento
se aplica en otros casos, aunque no siempre es tan convincente. No
niego, sin embargo, que desde otros puntos de vista se puedan dar argumentos
persuasivos en favor de la libertad. El principio de la utilidad, tal como lo
entendía Mili, apoya a menudo la libertad. Mili define el concepto de valor
200 INSTITUCIONES
con referencia a los intereses del hombre en tanto un ser que progresa. Con
esta idea se refiere a los intereses y actividades que tendrían los hombres en
condiciones que favorecieran la libertad de elección. Adopta, en efecto, un criterio
decisorio para valorar: una actividad es mejor que otra si es preferida
por aquellos que son capaces de ambas y que han experimentado cada una
de ellas en condiciones de libertad.7
Aplicando este principio, Mili aduce esencialmente tres razones en pro
de las instituciones libres. En primer lugar, son necesarias para desarrollar las
facultades y poderes de los seres humanos, para producir naturalezas fuertes
y vigorosas. A menos que las facultades de los seres humanos sean cultivadas
intensamente y se activen sus naturalezas, no podrán practicar las
valiosas actividades de que son capaces. En segundo lugar, las instituciones libres
y las experiencias que permiten son necesarias, al menos en cierta medida,
si es que las preferencias humanas entre actividades diferentes han de
ser racionales e informadas. Los seres humanos no tienen otra manera de saber
qué cosas pueden hacer y cuáles son las que brindan mayores recompensas.
Así, si la prosecución del valor, calculado por los intereses progresivos
de la humanidad, ha de ser racional, esto es, guiado por un conocimiento
de las facultades humanas y de las preferencias correctamente formadas,
ciertas libertades son indispensables. De otra manera se haría a ciegas el intento
de la sociedad por seguir el principio de la utilidad. Probablemente la
supresión de la libertad será siempre irracional. Incluso si se conocieran las
facultades generales de la humanidad (lo que no es el caso), cada persona
tendría, sin embargo, que encontrarse a sí misma, y para ello la libertad es un
requisito previo. Por último, Mili cree que los seres humanos prefieren vivir
con instituciones de libertad. La experiencia histórica muestra que los hombres
desean ser libres dondequiera, que no se han resignado a la apatía y a
la desesperación; y que aquellos que han sido libres no desean nunca abdicar
de su libertad. Aun cuando los hombres pudieran quejarse de las cargas
de la libertad y la cultura, tienen un deseo sobrepujante de determinar cómo
habrán de vivir y de resolver sus propios asuntos. Por eso, según el criterio
decisorio de Mili, las instituciones libres tienen un valor por sí mismas
como aspectos básicos de formas de vida preferidas racionalmente.8
7 La definición de Mili en cuanto a la utilidad, como basada en los intereses permanentes del
hombre como ser progresivo, se halla en On Liberty, cap. i, párr. 11. Originalmente, leí el pasaje
como "los intereses permanentes de un hombre", repetido después en un cierto número de ediciones.
Le estoy agradecido a David Spitz por decirme que lo que seguramente había escrito Mili
era "hombre" y no "un hombre", por lo que esta última variante, que partía de una muy antigua
edición barata, pueda ser el resultado de un error de imprenta. He revisado el texto en consecuencia.
En cuanto al criterio de elección de valor, véase Utilitarism, cap. II, párr. 2-10. He oído
esta interpretación en boca de G. A. Paul (1953) y le estoy muy agradecido por sus observaciones.
8 Estos tres fundamentos están on On Liberty, cap. til. No deben confundirse con las razones
que Mili expone en otros textos, por ejemplo, en el cap. n que recomienda los efectos benéficos
de las instituciones libres.
IGUALDAD DE LA LIBERTAD 201
Éstos son, ciertamente, argumentos poderosos y en todo caso pueden justificar
en algunas circunstancias muchas, si no todas, las libertades equitativas.
Aseguran claramente que en condiciones favorables un grado considerable
de libertad es una condición previa de la búsqueda racional del
valor. Sin embargo, incluso las afirmaciones de Mili, por más convincentes
que sean, no parecen justificar una libertad equitativa para todos. De todos
modos necesitamos algunos argumentos análogos a los supuestos utilitaristas.
Tenemos que suponer una cierta semejanza entre los individuos, digamos
su misma capacidad para las actividades e intereses de los hombres en
tanto seres progresivos, y además, un principio de la disminución marginal
del valor de los derechos fundamentales cuando son asignados a las personas.
Sin estos supuestos el progreso de los fines humanos puede ser compatible
con la opresión de algunas personas, o al menos con una libertad restringida.
Siempre que una sociedad se proponga maximizar la suma del
valor intrínseco o el balance neto de la satisfacción de intereses, es probable
que advierta que la negación de la libertad para algunos está justificada por
este fin particular. Las libertades de igual ciudadanía están en peligro cuando
se fundan en principios teleológicos. El argumento en su favor descansa
en cálculos precarios así como en premisas controvertidas e inciertas.
Más aún, nada se gana diciendo que todas las personas tienen el mismo
valor intrínseco, a menos que esto sea simplemente un modo de usar los supuestos
citados como si fueran parte del principio de utilidad. Esto significa
que se aplica este principio como si tales supuestos fueran verdaderos. Hacerlo
así tiene ciertamente el mérito de reconocer que tenemos más confianza
en el principio de igualdad de la libertad que en la verdad de las premisas
a partir de las cuales lo derivaría un utilitarista o un perfeccionista. La
razón para tener esta confianza, según la tesis contractual, es que las libertades
equitativas tienen un fundamento diferente. No son un medio para maximizar
la suma del valor intrínseco o para obtener el mayor equilibrio neto
de satisfacciones. No tiene cabida la noción de maximizar una suma de valor
ajusfando los derechos de los individuos. Por el contrario, estos derechos
son asignados para satisfacer los principios de cooperación que reconocerían
los ciudadanos al quedar debidamente representados como personas morales.
La concepción definida por estos principios no es la de maximizar nada,
excepto en el vacuo sentido de satisfacer al máximo las exigencias de la justicia,
teniéndolo todo en cuenta.
3 4 . LA TOLERANCIA Y EL INTERÉS COMÚN
La justicia como imparcialidad, tal y como acabamos de verlo, proporciona
vigorosos argumentos a favor de una igual libertad de conciencia. Supondré
202 INSTITUCIONES
que estos argumentos pueden ser generalizados apropiadamente para apoyar
el principio de igualdad de la libertad. Por tanto, las partes tienen buenas
razones para adoptarlo. Es obvio que estas consideraciones son importantes
también para la defensa de la prioridad de la libertad. Desde la perspectiva
del congreso constituyente estos argumentos conducen a la elección de un
régimen que garantice la libertad moral, de pensamiento y de creencia y práctica
religiosa. Aunque éstas puedan estar reguladas, como siempre, por el interés
estatal en el orden y la seguridad públicos. El Estado no puede favorecer
ninguna religión en particular, ni se pueden establecer castigos o pérdidas
de derechos para quien se afilie o no a una determinada religión.
Se rechaza la noción de un Estado confesional. En su lugar, las asociaciones
particulares pueden organizarse libremente tal y como lo deseen sus
miembros, pudiendo tener su propia vida y disciplina interna sujetas a la
restricción de que sus miembros tengan una libertad efectiva para decidir si
continúan o no su afiliación. El Derecho protege el derecho de asilo en el sentido
de que no se reconoce la apostasía como delito y mucho menos se penaliza
como delito, como tampoco la carencia de religión. De esta manera el
Estado mantiene la libertad religiosa y moral.
Todo el mundo está de acuerdo en que la libertad de conciencia esté limitada
por el interés común en el orden y la seguridad públicos. Esta limitación
es fácilmente derivable del punto de vista contractual. Ante todo, la
aceptación de esta limitación no implica que los intereses públicos sean superiores,
en ningún sentido, a los intereses morales y religiosos; así como
tampoco e*ige que el gobierno contemple los asuntos religiosos como algo
indiferente o que se arrogue el derecho de suprimir creencias filosóficas cuando
entren en conflicto con los asuntos de Estado. El gobierno no tiene autoridad
para declarar a las asociaciones como legítimas o ilegítimas, del mismo
modo que no la tiene en relación con el arte y con la ciencia. Estas cuestiones
simplemente no están dentro de su competencia tal y como aparece definida
en una constitución justa. Por el contrario, dados los principios de la
justicia, el Estado tiene que ser entendido como una asociación compuesta
de ciudadanos iguales. El Estado no se ocupa de doctrinas filosóficas y religiosas,
sino que regula la búsqueda que hacen los individuos de sus intereses
morales y espirituales conforme a principios con los que ellos mismos
estarían de acuerdo en una situación inicial de igualdad. Al ejercer sus poderes
de esta manera, el gobierno actúa como representante de los ciudadanos
y satisface las demandas de su concepción pública de la justicia. Por
tanto, se rechaza también la noción del Estado laico omnicompetente, ya
que de los principios de la justicia se deriva que el gobierno no tiene ni el
derecho ni el deber de hacer, en materia de moral y religión, lo que él o una
mayoría (o quienquiera) desee hacer. Su deber se limita a garantizar las condiciones
de igualdad de la libertad religiosa y moral.
IGUALDAD DE LA LIBERTAD 203
Aceptado todo esto, parece evidente que al limitar la libertad en nombre
del interés común en el orden y la seguridad públicas, el gobierno actúa conforme
a un principio que sería escogido en la posición original, dado que en
esta posición cada quien reconoce que la violación de estas condiciones es
un peligro para la libertad de todos. Ésta es la consecuencia una vez que se
entiende que el mantenimiento del orden público es condición necesaria
para que cada cual alcance sus fines, sean los que fueren (con tal que estén
dentro de ciertos límites), y cumpla sus obligaciones morales y religiosas tal
como las interpreta. Restringir la libertad de conciencia en los márgenes, con
frecuencia inexactos, del interés estatal en el orden público es un límite derivado
del principio del interés común, esto es, el interés del ciudadano igual
representativo. El derecho del gobierno a mantener el orden y la seguridad
pública es un derecho que el gobierno ha de tener si ha de cumplir con su
deber de asegurar imparcialmente las condiciones para que todos logren
sus propios intereses sujetándose a las obligaciones correspondientes.
Es más, la libertad de conciencia ha de limitarse sólo cuando sea razonable
esperar que el no hacerlo perjudicará al orden público que el gobierno
debe mantener. Esta expectativa deberá fundarse en pruebas y razonamientos
aceptables para todos. Tiene que apoyarse en observaciones ordinarias
y en modos de pensamiento (incluyendo los métodos de investigación científica
racional cuando no sean discutibles) reconocidos generalmente. Ahora
bien, esta confianza en lo que puede ser establecido y conocido por todos
está fundada en los principios de la justicia. No implica ninguna doctrina
metafísica ni ninguna teoría del conocimiento en particular, ya que este criterio
apela a lo que todos pueden aceptar. Representa un acuerdo para limitar
la libertad sólo a condición de que haya una referencia a un conocimiento
y entendimiento común del mundo. Al adoptar esta pauta no se infringe
la libertad equitativa de nadie. Por otra parte, una desviación de los modos
generalmente reconocidos de razonamiento supondría conceder un lugar
privilegiado a las opiniones de algunos frente a las de otros, y un principio
que permitiera esto no sería aceptado de común acuerdo en la posición original.
Lo que es más, tampoco queda implicada ninguna teoría filosófica en
particular al sostener que las consecuencias para la seguridad del orden público
no deberían ser meramente posibles o, en algunos casos, incluso probables,
sino razonablemente ciertas e inminentes. Esta exigencia expresa más
bien el alto rango que tiene que asignarse a la libertad de conciencia y de
pensamiento.
Podemos señalar aquí una analogía con el método para hacer comparaciones
interpersonales de bienestar. Estas se fundamentan en el índice de
bienes primarios que se puede esperar razonablemente (§ 15), siendo los bienes
primarios aquellos que se supone que todos desean. Esta base comparativa
es aquella en la cual las partes pueden convenir teniendo como propó204
INSTITUCIONES
sito la justicia social. No se requieren estimaciones sutiles de la capacidad
de los hombres para la felicidad, mucho menos del valor relativo de sus planes
de vida. No necesitamos cuestionar el sentido de estas nociones; para
diseñar instituciones justas son inapropiadas. Igualmente las partes convienen
en criterios públicamente reconocidos para determinar lo que cuenta
como prueba de que su búsqueda de la libertad igual es de algún modo injuriosa
para el interés común en el orden público y en la libertad de los demás.
Estos principios de prueba se adoptan con propósitos de justicia; no se
pretende que se apliquen a todas las cuestiones de significado y de veracidad.
En la medida en que sean válidas para la filosofía y la ciencia es asunto
aparte.
El rasgo característico de estos argumentos en pro de la libertad de conciencia
es que están basados únicamente en una concepción de la justicia.
La tolerancia no se deriva de necesidades prácticas o de razones de Estado. La
libertad religiosa y moral se deriva del principio de igualdad de la libertad;
y suponiendo la prioridad de este principio, el único fundamento para negar
las libertades equitativas es evitar una injusticia aún mayor, una pérdida
aún mayor de libertad. Más aún, el argumento no se apoya en ninguna doctrina
metafísica o filosófica especial. No presupone que todas las verdades
puedan establecerse por medio del pensamiento reconocido por el sentido
común; ni tampoco sostiene que todo sea, en algún sentido definible, una
construcción lógica a partir de lo que puede observarse o probarse mediante
la investigación científica racional. De hecho apela al sentido común, a modos.
de razonamiento generalmente compartidos y a simples hechos accesibles
a todos, estando construido de manera que evite estos supuestos más
amplios. Por otra parte, esta defensa de la libertad tampoco conduce al escepticismo
en filosofía o a la indiferencia en la religión. Quizá puedan darse argumentos
en favor de la libertad de conciencia que tengan una o más de
estas doctrinas como premisa. No hay razón para sorprenderse de esto, ya
que diferentes argumentos pueden tener la misma conclusión. Sin embargo,
no necesitamos continuar con esto. La defensa de la libertad es al menos tan
fuerte como el más fuerte de sus argumentos; es mejor olvidarse de los débiles
y falaces. Aquellos que condenarían la libertad de conciencia no pueden
justificar su conducta condenando el escepticismo filosófico y la indiferencia
religiosa, ni tampoco apelando a los intereses sociales en los asuntos de Estado.
La limitación de la libertad se justifica sólo cuando es necesaria para la
libertad misma, para prevenir una invasión de la libertad que sería aún peor.
Los miembros del congreso constituyente tienen entonces que escoger
una constitución que garantice una igual libertad de conciencia sólo regulada
por las formas de argumentación generalmente aceptadas y sólo limitada
cuando tales argumentos establezcan una interferencia razonablemente cierta
con lo esencial del orden público. La libertad está gobernada por las conIGUALDAD
DE LA LIBERTAD 205
diciones necesarias para la propia libertad. Así, en virtud únicamente de este
principio elemental, resultan erróneos muchos fundamentos de intolerancia
aceptados en épocas pasadas. Santo Tomás de Aquino, por ejemplo, justificó
la pena de muerte para los herejes basándose en que era mucho más
grave corromper la fe, que es la vida del alma, que falsificar monedas que
mantienen la vida. Por tanto, si es justo condenar a muerte a los falsificadores
y a otros criminales, afortiori hay que tratar igualmente a los herejes.9 Sin
embargo, las premisas en que se basa Santo Tomás no pueden quedar establecidas
mediante modos de razonamiento reconocidos comúnmente. Es
cuestión de dogma que la fe es la vida del alma y que la eliminación de la herejía,
esto es, la desviación de la autoridad eclesiástica, sea necesaria para la
salvación de las almas.
De igual manera, a menudo las razones ofrecidas para una tolerancia limitada
van en contra de este principio. Así, Rousseau creyó que al pueblo le
sería imposible vivir en paz con aquellos a quienes consideraba condenados,
ya que amarlos sería odiar a Dios que los había castigado. Pensó que aquellos
que consideraban a otros como condenados tenían que atormentarlos o
bien convertirlos, y por lo tanto no se puede confiar en que las sectas preservarán
la paz civil. Rousseau no toleraría entonces aquellas religiones que
dicen que fuera de la Iglesia no hay salvación.10 No obstante, la experiencia
muestra que las consecuencias de esta creencia dogmática vista por Rousseau
no se dan en realidad. Un argumento psicológico a priori, aun siendo factible,
no basta para abandonar el principio de la tolerancia, pues la justicia
mantiene que la violación del orden público y de la propia libertad tiene
que quedar establecida por la experiencia común. Existe, sin embargo, una
diferencia importante entre Rousseau y Locke, quienes defienden una tolerancia
limitada, y Santo Tomás y los reformadores protestantes que no la
admitían.11 Locke y Rousseau limitaban la libertad basándose en lo que suponían
eran consecuencias claras y evidentes para el orden público. Si no
había por qué tolerar a los católicos y a los ateos era porque parecía evidente
que no se podía confiar en que tales personas observaran las reglas de la
sociedad civil. Probablemente una mejor experiencia histórica y un conocimiento
de las posibilidades más amplias de la vida política los hubiera convencido
de que estaban equivocados, o, al menos, de que sus afirmaciones
eran verdaderas sólo en circunstancias especiales. Sin embargo, en Santo
Tomás y en los reformadores protestantes los fundamentos de la intoleran-
9 Summa Theologica, II-II, q. 11, art. 3.
10 £/ contrato social, lib. iv, cap. vm.
11 Para las opiniones de los reformistas protestantes, véase J. E. E. D. (Lord) Acton, "The Protestant
Theory of Persecution", en The History ofFreedom and Other Essays (Londres, Macmillan,
1907). En cuanto a Locke, véase A Letter Concerning Toleration, incluida con The Second Treatise
of Government, ed. por J. W. Gough (Oxford, Basil Blackwell, 1946), pp. 156-158.
206 INSTITUCIONES
cia eran en sí mismos cuestión de fe, y esta diferencia es más fundamental
que los límites puestos a la tolerancia, ya que cuando se justifica la negación
de la libertad apelando al orden público tal y como lo prueba el sentido común,
siempre será posible alegar que los límites se establecieron incorrectamente,
que la experiencia no justifica de hecho la restricción. En cambio, si
la supresión de la libertad está basada en principios teológicos o en cuestiones
de fe, no es posible razonar. Un punto de vista reconoce la prioridad de
los principios que serían escogidos en la posición original, mientras que el
otro no.
35. LA TOLERANCIA DE LOS INTOLERANTES
Vamos a considerar ahora si la justicia requiere la tolerancia del intolerante
y, si es así, en qué condiciones. Hay una variedad de situaciones en las que
surge este problema. Algunos grupos políticos en Estados democráticos sostienen
doctrinas que llevan a suprimir las libertades constitucionales cuando
tienen poder para ello; de nuevo nos encontramos aquí con aquellos que
rechazan la libertad intelectual pero que no obstante ocupan ciertas posiciones
en la universidad. Puede parecer que la tolerancia en estos casos es incongruente
con los principios de la justicia o que, en todo caso, no los requiere.
Discutiremos este problema en conexión con la tolerancia religiosa.
Con las variaciones adecuadas, este argumento puede extenderse a otras
esferas.
Hay que distinguir en primer lugar distintos problemas: primero está la
cuestión de si una secta intolerante tiene algún derecho a quejarse, en caso
de que no sea tolerada; en segundo lugar, en qué condiciones las sectas tolerantes
tienen un derecho a no tolerar a aquellos que son intolerantes; y por
último, cuando tienen el derecho a no tolerarlos, para qué fines han de ejercer
este derecho. Comenzando con el primer problema, parece que una secta
intolerante no tiene derecho a quejarse cuando se le niega una libertad igual.
Esto se deduce, al menos, si se acepta que nadie tiene derecho a objetar la
conducta de los demás si ésta se halla acorde con los principios que se emplearían
en circunstancias similares para justificar las propias acciones respecto
a los demás. El derecho de una persona a quejarse está limitado a las violaciones
de principios que ella misma reconoce. Una queja es una protesta dirigida
de buena fe a otro. Proclama la violación de un principio que ambos
individuos aceptan. Ahora bien, un intolerante dirá que actúa de buena fe y
que no pide nada para sí mismo que niegue a los demás. Su punto de vista,
vamos a suponer, es que actúa sobre la base de que Dios ha de ser obedecido
y aceptada por todos la verdad. Este principio es perfectamente general
y, conforme a él, no hace una excepción en su propio caso, ya que está siguiendo
el principio correcto que otros rechazan.
IGUALDAD DE LA LIBERTAD 207
La réplica a esto es que, desde el punto de vista de la posición original no
puede reconocerse ninguna interpretación particular de la verdad religiosa
que obligue a los ciudadanos en general; como tampoco puede acordarse que
haya una autoridad con derecho a resolver problemas de doctrina teológica.
Cada persona debe reclamar un derecho igual a decidir sus obligaciones
religiosas. No puede transferir este derecho a otra persona o autoridad institucional.
De hecho, un hombre ejerce su libertad al decidir si acepta a otro
como una autoridad, aun cuando considere que esa autoridad es infalible,
ya que al hacerlo así. no desiste de su libertad de conciencia como asunto de
derecho constitucional. Esta libertad asegurada por la justicia es imprescriptible:
una persona es'siempre libre de cambiar su fe y este derecho no depende
de que haya ejercido sus poderes de elección de un modo regular o
inteligente. Podemos observar que la idea de que los hombres tengan una
libertad de conciencia igual concuerda con la idea de que todos los hombres
deberían obedecer a Dios y aceptar la verdad. El problema de la libertad es
el de elegir un principio mediante el cual las demandas que los hombres se hacen
unos a otros en nombre de su religión sean reguladas. De que supongamos
que la voluntad de Dios ha de obedecerse y que la verdad ha de ser
reconocida no se deriva un principio de adjudicación. Del hecho de que la
voluntad de Dios ha de ser obedecida, no se sigue el que ninguna persona o
institución tenga autoridad para interferir en la interpretación de otra persona
respecto a sus obligaciones religiosas. Este principio religioso no justifica
que alguien exija una mayor libertad para sí mismo en la política o en el
derecho. Los únicos principios que autorizan demandas sobre las instituciones,
son los elegidos en la posición original.
Vamos a suponer, pues, que una secta intolerante no tiene derecho a quejarse
de la intolerancia. Todavía no podemos decir que las sectas tolerantes
tengan el derecho a suprimirla, ya que otros pueden tener el derecho a quejarse.
Pueden tener este derecho no como el derecho a quejarse en defensa
de la intolerancia, sino simplemente como un derecho a poner objeciones
cuando se viola un principio de justicia, pues la justicia se infringe cuando
se niega una libertad igual, sin razón suficiente. El problema, por tanto, es si
ser intolerante con otro es base suficiente para limitar la libertad de alguien.
Para simplificar las cosas, supongamos que las sectas tolerantes tienen el
derecho de no tolerar a los intolerantes al menos en una circunstancia, principalmente,
cuando ellos sinceramente y con razón creen que la intolerancia
es necesaria para su propia seguridad. Este derecho se deriva directamente
de que, según se define en la posición original, todos estarían de acuerdo
acerca del derecho a la propia conservación. La justicia no requiere que los
hombres permanezcan ociosos mientras otros destruyen las bases de su existencia,
ya que nunca sería beneficioso para los hombres, desde un punto de
vista general, eliminar el derecho a la propia conservación. El único proble208
INSTITUCIONES
ma, entonces, es si el tolerante tiene derecho a frenar al intolerante cuando
no existe peligro inminente para las libertades de los demás.
Supongamos que de un modo u otro, una secta intolerante aparece en una
sociedad bien ordenada aceptando los dos principios de justicia. ¿Cómo actuarán
los ciudadanos de esta sociedad a la vista de ello? Ciertamente, no deberían
suprimirla sólo porque los miembros de la secta intolerante no puedan
quejarse mientras que ellos sí. Antes bien, desde el momento en que
existe una constitución justa, todos los ciudadanos tienen un deber natural
de justicia de apoyarla. No se nos releva de este deber aun cuando otros estén
dispuestos a actuar injustamente. Sin embargo, se requiere una condición
más exigente: pueden existir algunos riesgos considerables para nuestros
intereses legítimos. Así los ciudadanos justos deberían hacer lo posible para
proteger la constitución con todas sus libertades iguales, en tanto la libertad
en sí misma y su propia libertad no estén en peligro. Pueden obligar a los intolerantes
a respetar la libertad de los demás, ya que toda persona debe respetar
los derechos establecidos por los principios que reconocerían en la posición
original. Pero, cuando la constitución en sí misma es segura, no hay
razón para negar la libertad a los intolerantes.
El problema de tolerar al intolerante está directamente unido al de la estabilidad
de una sociedad bien ordenada, regulada por los dos principios.
Podemos verlo del modo siguiente: es desde la posición de igual ciudadanía
como las personas se agrupan en las diferentes asociaciones religiosas, y
desde donde han de mantener sus discusiones con las demás. Los ciudadanos
de una sociedad libre no pensarían unos de otros que son incapaces de
un sentido de la justicia a menos que sea necesario por el bien de la libertad
en sí misma. Si una secta intolerante aparece en una sociedad bien ordenada,
los demás tendrán en mente la estabilidad inherente a sus instituciones. La
libertad de los intolerantes puede persuadirles a una creencia en la libertad.
Esta persuasión se basa en el principio psicológico de que aquellos cuyas libertades
son protegidas y que se benefician por tanto de una constitución
justa, siendo iguales otras cosas, le darán su lealtad poco después (§ 72). Así,
incluso si una secta intolerante aparece, suponiendo que no tenga tanta fuerza
inicial que pueda imponer su voluntad directamente, o no crezca tan rápidamente
que el principio psicológico no tenga tiempo de actuar, tenderá
a perder su intolerancia y a aceptar la libertad de conciencia. Ésta es la consecuencia
de la estabilidad de las instituciones justas, ya que la estabilidad
significa que, cuando hay cierta tendencia a la injusticia, otras fuerzas aparecen
y entran en juego para conservar la justicia de toda la organización.
Desde luego, la secta intolerante puede ser tan fuerte al principio o puede
crecer con tal rapidez que las fuerzas que trabajan en favor de la estabilidad
no puedan transformarla. Esta situación presenta un dilema práctico que la
filosofía por sí sola no puede resolver. El que la libertad del intolerante sea
IGUALDAD DE LA LIBERTAD 209
limitada para conservar la libertad con una constitución justa depende de
las circunstancias. A la teoría de la justicia le concierne únicamente una constitución
justa, el fin de la acción política en cuanto a qué decisiones prácticas
se han de tomar. En la busca de este fin, no debe olvidarse la consistencia
natural de las instituciones libres, ni tampoco debe suponerse que las tendencias
a salir de ellas o a olvidarlas son desenfrenadas y se imponen siempre.
Conociendo la estabilidad inherente a una constitución justa, los miembros
de una sociedad bien ordenada creen que únicamente ha de limitarse
la libertad del intolerante en casos especiales, cuando se hace necesario para
conservar la igual libertad misma.
La conclusión, por tanto, es que mientras una secta intolerante no tiene
derecho a quejarse de la intolerancia, su libertad únicamente puede ser restringida
cuando el tolerante, sinceramente y con razón, cree que su propia
seguridad y la de las instituciones de libertad están en peligro. El tolerante
habría de limitar al intolerante sólo en este caso. El principio fundamental
es establecer una constitución justa con las libertades de igual ciudadanía.
Lo justo debe guiarse por los principios de la justicia, y no por el hecho de
que el injusto no puede quejarse. Finalmente debe tenerse en cuenta que, aun
cuando la libertad del intolerante se limite para salvaguardar una constitución
justa, esto no se hace en nombre de una libertad total. Las libertades
de unos no se restringen simplemente para hacer posible una mayor libertad
para otros. La justicia prohibe esta clase de razonamientos en conexión
con la libertad, del mismo modo que lo hace a la vista de la suma de ventajas.
Es sólo la libertad del intolerante la que hay que limitar, y esto se hace
en favor de una libertad justa con una justa constitución, cuyos principios
reconocerían los mismos intolerantes en la posición original.
El argumento en esta sección y en las anteriores sugiere que la adopción
del principio de igual libertad puede ser considerada como un caso límite.
Aunque sus diferencias sean profundas y nadie sepa cómo reconciliarlas mediante
la razón, los hombres pueden, desde el punto de vista de la posición
original, ponerse de acuerdo en este principio, si es que logran ponerse de
acuerdo en algo. Esta idea, que nace históricamente con la tolerancia religiosa,
puede ser extendida a otros supuestos. Así podemos suponer que las
personas, en la posición original, saben que tienen convicciones morales a
pesar de que, a causa del velo de la ignorancia, no sepan cuáles sean esas convicciones.
Comprenden que los principios que reconocen han de anular estas
creencias cuando surja un conflicto; pero, por otro lado, no necesitan
revisar sus opiniones ni rechazarlas cuando estos principios no las sostienen.
De este modo, los principios de justicia pueden resolver el problema entre
virtudes opuestas, al igual que regulan las polémicas entre religiones rivales.
En el marco que la justicia establece, concepciones morales con principios
diferentes, o concepciones que representan un equilibrio diferente de
210 INSTITUCIONES
los mismos principios, pueden ser adoptadas por diferentes partes de la sociedad.
Lo que es esencial es que, cuando las personas con diferentes convicciones
hagan exigencias conflictivas a la estructura básica como asunto
de origen político, juzguen estas reclamaciones mediante los principios de
justicia. Los principios que fueron elegidos en la posición original son la
base de la moral política. No sólo especifican los términos de la cooperación
entre las personas, sino que definen un pacto de reconciliación entre las diversas
religiones, creencias morales y formas de culturas a las que pertenecen.
Si esta concepción de la justicia parece en gran parte negativa, veremos
que tiene otro aspecto más positivo.
36. LA JUSTICIA POLÍTICA Y LA CONSTITUCIÓN
Vamos a considerar ahora la justicia política, es decir, la justicia de la constitución,
y a bosquejar el significado de la libertad igual en esta parte de la estructura
básica. La justicia política tiene dos aspectos, que se derivan del
hecho de que una constitución justa es un caso de justicia procesal imperfecta.
En primer lugar, la constitución ha de ser un procedimiento justo, que
satisfaga los requerimientos de libertad igual; y en segundo lugar, ha de ser
estructurada de manera que todos los acuerdos factibles se conviertan en
sistemas de legislación justos y eficaces. La justicia de la constitución ha de
ser fijada desde dos perspectivas, a la luz de lo que las circunstancias permitan,
estableciendo estas delimitaciones desde el punto de vista de la convención
constitucional.
Al principio de libertad igual, cuando se aplica al proceso político definido
por la constitución, lo llamaré "principio de (igual) participación". Este
principio exige que todos los ciudadanos tengan un mismo derecho a tomar
parte y a determinar el resultado del proceso constitucional que establecen
las leyes que ellos han de obedecer. La justicia como imparcialidad comienza
con la idea de que, si los principios generales son necesarios y ventajosos
para todos, han de ser elaborados desde el punto de vista de una situación
inicial de igualdad bien definida, donde cada persona está justamente representada.
El principio de participación traslada esta noción de la posición
original a la constitución como sistema supremo de normas sociales para elaborar
normas. Si el Estado ha de ejercer una autoridad final coercitiva sobre
un territorio determinado, y si de este modo influye en los proyectos vitales
de los hombres de un modo permanente, entonces el proceso constitucional
ha de proteger esta representación de la posición original hasta el punto que
sea practicable.
Por el momento, creo que una democracia constitucional puede ser disputada
de manera que satisfaga el principio de participación. Pero necesitaIGUALDAD
DE LA LIBERTAD 211
mos conocer más exactamente lo que requiere este principio en circunstancias
favorables, y también cuando se lleva al límite. Estas exigencias son,
desde luego, conocidas, incluyendo lo que Constant llamó la libertad de los
antiguos en contraste con la libertad de los modernos. No obstante, es importante
ver cómo estas libertades entran en el principio de participación.
Examino más adelante los ajustes que es necesario hacer a las condiciones
presentes y el razonamiento que guía estos términos.
Podemos comenzar recordando ciertos elementos del régimen constitucional.
En primer lugar, la autoridad que determina los sistemas sociales básicos
reside en un cuerpo representativo escogido para un periodo limitado y
responsable ante el electorado. Este cuerpo representativo tiene más que una
capacidad puramente consultiva. Es una legislatura con poder para hacer
leyes y no simplemente un foro de delegados de los diferentes sectores de
la sociedad ante quienes el ejecutivo explica sus acciones y sondea el estado
de la opinión pública. Tampoco son partidos políticos, ni aun meros grupos
interesados en solicitar favores del gobierno para su propio beneficio; sino
que si pretenden obtener ayuda suficiente para lograr una candidatura, deben
ofrecer alguna concepción del bien público. La constitución puede, por
supuesto, limitar la legislatura en numerosos aspectos; y las normas constitucionales
definen sus acciones como un cuerpo parlamentario. Pero llegado
el momento una clara mayoría del electorado es capaz de conseguir sus
propósitos, si es necesario, mediante enmiendas constitucionales.
Todos los adultos responsables, con ciertas excepciones generalmente reconocidas,
tienen derecho a tomar parte en los asuntos políticos, y el precepto
de elector por voto es respetado en lo posible. Las elecciones son justas,
libres y regularmente convocadas. Muestras esporádicas e imprevistas de la
opinión pública mediante votación u otras formas o, en ciertos casos, como
convenga a aquellos que ocupan puestos de poder, no bastan para un régimen
representativo. Hay firmes protecciones constitucionales para ciertas libertades,
especialmente para la libertad de opinión y de reunión y para la
libertad de formar asociaciones políticas. Está reconocido el principio de oposición;
la colisión de creencias políticas, y las de los intereses y actitudes que
influyen sobre ellos, son aceptadas como condición normal de la vida humana.
La falta de unanimidad es parte de las circunstancias de la justicia, ya
que el desacuerdo existe incluso entre hombres honrados, que desean seguir
los mismos principios políticos. Sin la concepción de oposición leal y una
adhesión a las normas constitucionales que la definen y la protegen, la política
de la democracia no puede ser adecuadamente dirigida ni tener una
larga existencia.
Tres puntos que conciernen a una libertad justa definida por el principio
de participación necesitan un breve examen: su significado, su alcance y las
medidas que aumentan su valor. Comenzando por el primer problema, el
212 INSTITUCIONES
del significado, el precepto de elector por voto implica, cuando se entiende
estrictamente, que cada voto tiene aproximadamente el mismo valor para
determinar el resultado de las elecciones. Y esto, a su vez, exige, suponiendo
que cada miembro pertenece a un distrito electoral territorial, que los miembros
de la legislatura (con un voto cada uno) representan el mismo número
de electores. También supongo que el precepto necesita que sean creados distritos
legislativos con la ayuda de ciertas reglas generales, concretadas de
antemano por la constitución y aplicadas en lo posible por un procedimiento
imparcial. Estas defensas son necesarias para prevenir tergiversaciones,
ya que el valor del voto puede verse afectado por acciones engañosas y por
distritos de tamaño desproporcionado. Las reglas y los procedimientos necesarios
han de adoptarse desde el punto de vista del tratamiento constitucional,
en el que nadie consideró perjudicial la designación de los distritos
electorales. Los grupos políticos no pueden fijar los límites para su propia
ventaja a la luz de las estadísticas de los votos; los distritos se definen mediante
criterios acordados en ausencia de esta clase de información. Desde
luego, puede ser necesario introducir ciertos elementos casuales, ya que el
criterio para establecer los distritos electorales es sin duda arbitrario. Acaso
no haya otro medio justo de considerar estas contingencias.12
El principio de participación también sostiene que todos los ciudadanos
han de tener un acceso igual, al menos en el sentido formal de la palabra, al
poder público. Cada uno puede elegir el grupo político en el que quiere participar,
el presentarse o no a las elecciones y el ocupar puestos de autoridad.
Sin embargo, ha de tener ciertas aptitudes para ello, tales como la
edad, la residencia, etc. Pero estas aptitudes han de estar razonablemente
relacionadas con las tareas de gobierno; supónese que estas restricciones son
en favor del interés común, y no discriminan injustamente a las personas y
a los grupos, en el sentido de que recaen sobre todos durante el curso normal
de la vida.
El segundo punto que concierne a la libertad política justa, es su alcance.
¿Cuan extensamente han de definirse estas libertades? En principio, no está
claro lo que significa aquí alcance. Cada una de las libertades políticas puede
ser más o menos ampliamente definida. De un modo quizá arbitrario
pero nunca de acuerdo con la tradición, creo que la alteración fundamental
en el alcance de la libertad política descansa en el grado de mayoría que alcanza
la constitución. La definición de las otras libertades creo que está más
o menos fijada. Así la libertad política más extensa queda establecida por
una constitución que usa el procedimiento de la llamada regla de mayorías
(procedimiento por el que una minoría no puede imponerse a la mayoría)
12 Para un análisis de este problema, véase W. S. Vickrey, "On the Prevention of Gerrymandering",
Poütkal Science Quartely, vol. 76 (1961).
IGUALDAD DE LA LIBERTAD 213
para todas las decisiones políticas importantes no sujetas a ningún límite
constitucional. Cuando la constitución limita el alcance y la autoridad de la
mayoría, bien exigiendo mayorías más amplias para ciertos tipos de medidas,
o bien mediante un estatuto de libertades públicas que restrinja los poderes
del legislador, la libertad política es menos extensa. Los lemas tradicionales
del constitucionalismo: sistema bicameral; separación de poderes, junto
a revisiones y equilibrios; un estatuto de libertades públicas sometido a
examen judicial, limitan el alcance del principio de participación. Creo, sin
embargo, que estos acuerdos son congruentes con la libertad política igual,
mientras que restricciones similares se apliquen a todos, y las imposiciones
introducidas recaigan del mismo modo sobre todos los sectores de la sociedad.
Y esto parece probable si se mantiene el valor justo de la libertad política.
El problema principal entonces, es el de qué extensión ha de tener una
participación justa. Este problema lo dejaré para el próximo capítulo.
Volviendo ahora al valor de la libertad política, la constitución debe dar
los pasos necesarios para aumentar el valor de los derechos de participación
para todos los miembros de la sociedad. Debe subrayar una justa oportunidad
de formar parte e influir sobre el proceso político. La distinción es
análoga a la que se hizo antes (§ 12): lo ideal sería que los similarmente dotados
y con los mismos móviles tuvieran casi la misma oportunidad para ocupar
posiciones de autoridad política independientemente de su clase económica
y social. Pero ¿cómo ha de asegurarse el valor de estas libertades?
Podemos dar por sentado que un régimen democrático presupone la libertad
de opinión y reunión, y la libertad de pensamiento y de conciencia.
Estas instituciones no son solamente exigidas por el primer principio de justicia,
sino, como alegó Mili, son necesarias si los sucesos políticos han de ser
encauzados de un modo racional. Mientras que la racionalidad no está garantizada
mediante estos acuerdos, en su ausencia, la política más razonable
está sujeta a ser influida y alterada por intereses especiales. Si el foro
público ha de ser libre y abierto a todos y en sesión continua, todos deberían
ser capaces de acceder a él. Todos los ciudadanos deberían tener la posibilidad
de ser informados acerca de los sucesos políticos. Deberían estar en
una posición desde la que distingan qué proyectos afectarán su bienestar y
qué programas políticos llevarán a cabo su concepción del bien público. Incluso
deberían tener una oportunidad justa de añadir otras propuestas al
orden del día de la discusión política.13 Las libertades protegidas por el principio
de participación pierden mucho de su valor cuando aquellos que tienen
mayores recursos privados pueden usar sus ventajas para controlar el
curso del debate público. Aunque, con el tiempo estas desigualdades inca-
13 Véase R. A. Dahl, A Preface to Democratic Theory (Chicago, University of Chicago Press,
1956), pp. 67-75, en cuanto al examen de las condiciones necesarias para adquirir la igualdad
Política.
214 INSTITUCIONES
pacitarán a los mejor situados a ejercer una gran influencia sobre el desarrollo
de la legislación, en el momento adecuado adquirirán mayor valor al
resolver las cuestiones sociales, al menos en relación con aquellos aspectos
en que normalmente concuerdan, es decir, lo que sostiene sus circunstancias
especialmente favorecidas.
Han de darse, por tanto, pasos compensadores para conservar el valor
justo de todas las libertades políticas. Pueden usarse diferentes sistemas;
por ejemplo, en una sociedad que permite la propiedad privada de los medios
de producción, la propiedad y la riqueza han de mantenerse ampliamente
distribuidas, y el gobierno actuará desde una base estable para alentar los
debates públicos libres. Además los partidos políticos han de ser independientes
de los intereses económicos privados, asignándoles ingresos suficientes
para tomar parte en el esquema constitucional. (Sus subvenciones, por ejemplo,
pueden basarse en alguna norma sobre el número de votos conseguidos
en las pasadas elecciones.) Lo importante es que los partidos políticos
sean autónomos respecto a las demandas privadas, es decir, a las demandas
no expresadas en el foro público y discutidas abiertamente con referencia a
una concepción del bien público. Si la sociedad no eroga los costos de organización,
y los fondos que los partidos políticos necesitan han de ser requeridos
de los intereses económicos y sociales más aventajados, las solicitudes
de estos grupos recibirán una atención excesiva, y, cuando esto ocurre, los
miembros menos favorecidos de la sociedad, que no pueden ejercer su justo
ámbito de influencias a causa de su falta de medios, caen en la apatía y el
resentimiento.
Históricamente, uno de los defectos principales del gobierno constitucional
ha sido que no ha sabido proteger el justo valor de la libertad política.
No se han dado los pasos correctivos necesarios ya que nunca se les ha considerado
seriamente. Las diferencias en la distribución de propiedad y
riqueza que exceden lo que es compatible con la igualdad política han sido
generalmente toleradas por el sistema legal. Los recursos públicos no se han
empleado para mantener las instituciones necesarias que aseguren el valor
de la libertad política. Especialmente la falta reside en el hecho de que el
proceso político democrático es, en el mejor de los casos, una rivalidad regulada.
Ni siquiera teóricamente alcanza las propiedades deseables, según
la teoría de precios, para caracterizar a un mercado verdaderamente competitivo.
Además, los efectos de las injusticias en el sistema político son mucho
más graves y duraderos que las imperfecciones de mercado. El poder
político se acumula rápidamente y se vuelve injusto; y usando el aparato
coercitivo del Estado y su ley, aquellos que obtienen ventajas se aseguran una
posición favorable. Así las desigualdades en el sistema socioeconómico, pueden
minar cualquier igualdad política que hubiese existido en condiciones
históricas más favorables. El sufragio universal da un contrapeso insuficienIGUALDAD
DE LA LIBERTAD 215
te, ya que cuando los partidos y las elecciones están financiados no por fondos
públicos sino por contribuciones privadas, el foro político es tan influido
por los deseos de los intereses dominantes que las medidas básicas necesarias
para establecer una norma constitucional justa rara vez son debidamente
presentadas. Estos problemas, sin embargo, pertenecen a la sociología política.
14 Los menciono aquí como un modo de mostrar que nuestra discusión
es parte de la teoría de la justicia, y no debe ser confundida con una teoría del
sistema político. Estamos en camino de descubrir un acuerdo ideal, cuya
comparación define los términos en los que se han de juzgar las instituciones
actuales y que indican lo que debe mantenerse para justificar unas desviaciones.
Resumiendo lo expuesto acerca del principio de participación podemos
decir que una constitución justa establece una forma de competencia leal por
el poder y la autoridad política. Al presentar las concepciones de bien público
y los programas políticos creados para promover fines sociales, los grupos
rivales buscan la aprobación de los ciudadanos, de acuerdo con normas
procesales justas en un panorama de libertad de pensamiento y de reunión
en donde el valor de la libertad política está asegurado. El principio de participación
obliga a aquellos que ostentan la autoridad a responder a los intereses
del electorado. Los representantes no son meros agentes de sus electores,
ya que tienen una cierta discreción y se espera que ejerzan sus juicios al
aplicar la legislación. En una sociedad bien ordenada deben, no obstante,
representar a sus electores en el sentido sustantivo: deben tratar de aprobar
una legislación justa y eficaz, ya que éste es el primer interés del ciudadano
en el gobierno, y, en segundo lugar, deben fomentar en sus electores otros
intereses, en tanto sean congruentes con la justicia.15 Los principios de la justicia
están entre los criterios fundamentales que se usan para juzgar los servicios
de una persona representativa, y las razones que alega en su defensa.
Ya que la constitución es el fundamento de la estructura social, el sistema
supremo de normas que regula y controla otras instituciones, todos tienen
el mismo acceso al proceso político que establece. Cuando el principio de participación
se cumple, todos tienen el mismo status de ciudadano igual.
Finalmente, para evitar confusiones, ha de tenerse en cuenta que el principio
de participación se aplica a las instituciones. Este principio no define
un ideal de ciudadanía, ni tampoco impone un deber que exija a todos
tomar parte activa en los sucesos políticos. Los deberes y las obligaciones
de los individuos son un problema distinto que discutiremos después en el
capítulo vi. Lo esencial es que la constitución establezca los mismos dere-
14 Mis observaciones se basan en F. H. Knight, The Ethics of Competition and other Essays
(Harper and Brothers, Nueva York, 1967), pp. 293-305.
15 Véase H. F. Pitkin, The Concept of Representaron (University of California Press, Berkeley,
1967), pp. 221-225, con cuyo examen de la representación me encuentro en deuda.
216 INSTITUCIONES
chos para participar en las cuestiones públicas y se tomen medidas para
mantener el valor de estas libertades. En un Estado bien gobernado, sólo un
pequeño número de personas puede dedicar la mayor parte de su tiempo a
la política. Hay muchas otras ocupaciones. Pero esta fracción, sea cual fuere
su tamaño, deberá extraerse igualmente de todos los sectores de la sociedad.
Las muchas comunidades de intereses y centros de la vida política tendrán
sus miembros activos que cuidarán de los asuntos que les competen.
37. LIMITACIONES AL PRINCIPIO DE PARTICIPACIÓN
Es evidente, a partir del anterior resumen del principio de participación, que
hay tres medios de limitar su aplicación. La constitución puede definir una
libertad de participación más o menos extensa; puede permitir desigualdades
en las libertades políticas; pueden dedicarse recursos sociales mayores
o menores para asegurar el valor de estas libertades del ciudadano representativo.
Examinaré estas clases de límites para aclarar el significado de la
prioridad de libertad.
La extensión del principio de participación se define como el grado en
que se restringe el procedimiento de gobierno de la mayoría por los mecanismos
del constitucionalismo. Estos recursos sirven para limitar el alcance
de gobierno de las mayorías, las clases de cuestiones sobre las que las mayorías
tienen una autoridad definitiva, y la rapidez con la que los deseos de
la mayoría se ponen en práctica. Una declaración de derechos puede apartar
ciertas libertades de la regulación mayoritaria, y la separación de poderes
con una revisión judicial puede retardar el camino para el cambio legislativo.
El problema, entonces, es ver cómo estos mecanismos pueden concordar
con los dos principios de la justicia. No vamos a preguntar si estos recursos
son adecuados, sino qué clase de argumentos o razonamientos requieren.
Para empezar, debemos tener en cuenta que los límites puestos al alcance
del principio de participación repercuten igualmente sobre todos. Por esta
razón, las restricciones son más fácilmente justificables que unas libertades
políticas desiguales. Si todos pudiesen tener una libertad mayor, al menos
todos perderían de un modo igual, y si esta menor libertad es innecesaria y
no impuesta por algún medio humano, el sistema de libertad es en este caso
más irracional que injusto. La libertad desigual, del mismo modo que cuando
se viola el precepto "un hombre por voto", es otro asunto que inmediatamente
provoca un problema de justicia.
Suponiendo, por un momento, que los límites puestos al gobierno de la
mayoría afectan a todos los ciudadanos por igual, la justificación para los
mecanismos constitucionales es que presumiblemente protegen otras libertades.
La mejor solución se obtiene diferenciando las consecuencias del comIGUALDAD
DE LA LIBERTAD 217
pleto sistema de libertad. La idea intuitiva es aquí oportuna. Hemos dicho
que el proceso político es un caso de justicia procesal imperfecta. Una constitución
que restringe el gobierno mayoritario por los diferentes medios tradicionales
se supone que trata de llevarnos a un cuerpo legislativo más justo.
Puesto que el principio de mayoría debe servir, hasta cierto punto, de base,
como necesidad práctica, el problema sería encontrar qué límites dan mejores
resultados en las circunstancias actuales para lograr los fines de la libertad.
Desde luego, estos aspectos quedan fuera de la teoría de la justicia. No necesitamos
considerar qué mecanismos constitucionales son eficaces para conseguir
sus objetivos o si su trabajo presupone ciertas condiciones sociales
subyacentes. El punto que hay que destacar es el de que para justificar estas
restricciones debemos mantener que desde la perspectiva del ciudadano representativo,
en la convención constitucional, la libertad de participación
menos extensa está suficientemente compensada por la mayor seguridad y
extensión de las otras libertades. A menudo se piensa que el gobierno mayoritario
ilimitado es contrario a estas libertades. Los acuerdos constitucionales
compelen a la mayoría a demorar el ejercicio de su voluntad, y la obligan a
tomar decisiones más meditadas y razonadas. De este modo se dice que los
límites procesales mitigan los efectos del principio mayoritario. La justificación
apela a una mayor libertad igual. No hay en ningún caso una referencia
a beneficios económicos y sociales compensadores.
Uno de los dogmas del liberalismo clásico es que las libertades políticas
tienen menos valor intrínseco que la libertad de conciencia y la libertad de
la persona. Si tuviésemos que elegir entre las libertades políticas y todas las
demás, sería muy preferible, sin duda, el gobierno de un buen soberano que
reconociese estas últimas y que mantuviese el imperio de la ley. Según esta
opinión el mérito principal del principio de participación consiste en asegurar
que el gobierno respete los derechos y el bienestar de los gobernados.16
Afortunadamente, sin embargo, a menudo no tenemos que valorar la importancia
relativa de las diferentes libertades. Generalmente, el modo de proceder
es aplicar el principio de posibilidades iguales para equilibrar el sistema
completo de libertad. No hemos de abandonar el principio de participación
en su totalidad, ni tolerarle una influencia ilimitada, sino que hemos de ampliar
o restringir su alcance hasta el punto en que el peligro para la libertad
a causa de la pérdida marginal de control sobre los que ostentan el poder político,
equilibre la seguridad de la libertad obtenida mediante el uso de los
mecanismos constitucionales. La decisión no es de todo o nada. Es un problema
de sopesar las pequeñas variaciones en la extensión y definición de
las diferentes libertades. La prioridad de la libertad no excluye cambios marginales
en el sistema de libertad. Más aún, permite, aunque no exige, que
16 Véase Isaiah Berlín, Four Essays on Liberty, pp. 130,165.
218 INSTITUCIONES
algunas libertades, como las protegidas por el principio de participación
sean menos esenciales ya que su papel principal es el de proteger las libertades
restantes. Diferentes opiniones acerca del valor de las libertades afectarán
el modo de pensar de distintas personas acerca de cómo debe estructurarse
el esquema total de libertad. Aquellos que le dan un valor mayor al
principio de participación estarán dispuestos a correr mayores riesgos con
las libertades de la persona, es decir, para darle a la libertad política una mayor
extensión. Idealmente, estos conflictos no ocurrirán, y sería posible, en
condiciones favorables, encontrar un procedimiento constitucional que permitiera
un alcance suficiente al valor de la participación sin arriesgar otras
libertades.
A veces se objeta a la regla de mayorías que, a pesar de las circunstancias,
no toman en cuenta la intensidad de los deseos, ya que acaso esta mayoría
pase por alto los intensos deseos de la minoría. Esta crítica se basa en el error
de que la intensidad del deseo es una consideración pertinente al aplicar la
legislación (véase § 54). Por el contrario, cuando se plantean problemas de
justicia, no debemos tener en cuenta la fuerza de los sentimientos sino la mayor
justicia del orden jurídico. El criterio fundamental para juzgar cualquier
procedimiento es la justicia de sus resultados. Una respuesta similar puede
darse para la conveniencia de la regla de mayorías cuando el voto está bastante
dividido. Todo depende de la probable justicia del resultado. Si los
diferentes sectores de la sociedad tienen suficiente confianza entre sí, y comparten
una concepción común de la justicia, el gobierno de las simples mayorías
puede funcionar bien. En la medida en que falta este acuerdo implícito,
el principio de mayorías se hace más difícil de justificar porque es menos
probable que se sigan programas políticos justos. Tal vez no haya procedimientos
asequibles, una vez que la desconfianza y la hostilidad impregnan
la sociedad. No proseguiremos con ello. Simplemente menciono estos aspectos
acerca del gobierno de mayorías para destacar que el examen de los
acuerdos constitucionales es siempre un balance general de justicia. Cuando
las decisiones de la justicia son complicadas, la intensidad de los deseos no
ha de tenerse en cuenta. Desde luego, tal y como están las cosas, los legisladores
deben contar con los sentimientos públicos. El sentido de indignación
humano, aunque irracional, impone límites acerca de lo que es políticamente
asequible; y las opiniones populares afectarán las estrategias de cumplimiento
de la ley dentro de estos límites. Pero las cuestiones de estrategia no
han de confundirse con las de justicia. Si una declaración de derechos que garantizara
la libertad de conciencia y la libertad de pensamiento y de reunión
fuese eficaz, sería adoptada. Sea cual fuere la fuerza del sentimiento en contra,
estos derechos serían, si es posible, estatuidos de un modo permanente. La
fuerza de las actitudes opuestas no tiene relación con el problema del derecho,
sino con la factibilidad de las disposiciones de la libertad.
IGUALDAD DE LA LIBERTAD 219
La justificación de una libertad política desigual procede casi del mismo
modo. Adoptamos el punto de vista de un ciudadano representativo en la
convención constitucional, y evaluamos el esquema total de libertad tal y como
él lo contempla. Pero, en este caso, hay una diferencia importante. Debemos
razonar desde la perspectiva de aquellos que tienen la menor libertad
política. Una desigualdad de la estructura básica debe justificarse siempre
ante aquellos que ocupan una posición desventajosa. Esto es válido para cualquier
principio social básico, y especialmente en lo que respecta a la libertad.
Por tanto, la norma prioritaria requiere que demostremos que la desigualdad
del derecho sería aceptada por los menos favorecidos a cambio de
una mayor protección de sus otras libertades derivadas de esta restricción.
Quizá la desigualdad política más obvia sea la violación del precepto de
"una persona por voto". Hasta épocas recientes, la mayoría de los autores
rechazaban el igual sufragio universal. Desde luego, las personas no eran
consideradas como los temas adecuados para la representación. A menudo,
eran los intereses los que habían de ser representados, con las discrepancias
entre Whigs y lories acerca de si habría lugar para el interés de la clase media
junto a los intereses de la Iglesia y de los terratenientes. Según otros,
son las regiones las que han de ser representadas, o las formas de cultura,
como cuando alguien habla de la representación de los elementos agrícolas
y urbanos de la sociedad. A primera vista, estas clases de representación
parecen injustas. El que difieran del precepto "una persona por voto", es una
medida de su injusticia abstracta, e indica la necesidad de unas razones
compensadoras.17
Sucede con frecuencia que los que se oponen a una libertad política igual
alegan justificación de la forma requerida. Están, al menos, dispuestos a argumentar
que la desigualdad política ha de beneficiar a aquellos que tienen
una libertad menor. Consideremos, como ilustración, la idea de Mili, de que
las personas con mayor influencia y educación deberían tener votos extras
para que sus opiniones tuviesen una mayor influencia.18 Mili creía que, en
este caso, el voto plural concuerda con el orden natural de la vida humana,
ya que, cuando las personas administran una empresa común en donde tienen
intereses conjuntos, reconocen que si bien todos deben tener voz, no todos
tienen por qué tener la misma influencia. El juicio del sabio y del mejor enterado
debería tener un valor mayor. Un acuerdo así interesa a todos y se
ajusta a la concepción humana de la justicia. Las cuestiones nacionales son
precisamente un ejemplo de asuntos que competen conjuntamente a todos.
No obstante, a pesar de que todos deberían tener voto, los de mayor capaci-
17 Véase J. R. Pole, Political Representaron in England and the Origin of the American Republic
(Macmillan, Londres, 1966), pp. 536-537.
18 Representative Government, ed. R. B. McCallum, junto con On Liberty (Basil Blockwell,
Oxford, 1946), pp. 216-222. (La mayor parte de la última mitad del capítulo vni.)
220 INSTITUCIONES
dad de gestión de los intereses públicos deberían tener una mayor oportunidad
de expresar sus opiniones: su influencia debiera bastar para protegerlos
de una legislación clasista por parte de los ignorantes, pero no hasta el
punto de construir una legislación clasista para su propio beneficio. Idealmente,
los de juicio superior y mayor sabiduría actuarían como fuerza constante
del lado de la justicia y del bien común, fuerza que, aunque débil en sí
misma, puede a menudo inclinar la balanza en la dirección correcta, si se suprimen
fuerzas mayores. Mili estaba persuadido de que todos se beneficiarían
de este arreglo, incluyendo aquellos cuyos votos tuviesen menos valor.
Desde luego, este argumento, tal y como está expresado, no va más allá
de la concepción general de la justicia como imparcialidad. Mili no declara de
manera explícita que los beneficios para los ignorantes hayan de ser estimados
en primer lugar por la mayor seguridad de sus otras libertades, pero este
razonamiento sugiere que Mili pensaba que esto ocurría así. En cualquier
caso, si desde el punto de vista de Mili se han de satisfacer las restricciones
impuestas por la prioridad de la libertad, es así como debe exponerse este
argumento.
No deseo criticar la propuesta de Mili. Mi alusión a ella es únicamente
con propósitos de aclaración. Su idea nos capacita a ver por qué la igualdad
política se considera a veces menos esencial que la libertad de conciencia o
que la libertad de la persona. Se supone que el gobierno aspira al bien común,
es decir, a mantener las condiciones y lograr los objetivos necesarios en
beneficio de todos. Dentro de los márgenes en que es válida esta suposición,
y en tanto que algunos hombres son considerados como poseedores de una
sabiduría y de un juicio superior, otros están dispuestos a confiar en ellos y
conceder a su opinión un valor mayor. Los pasajeros de un barco permiten
al capitán decidir el rumbo, pues piensan que tiene más conocimientos e
iguales deseos que ellos de llegar sano y salvo. Hay, en ambos, una identidad
de intereses y una evidente diferencia de preparación para lograrlo. Ahora
bien, el barco del Estado es, de algún modo, análogo al barco en el mar, hasta
tal punto que las libertades políticas están subordinadas a otras libertades
que definen el bien intrínseco de los pasajeros. Admitiendo estas consideraciones,
el voto plural puede ser perfectamente justo.
Desde luego, las bases para el autogobierno no sólo son instrumentales.
La libertad política igual, cuando se asegura su justo valor, ha de tener una
profunda influencia sobre la calidad moral de la vida civil. Las relaciones
entre los ciudadanos proporcionan una base segura para la constitución de
la sociedad. La máxima medieval de que lo que a todos toca a todos concierne
ha de ser considerada seriamente como un fin público. La libertad política
así entendida no ha de ser proyectada para satisfacer el deseo individual
de autodominio, ni mucho menos para satisfacer la búsqueda de poder. Tomar
parte en la vida política no hace al individuo dueño de sí mismo, sino
IGUALDAD DE LA LIBERTAD 221
que le da la misma oportunidad que a los demás para establecer cómo han
de ser estructuradas las condiciones sociales básicas. Tampoco responde a la
ambición de mandar a otros, ya que se exige a todos que moderen sus demandas
mediante lo que todos consideran justo. La voluntad general de consultar
y tener en cuenta los intereses y creencias de los demás echa las bases
para una amistad cívica y perfila el ethos de la cultura política.
Más aún, el efecto del autogobierno donde los iguales derechos políticos
tienen su justo valor es el de encarecer la autoestima y el sentido de la competencia
política del ciudadano medio. La conciencia de su propia valía,
desarrollada en las pequeñas asociaciones de su comunidad, se confirma en la
constitución de toda la sociedad. Como se supone que ha de votar, se supone
también que ha de tener opiniones políticas. El tiempo y los pensamientos
que dedica a formar sus opiniones no están gobernados por los resultados
materiales de su influencia política. Sino que, por el contrario, es una
actividad grata en sí misma, que conduce a una concepción más general de
la sociedad y al desarrollo de sus facultades intelectuales y morales. Según
observó Mili, está llamado a valorar unos intereses distintos de los suyos y
a guiarse por alguna concepción de la justicia y del bien común más que
por sus propias inclinaciones.19 Teniendo que explicar y justificar sus opiniones
ante los demás, debe recurrir a principios que otros pueden aceptar.
Además Mili añade que esta educación para adquirir un espíritu público es
necesaria si los ciudadanos han de adquirir un sentido afirmativo del deber
y de la obligación política, es decir, un sentido que vaya más allá de la mera
voluntad de obedecer las leyes y el gobierno. Sin estos sentimientos, el hombre
se convierte en un individuo extraño y aislado en sus pequeñas asociaciones,
y los lazos afectivos no se extienden más allá de la familia o de un
limitado círculo de amigos. Los ciudadanos ya no se consideran socios con
quienes se puede cooperar para lograr alguna interpretación del bien público;
sino que se consideran a sí mismos rivales u obstáculos para sus propios
fines. Todas estas consideraciones las han dado a conocer Mili y otros autores,
quienes muestran que la libertad política no es solamente un propósito.
Estas libertades refuerzan el sentido del propio valor en el hombre y amplían
sus sensibilidades intelectuales y morales. Además, establecen las bases de
un sentido del deber y de la obligación del que depende la estabilidad de las
instituciones justas. La conexión de estos aspectos con la bondad humana y
el sentido de la justicia quedará para la Tercera Parte. Ahí, intentaré reunir
esas cosas bajo el concepto de utilidad de la justicia.
19 Representative Government, pp. 149-151, 209-211. (Que corresponden al final del capítulo ni,
y al comienzo del vm.)
222 INSTITUCIONES
38. EL IMPERIO DE LA LEY
Deseo considerar ahora los derechos de la persona en tanto están protegidos
por el principio del imperio de la ley.20 Mi intención no es solamente
conectar estas nociones con los principios de la justicia sino dilucidar el sentido
de la prioridad de la libertad. Antes (§ 10) he indicado que la concepción
de la justicia formal, la administración regular e imparcial de normas públicas,
se convierte en el imperio de la ley cuando se aplica a un sistema jurídico.
Un ejemplo de acción injusta es la no aplicación por los jueces y los que ostentan
la autoridad de la norma apropiada, o su errónea interpretación. Es más
instructivo no pensar en graves violaciones, tales como el soborno y la corrupción,
o el abuso del sistema jurídico al castigar a los enemigos políticos,
sino en sutiles distorsiones causadas por prejuicios y predisposiciones que
ejercen una discriminación efectiva contra ciertos grupos en el proceso judicial.
La administración de la ley regular e imparcial, y en este sentido justa,
debe llamarse "justicia como regularidad". Ésta es una frase más sugestiva
que "justicia formal".
Ahora bien, el imperio de la ley está directamente unido a la libertad. Podemos
verlo considerando la noción de un sistema jurídico y su íntima conexión
con los preceptos de la justicia como regularidad. Un sistema jurídico
es un orden coercitivo de normas públicas dirigidas a personas racionales
con el propósito de regular su conducta y asegurar el marco para la cooperación
social. Cuando estas normas son justas, establecen una base para las
legítimas expectativas. Estas normas constituyen motivos por los que las personas
confían unas en otras y ejercen sus derechos cuando sus expectativas
no se cumplen. Si las bases de estas exigencias son inseguras, también lo son
los límites de las libertades humanas. Desde luego, otras normas comparten
muchos de estos rasgos. Las reglas de juegos y las de las asociaciones privadas
también van dirigidas a personas racionales para formar sus otras actividades.
Dado que estas reglas son claras o justas, entonces, una vez que los
hombres han entrado en estos acuerdos y aceptan los beneficios resultantes,
las obligaciones que aparecen constituyen una base para legítimas expectativas.
Lo que distingue un sistema jurídico es su amplio alcance y sus poderes
reguladores respecto a otras asociaciones. Las agencias constitucionales
que define tienen, generalmente, el derecho exclusivo al menos a las formas
20 Para un examen general, véase Lon Fuller, The Morality ofLaw (Yale University Press, New
Haven, 1964), cap. n. El concepto de decisiones de principio en derecho constitucional es tratado
por Herbert Wechsler, Principies, Politics, and Fundamental Laiu (Harvard University Press,
Cambridge, 1961). Véase Otto Kirchenheimer, Political justíce (Princeton University Press, Princeton,
1961), y J. N. Shklar, Legalism (Harvard University Press, Cambridge, 1964), parte II, en
cuanto al uso y abuso de formas judiciales en política. J. R. Lucas, The Principies of Politics (The
Clarendon Press, Oxford, 1966), pp. 106-143, contiene un tratamiento filosófico del tema.
IGUALDAD DE LA LIBERTAD 223
más extremas de coacción. Las clases de coacción que las asociaciones privadas
pueden emplear están estrictamente limitadas. Además, el orden jurídico
ejerce una autoridad final sobre un territorio bien definido. El sistema
jurídico también aparece definido por la vasta variedad de actividades que
regula y la naturaleza fundamental de los intereses que ha de proteger. Estos
rasgos, simplemente, reflejan el hecho de que la ley define la estructura básica
donde tiene lugar la búsqueda de todas las demás actividades.
Dado que el orden jurídico es un sistema de normas públicas dirigidas a
personas racionales, podemos explicar los preceptos de justicia asociados al
imperio de la ley. Estos preceptos son aquellos que serían seguidos por cualquier
sistema de normas que incorporasen perfectamente la idea de un sistema
legal. Esto no quiere decir, desde luego, que las leyes existentes satisfagan
necesariamente estos preceptos en todos los casos. No obstante, estas
máximas se derivan de la noción ideal a la que se supone han de aproximarse
las leyes, al menos en su mayor parte. Si las desviaciones de la justicia
como regularidad son excesivas, puede surgir un grave problema acerca de
si un sistema de leyes se opone a un conjunto de normas específicas creadas
para hacer prevalecer los intereses de un dictador o el ideal de un déspota
benévolo. A menudo no hay una respuesta clara para este problema. El objeto
de considerar un orden jurídico como un sistema de normas públicas es
el de que nos capacite a deducir los preceptos conectados con el principio
de legalidad. Además, podemos decir que un orden jurídico está administrado
más justamente que otro si cumple de modo más perfecto los preceptos
del imperio de la ley. Con ello asegura una base más firme para la libertad
y unos medios más eficaces para organizar los sistemas cooperativos. Sin
embargo, como estos preceptos sólo garantizan la administración regular e
imparcial de las normas, sean las que fueren, son compatibles con la injusticia;
imponen límites bastante débiles a la estructura básica, pero que no son
de ningún modo desdeñables.
Comencemos por el precepto de que deber implica poder. Este precepto
identifica varios rasgos obvios de los sistemas jurídicos. En primer lugar,
las acciones que las normas legales exigen y prohiben han de ser de tal clase
que puede esperarse razonablemente que los hombres las cumplan y eviten.
Un sistema de normas dirigido a personas racionales para organizar su conducta,
enfoca lo que pueden y lo que no pueden hacer. Este sistema no debe
imponer un deber de hacer lo que no puede hacerse. En segundo lugar, la
noción de que deber implica poder, supone la idea de que aquellos que promulgan
las leyes y dan órdenes lo hacen de buena fe. Los jueces, los legisladores
y otros funcionarios públicos del sistema deben creer que las leyes
pueden ser obedecidas; y han de creer también que cualesquiera órdenes dadas
pueden ser cumplidas. Más aún, no sólo deben actuar de buena fe las
autoridades, sino que su buena fe debe ser reconocida por aquellos que están
224 INSTITUCIONES
sujetos a sus decretos. Las leyes y las órdenes se aceptan como leyes y como
órdenes sólo si existe la creencia general de que pueden ser obedecidas y
ejecutadas. Si esto se pone en duda, las acciones de las autoridades presumiblemente
tendrán un propósito diferente del de organizar la conducta. Por
último, este precepto expresa la exigencia de que un sistema jurídico debe
reconocer la imposibilidad de desempeñar su papel como defensa o al menos
como circunstancia atenuante. Al poner en vigor las normas, un sistema jurídico
no puede considerar que la incapacidad de ejecución es algo improcedente.
Sería una carga intolerable para la libertad si la responsabilidad de
las penas no se limitase normalmente a las acciones que está a nuestro alcance
hacer o no hacer.
El imperio de la ley implica también el precepto de que casos similares han
de tratarse de modo similar. Los hombres no pueden regular sus acciones
por medio de normas si no se sigue este precepto. Desde luego, esta idea no
nos lleva muy lejos, ya que debemos suponer que los criterios de semejanza
vienen dados por las propias normas legales y por los principios utilizados
para interpretarlas. No obstante, el precepto de que se den decisiones iguales
en casos iguales limita en gran parte la discrecionalidad de jueces y autoridades.
El precepto los obliga a justificar las distinciones que hacen entre
las personas, por referencia a las normas y a los principios jurídicos procedentes.
En cualquier caso particular, si las normas son complejas y necesitan
interpretación, puede ser fácil justificar una decisión arbitraria. Pero como
el número de casos aumenta, se hace más fácil justificar los juicios tendenciosos.
La exigencia de estabilidad se mantiene para la interpretación de
todas las normas y para las justificaciones a todos los niveles. Con el tiempo,
los argumentos razonados para justificar juicios discriminatorios se vuelven
más difíciles de formular y las pretensiones de estos argumentos son
menos persuasivas. Este precepto se mantiene también en los casos de equidad,
es decir, cuando se ha de hacer una excepción porque la norma establecida
produce una injusticia imprevista. Pero con esta condición: como no
hay una línea clara que separe estos casos excepcionales, llegamos a un punto,
como ocurre en los casos de interpretación, donde casi cualquier diferencia
crea un conflicto. En esos casos se aplica el principio de decisión autoritaria
y basta el peso del precedente o del veredicto anunciado.21
El precepto nullum crimen sine lege, y las exigencias que implica también se
derivan de la idea de un sistema jurídico. Este precepto exige que las leyes
sean conocidas y expresamente promulgadas, que su significado sea claramente
expuesto, que las leyes sean generales, tanto en su declaración como
en su disposición, y no sean usadas para dañar a individuos particulares,
21 Véase Lon Fuller, Anatomy oí the Law (The New American Library, Nueva York, 1969),
p. 182.
IGUALDAD DE LA LIBERTAD 225
quienes pueden estar expresamente señalados (muerte civil), que al menos
las faltas más graves sean estrictamente interpretadas, y que las leyes penales
no sean retroactivas en perjuicio de aquellos a quienes se apliquen. Estas exigencias
están implícitas en la idea de regular las conductas mediante normas
públicas, ya que si los estatutos no son claros en lo que ordenan y lo que
prohiben, el ciudadano no sabe cómo ha de comportarse. Además, en caso
de que haya ocasionales listas de proscritos y leyes retroactivas, esto no ha de
ser un rasgo característico del sistema, sino que ha de tener otro propósito.
Un tirano puede cambiar las leyes sin previo aviso, y castigar, si ésta es la
palabra correcta, a sus subditos con tales leyes porque le plazca observar
cuánto necesitan para comprender lo que son las nuevas leyes, partiendo de
la observancia de las penas que impone. Pero estas normas no serían un sistema
jurídico, puesto que no servirían para organizar la conducta social asegurando
una base para las expectativas legítimas.
Finalmente, hay ciertos preceptos que definen la idea de justicia natural.
Son lineamientos para mantener la integridad del proceso judicial.22 Si las
leyes van dirigidas a personas racionales para orientarlas, los tribunales han
de ocuparse de aplicar y poner en vigor estas normas del modo apropiado.
Debe hacerse un esfuerzo consciente para determinar si se ha cometido una
infracción, e imponer la pena adecuada. Así, un sistema jurídico debe tomar
medidas para dirigir ordenadamente los juicios y audiencias. Debe contener
reglas de prueba que garanticen unos procedimientos de investigación
racionales. Aunque haya diferencias en estos procedimientos, el imperio de
la ley exige alguna forma de proceso, es decir, un proceso razonablemente
proyectado para conocer la verdad por medios acordes a los otros fines del
sistema legal, como el de saber si ha tenido lugar una infracción y en qué
circunstancias. Por ejemplo, los jueces deben ser independientes e imparciales,
y nadie puede juzgar su propio caso. Los juicios deben ser justos y
abiertos y no han de ser prejuiciados por el clamor público. Los preceptos de
la justicia natural han de asegurar que el orden legal sea mantenido de modo
regular e imparcial.
Ahora bien, la conexión del imperio de la ley con la libertad es lo bastante
clara. La libertad, como he dicho, es un complejo de derechos y deberes definido
por las instituciones. Las diferentes libertades especifican las cosas
que podemos decidir hacer si lo deseamos, y con respecto a las cuales, cuando
la naturaleza de la libertad lo hace apropiado, los demás tienen el deber
de no intervenir.23 Pero si se viola el precepto de nullum crimen sine lege, por
22 Esta acepción del término justicia natural es la tradicional. Véase H. L. A. Hart, The Concept
ot Law (The Clarendon Press, Oxford, 1961), pp. 156, 202.
23 Podría discutirse el alcance de esta idea para la totalidad de los derechos, por ejemplo, el
derecho a recoger un artículo no reclamado. Véase Hart en Phüosophical Revieiv, vol. 64, p. 179.
Pero quizá sea lo bastante válido para lo que nos proponemos aquí. Aunque algunos de los
226 INSTITUCIONES
ser las leyes vagas e imprecisas, lo que estamos en libertad de hacer es también
vago e impreciso. Los límites de nuestra libertad son inciertos. Y hasta
el punto en que esto es así, la libertad está restringida por un cierto temor a
su práctica. Idénticas clases de consecuencias se derivan si casos similares
no se tratan de modo similar, si el proceso judicial pierde su integridad
esencial, si la ley no reconoce como defensa la imposibilidad de ejercer una
actividad, etc. El principio de legalidad tiene una base firme en el acuerdo
de las personas racionales para establecer por sí mismas la máxima libertad
igual. Para confiar en la posesión y en el ejercicio de estas libertades, los ciudadanos
de una sociedad bien ordenada querrán normalmente que se mantenga
el imperio de la ley.
Podemos llegar a la misma conclusión de un modo ligeramente distinto.
Es razonable suponer que, incluso en una sociedad bien ordenada, los poderes
coercitivos del gobierno son, de algún modo, necesarios para mantener
la estabilidad de la cooperación social. Pues, a pesar de que los hombres saben
que comparten una idea común acerca de la justicia, y de que cada uno
quiere adherirse a los acuerdos existentes, puede no obstante suceder que carezcan
de confianza en los demás. Pueden sospechar que algunos no están
cumpliendo su cometido y, por tanto, pueden caer en la tentación de no cumplir
el suyo. La conciencia general de estas tentaciones puede ocasionar que,
con el tiempo, el esquema se descomponga. La sospecha de que otros no están
cumpliendo con sus deberes y obligaciones se incrementa por el hecho
de que, en ausencia de la interpretación autoritaria y del cumplimiento de las
leyes, es particularmente fácil encontrar excusas para contravenirlas. Así,
incluso en condiciones razonablemente ideales, es difícil imaginar, por ejemplo,
un buen esquema de impuestos sobre una base voluntaria. Tal acuerdo
es inestable. El papel de una interpretación pública de las leyes basada en
sanciones colectivas está dirigido, precisamente, a superar esta inestabilidad.
Imponiendo un sistema público de sanciones, el gobierno excluye las bases
para pensar que los demás no cumplen las normas. Únicamente por esta razón
se supone que un soberano coercitivo es siempre necesario, aunque en
una sociedad bien ordenada las sanciones no sean severas y acaso no necederechos
básicos son, al mismo tiempo, derechos de competencia, por denominarlos de alguna
manera —por ejemplo, el derecho a participar en los asuntos públicos, y el de influir sobre las
decisiones tomadas— al mismo tiempo, cada cual tiene el deber de conducirse de una determinada
forma. Este deber entra en el ámbito de la conducta política equitativa, y su violación
supone interferencia. Como hemos visto, la constitución aspira a establecer el armazón en el
cual los derechos políticos equitativamente perseguidos y tomados en su justo valor pueden
conducir a una legislación justa y efectiva, que es cuando podemos interpretar apropiadamente
la declaración contenida en el texto a lo largo de esas líneas. Véase al respecto Richard Wollheim,
"Equality", Proceedings of the Arístotelian Society, vol. 56 (1955-1956), p. 291. En otro sentido,
puede volverse a definir este derecho como el derecho a tratar de hacer algo en circunstancias
determinadas, siempre que éstas permitan la justa oposición de los demás. La ausencia
de equidad suele ser una forma característica de interferencia.
IGUALDAD DE LA LIBERTAD 227
siten imponerse. No obstante, la existencia de una maquinaria penal eficaz
sirve para garantizar la seguridad de las personas. Esta proposición y el razonamiento
que implica podemos considerarlos como tesis de Hobbes24 (§ 42).
Ahora bien, al establecer tal sistema de sanciones los grupos de una asamblea
constitucional deben sopesar sus desventajas. Éstas son al menos de dos
clases: una, los costos de mantenimiento del sistema coercitivo cubierto por
la tributación; la otra es el peligro para la libertad del ciudadano representativo,
medido por la posibilidad de que estas sanciones afecten injustamente
su libertad. El establecimiento de un sistema coercitivo sólo es racional si
estas desventajas son menores que la pérdida de libertad causada por la
inestabilidad. Suponiendo que esto sea así, la mejor disposición es la que
minimiza estos riesgos. Es claro que los peligros de la libertad son menores
cuando la ley es administrada imparcial y regularmente de acuerdo con el
principio de legalidad. Aunque un mecanismo coercitivo es necesario, es obviamente
esencial definir de un modo preciso la dirección de sus operaciones.
Sabiendo qué cosas castiga y qué cosas entran dentro de su poder de
hacer o no, los ciudadanos pueden hacer sus planes conjuntamente. El que
cumpla tales normas no ha de temer nunca una violación de su libertad.
Es claro, por las anteriores observaciones, que necesitamos una relación
de las sanciones penales, por muy limitada que sea aun en la teoría ideal.
Dadas las condiciones normales de la vida humana, algunas de tales disposiciones
son necesarias. He mantenido que los principios que justifican estas
sanciones pueden derivarse del principio de libertad. La concepción ideal
muestra en este caso cómo ha de construirse el esquema no ideal, y esto confirma
la conjetura de que lo fundamental es la teoría ideal. También vemos
que el principio de responsabilidad no se basa en la idea de que el castigo
es primordialmente retributivo o denunciatorio, sino que se reconoce por el
bien de la libertad misma. A menos que los ciudadanos sean capaces de saber
lo que es la ley y reciban una justa oportunidad de tomar en cuenta sus
directrices, las sanciones penales no deberían serles aplicadas. Este principio
es simplemente la consecuencia de considerar un sistema jurídico como
un orden de normas públicas dirigidas a personas racionales para regular su
cooperación, y para dar el valor apropiado a la libertad. Creo que este aspecto
de la responsabilidad nos capacita para explicar la mayoría de las excusas
y de las defensas reconocidas por el derecho penal bajo el título de mens rea,
y que puede servir como guía para la reforma legal. Sin embargo, estos
puntos no pueden ser considerados aquí.25 Basta tener en cuenta que la
24 Véase Leviathan, caps. 13-18. Y también Howard Warrender, The Political Philosophy of
Hobbes (The Clarendon Press, Oxford, 1957), cap. m; y D. P. Gauthier, The Logic of Leviathan
(The Clarendon Press, Oxford, 1969), pp. 76-89.
25 Para estas materias consúltese H. L. S. Hart, Punishmeni and Responsability (The Clarendon
Press, 1968), pp. 173-183, a quien he seguido aquí.
228 INSTITUCIONES
teoría ideal requiere un cómputo de sanciones penales como recurso estabilizador,
e indica la manera en que ha de ser elaborada la teoría de la obediencia
parcial. En concreto, el principio de libertad conduce al principio de
responsabilidad.
Los dilemas morales que surgen en la teoría de la obediencia parcial deben
verse teniendo en mente la prioridad de la libertad. Así podemos imaginar
situaciones poco felices donde se permita insistir con menor energía en
los preceptos legales que se están siguiendo. Por ejemplo, en algunos casos
extremos las personas podían parecer responsables de ciertos delitos contrarios
al precepto de "deber implica poder". Supongamos, por ejemplo, que a
causa de agudos antagonismos religiosos, los miembros de sectas rivales
estén reuniendo armas y formando bandas armadas para preparar una guerra
civil. Enfrentado a esta situación, el gobierno promulgaría una ley prohibiendo
la posesión de armas de fuego (suponiendo que su posesión no
fuera ya un delito). Y la ley podrá sostener que es prueba suficiente de culpabilidad
que se encuentren armas en la casa o en la propiedad del demandado,
a menos que pueda demostrar que otro las puso allí. Excepto por esta
cláusula, la falta de intención y el conocimiento de la posesión y la conformidad
con normas razonables de protección se consideran improcedentes.
Se sostiene que estas defensas normales harían ineficaz la ley, y sería imposible
su puesta en vigor.
Ahora bien, aunque esta ley infrinja el precepto: deber implica poder,
puede ser aceptada por el ciudadano representativo como una menor pérdida
de libertad, al menos si las penas impuestas no son demasiado severas.
(Aquí supongo que el encarcelamiento es una reducción drástica de la
libertad, y, por tanto, la severidad del castigo debe tenerse en cuenta.) Observando
la situación desde la etapa legislativa, podemos decir que la formación
de grupos paramilitares, que la aprobación de una ley podría impedir, es
un peligro mayor para la libertad del ciudadano medio, que el ser considerado
estrictamente responsable por la posesión de armas. Los ciudadanos
pueden considerar la ley como el menor de los dos males, resignándose al
hecho de que, aunque puedan ser considerados culpables por cosas que no
han hecho, los riesgos de su libertad con cualquier otra medida serían mayores.
Mientras existan enconadas disensiones, no hay modo de evitar que
ocurran algunas injusticias, como solemos considerarlas. Todo lo que puede
hacerse es tratar de limitarlas lo más posible.
Una vez más, la conclusión es que los argumentos para restringir la libertad
se derivan del principio de libertad en sí mismo. Hasta cierto punto, la
prioridad de la libertad influye sobre la teoría de la obediencia parcial; así,
en la situación expuesta, el bien mayor de algunos no ha sido equilibrado
con el bien menor de otros ni tampoco una libertad menor ha sido aceptada
en favor de mayores beneficios económicos y sociales, sino que la apelación
IGUALDAD DE LA LIBERTAD 229
va dirigida al bien común en forma de libertades básicas del ciudadano representativo.
Las circunstancias desgraciadas y las intenciones injustas de
algunos, hacen necesaria una libertad menor de la que se disfruta en una
sociedad bien ordenada. Cualquier injusticia en el orden social está obligada
a pagar su precio; es imposible que sus consecuencias puedan ser completamente
suprimidas. Al aplicar el principio de legalidad debemos tener
en cuenta la totalidad de derechos y obligaciones que definen las libertades
y ajusfar sus demandas adecuadamente. Algunas veces nos vemos forzados a
admitir ciertas violaciones de sus preceptos, si hemos de mitigar la pérdida
de libertad ante males sociales que no pueden evitarse, y aspirando a la menor
injusticia posible que las condiciones permitan.
39. CONSIDERACIONES SOBRE LA PROPIEDAD DE LA LIBERTAD
Aristóteles observa que es una peculiaridad de los hombres el poseer un sentido
de lo justo y de lo injusto, y que el compartir una concepción o una
idea común acerca de la justicia configura una polis.26 De manera análoga,
podríamos decir, a la vista de nuestra discusión, que una concepción común
de la justicia como imparcialidad constituye una democracia constitucional.
He tratado de demostrar, tras presentar los anteriores argumentos por
el primer principio, que las libertades básicas de un régimen democrático
están firmemente aseguradas por esta concepción de la justicia. En cada caso
las conclusiones a las que llegamos son conocidas. Mi propósito ha sido indicar,
no solamente qué principios de la justicia se ajustan a nuestros juicios,
sino también cuáles ofrecen los más sólidos argumentos en pro de la libertad.
En contraste con esto, los principios teleológicos permiten si acaso unas
bases indefinidas para la libertad, o al menos para una libertad igual. La libertad
de conciencia y la libertad de pensamiento no deberían fundarse en un
escepticismo filosófico o ético, ni en la indiferencia a los intereses religiosos
y morales. Los principios de la justicia definen, por un lado, un camino apropiado
entre el dogmatismo y la intolerancia y, por otro, un reduccíonismo
que considera la religión y la moralidad como simples preferencias. Y ya que
la teoría de la justicia se basa en premisas débiles, pero ampliamente mantenidas,
acaso obtenga la aceptación general. Seguramente nuestras libertades
tienen la base más firme cuando se derivan de principios que personas
justamente situadas unas respecto a otras pueden acordar, si pueden lograr
algún tipo de acuerdo.
Deseo examinar ahora más cuidadosamente el significado de la prioridad
de la libertad. No aludiré aquí su prioridad (lo dejo para más adelante); en
26 La política, libro i, cap. n, 1253al5.
230 INSTITUCIONES
cambio, deseo aclarar su sentido, a la vista de los ejemplos anteriores. Hay
varias prioridades. Por prioridad de la libertad entiendo la prioridad del principio
de libertad igual sobre el segundo principio de la justicia. Ambos
principios están en un orden lexicográfico y, por tanto, las demandas de libertad
han de ser satisfechas en primer lugar. Mientras esto no se logre, ningún
otro principio entra en juego. La prioridad del derecho sobre el bien, o
de la igualdad de oportunidades, sobre el principio de la diferencia, no nos
concierne de momento.
Como lo muestran todos los ejemplos anteriores, la prioridad de la libertad
significa que la libertad solamente puede ser restringida en favor de la
libertad en sí misma. Hay dos tipos de casos: las libertades básicas pueden
ser menos extensas, aunque aún iguales, o pueden ser desiguales. Si la libertad
es menos extensa, el ciudadano representativo lo considerará como un
beneficio de su libertad en equilibrio, y si la libertad es desigual, la de aquellos
que posean menor libertad ha de quedar mejor asegurada. En ambos
casos la justificación procede por referencia al sistema total de libertades iguales.
He señalado en bastantes ocasiones la prioridad de estas normas.
Hay, sin embargo, otra distinción que ha de hacerse entre dos clases de
circunstancias que justifican o excusan una restricción de la libertad. En primer
lugar una restricción puede derivarse de las limitaciones y accidentes
naturales de la vida humana o de contingencias históricas y sociales. El problema
de la justicia de estas limitaciones no ha lugar. Por ejemplo, incluso
en una sociedad bien ordenada, en circunstancias favorables, la libertad de
pensamiento y conciencia está sujeta a regulaciones razonables, y el principio
de participación sufre restricciones en su alcance. Estas limitaciones proceden
de las condiciones más o menos permanentes de la vida política; otras
son regulaciones de los rasgos naturales de la condición humana, como
ocurre con la libertad menos extensa en los niños. En estos casos, el problema
es descubrir el modo adecuado de enfocar ciertas limitaciones.
En el segundo tipo de caso, la injusticia ya existe, tanto en las disposiciones
sociales como en la conducta de los individuos. El problema es hallar el
modo adecuado de responder a la injusticia. Esta injusticia puede tener muchas
explicaciones, y aquellos que actúan injustamente a menudo lo hacen
con la convicción de que persiguen una causa noble. Los ejemplos de los intolerantes
y de las sectas rivales ilustran esta posibilidad. Pero la propensión
de los hombres a la injusticia no es un aspecto permanente de la vida comunitaria;
depende, en mayor o menor medida, de las instituciones sociales y
en particular de si son justas o no. Una sociedad bien ordenada tiende a
eliminar, o al menos controlar, la predisposición de los hombres a la injusticia
(véanse los capítulos vm y ix), y, por tanto, las sectas autoritarias e intolerantes
tienen menos posibilidades de existir o de ser un peligro, una vez
establecida tal sociedad. El cómo la justicia nos exige que tratemos a la inIGUALDAD
DE LA LIBERTAD 231
justicia es un problema muy diferente del de cómo combatir las inevitables
limitaciones y contingencias de la vida humana.
Estos dos tipos de casos plantean diferentes problemas. Ha de recordarse
que la obediencia estricta es uno de los acuerdos de la posición original; los
principios de la justicia se eligen de acuerdo con la suposición de que serán
generalmente obedecidos. Cualesquiera fallas se consideran excepciones. Poniendo
estos principios en un orden lexicográfico, los grupos escogen una
concepción de la justicia conforme a ciertas condiciones favorables y aceptan
que una sociedad justa pueda lograrse de ese modo. Proyectados así, los
principios definen un esquema perfectamente justo; pertenecen a la teoría
ideal y establecen el propósito de dirigir el curso de la reforma social. Pero
aun aceptando la verdad de estos principios, debemos preguntar cómo se
aplican a las instituciones en condiciones menos favorables, y si ofrecen alguna
guía para los casos de injusticia. Los principios y su orden lexicográfico
no se reconocerían teniendo en mente estas situaciones, y, por tanto, es
posible que no nos sirvan de momento.
No intento dar una respuesta sistemática a estos problemas. Unos cuantos
casos especiales son considerados más adelante (véase capítulo vi). La
idea intuitiva es dividir la teoría de la justicia en dos partes: la primera, o
parte ideal, acepta la obediencia estricta y elabora los principios que caracterizan
una sociedad bien ordenada en circunstancias favorables. Esta parte
desarrolla la concepción de una estructura básica perfectamente justa y los
deberes y obligaciones que corresponden a las personas con las constricciones
habituales de la vida humana. Mi principal preocupación se refiere a esta
parte de la teoría. La teoría no ideal, la segunda parte, se elabora a partir de
que se ha elegido una concepción ideal de la justicia; sólo entonces los grupos
se preguntan qué principios han de adoptar en condiciones menos favorables.
Esta división de la teoría tiene, como ya he indicado, dos subpartes
bastante diferentes. Una consiste en los principios para regular las justificaciones
a las limitaciones naturales y contingencias históricas, y la otra se refiere
a los principios para afrontar la injusticia.
Considerando la teoría de la justicia en conjunto, la parte ideal presenta
la concepción de una sociedad justa que hemos de intentar lograr. Las instituciones
existentes han de ser juzgadas a la luz de esta concepción, y consideradas
injustas si se han apartado de ella sin razón suficiente. El orden
lexicográfico de los principios especifica qué elementos ideales son más
urgentes, y las normas de prioridad que este orden sugiere han de ser aplicadas
a casos prácticos. Así, en tanto lo permiten las circunstancias, tenemos
un deber natural de evitar las injusticias, comenzando por las más graves,
identificadas por el alcance de su desviación de la justicia perfecta. No cabe
duda que esta idea es extremamente rígida. La apreciación de las desviaciones
del ideal se deja en su mayor parte a la intuición. No obstante, nuestro
232 INSTITUCIONES
juicio se guía por la prioridad indicada por el orden lexicográfico. Si tenemos
un cuadro razonablemente claro de lo que es justo, nuestras convicciones
acerca de la justicia se ordenarán de modo adecuado, aunque no podamos
formular precisamente cómo se lleva a cabo esta convergencia. Por eso,
aunque los principios de la justicia pertenezcan a la teoría de un ideal estado
de cosas, en general son pertinentes.
Las diferentes partes de la teoría no ideal pueden ilustrarse mediante diferentes
ejemplos, algunos de los cuales ya hemos discutido. Un tipo de situación
es la que implica una libertad menos extensa. Partiendo de que no hay
desigualdades y de que todos han de tener una libertad menor en vez de
una mayor, el problema puede enfocarse desde la perspectiva del ciudadano
representativo. La apelación a los intereses de éste al aplicar los principios
de la justicia consiste en invocar el principio del interés común. (El bien
común creo que consiste en unas condiciones generales que producen el
mismo beneficio para todos.) Algunos de los ejemplos precedentes implican
una libertad menor: la regulación de la libertad de conciencia y de pensamiento
por medios acordes con el orden público y la limitación del alcance
de la regla de mayorías pertenece a esta categoría. Estas limitaciones se derivan
de las condiciones permanentes de la vida humana, y, por tanto, estos
casos pertenecen a la parte de la teoría no ideal que se ocupa de las limitaciones
naturales. Los dos ejemplos de limitar las libertades del intolerante y
restringir la violencia de sectas rivales, como suponen injusticia, corresponden
a la parte de la obediencia parcial de la teoría no ideal. En cada uno de
los cuatro casos, el argumento se deriva del punto de vista del ciudadano
representativo. Siguiendo la idea de un orden lexicográfico, las limitaciones
a la libertad redundan en beneficio de la libertad misma, resultando una libertad
menor pero igual para todos.
El segundo tipo de caso es el de una libertad desigual. Si algunos tienen
más votos que otros, la libertad política es desigual; y lo mismo ocurre si los
votos de algunos se valoran mucho más que los de otros, o si una parte de
la sociedad no tiene derechos políticos. En muchas situaciones históricas podría
justificarse una libertad política menor. Quizá la explicación poco realista
de Burke, acerca de la representación, tenga un elemento de validez en
el contexto de la sociedad del siglo xvm.27 Si es así, refleja el hecho de que
las diferentes libertades no están todas al mismo nivel, pues aunque en esa
época la desigual libertad política podría haberse justificado dadas las limitaciones
históricas, la servidumbre y la esclavitud, y la intolerancia religiosa
ciertamente no se justifican. Estas consideraciones no justifican la pérdida de
la libertad de conciencia y de los derechos que definen la integridad de la
27 Véase H. F. Pitkin, The Concept of Representation, cap. vm, para una relación de la idea de
Burke.
IGUALDAD DE LA LIBERTAD 233
persona. El caso de ciertas libertades políticas y de los derechos de justa
igualdad de oportunidades es menos apremiante. Como he mencionado anteriormente
(§ 11), puede ser necesario renunciar a algunas de estas libertades
para transformar una sociedad menos afortunada en otra en la que todas
las libertades básicas puedan ser plenamente ejercidas. En condiciones que,
de momento, no puedan ser cambiadas, acaso no haya otra forma de instituir
un ejercicio efectivo de estas libertades, pero en la medida de lo posible
deben ser alcanzadas primero las más importantes. En cualquier caso, para
aceptar la ordenación lexicográfica de los dos principios, no estamos obligados
a negar que la posibilidad de ser de las libertades básicas dependa de
las circunstancias. Sin embargo, debemos asegurarnos de que el curso por
seguir hacia el cambio sea tal que a la postre se puedan alcanzar las condiciones
sociales en que ya no se justifique la restricción de estas libertades.
Por así decirlo, el lograr este objetivo viene a ser la tendencia a largo plazo,
inherente a un sistema justo.
En estas observaciones he supuesto que aquellos que poseen una libertad
menor son los que han de ser compensados. Hemos de enfocar siempre la
situación desde su punto de vista (como se deduce de la convención constitucional
o la legislatura). Ahora bien, es esta restricción la que hace prácticamente
cierto que la esclavitud y la servidumbre, en sus formas habituales,
sean tolerables únicamente cuando mitigan injusticias peores. Puede haber
casos transitorios donde la esclavitud sea mejor que las prácticas que se utilicen
en ese momento. Por ejemplo, supongamos que ciudades-Estado que
antes no han tomado prisioneros de guerra, pero que han sentenciado a
muerte a los cautivos, acuerdan, mediante un tratado, tomar a los prisioneros
como esclavos. Aunque no podemos permitir la esclavitud sobre la base
de que los mayores beneficios de algunos tienen más valor que las pérdidas
de otros, podría ser que en estas condiciones en que todos corren el riesgo de
ser capturados en la guerra, esta forma de esclavitud sea menos injusta que
las prácticas acostumbradas hasta entonces. Al menos la esclavitud así considerada
no es hereditaria (es de suponer) y esto es aceptado por los ciudadanos
libres de las ciudades-Estado más o menos iguales. El arreglo parece
sustentable como mejora de las instituciones establecidas, si los esclavos no
son tratados demasiado severamente. Con el tiempo, puede suponerse que
esta idea será abandonada, ya que si el intercambio de prisioneros de guerra
es una solución más deseable, la devolución de los miembros encarcelados
de la comunidad será preferible al servicio de esclavos. Pero ninguna de estas
consideraciones, en todo caso imaginarias, tiende en modo alguno a justificar
la esclavitud hereditaria citando limitaciones históricas o naturales. No
podemos alegar aquí la necesidad o, al menos, la mayor ventaja de estas soluciones,
para formas de cultura más perfeccionadas. Como observaré después,
el principio de la perfección sería rechazado en la posición original (§ 50).
234 INSTITUCIONES
El problema del paternalismo merece alguna discusión aquí, ya que ha
sido mencionado en el argumento de la libertad de igual, y supone una libertad
menor. En la posición original los grupos creen que en la sociedad son
racionales y capaces de administrar sus propios asuntos. No reconocen, por
tanto, ningún deber en sí mismo, ya que no es necesario para promover su
propio bien. Pero, una vez que la concepción ideal se ha elegido, querrán asegurarse
contra la posibilidad de que no se desarrollen sus poderes y no puedan
satisfacer de un modo racional sus intereses, como ocurre en el caso de
los niños; o que, por alguna desgracia o algún accidente, queden incapacitados
para tomar decisiones que les beneficien, como ocurre en el caso de
las personas seriamente disminuidas o mentalmente trastornadas. Es también
racional, por su parte, protegerse contra sus propias inclinaciones irracionales,
conviniendo en una escala de castigos que les dará un motivo suficiente
para evitar acciones desatinadas, y aceptar ciertas imposiciones
proyectadas para reparar las consecuencias lamentables de su conducta imprudente.
En estos casos, los grupos adoptan principios que estipulan cuándo
otros están autorizados para actuar en beneficio propio, y para supeditar
sus actuales deseos si es necesario; y esto lo hacen reconociendo que algunas
veces su capacidad de actuar racionalmente para conseguir su propio bien
puede disminuir o desaparecer28 en su totalidad.
Así, los principios del paternalismo son aquellos que los grupos reconocerían
en la posición original para protegerse contra la debilidad o las fallas
de su razón y de su voluntad en sociedad. En ocasiones se autoriza e incluso
se exige a otros que actúen en nuestro beneficio y hagan lo que haríamos
para nosotros mismos si fuésemos racionales. Esta autorización sólo se pone
en práctica cuando no podemos cuidar de nosotros mismos. Las decisiones
paternalistas han de guiarse por las propias preferencias del individuo y
por sus intereses, en tanto que no sean irracionales o, a falta de conocimiento
de estos intereses, por la teoría de los bienes primarios. Cuanto menos conocemos
de una persona, actuamos por ella más como lo haríamos por nosotros
mismos, desde el punto de vista de la posición original. Intentamos obtener
para él cosas que presumiblemente quiere, sean lo que fueren. Debemos ser
capaces de alegar que con el desarrollo o la recuperación de sus poderes
racionales, el individuo en cuestión aceptaría nuestra decisión en su favor y
estaría de acuerdo con nosotros en que hicimos lo mejor.
La exigencia de que la otra persona acepte su estado, a su debido tiempo,
no es, sin embargo, suficiente, y mucho menos si esta condición no está abierta
a una crítica racional. Así imaginemos dos personas en plena posesión de
su razón y voluntad que mantengan diferentes posiciones religiosas y filo-
28 Para un examen de esle problema véase Gerald Dworkin, "Paternalism", y un ensayo en
Morality and the Law, ed. R. A. Wasserstrom (Wadsworth Publishing Co., Belmont, Cal., 1971),
P p . 107-126.
IGUALDAD DE LA LIBERTAD 235
sóficas, y supongamos que hay algún proceso psicológico que convierte a
cada uno a la opinión del otro, a pesar de que el proceso se les impone contra
su voluntad. Llegado el momento, vamos a suponerlo, ambos aceptarán
conscientemente sus nuevas creencias. No se nos permite aún someterles a
este tratamiento. Dos últimas consideraciones son necesarias: la intervención
paternalista ha de justificarse por la pérdida evidente o la ausencia de
razón y de voluntad; y debe guiarse por los principios de la justicia y por lo
que se conoce acerca de los intereses más permanentes del individuo o por
el cómputo de bienes primarios. Estas restricciones a la iniciación y la dirección
de las medidas paternalistas se derivan de las presunciones de la posición
original. Los grupos quieren garantizar la integridad de su persona y
de sus objetivos y creencias finales, sean las que fueren. Los principios paternalistas
son una protección contra nuestra propia irracionalidad y no deben
interpretarse para autorizar ataques a las propias convicciones y carácter,
mientras ofrezcan la perspectiva en tanto que ofrecen la posibilidad de
obtener el consentimiento. En general, también los métodos de educación
deben respetar estas limitaciones (§ 78).
La fuerza de la justicia como imparcialidad parece derivarse de dos cosas:
la exigencia de que todas las desigualdades se justifiquen ante los menos
aventajados, y la prioridad de la libertad. Estas dos limitaciones la distinguen
del intuicionismo y de las teorías teleológicas. Resumiendo la discusión anterior
podemos reformular el primer principio de la justicia y conjuntarlo
con la regla de prioridad adecuada. Las alteraciones y adiciones se aclaran
por sí mismas. El principio se enuncia ahora del modo siguiente.
Primer principio
Cada persona ha de tener un derecho igual al sistema más amplio de libertades
básicas, compatible con un sistema similar de libertad para todos.
Regla de prioridad
Los principios de la justicia han de ser clasificados en un orden lexicográfico
y por tanto la libertad sólo puede ser restringida en favor de la
libertad en sí misma. Hay dos casos:
A. una libertad menos extensa debe reforzar el sistema total de libertad
compartido por todos;
B. una libertad menor que la libertad igual debe ser aceptable para
aquellos ciudadanos con una libertad menor.
Quizá merezca repetirse que todavía tengo que ofrecer un argumento sistemático
para la regla de prioridad aunque la he revisado en bastantes oca236
INSTITUCIONES
siones. Parece que se ajusta bastante bien a nuestras convicciones. Pero este
argumento, desde el punto de vista de la posición original, lo dejo para la
Tercera Parte, donde puede entrar en juego en su totalidad la doctrina contractual
(§ 82).
40. LA INTERPRETACIÓN KANTIANA DE LA JUSTICIA COMO IMPARCIALIDAD
En su mayor parte, he considerado el contenido del principio de libertad
igual y el significado de la prioridad de los derechos que define. Parece apropiado
destacar aquí que hay una interpretación kantiana del concepto de
justicia de la que se deriva este principio. Esta interpretación se basa en la noción
kantiana de autonomía. Es un error, creo yo, acentuar el lugar que de
la generalidad y la universalidad ocupan en la ética kantiana. El que los principios
morales sean generales y universales no es nuevo para él, y, como hemos
visto, estas condiciones no nos llevan muy lejos. Es imposible construir
una teoría moral sobre una base tan débil, y, por tanto, limitar la discusión
de la doctrina kantiana a estas nociones es reducirla a la trivialidad. La fuerza
de su concepto reside en otra parte.29
Por una parte, Kant comienza con la idea de que los principios morales
son el objeto de la elección racional. Estos principios definen la ley moral según
la que los hombres desean racionalmente dirigir su conducta en una comunidad
ética. La filosofía moral se vuelve el estudio de la concepción y el resultado
de una decisión racional convenientemente decidida. Esta idea tiene
consecuencias inmediatas, ya que una vez que consideremos los principios
morales como la legislación para un reino de fines, está claro que estos principios
no sólo han de ser aceptados, sino también conocidos por todos. Finalmente,
Kant supone que esta legislación moral debe ser acordada en
condiciones que caracterizan a los hombres como seres libres y racionales.
29 Lo que debemos muy especialmente evitar es la idea de que la doctrina de Kant puede, a
lo más, aportar los elementos generales o formales para una teoría utilitaria o para cualquier
otra. Ésta es una idea que podemos hallar en The Methods ofElhks, de Sidgwick, 71 ed. (Londres,
Macmillan, 1907), pp. xvn y xx del prefacio; y también en Ethical Sludies, de F. H. Bradley,
2a ed. (Oxford, Clarendon Press, 1927), Ensayo iv, y podemos remontarnos hasta Hegel.
Hay que tener muy en cuenta el amplio alcance de esta opinión y considerar detenidamente
los últimos trabajos. Desgraciadamente, no existe un comentario del conjunto de la teoría moral
de Kant; quizá resulte imposible de escribir. No obstante, los trabajos clásicos de H. J. Patón, The
Categórica! hnperatíve (University of Chicago Press, Chicago, 1948), y L. V. Beck, A Commentary
on Kant's Critique ofPmctical Reason (University of Chicago Press, Chicago, 1960), y otros, necesitan
ser actualizados mediante el estudio de otras obras. Véanse entonces las de M. J. Gregor,
Lmos ofFreedom (Basil Blackwel, Oxford, 1963); una relación de The Metaphysics of Moráis; y J. G.
Murphy, Kant: the Philosophy of Ríght (Macmillan, Londres, 1970). Además, la Crítica del juicio,
la religión dentro de los límites de la mera razón, y los escritos políticos no pueden dejarse a un
lado sin distorsionar su doctrina. Por último, véase Kant's Polilical Writings, ed. Hans Reiss y
trad. H. B. Nisbet (The University Press, Cambridge, 1970).
IGUALDAD DE LA LIBERTAD 237
La descripción de la posición original es un intento de interpretar esta concepción.
No deseo discutir aquí esta interpretación sobre la base del texto
de Kant. Ciertamente, algunos querrán interpretarlo de otro modo. Quizá
las observaciones siguientes se entiendan mejor como sugerencias para relacionar
la justicia como imparcialidad, con el punto culminante de la tradición
contractualista en Kant y Rousseau.
Kant mantenía, según creo, que una persona actúa autónomamente cuando
los principios de su acción son elegidos por ella como la expresión más
adecuada de su naturaleza como ser libre y racional. Los principios sobre
los que actúa no se adoptan a causa de su posición social o sus dotes naturales,
o a la vista de la sociedad específica en la que vive o de las cosas que desea.
Actuar sobre tales principios es actuar heterónomamente. Ahora bien, el
velo de la ignorancia priva a las personas en la posición original del conocimiento
que les capacitaría a elegir principios heterónomos. Los grupos llegan
a su elección conjunta como personas libres y racionales, sabiendo únicamente
que se dan aquellas circunstancias que hacen surgir la necesidad
de los principios de justicia.
Desde luego, el argumento de estos principios añade varios aspectos a la
concepción kantiana; por ejemplo, el rasgo de que los principios elegidos
han de aplicarse a la estructura básica de la sociedad y las premisas que caracterizan
esta estructura se usan para deducir los principios de la justicia.
Pero creo que éstas y otras adiciones son bastante naturales y siguen bastante
de cerca la doctrina de Kant, al menos cuando todos sus escritos éticos
son considerados en conjunto. Suponiendo, entonces, que el razonamiento en
favor de los principios de la justicia es correcto, podemos decir que cuando
las personas actúan sobre la base de estos principios están actuando de
acuerdo con principios que ellos elegirían como personas racionales e independientes
en una original posición de igualdad. Los principios de sus acciones
no dependen de contingencias naturales o sociales, ni reflejan tampoco
la disposición de las particularidades de sus planes de vida o de las aspiraciones
que los motivan. Actuando a partir de estos principios, las personas expresan
su naturaleza de seres libres y racionales sujetas a las condiciones generales
de la vida humana. Expresar que la propia naturaleza es un modo
de ser específico, es actuar conforme a los principios que serían elegidos si
esta naturaleza fuera el elemento resolutorio decisivo. Desde luego, la elección
de los grupos en la posición original está sujeta a las limitaciones de esta
situación. Pero cuando, conscientemente, actuamos sobre los principios de
la justicia, en el curso ordinario de los acontecimientos, consentimos deliberadamente
las limitaciones de la posición original. Una razón para hacerlo,
para personas que lo hagan y lo quieran así, es expresar su naturaleza de
seres libres y racionales.
Los principios de la justicia son también imperativos categóricos en senti238
INSTITUCIONES
do kantiano. Por imperativo categórico, Kant entiende un principio de conducta
que se aplica a una persona en virtud de su naturaleza como ser libre
y racional. La validez de este principio no presupone que se tenga un deseo
o propósito particular. Por el contrario, un imperativo categórico supone lo
siguiente: nos dirige a dar ciertos pasos como medio eficaz de conseguir un
fin específico. Si el deseo es para una cosa particular o para una cosa más general,
como ciertas clases de sentimientos o placeres, el imperativo correspondiente
es hipotético. Su aplicabilidad depende de tener un propósito que
no es condición necesaria para ser un individuo humano racional. El argumento
en pro de los principios de la justicia no supone que los grupos tengan
fines particulares, sino solamente que desean ciertos bienes primarios. Éstas
son cosas que es razonable querer, se quiera lo que se quiera aparte. Así,
dada la naturaleza humana, querer estas cosas es una parte de su racionalidad
y aunque se presume que todos tienen alguna concepción del bien, no
se sabe nada de sus objetivos finales. La preferencia por los bienes primarios
se deriva, entonces, de las suposiciones más generales acerca de la racionalidad
de las condiciones de la vida humana. Actuar a partir de los principios
de la justicia es actuar a partir de imperativos categóricos en el sentido
de que se aplican a nosotros cualesquiera que sean nuestros propósitos en particular.
Esto refleja el hecho de que tales contingencias no aparecen como
premisas en sus deducciones.
Podemos tener en cuenta, también, que la suposición que motiva el mutuo
desinterés concuerda con la noción kantiana de autonomía, y establece
otra base para esta condición. Hasta aquí, esta suposición se ha usado para
caracterizar las circunstancias de la justicia y para asegurar un concepto claro
que guíe los razonamientos de los grupos. También hemos visto que el
concepto de benevolencia, siendo una noción de segundo orden, no resolvería
nada. Podemos añadir que la suposición de un desinterés mutuo tiene
como fin el permitir la libertad en la elección de un sistema de objetivos finales.
30 La libertad de adoptar una concepción del bien está limitada únicamente
por principios deducidos de una doctrina que no impone restricciones
previas a estos conceptos. La presunción de un desinterés mutuo en la
posición original implica esta idea. Yo creo que los grupos tienen pretensiones
diferentes, en un sentido general. Si sus fines estuviesen restringidos de
algún modo específico, esto aparecería como una restricción arbitraria a la
libertad. Además, si los grupos fuesen altruistas o persiguiesen cierta clase
de placeres, entonces los principios elegidos sólo se aplicarían, como lo muestra
el argumento, a personas cuya libertad estuviese restringida por elecciones
compatibles con el altruismo y el hedonismo. Como lo dice el argumento,
los principios de la justicia afectan a todas las personas con planes de
30 En este punto estoy en deuda con Charles Fried.
IGUALDAD DE LA LIBERTAD 239
vida racionales, sea cual fuere su contenido, y estos principios representan
las limitaciones apropiadas a la libertad. Así es posible decir que los límites
impuestos a las concepciones sobre el bien son el resultado de una interpretación
de la situación contractual que no pone limitaciones previas a los deseos
de los hombres. Hay, por tanto, muchas razones que motivan la premisa
causante del desinterés mutuo. Esta premisa no sólo es cuestión de realismo
acerca de las circunstancias de la justicia, o un medio de hacer asequible la
teoría, sino que también se conecta con la idea kantiana de autonomía.
Hay, sin embargo, una dificultad que hay que declarar. Está bien expresada
por Sidgwick,31 quien apunta que nada hay más sorprendente en la
ética kantiana que la idea de que un hombre se realiza a sí mismo cuando
actúa a partir de la ley moral, mientras que si permite que sus acciones sean
determinadas por deseos sensuales o intereses accidentales, se somete a la
ley de la naturaleza. Aunque, según la opinión de Sidgwick, esta idea no tiene
valor alguno, le parece que, según la opinión de Kant, las vidas de los
santos y de los truhanes son igualmente el resultado de una elección libre (por
parte del ego noumenal) y el sujeto de leyes causales (el ego fenomenal).
Kant nunca explica por qué el truhán no expresa en una vida mala sus características
y su personalidad libremente elegidas, del mismo modo que un
santo expresa su personalidad característica y libremente elegida en una
buena. La objeción de Sidgwick es decisiva, creo yo, por cuanto suponemos,
como la exposición de Kant parece conceder, que el ser noumenal puede
elegir un conjunto coherente de principios y que, actuar conforme a tales
principios, sean cuales fueren, basta para expresar que nuestra elección es
la de un ser libre y racional. La réplica de Kant sería que aunque actuar con
base en un conjunto coherente de principios básicos sería el resultado de
una decisión por parte del ego noumenal, no todas esas acciones del ego fenomenal
expresan esta decisión como la de un ser libre y racional. Así, si una
persona realiza su verdadera individualidad expresándola en sus acciones,
y si desea, sobre todo, realizarse a sí mismo, elegirá entonces actuar sobre
principios que manifiesten su naturaleza de ser libre y racional. La parte que
falta del argumento se refiere al concepto de expresión. Kant no mostró
que actuar partiendo de la ley moral exprese nuestra naturaleza en formas
identificables y que actuar sobre principios contrarios no lo haga.
Este defecto se convierte en un bien, creo yo, por la concepción de posición
original. Lo esencial es que necesitamos un argumento que muestre qué
principios, si hay alguno, han de elegir las personas libres e igualmente racionales
y que estos principios sean aplicables en la práctica. Una respuesta
concreta a este problema es necesaria para enfrentarnos a la objeción de
31 Véase The Methods of Ethics, 78 ed. (Londres, Macmillan, 1907), Apéndice, "The Kantian
Conception of Free Will" (tomado de Mina, vol. 13,1888), pp. 511-516, esp. p. 516.
240 INSTITUCIONES
Sidgwick. Sugiero que concibamos la posición original como el punto de
vista a través del cual seres noumenales contemplan el mundo. Los grupos
compuestos de seres noumenales tienen completa libertad para elegir los
principios que deseen; pero también tienen un deseo de expresar su naturaleza
de miembros racionales del reino de lo inteligible con esta libertad de
elección, es decir, como seres que pueden contemplar el mundo de este modo,
y expresar esta perspectiva en su vida como miembros de la sociedad.
Deben decidir qué principios, cumplidos conscientemente en la vida diaria,
manifiestan del mejor modo posible esta libertad en su comunidad y revelan
más claramente su independencia de las contingencias naturales y de los
accidentes sociales. Ahora bien, si el argumento de la doctrina contractual
es correcto, estos principios son, desde luego, aquellos que definen la ley moral,
o, más exactamente, los principios de la justicia para instituciones e individuos.
La descripción de la posición original interpreta el punto de vista
de los seres noumenales, acerca de lo que significa ser un individuo libre y
racional. Nuestra naturaleza como tales seres se manifiesta cuando actuamos
a partir de principios que elegiríamos cuando esta naturaleza se refleja en
las condiciones que determinan la elección. Así los hombres exhiben su libertad,
su independencia de las contingencias de la naturaleza y de la sociedad,
actuando por medios que reconocerían en la posición original.
Entendido adecuadamente, el deseo de actuar con justicia se deriva en
gran parte del deseo de expresar lo más exactamente posible lo que somos
o lo que podemos ser, especialmente como seres libres y racionales con libertad
de elegir. Es por esta razón, creo yo, por lo que Kant dice que no actuar
con arreglo a la ley moral da lugar a la vergüenza y no a un sentimiento de
culpabilidad. Y esto es adecuado, ya que, para él, actuar injustamente es actuar
de una manera que no expresa nuestra naturaleza como seres libres y
racionales. Por tanto, tales acciones atenían contra nuestra propia estimación,
nuestro sentido del propio valor, de la propia vanidad, y la experiencia
de esta pérdida es la vergüenza (§ 67). Hemos actuado como si perteneciésemos
a un orden inferior, como si fuésemos una criatura cuyos primeros
principios son decididos por las contingencias naturales. Aquellos que consideran
la doctrina moral de Kant como una doctrina de ley y culpa lo interpretan
mal. El objetivo principal de Kant es profundizar y justificar la idea
de Rousseau de que la libertad consiste en actuar de acuerdo con una ley
que nos damos a nosotros mismos. Y esto no nos lleva a la moral de una orden
austera, sino a una ética de mutuo respeto y autoestimación.32
32 Véase B. A. O. Williams, "The Idea of Equality" en Phihsophy, Politics and Society, Segunda
Serie, ed. Peter Laslett y W. G. Runciman (Basil Blackwell, Oxford, 1962), p. 115. Para confirmar
esta interpretación, véanse las apreciaciones de Kant sobre la educación moral en Crítica de la
razón práctica, pt. n. Véase también Beck, Commentary on Kant's Critique of Practical Reason,
pp. 233-236.
IGUALDAD DE LA LIBERTAD 241
La posición original puede ser considerada como una interpretación
procesal de la concepción kantiana de autonomía y del imperativo categórico,
dentro del sistema de una teoría empírica. Los principios reguladores
del reino de fines son aquellos que serían elegidos en esta posición, y la descripción
de esta situación nos capacita para explicar el sentido según el cual,
actuando a partir de estos principios, expresamos nuestra naturaleza de
seres libres y racionales. Estas nociones ya no son puramente trascendentales
y carentes de conexión con la conducta humana, ya que la concepción procesal
de la posición original nos permite establecer estos lazos. Es verdad
que me he apartado de los enfoques de Kant en varios aspectos. No puedo
discutir estos puntos aquí; pero han de tenerse en cuenta dos cosas. La elección
del individuo como ser noumenal creo que es una elección colectiva.
La importancia de que el ser sea igual es que los principios elegidos han de
ser aceptables a otros seres. Ya que todos son similarmente libres y racionales,
cada uno ha de tener una oportunidad de adoptar los principios públicos
de la comunidad ética. Esto significa que, como seres noumenales todos
han de consentir en estos principios. A menos que fuesen acordados los principios
del truhán, no pueden expresar esta elección libre, por mucho que
uno solo quisiera adoptarlos. Después intentaré definir el sentido según el
que este acuerdo unánime es la mejor expresión de la naturaleza del ser
(§ 85). Este acuerdo no pasa por alto los intereses de la persona, como lo implica
la naturaleza colectiva de la elección, pero dejaré esta cuestión por el
momento.
En segundo lugar, he supuesto que los grupos saben que están sujetos a
las condiciones de la vida humana. Estando en las circunstancias de la justicia,
están situados en el mundo con otros hombres, quienes también se enfrentan
a limitaciones tales como una escasez moderada o intereses competitivos.
La libertad humana ha de ser regulada por principios elegidos a la
luz de estas restricciones naturales. Así, la justicia como imparcialidad es una
teoría de la justicia humana y entre sus premisas están los hechos elementales
acerca de las personas y de su lugar en la naturaleza. La libertad de
ciertas inteligencias absolutas (Dios y los ángeles), no sujeta a estos condicionamientos,
va más allá del alcance de esta teoría. Kant pudo haber querido
decir que su teoría se aplicaba a todos los seres racionales, como tales, y que,
por tanto, la situación social del humano en el mundo parece no tener posibilidad
alguna de determinar los principios fundamentales de la justicia. De
ser así, he aquí otra diferencia entre la teoría de Kant y la justicia como imparcialidad.
Pero la interpretación kantiana no tiene por objeto ser una interpretación
de la doctrina real de Kant, sino, más bien, de la justicia como imparcialidad.
El análisis de Kant se halla poblado de gran número de dualismos profundos
y, especialmente, por los existentes entre lo necesario y lo contin242
INSTITUCIONES
gente, la forma y el fondo, el deseo y la razón, y entre el noúmeno y el fenómeno.
Para muchos, renunciar a estos dualismos, tal y como él los interpretaba,
equivale a renunciar a lo que su teoría tiene de distintivo. Yo no comparto
esta opinión. Su concepción moral posee una estructura característica
que resalta con mucho más claridad cuando se toman estos dualismos no
en el sentido que él les dio, sino que se les refunde, volviendo a formular su
fuerza moral dentro del campo de una teoría empírica; en lo que yo he llamado
interpretación kantiana se halla explicada la forma en que esto puede
lograrse.
V. PORCIONES DISTRIBUTIVAS
EN ESTE capítulo tomo en consideración el segundo principio de justicia y
describo un esquema de las instituciones que cumplen sus exigencias en la
composición del Estado moderno. Comienzo observando que los principios
de la justicia pueden servir como parte de una doctrina de economía política.
La tradición utilitaria ha acentuado esta aplicación y podemos ver cuáles
son los resultados. También señalo que estos principios llevan incorporado
un cierto ideal de las instituciones sociales, y esto tendrá importancia
cuando consideremos en la Tercera Parte los valores de la comunidad. Como
preparación para ulteriores discusiones, hay unos breves comentarios
acerca de los temas económicos, el papel de los mercados, etc. Después vuelvo
al difícil problema del ahorro y de la justicia entre generaciones. Los puntos
fundamentales son conjuntados de un modo intuitivo seguidos por algunas
observaciones destinadas al problema de la preferencia en el tiempo
y a ciertos casos de prioridad. Después intento mostrar que el análisis de las
porciones distributivas puede explicar el lugar de los preceptos comunes de
la justicia. También examino el perfeccionismo y el intuicionismo como teorías
de la justicia distributiva, redondeando hasta cierto punto el contraste
con otras opiniones tradicionales. En todo ello, queda abierta la elección entre
una economía de propiedad privada y una economía socialista; desde el
punto de vista exclusivo de la teoría de la justicia, puede parecer que diferentes
estructuras básicas satisfacen sus principios.
41. EL CONCEPTO DE JUSTICIA EN LA ECONOMÍA POLÍTICA
En este capítulo trato de ver cómo los dos principios actúan como concepción
de economía política, es decir, como normas según las cuales evaluamos
los esquemas económicos y los programas políticos, así como el trasfondo
de sus instituciones. (El bienestar económico a menudo se define del
mismo modo.1 No uso este nombre porque el término "bienestar" sugiere
que la concepción moral implícita es utilitaria; la frase "elección social" es
1 La economía de bienestar es definida de este modo por K. J. Arrow y Tibor Scitovsky en su
introducción a Readings in Welfare Economics (Richard D. Irwin, Homewood, 111., 1969), p. 1. Una
exposición ulterior puede encontrarse en la obra de Abram Bergson, Essays in Normative Economics
(Harvard University Press, Cambridge, 1966), pp. 35-39, 60-63, 68 ss.; y en la de A. K. Sen,
Collective Choice and Social Welfare (Holden-Day San Francisco, 1970), pp. 56-59.
243
244- INSTITUCIONES
mucho mejor aunque creo que sus connotaciones aún son demasiado escasas.)
Una doctrina de economía política debe incluir una interpretación
del bien público basada en una concepción de la justicia. Ha de guiar las reflexiones
de los ciudadanos cuando consideren los problemas de política
económica y social. El ciudadano debe adoptar la perspectiva de la asamblea
constitucional o de la etapa legislativa y averiguar cómo han de aplicarse los
principios de la justicia. Una opinión política se refiere a lo que promueve
el bien del cuerpo político en general, e invoca alguna norma para la división
equitativa de las ventajas sociales.
Desde el principio he hecho hincapié en que la justicia como imparcialidad
se aplica a la estructura básica de la sociedad. Es una concepción para
clasificar las formas sociales consideradas como sistemas cerrados. Alguna
decisión respecto a estas nociones es fundamental y no puede evitarse. De
hecho, el efecto acumulativo de la legislación económica y social es determinar
la estructura básica. Además, el sistema social forja los deseos y aspiraciones
que sus ciudadanos llegan a tener, y también determina, en parte,
la clase de personas que quieren ser, y la clase de personas que son. Así, un
sistema económico no es sólo un mecanismo institucional para satisfacer los
deseos y las necesidades, sino un modo de crear y de adaptar los deseos futuros.
El cómo los hombres trabajan en conjunto para satisfacer sus deseos
presentes afecta los deseos que tendrán después, la clase de personas que
serán. Estos aspectos son perfectamente obvios y han sido siempre reconocidos
por destacados economistas tan diferentes como Marshall y Marx.2 Como
los esquemas económicos tienen estos efectos, y deben tenerlos, la elección
de estas instituciones supone una concepción del bien humano y de los
proyectos de las instituciones para conseguirlo. Esta elección debe ser hecha
sobre bases morales y políticas tanto como económicas. Las consideraciones
de eficiencia no son sino una base de decisión y, a menudo, una base
de decisión relativamente pequeña. Desde luego, esta decisión no puede ser
afrontada abiertamente. Se puede tomar por omisión. A menudo asentimos
sin pensar en la concepción moral y política implícita en el statu quo, o dejamos
que las cosas se resuelvan mediante las soluciones que ofrecen fuerzas
económicas y sociales rivales. Pero la economía política debe investigar este
problema, aun cuando la conclusión sea que es mejor dejar que el curso de
los acontecimientos decida.
Ahora bien, puede parecer a primera vista que la influencia del sistema
social sobre los deseos humanos y las consideraciones de los hombres sobre
sí mismos impone una objeción decisiva al punto de vista contractual. Podríamos
pensar que esta concepción de la justicia se basa en los propósitos
2 Para una exposición de este punto y de sus consecuencias sobre los principios políticos,
véase Brian Barry, Political Argument (Routledge and Kegan Paul, Londres, 1965), pp. 75-79.
PORCIONES DISTRIBUTIVAS 245
de los individuos y regula el orden social mediante principios que las personas
guiadas por estos objetivos elegirían. ¿Cómo puede esta doctrina,
entonces, determinar un punto de Arquímedes, desde el cual evaluar la estructura
básica? Parecerá que no hay otra alternativa que la de juzgar las
instituciones a la luz de una concepción ideal de la persona, obtenida sobre
bases apriorísticas o perfeccionistas. Pero, de acuerdo con la consideración
de la posición original y su interpretación kantiana, no debemos pasar por
alto la especial naturaleza de esta situación y el alcance de los principios que
se adopten en ella. Sólo se hacen las presunciones más generales acerca,
principalmente, de los intereses de los grupos, a saber que tienen un interés
en los bienes sociales primarios, en cosas que se presume que los hombres
quieren, sean lo que fueren. Desde luego, la teoría de estos bienes depende
de premisas psicológicas que pueden parecer incorrectas. Pero, en cualquier
caso, de lo que se trata es de definir una clase de bienes que son deseados
normalmente como partes de planes de vida racionales, que pueden incluir
la más variada clase de fines. Por tanto, suponer que los grupos quieren estos
bienes, y encontrar una concepción de justicia sobre esta suposición, no es
unirlo a un esquema específico de intereses humanos que pueden ser generados
por una disposición concreta de las instituciones. La teoría de la justicia
presupone, sin duda, una teoría del bien, pero dentro de estos vastos
límites no prejuzga la elección de la clase de personas que los hombres
quieren ser.
A pesar de todo, una vez deducidos los principios de la justicia, la doctrina
contractual establece ciertos límites a la concepción del bien. Estos límites
se derivan de la prioridad de la justicia sobre la eficiencia, y de la prioridad
de la libertad sobre las ventajas económicas y sociales (suponiendo que
prevalezca un orden serial), ya que, como lo he subrayado antes (§ 6), estas
prioridades significan que los deseos de cosas que son enteramente injustas,
o los que no pueden ser satisfechos sin violar un esquema justo, carecen
de valor. Ño tiene objeto cumplir estos deseos y el sistema social debería combatirlos.
Además, debemos tener en cuenta el problema de la estabilidad.
Un sistema justo debe generar su propio apoyo. Esto significa que debe ser
estructurado de manera que introduzca en sus miembros el correspondiente
sentido de la justicia y un deseo efectivo de actuar de acuerdo con sus normas
por razones de justicia. Así, la exigencia de estabilidad y el criterio de
combatir los deseos que están en desacuerdo con los principios de justicia
imponen otras restricciones a las instituciones. No han de ser sólo justas,
sino proyectadas para alentar la virtud de la justicia en aquellos que toman
parte en ellas. En este sentido, los principios de la justicia definen un ideal
parcial de la persona cuyos acuerdos sociales y económicos deben respetar.
Finalmente, tal y como mantiene el argumento de la incorporación de ideales
en nuestros principios, ciertas instituciones son exigidas por los dos prin246
INSTITUCIONES
cipios. Ambos definen una estructura básica ideal o los rasgos de una hacia
la que debe dirigirse el curso de la reforma.
El resultado de estas consideraciones es que la justicia como imparcialidad
no está a merced, por decirlo así, de deseos e intereses presentes. Establece un
punto de Arquímedes para fijar el sistema social sin invocar consideraciones
apriorísticas. El objetivo de la sociedad está fijado en sus líneas principales
independientemente de los deseos particulares y de las necesidades
de sus actuales miembros. Una concepción ideal de la justicia se define una
vez que las instituciones fomentan la virtud de la justicia y combaten los
deseos y aspiraciones incompatibles con ella. Desde luego, el ritmo del cambio
y las particulares reformas exigidas en cualquier momento depende de
las condiciones presentes. Pero la concepción de la justicia, la forma general
de una sociedad justa y el ideal de la persona que concuerda con ella, no son
similarmente dependientes. No hay lugar para el problema de si el deseo
de los hombres de desempeñar el papel de superior o de inferior no sea tan
grande que acepten instituciones autocráticas, o para el problema de si la percepción
de las prácticas religiosas de los demás o no sea tan grave que no se
permita la libertad de conciencia. No tenemos ocasión para preguntar si, en
condiciones razonablemente favorables, los beneficios económicos de instituciones
autoritarias y tecnocráticas serían tan grandes que justificasen el
sacrificio de las libertades básicas. Desde luego, estas observaciones suponen
que son correctas las presunciones generales sobre las que se eligieron
los principios de justicia. Pero si lo son, esta clase de problemas está ya resuelto
por estos principios. Ciertas formas institucionales están integradas
en la concepción de justicia. Esta idea comparte con el perfeccionismo el
rasgo de establecer un ideal de la persona que limita la búsqueda de los deseos
existentes. Respecto a esto, la justicia como imparcialidad y el perfeccionismo
se oponen conjuntamente al utilitarismo.
Ahora bien, puede parecer que, como el utilitarismo no hace distinciones
entre la calidad de los deseos y todas las satisfacciones tienen algún valor,
no tiene un criterio para elegir entre sistemas de deseos o ideales de la persona.
En cualquier caso, desde un punto de vista teórico, esto es incorrecto. El
utilitario puede decir siempre que, dadas las condiciones sociales y los intereses
humanos tal y como son, y tomando en cuenta cómo se desarrollarán
según este o aquel acuerdo institucional, favorecer un esquema de deseos
más que otro nos lleva a obtener un superior balance neto de satisfacción (o
un promedio más alto). Sobre esta base, el utilitario elige entre los ideales de
la persona. Algunas actitudes y deseos, siendo menos compatibles con una
cooperación social fructífera, tienden a reducir el total (o el promedio) de felicidad.
En términos generales, las virtudes morales son aquellas disposiciones
y deseos efectivos en que podemos confiar para conseguir la mayor suma
posible de bienestar. Así, sería un error pretender que el principio de
PORCIONES DISTRIBUTIVAS 247
utilidad no ofrece bases para elegir entre los ideales de la persona, aunque
pueda ser difícil aplicar el principio en la práctica. No obstante, la elección
sí depende de los deseos y las circunstancias sociales actuales, y de sus prolongaciones
en el futuro. Estas condiciones iniciales pueden influir en
gran parte la concepción del bien humano que debería ser alentada. El contraste
está en que tanto la justicia como imparcialidad cuanto el perfeccionismo
establecen por separado una concepción ideal de la persona y de la
estructura básica, de manera que no sólo son combatidos algunos deseos e
inclinaciones, sino que el efecto de las circunstancias iniciales desaparecerá
en su momento. Con el utilitarismo no podemos estar seguros de lo que
ocurrirá. Ya que no hay un ideal integrado en su primer principio, el punto
del que partimos siempre puede influir sobre el camino que hemos de
seguir.
En resumen, el punto esencial es que, a pesar de los rasgos individualistas
de la justicia como imparcialidad, los dos principios de la justicia no dependen
de los deseos o las condiciones sociales presentes. Así, somos capaces
de deducir una concepción de la estructura básica justa, y un ideal de la
persona compatible con ella, que puede servir como norma para las instituciones,
y para guiar la dirección del cambio social. Para encontrar un punto
de Arquímedes no es necesario recurrir a principios perfeccionistas o apriorísticos.
Dando por supuestos ciertos deseos generales, tales como el deseo
de bienes sociales primarios, y tomando como base los acuerdos que se obtendrían
en una situación inicial apropiadamente definida, podemos lograr
la independencia necesaria ante las actuales circunstancias. La posición original
está caracterizada de tal manera que hace posible la unanimidad; las
deliberaciones de cualquier persona son típicas de todos. Además, la misma
decisión sirve para los juicios de los ciudadanos de una sociedad bien ordenada
y eficazmente regulada por los principios de la justicia. Todos tienen un
sentido similar de la justicia y en esto es homogénea una sociedad bien ordenada.
El argumento político recurre a este consenso moral.
Puede pensarse que la presunción de unanimidad es característica de la
filosofía política del idealismo.3 Tal y como se usa en la posición contractual,
no hay nada específicamente idealista en la suposición de unanimidad. Esta
condición es parte de la concepción procesal de la posición original y representa
un límite a los argumentos. De este modo da forma al contenido de la
teoría de la justicia, los principios que han de equipararse a nuestros juicios.
Asimismo, Hume y Adam Smith suponen que si los hombres tuviesen que
adoptar un punto de vista determinado, el del espectador imparcial, llegarían
a convicciones similares. Una sociedad utilitaria también puede ser una
3 Esta sugerencia se basa en K. J. Arrow, Social Chotee and Individual Valúes, 2a ed. (John Wiley
and Sons, Nueva York, 1963), pp. 75 ss., 81-86.
248 INSTITUCIONES
sociedad bien ordenada. En su mayor parte la tradición filosófica, incluido el
intuicionismo, ha supuesto que existe alguna perspectiva apropiada desde la
cual puede esperarse la unanimidad en cuestiones morales, al menos entre
personas racionales con una información similar y suficiente. O, si la unanimidad
es imposible, la desigualdad entre los juicios se reduce en gran parte
una vez que se adopta este punto de vista. Diferentes teorías morales resultan
de las diferentes interpretaciones de este punto de vista, al que yo he llamado
la situación inicial. En este sentido, la idea de unanimidad entre personas
racionales está implícita en la tradición de la filosofía moral.
Lo que distingue la justicia como imparcialidad es cómo caracteriza la situación
inicial, el medio en donde aparece la condición de unanimidad. Como
puede darse a la posición original una interpretación kantiana, esta concepción
de la justicia tiene afinidades con el idealismo. Kant intentó dar una base
filosófica a la idea de Rousseau de la voluntad general.4 La teoría de la
justicia a su vez trata de presentar un proceso natural, traducción de la concepción
kantiana del reino de los fines y de las nociones de autonomía y del
imperativo categórico (§ 40). De este modo, la estructura subyacente de la doctrina
de Kant se separa de sus bases metafísicas de manera que pueda verse
más claramente y se presente relativamente libre de objeciones.
Hay otra semejanza con el idealismo: la justicia como imparcialidad ocupa
un lugar central en la valoración de la comunidad, y el modo en que esto se
desarrolle depende de la interpretación kantiana. Este punto lo analizaré en
la Tercera Parte. La idea fundamental es la de que queremos explicar los valores
sociales, el bien intrínseco de las actividades institucionales, comunitarias
y asociativas por una concepción de la justicia que en sus bases teóricas
es individualista. Por razones de claridad, entre otras, no queremos depender
de un concepto no definido de la comunidad, ni suponer que la sociedad es
un todo orgánico con una vida propia, distinta y superior a la de sus miembros
en sus relaciones mutuas. Así, la concepción contractual de la posición
original es elaborada en primer lugar. Es razonablemente sencilla, y el problema
de la elección racional que plantea es relativamente preciso. Partiendo
de esta concepción, por muy individualista que pueda parecer, podemos
explicar a la postre el valor de la comunidad. De otro modo la teoría de la
justicia no podría tener éxito. Para lograrlo necesitaríamos una referencia al
bien primario del respeto propio que la relacionase con las partes de la teoría
ya desarrolladas. Pero, por el momento, dejaré estos problemas y pro-
4 Véase L. W. Beck, A Commentan/ on Kani's Critique of Praclical Reason (Universüy of Chicago
Press, Chicago, 1960), pp. 200, 235; y Ernst Cassirer, Rousseau, Kant and Goethe (Princeton
University Press, Princeton, 1945), pp. 18-25, 30-35, 58 ss. Así, entre otras cosas, Kant viene a hacer
una lectura más profunda de la afirmación de Rousseau: "Ser gobernados por la mera apetencia
es esclavitud, mientras que la obediencia a lo que la ley prescribe para cada uno es libertad."
El contrato social, libro I, cap. vm.
PORCIONES DISTRIBUTIVAS 249
cederé a considerar ciertas implicaciones de los dos principios de la justicia
en los aspectos económicos de la estructura básica.
42. ALGUNAS CONSIDERACIONES ACERCA DE SISTEMAS ECONÓMICOS
ES esencial tener en cuenta que nuestro tema es la teoría de la justicia, no la
economía por elemental que sea. Únicamente nos conciernen algunos problemas
morales de economía política. Por ejemplo, me preguntaré cuál es el
valor adecuado del ahorro a través del tiempo, cómo han de ser proyectadas
las instituciones básicas de la tributación y de la propiedad; o a qué nivel
ha de establecerse el mínimo social. Al hacer estas preguntas mi intención
no es explicar, ni mucho menos añadir nada, a lo que la teoría económica dice
acerca del funcionamiento de estas instituciones. Si intentase hacer esto,
estaría obviamente fuera de lugar. Ciertas partes elementales de la teoría
económica son tratadas únicamente para ilustrar el contenido de los principios
de la justicia. Si la teoría económica es usada incorrectamente, o si
la doctrina es errónea, espero que no repercuta en perjuicio de la teoría de la
justicia. Pero, como hemos visto, los principios éticos dependen de hechos
generales, y por tanto una teoría de la justicia para la estructura básica presupone
una explicación de estas disposiciones. Es necesario hacer algunas
suposiciones y precisar sus consecuencias, si hemos de examinar las concepciones
morales. Estas precisiones tienen que ser inexactas y superficiales,
pero esto puede no tener importancia si nos capacita a descubrir el contenido
de los principios de la justicia, y nos satisface que, en una amplia
variedad de situaciones, el principio de la diferencia nos conduzca a conclusiones
aceptables. En resumen, los problemas de economía política son planteados
únicamente para descubrir el lado practicable de la justicia como imparcialidad.
Analizo estos aspectos desde el punto de vista del ciudadano
que intenta organizar sus juicios referentes a la justicia de las instituciones
económicas.
Para evitar malentendidos, y para indicar algunos de los problemas principales,
comenzaré con unas breves consideraciones acerca de los sistemas
económicos. La economía política está conectada en gran parte con el sector
público, y la forma adecuada de las instituciones que regulan la actividad
económica, con la tributación y los derechos de propiedad, con la estructura
de los mercados, etc. Un sistema económico regula qué cosas se producen y
por qué medios, quién las recibe, a cambio de qué contribuciones, y qué fracción
de recursos sociales se dedica al ahorro y a la provisión de bienes públicos.
Idealmente, todos estos aspectos deberían ser resueltos por medios que
satisfagan los dos principios de la justicia. Pero hemos de preguntarnos si
esto es posible, y cuáles son las exigencias concretas de estos principios.
250 INSTITUCIONES
Para comenzar, es útil distinguir entre dos aspectos del sector público, de
otro modo no queda clara la diferencia entre una economía de propiedad
privada y una economía socialista. El primer aspecto se refiere a la propiedad
de los medios de producción. La distinción clásica es que es mucho mayor
el tamaño del sector público en el socialismo (medido por la proporción
del producto neto que corresponde a las empresas estatales, dirigidas por
funcionarios públicos o por consejos obreros). En una economía de propiedad
privada, el número de empresas estatales es pequeño y está limitado a
casos especiales, tales como los servicios públicos y transportes.
Un rasgo bastante diferente del sector público es la proporción de recursos
sociales dedicados a bienes públicos. La distinción entre bienes públicos
y privados provoca varios problemas, pero la idea fundamental es la de que
un bien público tiene dos rasgos característicos, su indivisibilidad y su carácter
público.5 Es decir, hay muchos individuos, un público por así decirlo,
que quiere más o menos de este bien, pero si todos han de disfrutarlo, ha de
ser en la misma proporción. La cantidad resultante no puede dividirse, como
ocurre con los bienes privados, ni ser adquirida por los individuos de
acuerdo con sus preferencias. Hay varias clases de bienes públicos, dependiendo
de su grado de indivisibilidad y de su importancia pública. El caso
extremo de un bien público es su plena indivisibilidad entre toda la sociedad.
Un ejemplo típico es el de la defensa de una nación contra un ataque (injustificado)
del extranjero. Todos los ciudadanos deben participar de este
bien en el mismo grado; no pueden recibir una protección variada, dependiente
de sus deseos. La consecuencia de la indivisibilidad y de la publicidad,
en estos casos, es que la provisión de bienes públicos debe ser estructurada
a través del proceso político y no a través del mercado. Tanto la cantidad
que ha de producirse como su financiación han de ser elaboradas por la legislación.
Aunque no hay problema de distribución en el sentido de que todos
los ciudadanos requieren la misma cantidad, los costos de distribución
son nulos.
Varios rasgos de los bienes públicos se derivan de estas dos características.
En primer lugar, hay el problema del "gorrón".6 Donde el público es numeroso,
con muchas individualidades, surge la tentación para cada persona
de evitar cumplir su parte. Esto se debe a que el hecho de que un hombre
no cumpla su parte no afecta mucho la cantidad producida. Considera la
actividad colectiva de los demás como algo en una dirección o en otra. Si el
5 Para una exposición del bien público, véase J. M. Buchanan, The Demand and Supply of Public
Goods (Raud McNally, Chicago, 1968), esp. cap. ix. Esta obra contiene útilísimos apéndices bibliográficos.
6 Véase Buchanan, cap. v; y también Mancur Olson, The Logic of Collective Aclion (Harvard
University Press, Cambridge, 1965), caps, i y n, donde se discute este problema en conexión
con la teoría de las organizaciones.
PORCIONES DISTRIBUTIVAS 251
bien público se produce, su disfrute no disminuye aunque no haya contribuido
a su producción. Si no es producido, su acción no cambiaría la situación,
de todos modos. Un ciudadano recibe la misma protección ante una
invasión extranjera, ya sea que haya pagado o no sus impuestos. Por tanto,
en el caso extremo no puede esperarse que se produzcan comercio y acuerdos
voluntarios. De esto se deduce que la disposición y la financiación de
bienes públicos corresponde al Estado y que deben ponerse en vigor unas
normas obligatorias que exijan pago. Aunque todos los ciudadanos pagasen
su parte voluntariamente sólo lo harían si estuviesen seguros de que los demás
pagarían la suya. Así, una vez que los ciudadanos han acordado actuar
colectivamente y no como individuos aislados, dando por supuestas las acciones
de los demás, queda todavía la tarea de formalizar el acuerdo. El sentido
de la justicia nos conduce a promover esquemas justos y a cumplir
nuestra parte de ellos cuando creemos que los demás, o la mayoría, harán la
suya. Pero en circunstancias normales sólo puede ofrecerse cierta seguridad
si hay una norma obligatoria, puesta en vigor de una manera efectiva. Suponiendo
que el bien público es para beneficio de todos y que todos estarán de
acuerdo en aceptarlo, el uso de la coerción es perfectamente racional, desde
el punto de vista de cada persona. Muchas de las actividades tradicionales
del gobierno, en tanto puedan ser justificadas de este modo, pueden explicarse
así.7 La necesidad de la puesta en vigor de reglas por el Estado existirá
aun cuando todos son impelidos por el mismo sentido de la justicia. Los rasgos
característicos de los bienes públicos esenciales necesitan acuerdos colectivos,
y debe ofrecerse una estricta seguridad de que serán respetados.
Otro aspecto de la situación de los bienes públicos es su externalidad.
Cuando los bienes son públicos e indivisibles, su producción causará beneficios
y pérdidas a otros, que no serán tenidas en cuenta por aquellos que
las aceptan o decidan producirlos. Así, en el caso extremo, si sólo una parte
de los ciudadanos paga impuestos para cubrir los costos de los bienes públicos,
la totalidad de la sociedad se ve afectada por las medidas tomadas.
Pero puede ser que quienes acuerdan estos tributos no tengan en cuenta estos
efectos, y, por tanto, la cuantía de los costos públicos será diferente de lo
que sería si se considerasen todos los beneficios y todas las pérdidas. Los
casos normales son aquellos donde la indivisibilidad es parcial y el público
es menor. Alguien, que se ha vacunado a sí mismo contra un mal contagioso,
ayuda a los demás, como a sí mismo, y, aunque no le beneficie obtener
esta protección, será mejor para la comunidad local si se tienen en cuenta
todas las ventajas. Desde luego, hay casos sorprendentes de daños públicos,
como cuando las industrias ensucian y desgastan el ambiente. Estos costos
7 Véase W. J. Baumol, Welfare Economics and the Theory of the State (Longmans, Londres,
1952), caps, i, vn-ix, xn.
252 INSTITUCIONES
no se calculan normalmente a través del mercado, de manera que las comodidades
producidas se venden muy por debajo de sus costos sociales marginales.
Hay una diferencia entre las cuentas privadas y las sociales, que el
mercado no registra. Una tarea esencial de la ley y del gobierno es introducir
las correcciones necesarias.
Es evidente, por tanto, que la indivisibilidad y la publicidad de ciertos bienes
esenciales y las externalidades y tentaciones a que dan lugar, imponen
acuerdos colectivos organizados y aplicados por el Estado. Que la norma política
está fundada únicamente en la propensión de los hombres a su propio
interés y a la injusticia es una idea superficial, ya que, incluso entre hombres
justos, una vez que los bienes son divisibles entre una gran cantidad de
personas, sus acciones decididas en aislamiento no conducirán al bien general.
Es necesario algún acuerdo colectivo, y todos quieren asegurarse de
que se cumplirá si cumplen su parte voluntariamente. En una comunidad
grande no se espera un grado de confianza mutua en la integridad de otro,
que haga superflua la aplicación de la ley. En una sociedad bien ordenada, las
sanciones exigidas son, sin duda, suaves y acaso nunca sean aplicadas, pero
la existencia de tales mecanismos es acaso condición normal de la vida humana,
incluso en este caso.
En estas consideraciones he hecho una distinción entre los problemas de
aislamiento y seguridad.8 La primera clase de problemas se plantea cuando
el resultado de las decisiones de muchos individuos, tomadas aisladamente,
es peor para cada uno que otro curso de acción, aunque dando por sentada
la conducta ajena, la decisión de cada persona fuera perfectamente racional.
Esto es, simplemente, el caso general del dilema del prisionero, cuyo
ejemplo clásico es el estado de naturaleza de Hobbes.9 El problema del ais-
8 Esta distinción está tomada de A. K. Sen, "Isolation, Assurance and the Social Rate of Discount",
Quarterly Journal of Economics, vol. 81 (1967).
9 El dilema del prisionero (atribuido a A. W. Tucker) es una ilustración de un juego no cooperativo
y no de suma cero, para dos jugadores, no cooperativo porque no cabe posibilidad de
que se pongan de acuerdo, y no de suma cero porque no se trata de que lo que uno gane el
otro lo pierda. Imaginemos dos prisioneros que han sido conducidos ante el procurador general
e interrogados por separado. Ambos saben que si ninguno confiesa, recibirán una sentencia
corta por una falta leve y pasarán un año en prisión; pero que si uno confiesa y se acoge al testimonio
del Estado, puede quedar libre, recibiendo el otro una grave sentencia de diez años; y
que si ambos confiesan recibirán cinco años cada uno. En esta situación, suponiendo una motivación
mutuamente desinteresada, lo que sería su actuación más razonable —que ninguno
confesara— es problemática. Puede verse esto en el siguiente cuadro de pérdidas y ganancias
(los números representan años de prisión):
Segttndo prisionero
Primer prisionero
No Confeso
Confeso
No confeso
1,1
0,10
Confeso
10,0
5,5
PORCIONES DISTRIBUTIVAS 253
lamiento es identificar estas situaciones y averiguar qué empresa colectiva
obligatoria sería la más adecuada, desde el punto de vista de todos. El problema
de la seguridad es diferente; aquí se trata de asegurar a los grupos
cooperadores que se está cumpliendo el acuerdo común. La voluntad de contribución
de cada persona depende de la contribución de los demás. Así pues,
para mantener la confianza general en el esquema que sea superior desde el
punto de vista general, o, en todo caso, mejor que la situación que se produciría
en su ausencia, ha de establecerse algún medio para administrar
multas y castigos. Es aquí donde la mera existencia de un soberano o, incluso,
la creencia general en su eficacia, desempeña un papel fundamental.
Una última consideración acerca de los bienes públicos; como la proporción
de recursos sociales dedicados a su producción es diferente del problema
de la propiedad pública de los medios de producción, no hay una conexión
necesaria entre los dos. Una economía de propiedad privada puede asignar
una gran fracción de la renta nacional a estos objetivos, una sociedad socialista,
una pequeña, y viceversa. Hay bienes públicos de muchas clases, desde
equipos militares a servicios de sanidad. Habiendo acordado políticamente
asignar y financiar estos bienes, el gobierno puede obtenerlos del sector privado
o de empresas públicas. La lista de bienes públicos producidos y los
procedimientos elaborados para limitar los daños públicos dependen de la
sociedad en cuestión. No es un problema de lógica institucional, sino de sociología
política, que incluye el modo en que las instituciones afectan el balance
de ventajas políticas.
Habiendo considerado brevemente dos aspectos del sector público, me gustaría
concluir con unos breves comentarios acerca del alcance que pueden
tener los esquemas económicos sobre un sistema de mercado en el que los
precios sean libremente determinados por la oferta y la demanda. Han de
distinguirse varios casos. Todos los regímenes moralmente se valdrán del
mercado para racionar los bienes de consumo producidos. Cualquier otro
procedimiento es administrativamente embarazoso y se recurrirá a otros sistemas
sólo en casos especiales. Pero en un sistema de libre mercado, la producción
de bienes está regida en especie y cantidad por las preferencias de
Para protegerse a sí mismo, si no para favorecer lo más posible su propio interés, cada uno
tiene suficiente motivo para confesar, haga el otro lo que haga. La decisión racional desde el
punto de vista de cada uno conduce a una situación en la que ambos salen perjudicados.
El problema reside, con toda claridad, en encontrar algún medio de estabilizar el mejor plan.
Podríamos señalar que si los prisioneros supiesen que son utilitarios, o afirman los principios
de justicia (con aplicaciones restringidas a los prisioneros), su problema estaría resuelto. Ambos
puntos de vista soportarían, en este caso, el acuerdo más conveniente. Para un examen de estos
temas en conexión con la teoría del Estado, véase W. J. Baumol, ya citado en la nota 7, supra.
Para una exposición del juego del dilema del prisionero, véase R. D. Luce y Howard Raiffa,
Carnes and Decisions (John Wiley and Sons, Nueva York, 1957), cap. v, esp. pp. 94-102. D. P.
Gauthier, "Morality and Advantage", Philosophical Reviexv, vol. 76 (1976), trata el problema desde
la perspectiva de la filosofía de la moral.
254 INSTITUCIONES
los consumidores, reveladas por sus compras en el mercado. Los bienes que
se vendan con una ganancia superior a la normal, serán producidos en mayores
cantidades hasta que el exceso se reduzca. En un régimen socialista,
las preferencias de los planificadores o las decisiones colectivas a menudo
juegan un gran papel para determinar la dirección de la producción. Tanto los
sistemas de propiedad privada como los socialistas permiten normalmente
la libre elección de ocupación y lugar de trabajo. Sólo en sistemas autoritarios
de cualquier clase se limita esta libertad.
Finalmente, un rasgo característico es el grado en que el mercado se emplea
para decidir la tasa de ahorro y la dirección de la inversión, del mismo modo
que la fracción de riqueza nacional dedicada a la conservación y eliminación
de daños irremediables al bienestar de las generaciones futuras. Aquí
hay muchas posibilidades. Una decisión colectiva puede determinar la proporción
del ahorro, mientras que la dirección de la inversión se deja en gran
parte a empresas individuales que rivalizan para obtener fondos. Tanto en un
sistema de propiedad privada como en un sistema socialista, se expresa una
gran preocupación por prevenir daños irreversibles y por administrar recursos
naturales y conservar el ambiente. Pero puede ser que uno de ellos
actúe erróneamente.
Es evidente, entonces, que no hay un vínculo esencial entre el uso del libre
mercado y la propiedad privada de los medios de producción. La idea de
que los precios competitivos en condiciones normales son justos o equitativos
se remonta a la época medieval.10 Mientras que la noción de que una
economía de mercado es de algún modo el mejor esquema ha sido cuidadosamente
investigada por los llamados economistas burgueses, esta conexión
es una contingencia histórica en la que, al menos en teoría, un régimen
socialista puede obtener provecho de las ventajas de este sistema.'1 Una de
estas ventajas es la eficiencia. En ciertas condiciones, los precios competitivos
seleccionan los bienes que han de producirse y asignan los recursos para su
producción de tal manera que no hay mejor medio de elegir los métodos productivos
por parte de las empresas, o la distribución de bienes, que resulta
de las compras de los consumidores. No hay una reestructuración de la configuración
económica resultante que sitúe a un consumidor en una perspectiva
mejor, sin perjudicar a otro (en vista de sus preferencias). No son posibles
ulteriores intercambios mutuamente ventajosos. Tampoco hay otros
procesos productivos factibles que produzcan más de ciertos codiciados artículos
sin requerir cortes en otros, ya que si esto no fuera así, la situación de
10 Véase Mark Blaug, Economic Theory Retrospect, edición revisada (Richard D. Irwin, Homewood,
IU., 1968), pp. 31 ss. Véase la bibliografía, pp. 36 ss„ esp. los artículos de R. A. de Roover.
" Para un examen de esta temática, con referencias a la literatura, véase Abram Bergson,
"Market Socialism Revisited", Journal ofPoliiical Economy, vol. 75 (1967). Véase también Taroslav
Vanek, The General Theory ofa Labor Managed Economy (Cornell University Press, Ithaca, 1970).
PORCIONES DISTRIBUTIVAS 255
algunos podría ser más ventajosa sin que hubiese pérdidas para nadie. La
teoría del equilibrio general explica cómo, dadas las condiciones apropiadas,
la información suministrada por los precios lleva a los agentes económicos a
actuar por medios encaminados a conseguir este resultado. La competencia
perfecta es un procedimiento perfecto respecto a su eficiencia.12 Desde luego,
las condiciones requeridas son muy especiales y rara vez se dan en su
totalidad en el mundo real. Además, los errores y las imperfecciones de mercado
a menudo son graves y deben tomarse medidas compensadoras, mediante
la rama de la asignación (véase § 43). Las restricciones monopólicas,
la falta de información, las economías externas y los gastos deben reconocerse
y corregirse. El mercado falla en su totalidad en el caso de los bienes
públicos, pero estos aspectos no nos preocupan ahora. Estos acuerdos idealizados
se mencionan iónicamente para aclarar la noción similar de la justicia
puramente procesal. La concepción ideal se usa para valorar las soluciones
existentes y como marco para identificar los cambios que deban hacerse.
Otra ventaja más importante del sistema de mercado es que, dado el requisito
de las instituciones básicas, concuerda con las libertades justas y con una
justa igualdad de oportunidades. Los ciudadanos tienen libre elección de carreras
y ocupaciones, no hay razón para una dirección centralizada del trabajo.
Seguramente, en ausencia de algunas diferencias de ingresos que surgen
en un esquema competitivo, es difícil ver cómo, en circunstancias normales,
pueden evitarse ciertos aspectos de una sociedad autoritaria incompatibles
con la libertad. Además, un sistema de mercado descentraliza el ejercicio del
poder económico. Sea cual fuere la naturaleza interna de las empresas, privadas
o estatales, dirigidas por empresarios o por gerentes elegidos por los
trabajadores, dan por sentados los precios de los insumos y productos, y
proyectan sus planes de acuerdo con ello. Cuando los mercados son verdaderamente
competitivos las empresas no entablan guerras de precios ni
otras luchas por el poder del mercado. De acuerdo con la decisión política obtenida
democráticamente, el gobierno regula el clima económico ajusfando
ciertos elementos bajo su control, tales como la cantidad total de inversión,
la tasa de interés y la cantidad de dinero, etc. No hay necesidad de una programación
excesiva. Los consumidores y las empresas son libres de tomar sus
decisiones independientemente, sujetos a las condiciones generales de la
economía.
Al tener en cuenta la congruencia de los acuerdos de mercados con las
instituciones socialistas, es esencial distinguir entre las funciones de asignación
y de distribución de precios. La primera está relacionada con la necesi-
12 Sobre la eficacia de la competencia, véase W. J. Baumol, Economic Theory and Opemtions
Analysis, 2a ed. (Prentice-Hall, Englewood Cliffs, N. ]., 1965), pp. 355-371; y T. C. Koopmans,
Three Essays on the State of Economic Science (McGraw-Hill, Nueva York, 1957), el primer
ensayo.
256 INSTITUCIONES
dad de lograr la eficiencia económica, la última con la determinación del
ingreso que han de percibir las personas en contrapartida a su contribución.
Es perfectamente congurente con un régimen socialista que establezca una
tasa de interés para asignar recursos entre los proyectos de inversión y conjuntar
los gravámenes a las rentas por el uso del capital y de recursos naturales
escasos, como tierras y bosques. Seguramente ha de hacerse esto si los
medios de producción han de emplearse del mejor modo posible, ya que aun
si estos activos se generasen sin el esfuerzo humano serían también productivos
en el sentido de que cuando se combinan con otros factores, se obtiene
una producción mayor. De esto no se sigue, sin embargo, que tenga que haber
personas privadas que, como propietarios de estos activos, reciban el equivalente
monetario de estas evaluaciones. Antes bien, estos precios son indicadores
para hacer un programa eficaz de las actividades económicas. Excepto
en el caso del trabajo de todas índoles, los precios en el socialismo no corresponden
al ingreso pagado a individuos privados. En vez de esto, la renta atribuida
a los activos colectivos y naturales corresponde al Estado y, por tanto,
sus precios no tienen una función distributiva.13
Es necesario, entonces, reconocer que las instituciones de mercado son comunes
tanto a los regímenes de propiedad privada como a los socialistas, y
distinguir entre la función de asignación de precios y la de distribución. Como
en el socialismo los medios de producción y los recursos naturales son
de propiedad pública, la función distributiva se restringe en gran parte, mientras
que en un sistema de propiedad privada se usan los precios en diversos
grados con ambos propósitos. Cuál de estos sistemas y de las formas intermedias
responde a las exigencias de la justicia es algo que no puede, según
creo, determinarse de antemano. Puede suponerse que no hay una respuesta
general a este problema, ya que depende en gran parte de las tradiciones e
instituciones y fuerzas sociales de cada país, y de sus particulares circunstancias
históricas. La teoría de la justicia no incluye estos aspectos, pero lo que
puede hacer es establecer de modo esquemático los lineamientos de un sistema
económico justo que admita algunas variaciones. El juicio político, en
cualquier caso, dependerá de qué variaciones serán las que mejor funcionen
en la práctica. Una concepción de la justicia es parte necesaria de cualquier
valoración política, pero no basta.
El esquema ideal descrito en las siguientes secciones utiliza a menudo los
esquemas de mercado. Sólo de este modo, según creo, puede tratarse el problema
de la distribución como un caso de justicia puramente procesal. Obtenemos,
además, las ventajas de la eficacia, y protegemos la libertad fundamental
de libre elección de ocupación. Al principio, supongo que el régimen
13 Para la distinción entre las funciones de asignación y distribución de precios, véase J. E.
Meade, Efficiencij, Equality and Ihc Ownership of Property (George Alien and Unwin, Londres,
1964), pp. 11-26.
PORCIONES DISTRIBUTIVAS 257
es una democracia de propiedad privada, ya que es probable que este caso
sea más conocido.14 Pero, como ya he dicho antes, no se intenta prejuzgar la
elección de régimen en casos concretos, ni tampoco implica que las sociedades
actuales que tienen propiedad privada de los medios de producción
no sufran grandes injusticias. El que exista un sistema ideal de propiedad
privada que sea justo no implica que las formas históricas sean justas o siquiera
tolerables y, desde luego, lo mismo ocurre con el socialismo.
43. LAS INSTITUCIONES BÁSICAS PARA UNA JUSTICIA DISTRIBUTIVA
El principal problema de la justicia distributiva es la elección de un sistema
social. Los principios de la justicia se aplican a la estructura básica y regulan
cómo sus principales instituciones se combinan en un esquema. Ahora bien,
como hemos visto, la idea de la justicia como imparcialidad usa la noción
de justicia puramente procesal para tratar las contingencias de situaciones
particulares. El sistema social ha de estructurarse de manera que la distribución
resultante sea justa ocurra lo que ocurra. Para alcanzar este fin, es necesario
establecer el proceso económico y social en el medio de unas apropiadas
instituciones políticas legales. Sin la estructuración adecuada de estas
instituciones fundamentales, el resultado del proceso distributivo no será
justo, por falta de una imparcialidad básica. Haré una breve descripción de
estas instituciones de apoyo tal y como deben existir en un Estado democrático
adecuadamente organizado que permita la propiedad privada del capital
y de los recursos naturales. Estos esquemas son familiares, pero puede ser
útil ver cómo se adaptan a los dos principios de la justicia. Las modificaciones
en el caso del régimen socialista las consideraré después brevemente.
En primer lugar, supongo que la estructura básica está regulada por una
constitución justa que asegura las libertades de una ciudadanía igual (como
se describe en el capítulo anterior). La libertad de conciencia y la libertad de
pensamiento se dan por supuestas, y se mantiene el justo valor de la libertad
política. El proceso político se conduce, en tanto lo permitan las circunstancias,
como un procedimiento justo para elegir entre varios gobiernos y para
promulgar una legislación justa. Creo, también, que hay una justa igualdad
de oportunidades (no sólo una igualdad formal). Esto significa que, además de
mantener los tipos habituales de capital social general, el gobierno intenta
asegurar iguales oportunidades de enseñanza y cultura, a personas similarmente
capacitadas y motivadas, o bien subvencionando escuelas privadas o
bien estableciendo un sistema de escuelas públicas. También, aplica y subraya
la igualdad de oportunidades en las actividades económicas y en la li-
14 El término "democracia de propiedad privada" es de Meade, ibid., el título del capítulo v.
258 INSTITUCIONES
bre elección de ocupación. Esto se logra supervisando la conducta de las
empresas y las asociaciones privadas e impidiendo el establecimiento de restricciones
monopólicas y barreras a las posiciones más codiciables. Finalmente,
el gobierno garantiza un mínimo social, bien por asignaciones familiares
y subsidios especiales, por enfermedad y desempleo, o, más sistemáticamente,
por medios tales como un complemento graduado al ingreso, llamado
el impuesto negativo sobre la renta.
Al establecer estas instituciones básicas, el gobierno puede considerarse
dividido en cuatro ramas.15 Cada rama consiste en varias agencias o actividades,
encargadas de conservar ciertas condiciones sociales y económicas.
Estas divisiones no se sobreponen a la organización usual del gobierno, sino
que deben considerarse como funciones diversas. La rama de asignación, por
ejemplo, ha de mantener el sistema de precios factiblemente competitivo, y
prevenir la formación de un irrazonable poder del mercado. Tal poder no
existe en tanto los mercados no puedan ser más competitivos de acuerdo con
los requerimientos de eficacia, de los hechos geográficos y las preferencias
de los consumidores. La rama de asignación está también encargada de identificar
y corregir, mediante impuestos y subsidios adecuados, y cambios en
la definición de los derechos de propiedad, las desviaciones más obvias de la
eficiencia, causadas por la incapacidad de los precios para medir exactamente
los costos y beneficios sociales. Con este fin, han de establecerse impuestos
y subsidios adecuados o ha de revisarse el alcance de la definición
de los derechos de propiedad. La rama estabilizadora, por otro lado, trata de
lograr un razonable pleno empleo, en el sentido de que aquellos que quieran
trabajo lo encuentren y la libre elección de ocupación y el despliegue de
finanzas se vean apoyadas por una demanda fuerte y eficiente. Estas dos ramas,
en conjunto, tratan de mantener la eficacia general de la economía de
mercado.
El mínimo social es responsabilidad de la rama de transferencia. Más adelante,
consideraré a qué nivel ha de ser fijado el mínimo, pero, por el momento,
bastarán unas observaciones generales. Lo fundamental es que el funcionamiento
de esta rama tenga en cuenta las necesidades y les asigne un
valor apropiado respecto a otras demandas. Un sistema de precios competitivo
no toma en consideración las necesidades, y, por tanto, no puede ser el
único mecanismo de distribución. Debe haber una división de trabajo entre
las partes del sistema social, en respuesta a los preceptos del sentido común
de la justicia. Las diferentes instituciones se enfrentan a diferentes demandas.
Los mercados competitivos, adecuadamente regulados, aseguran la libre
elección de ocupación y conducen a un uso eficiente de los recursos y a una
15 Acerca de la idea de ramas de gobierno, véase R. A. Musgrave, The Theory of Public Finance
(McGraw-Hill, Nueva York, 1959), cap. i.
PORCIONES DISTRIBUTIVAS 259
asignación de artículos para los consumidores. Estos mercados atribuyen
un valor a los preceptos convencionales relacionados con salarios y jornales,
mientras que la rama de transferencia garantiza un cierto nivel de bienestar
y satisface las demandas y necesidades. Más adelante analizaré estos
preceptos de sentido común y su aparición en el contexto de las diferentes
instituciones. Lo importante aquí es que ciertos preceptos tienden a conectarse
con instituciones específicas. Queda a los sistemas básicos en conjunto la
tarea de determinar cómo han de ser equilibrados estos preceptos. Como
los principios de justicia regulan toda la estructura, también regulan el equilibrio
de los preceptos. En general, este equilibrio sufrirá variaciones de
acuerdo con la concepción política subyacente.
Es claro que la justicia de las porciones distributivas depende de las instituciones
básicas y de cómo asignen la renta total, los salarios y otros ingresos
más transferencias. Hay, y con razón, una fuerte objeción a la determinación
competitiva de la renta total, ya que ésta pasa por alto las demandas
de necesidad y de un apropiado nivel de vida. Desde el punto de vista de la
etapa legislativa es racional asegurarse a sí mismo y a los propios descendientes
contra estas contingencias del mercado. Desde luego, se supone que
el principio de la diferencia lo exige. Pero una vez que se obtiene un mínimo
adecuado mediante transferencias, puede ser perfectamente justo que el
resto de la renta total se determine por el sistema de precios, suponiendo
que sea moderadamente eficaz y libre de restricciones monopólicas, y que
se hayan eliminado las externalidades irracionales. Además, este modo de
tratar las demandas de necesidad puede parecer más eficaz que tratar de regular
la renta mediante niveles salariales mínimos. Es mejor asignar a cada
rama sólo aquellas tareas que sean compatibles unas con otras. Como el mercado
no es apropiado para responder a las demandas de la necesidad, éstas
deben resolverse mediante otra disposición. Que los principios de justicia
sean satisfechos depende de que la renta total de los menos aventajados (salarios
más transferencias) sea tal que maximice sus expectativas a largo plazo
(concordes con las limitaciones de igual libertad y de justa igualdad de
oportunidades).
Finalmente, hay una rama de distribución. Su tarea es conservar una justicia
aproximada de las porciones distributivas mediante la tributación y
los reajustes necesarios a los derechos de propiedad. Han de distinguirse dos
aspectos de esta rama. En primer lugar, fija ciertos impuestos a la donación
y sucesión y establece restricciones a los derechos de herencia. El propósito
de estos impuestos y reglamentaciones no es recabar ingresos (ceder recursos
al gobierno) sino corregir, gradual y continuamente, la distribución de
riqueza y prevenir las concentraciones de poder perjudiciales para la equidad
de la libertad política y de la justa igualdad de oportunidades. Por ejemplo,
el principio progresivo puede aplicarse tras la muerte del beneficia260
INSTITUCIONES
rio.16 Haciendo esto, se alentará una amplia dispersión de la propiedad, que
parece ser una condición necesaria si ha de mantenerse el justo valor de estas
libertades. Recibir por herencia una riqueza desigual no es más injusto;
intrínsecamente, que recibir por herencia una inteligencia desigual. Cierto
que el primer caso está más fácilmente sujeto al control social; pero lo esencial
es que en lo posible, las desigualdades basadas en cualquiera de los dos
aspectos satisfagan el principio de diferencia. Así, la herencia es permisible,
siempre que la desigualdad resultante vaya en ventaja de los menos afortunados
y sea compatible con la libertad y la justa igualdad de oportunidades.
Como ya la hemos definido, la justa igualdad de oportunidades significa
un conjunto de instituciones que asegure la igualdad de oportunidades para
la educación y la cultura de personas similarmente capacitadas, y mantenga
los trabajos y los empleos abiertos a todos, sobre la base de las capacidades
y de los esfuerzos razonablemente relacionados con las tareas y trabajos pertinentes.
Son estas instituciones las que se ponen en peligro cuando las desigualdades
de riqueza rebasan un cierto límite. Por otro lado, la libertad política
tiende a perder su valor y el gobierno representativo se convierte en
tal gobierno únicamente en apariencia. Los impuestos y las legislaciones de
la rama de distribución han de procurar que no se traspase este límite. Naturalmente,
el límite de este punto es asunto de decisión política, dirigida por
la teoría, el buen sentido y la simple conjetura, al menos dentro de una amplia
perspectiva. Ante este tipo de problemas, la teoría de la justicia no tiene
nada específico qué decir. Su objetivo es formular los principios que han de
regular las instituciones básicas.
La segunda parte de la rama de distribución es un esquema de tributación
para recabar los ingresos que requiere la justicia. Los recursos sociales
han de ser cedidos al gobierno, de manera que pueda proveer bienes públicos
y hacer los pagos necesarios para satisfacer el principio de diferencia.
Este problema corresponde a la rama de distribución, ya que la carga fiscal
ha de ser equitativamente compartida y tiende a establecer soluciones justas.
Dejando de lado muchas complicaciones, cabe destacar que un impuesto
proporcional sobre el gasto puede ser una parte del mejor esquema impositivo.
17 Por una parte, es preferible a un impuesto sobre la renta (de cualquier
clase) al nivel de los preceptos de sentido común de justicia, ya que impone
una carga de acuerdo con la cantidad de bienes que una persona saca del
acervo común y no de acuerdo con la cantidad que aporta (suponiendo que
la renta haya sido justamente obtenida). Asimismo, un impuesto proporcional
al consumo total (anual) puede contener las exenciones normales para
dependientes, etc. Además, trata a todo el mundo de modo uniforme (su-
16 Véase Meade, Efficiencx/, Equality and the Ownership ofProperty, pp. 56 ss.
17 Véase Nicholas Kaldor, An Expendíture Tax (George Alien and Unwin, Londres, 1955).
PORCIONES DISTRIBUTIVAS 261
poniendo, de nuevo, que la renta haya sido justamente obtenida). Puede ser
mejor, por tanto, usar tasas progresivas únicamente cuando son necesarias
para conservar la justicia de la estructura básica con respecto al primer principio
de la justicia y a la justa igualdad de oportunidades, y también para prevenir
las acumulaciones de propiedad y poder que corroen las instituciones
correspondientes. Seguir esta regla puede ayudar a señalar una distinción importante
en cuestiones de política. Y, si los impuestos proporcionales resultan
ser más eficaces porque interfieren menos con los incentivos, esto puede imponer
su necesidad en caso de que haya de elaborarse un esquema factible.
Como antes, éstos son problemas de juicio político, y no parte de la teoría de
la justicia. En cualquier caso, estamos considerando tal impuesto proporcional
como parte de un esquema ideal para una sociedad bien ordenada, a
fin de explicar el contenido de los dos principios. De esto no se sigue que,
dada la injusticia de las actuales instituciones, hasta unos abultados impuestos
progresivos sobre la renta no se justifiquen cuando se consideran todas
estas cosas. En la práctica, normalmente hemos de elegir entre varias soluciones
injustas o imperfectas, y, después, buscamos la teoría no ideal para encontrar
el esquema menos injusto posible. Algunas veces este esquema incluirá
medidas y programas que un sistema perfectamente justo rechazaría. Dos
errores pueden dar lugar a un acierto, en el sentido de que la más asequible
puede contener un equilibrio de imperfecciones, un reajuste de injusticias
compensadoras. Las dos partes de la rama distributiva se derivan de los dos
principios de justicia. Los impuestos sobre sucesiones y sobre la renta en
tasas progresivas (cuando son necesarias), y la definición legal del derecho
de propiedad, han de asegurar las instituciones de la libertad en una democracia
de propiedad privada y el justo valor de los derechos que establecen. Impuestos
proporcionales sobre el gasto (o la renta) deben asegurar ingresos
para los bienes públicos, para la rama de transferencia y para el establecimiento
de la justa igualdad de oportunidades en la enseñanza o en casos análogos,
de modo que se obtenga como resultado el segundo principio. No se
ha hecho mención en ningún momento del criterio tradicional de la tributación,
que supone que se han de cobrar impuestos de acuerdo con los beneficios
recibidos o la capacidad de pago.18 La referencia a los preceptos de
sentido común, en conexión con los impuestos sobre la renta al gasto, es una
consideración secundaria. El alcance de estos criterios es regulado por los
principios de justicia. Una vez reconocido el problema de las porciones distributivas
como el de estructurar instituciones básicas, las máximas convencionales
no tienen una fuerza independiente, aunque puedan ser adecuadas
en ciertos casos bien delimitados. Suponer lo contrario sería adoptar un
18 Para un examen de estos criterios impositivos, véase Musgrave, The Theory of Public
Finance, caps, iv y v.
262 INSTITUCIONES
punto de vista insuficientemente comprensivo. Es evidente también que la
estructura de la rama distributiva no presupone modelos utilitarios acerca
de utilidades individuales. Los impuestos sobre la sucesión y los impuestos
progresivos a la renta, por ejemplo, no se basan en la idea de que las personas
tienen similares funciones de utilidad al satisfacer el principio marginal
decreciente. El objeto de la función distributiva no es, desde luego, maximizar
el balance neto de satisfacción, sino establecer instituciones básicas justas.
Las dudas acerca de la conformación de las funciones de utilidad no proceden.
Éste es un problema de los utilitarios, no de la teoría contractual.
Hasta aquí he sostenido que el objeto de las ramas del gobierno es establecer
un régimen democrático, en donde la tierra y el capital sean amplia
aunque no igualmente poseídos. La sociedad no está dividida de manera que
un pequeño sector controle el dominio de los recursos productivos. Cuando
esto ocurre, y las porciones distributivas satisfacen los principios de la justicia,
pueden afrontarse muchas críticas socialistas a la economía del mercado.
Pero es claro, en cualquier caso, que un régimen liberal socialista puede tener
respuesta a los dos principios de justicia. Sólo hemos de suponer que los
medios de producción son públicamente poseídos y que las empresas son
dirigidas por asambleas de trabajadores o por agentes designados por ellos.
Las decisiones colectivas, tomadas democráticamente según la constitución,
determinan los rasgos generales de la economía, tales como la tasa de ahorro
y la proporción del producto social dedicado a los bienes públicos esenciales.
Dada la situación económica resultante, las empresas reguladas por las
fuerzas del mercado se comportan casi como antes. Sin embargo, las instituciones
básicas tomarán una forma diferente, especialmente en el caso de la
función distributiva. No hay razón, en principio, para que no puedan obtenerse
porciones distributivas justas. La teoría de la justicia no favorece por
sí misma cualquiera de los dos regímenes. Como hemos visto, la decisión
acerca de qué sistema es el mejor, depende de sus circunstancias, instituciones
y tradiciones históricas.
Algunos socialistas objetan todas las instituciones de mercado diciendo
que son degradantes y han esperado establecer una economía donde los
hombres sean movidos por intereses altruistas. En vista de lo anterior, el mercado
no es, desde luego, una solución ideal, pero, ciertamente, dadas las instituciones
básicas necesarias, se eliminan los peores aspectos de la llamada
esclavitud de los salarios. El problema, por tanto, es el de la comparación de
las alternativas posibles. Parece improbable que el control de la actividad
económica por la burocracia, que estaría obligada a desarrollarse en un sistema
regulado socialmente (dirigido centralmente, o guiado por acuerdos
obtenidos por las asociaciones industriales), sería más justo que el control
ejercido por medio de los precios (suponiendo siempre que exista el marco
adecuado). Desde luego, un esquema competitivo es impersonal y automáPORCIONES
DISTRIBUTIVAS 263
tico en los detalles de su funcionamiento. Sus resultados particulares no expresan
la decisión consciente de individuos, pero, en muchos aspectos, esto
es una virtud de esta solución, y el uso del sistema de mercado no implica
una falta de razonable autonomía humana. Una sociedad democrática puede
elegir basarse en los precios, en vista de las ventajas que ello comporta,
y, después, mantener las instituciones básicas que la justicia exige. Esta decisión
política, del mismo modo que la regulación de los arreglos circundantes, puede
ser perfectamente razonada y libre.
La teoría de la justicia supone, además, un límite definido a la fuerza de la
motivación social y altruista. Supone que individuos y grupos promueven
intereses competitivos, y aunque ellos deseen actuar justamente, no están
dispuestos a abandonar sus intereses. No hay necesidad de insistir en que
esta presunción no implica que los hombres sean egoístas en el sentido ordinario
de la palabra. Antes bien, una sociedad donde todos puedan conseguir
el máximo bienestar, donde no haya demandas conflictivas y las necesidades
de todos aparezcan unidas, sin coacción en un armonioso plan de
actividad, es una sociedad que, en cierto sentido, va más allá de la justicia.
Ha eliminado las ocasiones en que se hace necesario recurrir a los principios
del derecho y de la justicia.19 Este caso ideal no me interesa, por muy deseable
que pueda ser. No obstante, debemos tener en cuenta que, aun así, la
teoría de la justicia tiene un importante papel teórico: define las condiciones
en las cuales la coherencia espontánea de intereses y deseos de los individuos
no es forzada ni proyectada, sino que expresa una armonía especial
acorde con el bien ideal. No continuaré con estas cuestiones. Lo importante
es que los principios de la justicia son compatibles con muy diferentes tipos
de regímenes.
Hay un último problema que considerar. Supongamos que la anterior explicación
acerca de las instituciones básicas basta para nuestros propósitos, y
que los dos principios de justicia conducen a un sistema definido de actividades
gubernativas y definiciones legales de la propiedad, conjuntamente
con un programa de impuestos. En este caso, los gastos públicos totales y las
rentas que producen necesariamente están bien delimitados, y la distribución
de renta y de riqueza resultante es justa, sea la que fuere. De esto no se
desprende, sin embargo, que los ciudadanos no deban decidir el hacer otros
gastos públicos. Si un número lo bastante grande de ciudadanos considera
que los beneficios marginales de los bienes públicos son mayores que los de
los bienes asequibles por medio del mercado, es conveniente que el gobierno
encuentre el modo de proporcionarlos. Como la distribución de renta y riqueza
se supone que es justa, cambia el principio guía. Vamos a suponer, enton-
19 Algunos han interpretado la concepción de Marx de una sociedad completamente comunista
como una sociedad más allá de la justicia en ese sentido. Véase R. C. Tucker, The Marxian
Revolutionary Idea (W. W. Norton, Nueva York, 1969), caps, i y n.
264 INSTITUCIONES
ees, que hay una quinta rama del gobierno, la rama de cambio, que consiste
en un cuerpo especialmente representativo que toma nota de los diferentes
intereses sociales y sus preferencias por determinados bienes públicos. La
constitución autoriza a considerar sólo aquellos proyectos de ley que prevean
las actividades del gobierno independientes de lo que exige la justicia,
y estas actividades sólo serán aplicadas cuando satisfagan el criterio de unanimidad
de Wicksell.20 Esto significa que no se aprobarán gastos públicos, a
menos que se acuerden al mismo tiempo los medios de cubrir sus costos, si
no unánimemente, al menos de modo aproximado. Se necesita que toda moción
que proponga una nueva actividad pública contenga una o más soluciones
diversas para repartir los costos. La idea de Wicksell es que, si el bien
público consiste en un uso eficiente de los recursos sociales, debe haber algún
esquema para distribuir los impuestos extra entre las diferentes clases
de contribuyentes, que obtenga la aprobación general. Si no existe tal propuesta,
el gasto sugerido es inútil y no deberá hacerse. Así, la rama del cambio
trabaja mediante el principio de eficiencia y crea, en efecto, un cuerpo
mercantil especial que ordena los bienes y los servicios públicos en aquellas
situaciones en que se rompe el mecanismo de mercado. Debe añadirse, sin
embargo, que aparecen grandes dificultades al intentar llevar a cabo esta idea.
Aun dejando de lado las estrategias electorales y el desconocimiento de las
preferencias, las discrepancias en el poder de negociación, los efectos de la
renta, etc., pueden ocasionar que no se alcance un resultado eficaz. Quizá
sólo quepa una solución aproximada. Sin embargo, dejaré de lado estos problemas.
Se imponen varios comentarios para evitar equívocos. En primer lugar,
como lo destaca Wicksell, el criterio de unanimidad supone que la existente
distribución de renta y riqueza es justa y que también lo es la actual definición
de los derechos de propiedad. Sin esta importante advertencia, tendría
todas las faltas del principio de eficiencia, ya que simplemente expresa este
principio en el caso de los gastos públicos. Pero, cuando se satisface esta
condición, el principio de unanimidad es sólido. No existe ninguna otra justificación
para usar el aparato del Estado para obligar a algunos ciudadanos
al pago de beneficios no deseados que otros sí desean, que la de obligarlos a
pagar a otros por sus gastos privados. Así, se puede aplicar el criterio del beneficio,
mientras que antes no era posible, y aquellos que quieran más gastos
públicos de diferentes clases han de usar la rama de cambio para ver si
20 Este criterio fue establecido por Knut Wicksell en su Finanztheoretische Untersuchungen
(Jena, 1896). En su mayor parte está traducido en "A New Principie of Just Taxation" e incluido
en C/nssícs ín the Theory of Public Finance, ed. R. A. Musgrave y A. T. Peacoock (Macmillan, Londres,
1958), pp. 71-118, esp. pp. 91-93, donde el principio queda establecido. Para algunas dificultades
relativas a esto, véase Hirafumi Shibata, "A Bargaining Model of the Puré Theory of
Public Expenditure", Journal ofPolitical Economy, vol. 79 (1971), esp. pp. 27 ss.
PORCIONES DISTRIBUTIVAS 265
se ha convenido en los impuestos necesarios. El tamaño del presupuesto de
cambio, en contraste con el presupuesto nacional, queda determinado por
los rasgos eventualmente aceptados. En teoría, los miembros de la comunidad
pueden unirse para adquirir bienes públicos, hasta el punto en que su
valor marginal iguala el de los bienes privados.
Ha de tenerse en cuenta que la rama de cambio incluye un cuerpo representativo
independiente. La razón es señalar que la base de este esquema es
el principio del beneficio, y no los principios de la justicia. Como la concepción
de las instituciones básicas ha de ayudarnos a organizar nuestras consideraciones
acerca de la justicia, el velo de la ignorancia se aplica a la etapa
legislativa; la función de cambio es, únicamente, un acuerdo comercial. No
hay restricciones a la información (excepto las que son necesarias para que
el esquema sea más eficaz) ya que de los ciudadanos depende conocer las tasaciones
de los bienes públicos y privados. Debemos, también, tener en cuenta
que en la rama de cambio, los miembros representativos (y los ciudadanos
a través de ellos) se guían por sus intereses. Por el contrario, al describir
las otras funciones suponemos que los principios de la justicia sólo se aplican
a las instituciones sobre la base de una información general. Intentamos dilucidar
lo que los legisladores racionales e imparciales, limitados por el velo
de la ignorancia, y en este sentido imparciales, promulgarían para realizar la
concepción de justicia. Los legisladores ideales no votan por sus intereses.
Estrictamente hablando, la idea de la función de cambio no forma parte de
la secuencia en cuatro etapas. No obstante, puede haber confusión entre las actividades
del gobierno y los gastos públicos necesarios para sostener las
instituciones justas y las actividades derivadas del principio del beneficio.
Con la distinción de ramas en mente, la concepción de la justicia como imparcialidad
se hace más plausible. Desde luego, es a menudo difícil distinguir
entre las dos clases de actividades del gobierno y puede parecer que algunos
bienes públicos entran en ambas categorías. Dejaré estos problemas aquí,
esperando que la distinción teórica esté lo bastante clara por el momento.
44. EL PROBLEMA DE LA JUSTICIA ENTRE GENERACIONES
Consideraremos ahora el problema de la justicia entre generaciones. No hay
necesidad de subrayar las dificultades que este problema plantea. Hace sufrir
a cualquier teoría ética un severo, si no imposible examen. No obstante,
la concepción de la justicia como imparcialidad estaría incompleta sin un
análisis de este importante aspecto. El problema surge en este contexto porque
sigue abierta la cuestión de si el sistema social global, la economía competitiva
rodeada del conjunto de instituciones básicas, puede estructurarse
de modo que satisfaga los principios de la justicia. La respuesta tiene que de266
INSTITUCIONES
pender, de algún modo, del nivel en el que se fije el mínimo social. Pero esto
a su vez se conecta con el problema de hasta qué punto la generación presente
está obligada a respetar las demandas de sus sucesores.
Hasta aquí no me he referido a cuál va a ser la amplitud de este mínimo
social. El sentido común, sin embargo, diría que el nivel adecuado depende
del promedio de riqueza del país y que este mínimo se elevará cuando el promedio
aumente. O podríamos decir que el nivel adecuado viene determinado
por las expectativas normales. Pero todas estas sugerencias son poco satisfactorias.
La primera no es lo bastante precisa, pues no dice en qué medida
el mínimo depende del promedio de riqueza, y pasa por alto otros aspectos
pertinentes como la distribución; mientras que el segundo no ofrece un criterio
que nos diga cuáles son razonables. Empero, una vez que se acepta el
principio de diferencia, se sigue que el mínimo ha de establecerse en un punto
que, tomando en cuenta los salarios, maximice las expectativas del grupo
menos aventajado. Graduando la cantidad de transferencias (por ejemplo:
el tamaño de los pagos suplementarios de renta) es posible aumentar o reducir
las perspectivas de los menos aventajados, su índice de bienes primarios
(medidos por los salarios y las prestaciones), para conseguir el resultado
deseado.
A primera vista, puede parecer que el principio de la diferencia exige un
mínimo muy alto. Naturalmente, imaginamos que la mayor riqueza de
los mejor situados ha de ser graduada hasta que todo el mundo tenga casi la
misma renta. Pero éste es un concepto erróneo, aunque pueda servir en circunstancias
especiales. La expectativa apropiada al aplicar el principio de
diferencia es la de que las perspectivas de los menos favorecidos se extiendan
a las generaciones futuras. Cada generación no sólo debe conservar las
ventajas de la cultura y de la civilización y mantener intactas las asociaciones
justas que se han establecido, sino también realizar en cada periodo una
cantidad considerable de acumulación de capital real. Este ahorro puede tomar
varias formas, desde la inversión neta en maquinaria y otros medios de
producción hasta la inversión en la enseñanza y la educación. Suponiendo
por un momento que sea factible el principio de ahorro justo, que nos indicaría
qué amplitud ha de tener la inversión, podrá determinarse el nivel del
mínimo social. Supongamos, para mayor simplicidad, que el mínimo se ha
graduado mediante transferencias pagadas por los impuestos proporcionales
al gasto (o sobre la renta). En este caso, elevar el mínimo ocasionará
un incremento de la proporción mediante la que se tasa el consumo (o la renta).
Puede suponerse que si se agranda esta fracción, se llega a un punto
tras el cual puede ocurrir una de dos cosas: o bien no puede obtenerse un
ahorro adecuado, o los impuestos mayores afectan tanto la eficacia económica
que no mejoran las perspectivas de los menos aventajados, sino que empiezan
a declinar. En cualquier caso, se ha alcanzado el mínimo correcto.
PORCIONES DISTRIBUTIVAS 267
Se ha satisfecho el principio de la diferencia y no se pide un crecimiento
ulterior.
Estos comentarios acerca de cómo especificar el mínimo social nos conducen
al problema de la justicia entre generaciones. Lograr un principio de
economía justo es uno de los aspectos de este problema.21 Ahora bien, creo
que no es posible, al menos por el momento, definir los límites precisos que
debería tener la tasa de ahorro. ¿Cómo la capacidad de acumulación de capital
y de elevación del nivel de civilización y de cultura ha de ser compartida
entre las generaciones? Parece no haber una respuesta precisa. De esto no se
deriva, sin embargo, que ciertos límites que imponen considerables restricciones
éticas no puedan formularse. Como hemos dicho, una teoría moral caracteriza
un punto de vista desde el que han de evaluarse los programas políticos,
y, a menudo, es cierto que la respuesta sugerida es errónea aun cuando
no está a nuestro alcance otra doctrina alternativa. Así, parece evidente, por
ejemplo, que el clásico principio de la utilidad nos conduce en dirección equivocada
en el problema de la justicia entre generaciones, ya que si consideramos
que el tamaño de la población es variable, y postulamos, a largo plazo,
una productividad marginal de capital muy elevada, acaso lleguemos a una
tasa de acumulación excesiva (al menos en futuro cercano). Como desde un
punto de vista moral no hay bases para desestimar el futuro bienestar sobre
la base de la preferencia en el tiempo, la conclusión es que las mayores ventajas
de las generaciones futuras serán lo bastante grandes para compensar
los sacrificios presentes. Esto sería verdad sólo si con más capital y mejor
tecnología fuese posible sostener una población lo bastante grande. Así la
doctrina utilitaria nos lleva a exigir grandes sacrificios a las generaciones más
pobres, en favor de las mayores ventajas de las generaciones posteriores que
están mejor situadas. Pero este cálculo de ventajas, que equilibra las pérdidas
de unos y los beneficios de otros, parece estar menos justificado en el
caso de las generaciones que en el caso de los contemporáneos. Incluso si no
21 Este problema ha sido discutido a menudo por los economistas, en el contexto de la teoría
del crecimiento económico. Para una exposición del tema, véase A. K. Sen, "On Optimizing the
Rate of Seving", Economic Journal, vol. 71 (1961); James Tobin, National Economic Policy (Yale
University Press, New Haven, 1966), cap. ix; y R. M. Solow, Growth Theory (Oxford University
Press, Nueva York, 1970), cap. v. Para mayor documentación, véase F. P. Ramsey, "A Mathematical
Theory of Saving", Economic Journal, vol. 38 (1928), reimpreso por Arrow y Scitovsky,
Readings in Welfare Economics; T. C. Koopmans, "On the Concept of Optimal Economic Growth"
(1965) en Scientific Papers of T. C. Koopmans (Springer Verlag, Berlín, 1970). Sukamoy Chakravarty,
Capital and Development Planning (M. I. T. Press, Cambridge, 1969), es un examen teórico
que versa sobre cuestiones normativas. Si, con propósitos teóricos, se concibe la sociedad ideal
como aquella en la que se da un estado continuo de crecimiento (posiblemente cero) y al mismo
tiempo es justa, entonces el problema económico es el de escoger un principio que sirva de
base para repartir las cargas derivadas de la conservación de esa vía de crecimiento (o de una
determinada vía, en caso de que existan varias), y del mantenimiento de la justicia a través de
los necesarios ajustes, una vez que se ha conseguido esto. En el texto, sin embargo, no me propongo
defender esta idea; mi exposición se sitúa en un nivel más primitivo.
268 INSTITUCIONES
podemos definir con precisión un principio de economía justo, deberíamos
evitar este extremo.
Ahora bien, la doctrina contractual contempla el problema desde el punto
de vista de la posición original y exige que las partes adopten un principio
adecuado de ahorro; parece claro que, tal como se presentan, los dos principios
de la justicia han de adaptarse a esto. En efecto, cuando se aplica el principio
de diferencia al problema del ahorro a lo largo de generaciones, implica
igualmente el no ahorrar absolutamente nada o no ahorrar lo bastante
para mejorar lo bastante las circunstancias sociales y lograr que todas las libertades
equitativas sean realmente ejercidas. Al seguir un justo principio
de ahorro, cada generación aporta una contribución a los que le seguirán y la
recibe de sus predecesores. No existe forma alguna para las generaciones
posteriores de intervenir en las situaciones, quizá menos afortunadas, de generaciones
anteriores. Por ello, el principio de diferencia no es válido en
cuanto al problema de la justicia entre generaciones, por lo que hemos de tratar
de alguna forma el problema del ahorro.
Algunos han juzgado injustas las diferencias de fortunas entre generaciones.
Herzen observa que el desarrollo humano es una especie de parcialidad
cronológica, dado que los que viven después gozan del trabajo de sus predecesores
sin pagar el mismo precio. Kant juzgaba desconcertante que las
generaciones anteriores arrastraran su carga con el solo fin de que las que
vinieran más tarde la gozaran y tuvieran la buena suerte de participar en el
logro final.22 Aunque completamente naturales, estas opiniones carecen de
base, ya que, si bien la relación generacional es muy peculiar, no entraña
ninguna dificultad insuperable.
Es un hecho natural que las generaciones se desarrollen en el tiempo según
tendencias de beneficio económico: se trata de una situación que no puede
alterarse, por lo que no puede plantearse el problema de la justicia. Lo
que puede ser justo o injusto es la forma en que las instituciones se enfrentan
a las limitaciones naturales y la forma en la que están diseñadas para
aprovecharse de las posibilidades históricas. Obviamente, si todas las generaciones
han de obtener algún beneficio (exceptuando quizá las más antiguas),
todas las partes han de convenir en un principio de ahorro que asegure
que cada generación recibirá de sus predecesores la parte que le corresponde
y, a su vez, hará su parte para que también la reciban quienes le seguirán.
Entre generaciones, los únicos intercambios económicos son, por así decirlo,
virtuales, o sea, ajustes compensadores efectuados en origen, en el momento
de ser adoptado un principio justo de ahorro.
La referencia a Alexander Herzen está tomada de la introducción de Isaiah Berlín al libro
de Franco Venturi, Roots of Revolution (Alfred Knopf, Nueva York, 1960), p. xx. En lo que se
refiere a Kant, véase "Idea for a Universal History with a Cosmopolitan Purpose", en Polítical
Writings, ed. Hans Reiss y trad. M. B. Nisbet (The University Press, Cambridge, 1970), p. 44.
PORCIONES DISTRIBUTIVAS 269
Pero quien considera este problema no sabe a qué generación pertenece o,
lo que es lo mismo, a qué etapa de civilización ha llegado su sociedad, y no
tiene medios para afirmar si esta sociedad es pobre o relativamente rica,
principalmente agrícola o ya industrializada, etc. A este respecto, el velo de la
ignorancia es francamente hermético. Pero, dado que tomamos el presente
como primera interpretación de la situación inicial (§ 24), los participantes se
saben contemporáneos y, a menos que modifiquemos nuestros presupuestos,
no existe para ellos razón alguna para acordar cualquier tipo de ahorro.
Las generaciones anteriores podrán haber ahorrado o no: es algo contra lo que
no podemos hacer nada, por lo que, si queremos llegar a un resultado razonable,
hemos de suponer primero que las partes representan líneas familiares
quienes, digamos, se preocupan al menos de sus más inmediatos descendientes;
segundo, hemos de suponer que el principio adoptado ha de ser
tal que fuera deseable que todas las generaciones anteriores lo hubieran seguido
(§ 22). Estos condicionamientos, aunados al velo de la ignorancia, están
para asegurarnos de que cualquier generación ha de mirar por las demás.
Al llegar a un principio justo de ahorro (o mejor dicho, los límites de tal
principio), los participantes deben preguntarse qué cantidad estarán dispuestos
a ahorrar en cada etapa, en la suposición de que todas las demás generaciones
hayan ahorrado o ahorren de acuerdo con el mismo criterio. Deben
considerar esta voluntad de ahorrar en cualquier fase de civilización dada,
a sabiendas de que los porcentajes propuestos habrán de regular los límites
de la acumulación. Es importante subrayar que un principio de ahorro es
una regla que establece un porcentaje adecuado (o unos límites de porcentajes)
de antemano a cada nivel, o sea, una regla que determina un programa
de porcentajes. Puede suponerse que a diferentes niveles les serán asignados
diferentes porcentajes. Cuando la situación es de pobreza y el ahorro difícil,
se pensará en una tasa de ahorro más bien baja, mientras que en una
sociedad opulenta pueden esperarse mayores porcentajes de ahorro, dado
que entrañan un sacrificio menor. Por último, una vez que se han establecido
unas instituciones justas y que se han alcanzado las libertades básicas, la
acumulación neta deseada cae a cero. En este punto, una sociedad cumple
con su obligación de justicia con sólo mantener instituciones justas y conservar
su base material. Los principios justos de ahorro se aplican a lo que
una sociedad debe ahorrar como principio de justicia: si sus miembros desean
ahorrar por otras razones, esto ya es otro asunto.
Resulta imposible ser muy detallado en cuanto al programa de tasas (o la
diversidad de tasas) que habría que reconocer: lo más que podemos esperar
de estas consideraciones intuitivas es que ciertos extremos sean excluidos.
Así podemos suponer que las partes evitarán imponer unas tasas muy altas
en las primeras etapas de acumulación, pues aunque puedan beneficiarse
con esto si vienen más tarde, deberán aceptar de buena fe estas tasas si re270
INSTITUCIONES
sultara que su sociedad fuera pobre. Las limitaciones que impone todo compromiso
se aplican aquí como antes (§ 29). Por otra parte, desearán que todas
las generaciones aporten algún ahorro (circunstancias especiales aparte)
dado que si nuestros predecesores han cumplido, siempre será en provecho
nuestro, lo cual establece límites muy amplios a la regla del ahorro. Para precisar
un poco más estos límites, supongamos que las partes interesadas se
preguntan cuál sería la cantidad razonable que los miembros de generaciones
adyacentes esperaran unos de otros, por anticipado, a cada nivel. Tratarían
de establecer un programa justo de ahorro, equilibrando la cantidad que
estarían dispuestos a ahorrar a favor de sus descendientes más inmediatos
con la cantidad que creerían poder exigir por parte de sus predecesores. Por
ello, al imaginarse ser, digamos, padres, habrían de establecer la cantidad que
deberían apartar para uso de sus hijos y nietos, después de observar lo que tuvieran
derecho de exigir de sus padres y abuelos. Al llegar a una estimación
que parezca justa a los dos extremos —con la debida reserva para las mejoras
circunstanciales— se llega a un porcentaje (o límites de porcentajes) justo
para este nivel. Una vez realizada esta operación en todos los niveles, se
obtiene la definición del principio de ahorro. Como es natural, las partes interesadas
han de tener siempre en cuenta el objetivo del proceso acumulativo,
o sea, un tipo de sociedad con base material suficiente para establecer
instituciones de justicia efectivas, al amparo de las cuales puedan ser alcanzadas
las libertades básicas. Y en el supuesto de que el principio de ahorro
cumpla este, requisito y sea seguido, ninguna generación puede culpar de nada
a otra, por muy separadas que estas generaciones estén en el tiempo.
El problema de la preferencia en el tiempo y de la prioridad lo dejaré para
las próximas secciones. Por el momento, deseo señalar varios rasgos de la
doctrina contractual. En primer lugar, mientras es evidente que el principio
de ahorro justo no puede ser adoptado democráticamente en su totalidad, la
concepción de la posición original llega a los mismos resultados. Como nadie
sabe a qué generación pertenece, el problema es considerado desde un
punto de vista individual y la solución adecuada se expresa por el principio
adoptado. Todas las generaciones están representadas en la posición original,
ya que siempre sería elegido el mismo principio. El resultado será una
decisión idealmente democrática que se ajuste a las demandas de cada generación
y, por tanto, satisfaga el precepto de que lo que toca a todos a todos
concierne. Además, es obvio que cada generación, excepto posiblemente la
primera, se beneficia cuando se mantiene una cantidad de ahorro razonable.
El proceso de acumulación, una vez comenzado y puesto en práctica, va en
beneficio de todas las generaciones ulteriores. Cada generación trasmite a la
siguiente un equivalente justo de capital real definido por un principio de
ahorro justo (ha de tenerse en cuenta aquí que capital no es sólo las fábricas
y maquinarias, sino también el conocimiento y la cultura, tanto como la tecPORCIONES
DISTRIBUTIVAS 271
nología y las prácticas que hacen posible las instituciones justas y la' libertad).
Este equivalente es en retribución por lo que se recibe de las generaciones
anteriores, y capacita a las que vienen después para disfrutar una vida mejor
en una sociedad más justa.
Es, también, característico de la doctrina contractual el definir una sociedad
justa como objetivo del curso de acumulación. Este rasgo deriva del hecho
de que una concepción ideal de la estructura básica está inmersa en los
principios elegidos en la posición original. Respecto a esto, la justicia como
imparcialidad contrasta con los enfoques utilitarios (§ 41). El principio de
ahorro justo puede contemplarse como un acuerdo entre las generaciones
para cumplir su parte en el trabajo de realizar y proteger una sociedad justa.
El fin del proceso de ahorro se precisa a priori, aunque sólo puedan discernirse
ciertas líneas generales. Las circunstancias particulares, conforme se
produzcan, determinarán en su momento los aspectos más específicos, pero,
en cualquier caso, no estamos sujetos a seguir maximizando indefinidamente.
Desde luego, es por esta razón por la que se conviene en el principio de
ahorro después de los principios de justicia de las instituciones, aunque este
principio restrinja el principio de la diferencia. Estos principios nos indican
por qué nos hemos de esforzar. El principio de ahorro representa una
interpretación, obtenida en la posición original, del deber natural, previamente
aceptado, de sostener y fomentar las instituciones justas. En este caso,
el problema ético es acordar el medio que, a través del tiempo, trate a las
generaciones justamente durante todo el curso de la historia de la sociedad.
Lo que parece justo a las personas en la posición original define la justicia
tanto en este ejemplo como en los demás.
El significado de la última etapa de la sociedad no debe ser mal interpretado.
Ya que todas las generaciones han de hacer su parte para conseguir un
estado de cosas justo, tras el cual no se exige un ahorro ulterior, este estado
no ha de ser considerado como el único que da significado y objeto a todo el
proceso. Por el contrario, todas las generaciones tienen sus propios fines. No
están subordinadas unas a otras, más de lo que lo están los individuos. La vida
de las personas se concibe como un esquema de cooperación desarrollado
en un momento histórico, y que aparece gobernado por la misma concepción
de justicia que regula la cooperación de los contemporáneos. Ninguna
generación tiene mayores derechos que otra.
Finalmente, la última etapa, en lo que se refiere al ahorro, no es de gran
abundancia. Esta consideración merece, quizá, cierto hincapié. La riqueza adicional
puede no ser superflua para ciertos propósitos; e incluso, el promedio
de renta puede, en términos absolutos, no ser muy alto. La justicia no
exige que las primeras generaciones ahorren de tal modo que las posteriores
sean simplemente más ricas. Se exige el ahorro como condición para conseguir
la completa realización de las instituciones justas y de las libertades
272 INSTITUCIONES
iguales. Si se intenta conseguir una acumulación adicional es por otras razones.
Es un error creer que una sociedad justa y buena debe esperar un elevado
nivel material de vida. Lo que los hombres quieren es un trabajo racional
en libre asociación con otros y estas asociaciones regularán sus relaciones
con los demás en un marco de instituciones básicas justas. Para lograr este
estado de cosas no se exige una gran riqueza. De hecho, franqueados ciertos
límites, puede ser más un obstáculo, una distracción insensata, si no una
tentación para el abandono y la vacuidad. (Desde luego la definición de trabajo
racional es un problema en sí misma. Aunque no es un problema de
justicia, en la Tercera Parte se incluyen textos y observaciones que aluden a
ello.)
Hemos de combinar, ahora, el principio de ahorro justo con los dos principios
de justicia. Esto se hace suponiendo que este principio se define desde
el punto de vista de los menos aventajados en cada generación. Es la
persona representativa de cada grupo, que se extiende a través del tiempo,
quien, mediante reajustes virtuales, ha de especificar la cantidad de acumulación.
Se intenta así, limitar la aplicación del principio de diferencia. En cualquier
generación sus expectativas han de ser maximizadas, sujetándolas a
la condición de dejar de lado los ahorros que fuesen reconocidos. Así, la institución
del principio de diferencia viene limitada por el principio del ahorro.
Mientras que el primer principio de justicia y el principio de justa igualdad
de oportunidades sean anteriores al principio de diferencia entre generaciones,
el principio del ahorro limita su alcance entre ellas.
Por supuesto, el ahorro de los menos favorecidos no necesita hacerse
tomando parte activa en el proceso de inversión, sino que consiste, normalmente,
en la aprobación de las soluciones económicas necesarias para la acumulación
adecuada. El ahorro se logra aceptando, como una decisión política,
aquellos programas proyectados para mejorar en las generaciones posteriores
el nivel de vida de los menos aventajados, absteniéndose de los beneficios
inmediatos que estén disponibles. Manteniendo estos acuerdos, el ahorro necesario
puede lograrse, y ninguna persona representativa de los menos beneficiados
de cualquier generación puede quejarse de que otra no cumpla su
parte. Es suficiente, por tanto, un breve esquema de algunos de los rasgos
fundamentales del principio del ahorro. Podemos ver cómo las personas en
las diferentes generaciones tienen deberes y obligaciones unas con otras lo
mismo que sus contemporáneos. La generación presente no puede hacer
lo que le plazca, sino que está sujeta a los principios elegidos en la posición
original y que definen la justicia entre las personas en los diferentes momentos
del tiempo. Y, además, los hombres tienen un deber natural de sostener
y fomentar las instituciones justas y, para ello, se exige el progreso de la civilización
hasta un cierto nivel. La derivación de estos deberes y obligaciones
puede parecer, al principio, una aplicación un tanto forzada de la doctrina j
PORCIONES DISTRIBUTIVAS 2^3
contractual. No obstante, estas exigencias serían reconocidas en la posición
original y, por tanto, la concepción de la justicia como imparcialidad abarc^
estos aspectos sin sufrir ninguna alteración en su idea fundamental.
45. LA PREFERENCIA EN EL TIEMPO
He sostenido que, al elegir un principio de economía, las personas en la p o -
sición original no tienen preferencia en el tiempo. Hemos de considerar l a s
razones para esta presunción. En el caso de un individuo, el limitar la p r e -
ferencia en el tiempo es un rasgo de su racionalidad. Tal y como mantien^
Sidgwick, la racionalidad implica un interés imparcial en todos los aspecto s
de nuestra vida. La diferencia de situación en el tiempo, que algo sea anterior
o posterior, no es por sí misma una base racional para considerarla o no. Desde
luego, una ventaja presente o próxima puede ser considerada con más profundidad
a la vista de su mayor o menor certeza o probabilidad y deberíamos
tomar en consideración qué cambios sufrirá nuestra situación y nuestr^
capacidad para disfrutar estas ventajas. Pero ninguna de estas cosas justifica
nuestra preferencia por un bien menor presente a uno mayor futuro ^
causa de su posición más cercana en el tiempo23 (§ 64).
Sidgwick pensó que las nociones de bien universal y bien individual sotx
similares en aspectos esenciales. Sostuvo que lo justo y lo bueno de una persona
se forma mediante la comparación e integración de los diferentes biene§
de cada momento, tal y como se suceden en el tiempo, de tal manera que el
bien universal se construye por comparación e integración de los bienes d^
diferentes personas. Las relaciones de las partes con el todo y de las partes
entre sí, son análogas en cada caso, estando fundamentadas en el principio
colectivo de utilidad.24 El principio del ahorro para la sociedad no debe se*
afectado por la preferencia en el tiempo, ya que, como antes, la situación diferente
en el tiempo de las personas y generaciones no justifica en sí misma ej
que sean tratadas de modo diferente.
Ya que, en la justicia como imparcialidad, los principios de la justicia no sor\
prolongaciones de los principios de la elección racional, el argumento contra
la preferencia en el tiempo debe ser de otra clase. El problema se resuelva
por referencia a la posición original. Pero una vez que lo enfocamos desd<j
esta perspectiva, llegamos a la misma conclusión. No hay razón para que las
partes den valor a la mera situación en el tiempo. Han de elegir una tasa d^
ahorro para cada nivel de civilización. Si hacen una distinción entre periodos
anteriores y periodos futuros, digamos, porque la situación futura pa-
23 Véase The Methods ofEthics, 7S ed. (Macmillan, Londres, 1907), p. 381. La preferencia tercu
poral es rechazada también por Ramsey, "A Mathematical Theory of Saving".
24 Methods ofEthics, p. 382. Véase también § 30, nota 37.
274 INSTITUCIONES
rezca menos importante ahora, entonces la situación actual parecerá en el
futuro menos importante. Aunque haya de tomarse alguna decisión, no hay
base para utilizar su actual desestimación del futuro, ni la futura desestimación
del presente. La situación es simétrica, y una elección es tan arbitraria
como la otra.25 Ya que las personas en la posición original consideran el
punto de vista de cada periodo, sujetas al velo de la ignorancia, esta simetría
se les presenta clara y no consentirán en un principio que valora los periodos
más cercanos más o menos profundamente. Sólo de este modo pueden
llegar a un acuerdo sólido desde todos los puntos de vista, ya que reconocer
un principio de preferencia temporal es autorizar a personas distintamente
situadas en el tiempo a imponer sus reivindicaciones sobre los otros, basándose
únicamente en esta contingencia.
Como en el caso de la prudencia racional, el rechazo de la preferencia en
el tiempo no es incompatible con tomar en consideración las dudas y las
circunstancias transitorias. Tampoco obliga a usar una tasa de interés (tanto
en una economía socialista como en una economía de propiedad privada)
para racionar los fondos fijados para la inversión. Antes bien, la restricción
consiste en que en los primeros principios de la justicia no se nos permite
tratar de un modo diferente a las generaciones, sólo sobre la base de que
sean anteriores o posteriores en el tiempo. La posición original está definida
de tal manera que conduzca al principio adecuado. En el caso del individuo,
la preferencia en el tiempo es irracional. Significa que no está considerando
todos los momentos como partes iguales de una vida. En el caso
de la socie.dad, la pura preferencia en el tiempo es injusta. Significa (como,
por ejemplo, cuando se desestima el futuro) que los que viven toman ventaja
de su posición en el tiempo para favorecer sus propios intereses.
El punto de vista contractual concuerda con Sidgwick en rechazar la preferencia
en el tiempo como base para la elección social. Los que viven en el
presente y se dejan llevar por tales consideraciones pueden perjudicar a sus
predecesores y a sus descendientes. Ahora bien, esta afirmación puede parecer
contraria a principios democráticos, ya que a menudo se dice que estos
principios exigen que los deseos de la generación presente determinen
la política social. Desde luego, se supone que estas preferencias han de ser
aclaradas y discernidas en condiciones apropiadas. El ahorro colectivo para
el futuro tiene muchos aspectos de un bien público, y también se plantean
aquí problemas de aislamiento y seguridad.26 Pero, suponiendo que estas
dificultades están superadas y que las opiniones colectivas de la generación
presente son conocidas en las condiciones necesarias, puede pensarse que
una consideración democrática del Estado no exige la intervención del go-
25 Véase Sen, "On Optimizing the Rate of Savings", p. 482.
* Véase Sen, ibid. p. 479; v S. A. Marglin, "The Social Rate of Discount and the Optimal Rate
of Investment", Quarlerly Journal of Economics, vol. 77 (1963), pp. 100-109.
PORCIONES DISTRIBUTIVAS 275
bierno en favor de las generaciones futuras, aun cuando la opinión pública
esté manifiestamente equivocada.
El que esta idea sea correcta depende de cómo sea interpretada. No se le
puede objetar como descripción de una constitución democrática. Una vez
que la voluntad pública está claramente expresada en la legislación y en los
programas sociales, el gobierno no puede pasarla por alto sin dejar de ser
democrático. No está autorizado a anular las consideraciones del electorado
acerca de la cantidad de ahorro que debe hacerse. Si un régimen democrático
está justificado, entonces que el gobierno tenga este poder conducirá a
una injusticia mayor. Hemos de hacer nuestra elección entre los diversos
acuerdos constitucionales de acuerdo con la manera en que lleven a cabo
una legislación justa y eficaz. Un demócrata es aquel que cree que una constitución
democrática se adecúa a este criterio. Pero su concepción de la justicia
incluye ciertas medidas ante las posibles demandas de las generaciones
futuras. Si, por razones prácticas, en la elección de un régimen el electorado
tuviese la última palabra, esto se debe únicamente a que es más correcto que
el que un gobierno esté capacitado para desechar sus deseos. Como una
constitución justa, incluso en condiciones favorables, es un caso de justicia
procesal imperfecta, puede ocurrir que las personas decidan erróneamente.
Causando daños irreversibles, pueden perpetuar graves ofensas en contra
de otras generaciones, que podrían haberse evitado con otra forma de gobierno.
Incluso la injusticia puede ser perfectamente evidente y demostrable por
la misma concepción de justicia que subyace bajo el régimen democrático.
Varios principios de esta concepción pueden aparecer, más o menos explícitamente,
en la constitución, citados con frecuencia por la opinión judicial al
interpretarla.
En estos casos, no hay razón para que un demócrata no se oponga a la
voluntad pública mediante formas apropiadas de desobediencia, o a que un
funcionario intente evadirla. Aunque creo en la solidez de una constitución
democrática, y acepto el deber de defenderla, el deber de obedecer leyes particulares
puede ser rechazado en situaciones en que la opinión colectiva es
suficientemente injusta. No hay nada sacrosanto en la decisión pública referente
al nivel de ahorro; y su predisposición respecto a la preferencia en el
tiempo no merece consideración especial. De hecho, la ausencia de los grupos
perjudicados, las generaciones futuras, lo hace todo más discutible. No se
deja de ser demócrata a menos que se piense que alguna otra forma de gobierno
sería mejor, y los esfuerzos se dirijan a este fin. En tanto no se crea
esto, sino que se piense que ciertas formas de desobediencia, por ejemplo, actos
de desobediencia civil, u objeciones de conciencia, son medios necesarios
y razonables para corregir democráticamente los programas políticos
trazados, entonces nuestra conducta concuerda con la aceptación de una
constitución democrática. En el próximo capítulo discutiré este problema
276 INSTITUCIONES
con más detalle. Por el momento, lo fundamental es que la voluntad colectiva
referente a la provisión para el futuro esté sujeta, como las demás decisiones,
a los principios de la justicia. Los rasgos peculiares de este caso no lo
convierten en una excepción.
Hemos de tener en cuenta que el rechazar la pura preferencia en el tiempo
como un primer principio es compatible con el reconocimiento de que una
cierta desestimación del futuro puede fomentar otros falsos criterios. Por
ejemplo, ya he apuntado que el principio utilitario puede conducir a una proporción
extremadamente alta de ahorro, que impondrá cargas excesivas a
las primeras generaciones. Esta consecuencia puede corregirse de algún modo,
desestimando el bienestar de los que hayan de vivir en el futuro. Si no
se tiene en cuenta el bienestar de las generaciones futuras, no se necesita
tanto ahorro como antes. Igualmente es posible alterar la acumulación exigida,
graduando los parámetros en la función de utilidad postulada. No discutiré
estos problemas aquí.27 Por desgracia, sólo puedo expresar la opinión
de que estos recursos sólo mitigan las consecuencias de principios erróneos.
La situación es similar en algunos aspectos a la que se encuentra en la concepción
intuicionista, que combina el nivel de utilidad con un principio de
igualdad (véase § 7). Allí, el criterio de igualdad convenientemente sopesado
sirve para corregir el criterio de utilidad, cuando ningún principio considerado
aisladamente sería aceptable. Así, de modo análogo, comenzando
con la idea de que la cantidad de ahorro apropiada es aquella que maximiza
la utilidad social a través del tiempo (maximiza en su totalidad), podemos
obtener un resultado más plausible si el bienestar de las generaciones futuras
se valora menos profundamente, y la desestimación adecuada depende
de la velocidad de crecimiento de la población, de la productividad del capital,
etc. Lo que hacemos es ajusfar ciertos parámetros para obtener una conclusión
más concorde con nuestros juicios intuitivos. Podemos encontrarnos
con que, para conseguir la justicia entre las generaciones, son necesarias estas
modificaciones del principio de utilidad. Ciertamente, el introducir la
preferencia en el tiempo puede ser una ayuda en tales casos; pero creo que
el invocarlo de este modo indica que hemos partido de una concepción errónea.
Hay diferencia entre esta situación y la idea intuicionista antes mencionada.
A diferencia del principio de igualdad, la preferencia en el tiempo
no tiene una referencia ética intrínseca, sino que se introduce de un modo puramente
ad hoc para atenuar las consecuencias del criterio de utilidad.
27 Véase Chakravarty, Capital and Development Planning, pp. 39 ss., 47, 63-65, 249 ss. Solow,
Growth Theory, pp. 79-87, hace una exposición del problema matemático.
PORCIONES DISTRIBUTIVAS 277
46. OTROS CASOS DE PRIORIDAD
El problema del ahorro justo puede utilizarse para ilustrar otros casos relativos
a la prioridad de la justicia. Un rasgo de la doctrina contractual es que
impone un límite a lo que puede exigirse a una generación que ahorre en
favor del bienestar de generaciones posteriores. El principio del ahorro justo
actúa como límite sobre la proporción de acumulación. Cada generación
ha de cumplir su parte para lograr las condiciones necesarias para conseguir
instituciones justas y un valor justo de libertad; pero no puede exigirse algo
más allá de este punto. Ahora bien, puede objetarse que, especialmente cuando
la suma de ventajas es muy grande y representa crecimientos a largo
plazo, pueden exigirse proporciones de ahorro mayores. Algunos quizá vayan
más allá, y sostengan que las desigualdades en riqueza y autoridad que
violan el segundo principio de justicia pueden justificarse si los beneficios
económicos y sociales siguientes son lo bastante grandes. Para apoyar su opinión
pueden señalar ejemplos en los que parece que aceptamos tales desigualdades
y tasas de acumulación en favor del bienestar de las generaciones
futuras. Keynes observa, por ejemplo, que las inmensas acumulaciones de
capital logradas antes de la primera Guerra Mundial no podrían haber tenido
lugar en una sociedad en que la riqueza estuviese dividida por igual.28
La sociedad del siglo xix estaba organizada para situar la renta incrementada
en manos de quienes menos probablemente iban a consumirla. Los nuevos
ricos no eran dados a grandes gastos y preferían al placer de un consumo
inmediato el poder que da la inversión. Fue precisamente la desigualdad en
la distribución de riqueza la que hizo posible la rápida formación de capitales
y el progreso más o menos continuo del nivel de vida general. Es este
hecho, según opinión de Keynes, el que fue la mayor justificación del sistema
capitalista. Si los ricos hubiesen gastado su riqueza en ellos mismos, tal
régimen habría sido rechazado como intolerable. Ciertamente hay medios
más eficaces y justos de elevar el nivel de bienestar y cultura que el que describe
Keynes. Es sólo en circunstancias especiales, incluyendo la moderación
de la clase capitalista en contraposición a la autobenevolencia de la aristocracia,
cuando se permite a la sociedad obtener fondos de inversión dotando
a los ricos con más de lo que ellos creen poder gastar decentemente en sí
mismos. Pero el punto esencial es que la justificación de Keynes, sean o no
sólidas sus premisas, pudo hacerse depender tan sólo de mejorar la situación
de la clase obrera. Si bien sus circunstancias parecen difíciles, Keynes,
presumiblemente, sostiene que aunque pudiese haber muchas injusticias en
28 Véase J. M. Keynes, The Economic Consequences of the Peace (Macmillan, Londres, 1919),
pp. 18-22.
278 INSTITUCIONES
el sistema, no habría posibilidad real de suprimirlas, y mejorar, por tanto,
las condiciones de vida de los menos aventajados. Con otras soluciones la
posición de la clase obrera hubiese sido peor. No necesitamos considerar si
estas ideas son verdad o no. Basta apuntar que, contrariamente a lo que pensaríamos,
Keynes no dice que las estrecheces de los pobres queden justificadas
por el mayor bienestar de las generaciones posteriores. Esto armoniza
con la prioridad de la justicia sobre la eficiencia, y una mayor suma de ventajas.
Cuando se infringen los límites de la justicia en materia de ahorro, debe
demostrarse que las circunstancias son tales que el no transgredirlas conduciría
a una injusticia aún mayor para aquellos sobre los que recae esta
injusticia. Este caso es similar a aquellos ya discutidos con el título de la prioridad
de la libertad (véase § 39).
Es claro que las desigualdades que Keynes tenía en mente también violan
el principio de justa igualdad de oportunidades. Así, hemos de considerar
los argumentos que excusen la infracción de este criterio y cómo formular la
norma de prioridad adecuada.29 Muchos escritores sostienen que la justa
igualdad de oportunidades tendría graves consecuencias. Creen que para el
bien público es esencial cierta clase de estructura social jerárquica, unida a
una clase gobernante con características hereditarias omnipotentes. El poder
político debería ser ejercido por hombres experimentados y educados desde
la niñez para asumir las tradiciones constitucionales de su sociedad, hombres
cuyas ambiciones sean moderadas por los privilegios y amenidades de
su posición asegurada. De otro modo, lo que está en juego es excesivo, y quienes
carecen de cultura y de convicción se enfrentan unas a otras para controlar
el poder del Estado en favor de sus mezquinos fines. Así, Burke creía
que las grandes familias de las capas gobernantes contribuyen, mediante la
sabiduría de su influencia política, al bienestar general de generación tras
generación.30 Y Hegel pensaba que las restricciones a la igualdad de oportunidades,
como ocurre en el caso de la primogenitura, son esenciales para asegurar
una clase terrateniente especialmente adecuada para la decisión política
en virtud de su independencia del Estado, de la búsqueda de beneficios
y de las múltiples contingencias de la sociedad civil.31 Las familias privilegiadas
y las distribuciones de propiedad, disponen a aquellos que disfrutan
sus ventajas para dilucidar más claramente el interés universal en beneficio
de toda la sociedad. Desde luego, no es necesario apoyar un sistema rígidamente
estratificado; hemos de mantener, por el contrario, que es esencial
2 En éste y en los siguientes párrafos, me encuentro en deuda con Michael Lessnoff. Véase
su ensayo en Political Studies, vol 19 (1971), pp. 75 ss. La exposición y examen de las reglas de
prioridad, tanto aquí como en la § 39, deben mucho a sus observaciones críticas.
30 Véase Reflections on the Revolution in France (J. M. Dent and Sons, Londres, 1910), p. 49; y
John Plamenatz, Man and Society (Longmans, Green, Londres, 1963), vol. 1, pp. 346-351.
31 Philosophy ofRight, § 306, trad. T. M. Knox (The Clarendon Press, Oxford, 1942), p. 199.
PORCIONES DISTRIBUTIVAS 279
para obtener unas bases sólidas de la clase gobernante, que la integren personas
de talento poco común, y que sean plenamente aceptadas. Pero este requisito
coincide con la negación del principio de igualdad de oportunidades.
Ahora bien, para ser congruentes con la prioridad de la igualdad de oportunidades
sobre el principio de la diferencia, no basta alegar, como parecen
hacerlo Burke y Hegel, que toda la sociedad, incluyendo los menos favorecidos,
se benefician de ciertas restricciones a la igualdad de oportunidades.
También es necesario decir que el intento de eliminar estas desigualdades
interferiría con el sistema social y las operaciones de la economía, de modo
que a largo plazo las oportunidades de los menos aventajados estarían aún
más restringidas. La prioridad de la igualdad de oportunidades, como en el
caso similar de la prioridad de la libertad, significa que debemos recurrir a las
oportunidades dadas a aquellos con menores probabilidades. Debemos mantener
que, de este modo, se les abre un campo más amplío de alternativas
más deseables de lo que hubiese sido en otro caso. La pretensión, menos
definida, de que toda la sociedad se beneficia, sólo basta cuando las circunstancias
justifican el abandonar el orden lexicográfico y pasar a un equilibrio
intuitivo de igualdad de oportunidades contra beneficios sociales y económicos.
Estas circunstancias pueden exigirnos —o no— que abandonemos,
asimismo, el ordenamiento lexicográfico de los principios de justicia. Los dos
ordenamientos pueden entrar en juego en distintos momentos.
Pero no llevaré adelante estas complicaciones. Debemos considerar, sin embargo,
que, aun cuando la vida interna y la cultura de la familia influyen,
quizá como ninguna otra cosa, en los móviles de un niño y en su capacidad
de beneficiarse con la educación, y por tanto, en sus perspectivas vitales,
estos efectos no son necesariamente incompatibles con la justa igualdad de
oportunidades. Incluso en una sociedad bien ordenada que satisfaga los dos
principios de la justicia, la familia puede ser una barrera para la igualdad
de oportunidades entre las personas. Ya que, como he dicho antes, el segundo
principio sólo requiere iguales perspectivas vitales en todos los sectores
de la sociedad para aquellos similarmente capacitados y motivados. Si
hay variaciones entre familias del mismo sector respecto a cómo moldean
las aspiraciones del niño, entonces, aunque exista una igualdad de oportunidades
entre los diferentes sectores, no existirá tal igualdad entre las personas.
Esta posibilidad plantea el problema del alcance de la noción de igualdad
de oportunidades; pero dejaré los comentarios sobre esto para más
adelante (§ 77). Sólo observaré aquí que aceptar el principio de la diferencia
y las normas de prioridad que sugiere reduce el apremio por conseguir una
perfecta igualdad de oportunidades.
No examinaré si hay argumentos sólidos que pasen por alto el principio
de la justa igualdad de oportunidades en favor de una estructura jerárquica
de clases. Éstos no son parte de la teoría de la justicia. Lo importante es que,
280 INSTITUCIONES
mientras tales consideraciones pueden parecer egoístas e hipócritas, toman
la forma correcta cuando ejemplifican la concepción general de justicia como
debe ser interpretada a la luz del principio de diferencia y del ordenamiento
lexicográfico al que tiende. Las infracciones a la justa igualdad de oportunidades
no se justifican por una mayor suma de las ventajas de que disfruten
otros o la sociedad en conjunto. La afirmación (correcta o no) debe ser
que las oportunidades de los sectores menos favorecidos de la comunidad
estarían aún más limitadas si se eliminaran estas desigualdades. Hemos de
sostener que no son injustas, ya que no existen las condiciones para lograr
la plena realización de los principios de la justicia.
Habiendo considerado estos casos de prioridad, haré una exposición final
de los dos principios de la justicia para las instituciones. Para hacerlo de un
modo completo, haré un examen exhaustivo incluyendo las anteriores formulaciones.
Primer Principio
Cada persona ha de tener un derecho igual al más extenso sistema total de
libertades básicas compatible con un sistema similar de libertad para todos.
Segundo Principio
Las desigualdades económicas y sociales han de ser estructuradas de
manera que sean para:
a) mayor beneficio de los menos aventajados, de acuerdo con un principio
de ahorro justo, y
b) unidos a los cargos y las funciones asequibles a todos, en condiciones
de justa igualdad de oportunidades.
Primera Norma de Prioridad (La Prioridad de la Libertad)
Los principios de la justicia han de ser clasificados en un orden lexicográfico,
y, por tanto, las libertades básicas sólo pueden ser restringidas
en favor de la libertad. Hay dos casos:
a) una libertad menos extensa debe reforzar el sistema total de libertades
compartido por todos;
b) una libertad menor que la libertad igual debe ser aceptable para los
que tienen una libertad menor.
Segunda Norma de Prioridad (La Prioridad de la Justicia sobre la Eficiencia y
el Bienestar)
El segundo principio de la justicia es lexicográficamente anterior al principio
de la eficiencia, y al de maximizar la suma de ventajas; y la igualdad
de oportunidades es anterior al principio de la diferencia. Hay dos
casos:
PORCIONES DISTRIBUTIVAS 281
a) la desigualdad de oportunidades debe aumentar las oportunidades
de aquellos que tengan menos;
b) una cantidad excesiva de ahorro debe, de acuerdo con un examen
previo, mitigar el peso de aquellos que soportan esta carga.
Concepción general
Todos los bienes sociales primarios —libertad, igualdad de oportunidades,
renta, riqueza, y las bases de respeto mutuo—, han de ser distribuidos
de un modo igual, a menos que una distribución desigual de uno
o de todos estos bienes redunde en beneficio de los menos aventajados.
A modo de comentario, estos principios y normas de prioridad son, sin
duda, incompletos. Evidentemente han de hacerse otras modificaciones, pero
no complicaré esta declaración de los principios. Baste observar que, cuando
llegamos a la teoría no ideal no caemos directamente sobre la concepción
general de justicia. El orden lexicográfico de los dos principios y las valoraciones
que éste implica sugieren normas de prioridad que parecen razonables
en muchos casos. Mediante varios ejemplos he tratado de aclarar cómo
pueden usarse estas reglas, y de exponer su plausibilidad. Así, la gradación
de los principios de la justicia en la teoría ideal refleja y guía la aplicación de
estos principios a situaciones no ideales. Esta gradación identifica qué limitaciones
han de imponerse en primer lugar. El inconveniente de la concepción
general de la justicia es que carece de la estructura definida de los principios
en orden serial. En casos más extremos y complicados de la teoría no
ideal las normas de prioridad fallarán en algún punto, y bien podríamos
no encontrar una respuesta satisfactoria. Pero debemos intentar posponer en
lo posible el ajuste de cuentas y tratar de arreglar la sociedad de modo que
nunca llegue.
4 7 . LOS PRECEPTOS DE LA JUSTICIA
El esbozo del sistema de instituciones que satisface los dos principios de la
justicia está completo ahora. Una vez que se calcula cuál es la tasa de ahorro
justa, o se especifica la variedad apropiada de las cantidades, obtenemos un
criterio para ajusfar el nivel del mínimo social. La suma de transferencias y
beneficios obtenidos de los bienes públicos esenciales debería ser dispuesta
para mejorar las perspectivas de los menos favorecidos congruentes con el
ahorro necesario y el mantenimiento de las libertades iguales. Cuando la estructura
básica toma esta forma, la distribución resultante será justa (o al
menos no injusta), sea la que fuere. Cada uno recibe esa renta total (salarios
y transferencias) a la que tiene derecho, según el sistema público de normas
en que se basan sus legítimas expectativas.
282 INSTITUCIONES
Ahora bien, como hemos visto antes (§ 14), un rasgo fundamental de esta
concepción de la justicia distributiva es que contiene un elemento de justicia
puramente procesal. No se intenta definir cuál sería la distribución justa
de bienes y servicios sobre la base de información acerca de las preferencias
y demandas de las personas. Esta clase de conocimiento se considera improcedente
desde un punto de vista debidamente general, y en todo caso introduce
complicaciones que no pueden ser resueltas por principios de tolerable
simplicidad que puede esperarse razonablemente que las personas acordarán.
PerO, para que la noción de justicia puramente procesal tenga éxito, es
necesario, como he dicho antes, establecer y administrar imparcialmente un
sistema justo de instituciones circundantes. El depender de la justicia puramente
procesal presupone que la estructura básica satisface los dos principios.
Esta descripción de las porciones distributivas es, simplemente, una elaboración
de la conocida idea de que la renta y los salarios serán justos, una vez
eme se organice adecuadamente un sistema factible de precios competitivos,
y se encaje en una estructura básica justa. Estas condiciones bastan. La
distribución resultante es un ejemplo de justicia básica análogo al resultado
de un juego justo. Pero necesitamos considerar si esta concepción corresponde
a nuestras ideas intuitivas acerca de lo que es justo o injusto. En particular
debemos preguntar cómo concuerda con los preceptos de sentido
común de la justicia. Parece como si hubiésemos ignorado estas nociones en
conjunto. Ahora deseo mostrar que pueden tener justificación, y explicar su
situación subordinada.
El problema puede exponerse del modo siguiente. Mili argumentaba con
razón que, en tanto permanezcamos al nivel de los preceptos de sentido
común, no hay reconciliación posible entre estas máximas de justicia. Por
ejemplo, en el caso de los salarios, los preceptos de cada quien según su esfuerzo,
y a cada quien según su contribución son contradictorios, considerados
aisladamente. Además, si deseamos asignarles cierto peso, no ofrecen
un modo de determinar cómo han de conocerse sus méritos relativos. Así,
los preceptos de sentido común no expresan una teoría específica acerca
de los salarios justos o equitativos.32 Sin embargo, de ello no se deduce, como
Mili parece suponer, que podamos encontrar una concepción satisfactoria
adoptando únicamente el principio utilitario. Se necesita un principio superior;
pero hay otras alternativas además de la utilidad. Incluso, es posible
elevar uno de estos preceptos, o una combinación de los mismos, al nivel de
un primer principio, como cuando se dice: a cada quien según su capacidad,
a cada quien según sus necesidades.33 Desde el punto de vista de la teoría de
la justicia, los dos principios de justicia definen el criterio superior correcto.
32 Utilitarianism, cap. v, p. 30.
33 Este precepto es citado por Marx en su Crítica del programa de Cotha, en Karl Marx and Frederick
Engels, Selected Works (Foreign Languages Publishing House, Moscú, 1955), vol. II, p. 24.
PORCIONES DISTRIBUTIVAS 283
Por tanto, el problema es considerar si los preceptos de sentido común de la
justicia aparecerían en una sociedad bien ordenada, y cómo recibirían su peso
adecuado.
Consideremos el caso de los salarios en una economía perfectamente competitiva,
circundada por una estructura básica justa. Supongamos que cada
empresa (de propiedad pública o privada), debe ajustar sus tasas de pago a
las fuerzas de la oferta y la demanda. Las tasas que pague la empresa no
pueden ser tan altas que no puedan permitirse pagarlas, ni tan bajas que un
gran número suficiente no ofrecerá sus conocimientos en vista de las otras
oportunidades disponibles. Si hay equilibrio, el atractivo de los diferentes trabajos
será el mismo. Es fácil, entonces, ver cómo surgen los varios preceptos
de la justicia. Estos preceptos identifican rasgos de los empleos que sean
significativos, tanto del lado de la oferta como del de la demanda. La demanda
de trabajadores por parte de una empresa está determinada por la
productividad marginal de la mano de obra, es decir, por el valor neto de
la contribución de una unidad de trabajo, medido por el precio de venta de los
artículos que produce. El valor de esta contribución a la empresa, reposa a
la larga en las condiciones del mercado, en lo que los consumidores están dispuestos
a pagar por los distintos bienes. La experiencia y la preparación, la
capacidad natural y los conocimientos especiales llevan a obtener una recompensa.
Las empresas están dispuestas a pagar más a quienes poseen estas
características, porque su productividad es mayor. Este hecho explica y justifica
el precepto: a cada quien según su contribución, y, como casos especiales,
tenemos las normas: a cada quien según sus conocimientos, o su experiencia,
etc. Pero también, considerado del lado de la oferta, se debe dar
una recompensa si aquellos que posiblemente ofrecerán sus servicios en el
futuro son persuadidos de encargarse de los costos de preparación y prórroga.
De modo similar, los trabajos que implican un empleo inseguro o inestable,
o que son desempeñados en condiciones peligrosas o desagradables
tienden a recibir un pago mayor. De otro modo no se encontraría a quien
quisiera desempeñarlos. De estas circunstancias se derivan preceptos tales
como: a cada quien según su esfuerzo o los riesgos que soporta, etc. Aun
cuando se supone que las personas tienen la misma capacidad natural, estas
normas seguirán siendo resultado de los requerimientos de la actividad
económica. Dadas las aspiraciones de las unidades productivas, y de los que
buscan trabajo, ciertas características son consideradas de importancia. En
cualquier momento, las prácticas salariales tienden a reconocer estos preceptos
y, concediendo un tiempo necesario para los reajustes, les asignan el
valor que resulta de las condiciones del mercado.
Todo esto parece razonablemente claro. Hay, sin embargo, varios puntos
más; por una parte las diferentes concepciones de justicia generan preceptos
de sentido común bastante similares. Así, en una sociedad regulada por
284 INSTITUCIONES
el principio de utilidad, todas las normas anteriores serían reconocidas. En
tanto que los propósitos de los agentes económicos sean lo bastante similares,
se recurre a la aplicación de estos preceptos, y las prácticas salariales
los tomarán en cuenta de modo explícito. Por otro lado, el valor que se asigna
a estos preceptos no será, en general, siempre el mismo. Es aquí donde
las concepciones de justicia difieren. No sólo habrá una tendencia a dirigir las
prácticas salariales de otras maneras, sino que la tendencia a largo plazo
de los sucesos económicos tomará un curso diferente. Cuando la familia de
instituciones básicas está gobernada por concepciones diferentes, las fuerzas
del mercado, a las que tienen que ajustarse las empresas y los trabajadores,
no serán las mismas. Un equilibrio diferente de la oferta y de la demanda
hará que los diferentes preceptos sean equilibrados de modo distinto. Así, el
contraste entre las concepciones de la justicia no se muestra al nivel de normas
de sentido común, sino en el relativo y cambiante énfasis que estas
normas reciben en el tiempo. En ningún caso puede considerarse fundamental
la noción tradicional de un equilibrio justo o equitativo, ya que dependerá
de los preceptos que regulan el sistema básico y los reajustes que
exigen las actuales condiciones.
Un ejemplo puede aclarar este punto. Supongamos que la estructura básica
de una sociedad asegura la justa igualdad de oportunidades, mientras
que una segunda sociedad no. Entonces, en el primer tipo de sociedad, el
precepto de: a cada quien según su contribución, en la forma particular de a
cada quien según sus conocimientos o su educación, recibirá probablemente
mucho menos valor. Esto probablemente será verdad aun suponiendo,
como lo sugieren los hechos, que las personas tienen distintas capacidades
naturales. La razón de ello es que con muchas más personas recibiendo los beneficios
de la enseñanza y la educación, la oferta de personas capacitadas en
el primer tipo de sociedad es mucho mayor. Cuando no hay restricciones al
ingreso, ni imperfecciones en el mercado de capitales para préstamos (o
subsidios) a la educación, la recompensa lograda por los mejor dotados es
mucho menor. La relativa diferencia en los salarios, entre la clase con renta
más baja y la clase con renta más alta, tiende a estrecharse; y esta tendencia
es aún mayor cuando se sigue el principio de la diferencia. Así, el precepto
de: a cada quien según sus conocimientos y su educación tiene menos valor
en el primer tipo de sociedad que en el segundo, mientras que el precepto: a
cada quien según su esfuerzo tiene más valor. Desde luego, una concepción
de la justicia requiere que cuando cambien las condiciones sociales, cambie
también el apropiado equilibrio de los preceptos. A través del tiempo, la aplicación
congruente de sus principios reajusta gradualmente la estructura social,
de tal manera que las fuerzas de mercado también cambian, reformando,
por tanto, el valor de los preceptos. No hay nada inalterable en el
equilibrio existente, aun cuando sea correcto.
PORCIONES DISTRIBUTIVAS 285
Además, es esencial tener en cuenta el lugar subordinado de las normas de
sentido común. El hacer esto es difícil, ya que son familiares y conocidas a
través de la vida diaria y, por tanto, tienen una prominencia en nuestro pensamiento
que su calidad derivativa no justifica. Ninguno de estos preceptos
puede ser ascendido a primer principio. Cada uno de ellos se produce en
respuesta a un rasgo pertinente, conectado con ciertas instituciones particulares,
pues este rasgo es uno entre muchos, y estas instituciones son de una
clase especial. El adoptar uno de ellos como primer principio nos conducirá
seguramente a descuidar otras cosas que han de tenerse en cuenta. Y si todos
o la mayoría de los preceptos son tratados como primeros principios, no
se gana en claridad sistemática. Los preceptos de sentido común están en el
nivel erróneo de generalidad. Para encontrar primeros principios adecuados,
debemos seguir sus pasos. Ciertamente, algunos preceptos parecen bastante
generales al principio. Por ejemplo, el precepto: a cada quien según su
contribución abarca muchos casos de distribución en una economía perfectamente
competitiva. Aceptando la teoría de la distribución de la producción
marginal, cada factor de producción recibe una renta de acuerdo con lo que
añade al producto (suponiendo la propiedad privada de los medios de producción).
En este sentido, un trabajador recibe en pago todo el valor del resultado
de su trabajo, ni más ni menos. A primera vista esto nos parece justo.
Responde a la idea del derecho natural a la propiedad de los frutos de
nuestro trabajo. Por ello, para algunos escritores el precepto de la contribución
ha parecido satisfactorio como principio de justicia.34
Es fácil ver, sin embargo, que éste no es el caso. El producto marginal del
trabajo depende de la oferta y de la demanda. Lo que una persona contribuye
con su trabajo varía de acuerdo con la demanda de expertos por parte de
las empresas, y esto a su vez varía de acuerdo con la demanda de los productos
de las empresas. La contribución de una persona también es afectada
por la cantidad de ofertas de conocimientos similares. Por tanto, no podemos
suponer que seguir el precepto de la contribución conduce a un resultado
justo, a menos que las fuerzas subyacentes en el mercado, y la disponibilidad
de las oportunidades que refleja estén adecuadamente reguladas. Y
esto implica, como hemos visto, que la estructura básica en conjunto es justa.
Por tanto, no hay modo de dar un valor adecuado a los preceptos de la justicia,
excepto instituyendo los acuerdos necesarios, exigidos por los principios
de la justicia. Algunas instituciones darán una importancia especial a
ciertos preceptos, como, por ejemplo, el que una economía competitiva sobrestime
el precepto de la contribución. Pero no puede hacerse ninguna inferencia
acerca de la justicia de la distribución final, considerando la utilidad
34 A menudo se cita a J. B. Clark como ejemplo. No obstante, véase la exposición de J. M.
Clark en The Developinent of Economk Thought, ed. H. W. Spiegel (John Wiley and Sons, Nueva
York, 1952), pp. 598-612.
286 INSTITUCIONES
de cualquier precepto aisladamente. El valor total de los preceptos viene
dado por el sistema en su totalidad. Así, el precepto de necesidad se deja a la
rama de transferencia, ya que no sirve como precepto de los salarios. Para fijar
la justicia de las porciones distributivas debemos tener en cuenta el funcionamiento
total de los acuerdos básicos, la proporción de renta y riqueza
que se deriva de cada función.35
Puede objetarse a las precedentes consideraciones acerca de los preceptos
de sentido común, y a la idea de la justicia puramente procesal, que es imposible
lograr una economía perfectamente competitiva. Los factores de producción
nunca reciben de hecho sus productos marginales, y en las modernas
condiciones de todos modos las industrias pronto quedan dominadas por
unas cuantas grandes empresas. La competitividad es, en el mejor de los casos,
imperfecta, y las personas reciben menos que el valor de su contribución,
y en este sentido son explotadas.36 La respuesta para esto es, en primer lugar,
que en todo caso la concepción de una economía competitiva adecuadamente
regulada, con las instituciones básicas apropiadas, es un esquema ideal que
muestra cómo los dos principios de la justicia pueden realizarse. Sirve para
ilustrar el contenido de estos principios, y proporciona un medio en el que
tanto una economía de propiedad privada como un régimen socialista pueden
satisfacer esta concepción de la justicia. Concediendo que las actuales
condiciones nunca están a la altura de las suposiciones ideales, tenemos alguna
noción acerca de lo que es justo. Además, estamos en mejor posición de
evaluar la gravedad de las presentes imperfecciones, y de establecer cuál es
el mejor modo de aproximarnos al ideal.
Un segundo punto es el siguiente. El sentido en que las personas son explotadas
por las imperfecciones del mercado es muy especial: a saber, cuando
se viola el precepto de la contribución, y esto ocurre porque el sistema de
precios ya no es eficiente. Pero como acabamos de ver, este precepto no es
sino uno entre muchas normas secundarias, y lo que realmente cuenta es el
funcionamiento de todo el sistema, y que estos defectos estén de algún modo
compensados. Además, ya que es el principio de eficiencia el que fundamentalmente
no se cumple, podríamos decir, por tanto, que toda la comunidad
es explotada. Pero, de hecho, la noción de explotación está aquí fuera
de lugar. Implica una injusticia grave en el sistema básico, y no tiene nada
que ver con la ineficacia de los mercados.37
Finalmente, en vista del lugar subordinado del principio de eficiencia en
K Así, el error de J. B. Clark en su réplica a Marx está en que no consideró debidamente el
problema de la justicia básica. Véase J. M. Clark, ibid, pp. 610 ss. El concepto marxista de explotación
es compatible con la competencia perfecta, ya que es el resultado de una determinada
estructura de las relaciones de propiedad.
b Para esta definición de la explotación, véase A. C. Pigou, The Economics of Welfare, 4a ed.
(Macmillan, Londres, 1932), pp. 549-551.
3' Véase Mark Blaug, Economic Theory in Retrospect, pp. 434 ss.
PORCIONES DISTRIBUTIVAS 287
la justicia como imparcialidad, las desviaciones inevitables de la perfección del
mercado no son especialmente preocupantes. Es más importante que un esquema
competitivo dé lugar al principio de libre asociación y de la elección
individual de ocupación, en un panorama de justa igualdad de oportunidades
y permita que las decisiones de los consumidores regulen las cantidades que
han de producirse con propósitos privados. Un requisito básico es la compatibilidad
de las disposiciones económicas con las instituciones de libertad y libre
asociación. Así, si los mercados son razonablemente competitivos y abiertos,
es posible seguir la noción de justicia puramente procesal. Parece más practicable
que otras ideas tradicionales se planeen explícitamente para coordinar la
multitud de posibles criterios en una concepción coherente y factible.
48. LAS EXPECTATIVAS LEGÍTIMAS Y EL CRITERIO MORAL
Hay una tendencia, por parte del sentido común, a suponer que la renta y
la riqueza y los bienes en general han de ser distribuidos de acuerdo con un
merecimiento moral. La justicia es la felicidad acorde con la virtud. Aunque
se reconoce que este ideal nunca puede ser conseguido en su totalidad, es la
concepción apropiada de la justicia distributiva, al menos como principio
prima facie, y la sociedad debe tratar de llevarlo a cabo en tanto las circunstancias
lo permitan.38 Ahora bien, la justicia como imparcialidad rechaza
esta concepción. Tal principio no sería elegido en la posición original. Parece
no haber medio de definir el criterio requerido para esa situación. Además,
la noción de distribución de acuerdo con la virtud no distingue entre el merecimiento
moral y las expectativas legítimas. Así, es verdad que cuando las
personas y los grupos toman parte en acuerdos justos, adquieren ciertos derechos
unos sobre otros, precisados por reglas públicamente reconocidas.
Habiendo actuado alentados por los acuerdos existentes, tienen ahora ciertos
derechos, y las porciones distributivas justas respetan estas exigencias. Por
tanto, un esquema justo responde a lo que las personas están autorizadas a
exigir; este esquema satisface sus legítimas expectativas basadas en las instituciones
sociales. Pero lo que están autorizados a exigir no es proporcional,
ni depende de su valor intrínseco. Los principios de justicia que regulan
la estructura básica y especifican los deberes y obligaciones individuales no
mencionan el merecimiento moral, y no hay una tendencia de las porciones
distributivas a corresponder a él.
38 Véase, por ejemplo, W. D. Ross, The Right and the Good (The Clarendon Press, Oxford,
1930), pp. 21, 26-28, 35, 57 ss. De manera similar se expresa Leibniz respecto al derecho a la justicia,
que "afirma que cada uno [cada individuo] participa de la perfección del universo y de la
felicidad propia en proporción a su propia virtud y de la buena voluntad que abrigue hacia el
bien común", Leibniz, ed. P. P. Wiener (Charles Scribner's Sons, Nueva York, 1951), p. 353.
288 INSTITUCIONES
Este análisis es confirmado por la anterior consideración de los preceptos
de sentido común, y su papel en la justicia pura procesal (§ 47). Por ejemplo,
al determinar los salarios, una economía competitiva da importancia al
precepto de contribución. Pero, como hemos visto, el alcance de la propia
contribución (estimado por la productividad marginal individual) depende
de la oferta y la demanda. Seguramente, el valor moral de una persona no
varía de acuerdo con la cantidad de personas que ofrecen conocimientos similares,
o de acuerdo con lo necesario de lo que él produzca. Nadie supone
que, cuando no hay demanda de las capacidades de elegir o éstas se han deteriorado
(como en el caso de los cantantes) sus méritos morales experimentan
un cambio similar. Todo esto es perfectamente obvio, y ha sido reconocido
hace ya tiempo.39 Simplemente refleja el hecho observado antes (§ 17)
de que uno de los puntos fijos de nuestros juicios morales es que nadie merece
el lugar que ocupa en la distribución de activos naturales, como tampoco
merece su lugar inicial en la sociedad.
Además, ninguno de los preceptos de la justicia aspira a una virtud recompensadora.
Las recompensas obtenidas por escasos talentos naturales,
por ejemplo, han de cubrir los costos de enseñanzas y alentar los esfuerzos
del aprendizaje, además de dirigir las distintas capacidades hacia donde mejor
se favorezca el interés común. Las porciones distributivas resultantes no
se relacionan con el valor moral, ya que la dotación inicial de activos naturales
y las contingencias de su crecimiento y educación, en las primeras etapas
de la vida, son arbitrarias desde un punto de vista moral. El precepto
que parece más cercano intuitivamente a recompensar el merecimiento moral
es el de la distribución de acuerdo cor el esfuerzo, o aún mejor, el esfuerzo
consciente.40 De nuevo, parece claro que el esfuerzo que una persona está
dispuesta a hacer es influido por sus capacidades naturales, sus conocimientos,
y las alternativas que se le ofrecen. Los mejor dotados son los que más
probablemente harán un esfuerzo consciente, y no parece haber medio de
compensar su mejor fortuna. La idea de recompensar el mérito es impracticable.
Hasta el punto en que se subraya el precepto de necesidad, se ignora
el valor moral. Tampoco la estructura básica tiende a equilibrar los preceptos
de justicia para lograr la correspondencia necesaria entre bambalinas. Está
regulada por los dos principios de justicia que definen por completo otros
objetivos.
La misma conclusión puede alcanzarse por otro camino. En las observaciones
anteriores, no se ha explicado la noción de valor moral, como algo
diferente de los derechos de una persona basados en sus legítimas expectativas.
Supongamos que definimos esta noción y mostramos que no tiene
39 Véase F. H. Knight, The Ethics of Competition (Harper and Brothers, Nueva York, 1935),
pp. 54-57.
40 Véase Knight, ibid., p. 56n.
PORCIONES DISTRIBUTIVAS 289
relación con las porciones distributivas. Hemos de considerar únicamente
una sociedad bien ordenada, es decir, una sociedad en que las instituciones
son justas, y este hecho es públicamente reconocido. Sus miembros tienen
también un claro sentido de la justicia, un deseo efectivo de obedecer las reglas
existentes, y de dar a cada uno lo que tienen derecho. En este caso, podemos
suponer que todos tienen el mismo valor moral. Hemos definido esta
noción en términos del sentido de justicia, el deseo de actuar de acuerdo con
los principios que serían elegidos en la posición original (§ 72). Pero es evidente
que, entendido de este modo, el valor moral igual de las personas no
significa que las porciones distributivas sean iguales. Cada quien ha de recibir
lo que los principios de la justicia digan que tiene derecho a recibir, y
esto no requiere que haya igualdad.
Lo esencial es que el concepto de valor moral no aporta un primer principio
de justicia distributiva. Esto se debe a que no se le puede introducir hasta
después de que hayan sido reconocidos los principios de la justicia y del
deber y la obligación natural. Una vez que estos principios están a nuestro
alcance, puede decirse que el valor moral tiene un sentido de justicia y, como
observaré después (§ 66), las virtudes pueden caracterizarse como deseos
o tendencias a actuar de acuerdo con los principios correspondientes.
Así, el concepto de valor moral es secundario a los conceptos de derecho y
justicia, y no desempeña ningún papel en la definición sustantiva de las
porciones distributivas. El caso es análogo a la relación entre las reglas sustantivas
sobre la propiedad y las leyes sobre hurto y robo. Estos delitos, y el
demérito que ocasionan, presuponen la institución de la propiedad, establecida
con fines sociales previos e independientes. Para una sociedad, organizarse
a sí misma con la intención de recompensar el merecimiento moral como
primer principio sería lo mismo que tener la institución de la propiedad
para castigar a los ladrones. El criterio: a cada quien según su virtud, no sería,
por tanto, elegido en la posición original. Como los grupos desean promover
sus concepciones sobre el bien, no tienen razón para ordenar sus instituciones
de modo que las porciones distributivas estén determinadas por
el merecimiento moral, aun cuando encontrasen un antecedente para su definición.
En una sociedad bien ordenada, las personas adquieren derechos a una
parte del producto social, a través de ciertas acciones alentadas por los acuerdos
existentes. Las expectativas legítimas que resultan son la otra cara, por
así decirlo, del principio de imparcialidad y del deber natural de justicia.
Pues así como la persona tiene el deber de sostener los acuerdos que sean
justos y la obligación de cumplir con su parte, cuando se ha aceptado su posición
en ellos, también una persona que ha consentido el esquema y ha cumplido
con su parte, tiene derecho a ser tratada por los demás de acuerdo con
ello. Están obligados a cumplir con sus legítimas expectativas. Así, cuando
2C>0 INSTITUCIONES
existen acuerdos económicos justos, las demandas de las personas son resueltas
por referencia a las reglas y preceptos (con sus valores respectivos)
que estas prácticas consideran pertinentes. Como hemos visto, es erróneo
decir que las porciones distributivas justas recompensan a los individuos de
acuerdo con su valor moral. Pero lo que podemos decir es que, en el sentido
tradicional, un esquema justo da a cada quien lo que merece: es decir, asigna
a cada uno lo que el esquema le autoriza. Los principios de justicia para
instituciones y personas establecen que es justo hacer esto.
Ahora bien, ha de tenerse en cuenta que, aun cuando los derechos de una
persona estén regulados por las normas existentes, podemos hacer una distinción
entre tener derecho a algo y el merecerlo en el sentido habitual, y no
en el sentido moral.41 Por ejemplo, después de un juego, a menudo decimos
que los que han perdido merecían ganar. Con ello no se quiere decir que los
vencedores no tengan derecho a reclamar el campeonato, o que cualquier
daño que se produzca haya de imputarse al vencedor. Lo que queremos decir
es que el equipo perdedor desplegó en mayor grado las habilidades y
cualidades que el juego requiere, cuya práctica da al deporte su atractivo.
Por tanto, los perdedores en verdad merecían ganar, pero perdieron a causa
de la mala suerte, o por otras contingencias que ocasionaron que se perdiese
el juego. De un modo similar, aun las mejores soluciones económicas no
conducen siempre a los resultados más deseados. Las exigencias que las personas
plantean se desvían más o menos ampliamente, de un modo inevitable,
de aquellas para las que se proyectó el esquema. Algunas personas en posiciones
ventajosas, por ejemplo, puede que no tengan en mayor grado que
las demás las cualidades y habilidades deseadas. Todo esto es evidente. Su
sentido es que, aunque podamos distinguir entre las demandas que los actuales
acuerdos nos exigen respetar, dada la actuación de las personas y la
situación de las cosas, y las demandas que se habrían planteado en circunstancias
más ideales, todo ello no implica que las porciones distributivas deberían
concordar con el valor moral. Aun cuando las cosas sucedan del mejor
m o d o , no hay una tendencia a que la distribución y la virtud coincidan.
Sin duda, alguien podría afirmar que las porciones distributivas deberían
corresponder a la virtud moral, al menos hasta donde sea posible. Puede
creerse que, a menos que los que están mejor situados tengan un carácter
m ° r a l superior, sus ventajas son una afrenta a nuestro sentido de la justicia.
Esta opinión puede ser resultado de considerar la justicia distributiva como
lo opuesto a la justicia retributiva. Es verdad que, en una sociedad razonablemente
ordenada, los que son castigados por violar leyes justas normalmente
han hecho algo malo. Esto se debe a que el propósito del derecho penal
T°mo esto de Joel Feinberg, Doing and Deserving (Princeton University Press, Princeton,
1 9 7 ° ) , pp. 64 ss.
PORCIONES DISTRIBUTIVAS 291
es sostener los deberes naturales básicos, aquellos que nos prohiben dañar a
otras personas en su vida y su salud, o privarlas de su libertad o de sus propiedades,
y los castigos tratan de conseguir este fin. No son simplemente
un esquema de impuestos y cargas designados para poner un precio a ciertas
formas de conducta y, de este modo, guiar la conducta de las personas para
obtener un beneficio recíproco. Sería mucho mejor si los actos prohibidos
por la ley penal nunca se cometiesen.42 Así, la propensión a cometer tales actos
es característica de un carácter perverso, y en una sociedad justa los castigos
legales caerán únicamente sobre quienes muestren estos defectos.
Es claro que la distribución de ventajas económicas y sociales es completamente
diferente. Estas soluciones no son lo opuesto, por así decirlo, del
derecho penal, así que en tanto una castiga ciertos delitos, el otro recompensa
la virtud moral.43 La función de las porciones distributivas desiguales
es cubrir los costos de enseñanza y educación, atraer a las personas a los
lugares donde más se les necesita desde un punto de vista social, etc. Suponiendo
que todos aceptan la conveniencia de un interés motivador, individual
o colectivo, debidamente regulado por un sentido de la justicia, cada
quien decide hacer las cosas que mejor convienen a sus intereses. Las variaciones
en los salarios y el ingreso, y los requisitos de una situación determinada
influyen sobre estas elecciones de modo que el resultado final concuerde
con la eficacia y la justicia. En una sociedad bien ordenada no habría
necesidad del derecho penal, salvo en la medida en que el problema de la
seguridad lo hiciese necesario. El problema de la justicia penal corresponde,
en su mayor parte, a la teoría de la obediencia parcial, mientras que la cuenta
de las porciones distributivas corresponde a la teoría de la obediencia estricta,
y, por tanto, a la consideración del esquema ideal. El considerar que la
justicia distributiva y la justicia retributiva son opuestas la una a la otra es
completamente erróneo, y sugiere una diferente justificación para las porciones
distributivas de la que en realidad tienen.
49. COMPARACIÓN CON OTRAS CONCEPCIONES MIXTAS
Aunque he comparado a menudo los principios de la justicia con el utilitarismo,
no he dicho nada acerca de las concepciones mixtas. Se recordará que
estas concepciones se definen sustituyendo el segundo principio de justicia
por el concepto de utilidad y otros criterios (§ 21). Consideraré ahora estas
alternativas, especialmente porque muchas personas acaso las consideren
más razonables que los principios de justicia que a primera vista parecen
42 Véase M. L. A. Hart, The Concept ofLaw (The Clarendon Press, Oxford, 1961) p. 39; y Feinberg,
Doing and Deserving, cap. v.
43 Para este punto, véase Feinberg, ibid., pp. 62, 69n.
292 INSTITUCIONES
imponer exigencias bastante estrictas. Pero se hace necesario destacar aquí
mismo que todas las concepciones mixtas aceptan el primer principio y, por
tanto, reconocen el lugar primario de las libertades iguales. Ninguna de estas
opiniones es utilitaria, ya que aun si el principio de utilidad sustituye al
segundo principio o a alguna de sus partes, como el principio de diferencia,
la concepción de utilidad sigue teniendo un lugar subordinado. Así, en tanto
uno de los objetivos fundamentales de la justicia como imparcialidad sea
ofrecer una alternativa a la clásica doctrina utilitaria, este objetivo se alcanza
incluso si finalmente aceptamos una concepción mixta, en vez de los dos
principios de justicia. Además, dada la importancia del primer principio, parece
que el rasgo esencial de la doctrina contractual se mantiene en estas
alternativas.
Ahora bien, es evidente por estas observaciones, que las concepciones
mixtas son más difíciles de refutar que el principio de utilidad. Muchos escritores
que parecen profesar una variante de la idea utilitaria, aun cuando
la expresan vagamente como el equilibrio y la armonización de intereses sociales,
presuponen claramente un sistema constitucional fijo, que garantiza
las libertades básicas hasta un cierto mínimo. Así, en realidad sustentan una
doctrina mixta y, por tanto, los sólidos argumentos que se derivan de la libertad
no pueden utilizarse como antes. Por tanto, el problema principal es
qué puede decirse en favor del segundo principio sobre el de utilidad, cuando
ambos están limitados por el principio de igual libertad. Necesitamos
examinar las razones para rechazar la norma de utilidad aun en este caso,
aunque es claro que estas razones no serán tan decisivas como aquéllas para
rechazar las doctrinas clásicas e intermedias.
Consideremos, en primer lugar, una concepción mixta bastante próxima
a los principios de la justicia: a saber, la idea que resulta cuando se sustituye
el principio de diferencia por el principio de utilidad media limitado por
un criterio mínimo social si todo lo demás se mantiene inalterable. La dificultad
que encontramos aquí es la misma que generalmente encontramos en
las doctrinas intuicionistas: cómo ha de establecerse y ajustarse este mínimo
social a las circunstancias que son objeto de continuos cambios. Puede parecer
que cualquiera que utilice los dos principios de justicia trata de conseguir
un equilibrio entre maximizar la utilidad media y mantener un mínimo social
apropiado. Si atendemos únicamente a sus juicios considerados, y no a
la razón que tiene para éstos, sus valoraciones no podrán distinguirse de las
emitidas por alguien que acepte esta concepción mixta. Hay, supongo, amplitud
suficiente en la determinación del nivel del mínimo social en condiciones
alterables para obtener este resultado. ¿Cómo sabemos, entonces, que una
persona que adopta esta concepción mixta no se apoya de hecho en el principio
de diferencia? Desde luego, esta persona no lo invoca conscientemente,
e incluso puede rechazar la sugerencia de que lo hace así. Pero resulta
PORCIONES DISTRIBUTIVAS 293
que el nivel asignado al mínimo requerido, que limita el principio de utilidad
media, conduce precisamente a las mismas consecuencias que resultarían
si de hecho siguiese este criterio. Además esta persona es incapaz de explicar
por qué elige el mínimo, tal como lo hace; lo más que puede decir es
que toma la decisión que le parece más razonable. Ahora bien, es excesivo
pretender que tal persona está usando realmente el principio de diferencia,
ya que sus juicios pueden adecuarse a cualquier otra pauta. Sin embargo, es
verdad que su concepción de la justicia está todavía sin identificar. El espacio
dado a la determinación del mínimo apropiado deja el caso sin resolver.
Lo mismo puede decirse de otras teorías mixtas. Así, podemos decidir limitar
el principio medio estableciendo algunas exigencias en la distribución,
bien individualmente, bien unidas a algún mínimo adecuado, ya elegido.
Por ejemplo, podríamos sustituir el principio de la diferencia por el criterio
de maximizar la utilidad media, al menos alguna fracción (o múltiplo) de
la desviación normal de la distribución resultante.44 Aunque esta desviación
es la más pequeña cuando todos alcanzan la misma utilidad, este criterio indica
una mayor preocupación por los menos favorecidos que el principio
medio. Los rasgos intuicionistas de esta idea también son claros, pues debemos
preguntar cómo ha de seleccionarse la fracción (o múltiplo) de la digresión,
y cómo ha de variar del promedio este parámetro. De nuevo el principio
de la diferencia puede estar en el fondo. Esta idea mixta se equipara a
otras concepciones intuicionistas que nos dirigen a conseguir una pluralidad
de fines, ya que sostiene que, mientras se mantenga una cierta base, son fines
deseables un promedio mayor de bienestar y una distribución más justa.
Una institución es sin duda preferible a otra si resulta mejor en cada caso.
Sin embargo, opiniones políticas diferentes equilibran estos fines de
distinta manera, y necesitamos normas para determinar su valor relativo.
El hecho es que, en general, no nos ponemos de acuerdo en muchas cosas
cuando reconocemos fines de esta clase. Hemos de reconocer que, en una
concepción de la justicia razonablemente completa, hay un detallado sopesamiento
de objetivos. En la vida diaria, a menudo nos conformamos con
enumerar los preceptos de sentido común y los objetivos políticos, añadiendo
que en casos particulares hemos de sopesarlos a la luz de los hechos generales
de la situación. Aunque esto parece un consejo práctico, no expresa
una concepción articulada de la justicia. Se nos dice, en efecto, que ejerzamos
nuestro juicio como mejor podamos, en el marco de estos fines como lineamientos.
Sólo las medidas políticas preferibles en cada rubro son claramente
más deseables. Por el contrario, el principio de diferencia es una
concepción relativamente precisa, ya que clasifica todas las combinaciones
44 Para un planteamiento de este tipo, véase Nicholas Rescher, Distributive Justice (Bobbs-
Merrill, Nueva York, 1966), pp. 35-38.
2 9 4 INSTITUCIONES
de objetivos de acuerdo con lo bien que promueven las perspectivas de los
menos favorecidos.
Así, pese al hecho de que el principio de diferencia parece ser, a primera
vista, una concepción algo especial, puede ser el criterio que, cuando se une
a otros principios de justicia, permanece en el fondo y controla las apreciaciones
expresadas en nuestros juicios diarios, si se confrontasen éstos mediante
varios principios mixtos. La costumbre de basarnos en la intuición,
guiada por normas de orden inferior, puede oscurecer la existencia de principios
más básicos, que explican el peso de estos criterios. Desde luego, si
los dos principios de justicia, y especialmente el principio de diferencia, explican
nuestros juicios de la justicia distributiva, es algo que sólo puede decidirse
desarrollando con detalle las consecuencias de estos principios y observando
hasta qué punto estamos dispuestos a aceptar las valoraciones a
que conducen. Posiblemente no habrá conflicto entre estas consecuencias y
nuestras convicciones consideradas. Seguramente tampoco lo habrá con
esos juicios que son puntos fijos, aquellos que parecemos no querer revisar
en circunstancias previsibles. De otro modo, los dos principios no son plenamente
aceptables y ha de hacerse alguna revisión.
Pero quizá nuestras ideas cotidianas no ofrezcan nada definido acerca del
problema de equilibrar fines opuestos. Si es así, la pregunta principal será
si podemos asentir ante la especificación mucho más exigente de nuestro concepto
de justicia que representan los dos principios. Siempre que ciertos puntos
básicos se conserven, hemos de decidir el mejor modo de completar nuestra
concepción de la justicia y extenderla a otros casos. Puede ser que los dos
principios de justicia no sean tan opuestos a nuestras convicciones intuitivas,
sino que ofrezcan un principio relativamente concreto a problemas que
el sentido común casi desconoce y deja sin solución. Así, mientras el principio
de diferencia nos parece en principio extraño, la reflexión sobre sus implicaciones
cuando está adecuadamente circunscrito puede convencernos de
que concuerda con nuestros juicios considerados o bien proyecta estas convicciones
a nuevas situaciones de un modo aceptable.
En armonía con estas observaciones, podemos notar que apelar al interés
común es convención política de una sociedad democrática. Ningún grupo
político reconoce públicamente que presiona por una legislación desventajosa
para cualquier grupo social reconocido. Pero, ¿cómo ha de entenderse
esta convención? Seguramente, es algo más que el principio de eficiencia, y
no podemos suponer que el gobierno afecta de modo igual los intereses de
todos. Como es imposible maximizar respecto a más de un punto de vista,
es natural, dado el espíritu de una sociedad democrática, escoger el de los
menos aventajados para favorecer sus perspectivas futuras del mejor modo
posible acorde con las libertades justas y la igualdad de oportunidades.
Parece que los programas políticos en cuya justicia confiamos van al menos
PORCIONES DISTRIBUTIVAS 295
en esta dirección, en el sentido de que este sector de la sociedad estar i a en
peores condiciones si se coartasen. Estos programas son justos en su totalidad,
aun cuando no sean perfectamente justos. Por tanto, el principio ¿e diferencia
puede interpretarse como extensión razonable de la convección
política de una democracia, una vez que afrontamos la necesidad de adoptar
una concepción de la justicia razonablemente completa.
Al tener en cuenta que las concepciones mixtas tienen rasgos intuiciorus~
tas, no quiero decir que este hecho sea una objeción decisiva. Como ya he
apuntado (§ 7), tales combinaciones de principios son de gran valor práctico.
Nadie duda de que estas concepciones identifican normas asequible^/ P o r
referencia a las cuales pueden ser evaluadas las medidas políticas, y, d a d a s l a s
instituciones básicas necesarias, pueden llevarnos a conclusiones sólidas.
Por ejemplo, una persona que acepte la concepción mixta para maximiza r el
promedio de bienestar menos alguna fracción (o múltiplo) de la desviación
normal favorecerá, presumiblemente, la justa igualdad de oportunidades,
pues parece que al haber más oportunidades iguales para todos se e l £ v a el
promedio (aumentando la eficiencia) y disminuye la desigualdad. En este c a '
so, el sustituto del principio de diferencia apoya a la otra parte del s e g a n d o
principio. Además es evidente que, en algún momento, no podemos dejar
de basarnos en nuestros juicios intuitivos. El problema de las c o n c e p c i o n e s
mixtas es que pueden recurrir a estos juicios demasiado pronto y no d ^ n m r
una alternativa clara al principio de diferencia. A falta de un p r o c e d i m í e n , : o
para asignar los pesos apropiados (o parámetros), es posible que el equilibrio
se determine por los principios de justicia, a menos que estos principios p r o -
duzcan conclusiones que no podamos aceptar. Si esto llega a ocurrir, e n t o n -
ces puede ser preferible una concepción mixta, a pesar de apelar a la intui^1 0 1 ^
especialmente si su utilización ayuda a poner orden y avenencia en r * u e s _
tras convicciones.
Otra consideración que favorece el principio de diferencia es la r e l ^ n v a
facilidad con que puede interpretarse y aplicarse. Seguramente para ^ l g u ~
nos, parte del atractivo de las concepciones mixtas es que son un medí ° de
evitar las severas exigencias del principio de diferencia. Es relativamente f á -
cil averiguar qué cosas favorecen los intereses de los menos aventajados. E s t e
grupo puede ser identificado por su índice de bienes primarios, y
los p r o b l e -
mas de política social pueden resolverse averiguando qué elegiría la p e r s o -
na representativa adecuadamente situada. Pero en la medida en que el r P r i n - "
cipio de utilidad desempeña un papel, la vaguedad de la idea de prom ^ d i o
(o totalidad) de bienestar es problemática. Es necesario llegar a una e s t í r n a -
ción de las funciones de utilidad para distintas personas representativa3' V
establecer una correspondencia interpersonal entre ellas, etc. Los proble' n í a s
que se plantean al hacer esto son tan grandes, y las aproximaciones son* t a r n
burdas que opiniones profundamente opuestas pueden parecer i g u a l m ^ ^ s
296 INSTITUCIONES
plausibles a diferentes personas. Alguien puede sostener que los beneficios
de un grupo pesan más que las pérdidas de otro, mientras que otros acaso lo
nieguen. Nadie puede decir qué principios subyacentes explican estas diferencias
o cómo pueden resolverse. Es más fácil, para aquellos que ocupan posiciones
sociales más fuertes, favorecer sus intereses injustamente, sin que se
les muestre que están claramente fuera de todo límite. Desde luego, todo esto
es obvio, y siempre se ha reconocido que los principios éticos son vagos. Sin
embargo, no son todos igualmente imprecisos, y los dos principios de la justicia
tienen una ventaja por la mayor claridad de sus exigencias y de lo que es
necesario hacer para satisfacerlos.
Puede pensarse que la vaguedad del principio de utilidad puede evitarse
mediante una explicación mejor de cómo medir, y cómo aumentar el bienestar.
No deseo destacar estos problemas técnicos ampliamente discutidos,
ya que las objeciones más importantes contra el utilitarismo están a otro nivel,
pero una breve mención de estos aspectos ayudará a clarificar la doctrina
contractual. Hay medios diferentes de establecer una medida interpersonal
de la utilidad. Uno de éstos (volviendo al menos a Edgeworth) es suponer
que una persona es capaz de distinguir únicamente un número finito de niveles
de utilidad.45 Se dice que una persona permanece indiferente entre alternativas
que pertenecen al mismo nivel de discriminación, y la medida cardinal
de la diferencia de utilidad entre dos alternativas se define por el
número de niveles discernibles que las separan. La escala cardinal que resulta
es única, como debe ser, dirigida a una transformación lineal positiva.
Para establecer una medida entre personas debemos suponer que la diferencia
entre niveles adyacentes es la misma para todos los individuos y la
misma entre todos los niveles. Con esta regla de correspondencia interpersonal,
los cálculos son extremadamente sencillos. Al comparar las alternativas
averiguamos el número de niveles que existe entre ellas para cada individuo
y entonces sumamos, teniendo en cuenta los más y los menos.
Esta concepción de utilidad cardinal sufre conocidas dificultades. Dejando
aparte los problemas prácticos y el hecho de que la detección de los niveles
de discriminación de una persona depende de las alternativas de que
disponga, parece imposible justificar la presunción de que la utilidad social
del cambio de un nivel a otro es la misma para todas las personas. Por una
parte, este procedimiento valoraría de un modo idéntico aquellos cambios
que suponen el mismo número de discriminaciones que las personas percibieron
de modo diferente, algunos más profundamente que otros; mientras
que, por otro lado, tendrían más importancia los cambios experimentados
por aquellas personas que parecen hacer más discriminaciones. Por tanto,
45 Véase A. K. Sen, Collective Choice and Social Welfare (Holden-Day, San Francisco, 1970),
pp. 93 ss., para Edgeworth, véase Mathematical Psychis (Londres, 1888), pp. 7-9, 60 ss.
PORCIONES DISTRIBUTIVAS 297
es poco satisfactorio desestimar la firmeza de las actitudes y, especialmente,
valorar de modo excesivo la capacidad de hacer distinciones, que puede variar
sistemáticamente de acuerdo con el temperamento y la educación.46 Por
ello, todo el procedimiento parece arbitrario. Tiene, sin embargo, el mérito
de exponer la forma en que el principio de utilidad probablemente contiene
presunciones éticas implícitas en el método elegido para establecer la requerida
proporción de utilidad. El concepto de felicidad y bienestar no está lo bastante
determinado y, para establecer una medida cardinal, hemos de dirigirnos
a la teoría moral en donde esta proporción será utilizada. Dificultades
similares se plantean con la definición de Neumann-Morgenstern.47 Puede
demostrarse que si la elección de una persona entre diversas perspectivas
arriesgadas satisface ciertos postulados, entonces existen números de utilidad
correspondientes a las alternativas, de tal modo que puede decirse que
sus decisiones maximizan la esperada utilidad. Esta persona elige como si
estuviese guiada por la expectativa matemática de estos números de utilidad;
y estas asignaciones de utilidad son únicas, hasta una transformación
lineal positiva. Desde luego, no se sustenta la idea de que la persona por sí
misma usa una asignación de utilidades al tomar sus decisiones. Estas cantidades
no guían sus elecciones, ni tampoco aseguran un procedimiento individual
de deliberación. No obstante, dado que la preferencia de una persona
entre las diversas perspectivas cumple ciertas condiciones, el observador
matemático puede, al menos en teoría, calcular las cantidades que describen
estas preferencias maximizando la utilidad en el sentido definido. Por
tanto, el curso actual de esta reflexión no produce resultado alguno o criterios
en los que una persona pueda basarse; tampoco hay nada implícito acerca
de qué rasgos de las alternativas corresponden o representan los números de
utilidad.
Ahora bien, suponiendo que podamos establecer una utilidad cardinal
para cada persona, ¿cómo ha de establecerse la medida interpersonal? Una
propuesta bastante conocida es la regla de cero-uno: asignamos el valor cero
a la peor situación posible y el valor uno a la mejor. En principio esto parece
justo, acaso expresando de otro modo la idea de que cada uno vale uno y nada
más que uno. Sin embargo, hay otras propuestas con una simetría parecida,
por ejemplo, la que asigna el valor cero a la peor alternativa, y el valor
uno a la suma de utilidades de todas las alternativas.48 Ambas reglas parecen
igualmente justas, ya que la primera postula un máximo de utilidad igual
para todos, y la segunda una igual utilidad media; sin embargo, estas reglas
46 En relación con estas dificultades, véase Sen, ibid., pp. 94 ss.; y W. S. Vickrey, "Utility, Strategy,
and Social Decisión Rules", Quarterhj Journal ofEconomics, vol. 74 (1960), pp. 519-522.
47 Con referencia a esto, véase Baumol, Economic Theory and Operations Analysis, pp. 512-528;
y Luce y Raiffa, Games and Decisions, pp. 12-38.
48 Véase Sen, Collective Choice and Social Welfare, p. 98.
298 INSTITUCIONES
pueden conducir a decisiones sociales diferentes. Además, estas propuestas
postulan que todas las personas tienen capacidades similares de satisfacción,
y esto parece un precio insólito qué pagar sólo para definir una medida
interpersonal. Estas reglas determinan claramente el concepto de bienestar
de un modo especial, ya que la idea más común parece permitir variaciones,
en el sentido de que una interpretación diferente del concepto sería igualmente
o más compatible con el sentido común. Así, por ejemplo, la regla de
cero-uno implica que una utilidad social mayor se deriva de educar a las personas
para que tengan deseos sencillos y fáciles de satisfacer, y que tales
personas efectuarán generalmente las demandas más firmes. Estas personas
se complacen con menos y, por tanto, se presume que estarán más cerca
de su mayor utilidad. Si no podemos aceptar estas consecuencias pero deseamos
mantener el punto de vista utilitario, hemos de encontrar alguna otra
medida interpersonal.
Por otra parte, hemos de tener en cuenta que, mientras los postulados de
Neumann-Morgenstern suponen que las personas no disfrutan la experiencia
del riesgo, el proceso real del juego, la medida resultante está influida
por actitudes inciertas, como lo define la distribución general de probabilidades.
49 Así, si esta definición de la utilidad se emplea en las decisiones sociales,
los sentimientos de las personas acerca de correr riesgos afectarán el
criterio de bienestar que ha de maximizarse. De nuevo vemos que las convenciones
que definen las comparaciones interpersonales tienen consecuencias
morales inesperadas. Como antes, la medida de utilidad está afectada
por contingencias que son arbitrarias desde un punto de vista moral. La situación
es muy diferente de la de la justicia como imparcialidad, como lo
muestra su interpretación kantiana, la incorporación de ideales a sus principios,
y su dependencia de los bienes primarios para las comparaciones interpersonales
necesarias.
Puede parecer entonces que la vaguedad del principio utilitarista no puede
eliminarse recurriendo a una medida más precisa de la utilidad. Por el
contrario, una vez que se examinan los acuerdos necesarios para las comparaciones
interpersonales, vemos que hay varios métodos para definir estas
comparaciones, aunque suponen concepciones diferentes y, seguramente,
también traigan consecuencias diferentes. Es un problema moral saber cuál
de estas definiciones y reglas de correspondencia es adecuada para una concepción
de la justicia. Esto es, creo yo, lo que se intenta explicar cuando se
dice que las comparaciones interpersonales dependen de juicios de valor.
Aunque es obvio que la aceptación del principio de utilidad es un caso de
teoría moral, es menos evidente que los procedimientos para medir el bienestar
planteen problemas similares. Como hay más procedimientos de esta
m Véase Arrow, Social Choíce and Individual Valúes, p. 10; y Sen, ibid., pp. 96 ss.
PORCIONES DISTRIBUTIVAS 299
clase, la elección depende de la utilidad que se dé a la medida, y esto significa
que las consideraciones éticas acabarán por ser decisivas.
Los comentarios de Maine acerca de las habituales presunciones utilitarias
son oportunos aquí. Sugiere que las bases para estas suposiciones son
claras una vez que observamos que son, simplemente, una regla de trabajo
de la legislación, y así es como Bentham las consideró.50 Dada una sociedad
populosa y razonablemente homogénea, y una legislación enérgica, el único
principio que puede guiar la legislación en gran escala es el de utilidad.
La necesidad de desentenderse de las diferencias entre las personas, aun las
reales, conduce al criterio de considerar a todos de igual modo, y a postulados
de similitud y marginales. Seguramente, las convenciones para las comparaciones
interpersonales han de ser juzgadas con el mismo criterio. La doctrina
contractual mantiene que, una vez que observemos esto, también nos
daremos cuenta de que lo mejor es abandonar la idea de medir y sumar el
bienestar. Enfocada desde la perspectiva de la posición original, no forma
parte de una concepción factible de la justicia social. En vez de ello, los dos
principios de la justicia son preferibles, y mucho más fáciles de aplicar. Habiendo
sopesado los pros y los contras aún hay razones para elegir el principio
de diferencia, o el segundo principio en su totalidad, en vez del principio
de utilidad, incluso en el restringido contexto de una concepción mixta.
50. EL PRINCIPIO DE PERFECCIÓN
A lo largo de estas explicaciones he dicho muy poco acerca del principio de
perfección, pero, habiendo considerado las opiniones mixtas, me gustaría
examinar esta concepción. Hay dos variantes: en la primera, es el único principio
de una teoría teleológica, que dirige a la sociedad a proyectar las instituciones
y a definir los derechos y obligaciones de las personas, para maximizar
los resultados de la excelencia humana en el arte, la ciencia y la
cultura. El principio, obviamente, es más exigente cuanto más alto sea el ideal
en cuestión. El valor absoluto que Nietzsche da algunas veces a la vida de los
grandes hombres, como Sócrates y Goethe, es poco usual. En ocasiones dice
que la naturaleza humana debe esforzarse ciertamente por producir grandes
individuos. Damos valor a nuestras vidas, trabajando por el bien de los
ejemplares superiores.51 La segunda variante, que se encuentra en Aristóteles,
entre otros, tiene mucho mejores argumentos.
50 Estas consideraciones se basan en H. S. Maine, The Early History of Institutiom (Londres,
1897), pp. 399 ss.
51 Véanse los pasajes citados en G. A. Morgan, What Nietzsche Means (Harvard University
Press, Cambridge, 1941), pp. 40-42, 369-376. Particularmente incisiva es la máxima de Nietzsche:
"La humanidad debe esforzarse continuamente por producir individuos extraordinarios,
300 INSTITUCIONES
Esta doctrina más moderada es una en que se acepta un principio de perfección
sólo como un modelo entre varios en una teoría intuicionista. El principio
ha de ser equilibrado contra otros por medio de la intuición. El grado
en que esta concepción sea perfeccionista depende del valor dado a las demandas
de riqueza y cultura. Si, por ejemplo, se sostiene que los resultados
obtenidos por los griegos en la filosofía, la ciencia y el arte justificaban por sí
mismos la antigua práctica de la esclavitud (suponiendo que esta práctica fuese
necesaria para obtener esos resultados), seguramente la concepción es sumamente
perfeccionista. Los requerimientos de la perfección anulan la exigencia
de libertad. Por otro lado, podemos usar este criterio simplemente para
limitar la redistribución de riqueza y de ingresos según un régimen constitucional.
En este caso sirve como contrapeso de las ideas igualitarias. Así puede
decirse que la distribución debería ser más justa, si ello es esencial para
satisfacer las necesidades básicas de los menos favorecidos, y sólo disminuye
los placeres y goces de los mejor situados. Pero la mayor felicidad de los menos
afortunados no justifica, en general, el restringir los gastos necesarios
para conservar los valores culturales. Estas formas de vida tienen mayor valor
intrínseco que el de los placeres menores que estos últimos disfrutan por muy
difundidos que estén. En condiciones normales, debe apartarse un cierto
mínimo de recursos sociales para favorecer los fines de perfección. La única
excepción es cuando estas exigencias chocan contra las demandas de necesidades
básicas. Así, dadas unas circunstancias mejores, el principio de perfección
adquiere un valor creciente relativo a una mayor satisfacción de
deseos. Sirt duda, muchos han aceptado el perfeccionismo en esta forma intuicionista,
que permite diversas interpretaciones y parece expresar un concepto
mucho más razonable que la teoría estrictamente perfeccionista.52
Antes de considerar por qué ha de rechazarse el principio de perfección,
deseo comentar la relación entre los principios de justicia y las dos clases de
teorías teleológicas, perfeccionismo y utilitarismo. Podemos definir los principios
ideales como aquellos que no se relacionan con la necesidad.53 Es deésta,
y no otra, es la tarea... porque la pregunta se plantea así: ¿Cómo puede la vida, la vida
individual, conservar los valores superiores, los significados más profundos?... Sólo viviendo
en provecho de los más raros y preciosos especímenes". Meditaciones inoportunas: Tercer ensayo:
Schopenhaner como educador, sec. 6, citado de J. R. Hollingsdale, Nietzsche: The Man and His Philosophy
(Louisiana State University Press, Baton Rouge, 1965), p. 127.
52 Para este tipo de opinión, véase Bertrand de Jouvenal, The Ethics of Redistribution (The
University Press, Cambridge, 1951), pp. 53-56, 62-65. Véase también Hastings Rashdall, The
Tlieory of Good and Evil (Oxford University Press, Londres, 1907), vol. i, pp. 235-243, quien sostiene
que, en principio, el interés de un individuo vale tanto como el de cualquier otro, y, por
ello, el criterio de perfección procede para apreciar cuando los bienes de las personas son equivalentes.
La capacidad para un más alto nivel de vida es motivo para las desigualdades de trato
entre los hombres. Véanse pp. 240-242. Una idea similar se encuentra implícita en G. E. Moore,
Principia Ethica, cap. vi.
53 La definición se debe a Barry, Political Argument, pp. 39 ss.
A
PORCIONES DISTRIBUTIVAS 301
cir, no consideran como únicos rasgos pertinentes la suma total de satisfacción
de necesidades y el modo en que se distribuye entre las personas. Ahora
bien, según esta distinción, los principios de justicia y el principio de perfección
(de cualquier variante) son principios ideales. No se apartan de las
exigencias de deseos y sostienen que las satisfacciones tienen el mismo valor
cuando son igualmente intensas y agradables (éste es el significado de la
observación de Bentham de que jugar al crucillo en determinadas circunstancias
puede ser tan bueno como escribir poesía). Como hemos visto (§ 41),
hay un cierto ideal integrado en los principios de justicia, y la realización de
deseos incompatibles con estos principios no tiene ningún valor. Además,
hemos de favorecer ciertos rasgos del carácter, especialmente un sentido de
justicia. Así, la doctrina contractual es similar al perfeccionismo en que toma
en cuenta otras cosas, además del equilibrio neto de satisfacción y su distribución.
De hecho, los principios de justicia ni siquiera mencionan la cantidad
o la distribución de la riqueza, sino que sólo se refieren a la distribución
de libertades y de otros bienes primarios. Al mismo tiempo, logran
definir un ideal de la persona sin invocar una norma anterior de excelencia
humana. Por tanto, la idea contractual ocupa una posición intermedia entre
el perfeccionismo y el utilitarismo.
Volviendo al problema de si ha de adoptarse una norma perfeccionista,
hemos de considerar en primer término la concepción estrictamente perfeccionista,
ya que aquí los problemas son más obvios. Ahora bien, para tener
una idea clara, este criterio debe ofrecer algún medio de clasificar las diferentes
clases de resultados y sumar sus valores. Desde luego, acaso esta valoración
no sea muy exacta, pero ha de serlo lo bastante para guiar las decisiones
fundamentales relativas a la estructura básica. Es aquí donde el principio
de perfección ofrece dificultad, ya que, aunque las personas en la posición
original no tienen interés en los intereses de los demás, saben que tienen (o
deberían tener) ciertos intereses morales y religiosos, y otros fines culturales,
que no pueden poner en peligro. Además, se supone que sostienen concepciones
diferentes del bien y creen estar autorizados a hacer sus exigencias
sobre los demás para alcanzar sus intereses individuales. Los grupos no
comparten una concepción del bien según la que pueda valorarse el goce de
sus poderes, o la satisfacción de sus deseos. No tienen un criterio compartido
sobre la perfección que pueda usarse como principio para elegir entre
instituciones. Reconocer tal norma sería, en efecto, aceptar un principio que
podría conducir a una menor libertad religiosa o de otra clase, si no a una
pérdida de libertad para conseguir muchos de los propios fines espirituales.
Si la norma de riqueza está razonablemente clara, los grupos no tienen modo
de saber que sus demandas acaso no caerán ante la elevada meta social de
maximizar la perfección. Así, parece que el único entendimiento que pueden
obtener las personas en la posición original es que todas han de tener la
302 INSTITUCIONES
mayor libertad igual concorde con una libertad similar para los demás. Ellos
no pueden arriesgar su libertad, autorizando una regla de valor que defina
lo que ha de maximizarse mediante un principio teleológico de justicia. Este
caso es completamente diferente, al de convenir en un índice de bienes primarios
como base para comparaciones interpersonales. Este índice desempeña
un papel secundario en todo caso, y los bienes primarios son cosas
que los hombres generalmente desean para conseguir sus fines, sean los que
fueren. La necesidad de estos bienes no distingue a una persona de otra,
pero el aceptarlos con el propósito de obtener un índice no supone una norma
de riqueza.
Es evidente, por tanto, que el argumento que condujo al principio de igual
libertad exige el rechazo del principió de la perfección. Pero, al hacer este
argumento, no mantengo que las normas de excelencia carezcan de una base
racional desde el punto de vista de la vida cotidiana. Sin duda hay normas
en las artes y las ciencias para apreciar los esfuerzos creadores, al menos en estilos
particulares y en las tradiciones del pensamiento. Muy a menudo, está
fuera de toda duda que el trabajo de una persona es superior al de otra. Seguramente,
la libertad y el bienestar de las personas, cuando se miden por la
excelencia de sus actividades, tiene un valor muy diferente. Esto es verdad
no sólo en el desempeño real, sino también en lo potencial. Obviamente,
pueden hacerse comparaciones de valor intrínseco, y aunque la norma de perfección
no es un principio de justicia, los juicios de valor tienen un lugar importante
en los hechos humanos. No son necesariamente tan imprecisos
que no sirven como base factible para la asignación de derechos. El argumento
es que en vista de sus diferentes aspiraciones, las partes no tienen razón
para adoptar el principio de perfección, dadas las condiciones de la posición
original.
Para llegar a la ética del perfeccionismo, hemos de atribuir a las partes
una aceptación previa de algún deber natural, como el deber de desarrollar
personalidades de un cierto estilo y elegancia estética, y fomentar la búsqueda
del conocimiento y el cultivo de las artes. Pero esta presunción alteraría
drásticamente la interpretación de la posición original. Aunque la justicia
como imparcialidad permite que en una sociedad bien ordenada se reconozcan
los valores de la excelencia, la perfección humana ha de buscarse
dentro de los límites del principio de libre asociación. Las personas se unen
para fomentar sus intereses artísticos y culturales, del mismo modo en que
forman comunidades religiosas. No usan el aparato coercitivo del Estado
para conquistar una libertad mayor, o unas porciones distributivas mayores,
sobre la base de que sus actividades tienen mayor valor intrínseco. El perfeccionismo
se rechaza como principio político. Así, los recursos sociales
necesarios para apoyar las asociaciones dedicadas a fomentar las artes, la
cultura y la ciencia en general han de conquistarse como justa retribución
PORCIONES DISTRIBUTIVAS 303
por servicios prestados, o por las contribuciones voluntarias que los ciudadanos
desean hacer, todo ello en un régimen regulado por los dos principios
de justicia.
Por tanto, en la doctrina contractual, la igual libertad de los ciudadanos
no presupone que los fines de diferentes personas tengan el mismo valor
intrínseco, ni que su libertad o su bienestar tengan el mismo valor. Sin embargo,
se postula que las partes son personas morales, individuos racionales
con un sistema de fines coherente y capacidad para un sentido de justicia.
Como tienen las posibilidades de decisión necesarias, sería superfluo añadir
que las partes son personas iguales moralmente. Podemos decir si queremos
que los hombres tienen la misma dignidad, afirmando con ello simplemente
que todos satisfacen las condiciones de la personalidad moral
expresadas por la interpretación de la situación contractual inicial. Y, siendo
iguales en este aspecto, han de ser tratados como lo exigen los principios de
justicia (§ 77). Pero nada de esto implica que sus actividades y logros tengan
el mismo mérito. Pensar así es combinar la noción de personalidad moral
con las diferentes perfecciones que entran en el concepto de valor.
Acabo de observar que el que las personas tengan el mismo valor no es
necesario para una libertad igual. También ha de tenerse en cuenta que el
ser de igual valor tampoco basta. Algunas veces se dice que la igualdad de
derechos básicos se deriva de la capacidad igual de las personas para las formas
superiores de vida; pero no está claro por qué esto ha de ser así. Valor
intrínseco es una noción que entra en el concepto de valor, y el que la libertad
igual o cualquier otro principio sea apropiado dependerá de la concepción
del derecho. Ahora bien, el criterio de perfección insiste en que los derechos
en la estructura básica se asignen de modo que maximicen el total de valor
intrínseco. Presumiblemente, la configuración de los derechos y las oportunidades
disfrutados por los individuos afectan al grado en que maduran sus
poderes y excelencias latentes. Pero de esto no se sigue que una distribución
igual de libertades básicas sea la mejor solución.
La situación se parece a la del utilitarismo clásico: necesitamos postulados
paralelos a las suposiciones comunes. Así, aun si las capacidades latentes
de los individuos fuesen similares, a menos que la asignación de derechos
esté regida por un principio de valor marginal decreciente (estimado en este
caso por las normas de excelencia), no quedarían asegurados los derechos
iguales. En realidad, a menos que haya abundantes recursos, la suma de valor
podría incrementarse mediante derechos muy injustos y oportunidades
que favorecen a unos pocos. Hacer esto no es injusto desde el punto de vista
perfeccionista, puesto que es necesario para producir una suma mayor de
excelencia humana. Ahora bien, un principio de valor marginal decreciente
sin duda es discutible, aunque quizá no tanto como el de igual valor. Hay poca
razón para suponer que, en general, los derechos y recursos asignados
304 INSTITUCIONES
para fomentar y cultivar personas de gran talento contribuyen cada vez menos
a la suma total más allá de cierto límite en la escala pertinente. Por el
contrario, esta contribución puede crecer (o permanecer invariable) indefinidamente.
Por tanto, el principio de perfección ofrece una base insegura para
las libertades iguales y puede suponerse que se aparta ampliamente del principio
de diferencia. Las presunciones necesarias para la igualdad parecen
sumamente improbables. Para encontrar una base firme para la libertad
igual, parece que debemos rechazar los principios teleológicos tradicionales,
tanto el perfeccionista como el utilitario.
A lo largo de esta exposición, he hablado del perfeccionismo como una
teoría teleológica de un solo principio. Con esta variación, las dificultades
son más evidentes. Las formas intuicionistas son mucho más plausibles y,
cuando las exigencias de perfección se sopesan moderadamente, no es fácil
rebatir estos argumentos. La discrepancia de los dos principios de la justicia
es mucho menor. No obstante, surgen problemas similares, pues hay que
elegir cada principio de un enfoque intuicionista, y aunque las consecuencias
probablemente no sean tan grandes en este caso, no hay como antes una base
para reconocer un principio de perfección como norma de justicia social.
Además, las normas de excelencia son imprecisas como principios políticos, y
su aplicación a los problemas públicos tiene que ser incierta e idiosincrásica,
por muy razonablemente que se invoquen y sean aceptadas tanto por la
tradición como por las comunidades de pensamiento. Es por esta razón, entre
otras, por la que la justicia como imparcialidad nos exige que mostremos
qué modos de conducta interfieren con las libertades básicas de los demás,
o violan una obligación o deber natural, antes de que puedan ser reprimidas.
Pues cuando fallan los argumentos que llevan a esta conclusión, es
cuando las personas se ven tentadas a recurrir a normas perfeccionistas, de
modo ad hoc. Cuando se dice, por ejemplo, que ciertas clases de relaciones
sexuales son degradantes y vergonzosas, y deberían ser prohibidas sobre
esta base, en beneficio de los individuos en cuestión, cualesquiera que sean
sus deseos, a menudo es porque no puede darse un argumento razonable en
términos de los principios de justicia. En lugar de ello volvemos a las nociones
de excelencia. Pero, en estos casos, probablemente estamos influidos por
sutiles preferencias estéticas y sentimientos personales sobre lo que es propio,
y las diferencias personales de clase y de grupo a menudo son profundas
e irreconciliables. Como estas imprecisiones vician las normas perfeccionistas
y ponen en peligro la libertad individual, parece mejor basarnos por completo
en los principios de justicia, que tienen una estructura más definida.54
54 Es ilustrativa de este punto de vista la controversia referente a las llamadas imposiciones
morales, teniendo la moral muchas veces el sentido estricto de moral sexual. Véase Patrick
Derlin, The Enforcement of Moráis (Oxford University Press, Londres, 1965); y H. L. A. Hart, Law,
Liberty and Morality (Stanford University Press, Stanford, Cal., 1963), que mantiene diferentes
PORCIONES DISTRIBUTIVAS 305
Así, aun en su forma intuicionista, se rechazará el perfeccionismo por no definir
una base factible de la justicia social.
Con el tiempo, desde luego, habríamos de comprobar si las consecuencias
de prescindir de una norma de perfección son aceptables, ya que a primera
vista parece que la justicia como imparcialidad no da espacio suficiente
a consideraciones ideales. Llegados a este punto, sólo puedo apuntar que
los fondos públicos para las artes y las ciencias pueden ser aportados por la
rama de intercambio (§ 43). En este ejemplo, no hay restricciones a las razones
que puedan tener los ciudadanos para fijarse a sí mismos los impuestos
indispensables. Pueden evaluar los méritos de estos bienes públicos por principios
perfeccionistas, ya que la maquinaria coercitiva del Estado se usa en
este caso sólo para salvar los problemas de aislamiento y seguridad y nadie
sufre la carga impositiva sin su consentimiento. El criterio de excelencia no
sirve aquí como principio político y, por tanto, si lo desea, una sociedad bien
ordenada puede dedicar una fracción considerable de sus recursos a gastos
de esta clase. Pero, mientras que las demandas de cultura pueden afrontarse
de este modo, los principios de justicia no permiten subvencionar universidades
e institutos, u óperas y teatros, por motivo de que estas instituciones
son intrínsecamente valiosas y que aquellos que las componen han
de ser ayudados incluso a expensan de otros que no reciben beneficios compensadores.
La tributación con estos fines sólo puede justificarse si promueve
directa o indirectamente las condiciones sociales que aseguran las libertades
iguales y fomentan de modo adecuado los intereses de los menos aventajados.
Esto parece autorizar esos subsidios cuya justicia casi no está en
discusión y, por tanto, en estos casos no hay una necesidad evidente de un
principio de perfección.
Con estas observaciones concluyo el análisis de cómo se aplican los principios
de justicia a las instituciones. Hay, por supuesto, otras cuestiones que
considerar. Otras formas de perfeccionismo son posibles, y cada problema
sólo ha sido examinado brevemente. Debo insistir en que mi única intención
es indicar que la doctrina contractual puede servir como otra concepción
moral. Cuando vemos sus consecuencias en las instituciones, observamos que
parecen concordar con nuestras convicciones de sentido común más exactamente
que sus rivales tradicionales, y que se extienden a otras cuestiones no
resueltas, de modo razonable.
posiciones a este respecto. Para un examen más profundo, véase Brian Barry, Politkal Argument,
pp. 66-69; Ronald Dworkin, "Lord Derlin and the Enforcement of Moráis", Yale Law Journal,
vol. 75 (1966); y A. R. Louch, "Sins and Crimes", Phüosophy, vol. 43 (1968).
VI. EL DEBER Y LA OBLIGACIÓN
EN LOS dos capítulos precedentes he considerado los principios de justicia
para las instituciones. Ahora deseo considerar los principios de deber y de
obligación natural que se aplican a los individuos. En las dos primeras secciones
se examinan las razones por las que habrían de ser elegidos estos
principios en la posición original, y el papel que desempeñan en la consecución
de una cooperación social estable. Incluyo también una breve consideración
acerca de las promesas y el principio de fidelidad. Sin embargo, en su
mayor parte, estudiaré las implicaciones de estos principios sobre la teoría
del deber y la obligación política en un marco constitucional. Éste parece el
mejor modo de explicar su sentido y su contenido en la búsqueda de una
teoría de la justicia. En concreto, se hace un examen del problema de la desobediencia
civil, conectado con el problema de la regla de la mayoría, y los
motivos de la obediencia a leyes injustas. Se contrasta la desobediencia civil
con otras formas de incumplimiento, tales como la objeción de conciencia, a
fin de destacar su papel especial en la estabilización de un régimen democrático
casi justo.
51. ARGUMENTOS PARA LOS PRINCIPIOS DEL DEBER NATURAL
En un capítulo anterior (§§ 18-19) he descrito brevemente los principios del
deber y la obligación natural que se aplican a las personas. Hemos de considerar
ahora por qué habrían de ser elegidos estos principios en la posición
original. Son parte esencial de una concepción del derecho: definen nuestros
lazos institucionales y cómo se produce nuestra dependencia de los
demás. La concepción de la justicia como imparcialidad estará incompleta
hasta que se hayan explicado estos principios.
Desde el punto de vista de la teoría de la justicia, el deber natural más importante
es el de apoyar y fomentar las instituciones justas. Este deber tiene
dos partes: en primer lugar, hemos de obedecer y cumplir nuestro cometido
en las instituciones justas cuando éstas existan y se nos apliquen; y en segundo
lugar, hemos de facilitar el establecimiento de acuerdos justos cuando
éstos no existan, al menos cuando pueda hacerse con poco sacrificio de nuestra
parte. De ello se sigue que, si la estructura básica de la sociedad es justa, o
todo lo justa que es razonable esperar dadas las circunstancias, todos tienen
un deber natural de hacer lo que se les exige. Todos están obligados, inde-
306
EL DEBER Y LA OBLIGACIÓN 307
pendientemente de sus actos voluntarios de ejecución o cualesquiera otros.
Ahora bien, el problema es el de si ha de adoptarse este principio o algún otro.
Como en el caso de las instituciones, no hay medio, vamos a suponer, de
que las partes examinen todos los posibles principios que pueden proponerse.
Las diferentes posibilidades no están claramente definidas y acaso
entre ellas no haya una mejor elección posible. Para evitar estas dificultades
supongo, como antes, que la elección ha de hacerse a partir de una reducida
lista de principios tradicionales y familiares. Para facilitar la solución, mencionaré
aquí sólo la alternativa utilitarista, con fines de clarificación y contraste,
y para abreviar el argumento.
Ahora bien, la elección de principios para las personas se simplifica en
gran parte por el hecho de que ya han sido adoptados los principios para
las instituciones. Las alternativas factibles se reducen a aquellas que constituyen
una concepción coherente del deber y la obligación cuando se consideran
conjuntamente con los dos principios de justicia.1 Esta restricción tiene
que ser particularmente importante en conexión con aquellos principios que
definen nuestros vínculos institucionales. Así, vamos a suponer que las personas
en la posición original, habiendo convenido en los dos principios de
la justicia, consideran la elección del principio de utilidad (o cualquier variante)
como norma para los actos de las personas. Aun si no hay contradicción
en esta suposición, la adopción del principio utilitario nos conduciría a
una incoherente concepción del derecho. Las normas para las instituciones
y las personas no encajan juntas de modo adecuado. Esto es especialmente
claro en situaciones en las que una persona ocupa una posición social regulada
por los principios de justicia. Consideremos, por ejemplo, el caso de un
ciudadano que está decidiendo cómo votar entre los diferentes grupos políticos,
o el caso de un legislador que pregunta si ha de apoyar una determinada
ley. La idea es que estas personas son miembros de una sociedad bien
ordenada que ha adoptado los dos principios de justicia para las instituciones,
y el principio de la utilidad para las personas. ¿Cómo han de actuar? Como
ciudadano racional o legislador, parece que una persona debería apoyar
al partido o favorecer la ley que mejor concuerde con los dos principios de
justicia. Esto significa que debería votar en consecuencia, y animar a los demás
a que también lo hicieran así, etc. La existencia de las instituciones implica
ciertas pautas de conducta individual de acuerdo con normas públicamente
reconocidas. Por tanto, los principios para las instituciones tienen consecuencias
respecto a los actos de las personas que ocupan un lugar en estos
acuerdos. Pero éstas también deben tener en cuenta que sus acciones están
gobernadas por el principio de utilidad. En este caso, el ciudadano o el legislador
racional deberían apoyar el grupo o la ley cuya victoria o promulgación
Por la aclaración de este punto, estoy en deuda con Alian Gibbard.
308 INSTITUCIONES
más probablemente maximice el balance neto (o el promedio) de satisfacción.
La elección del principio de utilidad como norma para las personas nos lleva
a direcciones contrarias. Para evitar este conflicto, es necesario, al menos
cuando la persona ocupa una posición institucional, elegir un principio que
concuerde de modo apropiado con los dos principios de justicia. Sólo en situaciones
no institucionales es compatible el punto de vista utilitario con
los acuerdos que ya han sido tomados. Aunque el principio de utilidad puede
ocupar un lugar en ciertos contextos debidamente circunscritos, se rechaza
como descripción general del deber y la obligación.
Lo más sencillo, por tanto, es usar los dos principios de la justicia como
parte de la concepción del derecho para las personas. Podemos definir el deber
natural de la justicia como el que apoya y promueve los acuerdos que
satisfacen estos principios; de este modo, obtenemos un principio que concuerda
con los criterios para las instituciones. Pero todavía existe el problema
de si las partes en la posición original no actuarían mejor si hiciesen que
la exigencia de obedecer instituciones injustas estuviese condicionada a ciertos
actos voluntarios, como el haber aceptado los beneficios de estos acuerdos,
o haber prometido, o haberse comprometido a atenerse a ellos. A primera vista,
un principio con una condición de esta índole, parece más concorde con la
idea contractual con su énfasis en el libre consentimiento y la protección de
la libertad. Pero, de hecho, no se gana nada con esta condición. En vista del
orden lexicográfico de los dos principios, el cumplimiento exhaustivo de las
libertades iguales ya está garantizado. No es necesario exponer con más profundidad
e], argumento sobre esta idea. Además, las partes tienen todas las
razones para asegurar la estabilidad de las instituciones justas, y el modo más
fácil y más directo de hacerlo es aceptar la exigencia de apoyarlas y obedecerlas,
cualesquiera que sean nuestros actos voluntarios.
Estas observaciones pueden reforzarse recordando el anterior análisis de
los bienes públicos (§ 42). Hemos apuntado que en una sociedad bien ordenada
el conocimiento público de que los ciudadanos tienen un efectivo sentido
de la justicia es una gran fuerza social, que tiende a estabilizar los acuerdos
justos. Aun cuando se resuelva el problema del aislamiento, y ya existan
esquemas justos en gran escala para producir bienes públicos, hay dos clases
de tendencias que conducen a la inestabilidad. Desde el punto de vista del
propio interés, cada persona se ve tentada a eludir su parte. En todo caso se
beneficia del bien público, y aun cuando el valor social marginal de su tributación
es mayor que el del dinero marginal gastado en sí mismo, sólo una
pequeña fracción del mismo redunda en su beneficio. Estas tendencias
derivadas del propio interés conducen a la inestabilidad de la primera clase.
Pero como aun cuando con un sentido de la justicia se predica en cumplimiento
de los hombres con una aventura cooperativa, con base en la creencia
de que los demás cumplirán con su parte, los ciudadanos pueden ser tentaEL
DEBER Y LA OBLIGACIÓN 309
dos a no contribuir cuando creen, o sospechan con razón, que otros también
lo evitan. Estas tendencias, derivadas de las sospechas respecto a la honradez
de los demás, conducen a la inestabilidad de la segunda clase. Esta inestabilidad
es particularmente fuerte cuando es peligroso adherirse a las normas
cuando los demás no lo hacen así. Es esta dificultad la que vicia los tratados
de desarme; dadas unas circunstancias de mutuo recelo, incluso los hombres
justos son condenados a una situación de hostilidad permanente. Como
hemos visto, el problema de la seguridad es mantener la estabilidad suprimiendo
las tentaciones de la primera clase, y como esto se hace por medio
de instituciones públicas, desaparecen también las de la segunda clase, al
menos en una sociedad bien ordenada.
El sentido de estas observaciones es que fundamentar nuestros nexos políticos
en un principio de obligación complicaría el problema de la seguridad.
Los ciudadanos no estarían atados ni siquiera a una constitución, aunque
fuese justa, a menos que hubiesen aceptado e intentasen continuar aceptando
sus beneficios. Además, esta aceptación debe ser, de algún modo, voluntaria.
Pero, ¿qué quiere decir esto? Es difícil encontrar una justificación plausible
en el caso del sistema político en el que nacemos y comenzamos nuestras
vidas.2 Pero, aun si pudiera ofrecerse tal justificación, los ciudadanos se
preguntarían unos a otros si realmente estaban obligados, o lo creían así. La
pública convicción de que todos están sujetos a acuerdos justos sería menos
firme, y se haría necesaria una mayor confianza en los poderes coercitivos
del soberano para alcanzar la estabilidad. Pero no hay razón alguna para
correr estos riesgos. Por tanto, las partes en la posición original actúan mejor
cuando reconocen el deber natural de la justicia. Dado el valor de un
sentido de la justicia público y efectivo, es importante que el principio que
define los derechos de las personas sea sencillo y claro y asegure la estabilidad
de los acuerdos justos. Supongo, por tanto, que se convendría en el
deber natural de la justicia en lugar del principio de la utilidad, y que desde
el punto de vista de la teoría de la justicia, es la exigencia fundamental para
las personas. Los principios de obligación, aunque compatibles con esta
teoría, no son alternativas posibles, sino que desempeñan un papel complementario.
Hay, por supuesto, otros deberes naturales. Algunos los he mencionado
antes (§ 19). En vez de considerarlos todos, sería más instructivo examinar
unos cuantos casos, comenzando con el deber de mutuo respeto, al que no
me he referido aún. Éste es el deber de mostrar a una persona el respeto que
se le debe en cuanto ser moral, es decir, en cuanto a que tiene un sentido de la
2 No acepto la totalidad de la argumentación de Hume en "Of the Original Contract", pero
creo que es válida su aplicación, en líneas generales, a los deberes políticos de los ciudadanos.
Véase Essays: Moral, Political, and Literary, ed. T. H. Creen y T. H. Grose (Londres, 1875), vol. i,
pp. 450-452.
310 INSTITUCIONES
justicia y una concepción del bien (tal vez en algunos casos estos rasgos
estén solamente en potencia; véase § 77), pero dejaré por el momento este
problema. El mutuo respeto se muestra de diferentes maneras: mediante
nuestra voluntad de contemplar la situación de los demás desde su punto de
vista, desde la perspectiva de su concepción del bien, y en nuestra disposición
a exponer la razón de nuestras acciones cuando éstas afectan los intereses
de los demás.3
Estas dos maneras corresponden a los dos aspectos de la personalidad
moral. Cuando se hace necesario exponer nuestras razones a quienes corresponda,
han de ofrecerse de buena fe, en la creencia de que son razones sólidas,
definidas por una concepción de la justicia mutuamente aceptable, que
toma en consideración el bien de todos. Así, respetar a otro como persona
moral es tratar de comprender sus aspiraciones e intereses desde su punto de
vista y exponerle las consideraciones que lo capacitan a aceptar los límites
puestos a su conducta. Ya que otros desean, supongámoslo así, regular sus
acciones sobre la base de principios que todos aceptarían, esta persona debe
estar informada de los fundamentos de estos límites. El respeto se demuestra
también mediante la anuencia a hacer pequeños favores y actos de cortesía,
no porque tengan algún valor material, sino porque son expresión
apropiada de nuestra conciencia de los sentimientos y aspiraciones de los
demás. La razón por la que ha de reconocerse este deber es que si bien las
partes en la posición original no tienen interés en los intereses de los demás,
saben que en la sociedad necesitan asegurarse la estimación de sus miembros.
Su áutorrespeto y la confianza en el valor de su propio sistema de fines
no pueden soportar la indiferencia, ni mucho menos el desprecio de los
demás. Todos se benefician al vivir en una sociedad donde se estima el deber
de mutuo respeto. El costo para el propio interés es menor, en comparación
con la defensa del sentido de la propia valía.
Razones similares apoyan los demás deberes naturales. Consideremos,
por ejemplo, el deber de ayuda mutua. Kant sugiere, y otros también lo han
hecho, que el motivo para proponer este deber es que pueden producirse
situaciones en las que necesitaremos la ayuda de los demás, y el no reconocer
este principio nos privaría de su asistencia.4 Aunque en situaciones especiales
se nos exige que hagamos cosas que no redundan en nuestro propio
beneficio, probablemente saldremos ganando a la larga en circunstancias
normales. En cada caso, la ventaja para la persona que necesita nuestra ayu-
3 Acerca del concepto de respeto, véase B. A. O. Williams, "The Idea of Equality," Philosophy,
Politics, and Sociely, Segunda Serie, ed. Peter Laslett y W. G. Runciman (Basil Blackwell,
Oxford, 1962), pp. 118 ss.
4 Véase The Foundations ofthe Metaphysics of Moráis, Academy Edition, vol. 4, p. 423. Un examen
más completo se encuentra en La metafísica de la moral, pt. n (Tugendlekre), § 30, vol. 6,
pp. 451 ss. Kant advierte aquí que el deber de beneficiencia (como él lo llama) ha de ser público,
es decir, una ley universal. Véase § 23, nota 8.
EL DEBER Y LA OBLIGACIÓN 311
da compensa la pérdida de quienes la asisten, y suponiendo que las oportunidades
de ser el beneficiario no son menores que las de ser el que ofrece
ayuda, el principio nos favorece claramente. Pero no es éste el único argumento
en favor del deber de ayuda mutua, ni siquiera el más importante. Un
motivo suficiente para aceptar este deber es su efecto sobre la calidad de la
vida diaria. El conocimiento público de que vivimos en una sociedad en que
podemos depender de que otros nos ayuden en circunstancias difíciles, tiene
en sí mismo un gran valor. No altera mucho la cuestión la posibilidad de
que nunca necesitemos esta ayuda, y la de que hayamos de prestarla sólo
de modo ocasional. El balance de beneficios estrictamente interpretado
puede no importar. El valor primario del principio no se mide por la ayuda
que realmente recibimos, sino antes bien por el sentido de seguridad y confianza
en las buenas intenciones de otras personas y en la certeza de que están
ahí si las necesitamos. De hecho, sólo es necesario imaginar lo que sería
una sociedad si se supiese públicamente que este deber era rechazado. Así,
aunque los deberes naturales no son casos especiales de un principio único
(o eso he supuesto), razones similares sin duda apoyan muchos de ellos cuando
consideramos las actitudes subyacentes que representan. Una vez que
tratemos de imaginar la vida de una sociedad en que nadie tiene el menor
deseo de actuar según estos deberes, vemos que expresaría indiferencia si
no desdén a los seres humanos, lo que haría imposible el sentido de nuestra
propia valía. De nuevo, hemos de observar la gran importancia de los efectos
de la publicidad.
Considerando individualmente cada deber natural, las razones que favorecen
su adopción son bastante obvias. Al menos, es evidente la razón de
que estos deberes sean preferibles a la ausencia de requerimientos similares.
Aunque su definición y estructuración son confusas, no hay duda de que
serían reconocidas. La verdadera dificultad reside en su especificación más
detallada, y en cuestiones de prioridad, ¿cómo han de equilibrarse estos deberes
cuando entran en conflicto, o bien unos con otros o con obligaciones,
o con el bien que pueda lograrse mediante acciones supererogatorias? No hay
normas obvias para resolver estos problemas. No podemos decir, por ejemplo,
que los deberes son lexicográficamente anteriores respecto a acciones
en las que se hace más de lo que se debe, o respecto a las obligaciones. Tampoco
podemos invocar sencillamente el principio utilitario para arreglar la
situación. Los requerimientos a las personas tan a menudo las hacen oponerse,
que esto sería casi lo mismo que adoptar la norma de utilidad para las
personas, y, como hemos visto, esto se excluye, pues nos llevaría a una concepción
del derecho incoherente. No sé cómo ha de resolverse este problema,
y ni siquiera si cabe una solución sistemática que ofrezca reglas útiles y
prácticas. Parecería entonces que la teoría para la estructura básica es más
sencilla. Ya que estamos tratando con un amplio esquema de reglas genera312
INSTITUCIONES
les, podemos basarnos en ciertos procedimientos de agregación para supri*
mir el significado de los elementos conflictivos de las situaciones particuJlares
en cuanto tomamos la visión a la larga. Por tanto, en este libro no in*
tentó discutir estos problemas de prioridad en toda su generalidad. Lo qué
haré es examinar unos cuantos casos especiales, en conexión con la desobe*
diencia civil y la objeción de conciencia, en circunstancias que consideraré
como de un régimen casi justo. Un examen satisfactorio de estas cosas es, si
acaso, sólo un modo de comenzar, pero nos dará una idea de la clase de
obstáculos que afrontamos, y ayudará a enfocar nuestro juicio intuitivo en
las preguntas pertinentes.
En este lugar parece apropiado notar la distinción ya familiar entre un
deber siendo iguales otras cosas (también llamado prima facie) y un deber en
el que se tienen en cuenta todas las circunstancias. (Una distinción similar
sirve para las obligaciones.) La formulación de esta idea se debe a Ross, al que
seguiré en los lineamientos fundamentales.5 Así, supongamos que se conoce
todo el sistema de principios que sería elegido en la posición original.
Contendrá principios para las instituciones y para las personas, y también
reglas de prioridad para sopesar estos principios cuando apoyen a bandos
opuestos. También supongo que esta concepción del derecho es finita, es decir,
consiste en un número finito de principios y reglas de prioridad. Si bien
hay un sentido según el cual el número de principios morales (virtudes de
las instituciones y de las personas) es infinito, o indefinidamente vasto,Ta
concepción está casi completa, es decir, las consideraciones morales que no
abarca son en su mayor parte de poca importancia. Normalmente, pueden ser
desatendidas sin grave riesgo de error. El significado de las razones morales
que no se justifican se vuelve insignificante una vez que la concepción del
derecho es más completamente elaborada. Unido a esta concepción (finita
aunque completa en el sentido definido) está un principio que afirma que
está completa, y, si queremos, también un principio que ordena al agente ejecutar
esa acción que se considera correcta entre todas las asequibles a la luz
de todo el sistema (incluyendo las reglas de prioridad). Imagino que aquí las
reglas de prioridad bastan para resolver los conflictos de principios, o al menos
para guiar el camino hacia una correcta asignación de valores. Obviamente,
todavía no estamos en posición de estipular estas reglas más que en
ciertos casos, pero ya que tratamos de establecer estos juicios, existen reglas
útiles (a menos que el enfoque intuicionista sea correcto, y sólo haya descripciones).
En todo caso, el sistema en pleno nos empuja a actuar a la luz
de todas las razones asequibles y pertinentes (definidas por los principios del
sistema) en tanto podamos o logremos hacerlas valer.
Con estas consideraciones en mente, las frases: "siendo otras cosas igua-
5 Véase The Right and the Good (The Clarendon Press, Oxford, 1930), pp. 18-33,41 ss.
EL DEBER Y LA OBLIGACIÓN 313
les" y "teniendo en cuenta todas las circunstancias", indican hasta qué punto
un juicio está basado en todo el sistema de principios. Un principio considerado
aisladamente no ofrece una declaración general que siempre baste
para establecer cómo debamos actuar cuando se cumplan las condiciones
del antecedente. En cambio, los primeros principios singularizan los rasgos
pertinentes de las situaciones morales, de modo que la ejemplificación de
estos rasgos presta su apoyo, ofrece una razón, para hacer un cierto juicio
ético. El juicio correcto depende de todos los rasgos pertinentes como son
identificados y forjados por una concepción completa del derecho. Pretendemos
haber examinado cada uno de los aspectos del caso cuando decimos que
algo es nuestro deber teniendo en cuenta todas las cosas, o cuando damos a
entender que conocemos (o tenemos razones para creer) la respuesta a esta
amplia investigación. Por contraste, al hablar de cierto requerimiento como
deber, siendo otras cosas iguales (el llamado deber prima facie) indicamos que
sólo hemos tenido en cuenta ciertos principios, que estamos emitiendo un
juicio basándonos únicamente en una subparte del extenso esquema de razones.
No señalaré habitualmente la distinción entre que algo sea el deber de
una persona (o la obligación) siendo iguales otras cosas, y el que sea su deber
teniendo en cuenta las circunstancias. Normalmente podemos basarnos en
el contexto para deducir su significado.
Creo que estas observaciones expresan lo esencial de los conceptos de Ross
acerca del deber prima facie. Lo importante es que condiciones como: "siendo
iguales otras cosas" y "teniendo en cuenta las circunstancias" (y por supuesto
prima facie), no funcionan como frases aisladas, y mucho menos como
predicados de las acciones, sino que expresan una relación entre frases o proposiciones,
una relación entre juicio y sus motivos, o, como he dicho antes,
expresan la relación entre un juicio y una parte o el todo del sistema de principios
que define sus motivos.6 Esta interpretación tolera lo que indica la
noción de Ross, ya que él la expone como medio de plantear los primeros
principios de modo que permitan que las razones que definen apoyen líneas
opuestas de acción en casos concretos, como tan a menudo lo hacen, sin
meternos en una contradicción. Una doctrina tradicional, atribuida a Kant,
según cree Ross, es dividir los principios que se aplican a las personas en
dos grupos, los de obligación perfecta e imperfecta, y después clasificar los
de la primera clase como lexicográficamente anteriores a los de la segunda
clase. No sólo es falso, en general, que las obligaciones imperfectas (como,
por ejemplo, la beneficencia) deben ceder siempre ante las perfectas (como, por
ejemplo, la de fidelidad), pero no tenemos respuesta cuando las obligacio-
6 Sigo aquí a Donald Davidson, "How is Weakness of the Will Possible?", en Moral Concepts,
ed. Joel Feinberg (Oxford University Press, Londres, 1969), p. 109. Todo el análisis contenido
en las pp. 105-110 es pertinente aquí.
314 INSTITUCIONES
nes perfectas entran en conflicto.7 Quizá la teoría de Kant permita una salida,
pero, en cualquier caso, dejo de lado este problema. Es conveniente, por
tanto, usar aquí la noción de Ross. Estas observaciones no aceptan su idea
de que los primeros principios son evidentes. Esta tesis se refiere al modo en
que son conocidos estos principios, y la clase de derivación que admiten.
Este problema es independiente de cómo concuerdan los principios conjuntados
en un sistema de razones, y prestan su apoyo a juicios particulares
del deber y la obligación.
52. ARGUMENTOS EN PRO DEL PRINCIPIO DE IMPARCIALIDAD
Aunque hay varios principios de deber natural, todas las obligaciones se
derivan del principio de imparcialidad (como se establece en § 18). Ha de
recordarse que este principio sostiene que una persona está obligada a cumplir
su parte, especificada por las reglas de una institución cuando ha aceptado
voluntariamente los beneficios del esquema institucional, o se ha beneficiado
de las oportunidades que ofrece para fomentar sus intereses, siempre que
esta institución sea justa o imparcial, es decir, satisfaga los dos principios de
justicia. Como he apuntado antes, la idea intuitiva consiste en que, cuando un
grupo de personas se embarca en una aventura cooperativa mutuamente
beneficiosa y así restringen voluntariamente su libertad, los que se han sometido
a estas restricciones tienen derecho a un trato similar por parte de
aquellos que se han beneficiado de su sumisión.8 No vamos a beneficiarnos
de los esfuerzos cooperadores de los demás sin cumplir nuestra parte.
No debe olvidarse que el principio de imparcialidad tiene dos partes: una
de ellas expone cómo adquirimos las obligaciones, a saber, haciendo varias
cosas voluntariamente, y otra que establece la condición de que la institución
en cuestión ha de ser justa, si no de un modo perfecto sí todo lo justa que es
razonable esperar en las circunstancias. El propósito de esta segunda cláusula
es asegurar que las obligaciones sólo surjan si se satisfacen ciertas condiciones
básicas. El aceptar, o consentir en instituciones claramente injustas
no da lugar a obligación alguna. Es una creencia general que las promesas
arrancadas son nulas ab initio. Pero, de modo similar, los acuerdos sociales injustos
son, en sí mismos, un tipo de extorsión, o aun de violencia, y el consentir
en ellos no causa obligación. La razón de ello es que las partes en la
posición original insistirían en que esto se considerase así.
Antes de analizar la derivación de este principio, hay un aspecto prelimi-
7 Véase The Right and the Good, pp. 18 ss. y The Foundations of Ethics (The Clarendon Press,
Oxford, 1939), pp. 173,187.
8 Estoy aquí en deuda con H. L. A. Hart, "Are There Any Natural Rights?" Phílosophkal
Review, vol. 64 (1955), pp. 185 ss.
EL DEBER Y LA OBLIGACIÓN 315
nar que debe ser examinado. Puede objetarse que ya que los principios del
deber natural están a nuestro alcance, no hay necesidad alguna del principio
de imparcialidad. Las obligaciones pueden explicarse por el deber natural
de justicia, ya que cuando una persona se vale de un esquema institucional,
sus reglas se le aplican y se produce un deber de justicia. Seguramente
este argumento es bastante sólido. Podemos explicar, si queremos, las obligaciones
invocando el deber de justicia. Basta con considerar los actos voluntarios
como actos mediante los que se amplían libremente nuestros deberes
naturales. Aunque no se nos aplica de antemano el esquema en cuestión, y
a pesar de que no tenemos otro deber que el de no intentar destruir dicho
esquema, hemos ampliado mediante nuestros actos las obligaciones del deber
natural. Pero parece apropiado distinguir entre aquellas instituciones o
aspectos de las mismas que se nos aplican inevitablemente, ya que nacemos
en ellas y regulan el alcance de nuestra actividad, y aquellas que se nos aplican
porque hemos cometido libremente ciertos actos, como medio racional
de conseguir nuestros fines. Por tanto, tenemos el deber natural de obedecer
la constitución, o las leyes que regulan el derecho de propiedad (suponiendo
que sean justas), mientras que tenemos la obligación de cumplir los deberes
de un puesto que hemos logrado meritoriamente, o de seguir las reglas de
las asociaciones o actividades en las que participamos. A veces es razonable
valorar de un modo diferente los deberes y las obligaciones, cuando entran
en conflicto precisamente porque no se producen del mismo modo. Al menos
en algunos casos, el hecho de que las obligaciones sean asumidas libremente,
tiene que influir en su valoración cuando entran en conflicto con
otras exigencias morales. También es verdad que los miembros mejor situados
de la sociedad más probablemente tendrán obligaciones políticas, independientemente
de los deberes políticos, ya que son estas personas las más
capaces de obtener puestos políticos, y de beneficiarse de las oportunidades
que ofrece el sistema institucional y, por tanto, están más firmemente sujetas
al esquema de instituciones justas. Para probar este hecho, y destacar el
modo según el que se asumen libremente diferentes vínculos, es útil el principio
de la imparcialidad. Este principio nos capacitaría a hacer una discriminación
mejor del deber y la obligación. Por tanto, el término "obligación" se
reserva las exigencias morales que se derivan del principio de imparcialidad,
mientras que las otras exigencias reciben el nombre de "deberes naturales".
Ya que en las últimas secciones se menciona el principio de imparcialidad
en conexión con los asuntos políticos, examinaré aquí su relación con las
promesas. El principio de fidelidad no es sino un caso especial del principio
de imparcialidad, aplicado a la práctica social de prometer. El argumento de
esto comienza con la observación de que prometer es una acción definida
por un sistema público de reglas. Estas reglas son un conjunto de convenciones
constitutivas, como ocurre generalmente en el caso de las instituciones.
316 INSTITUCIONES
Del mismo modo que las reglas de los juegos, estas normas especifican ciertas
actividades y definen ciertas acciones.9 En el caso de la promesa, la regla
fundamental es la que gobierna el uso de la frase "prometo hacer x". Esta frase
se interpreta comúnmente de la siguiente manera: si una persona dice las
palabras "prometo hacer x" en las circunstancias apropiadas, efectivamente
ha de hacer x, a menos que se den ciertas condiciones que lo excusen. Esta
regla podemos considerarla como la regla de prometer, y que tal regla representa
la práctica general. No es en sí misma un principio moral, sino una
convención constitutiva, y en este aspecto se equipara a las reglas legales y
estatutos y a las reglas de los juegos, y existe en una sociedad cuando se
cumple con ella con cierta regularidad.
El modo en que la regla de prometer especifica las circunstancias apropiadas
y las condiciones que excusan de su cumplimiento determina si la práctica
que representa es justa. Por ejemplo, para hacer una promesa obligatoria,
hemos de estar plenamente conscientes, en el debido estado mental, y conocer
el significado de las palabras operativas, su función al hacer promesas, etc.
Además, estas palabras han de ser pronunciadas libre o voluntariamente,
no estando sujetos a amenazas o coacciones, y en situaciones en que nuestra
posición negociadora sea, por así decirlo, razonablemente justa. Una persona
no está obligada a cumplir la promesa si las palabras operativas son pronunciadas
mientras duerme, o si sufre alucinaciones, o si fue obligada a hacer la
promesa, o si le fue negada con dolo una información pertinente. En general,
las circunstancias que dan lugar a una promesa y las circunstancias que
excusan de su cumplimiento han de definirse en tal forma que conserven la
igual libertad de las partes, y para hacer que esta práctica sea un medio racional,
por el cual las personas pueden crear y fijar convenios cooperativos
para beneficio mutuo. Inevitablemente, es imposible considerar aquí todas
las complicaciones que podrían producirse, pero baste observar que los principios
de la justicia se aplican a la práctica de prometer, del mismo modo
que se aplican a otras instituciones. Por tanto, son necesarias ciertas limitaciones
a las condiciones apropiadas, para asegurar una libertad igual. Sería
terriblemente irracional aceptar en la posición original el estar obligado por
palabras pronunciadas mientras dormimos, o arrancadas por la fuerza. Sin
duda alguna esto sería tan irracional que nos vemos inclinados a excluir ésta
y otras posibilidades por su incompatibilidad con el concepto (o el significado)
de prometer. Sin embargo, no considero el prometer como una práctica
justa por definición, ya que esto oscurece la distinción entre la regla de
prometer y la obligación que se deriva del principio de la imparcialidad.
Hay muchas variaciones en las promesas, del mismo modo que las hay en
9 Acerca de las reglas constitutivas, véase J. R. Searle, Speech Acts (The University Press,
Cambridge, 1969), pp. 33-42. La promesa se discute en el cap. ui, especialmente pp. 57-62.
EL DEBER Y LA OBLIGACIÓN 317
la ley de contratos. El que esta práctica, tal y como la entienden las personas
o grupos de personas, sea justa, ha de ser determinado por los principios de
justicia.
Con estas observaciones como antecedente, podemos introducir dos definiciones.
En primer lugar, una promesa bona fide es la que se produce de
acuerdo con la regla de prometer cuando la práctica que representa es justa.
Una vez que una persona pronuncia las palabras "prometo hacer x" en las
circunstancias apropiadas, definidas por una práctica justa, hace una promesa
bona fide. Luego el principio de fidelidad es el principio según el que
han de cumplirse las promesas bona fide. Es esencial, como he dicho antes,
distinguir entre la regla de prometer y el principio de fidelidad. La regla es
simplemente una convención constitutiva, mientras que el principio de fidelidad
es un principio moral, una consecuencia del principio de imparcialidad.
Supongamos que existe una práctica justa de hacer promesas, entonces
al hacer una promesa, es decir, al pronunciar las palabras "prometo hacer x"
en las circunstancias apropiadas, invocamos conscientemente dicha regla, y
aceptamos los beneficios de un acuerdo justo. Vamos a suponer que no existe
la obligación de hacer una promesa, estamos en libertad de hacerla o no.
Pero ya que, hipotéticamente, esta práctica es justa, se aplica el principio de
imparcialidad, y hemos de hacer lo que la regla especifica, es decir, hemos
de hacer x. La obligación de cumplir una promesa es una consecuencia del
principio de imparcialidad.
He dicho antes que al hacer una promesa invocamos una práctica social, y
aceptamos los posibles beneficios que produce. ¿Cuáles son estos beneficios,
y cómo funciona esta práctica? Para responder a esta pregunta vamos a suponer
que la razón normal de hacer una promesa es establecer y equilibrar
pequeños esquemas de cooperación, o una pauta específica de transacciones.
El papel de las premisas es análogo al que Hobbes atribuía al soberano. Del
mismo modo que el soberano mantiene y estabiliza el sistema de cooperación
social manteniendo públicamente una serie de penas, así los hombres
en ausencia de acuerdos coercitivos establecen y estabilizan sus empresas privadas
dando su palabra unos a otros. Tales actos son a menudo difíciles de
comenzar y de mantener; esto es especialmente evidente en el caso de los
pactos, es decir, en aquellos casos en que una persona ha de actuar antes que
otra, ya que esta persona puede creer que la segunda no cumplirá su parte,
y, por tanto, el esquema nunca se pone en marcha, ya que está sujeto a una
inestabilidad de la segunda clase, aun cuando la persona que actuase después,
de hecho lo hiciese. Ahora bien, en estas situaciones puede no haber
medio de tranquilizar a la persona que ha de actuar en primer lugar, excepto
haciéndole una promesa, es decir, sometiéndonos a la obligación de cumplir
nuestra parte, de manera que ambas partes se beneficien de su cooperación.
La práctica de hacer promesas tiene precisamente este propósito; así,
318 INSTITUCIONES
aunque normalmente consideramos las exigencias morales como cargas que
se nos imponen, a veces nos las autoimponemos deliberadamente para
nuestro propio beneficio. Por tanto, la promesa es un acto cometido con la intención
pública de incurrir deliberadamente en una obligación, cuya existencia
en las actuales circunstancias beneficiará nuestros fines. Queremos que
esta obligación exista, y que se sepa que existe, y queremos también que los
demás sepan que reconocemos este vínculo e intentamos persistir en él. Habiendo
incurrido en la práctica, estamos en la obligación de hacer lo que
hemos prometido según el principio de imparcialidad.
En este examen de cómo se usan las promesas (o del modo en que se adquiere
un compromiso) para establecer y estabilizar formas de cooperación,
he seguido en mucho a Prichard.10 Su tesis contiene todos los puntos esenciales.
He supuesto siempre, así como él, que cada persona sabe, o al menos
cree razonablemente, que las demás tienen un sentido de la justicia y, por
tanto, un deseo normalmente eficaz de cumplir sus obligaciones bonafide. Sin
esta confianza mutua nada se produce mediante palabras; sin embargo, en una
sociedad bien ordenada este conocimiento está presente: cuando sus miembros
hacen promesas hay un reconocimiento recíproco de su intención de
someterse a una obligación, y una creencia común de que esta obligación
será respetada. Son este reconocimiento recíproco y esta creencia común los
que permiten la creación de un acuerdo y lo mantienen.
No hay necesidad de comentar más hasta qué punto una concepción común
de la justicia (incluyendo los principios de imparcialidad y del deber
natural) y. la creencia general en la disposición de actuar de acuerdo con
ella, son un gran activo colectivo. He señalado ya las muchas ventajas que
se obtienen desde el punto de vista del problema de la seguridad. Es igualmente
evidente que, habiendo confiado unas en otras, las personas pueden
utilizar la aceptación pública de estos principios para ampliar el alcance y
el valor de los esquemas de cooperación mutuamente beneficiosos. Desde el
punto de vista de la posición original es claramente racional por parte de los
grupos convenir en el principio de imparcialidad. Este principio puede utilizarse
para asegurar estas acciones por medios acordes con la libertad de
elección, y sin multiplicar innecesariamente los requerimientos morales. Al
mismo tiempo, dado el principio de imparcialidad, vemos por qué ha de
existir la práctica de hacer promesas como modo de establecer libremente
una obligación, cuando esto es en ventaja de ambas partes. Tal solución va sin
duda en interés común. Supongo que bastan estas consideraciones en favor
del principio de imparcialidad.
Antes de examinar eL problema del deber y la obligación política, haré
10 Véase H. A. Prichard, "The Obligation to Keep a Promise" (c. 1940) en Moral Obligation
(The Clarendon Press, Oxford, 1949), pp. 169-179.
EL DEBER Y LA OBLIGACIÓN 319
unas últimas consideraciones. En primer lugar, tal como lo muestra el examen
de las promesas, la doctrina contractual sostiene que de la mera existencia
de instituciones no se derivan exigencias morales; incluso la regla de
hacer promesas no da lugar por sí misma a una obligación moral. Para considerar
las obligaciones fiduciarias, hemos de tomar como premisa el principio
de imparcialidad. Así, junto con la mayoría de las teorías éticas, la justicia
como imparcialidad sostiene que los deberes y las obligaciones naturales
sólo se producen en virtud de principios éticos. Estos principios son los que
serían elegidos en la posición original. Conjuntamente con los hechos pertinentes
de las actuales circunstancias, son estos criterios los que determinan
nuestros deberes y obligaciones, y dilucidan lo que cuenta como razones morales.
Una razón moral (sólida) es un hecho identificado por uno o varios de
estos principios, como base de un juicio. La decisión moral correcta es aquella
que mejor concuerda con los dictados de este sistema de principios, cuando
se aplica a todos los hechos que considera pertinentes. Por tanto, la razón
identificada por un principio puede ser apoyada, anulada o rechazada
por razones identificadas por uno o varios de estos principios. Supongo, sin
embargo, que de la totalidad de los hechos, supuestamente de un modo indefinido,
se selecciona un número finito de principios como los que afectan
cualquier caso concreto, de manera que todo el sistema nos capacita para
obtener un juicio, tomado todo en cuenta.
Por contraste, las exigencias institucionales y, en general, las que se derivan
de las prácticas sociales, pueden ser evaluadas por medio de las reglas
existentes y de su interpretación. Por ejemplo, como ciudadanos nuestros deberes
y obligaciones legales los establece la ley, hasta el punto donde se le
puede conocer. Las normas que se aplican a los jugadores en un juego dependen
de las reglas de este juego. El que estas exigencias estén conectadas
con los deberes y las obligaciones morales es otra cuestión. Esto es así incluso
si las normas utilizadas por los jueces y por otros que interpretan y aplican
la ley se parecen a los principios del derecho y de la justicia o son idénticos
a ellos. Puede ocurrir, por ejemplo, que en una sociedad bien ordenada los
dos principios de justicia sean empleados por los tribunales para interpretar
aquellas partes de la constitución que regulan la libertad de pensamiento y
de conciencia y que garantizan una protección justa por parte de las leyes.11
Aunque es claro que en este caso si la ley satisface sus propias normas estamos
moralmente obligados siendo iguales otras cosas, a obedecerla, son diferentes
los problemas relativos a lo que la ley demanda y lo que la justicia
exige. La tendencia a combinar la regla de prometer y el principio de fidelidad
(como caso especial derivado del principio de imparcialidad) es espe-
11 Para lo referente a este punto, véase Ronald Dworkin, "The Model of Rules", University of
Chicago Law Revieiv, vol. 35 (1967), esp. pp. 21-29.
320 INSTITUCIONES
cialmente intensa. A primera vista parecen ser la misma cosa, pero una está
definida por las convenciones constitutivas existentes, mientras que el otro
tiene su explicación en los principios que serían elegidos en la posición original.
De este modo, por tanto, podemos distinguir dos clases de normas.
Los términos "deber" y "obligación" son utilizados en el contexto de ambas
partes, pero las ambigüedades contenidas en este uso deben ser fáciles de
resolver.
Por último, me gustaría observar que el anterior examen del principio de
fidelidad responde al problema planteado por Prichard. Él se preguntaba cómo
es posible, sin recurrir a una promesa anterior o a un acuerdo de cumplir
acuerdos posteriores, explicar el hecho de que, pronunciando ciertas palabras
(utilizando una convención), nos veamos obligados a hacer algo, especialmente
cuando la acción por la que quedamos obligados se ejecuta públicamente
con la intención, que deseamos que los demás conozcan, de producir
esta obligación, o como lo expresó Prichard: ¿qué es eso, implícito en los acuerdos
bonafide, que se parece a un acuerdo de cumplir acuerdos posteriores, y
que, estrictamente hablando, no puede serlo ya que tal acuerdo no se ha celebrado?
12 La existencia de una práctica justa de hacer promesas como sistema
de reglas públicas constitutivas, y el principio de imparcialidad bastan
para una teoría de las obligaciones fiduciarias. Y ninguno implica la existencia
de un acuerdo anterior de cumplir otros acuerdos. La adopción del principio
de imparcialidad es puramente hipotética; sólo necesitamos que este
principio sea reconocido. Por lo demás, una vez que suponemos que está en
vigor una práctica justa de hacer promesas, sea establecida como fuere, el
principio de imparcialidad basta para obligar a aquellos que se benefician
de él, dadas las condiciones apropiadas ya descritas. Por tanto, lo que corresponde
a ese algo que Prichard considera un acuerdo previo pero que no lo es,
es la justa práctica de dar nuestra palabra juntamente con el acuerdo hipotético
sobre el principio de imparcialidad. Desde luego, otra teoría ética
podría derivar este principio sin utilizar el concepto de la posición original.
Por el momento, no es necesario mantener que los vínculos fiduciarios no puedan
explicarse de algún otro modo. Por el contrario, lo que quiero demostrar
es que, aunque la justicia como imparcialidad utiliza la noción de acuerdo
original, es capaz de dar una respuesta satisfactoria al problema de Prichard.
53. EL DEBER DE OBEDECER A UNA LEY INJUSTA
No es difícil explicar por qué hemos de obedecer leyes justas, promulgadas
con una constitución justa. En este caso, los principios del deber natural y el
12 Véase "The Obligation to Keep a Promise", pp. 172,178 ss.
EL DEBER Y LA OBLIGACIÓN 321
principio de imparcialidad establecen los deberes y las obligaciones requeridas.
En general los ciudadanos están obligados por el deber de justicia, y
aquellos que han ocupado puestos y cargos aventajados, o que se han beneficiado
de ciertas oportunidades para favorecer sus propios intereses, además
están obligados a cumplir su parte por el principio de imparcialidad. El problema
es en qué circunstancias y hasta qué punto estamos obligados a obedecer
acuerdos injustos. A veces, se dice que no estamos obligados a obedecer
en estos casos, pero esto es un error. La injusticia de una ley no es, por lo
general, razón suficiente para no cumplirla, como tampoco la validez legal
de la legislación (definida por la actual constitución) es razón suficiente para
seguir con ella. Cuando la estructura básica de la sociedad es razonablemente
justa, estimada por el actual estado de las cosas, hemos de reconocer que las
leyes injustas son obligatorias siempre que no excedan ciertos límites de injusticia.
Al tratar de distinguir estos límites, nos acercamos al complicado
problema del deber y la obligación política. La dificultad reside, en parte, en
el hecho de que en estos casos hay un conflicto de principios. Algunos principios
aconsejan la obediencia, mientras que otros nos aconsejan lo contrario.
Por tanto, las exigencias del deber y de la obligación política han de ser examinadas
a través de una concepción de las prioridades adecuadas.
Hay, sin embargo, otro problema. Como hemos visto, los principios de justicia
(en orden lexicográfico) corresponden a la teoría ideal (§ 39). Las personas
en la posición original suponen que los principios que reconocen, sean
los que fueren, serán estrictamente obedecidos y cumplidos por todos. Por
tanto, los principios de la justicia resultantes son aquellos que definen una
sociedad perfectamente justa, dadas unas condiciones favorables. Con la suposición
de obediencia estricta llegamos a cierta concepción ideal. Cuando
preguntamos en qué circunstancias serán tolerados unos acuerdos injustos,
afrontamos un problema diferente. Hemos de averiguar cómo se aplica la
concepción ideal de la justicia, si es que se aplica, a casos en que, en vez de
tener que reajustar las naturales limitaciones, afrontamos la injusticia. El
estudio de estos problemas corresponde a la parte de la obediencia parcial
de la teoría no ideal. Incluye, entre otras cosas, la teoría del castigo y la justicia
compensatoria, la guerra justa y la objeción de conciencia, la desobediencia
civil y la resistencia militante. Estos asuntos están entre los principales
de la vida política, y sin embargo hasta hoy la concepción de la justicia
como imparcialidad no se les aplica directamente. No intentaré discutir estos
problemas en general. De hecho, consideraré sólo un fragmento de la
teoría de la obediencia parcial: a saber el problema de la desobediencia civil
y el rechazo consciente, e incluso aquí supondré que el contexto es el de un
estado próximo a la justicia, es decir, uno en el que la estructura básica de la
sociedad es casi justa, haciendo las concesiones que se suponen razonables
dadas las circunstancias. Una comprensión de este caso reconocidamente
322 INSTITUCIONES
especial puede ayudar a aclarar los problemas más difíciles. Sin embargo,
para examinar la desobediencia civil y el rechazo consciente, hemos de considerar
varios puntos referentes al deber y a la obligación política.
Por una parte, es evidente que nuestro deber u obligación de aceptar los
acuerdos existentes algunas veces puede ser desechado. Estas exigencias
dependen de los principios del derecho, que pueden justificar la desobediencia
en ciertas ocasiones. El que la desobediencia esté justificada depende de
la extensión que alcance la injusticia de las leyes y de las instituciones. Las
leyes injustas no están al mismo nivel, y lo mismo ocurre con las instituciones
y los programas políticos. Hay dos formas en las cuales puede producirse
la injusticia: los acuerdos existentes pueden diferir en varios grados de
las normas públicamente aceptadas, que son más o menos justas; o puede ser
que estos acuerdos se adecúen a la concepción de la justicia que tenga una
sociedad, o a la visión de la clase dominante, pero esta misma concepción puede
ser irracional, y en muchos casos claramente injusta. Como hemos visto,
algunas concepciones de la justicia son más razonables que otras (§ 49). Mientras
que los dos principios de justicia y los interrelacionados principios del
deber natural y de la obligación definen la opinión más razonable entre los
de la lista, acaso otros principios no sean irrazonables. En realidad algunas
concepciones mixtas son bastante adecuadas para muchos propósitos. Por
regla general una concepción de la justicia es razonable en proporción a la
fuerza de los argumentos que puedan ofrecerse para adoptarla en la posición
original. Este criterio es perfectamente natural, si la posición original
incorpora las diferentes condiciones que han de imponerse a la elección de
principios, y que conducen a una equiparación con nuestros juicios.
Aunque sea fácil distinguir estas dos formas en que las instituciones existentes
pueden ser injustas, una teoría factible de cómo afectan nuestro deber
y nuestra obligación política es otra cosa. Cuando las leyes y los programas
políticos se desvían de las normas públicamente reconocidas, es ciertamente
posible apelar al sentido de justicia de la sociedad. Más adelante sostengo
que esta condición se presupone al cometer una desobediencia civil. Si, a pesar
de todo, no se viola la predominante concepción de justicia, entonces la
situación es muy diferente. El curso de acción que se ha de seguir depende
en gran parte de lo razonable que sea la doctrina aceptada y de los medios
asequibles para cambiarla. Sin duda, es posible vivir entre diferentes concepciones
mixtas e institucionistas, lo mismo que con enfoques utilitarios
cuando no son interpretados de manera demasiado rigurosa. En otros casos,
como cuando una sociedad está regulada por principios que favorecen
mezquinos intereses de clase, no tenemos otro recurso que el de oponernos
a la concepción predominante y a las instituciones que justifica por medios tales
como la promesa de cierto éxito.
En segundo lugar, hemos de considerar el problema de por qué en una
EL DEBER Y LA OBLIGACIÓN 323
situación cercana a la justicia, normalmente tenemos la obligación de obedecer
leyes injustas. Aunque algunos autores han puesto en duda esta idea, creo
que la mayoría la aceptaría. Sólo unos cuantos consideran que cualquier
desviación de la justicia, por pequeña que sea, anula el deber de obedecer
las normas actuales. ¿Cómo explicar este hecho? Como el deber de justicia y
el principio de imparcialidad presuponen que las instituciones son justas, se
hace necesaria otra explicación.13 Ahora bien, podemos responder a esta pregunta
si postulamos una sociedad casi justa, en la que existe un régimen
constitucional viable, que satisface, en mayor o menor grado, los principios
de la justicia. Supongo así que, en su mayor parte, el sistema social está bien
ordenado, aunque no perfectamente, ya que en este caso no se produciría el
problema de la obediencia a leyes y programas injustos. Según estas suposiciones,
la consideración anterior acerca de una constitución justa como ejemplo
de justicia procesal imperfecta (§ 31) ofrece una respuesta.
Ha de recordarse que en la convención constitucional, el objetivo de las partes
es encontrar entre las diferentes constituciones justas (aquellas que satisfacen
el principio de libertad igual) la que mejor conduzca a una legislación
justa y eficaz, en vista de los hechos generales acerca de la sociedad en cuestión.
La constitución se considera como un procedimiento justo aunque imperfecto,
proyectado, en tanto lo permiten las circunstancias, para asegurar
un resultado justo. Es imperfecto porque no hay proceso político factible que
garantice que las leyes promulgadas de acuerdo con él serán justas. En los
asuntos políticos no puede lograrse una justicia procesal perfecta. Además,
el proceso constitucional debe basarse en gran parte en alguna forma de votación.
Supongo que alguna alteración de la regla de mayorías adecuadamente
fijada es una necesidad práctica. Sin embargo, las' mayorías (o coaliciones
de minorías) están sujetas a cometer errores, si no por falla de conocimiento
o de juicio, como resultado de enfoques limitados y egoístas. No obstante,
nuestro deber natural de apoyar las instituciones justas nos obliga a obedecer
las leyes y los programas injustos o, al menos, a no oponernos a ello por
medios ilegales, en tanto estas leyes y programas no excedan ciertos límites
de injusticia. Si se nos exige defender una constitución justa, hemos de aceptar
uno de sus principios esenciales, el de la regla de mayorías. En un Estado
casi justo, tenemos normalmente el deber de obedecer leyes injustas en
virtud de nuestro deber de apoyar una constitución justa. Dado el modo de
ser de las personas, hay muchas ocasiones en que este deber entrará en juego.
La doctrina contractual nos lleva a preguntarnos si aceptaríamos una nori3
No señalé este hecho en mi ensayo "Legal Obligation and the Duty of Fair Play" en Law
and Phüosophy, ed. Sidney Hook (New York University Press, Nueva York, 1964). En esta sección
he intentado compensar este defecto. La idea sostenida aquí difiere en que el deber natural de
justicia es generalmente el principio fundamental del deber político, mientras que el principio
de imparcialidad ocupa un lugar secundario.
324 INSTITUCIONES
ma constitucional que nos exigiese obedecer leyes que nosotros consideramos
injustas. Podríamos preguntarnos: ¿cómo es posible que siendo libres
podamos aceptar racionalmente un procedimiento que puede ir en contra de
nuestra propia opinión, y dar efecto a la de los demás?14 Una vez que consideramos
el punto de vista de la convención constitucional, la respuesta es
bastante clara. En primer lugar, entre el limitado número de procedimientos
factibles que siquiera tienen alguna oportunidad de ser aceptados no hay
ninguno que decida siempre en nuestro favor, y en segundo lugar, el consentir
en uno de estos procedimientos es preferible a que no se logre ningún
tipo de acuerdo. La situación es análoga a la de la posición original en la que
los grupos desechan toda esperanza de oportunismo egoísta: esta alternativa
es el mejor candidato de cada persona (o el segundo mejor, dejando de
lado la limitación de la generalidad), pero puede ser, obviamente, inaceptable
para otros. De modo similar, si bien en la etapa de la convención constitucional
las partes confían en los principios de justicia, deben hacerse concesiones
unos a otros para lograr un régimen constitucional. Aun con la
mejor de las intenciones, sus opiniones acerca de la justicia tienen que chocar.
Al elegir una constitución, y al adoptar alguna forma de la regla de la
mayoría, los grupos aceptan los riesgos de sufrir los defectos del sentido de
la justicia de los demás para obtener las ventajas de un procedimiento legislativo
eficaz. No hay otro modo de producir un régimen democrático.
No obstante, cuando adoptan el principio de mayorías, las partes acuerdan
desechar las leyes injustas sólo en ciertas condiciones. En términos generales,
a la larga, la carga de la injusticia sería más o menos uniformemente
distribuida entre los diferentes grupos de la sociedad, y las penalidades de
los problemas injustos no serían demasiado pesadas. Por tanto, el problema
de la obediencia es problemático para las minorías permanentes que han sufrido
la injusticia durante muchos años. No se nos exige, ciertamente, que consintamos
en la pérdida de nuestras libertades básicas, ya que esta exigencia
no podría haber estado inmersa en el significado que se le da al deber de
justicia en la posición original, ni concordaría con la idea que se tiene de los
derechos de la mayoría en la convención constitucional. En lugar de ello, sometemos
nuestra conducta a la autoridad democrática, sólo hasta el punto
en que se hace necesario, para compartir equitativamente las imperfecciones
inevitables de un sistema constitucional. Aceptar estas cargas supone
reconocer y estar dispuestos a trabajar dentro de los límites impuestos por
las circunstancias de la vida humana. En vista de ello, tenemos un deber natural
de urbanidad, consistente en no invocar los errores de los programas
sociales como excusa para no obedecerlos, ni explotar las inevitables lagu-
14 La metáfora de ser libre y aun sin cadenas está tomada de la revisión crítica de I. M. D.
Little, hecha por K. J. Arrow en Social Cholee and Individual Valúes, publicada en The Journal of
Political Economy, vol. 60 (1952), p. 431. Mis observaciones en este aspecto siguen a Little.
EL DEBER Y LA OBLIGACIÓN 325
ñas de las normas para promover nuestros intereses. El deber de urbanidad
impone la aceptación de los defectos de las instituciones, y cierta moderación
al beneficiarnos de ellos. Sin cierto reconocimiento de este deber, la fe
y la confianza mutua están expuestas a desaparecer. Por tanto, en un estado
próximo a la justicia, existe normalmente el deber (y para algunos también
la obligación) de obedecer las leyes injustas, mientras no excedan ciertos
grados de injusticia. Esta conclusión no es mucho más brillante que la que
afirma nuestro deber de obedecer las leyes justas. Nos lleva, sin embargo,
un paso más lejos, ya que cubre un más vasto campo de situaciones y, lo
que es más importante, da cierta idea de las preguntas que han de hacerse
para averiguar cuál es nuestro deber político.
54. EL STATUS DE LA REGLA DE MAYORÍAS
Es evidente, a partir de las observaciones anteriores, que el procedimiento
de la regla de mayorías, aunque definido y delimitado, ocupa un lugar secundario
como mecanismo procesal. La justificación se basa directamente en
los fines políticos que la constitución trata de alcanzar y, por tanto, en los dos
principios de justicia. He supuesto que alguna forma de la regla de mayorías
ofrece su justificación como el mejor medio disponible de garantizar una
legislación justa y efectiva. Es compatible con una libertad justa (§ 36) y posee
cierta naturalidad, ya que si se permite una regla de minorías no hay un
criterio obvio para seleccionar quién ha de decidir, y se viola la igualdad. Una
parte fundamental del principio de mayorías es que el procedimiento satisfaga
las condiciones básicas de la justicia. En este caso, las condiciones son
las de la libertad política: libertad de palabra y de reunión, libertad de tomar
parte en los sucesos públicos, de influir por medios constitucionales en el
curso de la legislación y la garantía del justo valor de estas libertades. Cuando
desaparece esta base no se satisface el primer principio de la justicia. Aun
cuando esté presente, no hay certeza de que se promulgue una legislación
justa.15
No sirve, por tanto, la idea de que lo que desea la mayoría es correcto, de
hecho ninguna de las concepciones tradicionales de la justicia ha sostenido
esta doctrina, manteniendo, por el contrario, que el resultado de la votación
15 Para un examen más profundo de la regla de mayorías, véase el artículo de Herbert
McCloskey, "The Fallacy of Majority Rule", Journal ofPolitics, vol. n (1949), y J. R. Pennock, Liberal
Democracy (Rinehart, Nueva York, 1950), pp. 112-114, 117 es. Para algunos de los rasgos
atractivos del principio de mayoría, considerados desde la perspectiva de la elección social, véase
A. K. Sen, Collective Choice and Social Welfare (Holden-Day, San Francisco, 1970), pp. 68-70,
71-73, 161-186. Lo malo de este procedimiento es que permitiría mayorías cíclicas. Pero el defecto
primordial desde el punto de vista de la justicia, es que permite la violación de la libertad.
Véase también Sen, pp. 79-83, 87-89, donde se discute su paradoja del liberalismo.
326 INSTITUCIONES
está sujeto a principios políticos. Aunque, en circunstancias determinadas es
justificable que la mayoría (adecuadamente definida y delimitada) tenga el
derecho constitucional de hacer las leyes, esto no implica, sin embargo, que
las leyes promulgadas sean justas. La disputa por la sustancia acerca de la
regla de mayorías se refiere a cómo queda mejor definida y si las limitaciones
constitucionales son medios eficaces y razonables para consolidar el ba^
lance total de justicia. Estas limitaciones son utilizadas a menudo por minorías
infractoras para conservar sus ventajas ilícitas. Es un problema de juicio
político, y no pertenece a la teoría de la justicia. Basta tener en cuenta que,
aunque los ciudadanos someten su conducta a la autoridad democrática, es
decir, reconocen que el resultado de una votación establece una regla obligatoria,
no someten a ella su juicio.
Deseo considerar ahora el lugar que ocupa el principio de la regla de mayorías
en el procedimiento ideal que forma parte de la teoría de la justicia.
Una constitución justa se define como una constitución en la que habrían
convenido unos delegados racionales en una convención constitucional, guiados
por los dos principios de justicia. Cuando justificamos una constitución,
exponemos consideraciones para mostrar que habría sido adoptada en esas
condiciones. De modo similar, las leyes y los programas justos son aquellos
que serían promulgados por legisladores racionales en la etapa legislativa,
quienes están obligados por una constitución justa y que conscientemente
tienen como modelo los principios de la justicia. Cuando criticamos las leyes
y las medidas tratamos de explicar que no serían elegidos mediante este
procedimiento ideal. Ya que incluso los legisladores racionales llegan a menudo
a conclusiones diferentes, es necesario votar en condiciones ideales.
Las restricciones de la información no garantizarán un acuerdo, ya que, a
menudo, las tendencias de los hechos sociales serán ambiguas y difíciles de
evaluar.
Una ley o un programa es suficientemente justo, o al menos no es injusto,
si, cuando tratamos de imaginar cómo funcionaría el procedimiento ideal,
decidimos que la mayoría de quienes toman parte en este procedimiento y
cumplen sus estipulaciones estarían en favor de esta ley o de este programa.
En el procedimiento ideal, la decisión alcanzada no es un compromiso, no
es un trato entre grupos opuestos tratando de favorecer sus propios fines. La
discusión legislativa ha de concebirse no como una contienda de intereses,
sino como un intento de conseguir el mejor programa político, definido por
los principios de justicia. Supongo, por tanto, como parte de la teoría de la
justicia, que el deseo único de un legislador imparcial es tomar la decisión
correcta al respecto, dados los hechos generales que le son conocidos. El legislador
ha de votar sólo de acuerdo con su juicio. El resultado de la votación
da una estimación de lo que tiene más afinidad con la concepción de la
justicia.
EL DEBER Y LA OBLIGACIÓN 327
Si nos preguntamos sobre lo probable de que la opinión de la mayoría sea
correcta, es evidente que el procedimiento ideal guarda cierta analogía con
el problema estadístico de conjuntar las ideas de un grupo de expertos, para
obtener el mejor juicio.16 Aquí, los expertos son los legisladores racionales,
capaces de adoptar una perspectiva objetiva, ya que son imparciales. Se remonta
a Condorcet la sugestión de que si la probabilidad de un juicio correcto
por parte del legislador representativo es mayor q u e la de un juicio
incorrecto, la probabilidad de que el voto mayoritario sea correcto aumenta,
como aumenta también la posibilidad de una decisión correcta p o r parte
del legislador representativo.17 Por tanto, nos vemos tentados a suponer que
si muchas personas racionales intentasen simular las condiciones del procedimiento
ideal, y adecuasen a ello sus razonamientos y s u s discusiones, la
gran mayoría casi, seguramente, tendría razón. Esto sería un error. No sólo
debemos estar seguros de que hay mayor oportunidad de un juicio correcto
que de uno incorrecto por parte del legislador representativo, sino q u e también
es claro que los votos de personas diferentes no son independientes.
Como sus opiniones estarán influidas por el curso del debate, no se aplican las
clases más sencillas de un razonamiento probabilístico.
No obstante, suponemos normalmente que un debate ideal entre muchas
personas llegará más probablemente a la decisión correcta (si es necesario a
través del voto) que las deliberaciones de uno de ellos por sí solo. ¿Por qué
es esto así? En la vida diaria el intercambio de opiniones c o n los demás modera
nuestra parcialidad y ensancha nuestra perspectiva; se nos hace ver las
cosas desde otros puntos de vista, así como los límites de nuestra visión.
Pero en el proceso ideal, el velo de la ignorancia significa q u e los legisladores
son ímparciales. Los beneficios del debate residen en el hecho de que incluso
los legisladores representativos tienen limitaciones de conocimiento y
de capacidad de razonar. Ninguno de ellos sabe todo lo que saben los demás,
ni puede hacer las mismas deducciones a las que llegan conjuntamente. El
debate es un medio de combinar información y de ampliar el alcance de los
argumentos. Al menos a través del tiempo, los efectos de la deliberación común
parecen destinados a mejorar las cosas.
Así llegamos al problema de intentar formular una constitución ideal de
la deliberación pública en asuntos relacionados con la justicia, un conjunto
de reglas bien planeadas para apoyar los poderes de conocimiento y razonamiento
más efectivos de un grupo, y para alcanzar, o al menos aproxi-
16 En relación con esto, véase K. J. Arrow, Social Choice and Individual Valúes, 2- e d . (John
Wiley and Sons, Nueva York, 1963), pp. 85 ss. Para la noción de discusión legislativa, considerada
como investigación objetiva y no como contienda de intereses, véase F. H. Kníght, The
Ethícs of Competition (Harper and Brothers, Nueva York, 1935), pp. 296, 345-347. En ambos
casos consúltense las notas a pie de página.
17 Véase Duncan Black, Theory of Committee and Elections, 2a ed. (The University Press, Cambridge,
1963), pp. 159-165.
328 INSTITUCIONES
marnos, al juicio correcto; no seguiré, sin embargo, con este problema. Lo más
importante aquí es que el procedimiento idealizado es parte de la teoría de
la justicia. He mencionado algunos de sus rasgos para dilucidar hasta cierto
grado su significación. Cuanto más definida sea nuestra concepción de este
procedimiento, suponiendo que se lleva a cabo en condiciones ideales, más
firme será la guía que la secuencia de cuatro etapas ofrezca a nuestras reflexiones.
Tenemos, entonces, una idea más precisa de cómo han de establecerse
las leyes y los programas a la luz de los hechos generales de la sociedad.
A menudo, podemos darle un sentido intuitivo al problema de cuál será el
resultado de las deliberaciones en la etapa legislativa, cuando estas deliberaciones
son conducidas adecuadamente.
El procedimiento ideal se aclara observando cómo contrasta con el proceso
de un mercado ideal. Dando por supuesto que se mantienen las suposiciones
clásicas relativas a la competencia perfecta, y que no hay economías
o antieconomías externas, se obtiene como resultado una configuración económica
eficiente. El mercado ideal es un procedimiento perfecto con respecto
a la eficiencia. Un rasgo peculiar del proceso de mercado ideal, a diferencia
del proceso político ideal dirigido por legisladores racionales e imparciales,
es que el mercado obtiene un resultado eficiente, aun cuando todos busquen
su propia ventaja; desde luego, así es como se comportan normalmente los
agentes económicos. Al vender o al comprar para maximizar su satisfacción
o sus beneficios, los consumidores y las empresas no emiten un juicio acerca
de cuál es la configuración económica más feliz, dada la distribución inicial
de activos. En cambio, intentan llevar a cabo sus fines en tanto lo permitan
las normas, y cualquier juicio que emitan será siempre desde su punto de
vista. Es el sistema en su totalidad, por así decirlo, el que establece un juicio
de la eficiencia, derivándose este juicio de las diferentes fuentes de información
proporcionadas por las actividades de las empresas y los consumidores.
El sistema ofrece una respuesta aun cuando las personas no tengan opinión
alguna acerca del problema, y aunque a menudo no sepan siquiera lo
que significa.
Por tanto, a pesar de ciertas semejanzas entre los mercados y las elecciones,
el proceso del mercado ideal y el proceso legislativo ideal son diferentes
en aspectos decisivos. Fueron planeados para conseguir diferentes fines: el
primero se dirige a la eficiencia y el segundo, en lo posible, a la justicia. Mientras
que el mercado ideal es un procedimiento perfecto con vistas a sus objetivos,
hasta la legislatura ideal es un procedimiento imperfecto. Parece no
haber medio de caracterizar un procedimiento factible garantizado para lograr
una legislación justa. Una consecuencia de esto es que mientras un ciudadano
puede estar obligado a obedecer a las medidas apropiadas, no se le
pide que considere justos estos programas, y sería un error por su parte pretender
someter su juicio a votación. Pero en un perfecto sistema de mercado,
EL DEBER Y LA OBLIGACIÓN 329
un agente económico, en tanto tiene alguna opinión, supondrá seguramente
que el resultado es eficiente. Aunque el consumidor o la empresa no hayan
conseguido todo lo que desean, han de reconocer que, dada la distribución
inicial, se ha alcanzado una situación eficiente. Pero no puede exigirse un reconocimiento
similar en el proceso legislativo referente a los problemas de
la justicia; pues, aunque, por supuesto, las actuales constituciones han de ser
designadas, en lo posible, para tomar las mismas determinaciones que el proceso
legislativo ideal, en la práctica están expuestas a resultar insuficientes.
Esto no sólo se debe a que, como ocurre en los mercados, no se adecúan a
su imagen ideal, sino también a que esta imagen es la de un procedimiento
imperfecto. Una constitución justa debe basarse de alguna manera en que
los ciudadanos y los legisladores adopten un punto de vista más amplio y
ejerzan su buen juicio al aplicar los principios de justicia. Parece que no hay
manera de impedirles adoptar un punto de vista restringido o interesado
para regular el proceso de modo que conduzca a un resultado justo. Al menos
por ahora no existe una teoría acerca de las constituciones justas, que considere
que éstas son procesos que conducen a una legislación justa que
corresponda a la teoría de los mercados competitivos como procedimientos
que produzcan con eficiencia, y esto parece implicar que la aplicación de la
teoría económica al auténtico proceso constitucional tiene graves limitaciones,
en la medida en que la conducta política es afectada por el sentido que
las personas tienen de la justicia, como tiene que ocurrir en toda sociedad viable,
y la legislación justa es el primer fin social (§ 76). Ciertamente la teoría
económica no embona con el procedimiento ideal.18
Estas observaciones son confirmadas por un último contraste. En el proceso
ideal de mercado se le da cierto valor a la intensidad del deseo. Una persona
puede gastar la mayor parte de su ingreso en las cosas que más desea
y, de este modo, junto con otros compradores, fomenta el uso de los recursos
en las formas que prefiere. El mercado permite hacer unos reajustes finamente
graduados, como respuesta al equilibrio total de preferencias y al relativo
predominio de ciertos deseos. No hay nada que concuerde con esto en
el proceso legislativo ideal. Cada legislador racional ha de votar su opinión
acerca de cuáles leyes y programas se adoptan mejor a los principios de justicia.
No se da un valor especial a aquellas opiniones que se sustentan con
mayor confianza, o a los votos de aquellos que si supiesen que están en minoría,
ello les causaría un profundo desagrado (§ 37). Desde luego tal regla
18 Acerca de la teoría económica de la democracia, véase J. A. Schumpeter, Cnpitalism, Socklism
and Democracy, 3a ed. (Harper and Brothers, Nueva York, 1950), caps. 21-23, y Anthony Downs,
An Economic Tlieory of Democracy (Harper and Brothers, Nueva York, 1957). La concepción pluralista
de la democracia, en tanto que la rivalidad entre intereses diversos se concibe como elemento
regulador del proceso político, puede ser objeto de similar objeción. Véase R. A. Dahl, A
Preface to Democratíc Theory (University of Chicago Press, Chicago, 1956), y más recientemente,
Phtralist Democracy m the United Sí«fes.(Rand McNally, Chicago, 1967).
330 INSTITUCIONES
de votación es concebible, pero no hay motivos para adoptarla en el procedimiento
ideal. Incluso entre personas racionales e imparciales, no son aquellas
que tienen más confianza en su opinión las que más, probablemente, tendrán
razón. Algunas pueden ser más sensibles que otras a las complejidades
del caso. Al definir el criterio para conseguir una legislación justa, hemos de
acentuar el valor de los juicios colectivos obtenidos cuando cada persona, en
condiciones ideales, hace todo lo posible por aplicar los principios correctos.
La intensidad del deseo o la fuerza de la convicción no proceden cuando se
plantean problemas de justicia.
Dejemos aquí las múltiples diferencias entre el proceso legislativo ideal y
el proceso ideal de mercado. Ahora deseo observar el uso del procedimiento
de la regla de mayorías como medio de lograr una solución política. Como hemos
visto, la regla de mayorías se aplica como el medio más factible de alcanzar
ciertos fines antes definidos por los principios de justicia. Algunas
veces, sin embargo, estos principios no son claros o definidos sobre lo que requieren.
Esto no siempre se debe a que su evidencia sea complicada o ambigua,
o difícil de examinar o evaluar. La naturaleza misma de los principios
puede dejar abierta una serie de opciones, en vez de elegir una alternativa
en particular. La tasa de ahorro, por ejemplo, se especifica sólo dentro de ciertos
límites; la idea fundamental del principio del ahorro justo es la de excluir
ciertos extremos. Con el tiempo, al aplicar el principio de la diferencia
deseamos incluir en las perspectivas de los menos aventajados el bien primario
del respeto propio; y hay muchos medios de tomar en consideración
este valor de acuerdo con el principio de la diferencia. La profundidad con la
que se consideren este bien y otros relacionados con él en el índice general
ha de decidirse en vista de los rasgos generales de la sociedad particular y
por lo que sus miembros menos favorecidos desean racionalmente, como se
ve desde la etapa legislativa. En casos como éste, los principios de justicia
establecen unos límites en que debe estar la tasa de ahorro o la importancia
dada al autorrespeto, pero no dice en qué parte de esta diversidad debe recaer
la elección.
En estas situaciones se aplica el principio de decisión política: si la ley actualmente
votada está, en tanto podemos saberlo, dentro de la gama de las
que pueden ser favorecidas por legisladores racionales que intentan seguir
conscientemente los principios de la justicia, entonces la decisión de la mayoría
es prácticamente obligatoria aunque no definitiva. Estamos ante una
situación de justicia procesal casi pura. Debemos basarnos en el curso real
del análisis en la etapa legislativa para seleccionar un programa político dentro
de los límites permitidos. Estos casos no son ejemplos de justicia procesal
perfecta, ya que el resultado no define literalmente el resultado correcto.
Ocurre simplemente que aquellos que están en desacuerdo con la decisión tomada
no pueden establecer su argumento de modo convincente en el marEL
DEBER Y LA OBLIGACIÓN 331
co de la concepción pública de la justicia. Es un problema que no puede ser
claramente definido. En la práctica, los partidos políticos no dudarán en
adoptar diferentes posturas ante este tipo de cuestiones. El objeto del proyecto
constitucional es asegurar, si ello es posible, que el interés de las clases
sociales no falsee la solución política que se toma fuera de los límites
permitidos.
55. LA DEFINICIÓN DE DESOBEDIENCIA CIVIL
Deseo mostrar ahora el contenido de los principios del deber y de la obligación
naturales, esbozando una teoría de la desobediencia civil. Como ya lo
he indicado, esta teoría sólo fue planeada para el caso especial de una sociedad
casi justa, una sociedad bien ordenada en su mayor parte, pero en la
que, no obstante, ocurren graves violaciones de la justicia. Como supongo que
un estado próximo a la justicia requiere un régimen democrático, la teoría
se refiere al papel que desempeña y a lo legítimo de la desobediencia civil a
una autoridad democrática legítimamente establecida. No se aplica a otras
formas de gobierno ni, salvo incidentalmente, a otras clases de disidencia u
oposición. No trataré de ese tipo de protesta junto con la acción y la resistencia
militante, como táctica para transformar o incluso derrocar un sistema
injusto y corrupto. No hay dificultad alguna en este caso acerca de tal
acción. Si cualesquiera medios para este fin tienen justificación, entonces,
seguramente la oposición no violenta está justificada. El problema de la desobediencia
civil, tal y como lo interpretaré, sólo se produce en un Estado democrático
más o menos justo para aquellos ciudadanos que reconocen y
aceptan la legitimidad de la constitución. El problema es de un conflicto de
deberes. ¿En qué punto deja de ser obligatorio el deber de obedecer las leyes
promulgadas por una mayoría legislativa (o por actos ejecutivos aceptados
por tal mayoría) en vista del derecho a defender las propias libertades y
el deber de oponernos a la injusticia? Este problema abarca la cuestión de
la naturaleza y los límites de la regla de mayorías. Por ello el problema de la
desobediencia civil es prueba decisiva para cualquier teoría de la base moral
de la democracia.
Una teoría constitucional de la desobediencia civil tiene tres partes. En
primer lugar define esta clase de disidencia y la separa de otras formas de
oposición a una autoridad democrática. Éstas van desde manifestaciones e
infracciones a la ley destinadas a ocasionar casos de prueba ante los tribunales
hasta la acción militante y la resistencia organizada. Una teoría especifica el
lugar que ocupa la desobediencia civil entre esta variedad de posibilidades.
Establece, además, los motivos de la desobediencia civil y las condiciones
en las que tal acción está justificada en un régimen democrático (más o menos)
justo. Finalmente, una teoría ha de explicar el papel de la desobedien332
INSTITUCIONES
cia civil en un sistema constitucional, y examinar la idoneidad de este modo
de protesta en una sociedad libre.
Antes de considerar estos temas, una advertencia. No debemos esperar
demasiado de una teoría de la desobediencia civil, aun cuando haya sido
proyectada para circunstancias especiales. Los principios concretos que decidan
directamente los casos reales, están obviamente fuera de lugar. Por el
contrario, una teoría útil define la perspectiva desde la que puede enfocarse
el problema de la desobediencia civil, identifica además las consideraciones
pertinentes, y nos ayuda a asignarles el valor correcto en los casos más importantes.
Si nos parece que una teoría acerca de estos problemas aclara
nuestra visión y hace más coherentes nuestros juicios, entonces tal teoría es
útil. Tal teoría hace lo que suponemos que debe hacer: es decir, disminuye la
disparidad entre las convicciones de conciencia de aquellos que aceptan los
principios básicos de una sociedad democrática.
Comenzaré definiendo la desobediencia civil como un acto público, no violento,
consciente y político, contrario a la ley, cometido habitualmente con
el propósito de ocasionar un cambio en la ley o en los programas del gobierno.
19 Actuando de este modo apelamos al sentido de justicia de la mayoría
de la comunidad, y declaramos que, según nuestra opinión considerada
los principios de la cooperación social entre personas libres e iguales no
están siendo respetados. Una glosa preliminar a esta definición es que no se
requiere que el acto civilmente desobediente viole la misma ley contra la que
está protestando.20 Acepta lo que algunos han llamado desobediencia civil
directa e indirecta. Y esto debe hacerlo toda definición, ya que algunas veces
hay fuertes razones para no infringir la ley o la política considerada injusta.
Por el contrario, podemos desobedecer las órdenes de tráfico o las leyes de
allanamiento como medio de presentar nuestro propio caso. Por tanto, si un
gobierno promulga una ley imprecisa y severa contra la traición, no sería
adecuado cometer traición como medio de oponernos a ella, y, en cualquier
caso, la pena sería mucho mayor de la que razonablemente estaríamos dis-
19 Aquí he seguido la definición de desobediencia civil de H. A. Bedau. Véase su "On Civil
Disobedience", Journal of Plülosophy, vol. 58 (1961), pp. 653-661. Hay que señalar que esta
definición es más estricta que el significado propuesto en el ensayo de Thoreau, tal como lo
mostraré en la próxima sección. Una descripción similar se encuentra en "Letter from Birmingham
City Jail" (1963), de Martin Luther King, reimpresa por H. A. Bedau (ed.), Civil Disobedience
(Pegasus, Nueva York, 1969), pp. 7289. La teoría de la desobediencia civil en el texto trata
de introducir este tipo de concepción en un esquema más amplio. Algunos escritores recientes
han definido asimismo la desobediencia civil más generalmente. Por ejemplo, Howard Zinn,
üisobedience and Democracy (Random House, Nueva York, 1968), pp. 119 ss.r la define como "la
violación discriminada y deliberada de la ley con un propósito social de vital importancia".
Particularmente, prefiero una noción más restringida. No quiero decir con esto que sólo esta
forma de disensión se encuentre justificada en un Estado democrático.
20 Ésta y la siguiente glosa están tomadas de Marshall Cohén, "Civil Disobedience in a Constitucional
Democracy", The Massachusetts Review, vol. 10 (1969), pp. 224-226, 218-221, respectivamente.
EL DEBER Y LA OBLIGACIÓN 333
puestos a aceptar. En otros casos no hay medio de violar directamente la política
de un gobierno, como cuando concierne a asuntos extranjeros, o afecta
otra parte del país. Una segunda glosa es que el acto de desobediencia civil
es considerado contrarío a la ley, al menos en el sentido de que los implicados
en él no están presentando simplemente un cargo de prueba para una decisión
constitucional, sino que están dispuestos a oponerse a la ley aun
cuando ésta sea sostenida. Desde luego, en un régimen constitucional los
tribunales pueden acabar por ponerse de parte de los disidentes, y declarar
la ley o la política rechazada por anticonstitucional. Ocurre a menudo que
existe cierta incertidumbre acerca de si el acto del disidente será declarado
ilegal o no, pero esto sólo es un elemento complicador. Quienes utilizan la
desobediencia civil para protestar contra leyes injustas no están dispuestos a
desistir de su protesta en caso de que los tribunales no estén de acuerdo con
ellos, por mucho que les hubiese agradado la decisión opuesta.
Ha de tenerse también en cuenta que la desobediencia civil es un acto político,
no sólo en el sentido de que va dirigido a la mayoría que ejerce el poder
político, sino también porque es un acto guiado y justificado por principios
políticos, es decir, por los principios de justicia que regulan la
constitución y en general las instituciones sociales. Al justificar la desobediencia
civil no apelamos a principios de moral personal o a doctrinas religiosas,
aunque éstas puedan coincidir y apoyar nuestras demandas, y huelga
decir que la desobediencia civil no pueda basarse únicamente en un interés
individual o colectivo. Por el contrario, invocamos la concepción de la justicia,
comúnmente compartida, que subyace en el orden político. Se supone que
en un régimen democrático razonablemente justo hay una concepción pública
de la justicia, por referencia a la cual los ciudadanos regulan sus asuntos
políticos e interpretan la constitución. La violación persistente y deliberada
de los principios básicos de esta concepción en cualquier periodo
prolongado, especialmente la infracción de las libertades iguales fundamentales,
invita a la sumisión o a la resistencia. Al cometer desobediencia civil,
una minoría obliga a la mayoría a considerar si desea que así interprete su
actuación, o si, en vista del sentido común de la justicia, desea reconocer las
legítimas pretensiones de la minoría.
Otro punto es que la desobediencia civil es un acto público. No sólo se dirige
a principios públicos, sino que se comete en público. Se da a conocer
abiertamente y con el aviso necesario, y no es encubierto o secreto. Podemos
compararla a un discurso público, y, siendo una forma de petición, una expresión
de convicción política profunda y consciente, tiene lugar en el foro
público. Por esta razón, entre otras, la desobediencia civil no es violenta. Trata
de no emplear la violencia, especialmente contra personas, no por una
aversión de principio al uso de la fuerza, sino porque es expresión final del
propio caso. La participación en actos violentos que probablemente causa334
INSTITUCIONES
rían heridas y daños es incompatible con la desobediencia civil como medio
de reclamación. Cualquier violación a las libertades civiles de los demás
tiende a oscurecer la calidad de desobediencia civil del propio acto. A veces,
si el recurso falla en su propósito, se podrá pensar en resistencia violenta
ulteriormente. Sin embargo, la desobediencia civil consiste en dar voz a
convicciones conscientes y profundas; mientras que advierten y aperciben,
no son en sí una amenaza.
La desobediencia civil es no violenta por otra razón. Expresa la desobediencia
a la ley dentro de los límites de la fidelidad a la ley, aunque está en
el límite externo de la misma.21 Se viola la ley, pero la fidelidad a la ley queda
expresada por la naturaleza pública y no violenta del acto, por la voluntad
de aceptar las consecuencias legales de la propia conducta.22 Esta fidelidad
a la ley ayuda a probar a la mayoría que el acto es políticamente consciente
y sincero, y que va dirigido al sentido de la justicia de la colectividad. Ser
completamente sinceros y no violentos es dar prueba de la propia sinceridad,
ya que no es fácil convencer a los demás de que nuestros actos son de conciencia,
e incluso a veces no estamos seguros de ello nosotros mismos. No cabe
duda de que es posible imaginar un sistema legal en el que la creencia
consciente de que la ley es injusta sea aceptada como justificación de la desobediencia.
Hombres de gran probidad, con plena confianza unos en otros,
pueden hacer que tal sistema funcione, pero, tal y como suceden las cosas,
ese esquema probablemente será inestable, incluso en un estado próximo a
la justicia. Debemos pagar un precio por convencer a los demás de que nuestras
acciones tienen, según nuestra opinión bien considerada, una base moral
suficiente en las convicciones políticas de la comunidad.
La desobediencia civil ha sido definida de modo que cabe entre la protesta
legal y la creación de casos de prueba por una parte, y el rechazo consciente
y las diferentes formas de resistencia por la otra. En esta diversidad
de posibilidades representa esa forma de disensión en el límite de la fidelidad
a la ley. Así entendida, la desobediencia civil es claramente distinta de
la acción militante y la obstrucción; se aparta mucho de la resistencia violentamente
organizada. El militante, por ejemplo, se opone mucho más profundamente
al sistema político vigente, no lo acepta como casi justo o razonable,
21 Para un examen más completo de este punto, véase Charles Fried, "Moral Causation",
Harvard Law Reviezv, vol. 77 (1964), pp. 1268 ss. Por la aclaración de la noción de acción militante,
estoy en deuda con Gerald Loev.
22 Quienes definen la desobediencia civil en forma más amplia podrían no acertar esta descripción.
Véase, por ejemplo, Zinn, Disobedience and Democracy, pp. 27-31, 39, 119 ss. Más aún,
él niega que la desobediencia civil tenga que ser no-violenta. Ciertamente, uno no acepta el
castigo como justo, es decir, como merecido por un acto injustificado. En cambio, se está dispuesto
a sufrir las consecuencias legales en atención a la fidelidad a la ley, lo que es muy diferente.
Hay aquí cierto espacio, ya que la definición permite que la acusaciónpueda ser impugnada
ante el tribunal, si esto es apropiado. Pero hay un punto más allá del cual la disensión
deja de ser desobediencia civil tal como se define aquí.
EL DEBER Y LA OBLIGACIÓN 335
o bien cree que difiere ampliamente de sus principios declarados o que persigue
una errónea concepción de la justicia. Mientras que su acción es consciente,
según sus propias convicciones, no apela al sentido de justicia de la
mayoría (de aquellos que tienen un poder político efectivo), pues cree que
su sentido de la justicia es erróneo, o sin ningún efecto. En cambio, intenta,
a través de actos militantes de perturbación, resistencia y similares, atacar la
concepción prevaleciente de la justicia, o provocar un movimiento en la dirección
deseada. Por lo tanto, el militante puede intentar evadir las sanciones,
ya que no está dispuesto a aceptar las consecuencias legales de su violación
de la ley. Esto no sólo sería ponerse en manos de unas fuerzas en las que
no confía, sino expresar también un reconocimiento de la legitimidad de la
constitución a la que se opone. En este sentido, la acción militante no está dentro
de los límites de la fidelidad a la ley, sino que representa una oposición
más profunda al orden legal. Se considera que la estructura básica es tan injusta
o difiere tanto de sus ideales declarados, que hemos de allanar el camino
a un cambio radical o incluso revolucionario; y esto debe hacerse tratando
de despertar en las personas una conciencia de las reformas fundamentales
que han de hacerse. Aunque en determinadas circunstancias la acción militante
y otras clases de resistencia estén justificadas, no consideraré, sin embargo,
estos casos. Como he dicho antes, mi propósito es limitado: definir un
concepto de la desobediencia civil y comprender su papel en un régimen
constitucional casi justo.
56. LA DEFINICIÓN DE RECHAZO DE CONCIENCIA
Aunque he distinguido la desobediencia civil del rechazo de conciencia, he
de explicar esta última noción. Ha de reconocerse, sin embargo, que separar
estas dos ideas es dar una definición más restringida que la tradicional de la
desobediencia civil, ya que es costumbre considerar la desobediencia civil en
un sentido más amplio que el de cualquier desobediencia a la ley por razones
conscientes, al menos cuando no es encubierta ni presupone el uso de la
fuerza. El ensayo de Thoreau es característico del significado tradicional, si
no definitivo.23 La utilidad del sentido más restringido quedará más clara
una vez que se examine la definición del rechazo de conciencia.
El rechazo de conciencia consiste en desobedecer un mandato legislativo
más o menos directo, o una orden administrativa. Es rechazo ya que se nos
da una orden, y, dada la naturaleza de la situación, su aceptación por nuestra
parte es conocida por las autoridades. Un ejemplo típico es la negativa de
23 Véase Henry David Thoreau, "Civil Disobedience" (1848), reimpreso por M. A. Bedau (ed),
Civil Disobedience, pp. 27-48. Para un examen crítico, véanse las observaciones de Bedau,
pp. 15-26.
336 INSTITUCIONES
los primeros cristianos a cumplir ciertos actos de piedad prescritos por el Estado
pagano, o la de los testigos de Jehová a saludar la bandera. Otros ejemplos
son la renuencia de un pacifista a servir en las fuerzas armadas, o la de
un soldado a obedecer una orden que él considera manifiestamente contraria
a la ley moral como se aplica a la guerra. O, como en el caso de Thoreau la
negativa a pagar un impuesto, ya que el pagarlo lo convertiría en agente de
una grave injusticia para otro. Se supone que nuestra acción es conocida por
las autoridades, aunque en algunos casos deseemos ocultarlo. En los casos
en que la objeción sea secreta, hablaríamos de evasión en lugar de rechazo de
conciencia. Las infracciones a la ley de esclavos fugitivos son casos de evasión
consciente.24
Hay varias diferencias entre el rechazo (o la evasión) de conciencia y la
desobediencia civil. En primer lugar, el rechazo de conciencia no es una forma
de apelar al sentido de justicia de la mayoría; desde luego, tales actos no
suelen ser encubiertos o secretos porque tal reserva es, a menudo, imposible.
Nos negamos, simplemente, por motivos de conciencia, a obedecer una
orden o cumplir un precepto legal. No invocamos las convicciones de la comunidad
y, en este sentido, el rechazo consciente no consiste en una actuación
ante el foro público. Aquellos que se niegan a obedecer reconocen que
puede no haber base para una comprensión mutua; no recurren a la desobediencia
como medio de exponer su causa; antes bien, administran su tienv
po, esperando que no se produzca la necesidad de desobedecer. Son menos
optimistas que los que llevan a cabo la desobediencia civil, y no abrigan esperanza
de. que las leyes o las políticas cambien. Puede ser que la situación
no les dé tiempo de plantear su argumento, o acaso tampoco haya ocasión de
que la mayoría se muestre sensible a sus demandas.
El rechazo de conciencia no se basa necesariamente en principios políticos;
puede fundarse en principios religiosos o de otra índole, en desacuerdo
con el orden constitucional. La desobediencia civil es el llamado a una concepción
de la justicia comúnmente compartida, mientras que el rechazo tiene
otras bases. Por ejemplo, suponiendo que los primeros cristianos no justifi-1
casen su negativa a obedecer las costumbres religiosas del Estado por razones
de justicia sino simplemente por ser contrarias a sus convicciones religio?
sas, su argumento no sería político, como tampoco lo serían los argumentos
de un pacifista, suponiendo que las guerras en defensa propia sean al me-1
nos reconocidas por la concepción de justicia que subyace en un régimen
constitucional. El rechazo de conciencia puede basarse, sin embargo, en prinj
cipios políticos. Podemos negarnos a obedecer una ley suponiendo que es
tan injusta que obedecerla es imposible. Éste sería el caso, digamos, si la ley
ordenase que fuésemos el agente que somete a la esclavitud a otra persona,
24 Por estas precisiones, me encuentro en deuda con Burton Dreben.
EL DEBER Y LA OBLIGACIÓN 337
o nos exigiera someternos a un destino similar. Éstas serían patentes violaciones
de los principios políticos reconocidos.
Es difícil encontrar el curso debido cuando algunos recurren a principios
religiosos al negarse a hacer ciertas acciones que parecen exigidas por principios
de justicia política. ¿Posee el pacifista inmunidad ante el servicio militar
en una guerra justa, suponiendo que tales guerras existan?, ¿o se permite
al Estado imponer ciertas penas a la desobediencia? Existe la tentación de
decir que la ley debe respetar siempre los dictados de la conciencia, pero esto
no puede ser. Como hemos visto en el caso de los intolerantes, el orden legal
debe regular la búsqueda de los intereses religiosos del hombre, de modo
que se cumpla el principio de libertad igual, y puede, ciertamente, prohibir
prácticas religiosas tales como los sacrificios humanos, considerando un caso
extremo. Ni la religiosidad ni la conciencia bastan para defender esta
práctica. Una teoría de la justicia debe elaborar a partir de sus propíos puntos
de vista la manera de tratar a aquellos que disienten. El objetivo de una
sociedad bien ordenada, o el de un estado próximo a la justicia, es conservar
y reforzar las instituciones de la justicia. Si se niega la expresión a una
religión determinada, se supone que se debe a que tal expresión es una violación
de las libertades de los demás. En general, el grado de tolerancia permitido
a las concepciones morales opuestas depende del alcance que se les
permita en un sistema justo de libertad.
Si el pacifismo ha de ser tratado con respeto y no simplemente tolerado,
la explicación consiste en que concuerda razonablemente bien con los principios
de justicia, y la principal excepción resulta de su actitud respecto a la
participación en una guerra justa (suponiendo que en algunos casos las guerras
de autodefensa estén justificadas). Los principios políticos reconocidos
por la comunidad tienen cierta afinidad con la doctrina que profesa el pacifista.
Hay una aversión común a la guerra y al uso de la fuerza, y una creencia
en el status igual de los hombres como personas morales. Dada la tendencia
de las naciones, particularmente las grandes potencias, a participar
en guerras injustificables y a poner en marcha el aparato del Estado para suprimir
las disidencias, el respeto dado al pacifismo sirve al propósito de alertar
a los ciudadanos sobre los errores que los gobiernos suelen cometer en
su nombre. Aunque sus opiniones no tengan bases muy sólidas, las advertencias
y protestas que expresa pueden tener como resultado que, en general,
los principios de la justicia quedan más seguros y no menos. El pacifismo,
considerado como una desviación de la doctrina correcta, al parecer
compensa la debilidad de las personas, que no viven a la altura de lo que
profesan.
Ha de tenerse en cuenta, sin embargo, que en las situaciones reales, no
hay una marcada distinción entre la desobediencia civil y el rechazo de conciencia.
Además, la misma acción (o secuencia de acciones) puede tener cía338
INSTITUCIONES
ros elementos comunes. Aunque hay casos verdaderamente claros de cada
uno, el contraste entre ambos se considera como medio de elucidar la interpretación
de la desobediencia civil, y del papel que ocupa en una sociedad
democrática. Dada la naturaleza de este modo de actuar como clase especial
de apelación política, habitualmente no se justifica, hasta que se hayan
dado otros pasos dentro del marco legal. Por el contrario, esta exigencia falla
a menudo en casos obvios de objeción de conciencia. En una sociedad libre,
nadie puede ser obligado, como lo fueron los primeros cristianos, a celebrar
actos religiosos que violaban la libertad igual, como tampoco ha de obedecer
un soldado órdenes intrínsecamente perversas mientras recurre a una autoridad
superior. Estas observaciones conducen al problema de la justificación.
57. JUSTIFICACIÓN DE LA DESOBEDIENCIA CIVIL
Con estas salvedades en mente, consideraré las circunstancias en que se justifica
la desobediencia civil. En gracia a la sencillez, limitaré el análisis a las
instituciones domésticas y, por tanto, a las injusticias internas de una sociedad
dada. La naturaleza algo estrecha de esta restricción será un poco mitigada
considerando el problema contrastante del rechazo de conciencia en
conexión con la ley moral como se aplica a la guerra. Comenzaré estableciendo
las condiciones que parecen razonables para cometer una desobediencia
civil, y después conectaré estas condiciones más sistemáticamente con el lugar
que ocupa la desobediencia civil en un estado próximo a la justicia. La
enumeración de estas condiciones ha de tomarse como una simple presunción;
sin duda, habrá situaciones en que no puedan darse estas condiciones
y se hagan necesarios otros argumentos para la desobediencia civil.
El primer punto se refiere a las clases de daños que son objetos apropiados
de la desobediencia civil. Si consideramos tal desobediencia como un acto
político dirigido al sentido de justicia de la comunidad, entonces parece
razonable, siendo iguales otras cosas, limitarla a casos clara y gravemente injustos
y, preferiblemente, a aquellos casos que suponen un obstáculo para
suprimir otras injusticias. Por esta razón, hay una presunción en favor de
restringir la desobediencia civil a graves infracciones del primer principio
de justicia, del principio de libertad igual, y a violaciones manifiestas de la se^
gunda parte del segundo principio, el principio de justa igualdad de oportunidades.
Desde luego, no siempre es fácil decir cuándo se satisfacen estos
principios; si consideramos que garantizan las libertades básicas, a menudo
es obvio que estas libertades no están siendo respetadas; después de todo,
imponen ciertas exigencias estrictas que han de ser visiblemente expresadas
en las instituciones. Así, cuando a ciertas minorías se les niega el derecho á
votar o a ocupar un cargo en el gobierno, o a poseer una propiedad o a desEL
DEBER Y LA OBLIGACIÓN 339
plazarse de un sitio a otro, o cuando ciertos grupos religiosos son reprimidos
y a otros se les niegan diversas oportunidades, estas injusticias pueden
ser obvias para todos. Están públicamente incorporadas en la práctica reconocida,
si no en la letra, de los acuerdos sociales. La demostración de estos
errores no presupone un examen bien informado de los efectos institucionales.
Por el contrario, las infracciones del principio de diferencia son más difíciles
de reconocer. Hay a menudo una gran variedad de opiniones conflictivas,
aunque racionales, acerca de si se satisface o no este principio. La razón de
ello es que se aplica en primer lugar a las instituciones y medidas económicas
y sociales. La elección entre ellas depende de creencias teóricas y especulativas
así como de una plétora de información estadística o de otra clase,
unido todo ello a un juicio agudo y una clara intuición. En vista de las complejidades
de estos problemas, es difícil precisar la influencia del propio
interés y del prejuicio, y aun si podemos hacerlo en nuestro propio caso, es
otra cosa convencer a los demás de nuestra buena fe. Por tanto, a menos
que las leyes fiscales fueran destinadas a atacar o disminuir una igual libertad
básica, no serán normalmente protestadas por medio de la desobediencia
civil. Apelar a la concepción pública de la justicia no es lo bastante claro. Mejor
es dejar la resolución de eso al proceso político, siempre que las libertades
básicas indispensables están aseguradas. En este caso se puede llegar a
un compromiso razonable. Por tanto, la violación del principio de libertad
igual es el objetivo más apropiado de la desobediencia civil. Este principio
define el status de igual ciudadanía en un régimen constitucional y se encuentra
en la base del orden político. Cuando se acata en su totalidad, se supone
que las otras injusticias, aunque posiblemente persistentes e importantes,
no se saldrán de todo control.
Hay una última condición para la desobediencia civil: podemos suponer
que los llamados a la mayoría política se han hecho de buena fe y han fracasado.
No han servido los medios legales de reparación. Así, por ejemplo,
los partidos políticos existentes se han mostrado indiferentes a las demandas
de la minoría o se han mostrado renuentes a atenderlos. Se han desdeñado
los intentos de revocar las leyes, y las protestas y manifestaciones legales
han sido vanas. Como la desobediencia civil es un último recurso, debemos
estar seguros de que es necesaria. Nótese, sin embargo, que no se ha dicho
que los medios legales se hayan agotado; en todo caso, pueden repetirse las
apelaciones normales; la libertad de palabra siempre es posible. Pero, si las acciones
pasadas han demostrado que la mayoría permanece impasible o
apática, puede suponerse razonablemente que cualquier otro intento será estéril,
y se satisface así una segunda condición para la desobediencia civil
justificada. Esta condición es, sin embargo, una suposición. Puede ser que haya
casos tan extremos que no exista el deber de utilizar sólo, en primer lugar,
340 INSTITUCIONES
los medios legales de la oposición política. Si, por ejemplo, la legislatura
decretase alguna escandalosa violación a la libertad, como prohibir la religión
de una minoría débil e indefensa, seguramente no esperaríamos que
tal secta se opondría a la ley con los procedimientos políticos normales. En
realidad, hasta la desobediencia civil puede ser demasiado tenue una vez
que la mayoría quedase convicta de propósitos caprichosamente injustos y
abiertamente hostiles.
La tercera y última condición que consideraré puede ser bastante complicada.
Se deriva de que, mientras las dos condiciones precedentes a menudo
bastan para justificar la desobediencia civil, éste no siempre es el caso. En
determinadas circunstancias el deber natural de justicia puede exigir cierta
moderación. Esto podemos comprobarlo del modo siguiente: si una determinada
minoría está justificada cuando incurre en desobediencia civil, entonces
cualquier otra minoría en circunstancias similares también estaría justificada.
Utilizando las dos condiciones anteriores como normas en circunstancias similares,
podemos decir que, siendo iguales otras cosas, dos minorías están
igualmente justificadas al recurrir a la desobediencia civil si han sufrido
durante el mismo periodo el mismo grado de injusticia, y si sus apelaciones
políticas, igualmente sinceras y normales no han prosperado. Es, sin embargo,
concebible aunque improbable, que haya muchos grupos con una justificación
igual (en el sentido expuesto) para incurrir en desobediencia civil;
pero si todos actuasen de este modo, de ello resultaría un grave desorden que
podría minar la eficacia de una constitución justa. Supongo aquí que hay un
límite dentro del cual puede llevarse a cabo la desobediencia civil sin producir
un rompimiento del respeto a la ley y a la constitución, con consecuencias
lamentables para todos. Existe también un límite superior a la capacidad
de los tribunales públicos para tratar tales formas de disensión; la apelación
que los grupos civilmente desobedientes desean hacer puede ser deformada,
y perderse de vista su primitiva intención de apelar al sentido de justicia
de la mayoría. Por una de estas razones o por ambas, la eficacia de la
desobediencia civil como forma de protesta declina más allá de cierto punto;
y los que piensan en ella deben considerar estos límites.
La solución ideal, desde un punto de vista teórico, sería una alianza política
cooperativa de las minorías, para regular el nivel general de disidencia.
Pues consideremos la naturaleza de esta situación: hay muchos grupos, cada
uno de ellos con iguales derechos para cometer desobediencia civil. Además,
todos desean ejercer este derecho, con igual intensidad en cada caso. Pero
si todos lo hacen así, puede producirse un daño duradero a la constitución
justa, a la que cada uno reconoce un deber natural de justicia. Cuando hay
muchas demandas igualmente fundamentadas, que en conjunto exceden de
límites permitidos, ha de adoptarse algún plan justo, de modo que todas sean
consideradas equitativamente. En los casos sencillos de demandas de bieEL
DEBER Y LA OBLIGACIÓN 341
nes indivisibles y fijados en número, la solución justa sería una rotación
o sorteo cuando el número de demandas igualmente válidas sea demasiado
grande.25 Pero esta clase de recurso es completamente irreal en este caso. Lo
que parece indicado es un entendimiento político entre las minorías que sufren
injusticia. Pueden cumplir con su deber para con las instituciones democráticas
coordinando sus acciones de modo que aun cuando todos tengan
una oportunidad de ejercer su derecho, no se excedan los límites de la desobediencia
civil. Una alianza de esta clase es difícil de conseguir, pero con
una dirección sagaz, no parece imposible.
Ciertamente, la situación considerada es especial, y es muy posible que estas
clases de consideraciones no sean un obstáculo para una desobediencia
civil justificada. No es probable que haya muchos grupos capacitados para
participar en esta forma de disensión que reconozcan al mismo tiempo su
deber hacia una constitución justa. Hemos de tener en cuenta, sin embargo,
que la minoría agraviada se ve tentada a considerar su demanda tan válida
como la de cualquier otra, y, por tanto aun si las razones que tienen los diferentes
grupos para incurrir en desobediencia civil no son igualmente buenos,
a menudo será prudente considerar que sus demandas son indistinguibles.
Adoptando este criterio, la circunstancia imaginada parece más
probable. Este tipo de caso es ciertamente instructivo, pues demuestra que
el ejercicio del derecho de disentir, como el ejercicio de los derechos en general,
aparece a veces limitado por el mismo derecho poseído por otros. Si
todos ejercieran este derecho, sobrevendrían consecuencias nocivas para todos,
por lo que es necesario buscar alguna solución equitativa.
Supongamos que, a la luz de las tres condiciones, tenemos el derecho de
defender nuestro caso mediante la desobediencia civil. La injusticia de la
que protestamos es una violación patente de las libertades de igual ciudadanía,
o de la igualdad de oportunidades, más o menos deliberada, durante
un extenso periodo, ante una oposición política normal, y se dan todas
las complicaciones planteadas por la cuestión de la igualdad. Estas condiciones
no son exhaustivas; ha de hacerse alguna concesión a la posibilidad
de daños a terceros, a los inocentes, por así decirlo. Pero supongo que cubren
los puntos fundamentales. Queda, por fin, la pregunta de si es racional
25 Para un examen de las condiciones en que se precisa un acuerdo equitativo, véase Kurt
Baier, The Moral Point of Víew (Cornell University Press, Ithaca, N. Y., 1958), pp. 207-213; y David
Lyons, Forms and Limits ofUtilitarianism (The Clarendon Press, Oxford, 1965), pp. 160-176.
Lyons pone un ejemplo de un esquema justo de rotación y observa que (al margen de los
costes de funcionamiento) tales procedimientos pueden ser razonablemente eficientes. Véanse
pp. 169-171. Acepto las conclusiones de su trabajo, incluyendo su afirmación de que la noción
de imparcialidad no puede ser explicada por asimilación a la de utilidad, pp. 176 ss. El examen
efectuado con anterioridad por C. D. Broad, "On the Function of False Hypotheses in Ethics",
International Journal of Ethics, vol. 26 (1916), especialmente las pp. 385-390, merece también ser
mencionado.
344 INSTITUCIONES
nados de ellos puedan beneficiarse de su especial situación. Esta posición
original es justa entre las naciones, ya que anula las contingencias y las predisposiciones
del destino histórico. La justicia entre Estados queda determinada
por los principios que serían elegidos en la posición original, interpretada
de este modo. Estos principios, son principios políticos, ya que gobiernan
las medidas políticas respecto a otras naciones.
Sólo puedo dar una indicación acerca de los principios que serían reconocidos;
pero, en todo caso, no habría sorpresas, pues creo que los principios
elegidos serían bastante conocidos.27 El principio básico de la ley de las naciones
es un principio de igualdad. Los pueblos independientes, organizados
en estados, tienen ciertos derechos fundamentales iguales. Este principio es
análogo al de los derechos iguales de los ciudadanos en un régimen constitucional.
Una consecuencia de esta igualdad de las naciones es el principio
de autodeterminación, el derecho de un pueblo a determinar sus propios
asuntos sin la intervención de potencias extranjeras. Otra consecuencia sería
el derecho a la defensa propia para repeler un ataque, que incluye el derecho
a formar alianzas defensivas para protegerlo. Otro principio es el de que han
de respetarse los tratados, siempre que concuerden con los demás principios
que gobiernan las relaciones de los Estados. Por tanto, los tratados de
autodefensa debidamente interpretados serían obligatorios, pero los acuerdos
de cooperación en un ataque injustificado se evitan ab initio.
Estos principios definen cuándo una nación tiene una causa justa para la
guerra, o según la frase tradicional: yus ad bellum. Pero hay también principios
que regulan los medios de que puede valerse una nación para emprender
la guerra, su jus in bello. Incluso en una guerra justa, hay ciertas formas
de violencia que son estrictamente inadmisibles, y cuando el derecho
de un país a la guerra es dudoso o incierto, los límites a los medios que puede
usar son tanto más severos. Los actos permisibles en una guerra de legítima
defensa, cuando son necesarios, pueden ser rigurosamente excluidos cuando
la situación es más dudosa. El objeto de la guerra es una paz justa y, por
tanto, los medios empleados no deben destruir la posibilidad de la paz, o
alentar un desprecio a la vida humana que ponga en peligro nuestra seguridad
y la de los demás. La conducta de la guerra ha de ser limitada, y ajustarse
a este fin. Los representantes de los Estados reconocerán que su interés
nacional, contemplado desde la posición original, resulta favorecido cuando
se reconocen estas limitaciones a los medios de guerra, y ello se debe a
27 Véase J. L. Brierly, The laiv of Nations, 6a ed. (The Clarendon Press, Oxford, 1963), espcaps.
iv-v. Esta obra contiene todo lo que aquí precisamos.
28 Para un examen más reciente, véase Paul Ramsey, War and the Christian Conscience (The
Duke University Press, Durham, N. C, 1961); y también R. B. Potter, War and Moral Discourse
(John Knox Press, Richmond, Va., 1969). Este último contiene un ensayo bibliográfico muy útil,
pp. 87-123.
EL DEBER Y LA OBLIGACIÓN 345
que el interés nacional de un Estado justo queda definido por los principios
de justicia que ya se han reconocido. Por tanto, esa nación intentará, sobre
todo, mantener y conservar sus instituciones justas, y las condiciones que las
hicieron posibles; no la mueve el deseo de poder mundial ni de gloria nacional,
ni emprenderá una guerra con propósitos de beneficio económico o adquisición
de otros territorios. Estos fines son contrarios a la concepción de
justicia que define el interés legítimo de una sociedad, por mucho que haya
predominado en la conducta de los Estados. Dando por aceptadas estas consideraciones,
parece razonable suponer que se escogerían las prohibiciones
tradicionales que incorporan esos deberes naturales que protegen la vida
humana.
Si el rechazo de conciencia en tiempo de guerra recurre a estos principios,
se basa en una concepción política y no necesariamente en ideas religiosas
o de cualquier otro tipo. Aunque esta forma de negación puede no ser un
acto político, ya que no tiene lugar en el foro público, sí está basada en la misma
teoría de la justicia que subyace en la constitución y rige su interpretación.
Además, el orden legal mismo reconoce en forma de tratados la validez
de al menos algunos de estos principios del derecho internacional. Por
tanto, si a un soldado se le ordena participar en ciertos actos de guerra ilícitos,
puede negarse a ello si razonable y conscientemente cree que se violan los
principios que se aplican a la conducta en la guerra. Puede objetar que su
deber natural de no hacerse agente de una injusticia grave y maligna para
otro, pesa más que su deber de obediencia. No puedo analizar aquí qué constituye
una violación manifiesta de estos principios. Basta observar que ciertos
casos nos son perfectamente conocidos. El punto fundamental es que
la justificación cita los principios políticos que pueden ser acreditados por la
doctrina contractual. Puede desarrollarse creo yo, la teoría de la justicia
para explicar este caso.
Una cuestión un tanto distinta es la de si debemos incorporarnos a las
fuerzas armadas durante una guerra en particular. La respuesta probablemente
depende del objeto de la guerra y de cómo se lleve a cabo. Supongamos,
para definir la situación, que la conscripción está en vigor, y que la
persona ha de considerar si debe cumplir con su deber legal de hacer el servicio
militar. Pero supondré que como la conscripción es drástica con las
libertades básicas del ciudadano, no puede justificarse por ninguna necesidad
menos apremiante, que la derivada de la seguridad nacional.29 En
una sociedad bien ordenada (o en una casi justa) estas necesidades están determinadas
por el fin de mantener las instituciones justas. La conscripción
sólo es permisible si se hace necesaria para la defensa de la libertad misma,
29 Estoy en deuda con R. G. Albritton por la clarificación de ésta y otras materias contenidas
en este párrafo.
34* INSTITUCIONES
incluyendo aquí no sólo las libertades de los ciudadanos de la sociedad en
cuestión, sino también las de las personas de otras sociedades. Por tanto, si
la conscripción militar no será probable instrumento de invasiones injustificadas,
puede tener justificación sobre esta base, a pesar de que el reclutamiento
infringe las libertades de los ciudadanos. Pero, en todo caso, la prioridad
de la libertad (suponiendo que prevalece un orden serial) requiere
que sólo se utilice la conscripción como la garantía que la libertad necesita.
Considerado desde el punto de vista de la legislación (la etapa apropiada
para este problema), el mecanismo del reclutamiento sólo puede ser defendido
por este motivo. Los ciudadanos consienten este acuerdo como medio
justo de compartir las cargas de la defensa nacional. Desde luego, los riesgos
que cualquiera ha de afrontar son en parte el resultado de acontecimientos
accidentales e históricos, pero, en cualquier caso, en una sociedad bien ordenada
estos males se producen externamente, es decir, por ataques injustificados
desde el exterior. Es imposible para las instituciones justas eliminar
por completo estas injusticias. Lo más que pueden hacer es tratar de asegurar
que los riesgos de sufrir estas adversidades impuestas sean más o menos
compartidos por todos los miembros de la sociedad en el curso de sus vidas*
y que no haya una tendencia de clase al seleccionar a quienes son llamados
por el deber.
Imaginemos una sociedad democrática en que existe la conscripción. Una
persona puede negarse por razones de conciencia a cumplir con su deber»
de entrar en las fuerzas armadas durante una guerra, por motivos de que el
objeto del conflicto es injusto. Puede ocurrir que el objetivo de la guerra sea
un beneficio económico, o mayor poder nacional. La libertad básica de los
ciudadanos no se puede coartar para conseguir estos fines, y, además, es in-fr
justo y contrario al derecho internacional atacar por estas razones la libertad;
de otras sociedades. Por tanto, no hay una causa justa para la guerra, y estop
hace evidente que un ciudadano esté justificado al negarse a cumplir su deber
legal. Tanto el derecho internacional como los principios de la justicia
de su propia sociedad lo apoyan en su pretensión. Existe a veces otra basgr
para la objeción, fundamentada no en el objeto de la guerra sino en cómo sea
llevada a cabo ésta. Un ciudadano puede objetar que una vez en claro queí
la ley moral de la guerra está siendo regularmente violada, tiene derecho a,
negarse al servicio militar, por motivo de que está capacitado para asegurar
que respeta su deber natural. Una vez que está en las fuerzas armadas, y en
una situación en la que se le ordena ejecutar actos contrarios a la ley moral
de la guerra, puede que no sea capaz de resistir la exigencia de obedieru iai
En realidad, si los objetivos del conflicto son lo bastante dudosos, y la posbl
bilidad de recibir órdenes injustas lo bastante grande, tenemos no sólo
el derecho sino también el deber de negarnos. Desde luego, la conducta m
los objetivos de los Estados al emprender una guerra, en especial los Esta-,;:
EL DEBER Y LA OBLIGACIÓN 347
dos grandes y poderosos, en algunas circunstancias probablemente serán tan
injustos que nos vemos obligados a deducir que en el futuro previsible deberemos
rechazar por completo el servicio militar. Entendido de este modo,
una forma de pacifismo contingente puede ser una posición perfectamente
razonable, es decir, se concede la posibilidad de una guerra justa, pero no en
las circunstancias actuales.30
Lo que se necesita, por tanto, no es un pacifismo general, sino la negativa
consciente y específica, a participar en la guerra en determinadas circunstancias.
Los Estados no se han opuesto a reconocer el pacifismo y a otorgarle
un status especial. La objeción a tomar parte en cualquier guerra y en cualquier
condición es un punto de vista atemporal, sujeto a quedar reducido a
una doctrina sectaria, por lo que no altera la autoridad de un Estado, como
tampoco el celibato de los sacerdotes altera la santidad del matrimonio.31
Eximiendo a los pacifistas de sus obligaciones, hasta puede parecer que el
Estado muestra cierta magnanimidad, pero la objeción de conciencia basada
en los principios de justicia entre las personas, tal y como se aplican a conflictos
concretos es otra cosa, ya que tal objeción es una afrenta a las pretensiones
del gobierno, y cuando se difunde, la continuación de una guerra injusta
puede resultar imposible. Dados los frecuentes objetivos voraces del poder
estatal, y la tendencia de las personas a aceptar la decisión de sus gobiernos
de entablar una guerra, se hace tanto más necesaria una voluntad general de
resistir a las exigencias del Estado.
5 9 . EL PAPEL DE LA DESOBEDIENCIA CIVIL
El tercer objetivo de una teoría de la desobediencia civil es explicar el papel
que desempeña en un sistema constitucional y su conexión con una entidad
democrática. Como siempre, supongo que la sociedad en cuestión es casi justa,
y esto implica que tiene alguna forma de gobierno democrático, aunque
puede ser que, no obstante, existan graves injusticias. Supongo que en dicha
sociedad, los principios de justicia son públicamente reconocidos en su
mayor parte como los términos fundamentales de la cooperación voluntaria
entre personas libres e iguales. Al participar en la desobediencia civil, tratamos
de apelar al sentido de justicia de la mayoría, y a dar a conocer que
según la propia opinión, sincera y meditada, las condiciones de la libre cooperación
están siendo violadas. Llamamos a los demás a que reconsideren,
que se pongan en nuestro lugar y reconozcan que no pueden esperar que
consintamos indefinidamente en los términos que ellos nos imponen.
30 Véase Nuclear Weapons and Cliristian Conscience, ed. Walter Stein (The Merlin Press, Londres,
1965), como exposición de este tipo de doctrina en conexión con la guerra atómica.
31 He tomado este punto de Walzer, Obligations, p. 127.
348 INSTITUCIONES
La fuerza de este llamado depende de la concepción democrática de la sociedad
como sistema de cooperación entre iguales. Si consideramos de otro
modo la sociedad, esta forma de protesta puede estar fuera de lugar. Por
ejemplo, si creemos que la ley fundamental ha de reflejar el orden de la naturaleza,
y si se supone que el soberano gobierna por derecho divino, como
lugarteniente elegido de Dios, entonces sus subditos sólo poseen el derecho
de los suplicantes. Pueden defender su causa, pero no pueden desobedecer
en caso de que su petición sea denegada, ya que el hacerlo así sería rebelarse
contra la legítima y última autoridad moral (y no simplemente legal).
Esto no quiere decir que el soberano no pueda incurrir en error, sino sólo que
la situación no ha de ser corregida por sus subditos. Una vez interpretada la
sociedad como esquema de cooperación entre personas iguales, las personas
dañadas por graves injusticias no tienen que someterse. La desobediencia
civil (lo mismo que la objeción de conciencia) es uno de los recursos estabilizadores
del sistema constitucional, aunque sea, por definición, un recurso
ilegal. Junto con acciones tales como elecciones libres y regulares, y un poder
judicial independiente, facultado para interpretar la constitución (no necesariamente
la escrita), la desobediencia civil, utilizada con la debida moderación
y sano juicio, ayuda a mantener y reforzar las instituciones justas.
El rechazar la injusticia dentro de los límites de la fidelidad a la ley sirve
para evitar las divergencias con la justicia, y para corregirlas cuando se produzcan.
Una disposición general a participar en la desobediencia civil justificada
introduce cierta estabilidad en una sociedad bien ordenada, o al menos
en una sociedad casi justa.
Es necesario contemplar esta doctrina desde el punto de vista de las personas
en la posición original. Existen dos problemas interrelacionados que
han de considerarse. El primero consiste en que, habiendo elegido los principios
para las personas, éstas han de establecer las directrices para evaluar
la fuerza de los deberes y de las obligaciones naturales y en particular, la
fuerza del deber de obedecer una constitución justa, y uno de sus procedimientos
básicos, el de la regla de mayorías. El segundo problema es encontrar
unos principios razonables para tratar las situaciones injustas, o las situaciones
en las que la obediencia a los principios justos es solamente
parcial. Parece que, dadas las suposiciones que caracterizan una sociedad
casi justa, los grupos aceptarían las presunciones (previamente discutidas)
que especifican cuándo está justificada la desobediencia civil. Los grupos reconocerían
que estas normas establecen cuándo es apropiada esta forma de
disidencia. El hacer esto indicaría el peso del deber natural de justicia en un
caso especial importante, y tendería a favorecer la realización de la justicia
por medio de la sociedad, reforzando la autoestimación personal por toda
la sociedad, así como el respeto a los demás. Tal como lo destaca la doctrina
contractual, los principios de justicia son los principios de cooperación voEL
DEBER Y LA OBLIGACIÓN 349
luntaria entre iguales. El negarle a alguien la justicia es también negarse a
reconocerle como igual (alguien ante quien estaríamos dispuestos a limitar
nuestras acciones por principios que elegiríamos en una situación de igualdad
que es justa), o manifestar nuestra voluntad a explotar las contingencias
de la fortuna natural y de la casualidad en nuestro propio beneficio. En
uno u otro caso la injusticia deliberada invita a la sumisión o a la resistencia.
La sumisión produce el desprecio de aquellos que perpetúan la injusticia y
confirma su intención, mientras que la resistencia rompe los lazos de la comunidad.
Si, después de un periodo decente para hacer las apelaciones políticas
razonables en forma normal los ciudadanos tuviesen que expresar su
inconformidad por medio de la desobediencia civil, cuando haya infracciones
de la libertades básicas, parece que estas libertades quedarían más seguras
y no menos seguras. Por tanto, las partes aceptarían las condiciones
que definen la desobediencia civil justificada, como medio de establecer, dentro
de los límites de la fidelidad a la ley, un último recurso para mantener la
estabilidad de una constitución justa. Aunque este modo de acción es, estrictamente
hablando, contrario a la ley, es un medio moral correcto de mantener
un régimen constitucional.
En un examen más extenso se supone que puede darse la misma explicación
para las condiciones que justifican la objeción de conciencia (suponiendo,
de nuevo, que el contexto sea el de un Estado casi justo). Sin embargo, no
discutiremos aquí tales condiciones. Me gustaría, por el contrario, subrayar
que la teoría constitucional sobre la desobediencia civil descansa exclusivamente
sobre una concepción de la justicia; hasta los rasgos de publicidad y
de no violencia se explican también sobre esta base, y lo mismo ocurre con
la explicación acerca de la objeción de conciencia, aunque ello requiere una
elaboración más depurada de la doctrina contractual. En ningún caso se ha
hecho referencia a otros principios que a los políticos; las concepciones religiosas
o pacifistas no son fundamentales. Aunque quienes participan en la
desobediencia civil son impulsados a menudo por tales convicciones, no hay
una conexión necesaria entre éstas y la desobediencia civil, ya que esta forma
de acción política puede interpretarse como medio de apelar al sentido de justicia
de la comunidad. Es una invocación de los principios reconocidos de
cooperación entre iguales. Siendo una apelación a la base moral de la vida cívica,
es un acto político y no religioso, que se basa en los principios de justicia
de sentido común que los hombres se exigen unos a otros, y no en afirmaciones
de fe religiosa y de amor que no pueden exigir que sean aceptadas
por todos. Con esto, no quiero decir que las concepciones no políticas no
tengan validez; de hecho, pueden ratificar nuestros juicios y apoyar nuestro
modo de actuar por medios que sabemos justos. Sin embargo, no son estos
principios, sino los principios de justicia los términos fundamentales de
la cooperación social entre personas libres e iguales, los que subyacen en la
350 INSTITUCIONES
constitución. Tal como ha sido definida la desobediencia civil, no requiere
una base sectaria, sino que se deriva de la concepción pública de la justicia que
caracteriza a una sociedad democrática. Entendida de este modo, la concepción
de la desobediencia civil es una parte de la teoría del libre gobierno.
Una diferencia entre el constitucionalismo medieval y el moderno es que
en el primero la supremacía de la ley no estaba asegurada por controles institucionales
establecidos. El freno al gobernante que en sus juicios y edictos
se oponía al sentido de justicia de la comunidad estaba limitado en su mayor
parte al derecho de resistencia por toda o una parte de la sociedad. Hasta
este derecho, sin embargo, parece no haber sido interpretado como un acto
de la comunidad; en el caso de un soberano injusto, simplemente se le deponía.
32 Por tanto, en la Edad Media se carecía de las ideas básicas del actual
gobierno constitucional, la idea de un soberano con una autoridad final y la
institucionalización de su autoridad a través de elecciones, parlamentos y
otras formas constitucionales. Ahora bien, del mismo modo que la moderna
teoría del gobierno constitucional se edifica sobre la medieval, la teoría de la
desobediencia civil complementa la concepción puramente legal de democracia
constitucional. Intenta formular las bases sobre las que se puede desobedecer
a una autoridad democráticamente legítima, por medios que, aunque
reconocidamente contrarios a la ley, expresan no obstante una fidelidad
a la ley y una apelación a los principios políticos fundamentales de un régimen
democrático. Por tanto, a las formas legales del constitucionalismo podemos
añadir ciertos tipos de protesta ilegal que no violan los objetivos de
una constitución democrática, en vista de los principios que guían a los disidentes.
Lo que he intentado mostrar es cómo estos principios pueden ser justificados
por la doctrina contractual.
Algunos pueden objetar esta teoría de la desobediencia civil diciendo que
es un tanto irreal. Presupone que la mayoría tiene un sentido de la justicia;
y puede objetarse que los sentimientos morales no tienen excesiva fuerza
política. Lo que mueve a los hombres son diversos intereses: el afán de poder,
prestigio, riqueza etc. Aunque son fértiles en argumentos morales para
apoyar sus exigencias, entre una situación y otra sus opiniones no encajan
en una concepción coherente de la justicia. Por el contrario, sus opiniones son
piezas ocasionales calculadas para promover ciertos tipos de intereses. Sin
duda hay mucho de verdad en esta idea, y en algunas sociedades es más
cierto que en otras. Pero la cuestión fundamental es la fuerza relativa de las
tendencias que se oponen al sentido de justicia y saber si este sentido de la
justicia es tan fuerte que pueda ser invocado de modo eficaz.
Algunos breves comentarios aclararán estas consideraciones. En primer
32 Véase J. H. Franklin, ed., Conslilulionalism and Resístance in the Síxteenth Century (Pegasus»
Nueva York, 1969), en la introducción, pp. 11-15.
EL DEBER Y LA OBLIGACIÓN 351
lugar, he supuesto a lo largo de toda la explicación que nos encontramos
ante una sociedad casi justa. Esto implica que existen un régimen constitucional
y una concepción de la justicia públicamente reconocida. Desde luego,
en cualquier situación concreta puede ocurrir que ciertas personas y grupos
puedan verse tentados a violar sus principios, pero el sentimiento de la
colectividad a su respecto, tiene una fuerza considerable cuando se le invoca
adecuadamente. Estos principios se afirman como las condiciones necesarias
de la cooperación entre personas libres e iguales. Si los que perpetran
una injusticia pueden ser identificados y aislados de la comunidad, las convicciones
de la mayor parte de la sociedad podrán tener suficiente peso; o
en el caso de que los grupos contendientes casi sean iguales, el factor decisivo
puede ser el sentido de la justicia de aquellos que no están involucrados.
En todo caso, si no se da este tipo de circunstancias, la justificación de la desobediencia
civil es muy problemática, pues, a menos que podamos apelar al
sentido de la justicia de la mayor parte de la sociedad, puede ocurrir que la
mayoría tome medidas más represivas, si el cálculo de ventajas apunta en
esta dirección. Los tribunales deberían tener en cuenta la naturaleza cívicamente
desobediente del acto del que protesta, y el hecho de que sea justificable
(o al menos lo parezca) mediante los principios políticos subyacentes
en la constitución, y por estos motivos reduzcan o, en ciertos casos, suspendan
la sanción jurídica.33 Pero puede ocurrir lo contrario cuando no se dan
las circunstancias adecuadas. Hemos de reconocer entonces que la desobediencia
civil justificable normalmente es un medio razonable y eficaz de disentir
sólo en una sociedad regulada en grado considerable por un sentido
de la justicia.
Puede existir algún error en la forma en que se dice que funciona el sentido
de la justicia. Podemos pensar que este sentimiento se expresa a través de
sinceras declaraciones de principios y en acciones que requieren un grado
considerable de autosacrificio, pero esto sería pedir demasiado. El sentido de
justicia de una comunidad se revelará más probablemente en el hecho
de que la mayoría no puede animarse por sí sola a dar los pasos necesarios
para suprimir a la minoría y para castigar los actos de desobediencia civil
como lo permite la ley. Las tácticas inhumanas que se observan en otras sociedades,
no se consideran alternativas reales. Por tanto, el sentido de justicia
afecta, por medios que a menudo ignoramos, nuestra interpretación de
la vida política, nuestra percepción de los posibles cursos de acción, nuestro
deseo de resistir a las protestas justificadas de los demás, etc. A pesar de su
poder superior, la mayoría puede abandonar su posición y consentir las
propuestas de los disidentes; su deseo de hacer justicia debilita su capaci-
33 Para un examen general, véase Ronald Dworkin, "On Not Persecuting Civil Disobedience",
The New York Revino ofBooks, 6 de junio, 1968.
352 INSTITUCIONES
dad de defender sus ventajas injustas. El sentido de la justicia será considerado
como una fuerza política más vital una vez que se reconozcan las formas
sutiles por medio de las cuales ejerce su influencia, y en particular, su
papel al hacer indefendibles ciertas posiciones sociales.
A lo largo de estas observaciones he supuesto que en una sociedad casi
justa hay una aceptación pública de los mismos principios de justicia. Por fortuna,
esta suposición es más fuerte de lo necesario. Puede haber, en efecto,
diferencias considerables entre las concepciones de justicia de los ciudadanos,
siempre que estas concepciones conduzcan a juicios políticos similares, y
ello es posible ya que premisas diferentes pueden producir una misma conclusión.
En este caso existe lo que llamaré consenso traslapado en vez de
consenso estricto. Desde luego, el consenso traslapado no necesita ser perfecto;
basta que se satisfaga una condición de reciprocidad. Ambas partes
han de creer que, por mucho que difieran sus concepciones de la justicia,
sus opiniones apoyan el mismo juicio en la situación presente, y esto se mantendría
aunque intercambiasen sus posiciones. Con el tiempo, sin embargo,
llega un punto tras el cual el acuerdo indispensable en el juicio se rompe, y
la sociedad se divide en partes más o menos distintas, que sostienen diversas
opiniones acerca de las cuestiones políticas fundamentales. En este caso
de consenso estrictamente dividido, ya no se da una base para la desobediencia
civil. Supongamos, por ejemplo, que quienes no creen en la tolerancia,
y que, si tuviesen poder para ello, no tolerarían a los demás, desean protestar
de su menor libertad apelando al sentido de justicia de la mayoría, que
sostiene el principio de libertad igual. Aunque aquellos que aceptan este principio
tolerarían, como hemos visto, a los intolerantes en tanto lo permitiese
la seguridad de las instituciones libres, se ofenderían al ser los intolerantes
quienes les recordasen este deber, pues éstos impondrán su dominio si se
cambiasen las posiciones. La mayoría está destinada a sentir que su lealtad
a la libertad igual está siendo explotada por otros, con fines injustos. De nuevo,
esta situación muestra el hecho de que un sentido común de la justicia es
un gran haber colectivo que requiere la cooperación de muchos para poder
mantenerse. A los intolerantes se les considerará oportunistas, gentes que
tratarían de beneficiarse de las instituciones justas no poniendo su parte en
el deber de apoyarlas. Si bien aquellos que reconocen los principios de la justicia
deben guiarse siempre por ellos, tanto en una sociedad fragmentada como
en una dominada por egoísmo de grupo, no se dan las condiciones necesarias
para la desobediencia civil. El estricto consenso no es necesario, ya
que, a menudo, cierto grado de consenso traslapado cumple con la condición
de reciprocidad.
Hay, desde luego, ciertos riesgos específicos en recurrir a la desobediencia
civil. Una razón de las formas constitucionales y de su interpretación judicial
es la de establecer una interpretación general de la concepción polítiEL
DEBER Y LA OBLIGACIÓN 353
ca de la justicia, y una explicación de la aplicación de sus principios a los problemas
sociales. Hasta cierto punto, es mejor que la ley y su interpretación
sean fijadas, a que sean fijadas correctamente. Por tanto, puede objetarse que
la anterior explicación no determina quién ha de decir cuándo se dan las
circunstancias que justifican la desobediencia civil, lo que invita a la anarquía,
alentando a todos a decidir por sí mismos y a abandonar la interpretación
pública de los principios políticos. La réplica a esta objeción es que cada quien
ha de tomar su propia decisión, pues aunque las personas suelen pedir ayuda
y consejo, y aceptan las indicaciones de aquellos que poseen autoridad
cuando les parece razonable, siempre son responsables de sus actos. No podemos
eludir nuestra responsabilidad y trasmitir a los demás nuestra carga
de la culpa. Esto es cierto en cualquier teoría acerca del deber y la obligación
política que sea compatible con los principios de una constitución democrática.
El ciudadano es autónomo, y sin embargo es responsable de lo que hace
(§ 78). Si normalmente consideramos que hemos de obedecer la ley, ello se
debe a que nuestros principios políticos normalmente nos llevan a esta conclusión.
En un estado próximo a la justicia hay una presunción en favor de la
obediencia, en ausencia de graves razones para lo contrario. Las muchas decisiones
libres y razonadas de las personas se adaptan conjuntamente en un
régimen político ordenado.
Pero aunque cada quien haya de decidir por sí solo si las circunstancias
justifican la desobediencia civil, de allí no se sigue que cada quien puede
decidir como le plazca. No hemos de tomar nuestras decisiones considerando
nuestros intereses personales, o nuestras lealtades políticas estrechamente interpretadas.
Para actuar autónoma y responsablemente, el ciudadano debe
atender a los principios políticos que subyacen y guían la interpretación de la
constitución. Debe averiguar cómo han de ser aplicados estos principios en
las circunstancias presentes. Si después de la debida consideración, llega a la
conclusión de que la desobediencia civil está justificada y actúa conforme a
ello, estará actuando por motivos de conciencia, y aunque pueda incurrir en
un error, no habrá hecho su simple voluntad. La teoría del deber y la obligación
política nos permite establecer estas distinciones.
Hay aquí ciertos paralelos con las conclusiones y las interpretaciones generales
de las ciencias. También allí son todos autónomos y sin embargo
responsables. Hemos de evaluar las teorías y las hipótesis a la luz de la evidencia,
mediante principios públicamente reconocidos. Cierto que hay obras
que hacen autoridad, pero éstas resumen el consenso de muchas personas, que
deciden por sí mismas. La ausencia de una autoridad final que decida, y la
de una interpretación oficial que todos deben aceptar no origina confusión,
sino que es una condición necesaria para el avance teórico. Los iguales que
aceptan y aplican principios razonables no necesitan un superior ya establecido.
A la pregunta de ¿quién ha de decidir?, la respuesta es: han de decidir
354 INSTITUCIONES
todos, preguntándose a sí mismos. Con sensatez, urbanidad y buena fortuna>
a menudo se logra el resultado deseado.
Por tanto, en una sociedad democrática, se reconoce que cada ciudadano
es responsable de su interpretación de los principios de justicia, y de su con1-
ducta a la luz de estos principios. No puede haber una interpretación legal
o socialmente aprobada de estos principios que siempre nos obligue moralmente,
ni aunque provenga de un tribunal supremo o de la legislatura. En
realidad, cada agencia constitucional, la legislatura, el ejecutivo y los tribunales
ofrecen su propia interpretación de la constitución, y los ideales políticos
que la imbuyan.34 Aunque un tribunal tenga la última palabra en la solución
de un caso concreto, no es inmune a las influencias políticas que pueden
exigir una revisión de su interpretación de la constitución. El tribunal expone
su doctrina con razones y argumentos; su concepción de la constitución
ha de persuadir a la mayoría de los ciudadanos de su verdad. El último tribunal
de apelación no es un tribunal, ni el ejecutivo, ni la asamblea legislativa,
sino el electorado en su totalidad. Los que incurren en desobediencia
civil apelan a este cuerpo. No hay peligro de anarquía en tanto haya suficientes
acuerdos activos entre las concepciones de justicia de los ciudadanos
y se respeten las condiciones necesarias para recurrir a la desobediencia
civil. El que los hombres puedan llegar a tal acuerdo y respetar estos límites
cuando se mantienen las libertades políticas fundamentales, es algo implícito
en un régimen democrático. No hay medio de evitar por completo el peligro
de una lucha divisoria, como tampoco podemos desechar la posibilidad
de una profunda controversia científica. Empero, si la desobediencia civil jus*
tincada parece amenazar la concordia cívica, la responsabilidad no recae ert
los que protestan, sino en aquellos cuyo abuso de poder y de autoridad jus^
tífica tal oposición, porque emplear el aparato coercitivo del Estado para mantener
instituciones manifiestamente injustas es una forma de fuerza ilegítima
a la que los hombres tienen derecho a resistir.
Con estas observaciones hemos llegado al final de nuestro análisis del
contenido de los principios de justicia. A lo largo de toda esta parte he tratado
de describir un esquema de instituciones que satisfaga estos principios!
y de indicar cómo surgen los deberes y las obligaciones. Todo ello es necesa*
rio para ver si la teoría de la justicia aquí planteada concuerda con nuestros
juicios considerados y los proyecta de un modo aceptable. Necesitamos comprobar
si define una concepción política viable y si nos ayuda a enfocar nuestras
reflexiones sobre los problemas morales más pertinentes y básicos. La
explicación en esta parte aún es sumamente abstracta, pero espero haber da-<
do alguna guía sobre cómo se aplican en la práctica los principios de justiciáí
34 Para una exposición de esta idea, con la que me encuentro en deuda, véase A. M. Bickel,
The Least Dangerous Branch (Bobb Merrill, Nueva York, 1962), esp. caps, v y vi.
EL DEBER Y LA OBLIGACIÓN 355
No hemos de olvidar, sin embargo, el limitado alcance de la teoría presentada.
En la mayor parte he tratado de desarrollar una concepción ideal, aludiendo
sólo de modo ocasional a los diferentes casos de teoría no ideal.
Desde luego, las reglas de prioridad sugieren en muchos casos el camino a
seguir, y pueden ser útiles si no se exageran. Aun así, la única cuestión de
teoría no ideal examinada con detalle es el de la desobediencia civil, en el
caso concreto de una situación próxima a la justicia. Si la teoría ideal es digna
de estudio, ha de deberse, como he conjeturado, a que es la parte fundamental
de la teoría y también es esencial para la parte no ideal. Ño proseguiré
con estas observaciones. Todavía nos queda por completar la teoría de la
justicia observando cómo está arraigada en el pensamiento y en el sentimiento
humanos, y cómo está unida a nuestros fines y a nuestras aspiraciones.
TERCERA PARTE
LOS FINES
VIL LA BONDAD COMO RACIONALIDAD
EN ESTA parte final, continúo del siguiente modo. En primer lugar, presento
más detalladamente la teoría del bien que se ha utilizado ya para caracterizar
los bienes primarios y los intereses de las personas en la situación original.
Como para la argumentación subsiguiente se requiere una visión más
amplia, es preciso dar a esta teoría una base más sólida. El próximo capítulo
trata, sobre todo, de la psicología moral y de la adquisición del sentimiento
de justicia. Una vez estudiadas estas cuestiones, podemos ya discutir la relativa
estabilidad de la justicia como imparcialidad, y sostener, en el último
capítulo, que en un sentido que habrá que definir, la justicia y la bondad son
congruentes, al menos en las circunstancias de una sociedad bien ordenada.
Por último, explico cómo la teoría de la justicia se relaciona con los valores
sociales y con el bien de la comunidad. A veces, en esta parte la dirección
general de la exposición puede parecer menos clara, y la transición de un tema
a otro, más brusca. Podrá ayudar a recordar que el principal objeto es
allanar el camino para resolver las cuestiones de la estabilidad y la congruencia,
y explicar los valores de la sociedad y el bien de la justicia.
60. LA NECESIDAD DE UNA TEORÍA DEL BIEN
Hasta ahora, he hablado muy poco del concepto de bondad. Fue mencionado
brevemente cuando sugerí que el bien de una persona queda determinado
por lo que para ella es el plan de vida más racional, dadas unas circunstancias
razonablemente favorables (§ 15). Todo el tiempo he dado por sentado
que, en una sociedad bien ordenada, las concepciones de los ciudadanos acerca
de su propio bien se adecúan a los principios de derecho públicamente
reconocidos e incluyen un lugar apropiado para los diferentes bienes primarios.
Pero el concepto de bondad sólo se ha empleado en un sentido más
bien tenue. Y, en realidad, distinguiré entre dos teorías del bien. La razón
para hacerlo así consiste en que, en la justicia como imparcialidad, el concepto
de derecho es prioritario respecto al del bien. En contraste con las teorías
teleológicas, algo es bueno sólo cuando se ajusta a las formas de vida compatibles
con los principios del derecho ya existentes. Mas para establecer
estos principios, es necesario depender de alguna noción de bondad, porque
necesitamos suposiciones acerca de los motivos de las partes en la situación
original. Como estas hipótesis no deben comprometer la posición priorita-
359
360 LOS FINES
ria Áe\ concepto de derecho, la teoría del bien utilizada para argüir en favor
de los principios de justicia se reduce a lo simplemente indispensable. Yo llamo
a esta descripción del bien la teoría tenue: su propósito es asegurar las
premisas acerca de los bienes primarios requeridos para llegar a los principios
de la justicia. Una vez elaborada esta teoría y explicados los bienes primarios,
seremos libres de emplear los principios de la justicia en el ulterior
desarrollo de lo que llamaré la teoría completa del bien.
A fin de esclarecer estas cosas, recordemos dónde una teoría del bien ha
desempeñado ya una función. Ante todo, se utiliza para definir a los miembros
menos favorecidos de la sociedad. El principio de diferencia supone
que esto puede hacerse. Cierto es que la teoría no necesita definir una medida
decisiva de bienestar. No tenemos que saber hasta qué punto se hallan
perjudicados los menos afortunados, porque, una vez aislado este grupo, podemos
tomar el orden de sus preferencias (desde el punto de vista adecuado)
como determinante de la disposición adecuada de la estructura básica
(§ 15). No obstante, debemos ser capaces de identificar este grupo. Además,
el índice de bienestar y las expectativas de los hombres representativos se
especifican en términos de bienes primarios. Independientemente de otras cosas
que necesiten, los individuos racionales desean ciertas cosas como requisitos
para realizar sus planes de vida. En igualdad de circunstancias, prefieren
una libertad y unas oportunidades más amplias a otras más estrechas
y una porción de riqueza y de ingresos mayor a una menor. Que estas cosas
son buenas parece bastante claro. Pero también he dicho que el respeto propio
y una'segura confianza en el sentido del propio valor constituyen tal
vez los más importantes bienes primarios. Y esta sugerencia se ha utilizado
en el argumento de los dos principios de justicia (§ 29). Así, la definición inicial
de las expectativas sólo por referencia a cosas como la libertad y la riqueza
es provisional; es necesaria la inclusión de otros tipos de bienes primarios,
y éstos plantean problemas más profundos. Evidentemente, esto requiere
una descripción del bien; y esto es lo que debe ser la teoría tenue.
Una vez más, se utiliza alguna interpretación de la bondad para defender
la justicia como imparcialidad contra varias objeciones. Por ejemplo, puede
decirse que las personas en la situación original saben tan poco de su situación,
que es imposible un acuerdo racional acerca de los principios de la
justicia. Como no saben cuáles son sus propósitos, pueden encontrar sus planes
totalmente desbaratados por los principios que han consentido. Por tanto,
¿cómo pueden llegar a una decisión razonable? Podríamos replicar que la
racionalidad de la elección de una persona no depende de cuánto sabe, sino
sólo de lo bien que razone a partir de la información de que disponga, por
incompleta que sea. Nuestra decisión es perfectamente racional siempre
que afrontemos nuestras circunstancias y actuemos del mejor modo posible.
Así, las partes pueden adoptar, efectivamente, una decisión racional y, se"
LA BONDAD COMO RACIONALIDAD 361
guramente, algunas de las diversas concepciones de la justicia son mejores
que otras. Sin embargo, la teoría tenue del bien, que se supone que las partes
aceptan, demuestra que deberían tratar de asegurar su libertad y su respeto
propio, y que, a fin de lograr sus propósitos, cualesquiera que éstos sean,
normalmente requieren más y no menos de los restantes bienes primarios. Al
participar en el acuerdo original, por tanto, las partes suponen que sus concepciones
del bien tienen una cierta estructura, y esto basta para permitirles
decidir acerca de los principios sobre una base racional.
Resumiendo estos puntos, necesitamos lo que yo llamo la teoría tenue del
bien para esclarecer la preferencia racional por bienes primarios y para explicar
el concepto de racionalidad subyacente en la elección de principios, en
la situación original. Esta teoría es necesaria para sustentar las indispensables
premisas de las que se derivan los principios de la justicia. Pero, mirando
hacia adelante, a otras cuestiones que aún hay que analizar, es esencial
una descripción más explícita del bien. Así, la definición de actos benéficos
y supererogatorios depende de esa teoría. Lo mismo sucede con la definición
del valor moral de las personas. Éste es el tercer concepto importante de la
ética, y debemos encontrar un lugar para él dentro de la visión del contrato.
Por último, habremos de considerar si el hecho de ser buena persona es bueno
para esa persona, si no en general, entonces en qué condiciones. Al menos
en algunas circunstancias —por ejemplo, en las de una sociedad bien ordenada
o en un estado próximo a la justicia—, resulta, según creo, que el hecho
de ser buena persona es, ciertamente, un bien. Este hecho se halla íntimamente
relacionado con el bien de la justicia y con el problema de la congruencia
de una teoría moral. Necesitamos una explicación del bien para elucidar
todo esto. El rasgo característico de esta teoría completa, como he dicho, consiste
en que considera los principios de la justicia como ya asegurados, y luego
usa estos principios para definir los otros conceptos morales en los que se
halla implícito el concepto de bondad. Una vez que disponemos de los principios
de lo justo, podemos recurrir a ellos para explicar el concepto del valor
moral y la bondad de las virtudes morales. En realidad, hasta en los planes
racionales de vida que determinan qué cosas son buenas para los seres
humanos —los valores de la vida humana, por así decirlo— se hallan sometidos,
a su vez, a los principios de justicia. Pero es claro que, para no caer en
un círculo vicioso, hemos de distinguir entre la teoría tenue y la completa, y
tener presente siempre en cuál de ellas estamos apoyándonos.
Finalmente, cuando llegamos a la explicación de los valores sociales y la
estabilidad de una concepción de justicia, se requiere una interpretación más
amplia del bien. Por ejemplo, un principio psicológico fundamental es que
tendemos a amar a quienes manifiestamente nos aman, a quienes de toda evidencia
desean nuestro bien. En este ejemplo, nuestro bien comprende los
últimos fines, y no sólo bienes primarios. Además, para explicar los valores
362 LOS FINES
sociales, necesitamos una teoría que explique la bondad de las actividades
V, en especial, la bondad de que todos actúen voluntariamente según la
concepción pública de la justicia en la afirmación de sus instituciones sociales.
Cuando consideramos estas cuestiones, podemos trabajar en el marco
de la teoría completa. A veces, examinamos los procesos mediante los cuales
se adquieren el sentido de la justicia y los sentimientos morales; o bien
observamos que las actividades colectivas de una sociedad justa son buenas
también. No hay razón alguna para no utilizar la teoría completa pues se
dispone de la concepción de justicia.
Sin embargo, cuando nos preguntamos si el sentido de la justicia es un
bien, la cuestión importante es, claramente, la definida por la teoría tenue.
Queremos saber si el hecho de tener y mantener un sentido de la justicia es
un bien (en el sentido tenue) para personas que son miembros de una sociedad
bien ordenada. Seguramente, si el sentimiento de la justicia es siempre
un bien, también lo es en este caso especial. Y si dentro del marco de la teoría
tenue resulta que el hecho de tener un sentido de la justicia es, ciertamente,
un bien, entonces una sociedad bien ordenada es todo lo estable que cabe esperar.
No sólo genera sus propias actitudes morales de sostén, sino que estas
actitudes son deseables desde el punto de vista de las personas racionales
que las tienen, cuando esas personas evalúan su situación independientemente
de las exigencias de la justicia. Doy el nombre de congruencia a este enlace
entre justicia y bondad, y examinaré esta relación cuando estudiemos el
bien de la justicia (§ 86).
61. LA DEFINICIÓN DEL BIEN PARA CASOS MÁS SENCILLOS
En lugar de proceder inmediatamente a la aplicación del concepto de racionalidad
a la evaluación de proyectos, parece más conveniente ilustrar la
definición que voy a utilizar, considerando, primero, unos casos más sencillos.
Al hacerlo así, surgirán varias distinciones que son necesarias para una
clara comprensión de su sentido. Así, supongamos que la definición tiene
las tres fases siguientes (para simplificar, estas fases se formulan utilizando
el concepto de bondad, en lugar del concepto de mejor que): 1) A es un buen
X, cuando —y sólo cuando— A tiene las propiedades (en un grado superior
al del promedio1 o norma X) que es racional desear en un X, en vista del uso
que se da a los X, o que se espera dar, etc. (cualquiera de las adiciones es
apropiada); 2) A es un buen X para K (en que K es alguna persona), cuando
—y sólo cuando— A tiene las propiedades que es racional que K desee en
un X, dadas las circunstancias, posibilidades y proyecto de vida de K (su
1 Véase W. D. Ross, The Right and the Good (Oxford, The Clarendon Press, 1930), p. 67.
LA BONDAD COMO RACIONALIDAD 363
sistema de propósitos) y, por tanto, en vista de lo que él pretende hacer con
un X, o de cualquier cosa que pretenda; 3) lo mismo que 2, pero añadiendo
una cláusula en el sentido de que el proyecto de vida de K, o la parte de él
que nos interesa en el presente ejemplo es en sí mismo racional. El significado
de racionalidad en el caso de los proyectos tiene que ser determinado
aún, y se discutirá más adelante. Pero, de acuerdo con la definición, una vez
establecido que un objeto tiene las propiedades que es racional que desee
alguien que tenga un proyecto racional de vida, hemos demostrado que es
bueno para él. Y si determinados géneros de cosas satisfacen esta condición
para las personas en general, esas cosas son bienes humanos. Finalmente,
queremos estar seguros de que la libertad y las oportunidades, y un sentido
de nuestra propia consideración se encuentran dentro de esta categoría.2
Detengámonos ahora en unos breves comentarios acerca de las dos primeras
fases de la definición. Tendemos a ir de la primera fase a la segunda,
siempre que es necesario tener en cuenta las características especiales de la situación
de una persona que, según la definición, son importantes. Estas características
son, generalmente, sus intereses, sus facultades y sus circunstancias.
Aunque los principios de la elección racional todavía no se han
expuesto, la noción cotidiana parece, de momento, lo bastante clara. En general,
hay un sentido razonablemente preciso, al hablar, simplemente, de
un buen objeto de un determinado tipo, un sentido explicado por la primera
fase, siempre que haya suficiente similitud de intereses y de circunstancias
entre las personas interesadas por objetos de este tipo, de modo que
puedan establecerse normas reconocidas. Cuando estas condiciones se dan,
decir que algo es bueno transmite una información útil. Hay suficiente ex-
2 Como hemos señalado, hay un amplio acuerdo, con muchas variaciones, acerca de una
descripción del bien, a lo largo de esta línea. Véase Aristóteles, Etica a Nicómaco, libros i y x;
y Santo Tomás, Summa Theologica, i-i, q. 5-6, Summa Contra Gentiles, lib. m, capítulos 1-63, y
Tratado sobre la felicidad. Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, vol. iv; y Crítica
de.la razón práctica, primera parte del cap. n, lib. i de la pt. i. Véase el análisis de Kant, por H. J.
Patón, In Defense of Reason (Londres, George Alien and Unwin, Ltd., 1951), pp. 157-177. Sidgwick,
Methods of Ethics, 7a ed. (Londres, Macmillan, 1907), lib. i, cap. ix, y lib. m, cap. xiv. Esta
clase de interpretaciones es mantenida por los idealistas y por los influidos por ellos. Véase,
por ejemplo, F. H. Bradley, Ethical Studies, 2a ed. (Oxford, The Clarendon Press, 1926), cap. ti; y
Josiah Royce, The Philosophy of Loyalty (Nueva York, Macmillan, 1908), lee. II. Y más recientemente,
H. J. Patón, The Good Will (Londres, George Alien and Unwin, 1927), libs. n y ni, esp.
caps, VIII y ix; W. D. Lamont, The Valué fudgment (Edimburgo, The University Press, 1955); y
J. N. Findlay, Valúes and ¡ntentions (Londres, George Alien and Unwin, 1961), cap. v, secs. i
y m, y cap. vi. Para los llamados naturalistas sobre la teoría del valor, véase John Dewey,
Human Nature and Couduct (Nueva York, Henry Holt, 1922), pt. m; R. B. Perry, General Theory
of Valué (Nueva York, Longamns, Green, 1926), caps, xx-xxn; y C. I. Lewis, An Analysis of
Knowledge and Valuation (La Salle, 111. Open Court Publishing Co., 1946), lib. ni. Estoy en deuda
por mi información con J. O. Urmson, "On Grading", Mind, vol. 59 (1950); Paul Ziff, Semantic
Analysis (Ithaca, N. Y., Cornell University Press, 1960), cap. vi; y Philippa Foot, "Goodness and
Choice", Proceedings of the Aristotelian Society, supl. vol. 35 (1961), aunque tal vez ellos no
aprueben lo que yo digo.
364 LOS FINES
periéncia o conocimiento común de esas cosas para que tengamos una comprensión
de las características deseadas, ejemplificadas en el objeto medio o
común. Muchas veces, hay normas convencionales basadas en la práctica
comercial, o en otro tipo de práctica, que definen estas propiedades.3 Observando
varios ejemplos, podríamos ver, sin duda, cómo evolucionan estos
criterios y las importantes normas determinadas. El punto esencial, sin embargo,
es que esas normas dependen de la naturaleza de los objetos en cuestión
y de nuestra experiencia con ellos; y, en consecuencia, decimos que
determinadas cosas son buenas sin ulterior elaboración sólo cuando se presuponen
unos determinados antecedentes o se da por sentado algún determinado
contexto. Estos juicios de valor básicos son los que se hacen desde
el punto de vista de las personas, dados sus intereses, sus facultades y sus
circunstancias. Sólo en la medida en que una similitud de condiciones nos lo
permita, podemos prescindir, sin riesgo, de la especial situación de alguien.
En casos de cierta complejidad, cuando lo que ha de elegirse deberá ajustarse
a necesidades y situaciones específicas, pasamos a la segunda fase de la
definición. Nuestros juicios de valor se ajustan al agente en cuestión, como
esta fase lo requiere.
Estas observaciones pueden ilustrarse observando varios ejemplos tomados
de ciertas categorías típicas: artefactos, partes funcionales de sistemas, y
ocupaciones y funciones. Entre los artefactos, un buen reloj, pongamos por
caso, es aquel que tiene las características que es racional desear de un reloj.
Hay, naturalmente, un cierto número de características deseadas, además
de la de marcar la hora exacta. Por ejemplo: no debe ser excesivamente pesado.
Estas características deben ser apreciadas de algún modo y debe asignárseles
una estimación adecuada dentro de la valoración general. No me
detendré a considerar aquí cómo se hacen estas cosas. Pero es de señalar que,
si tomamos la definición del bien en el sentido tradicional, como análisis, es
decir, como declaración de identidad de conceptos, y si suponemos que, por
definición, un reloj es un artículo utilizado para que marque la hora, y que,
por definición, la racionalidad está adquiriendo el significado real de alcanzar
los propios fines, será lógico que un buen reloj sea uno que marque la
hora exacta. Este hecho se establece solamente en virtud de verdades lógicas
y de definiciones de conceptos. Pero, como yo no deseo tomar la definición
del bien en este sentido, sino en cambio, como orientación general para construir
expresiones sustitutivas que puedan emplearse para decir lo que deseamos
decir después de reflexionar, no considero esta declaración como analítica.
En efecto, para nuestros actuales propósitos, dejaré a un lado enteramente
esta cuestión, y me atendré, simplemente, a determinados hechos relativos a
los relojes (o a cualquier otra cosa) como de conocimiento común. No es
3 Véase Urmson, "On Grading", pp. 148-154.
LA BONDAD COMO RACIONALIDAD 365
necesario preguntarse si las declaraciones que los expresan son analíticas.
Así, pues, a este respecto, es indudablemente cierto que un buen reloj marca
la hora exacta, y esta correspondencia con los hechos cotidianos basta
para confirmar la propiedad de la definición.
Además, es claro que la letra "X" en la frase "un buen X" tiene que ser
sustituida a menudo por diversas frases nominales que dependen del contexto.
Así, no basta, por lo general, hablar de buenos relojes, porque frecuentemente
necesitamos una clasificación más minuciosa. Tenemos que hablar
de relojes de pulsera, de relojes de precisión, etc.; e incluso de relojes de pulsera
para llevar con un determinado traje de etiqueta. En todos estos casos,
razones especiales dan origen a ciertas clasificaciones y normas apropiadas.
Por lo general, estas complicaciones son producto de las circunstancias, y se
mencionan explícitamente cuando parece necesario. Con cosas que no son
artefactos, suele ser necesaria una cierta elaboración para explicar una significación
que no se encuentra en la referencia al objeto. Así, por ejemplo, la
afirmación de que el Wildcat es una buena montaña puede requerir el tipo
de ampliación que se proporciona al añadir que es una buena montaña para
esquiar. O la observación de que hace una buena noche puede exigir la aclaración
de que es una buena noche para ver las estrellas, porque es una noche
transparente y oscura. Algunos términos sugieren la extensión adecuada.
Veamos un ejemplo: si comparamos la declaración de que un cuerpo es
un buen difunto con la declaración de que es un buen cadáver, el sentido de
la primera no está claro mientras que la segunda puede referirse a un cadáver
considerado en su uso para el estudio de la anatomía. Un buen cadáver
es, probablemente, un cuerpo muerto que tiene las propiedades (cualesquiera
que sean) que es racional desear para este fin.4 Señalemos, de paso,
que podemos comprender, al menos, una parte de lo que se quiere decir
cuando se llama bueno a algo, aunque no sepamos cuáles son las características
deseadas del objeto que se está valorando.
En el trasfondo, se mantiene siempre un punto de vista desde el cual un
artefacto, una parte funcional o una actividad se valoran, aunque, naturalmente,
este punto de vista no tenga que hacerse explícito. Esta perspectiva
se caracteriza por la identificación de las personas cuyas preocupaciones son
las adecuadas para establecer el juicio, y después por la descripción de los
intereses que tales personas tienen en el objeto. Por ejemplo, en el caso de partes
del cuerpo (partes funcionales de sistemas), normalmente adoptamos el
punto de vista de la persona en cuestión y suponemos que su interés es
el normal. Así, ojos y oídos buenos son los que tienen las propiedades que
es racional desear en nuestros ojos y oídos, cuando deseamos ver y oír bien.
Algo análogo ocurre con los animales y con las plantas: cuando decimos
4 El ejemplo es de Ziff, Semantic Analysis, p. 211.
366 LOS FINES
que tienen un buen pelaje, o unas buenas raíces, nos manifestamos como si
adoptásemos el punto de vista del animal o de la planta. Indudablemente,
hay un cierto artificio en esta actitud, sobre todo en el caso de las plantas.
Por otra parte, acaso haya distintas perspectivas que expliquen estos juicios
de modo más natural. Pero es probable que la definición sea más adecuada
a unos casos que a otros, y este hecho no debe preocuparnos demasiado
mientras satisfaga los objetivos de la teoría de la justicia. Volviendo a la categoría
de las ocupaciones, en algunos ejemplos, sin embargo, mientras las
propiedades deseadas son las de personas que pertenecen al oficio, las personas
cuyo punto de vista adoptamos no pertenecen a él. Así, un buen médico
es el que tiene los conocimientos prácticos y el talento que sus pacientes
pueden desear racionalmente de un médico. Los conocimientos prácticos y
el talento son del médico, el interés en el restablecimiento de la salud, por el
que se valoran los médicos, es de los pacientes. Estos ejemplos demuestran que
el punto de vista varía de un caso a otro, y la definición de bondad no contiene
ninguna fórmula general para determinarlo. Estas cuestiones se explican
según se presenta la ocasión o se infieren del contexto.
Es preciso añadir que no hay nada necesariamente justo, ni moralmente
correcto, en el punto de vista desde el que se juzga si las cosas son buenas o
malas.5 Se puede decir de un hombre que es un buen espía o un buen asesino
sin aprobar sus capacidades. Aplicando la definición a este caso, se interpretaría
que estamos diciendo que el individuo a quien nos referimos tiene
los atributos que es racional desear en un espía o en un asesino, dadas las funciones
que se espera de los espías y los asesinos. Esto no implica que sea debido
desear que los espías y los asesinos hagan lo que hacen. Por lo general,
son los gobiernos, los conspiradores y similares quienes emplean a espías y
asesinos. Nosotros nos limitamos a valorar determinados talentos y habilidades,
desde el punto de vista de los gobiernos y de los conspiradores. Que
un espía o un asesino sea una buena persona es una cuestión totalmente distinta;
para resolverla, tendríamos que juzgar la causa por la cual trabaja y
sus motivos para hacerlo así.
Ahora bien, esta neutralidad moral de la definición del bien es exactamente
la que podíamos esperar. El concepto de racionalidad, en sí mismo,
no es base adecuada para el concepto de lo justo; y en la teoría contractual,
el segundo se deriva de otro modo. Además, para formar la concepción de la
bondad moral deben introducirse los conceptos de bien y de justicia. Fácilmente
se comprende que para muchas ocupaciones y actividades, los principios
morales tienen gran importancia a la hora de caracterizar las propiedades
deseadas. Por ejemplo, un buen juez tiene un profundo deseo de
5 Sobre este punto, véase Ross, The Right and Ihe Good, p. 67. Una opinión un tanto diferente
es expresada por A. E. Duncan-Jones, "Good Things and Good Thieves", Anah/sis, vol. 2/
(1966), pp. 113-118.
LA BONDAD COMO RACIONALIDAD 367
hacer justicia, de decidir los casos justamente, de acuerdo con lo que la ley
requiere. Posee las virtudes judiciales que su posición exige: es imparcial,
capaz de valorar correctamente las pruebas, no se halla predispuesto ni lo
mueven consideraciones personales. Estos atributos pueden no bastar, pero
son generalmente necesarios. Las características de un buen padre y de una
buena esposa, de un buen amigo y de un buen compañero, y así indefinidamente,
se apoyan en una teoría de las virtudes y, por tanto, presuponen los
principios de lo justo. Estas cuestiones pertenecen a la teoría general. Para
que la bondad como racionalidad equivalga al concepto de valor moral, es
preciso que las virtudes sean propiedades que las personas deseen, racionalmente,
unas de otras, cuando adoptan el punto de vista necesario. Más adelante
trataré de demostrar que éste es, en efecto, el caso (§ 66).
62. UNA NOTA SOBRE EL SIGNIFICADO
Completaré esta información de la teoría tenue con unas pocas palabras
acerca del significado de los juicios de valor. Estas cuestiones no son fundamentales
para nuestra investigación, pero algunas observaciones pueden
evitar equívocos. Tal vez el problema más importante sea el de saber si estos
juicios representan un uso descriptivo o un uso prescriptivo del lenguaje.
Por desgracia, las nociones de un uso descriptivo y de un uso prescriptivo
son oscuras, pero trataré de ir al grano inmediatamente.6 Todas las opiniones
parecen estar de acuerdo acerca de dos hechos generales. En primer lugar,
los términos "bueno" y "malo" y similares se emplean especialmente para
dar juicios y consejos, para elogiar y ensalzar, etc. Desde luego, estos términos
no siempre se emplean de este modo, porque pueden aparecer en afirmaciones
condicionales, en órdenes y en preguntas, así como en otras observaciones
que no tienen ningún sentido práctico. Además, su función a la
hora de emitir un juicio y dar un consejo, y al elogiar y exaltar, es característica.
En segundo lugar, las normas de evaluación varían de un tipo de cosas
a otro. Lo que se desea en viviendas no es lo que se desea en ropas. Una
definición satisfactoria de la bondad debe ajustarse a estos dos hechos.
Ahora, definiré, sencillamente, una teoría descriptiva en el sentido de que
mantiene el siguiente par de tesis. Primero, a pesar de la variación de normas
de un objeto a otro, el término "bueno" tiene un sentido (o un significado)
constante que, para efectos filosóficos, es del mismo tipo que el de otros
predicados generalmente considerados como descriptivos. En realidad, este
sentido constante nos permite comprender por qué y cómo las normas de
6 En su mayor parte, mi descripción sigue a J. R. Searle, "Meaning and Speech Acts", Pililosophical
Review, vol. 71 (1962). Véase también su Meaning and Speech Acts (Cambridge, The University
Press, 1969), cap. vi; y Ziff, Semantic Analysis, cap. vi.
368 LOS FINES
evaluación varían de un tipo de cosas a otro. La otra tesis es que la conveniencia
de utilizar el término "bueno" (y sus afines) para dar opinión y consejo,
y en expresiones de alabanza, se explica por este sentido constante, junto
con una teoría general del significado. Doy por sentado que esta teoría incluye
una descripción de los actos verbales y de las fuerzas ilocucionarias,
según lineamientos sugeridos por Austin.7 Una teoría descriptiva sostiene
que el constante significado descriptivo de bueno explica que se emplee
—cuando, en efecto, se emplea adecuadamente— para elogiar y para aconsejar,
etc. No hay necesidad de asignar a "bueno" una clase especial de significado
que no esté ya explicado por su sentido descriptivo constante y por
la teoría general de los actos verbales.
La bondad como racionalidad es una teoría descriptiva en este sentido.
Tal como se requiere, explica los dos hechos generales que todos reconocen.
El sentido constante de "bueno" está caracterizado por la definición en sus
diversas fases. Así, decir de algo que es bueno significa que tiene las propiedades
que es racional desear en las cosas de su género, dependiendo de cada
caso la oportunidad de nuevas elaboraciones. A la luz de esta definición, es
fácil explicar el hecho de que las normas de evaluación difieran de un tipo
de cosas a otro. Como nosotros queremos las cosas para diferentes fines, es
evidentemente racional que las valoremos según diferentes características.
Es conveniente considerar el sentido de "bueno" como análogo al de un signo
de función.8 Podemos, pues, considerar que la definición asigna a cada
tipo de cosas un conjunto de propiedades, cuyos ejemplos fijarán, concretamente,
las propiedades que es racional desear en las cosas de este tipo.
Además, la descripción de la bondad como racionalidad explica por qué
el término "bueno" aparece en declaraciones de opinión y consejo, y en observaciones
de elogio y aprobación. Así, por ejemplo, cuando se nos pide una
opinión, alguien desea saber lo que pensamos respecto a la norma de comportamiento;
pongamos por caso, que más le conviene. Quiere saber qué es
lo que nosotros consideramos que es racional que él haga. Un escalador que
aconseja a otro acerca del equipo y de la ruta convenientes para una pendiente
difícil, adopta el punto de vista del otro y recomienda lo que él cree
que es un plan de ataque razonable. El significado de "bueno" y de las expresiones
afines no cambia en las declaraciones que se consideran como consultivas.
Es el contexto el que convierte lo que decimos en un consejo, aunque
el sentido de nuestras palabras sea el mismo. Los escaladores, por ejemplo,
tienen un deber de ayuda recíproca para socorrer al otro y, en consecuencia,
tienen el deber de ofrecer su meditada opinión en circunstancias
comprometidas. En estas situaciones, sus palabras se convierten en conse-
7 Véase J. L. Austin, How to Do Things ivith Words (Oxford, The Clarendon Press, 1962), esppp.
99-109, 113-116,145 ss.
8 Aquí soy deudor de P. T. Geach, "Good and Evil", Analysis, vol. 17 (1956), pp. 37 ss.
LA BONDAD COMO RACIONALIDAD 369
jos. Y, siempre que la situación lo justifique, lo que nosotros decimos puede
ser —y, en algunos casos, debe ser— considerado como opinión y consejo.
Aceptando la ya esbozada teoría del derecho, el sentido descriptivo constante
y las razones generales por las que unas personas buscan las opiniones
de otras explican estos característicos usos de "bueno". En ningún caso
debemos recurrir a un tipo especial de significado prescriptivo o emotivo.
Puede objetarse a estas observaciones que la teoría de las fuerzas ilocucionarías
autoriza todo lo exigido por los que han propuesto una teoría prescriptiva
o una teoría emotiva del significado. En ese caso, es posible que no
haya discrepancia. Yo no he negado que la interpretación de las fuerzas ilocucionarias
de los diversos usos de "bueno", su empleo en declaraciones de
elogio y consejo, etc., sea importante para captar el significado del término.
Tampoco opongo la idea de que una cierta fuerza ilocucionaria es fundamental
para "bueno", en el sentido de que no se puede aceptar como verdadera
la declaración de que algo es bueno y, al propio tiempo, disentir de su fuerza
ilocucionaria (admitiendo que esta fuerza se dé en el contexto).9 La cuestión
radica en la forma en que deben explicarse estos hechos.
Así, la teoría descriptiva sostiene que "bueno" se utiliza, en especial, con la
fuerza de una recomendación o consejo, etc., precisamente a causa de su sentido
descriptivo, tal como se da en la definición. El significado descriptivo
de "bueno" no es sencillamente una enumeración de propiedades semejantes
para cada tipo de cosas, de acuerdo con un convenio o una preferencia.
Más bien, según explica la definición, estas listas se forman a la luz de lo que
es racional desear en objetos de diversas clases. Por tanto, comprender por
qué la palabra "bueno" (y sus afines) se emplea en estos actos verbales forma
parte de la comprensión de este sentido constante. De modo similar, ciertas
fuerzas ilocucionarias son fundamentales para "bueno" como consecuencia
de su significado descriptivo, exactamente igual que la fuerza de una narración
objetiva corresponde a determinadas locuciones, en virtud de su significado
descriptivo. Porque si aceptamos la afirmación de que algo es muy
bueno para nosotros cuando se ofrece como consejo, por ejemplo, aceptaremos
realmente este consejo y actuaremos de acuerdo con él, si somos razonables.
La disputa, si existe, no gira en torno a estos hechos reconocidos,
sino en torno del lugar del significado descriptivo de "bueno" al explicarlos.
La teoría descriptiva sostiene que, junto con una teoría general
de los actos verbales, la definición de "bueno" facilita una adecuada información
de estos hechos. No hay ocasión de introducir un tipo distinto de
significado.
9 Para estos y otros puntos, véase J. O. Urmson, The Emotive Theory of Ethics (Londres,
Hutchinson Universíty Library, 1968), pp. 136-145.
370 LOS FINES
63. LA DEFINICIÓN DEL BIEN PARA LOS PROYECTOS DE VIDA
Hasta ahora, sólo he discutido las primeras fases de la definición del bien|:¡
en las que no se plantean preguntas acerca de la racionalidad de los fines
que se toman como dados. Que una cosa sea un buen X para K se trata có*
mo equivalente a que tenga las propiedades que es racional que K desee en "
un X, en vista de sus intereses y propósitos. Pero muchas veces valoramos
la racionalidad de los deseos de una persona, y la definición debe extenderse
hasta abarcar este caso fundamental, si ha de servir a los objetivos de la teoj
ría de la justicia. Ahora bien, la idea básica en la tercera fase consiste en
aplicar la definición del bien a los proyectos de vida. El proyecto racional
para una persona determina su bien. Aquí adopto la idea de Royce de que
una persona puede ser considerada como una vida humana, vivida según
un proyecto. En opinión de Royce, un individuo dice quién es al describir sus
propósitos y sus motivos, lo que pretende hacer en su vida.10 Si este proyec^
to es racional, diré que la concepción de su bien, por parte de la persona, es
también racional. En su caso, coinciden el bien real y el aparente. De modo
análogo, sus intereses y sus objetivos son racionales, y conviene tomarlos co-'
mo puntos de referencia para establecer juicios que correspondan a las doS
primeras fases de la definición. Estas sugerencias son claras, pero la exposición
de los detalles es un tanto tediosa. Para facilitar las cosas, empezaré cori
un par de definiciones, y luego las explicaré y comentaré más adelante.
Estas definiciones dicen lo siguiente: primero, el proyecto de vida de una
persona es racional, cuando —y sólo cuando— 1) es uno de los proyectos
congruentes con los principios de elección racional, cuando estos se aplican
a todas las características importantes de su situación, y 2) es ese proyecto,
entre los que satisfacen esta condición, el que sería elegido por él con plena
racionalidad deliberativa, esto es, con plena conciencia de los hechos importantes
y tras una cuidadosa reflexión acerca de las consecuencias.11 (El
10 Véase The Philosophy ofLoyalty, lee. iv, sec. ív. Royce utiliza la noción de un proyecto para
caracterizar los propósitos coherentes, sistemáticos, del individuo, lo que le hace una persona
moral, consciente, unificada. En esto, Royce es característico del empleo filosófico que se encuentra
en muchos de los autores citados en el § 61, nota 2, como por ejemplo Dewey y Perry.
Y yo haré lo mismo. No se da al término un sentido técnico, ni se invocan las estructuras de los
proyectos para no conseguir más que evidentes resultados de sentido común. Estas son cuestiones
que yo no investigo. Para una discusión de proyectos, véase G. A. Miller, Eugene Galanter,
y K. H. Pribram, Plans and the Structure ofBehavior (Nueva York, Henry Holt, 1960); y también
Galanter, Te.xtbook of Elementary Psychologx/ (San Francisco, Holden-Day, 1966), cap. ix. La
noción de un proyecto puede resultar útil para caracterizar una acción intencional. Véase, por
ejemplo, Alvin Goldman, A Theory ofAction (Englewood Cliffs, N. ]., Prentice-Hall, 1970), pp. 56-
73, 76-80; pero yo no considero esta cuestión.
" Para simplificar, supongo que hay un proyecto y sólo uno que sería elegido, y no varios (o
muchos) entre los que el agente mostraría, por ejemplo, indiferencia. Por eso hablo siempre del
proyecto que se adoptaría con racionalidad deliberada.
LA BONDAD COMO RACIONALIDAD 371
concepto de racionalidad deliberada se discute en la próxima sección.) En
segundo lugar, los intereses y los propósitos de una persona son racionales,
cuando —y sólo cuando— han de ser estimulados y proporcionados por el
proyecto que es racional para esa persona Es de señalar que, en la primera
de estas definiciones he indicado que, probablemente, un proyecto racional no
es más que uno de los muchos posibles proyectos congruentes con los principios
de elección racional. La causa de esta complicación consiste en que
estos principios no eligen un proyecto como el mejor. Tenemos, en cambio,
una clase maximal de proyectos: cada miembro de esta clase es superior a
todos los proyectos no incluidos en ella, pero, entre dos proyectos cualesquiera
de la clase, ninguno es superior ni inferior al otro. De esta manera,
para identificar el proyecto racional de una persona, yo doy por supuesto
que es el proyecto perteneciente a la clase del máximo valor el que esa persona
elegiría con plena racionalidad deliberativa. Criticamos, pues, el proyecto
de alguien mostrando que viola los principios de la elección racional,
o porque no es el proyecto que el interesado debería seguir si valorase sus
posibilidades de manera cuidadosa, a la luz de un total conocimiento de
su situación.
Antes de esclarecer los principios de la elección racional, quiero decir algunas
cosas acerca del concepto, más bien complejo, de proyecto racional.
Esto es fundamental para la definición del bien, porque un proyecto racional
de vida establece el punto de vista básico desde el cual deben formularse
y, en última instancia, adquirir congruencia todos los juicios de valor relacionados
con una persona determinada. En efecto, con ciertas salvedades
(§ 83), podemos pensar que una persona es feliz cuando está en vías de una
realización afortunada (más o menos) de un proyecto racional de vida trazado
en unas condiciones (más o menos) favorables, y si esa persona confía
razonablemente en que su proyecto puede llevarse a cabo. Alguien es feliz
cuando sus proyectos se desarrollan bien, cuando sus más importantes aspiraciones
se van realizando, y cuando se siente seguro de que su buena fortuna
será duradera. Como los proyectos que es racional adoptar varían de
una persona a otra, según sus facultades y circunstancias, etc., diferentes individuos
encuentran su felicidad en hacer cosas diferentes. La referencia a las
circunstancias favorables es necesaria porque una disposición racional de
las propias actividades también puede consistir en aceptar el mal menor,
cuando las circunstancias naturales son duras y opresivas las exigencias de
otros. La consecución de la felicidad en el sentido más amplio de una vida
feliz, o de un periodo feliz de la propia vida, supone siempre un cierto grado
de buena fortuna.
Veamos ahora algunos otros puntos acerca de los proyectos a largo plazo.
El primero se refiere a su estructura temporal. Un proyecto tendrá que hacer,
naturalmente, alguna previsión incluso respecto al futuro más distante y
\ 372 LOS FINES
a nuestra muerte, pero se hace relativamente menos específico para periodos
posteriores. Es seguro que intervendrán algunas amplias contingencias
contrarias y que se dispondrá de recursos generalmente favorables, pero los
detalles se van insertando gradualmente, a medida que se cuenta con más in-,
formación y que se conocen con mayor precisión nuestros deseos y necesidades.
En efecto, un principio de elección racional es el del aplazamiento: si
en el futuro podemos desear hacer una de varias cosas, pero no estamos seguros
de cuál, entonces, en igualdad de circunstancias, tenemos que proyectar
ahora, de modo que ambas alternativas permanezcan abiertas. No debemos
imaginar que un proyecto racional sea una pauta detallada para la
acción que se extienda a lo largo de toda la vida. Se trata, en realidad, de una
jerarquía de proyectos, cuyos subproyectos más específicos van situándose
en el momento adecuado.
El segundo punto está relacionado con el primero. La estructura de un proyecto
no sólo refleja la necesidad de una información específica, sino que
también pone de manifiesto una jerarquía de deseos que va, de un modo similar,
de lo más general a lo menos general. Las características principales
de un proyecto estimulan y aseguran el alcance de los objetivos más permanentes
y generales. Un proyecto racional debe, por ejemplo, admitir los bienes
primarios, porque, de otro modo, ningún proyecto puede tener éxito;
pero la forma concreta que adoptarán los correspondientes deseos suele ser
desconocida con anterioridad, y puede esperar hasta el momento oportuno.
Así, mientras sabemos que, a lo largo de un extenso periodo tendremos siempre-
deseos de comer y de beber, sólo cuando el momento llega decidimos que
la comida conste de estos o de aquellos platillos. Estas decisiones dependen
de las elecciones disponibles, del menú que la situación permita.
Proyectar, por tanto, es, en parte, programar.12 Tratamos de organizar
nuestras actividades en una sucesión temporal, en la que cada una se mantiene
durante un cierto tiempo. De este modo, una serie de deseos interrelacionados
pueda satisfacerse de manera eficiente y armoniosa. Los recursos
básicos de tiempo y de energía se asignan a las distintas actividades, según
la intensidad de los deseos a que responden y según la medida en que probablemente
contribuirán a la consecución de otros fines. El objeto de la deliberación
es encontrar el proyecto que mejor organice nuestras actividades e
influya en la formación de nuestros deseos subsiguientes, de modo que
nuestros propósitos e intereses puedan combinarse fructíferamente en un
solo esquema de comportamiento. Se eliminan los deseos que tienden a entorpecer
la consecución de otros fines, o que socavan la capacidad de realización
de otras actividades; en cambio, se estimulan los que son agradables
12 Véase J. D. Mabbott, "Reason and Desire", Phñosophy, vol. 28 (1953), para una discusión
de este y de otros puntos. Es un trabajo que me ha sido de gran utilidad.
LA BONDAD COMO RACIONALIDAD 373
en sí mismos y colaboran, además, al logro de otros objetivos. Un proyecto,
pues, se compone de subproyectos convenientemente dispuestos en una jerarquía,
y los rasgos generales del proyecto permiten que los objetivos e intereses
más permanentes se complementen entre sí. Como sólo pueden preverse
los perfiles de tales objetivos e intereses, las partes operativas de los
subproyectos que los facilitan se deciden, al fin, independientemente, a medida
que avanzamos. Las revisiones y los cambios en los niveles inferiores
no suelen repercutir en la totalidad de la estructura. Si esta concepción de
los proyectos es correcta, cabe esperar que las cosas buenas de la vida sean,
hablando en líneas generales, aquellas actividades y relaciones que ocupen
un puesto más importante en los proyectos racionales. Y los bienes primarios
vendrían a ser las cosas que, en general, se necesiten para llevar a cabo
con éxito esos proyectos, cualesquiera que sean la naturaleza específica del
proyecto y sus fines últimos.
Desgraciadamente, estas observaciones son demasiado breves. Pero sólo
pretenden prevenir los equívocos más probables acerca del concepto de un
proyecto racional, e indicar el lugar de este concepto en una teoría del bien.
Ahora trataré de aclarar el significado de los principios de elección racional.
Estos principios deben darse por enumeración, de modo que, llegado el momento,
sustituyan al concepto de racionalidad. Los rasgos pertinentes de la
situación de una persona se identifican mediante estos principios y mediante
las condiciones generales de la vida humana a las que deben ajustarse los
proyectos. Llegados a este punto, mencionaré aquellos aspectos de la racionalidad
que son más comunes y que parecen menos discutidos. Y, de momento,
daré por supuesto que la situación electiva se relaciona con el corto plazo.
La cuestión consiste en saber cómo han de insertarse los detalles más o
menos finales de un subproyecto que debe ejecutarse en un periodo relativamente
breve, como cuando hacemos proyectos para unas vacaciones. El sistema
más amplio de deseos puede no verse afectado de modo importante,
aunque, naturalmente, unos deseos se verán satisfechos en ese intervalo, y
otros, no.
Ahora bien: respecto a las cuestiones a corto plazo, sin embargo, ciertos
principios parecen perfectamente rectos e indiscutibles. El primero de ellos
es el de los medios eficaces. Supongamos que hay un determinado objetivo
que se desea, y que todas las alternativas son medios para conseguirlo, mientras
que, en otros aspectos, son neutrales. El principio sostiene que debemos
adoptar la alternativa que realice el fin del mejor modo. Más aún: dado el
objetivo, debemos realizarlo con el menor gasto de medios (cualesquiera que
sean); o, dados los medios, debemos cumplir el objetivo de la manera más
completa posible. Este principio acaso sea el criterio más natural de elección
racional. En realidad, como luego veremos, hay cierta tendencia a suponer
que la deliberación siempre debe adoptar esta forma, de modo que se regu374
LOS FINES
le, en última instancia, de acuerdo con un determinado objetivo final (§ 83).
De otro modo, se cree que no hay forma racional de equilibrar una pluralidad
de fines contrapuestos. Pero, de momento, dejo esta cuestión aparte.
El segundo principio de elección racional consiste en que un proyecto (a
corto plazo) debe ser preferido a otro cuando su ejecución cumplirá todos
los objetivos deseados del otro proyecto y, además, alguno o algunos otros
objetivos. Perry se refiere a este criterio como principio de inclusividad, y
yo haré lo mismo.13 Así, tenemos que seguir el proyecto más inclusivo, en el
caso de que exista. Para aclararlo, supongamos que estamos proyectando un
viaje y tenemos que decidir si hemos de ir a Roma o a París. Parece imposi^
ble visitar las dos ciudades. Si, después de reflexionar, resulta claro que en
París podemos hacer todo lo que deseamos hacer en Roma y, además, algunas
otras cosas, entonces iremos a París. Al adoptar este proyecto cumpliremos
un conjunto más vasto de objetivos y no quedará sin hacer nada de lo
que pudiera realizarse mediante el otro proyecto. Pero, frecuentemente, ninguno
de los dos proyectos es más inclusivo que el otro; cada uno de ellos
puede alcanzar un objetivo que el otro no alcanza. Debemos recurrir a algún
otro principio que concilie nuestras aspiraciones o, en otro caso, someter
nuestras aspiraciones a un nuevo análisis (§ 83).
Un tercer principio es el que podemos llamar de la mayor probabilidad.
Supongamos que los objetivos que pueden conseguirse mediante los dos
proyectos son, en general, los mismos. Entonces, puede suceder que unos objetivos
tengan una mayor oportunidad de realización mediante un proyecto
que* mediante el otro, sin que, al propio tiempo, ninguno de los demás objetivos
tenga menos probabilidades de ser alcanzado. Por ejemplo, aunque tal
vez podamos hacer todo lo que deseamos tanto en Roma como en París, algunas
de las cosas que deseamos hacer parecen ofrecer una mayor probabilidad
de éxito en París y, en cuanto a las demás, la probabilidad es, en líneas
generales, la misma. En ese caso, el principio sostiene que debemos ir a
París. Una mayor probabilidad de éxito favorece un proyecto, exactamente
como lo favorece la finalidad más inclusiva. Cuando estos principios actúan
conjuntamente, la elección no ofrece duda alguna. Supongamos que preferimos
un Ticiano a un Tintoretto, y que el primero de dos billetes de lotería
da la mayor oportunidad al Ticiano, mientras el segundo la asigna al Tintoretto.
Es indudable que debemos preferir el primer billete.
Hasta ahora, hemos venido considerando la aplicación de los principios
de elección racional a los casos a corto plazo. Ahora quiero examinar el otro
extremo, en el que tenemos que adoptar un proyecto a largo plazo, incluso
un proyecto de vida, como cuando nos vemos obligados a elegir una profesión
o una ocupación. Puede pensarse que el hecho de tener que tomar tal
13 Véase General Theory of Valué (Nueva York, Longmans, Green, 1926), pp. 645-649.
LA BONDAD COMO RACIONALIDAD 375
decisión es una tarea que nos viene impuesta sólo por una determinada forma
de cultura. En otra sociedad, tal elección no podría plantearse. Pero, en
realidad, la cuestión de lo que hemos de hacer con nuestra vida está siempre
presente, aunque unas sociedades nos la impongan con mayor apremio que
otras, y en diferentes momentos de la existencia. La decisión límite de no tener
proyecto alguno, dejando que las cosas vayan como vayan, es también,
teóricamente, un proyecto que puede ser racional o no. Así, pues, al aceptar
la idea de un proyecto a largo plazo, parece claro que tal esquema debe valorarse
por el resultado al que probablemente conduzca, en cada futuro periodo
de tiempo. En este caso, por tanto, el principio de inclusividad opera
como sigue: un proyecto a largo plazo es mejor que otro para cualquier periodo
dado (o número de periodos) si permite el estímulo y la satisfacción
de todos los objetivos e intereses del otro proyecto, y el estímulo y la satisfacción,
además, de algún otro objetivo o interés. Debe preferirse el proyecto
más inclusivo, si lo hay, porque comprende todos los objetivos del primer
proyecto y, por lo menos, otro objetivo más. Si este principio se combina con
el de los medios eficaces, juntos definen la racionalidad como la preferencia,
en igualdad de circunstancias, de los mayores medios para realizar nuestros
propósitos, y el desarrollo de intereses más vastos y más variados suponiendo
que esas aspiraciones puedan llevarse a cabo. El principio de mayor
probabilidad apoya esta preferencia, incluso en situaciones en que no podemos
estar seguros de que los objetivos más vastos sean realizables, siempre
que las oportunidades de realización sean tan grandes como con el proyecto
más reducido.
La aplicación de los principios de medios eficaces y de la mayor probabilidad
a los casos de largo plazo parece bastante correcta. Pero el uso del principio
de inclusividad puede parecer problemático. Con un sistema fijo de
objetivos a corto plazo, suponemos que tenemos ya nuestros deseos y, dado
este hecho, consideramos el mejor modo de satisfacerlos. Pero, en la elección
a largo plazo, aunque no tengamos todavía los deseos que los diversos proyectos
habrán de estimular, nos hallamos inclinados, de todos modos, a adoptar
el proyecto que desarrolle los intereses más vastos, en el supuesto de que
esos nuevos intereses puedan realizarse. Ahora bien: una persona puede
decir que, como no tiene los intereses más inclusivos, no pierde nada al
no decidir estimularlos y satisfacerlos. Puede añadir que la posible satisfacción
de unos deseos que puede decidir no tener nunca es una consideración
sin interés. Naturalmente, puede sostener también que el sistema de intereses
más inclusivo le somete a un mayor riesgo de insatisfacción; pero esta
objeción debe excluirse, porque el principio da por supuesto que la pauta
más vasta de objetivos tiene la misma probabilidad de realizarse.
Hay dos consideraciones que parecen favorecer el principio de inclusividad
en los casos a largo plazo. En primer lugar, suponiendo que el grado de
376 LOS FINES
felicidad de una persona depende, en parte, de la proporción de sus aspiran
ciones cumplidas, de la medida en que sus proyectos se hacen realidad, de
allí se sigue que la observancia del principio de inclusividad tiende a elevar
esta proporción y, en consecuencia, a incrementar la felicidad de la persona»;
Este efecto sólo deja de producirse en el caso de que todas las aspiraciones'
del proyecto menos inclusivo estén ya aseguradas. La otra consideración es
que, de acuerdo con el principio aristotélico (explicado más adelante, en el
§ 65), yo doy por sentado que los seres humanos tienen un deseo de ordeti
más elevado de seguir el principio de inclusividad. Prefieren el proyecto •
largo plazo más vasto, porque su ejecución implica, probablemente, una corrv?
binación más compleja de facultades. El principio aristotélico establece que¿
en circunstancias iguales, los seres humanos disfrutan del ejercicio de sus
capacidades hechas realidad (sus facultades innatas o adquiridas), y que este
disfrute aumenta cuando aumenta la capacidad que se realiza, o cuanto man
yor es su complejidad. Una persona experimenta un placer en hacer algo
cuanto mayor es la habilidad que va adquiriendo y, entre dos actividades que
realiza igualmente bien, prefiere la que exige el mayor número de facultan
des más sutiles e intrincadas. Así, el deseo de ejecutar la pauta más vasta de
objetivos, que introduce en el juego los talentos más sutilmente desarrolla-;
dos, es un aspecto del principio aristotélico. Y este deseo, juntamente con los
deseos de orden más elevado que actúan sobre otros principios de elección
racional, es una de las finalidades reguladoras que nos impulsan a compro*
meternos en una deliberación racional y a seguir sus resultados.
Er\ estas observaciones hay muchas cosas que requieren una ulterior expli4
cación. Por ejemplo, está claro que estos tres principios no bastan, en general,
para clasificar los proyectos que se nos ofrecen. Los medios pueden no*
ser neutrales, los proyectos inclusivos pueden no existir, las aspiraciones»
realizadas pueden no ser lo bastante similares, etc. Para aplicar estos princii
pios, consideramos nuestros objetivos tal como estamos inclinados a descri-»
birlos, y el mayor o menor número de ellos realizado por este o por aquel
proyecto, o calculamos la probabilidad de éxito. Por esta razón, me referiré
a estos criterios como a principios contables. No requieren un ulterior análisis
o una alteración de nuestros deseos ni un juicio acerca de la relativa in-i
tensidad de nuestros deseos. Dejo aparte estas cuestiones para el análisis de
la racionalidad deliberativa. Tal vez lo mejor sea concluir esta información,
preliminar señalando lo que parece razonablemente claro: en concreto, que
podemos elegir entre proyectos racionales de vida. Y esto significa que pode*
mos elegir ahora qué deseos habremos de tener en un tiempo futuro.
En el primer momento podría suponerse que esto no es posible. A veces/
pensamos que por lo menos nuestros más importantes deseos están fijados
y que sólo deliberamos acerca de los medios de satisfacerlos. Naturalmente,
está claro que la deliberación nos lleva a tener unos deseos que antes no tenía"
LA BONDAD COMO RACIONALIDAD 377
mos: por ejemplo, el deseo de disponer de determinados medios que, tras la
reflexión, hemos llegado a considerar útiles para nuestros propósitos. Además,
es claro que el hecho de detenernos a pensar puede conducirnos a hacer
más específico un deseo general, como cuando un deseo de oír música se
convierte en el deseo de escuchar una obra determinada. Pero supongamos
que, al margen de esos tipos de excepciones, no decidimos ahora lo que ahora
hemos de desear. Sin embargo, podemos, ciertamente, decidir ahora hacer
algo que sabemos que influirá en los deseos qué tendremos en el futuro. En
cualquier tiempo dado, las personas racionales deciden entre unos proyectos
de acción, teniendo en cuenta su situación y sus opiniones, juntamente con
sus más importantes deseos actuales y con los principios de elección racional.
Así, elegimos entre deseos futuros a la luz de nuestros deseos presentes,
incluyendo entre éstos el deseo de actuar según principios racionales.
Cuando un individuo decide lo que ha de ser, a qué ocupación o profesión
se dedicará, por ejemplo, adopta un determinado proyecto de vida. Con el
tiempo, su elección le llevará a adquirir una pauta definida de deseos o aspiraciones
(o a la falta de ellos), algunos de cuyos aspectos son exclusivos de
él, mientras otros son propios de la ocupación o del modo de vida que ha
elegido. Estas consideraciones parecen bastante evidentes, y tan sólo reproducen,
en el caso del individuo, los profundos efectos que la elección de una
concepción de la justicia tiene que producir sobre los tipos de objetivos e
intereses estimulados por la estructura básica de la sociedad. Las convicciones
acerca de la clase de persona que nos proponemos ser se hallan implícitas,
de un modo análogo, en la aceptación de los principios de justicia.
64. RACIONALIDAD DELIBERATIVA
Ya he señalado que los principios más sencillos de la elección racional (los
principios contables) no bastan para ordenar proyectos. A veces no se aplican,
porque acaso no haya proyecto inclusivo, por ejemplo, o, en otro caso,
porque los medios no son neutrales. O a menudo ocurre que nos encontramos
con una clase del máximo valor. En esos casos, puede recurrirse, naturalmente,
a nuevos criterios racionales, y más adelante analizaremos algunos
de éstos. Pero voy a suponer que, mientras los principios racionales pueden
centrarse en nuestros juicios y establecer lineamientos para la reflexión, debemos,
al fin, elegir por nosotros mismos en el sentido de que la elección se
basa, muchas veces, en nuestro conocimiento directo, no sólo de las cosas que
deseamos, sino también de la intensidad con que las deseamos. A veces, no
es posible evitar la necesidad de valorar la relativa intensidad de nuestros
deseos. Los principios racionales pueden ayudarnos a hacerlo, pero no siempre
pueden determinar esas estimaciones de un modo rutinario. Desde lúe378
LOS FINES
go, hay un principio formal que parece facilitar una respuesta general. Este
es el principio de adoptar el proyecto que arroje el más elevado saldo de satisfacciones.
O, para expresar el criterio de un modo menos hedonístico,
aunque más impreciso, nos inclinamos a emprender el camino que más
probablemente nos conduce a la realización de nuestros objetivos más importantes.
Pero este principio tampoco nos facilita un procedimiento explícito
para elaborar nuestras elecciones. Está claro que se deja al propio agente
la decisión acerca de qué es lo que más desea y el juicio acerca de la importancia
comparativa de sus varios propósitos.
Llegados a este punto, introduzco la noción de racionalidad deliberativa,
siguiendo una idea de Sidgwick. Éste caracteriza al futuro bien de una persona,
en conjunto, como lo que esta persona desearía y buscaría ahora, si las
consecuencias de todas las diversas formas de comportamiento que se le ofrecen
fuesen, en el momento actual, exactamente previstas por ella y adecuadamente
realizadas en su imaginación. El bien de un individuo es la composición
hipotética de las fuerzas impulsivas que resulta de la reflexión deliberativa
que cumple determinadas condiciones.14 Adaptando la noción de Sidgwick
a la elección de proyectos, podemos decir que el proyecto racional para una
persona es el que elegiría con racionalidad deliberativa (entre los que son
compatibles con los principios contables y con otros principios de elección
racional, una vez establecidos éstos). Es el proyecto sobre el que recaería la
decisión como resultado de una reflexión cuidadosa, en la que el agente reconsideraría,
a la luz de todos los hechos pertinentes, lo que probablemente
realizaría aquellos proyectos, investigando así el modo de acción que mejor
cumpliría sus deseos más fundamentales.
En esta definición de la racionalidad deliberativa se supone que no hay
errores de cálculo ni de razonamiento, y que los hechos están correctamente
valorados. Supongo también que el agente no se halla sometido a equívocos
respecto a lo que verdaderamente desea. Las más de las veces, sin embargo,
cuando consigue su propósito, no descubre que ya no lo desea, y desea, en
cambio, haber hecho otra cosa. Además, se supone que es exacto y completo
el conocimiento, por parte del agente, de su situación y de las consecuencias
de llevar a cabo cada proyecto. No deja de tenerse en cuenta ninguna
circunstancia pertinente. Así, el mejor proyecto para un individuo es el que
adoptaría si poseyese una información completa. Es el proyecto objetivamente
racional para él y determina su bien real. Como es natural, nuestro
conocimiento de lo que ocurrirá si seguimos este o aquel proyecto suele ser
incompleto. Muchas veces, no sabemos cuál es el proyecto racional para nosotros;
lo más que podemos tener es una opinión razonable acerca de dónde
se encuentra nuestro bien, y a veces sólo podemos hacer conjeturas. Pero si el
14 Véase The Metbads ofEthics, 7* ed. (Londres, Macmillan, 1907), pp. 111 ss.
LA BONDAD COMO RACIONALIDAD 379
agente hace todo lo que una persona racional puede hacer con la información
de que dispone, el proyecto que sigue es un proyecto subjetivamente
racional. Su elección puede ser errónea, pero, en ese caso, se debe a que sus
opiniones son comprensiblemente erróneas o su conocimiento es insuficiente,
y no a que establezca inferencias apresuradas y engañosas, o a que sufra
alguna confusión respecto a lo que en verdad desea. En este caso, no puede
culparse a una persona de ningún tipo de discrepancias entre su bien aparente
y su bien real.
El concepto de racionalidad deliberativa es, sin duda, sumamente complejo,
pues combina muchos elementos. No intentaré enumerar aquí todas las
formas en que puede descarriarse el proceso de reflexión. Si fuera necesario,
podrían clasificarse los géneros de errores que pueden cometerse, los tipos
de pruebas que el agente puede aplicar para ver si tiene un conocimiento
adecuado, etc. Habría que señalar, sin embargo, que una persona racional
no continuará, habitualmente, deliberando hasta que haya encontrado el mejor
proyecto que se le ofrece. Con frecuencia, se contentará con formar un
proyecto satisfactorio (o un subproyecto), es decir, un proyecto que satisfaga
varias condiciones mínimas.15 La deliberación racional es, en sí misma, una
actividad como cualquier otra, y la medida en que podemos dedicarnos a
ella se halla sometida a una decisión racional. La regla formal consiste en
que podemos deliberar hasta el momento en que los probables beneficios del
mejoramiento de nuestro proyecto valen exactamente el tiempo y el esfuerzo
de la reflexión. Una vez que tenemos en cuenta los costos de la deliberación,
es irracional preocuparse de encontrar el mejor proyecto, el que elegiríamos
si tuviésemos una información completa. Es perfectamente racional
seguir un proyecto satisfactorio cuando las recompensas que se esperan de
un nuevo cálculo y de un conocimiento adicional no superan los inconvenientes.
Ni siquiera hay nada irracional en una aversión a la deliberación
misma, siempre que se esté dispuesto a aceptar las consecuencias. La bondad
como racionalidad no atribuye ningún valor especial al proceso de decisión.
La importancia para el agente de una cuidadosa reflexión variará, probablemente,
de un individuo a otro. De todos modos, una persona se conduce de
manera irracional cuando su falta de disposición a pensar qué es lo mejor (o
lo satisfactorio) que puede hacer le induce a errores que, si se detuviese a
considerarlo, reconocería que, si lo hubiera reflexionado, habría podido impedirlos.
En esta información sobre la racionalidad deliberativa he supuesto una
cierta competencia por parte de la persona que decide: conoce los rasgos generales
de sus deseos y de sus objetivos, tanto presentes como futuros, y es
15 Sobre este punto, véase H. A. Simón, "A Behavioral Model of Rational Choice", Quarterly
Journal of Economics, vol. 69 (1955).
380 / LOS FINES
capaz de valorar la relativa intensidad de sus deseos, y de decidir si es necesario
lo que realmente desea. Además, puede examinar las alternativas que
se le ofrecen y establecer una clasificación coherente de ellas: dados dos proyectos
cualesquiera, puede resolver cuál prefiere o si permanece indiferente
ante ellos, y estas preferencias son transitivas. Una vez fijado un proyecto,
es capaz de adherirse a él y puede resistir a las tentaciones y distracciones presentes
que estorban su ejecución. Estos supuestos están de acuerdo con la
noción común de racionalidad que he utilizado durante todo el tiempo (§ 25).
No examinaré aquí estos aspectos de la conducta racional. Parece más útil
mencionar brevemente algunas formas de crítica de nuestros fines, que pueden
ayudarnos muchas veces a estimar la intensidad relativa de nuestros deseos.
Teniendo en cuenta que nuestro propósito general es el de realizar un
proyecto (o subproyecto) racional, está claro que algunos rasgos de los deseos
hacen imposible esta realización. Por ejemplo, no podemos alcanzar objetivos
cuya descripción es absurda o contradice verdades bien establecidas.
Como n es un número trascendente, sería una insensatez tratar de demostrar
que es un número algebraico. Desde luego, un matemático que intentase demostrar
esta proposición podría descubrir, incidentalmente, muchos hechos
importantes, y esto acaso recompensaría sus esfuerzos. Pero, en la medida
en que su objetivo era demostrar una falsedad, su proyecto estaría abierto a
la crítica, y, una vez que él cobrase conciencia de ello, renunciaría a tal objetivo.
Lo mismo puede decirse de los deseos que dependen de que tengamos
convicciones erróneas. No se excluye la posibilidad de que unas opiniones
erróneas tengan un efecto beneficioso, permitiéndonos seguir adelante con
nuestros proyectos, pues son, por así decirlo, ilusiones útiles. Pero los deseos
que esas convicciones apoyan son irracionales en la medida en que la falsedad
de esas convicciones hace imposible la ejecución del proyecto, o impide
que se adopten proyectos superiores. (Quisiera señalar aquí que, en la
teoría específica, el valor del conocimiento de los hechos se deriva de su relación
con la ejecución afortunada de proyectos racionales. Hasta ahora, por
lo menos, no hay bases para atribuir un valor intrínseco al hecho de tener
convicciones ciertas.)
Podemos investigar también las circunstancias en que hemos adquirido
nuestros deseos y llegar a la conclusión de que algunos de nuestros propósitos
están, en varios aspectos, desencaminados.16 Así, un deseo puede surgir
de una excesiva generalización, o brotar de asociaciones más o menos accidentales.
Esto resulta especialmente probable en el caso de aversiones desarrolladas
cuando somos jóvenes y no poseemos suficiente experiencia ni
madurez para hacer las correcciones necesarias. Otros deseos pueden ser excesivos,
por haber adquirido su peculiar urgencia como una reacción desor-
16 Respecto a las observaciones de este párrafo, estoy en deuda con R. B. Brandt.
LA BONDAD COMO RACIONALIDAD 381
bitada a un periodo anterior de rigurosa privación o angustia. No nos interesa
aquí el estudio de estos procesos, ni su perturbadora influencia sobre el
normal desarrollo de nuestro sistema de deseos. Pero sugieren ciertas reflexiones
críticas que constituyen importantes pautas de deliberación. El conocimiento
de la génesis de nuestros deseos puede, muchas veces, esclarecernos
perfectamente que, en realidad, deseamos unas cosas más que otras. Así como
algunos propósitos parecen menos importantes cuando se someten a una
investigación crítica, o incluso pierden totalmente su atractivo, otros pueden
adquirir un indudable predominio que ofrece bases suficientes para la
elección. Naturalmente, es posible que, a pesar de las infortunadas circunstancias
en que se han desarrollado algunos de nuestros deseos y aversiones,
éstos se ajusten todavía al cumplimiento de los proyectos racionales e incluso
los mejoren notablemente. En ese caso resultan, después de todo, perfectamente
racionales.
Por último, hay ciertos principios relacionados con el tiempo, que también
pueden utilizarse para elegir entre proyectos. Ya he mencionado el principio
de aplazamiento. Este principio sostiene que, en igualdad de circunstancias,
los proyectos racionales tratan de que no nos comprometamos mientras no
tengamos una clara visión de los hechos relevantes. Y también hemos considerado
las bases para rechazar una pura preferencia temporal (§ 45). Tenemos
que ver nuestra vida como un conjunto, como las actividades de un
individuo racional desplegadas a lo largo del tiempo. La simple situación
temporal o la distancia desde el presente no es razón para favorecer un momento
sobre otro. Los propósitos futuros no pueden ser desestimados sólo
porque sean futuros, aunque podemos, naturalmente, atribuirles menos importancia
si hay razones para pensar que, dada su relación con otras cosas,
su cumplimiento es menos probable. La importancia intrínseca que atribuimos
a las diferentes partes de nuestra vida sería la misma en cada momento
de la sucesión temporal. Estos valores dependerían del conjunto del propio
proyecto en la medida en que podamos determinarlo, y no se verían influidos
por las contingencias de nuestra perspectiva actual.
Otros dos principios se aplican a la conformación general de proyectos a
través del tiempo. Uno de estos principios es el de continuidad.17 Nos recuerda
que, como un proyecto es una sucesión catalogada de actividades, las
anteriores y las posteriores se hallan ligadas entre sí, de tal modo que se influyan
mutuamente. El proyecto, en su conjunto, tiene una cierta unidad,
un tema dominante. No hay, por así decirlo, una función de utilidad separada
para cada periodo. No sólo deben tenerse en cuenta los efectos entre periodos,
sino que deben evitarse, lógicamente, las oscilaciones importantes
17 Este nombre está tomado de Jan Tinbergen, "Optimun Savings and Utility Maximization
over Time", Econometrica, vol. 28 (1960).
382 LOS FINES
tanto hacia arriba como hacia abajo. Un segundo principio, estrechamente
relacionado con el anterior, sostiene que debemos considerar las ventajas
de las expectativas ascendentes o, por lo menos, no muy declinantes. Hay
varias etapas en la vida; cada una de ellas, idealmente, con sus propios goces
y tareas característicos. En igualdad de circunstancias deberíamos disponer
las cosas en las primeras etapas de tal modo que nos permitiesen una vida
feliz en las últimas. Parece que en las más de las veces deben preferirse las
expectativas ascendentes a lo largo del tiempo. Si se estima el valor de una actividad
en relación con su propio periodo, suponiendo que esto sea posible,
podemos tratar de explicar esta preferencia por la intensidad relativamente
mayor de los goces de anticipación sobre los de la memoria. Aunque la suma
total de goce es la misma cuando los goces se estiman localmente, las expectativas
crecientes proporcionan una medida de la satisfacción, que es la que
produce la diferencia. Pero, aun dejando a un lado este elemento, el proyecto
ascendente, o por lo menos no declinante, parece preferible porque las actividades
posteriores pueden, muchas veces, incorporar y reunir los resultados
y los goces de toda una vida en una estructura coherente, como no pueden
hacerlo los de un proyecto declinante.
En estas notas sobre los recursos de la deliberación y los principios relacionados
con el tiempo, he tratado de ajusfarme a la noción de Sidgwick
acerca del bien de una persona. En resumen, nuestro bien está determinado
por el proyecto de vida que adoptaríamos con plena racionalidad deliberativa
si el futuro estuviera exactamente previsto y adecuadamente realizado en
la imaginación. Las cuestiones que acabamos de discutir están relacionadas
con la condición de racionalidad en este sentido. Aquí vale la pena subrayar
que un proyecto racional es el que se seleccionaría si se cumpliesen determinadas
condiciones. El criterio del bien es hipotético, de modo semejante al del
criterio de la justicia. Cuando surge la pregunta de si determinada acción
está de acuerdo con nuestro bien, la respuesta depende de la medida en que
se ajusta al proyecto que habría que elegir con racionalidad deliberativa.
Ahora bien: un rasgo de un proyecto racional consiste en que, al realizarlo,
el individuo no cambia su elección ni desea haber hecho en su lugar una
cosa distinta. Una persona racional no llega a sentir por las consecuencias previstas
una aversión tan grande que lamente haber seguido el proyecto que
ha adoptado. La ausencia de este tipo de pesar no basta, sin embargo, para
asegurar que un proyecto sea racional. Puede haber otro proyecto a nuestro
alcance que, de haberlo tenido en cuenta, nos habría parecido mucho mejor.
De todos modos, si nuestra información es correcta, y completo nuestro
conocimiento de las consecuencias en sus aspectos más pertinentes, no sentimos
pesar por haber seguido un proyecto racional, aun cuando no sea un
buen proyecto, juzgado en absoluto. En este caso, el proyecto es objetivamente
racional. Desde luego, podemos lamentar alguna otra cosa: por ejemLA
BONDAD COMO RACIONALIDAD 383
pío, que tengamos que vivir en unas condiciones tan infortunadas que sea
imposible llevar una vida feliz. Es imaginable que podamos desear no haber
nacido. Pero no lamentamos que, habiendo nacido, hayamos seguido el
mejor proyecto todo lo mal posible, si se considera desde el punto de vista
de algún patrón ideal. Una persona racional puede lamentar su adhesión a
un proyecto subjetivamente racional pero no porque considere, en modo alguno,
que su elección es merecedora de crítica. Porque esa persona hace lo
que parece mejor en el momento, y si luego resulta que sus opiniones eran
erróneas, a juzgar por las infortunadas consecuencias, la culpa no es suya.
No tiene por qué hacerse reproches. No había posibilidad alguna de saber cuál
era el mejor proyecto de todos, ni siquiera qué proyecto era mejor que otro
u otros.
Si reunimos estas reflexiones obtendremos el principio orientador de que
un individuo racional tiene que actuar siempre de tal modo que nunca tenga
que censurarse, pase lo que pase después. Al considerarse como un ser que
continúa siendo a lo largo del tiempo, puede decir que, en cada momento de
su vida, ha hecho lo que el equilibrio de razones requería o, por lo menos,
permitía.18 Por tanto, todos los riesgos que corre valen la pena, de modo que
aun en el caso de que ocurriese lo peor, que él no tenía razón alguna para
prever, puede seguir afirmando que lo que él hizo estaba más allá de toda
crítica. No lamenta su elección. Por lo menos, no la lamenta en el sentido de
que después considere que en el momento oportuno habría sido más racional
haber hecho otra cosa. Este principio no nos impedirá, ciertamente, seguir
unos pasos que nos conduzcan al infortunio. Nada puede protegernos contra
las ambigüedades y limitaciones de nuestro conocimiento ni garantizar
que encontramos la mejor alternativa que se nos ofrece. El recurso a la racionalidad
deliberativa sólo puede asegurar que nuestra conducta esté más allá
de todo reproche, y que seamos responsables ante nosotros mismos como
una sola persona a lo largo del tiempo. Realmente, nos sorprendería que
alguien dijese que no se preocupa de la manera en que verá sus actos de hoy
en el futuro, más de lo que se preocupa de los asuntos de otro (que es de
suponer que no sea mucho). El que rechaza igualmente las exigencias de su
yo futuro y los intereses de los otros no sólo es irresponsable con respecto a
ellos, sino también en relación con su propia persona. No se ve a sí mismo
como un ser que permanece.
Ahora bien: considerado de este modo, el principio de responsabilidad
ante sí mismo se asemeja a un principio del derecho. Las exigencias de la
propia persona, en diferentes momentos, tienen que conformarse de tal modo
que la persona, en cada momento, pueda afirmar el proyecto que ha se-
18 Para este y otros puntos de este párrafo, véase Charles Fried, An Anatomy of Valúes (Cambridge,
Harvard University Press, 1970), pp. 158-169, y Thomas Nagel, The Possibilihj ofAltruism
(Oxford, The Clarendon Press, 1970), esp. cap. vin.
384 LOS FINES
guido y continúa siguiendo. La persona, en un momento dado, por así de*.
cirio, no debe poder lamentarse a causa de unas acciones que realice en otrOj
momento. Este principio no excluye, naturalmente, la continuación volun\,
taria de las dificultades y del sufrimiento, pero debe ser aceptable, actualmen-j
te, en vista del bien esperado o conseguido. Considerada desde la situaciónoriginal,
la lógica de la responsabilidad ante sí mismo parece bastante clara»)
Como ahí se aplica la noción de la racionalidad deliberativa, esto significa:
que los individuos no pueden ponerse de acuerdo sobre una concepción de
la justicia si las consecuencias de su aplicación son susceptibles de conducir
a un autorreproche de haberse realizado las posibilidades menos afortuna-,
das. Los individuos se esforzarían por liberarse de tales pesadumbres. Y los¡
principios de la justicia como imparcialidad parecen satisfacer esta exigencia
mejor que otras concepciones, como podemos ver por la discusión que
hemos desarrollado acerca de las tensiones del compromiso (§ 29).
Una observación final sobre la bondad como racionalidad. Podría objetarse
que esta concepción implica que habría que estar planeando y calculando
continuamente. Pero esta interpretación se basa en un error. El primer
propósito de la teoría es facilitar un criterio para el bien de la persona. Este
criterio se define, principalmente, con referencia al proyecto racional que se
elegiría con plena racionalidad deliberativa. Debe tenerse en cuenta la naturaleza
hipotética de la definición. Una vida feliz no es una vida que se resigna
a decidir si hacer esto o aquello. Por esa sola definición, es muy poco lo
que puede decirse acerca del contenido de un proyecto racional o de las actividades
particulares que lo comprenden. No es inconcebible que un individuo,
o incluso una sociedad entera, alcance la felicidad sólo movido por
una inclinación espontánea. Con una gran oportunidad y con buena fortuna,
algunos hombres pueden encontrar, sencillamente de manera natural, el
modo de vida que adoptarían mediante la racionalidad deliberativa. Las más
de las veces, sin embargo, no somos tan afortunados y, sin detenernos a pensar
y a vernos a nosotros mismos como personas con una vida a lo largo del
tiempo, es casi seguro que acabaremos lamentando nuestra forma de conducta.
Aun cuando una persona acierte a confiar en sus impulsos naturales
sin reveses, necesitaremos, de todos modos, una concepción de su bien para
valorar si realmente ha sido afortunada o no. El interesado puede pensar
que sí, pero puede estar equivocado y, para resolver este problema, tenemos
que examinar las hipotéticas selecciones que habría sido racional que
él hiciese, teniendo en cuenta, desde luego, todos los beneficios que puede
haber obtenido por no preocuparse de esas cosas. Como lo he señalado antes,
el valor de la actividad de decidir está sujeto también a una valoración racional.
Los esfuerzos que habremos de dedicar a adoptar decisiones dependerán,
como tantas otras cosas, de las circunstancias. La bondad como racionalidad
deja esta cuestión a la persona y a las contingencias de su situación.
LA BONDAD COMO RACIONALIDAD 385
65. EL PRINCIPIO ARISTOTÉLICO
La definición del bien es puramente formal. Establece, simplemente, que el
bien de una persona está determinado por el proyecto racional de vida que
elegiría con la racionalidad deliberativa, entre la clase de proyectos del máximo
valor. Aunque el concepto de racionalidad deliberativa y los principios
de elección racional se basan en conceptos de una complejidad considerable,
no podemos, sin embargo, derivar de la sola definición de proyectos
racionales cuáles son los géneros de objetivos que esos proyectos, probablemente,
estimularán. Para sacar conclusiones acerca de estos objetivos, es necesario
tomar nota de ciertos hechos generales.
Ante todo, están los grandes rasgos de las necesidades y deseos humanos,
su relativa urgencia y sus ciclos de recurrencia, y sus fases de desarrollo influidas
por circunstancias fisiológicas y de otros géneros. En segundo lugar,
los proyectos deben ajustarse a los requerimientos de las capacidades y de las
habilidades humanas, a sus tendencias de madurez y de crecimiento, y a
la forma en que mejor se instruyen y educan para este o para aquel propósito.
En tercer lugar, formularé un principio básico de motivación al que llamaré
principio aristotélico. Por último, deben tenerse en cuenta los hechos generales
de la interdependencia social. La estructura básica de la sociedad puede
estimular y sostener ciertos tipos de proyectos más que otros, recompensando
a sus miembros por contribuir al bien común en formas congruentes con
la justicia. Al tener en cuenta estas contingencias, se reducen los diversos
proyectos, de modo que el problema de la decisión se hace razonablemente
definido, en algunos casos por lo menos. Desde luego, como veremos, persiste
todavía una cierta arbitrariedad, pero la prioridad de lo justo la limita de tal
modo que ya no es un problema desde el punto de vista de la justicia (§ 68).
Los hechos generales acerca de las necesidades y las facultades humanas
tal vez estén ya lo bastante claros, y daré por supuesto que un conocimiento
de sentido común basta para nuestros propósitos aquí. Pero, antes de pasar al
principio aristotélico, dedicaré un breve comentario a los bienes humanos
(así los denominaré) y a las exigencias de la justicia. Dada la definición de un
proyecto racional, podemos pensar que estos bienes son aquellas actividades
y aquellos fines que tienen los rasgos —cualesquiera que sean— que les
convienen para ocupar un lugar importante, cuando no fundamental, en
nuestra vida.19 Como en la teoría general los proyectos racionales deben ser
compatibles con los principios de la justicia, los bienes humanos se encuentran
sometidos a una exigencia similar. Así, los valores comunes del afecto
19 Para la explicación de estos bienes, he recurrido a C. A. Campbell, "Moral and Non-Moral
Valúes", Mina, vol. 44 (1935); véanse pp. 279-291.
386 LOS FINES
personal y de la amistad, del trabajo útil y de la cooperación social, de la
búsqueda del conocimiento y de la modelación y contemplación de objetos
bellos, no sólo son importantes en nuestros proyectos racionales, sino que,
en las más de las veces, pueden mejorarse de un modo que la justicia per?-
mite. Indudablemente, para conseguir y conservar estos valores nos sentid
mos, muchas veces, tentados a actuar injustamente; pero la consecución de
estos objetivos no implica ninguna injusticia intrínseca. En contraste con el
deseo de engañar y de rebajar a otros, la ejecución de algo injusto no se itt
cluye en la descripción de los bienes humanos (§ 66).
La interdependencia social de estos valores se demuestra por el hecho de
que no sólo son buenos para quienes los disfrutan, sino que, probablemen*
te, acrecentarán los bienes de los demás. Al conseguir estos objetivos, contri'
buimos, por lo general, a los proyectos racionales de nuestros compañeros.
En este sentido, son bienes complementarios, y esto explica que se distingan
de un modo especial. Porque encomiar algo es apreciarlo, es repasar las propiedades
que lo hacen bueno (que sea racional desearlo), exaltándolas y con
expresiones de aprobación. Estos hechos de interdependencia son nuevas
razones para incluir los valores reconocidos en proyectos a largo plazo. Porque
aceptando que nosotros deseamos el respeto y la buena voluntad de otras
personas o, por lo menos, evitar su hostilidad y su desprecio, tenderán a
ser preferibles aquellos proyectos de vida que apoyan sus propósitos, a la
vez que los nuestros.
Volviendo ahora a nuestro tema presente, ha de recordarse que el principio
aristotélico se desarrolla como sigue: en igualdad de circunstancias, los
seres humanos disfrutan con el ejercicio de sus capacidades realizadas (sus
facultades innatas o adquiridas), y este disfrute aumenta cuantas más capacidades
se realizan o cuanto mayor es su complejidad.20 La idea intuitiva
20 El nombre "principio aristotélico" me parece adecuado, en vista de lo que Aristóteles dice
acerca de las relaciones entre felicidad, actividad y disfrute en la Ética a Nicómaco, lib. vil, caps.
11-14, y lib. x, caps. 1-5. Pero como él no establece tal principio explícitamente y, en el mejor
de los casos, sólo algo del mismo se halla implícito, no le he llamado "principio de Aristóteles".
De todos modos, Aristóteles afirma, ciertamente, dos puntos que se encierran en el principio:
1) que el disfrute y el placer no siempre son, en modo alguno, el resultado de volver a un estado
saludable o normal, o de superar deficiencias; más bien, muchas formas de placer y disfrute
surgen cuando ejercemos nuestras facultades; y 2) que el ejercicio de nuestras potencias naturales
constituye un bien humano muy importante. Además, 3) la idea de que las actividades
más agradables y los placeres más deseables y duraderos surgen del ejercicio de habilidades mayores
que implican disposiciones más complejas, no sólo es compatible con la concepción de
Aristóteles del orden natural, sino que algo parecido conforma, generalmente, los juicios de valor
que hace, aun cuando no exprese sus razones. Para una discusión del concepto de Aristóte-:
les del disfrute y del placer, véase W. F. R. Hardie. Aristotle's Ethical Theory (Oxford, The
Clarendon Press, 1968), cap. xiv. La interpretación de la doctrina de Aristóteles dada por G. C.
Field, Moral Tlieory (Londres, Methuen, 1932), pp. 76-78, sugiere notablemente lo que yo he llamado
el principio aristotélico. Mili llega casi a establecerlo en Utilitarianism, cap. n, párrfs. 4-8.
Aquí es importante el concepto de motivación de "efectancia" introducido por R. W. White,
"Ego and Reality in Psychoanalytic Theory", Psychological ¡ssues, vol. m (1963), cap. m, en el que
LA BONDAD COMO RACIONALIDAD 387
aquí es la de que los seres humanos experimentan más placer en hacer algo
cuanto más versados van siendo en ello y, de dos actividades que realizan
igualmente bien, prefieren la que requiere un mayor repertorio de disposiciones
más intrincadas y sutiles. Por ejemplo, el ajedrez es un juego más
complicado y sutil que las damas, y el álgebra es más intrincada que la aritmética
elemental. Y el principio dice que el que sabe hacer las dos cosas por
lo general prefiere jugar al ajedrez a jugar a las damas, y que de mejor gana
estudiaría el álgebra que la aritmética. No necesitamos explicar aquí por qué
es cierto el principio aristotélico. Probablemente, las actividades complejas
son más agradables porque satisfacen el deseo de variedad y de novedad de
experiencia, y permiten actos de ingenio y de invención. Ofrecen también los
placeres de la anticipación y de la sorpresa y, muchas veces, la forma general
de la actividad, su desarrollo estructural, es fascinante y de gran belleza.
Además, las actividades más sencillas excluyen la posibilidad de un estilo
individual y de una expresión personal, que las actividades complejas permiten
o incluso requieren, porque, ¿cómo van a hacerlas todos de la misma
manera? Que sigamos nuestra inclinación natural y las lecciones de nuestra
experiencia pasada parece inevitable, si hemos de encontrar nuestro camino.
Cada uno de estos aspectos se pone bien de manifiesto en el ajedrez,
hasta el punto de que los grandes maestros tienen su estilo de juego característico.
Si estas consideraciones son explicaciones del principio aristotélico o
una elaboración de su significado, no seré yo quien lo decida. Lo que yo creo
es que nada esencial para la teoría del bien depende de esta cuestión.
Es evidente que el principio aristotélico contiene una variante del principio
de inclusividad. O, por lo menos, los casos más claros de mayor complejidad
son aquellos en que una de las actividades que han de compararse
incluye todas las habilidades y disposiciones de la otra actividad y, además,
algunas otras. Tampoco ahora podemos establecer más que un orden parcial,
porque cada una de las diversas actividades puede requerir facultades
no empleadas en las otras. Ese ordenamiento es el mejor de que podemos disponer
hasta que poseamos alguna teoría relativamente precisa y una medida
de complejidad que nos permita analizar y comparar actividades aparentemente
distintas. Pero no voy a discutir aquí este problema. En lugar de
ello, daré por supuesto que nuestra noción intuitiva de la complejidad bastará
para nuestros propósitos.
El principio aristotélico es un principio de motivación. Explica muchos
de nuestros más grandes deseos, y explica por qué preferimos hacer unas
cosas y no otras, ejerciendo constantemente una influencia sobre el despliegue
de nuestra actividad. Además, expresa una ley psicológica que rige los
me he basado. Véase también pp. 173-175, 180 ss. Estoy en deuda con J. M. Cooper en cuanto a
la discusión acerca de la interpretación de este principio y de la propiedad de su nombre.
388 LOS FINES
cambios de la pauta de nuestros deseos. Así, el principio implica que, al igual
que las capacidades de una persona aumentan a lo largo del tiempo (por
ejemplo, el desarrollo del sistema nervioso en un joven, gracias a la maduración
fisiológica y biológica), y al igual que esa persona adiestra tales capacidades
y aprende a ejercitarlas, del mismo modo llegará, en su momento, a
preferir las actividades más complejas que ahora puede afrontar, y para las
que se requieren sus aptitudes recién adquiridas. Las cosas más sencillas de
las que antes disfrutaba ya no son lo bastante interesantes ni atractivas. Si
preguntamos por qué queremos sufrir las tensiones de la práctica y del aprendizaje,
la razón puede ser que (dejando a un lado las recompensas y los castigos
externos), habiendo tenido algún éxito al aprender cosas en el pasado
y experimentando los goces presentes de la actividad, nos inclinamos a esperar
satisfacciones aún mayores cuando adquiramos un mayor repertorio
de aptitudes. Hay también un efecto asociado al principio aristotélico. Cuando
presenciamos el ejercicio, por parte de otros, de unas facultades bien desarrolladas,
disfrutamos de estas exhibiciones y surge en nosotros el deseo
de poder hacer también nosotros las mismas cosas. Queremos ser como los
que saben ejercer las facultades que nosotros encontramos latentes en nuestra
naturaleza.
Diríase así que la medida en que aprendemos y en que educamos nuestras
capacidades innatas depende de la magnitud de esas capacidades y de
la dificultad del esfuerzo de ejercerlas. Hay una carrera, por así decirlo, entre
la creciente satisfacción de ejercer una mayor aptitud verificada y las crecientes
tensiones del aprendizaje, a medida que la actividad se hace más
fuerte y difícil. Suponiendo que las disposiciones naturales tengan un límite
superior, mientras las dificultades del aprendizaje pueden hacerse cada vez
más rigurosas ilimitadamente, debe de haber algún nivel de aptitudes logradas,
más allá del cual las ganancias obtenidas de una nueva elevación de
ese nivel quedan exactamente compensadas por las cargas de la nueva práctica
y del nuevo estudio necesarios para alcanzar tal elevación de nivel y
para sostenerla. El equilibrio se consigue cuando estas dos fuerzas se neutralizan
entre sí y, en este punto, cesa el esfuerzo por adquirir una mayor aptitud
realizada. Por consiguiente, si los placeres de la actividad se intensifican
demasiado lentamente con el aumento de la capacidad (supongamos un índice
de inferior nivel de capacidad innata), entonces, los esfuerzos del aprendizaje,
correspondientemente mayores, nos inducirán a renunciar antes. En
este caso nunca nos comprometeremos en ciertas actividades más complejas
ni adquiriremos los deseos suscitados por la participación en ellas.
Ahora, al aceptar el principio aristotélico como hecho natural, resultará racional,
en líneas generales y en vista de los otros supuestos, verificar y adiestrar
las capacidades maduras. Proyectos máximos o satisfactorios son, casi
seguramente, los proyectos que permiten hacer esto en una medida consideLA
BONDAD COMO RACIONALIDAD 389
rabie. No sólo hay una tendencia en esa dirección postulada por el principio
aristotélico, sino que los simples hechos de la interdependencia social y
la naturaleza de nuestros intereses más estrechamente interpretados nos inclinan
en el mismo sentido. Un proyecto racional —limitado como siempre
por los principios de lo justo— permite a una persona prosperar, hasta donde
las circunstancias se lo consientan, y ejercer sus aptitudes verificadas en
la medida de lo posible. Además, sus compañeros apoyan, probablemente,
estas actividades porque promueven el interés común y también para complacerse
en ellas, como manifestaciones de la excelencia humana. Así, pues,
en la medida en que se desean la estimación y la admiración ajenas, las actividades
favorecidas por el principio aristotélico son buenas también para
otras personas.
Es preciso tener presentes algunos puntos para evitar malos entendimientos
de este principio. En primer lugar, formula una tendencia, y no una
pauta invariable de elección y, como todas las tendencias, puede ser superada.
Inclinaciones contrapuestas pueden inhibir el desarrollo de la capacidad
verificada y la preferencia por actividades más complejas. Diversos azares y
riesgos, tanto psicológicos como sociales, se hallan implícitos en el aprendizaje
y en la realización esperada, y los temores a ellos pueden vencer la propensión
original. Debemos interpretar el principio en el sentido de que permite
estos hechos. Pero si es una noción teórica útil, la tendencia postulada
sería relativamente fuerte y no fácilmente neutralizada. Yo creo que este es,
realmente, el caso, y que en el plano de las instituciones sociales hay que
asignarle un gran espacio, porque, de no hacerlo así, los seres humanos encontrarán
vacías e insulsas su cultura y su forma de vida. Su vitalidad y su
anhelo decaerán cuando su vida se convierta en una tediosa rutina. Y esto
parece confirmado por el hecho de que las formas de vida que absorben las
energías de los hombres, ya sean devociones religiosas o cuestiones simplemente
prácticas o incluso juegos y pasatiempos, tienden a desarrollar sus
complejidades y sutilezas casi interminablemente. Como las prácticas sociales
y las actividades cooperativas se refuerzan a través de la imaginación de
muchos individuos, dan origen, cada vez en mayor medida, a un conjunto
más complejo de aptitudes y a nuevas formas de hacer las cosas. Que este
proceso se continúa por el disfrute de una actividad natural y libre parece
estar confirmado por el juego espontáneo de los niños y de los animales, que
muestra todos los mismos rasgos.
Una ulterior consideración es que el principio no afirma que deba preferirse
ningún tipo determinado de actividad. Sólo dice que, en igualdad de
circunstancias, preferimos actividades que dependan de un repertorio más
vasto de capacidades verificadas y que sea más complejo. Más concretamente,
supongamos que podemos ordenar un determinado número de actividades
en una cadena, por la relación de inclusión. Esto significa que la ac390
LOS FINES
tividad n ejercita todas las aptitudes de la actividad n-1 y, además, algunas
jotras. Pero digamos que hay muchísimas de tales cadenas sin ningún e\e-,
mentó común y, además, numerosas cadenas pueden partir de la misma ae-i
tividad, representando diferentes formas en que esa actividad puede elaborarse
y enriquecerse. Lo que el principio aristotélico dice es que siempre que
una persona se compromete en una actividad perteneciente a alguna cadena
(y tal vez a varias cadenas), tiende a avanzar por la cadena. En general, pre^
ferirá realizar la enésima actividad a realizar la enésima-primera; y esta tendencia
será más fuerte cuanto más tenga que ser realizada aún su capacidad
y cuanto menos oneroso encuentre los esfuerzos del aprendizaje y de la instrucción.
Es probable que haya una preferencia por elevarse por la cadena o
por las cadenas que ofrecen las máximas perspectivas de ejercitar las más
altas facultades con el mínimo esfuerzo. El verdadero curso que sigue una
persona, la combinación de actividades que encuentra más atractiva, se decide
por sus inclinaciones y por sus aptitudes, así como por sus circunstancias
sociales, y por lo que sus compañeros estiman y probablemente estimularán.
Así, los valores naturales y las oportunidades sociales influyen, evidentemente,
en las cadenas que los individuos acaban siguiendo. En sí mismo, el
principio afirma, sencillamente, una propensión a elevarse, cualesquiera que
sean las cadenas elegidas. Esto no implica que un proyecto racional incluya
objetivos particulares ni que sea necesaria una forma especial de sociedad.
Supongamos ahora, aunque probablemente no sea esencial, que todas las
actividades pertenecen a alguna cadena. La razón de ello es que el ingenio
humano puede descubrir —y, normalmente, descubre— para cada actividad
una cadena de continuidad que revela un creciente inventario de conocimientos
y aptitudes. Pero dejamos de subir por una cadena cuando una elección
mayor agotará los recursos necesarios para aumentar o para mantener
el nivel de una cadena preferida. Y los recursos deben considerarse aquí en
un sentido amplio, de modo que entre los más importantes figuran el tiempo
y la energía. Esta es la razón por la que nos contentamos, por ejemplo, con
atarnos los cordones de los zapatos o con hacernos el nudo de la corbata, de
una manera correcta, sin envolver, normalmente, estas acciones cotidianas
en complejos rituales. Un día sólo tiene tantas horas, y esto impide que nos
elevemos hasta los más altos límites de nuestra capacidad en todas las cadenas
que se nos ofrecen. Sin embargo, el preso en su celda puede dedicar
mucho tiempo a rutinarias acciones cotidianas, e inventar formas de hacerlas,
de las que, en otro caso, no se preocuparía. La norma formal es que un individuo
racional selecciona una pauta preferida de actividades (compatible
con el principio de la justicia) y avanza a lo largo de cada una de sus cadenas
hasta el punto en que ya ninguna mejora pueda derivarse de ningún
cambio posible. Esta pauta general no nos dice, naturalmente, cómo hemos
de decidir; más bien, subraya los limitados recursos de tiempo y de energía,
LA BONDAD COMO RACIONALIDAD 391
y explica por qué unas actividades son desdeñadas en favor de otras, aun
cuando, por la forma en que nos comprometemos en ellas, permiten una ulterior
elaboración.
Ahora bien, puede objetarse que no hay razón alguna para suponer que el
principio aristotélico es verdadero. Al igual que la noción idealista de autorrealización,
con la que tiene cierta semejanza, puede sonar como un principio
filosófico sin demasiada base. Pero parece confirmado por muchos hechos
de la vida cotidiana, y por la conducta de los niños y de algunos animales
superiores. Además, parece susceptible de una explicación evolucionista.
La selección natural debió de favorecer a las criaturas en las cuales este principio
es verdadero. Aristóteles dice que los hombres desean conocer. Probablemente,
hemos adquirido este deseo mediante un desarrollo natural y,
realmente, si el principio es correcto, se trata de un deseo de comprometernos
en actividades más complejas y exigentes, de cualquier tipo, siempre que
estén a nuestro alcance.21 Los seres humanos gozan con la mayor variedad
de la experiencia, se complacen en la novedad y en las sorpresas, así como en
las oportunidades que esas actividades ofrecen al ingenio y a la invención.
La multiplicidad de actividades espontáneas es una expresión del goce que
experimentamos en la imaginación y en la fantasía creadora. Así, el principio
aristotélico caracteriza a los seres humanos como impulsados decisivamente
no sólo por la presión de las necesidades corporales, sino también por
el deseo de hacer cosas de las que se gozan simplemente, por sí mismas, al
menos cuando las necesidades urgentes y apremiantes se hallan satisfechas.
Los signos de esas actividades disfrutadas son muchos, y varían desde la forma
en que se hacen hasta la persistencia con que se repiten posteriormente.
En realidad, las hacemos sin el incentivo de una recompensa evidente, y el
hecho de dedicarnos a ellas puede actuar por sí solo, muchas veces, como
recompensa por hacer otras cosas.22 Como el principio aristotélico es un rasgo
de los deseos humanos tal como existen ahora, los proyectos racionales
deben tenerlo en cuenta. La explicación evolucionista, aun cuando sea correcta,
no es, naturalmente, una justificación de este aspecto de nuestra naturaleza.
De hecho, la cuestión de la justificación no se plantea. La pregunta es,
más bien, ésta: dado que este principio caracteriza la naturaleza humana tal
como nosotros la conocemos, ¿en qué medida debe ser estimulado y apoyado,
y hasta qué punto hay que contar con él en la estructuración de los proyectos
racionales de vida?
La función del principio aristotélico en la teoría del bien consiste en que
21 Véase B. G. Campbell, Human Evolution (Chicago, Aldine Publishing Co., 1966), pp. 49-53;
y W. H. Thorpe, Science, Man, and Moráis (Londres, Merhuen, 1965), pp. 87-92. Para los animales,
véase Irenáus Eibl-Eibesfeldt, Ethology, trad. Erich Klinghammer (Nueva York, Holt,
Rinehart, and Winston, 1970), pp. 217-248.
22 Esto parece ser válido también para los monos. Véase Eibl-Eibesfeldt, ibid., p. 239.
392 LOS FINES
establece un profundo hecho psicológico que, en conjunción con otros hechos
generales y con la concepción de un proyecto racional, explica lo que
consideramos nuestros juicios de valor. Las cosas que comúnmente son consideradas
como bienes humanos resultan ser los objetivos y las actividades
que ocupan un importante lugar en los proyectos racionales. El principio
forma parte del fondo que regula estos juicios. Siempre que sea cierto y conduzca
a conclusiones equiparables a nuestras convicciones acerca de lo que
es bueno y de lo que es malo (en equilibrio reflexivo), tiene un lugar adecuado
en la teoría moral. Aun cuando esta concepción no sea verdadera para
algunas personas, sigue siendo aplicable la idea de un proyecto racional a
largo plazo. Podemos resolver lo que es bueno para ellas, de un modo muy
similar al de antes. Por ejemplo, imaginemos a alguien cuyo único placer consiste
en contar briznas de hierba en diversas zonas geométricamente conformadas,
como parterres y espacios bien recortados. Por lo demás, es inteligente
y posee, en realidad, aptitudes poco comunes, pues vive de lo que gana
resolviendo difíciles problemas matemáticos. La definición del bien nos obliga
a reconocer que el bien para este hombre consiste, ciertamente, en contar
briznas de hierba o, más exactamente, que su bien está determinado por un
proyecto que concede un lugar especial a esta actividad. Naturalmente, nos
sorprendería que tal persona existiese. Ante su caso, intentaríamos otras hipótesis.
Tal vez sea un hombre especialmente neurótico y haya adquirido,
en los primeros años de su vida, una aversión a la compañía humana, y por
eso cuenta briznas de hierba, para evitar el trato con otras personas. Pero, si
admitimos que su naturaleza consiste en disfrutar con esta actividad y en no
disfrutar con ninguna otra, y que no hay modo posible de cambiar esta condición,
entonces no hay duda de que un proyecto racional para él se centrará
en esa actividad. Será para él la finalidad que regula la catalogación de
sus acciones, y esto decide que es bueno para él. Recurro a este caso fantástico
sólo para demostrar que la exactitud de la definición del bien de una
persona en términos del proyecto racional para ella no requiere que sea verdadero
el principio aristotélico. La definición es satisfactoria, en mi opinión,
aunque este principio resulte inexacto o totalmente erróneo. Pero, al aceptar
este principio, parece que podemos explicar qué cosas son reconocidas como
buenas para los seres humanos que las toman como son. Además, como
este principio se enlaza con el bien primario del autorrespeto, el resultado es
que tiene un lugar fundamental en la psicología moral que subyace en la
justicia como imparcialidad (§ 67).
66. LA DEFINICIÓN DEL BIEN APLICADA A LAS PERSONAS
Después de definir el bien de una persona como la lograda ejecución de un
proyecto racional de vida, y sus bienes menores como partes del mismo, nos
LA BONDAD COMO RACIONALIDAD 393
hallamos en condiciones de introducir nuevas definiciones. De este modo, el
concepto de bondad se aplica a otras cuestiones que ocupan un importante
lugar en la filosofía moral. Pero, antes de hacer esto, deberíamos apuntar la
suposición de que los bienes primarios puedan ser explicados por la teoría
tenue del bien. Es decir, yo supongo que es racional desear estos bienes, además
de desear otras cosas, porque son, en general, necesarios para la elaboración
y para la ejecución de un proyecto racional de vida. Se supone que las
personas, en la situación original, aceptan esta concepción del bien y, por
consiguiente, dan por sentado que desean más libertad y mayores oportunidades,
y unos medios más amplios para conseguir esos fines. Con estos objetivos
como meta, así como con el de asegurar el bien primario del autorrespeto
(§ 67), valoran las concepciones de la justicia de que pueden disponer
en la situación original.
Que la libertad y las oportunidades, los ingresos y la riqueza y, sobre todo,
el respeto propio son bienes primarios debe explicarse, en realidad, mediante
la teoría tenue. Las coerciones de los principios de la justicia no pueden utilizarse
para extender la lista de bienes primarios que forma parte de la descripción
de la situación inicial. La razón, naturalmente, es que esta lista es
una de las premisas de las que se deriva la elección de los principios del derecho.
Citar estos principios para explicar la lista equivaldría a entrar en un
círculo vicioso. Debemos admitir, pues, que la lista de los bienes primarios
puede explicarse mediante la concepción de la bondad como racionalidad,
en conjunción con los hechos generales acerca de las facultades y de los deseos
humanos, sus características fases y las exigencias de su cultura, el principio
aristotélico y las necesidades de interdependencia social. En ningún
momento podemos recurrir a las exigencias de la justicia. Pero, una vez convencidos
de que así se puede hacer la lista de bienes primarios, ya pueden
ser libremente invocados después, en todas las ulteriores aplicaciones de la
definición del bien, pueden ser invocadas libremente las exigencias del derecho.
No discutiré aquí la cuestión de la lista de los bienes primarios, porque
los títulos de éstos parecen bastante evidentes. Pero volveré a este punto, de
cuando en cuando, especialmente en relación con el bien primario del respeto
propio. En lo que sigue, doy por establecida la lista y aplico la teoría completa
del bien. La prueba de esta teoría consiste en que corresponda a los
que consideramos nuestros juicios de valor en equilibrio reflexivo.
Quedan por examinar dos casos fundamentales para la teoría del bien.
Debemos estudiar si la definición es válida tanto para personas como para
sociedades. En esta sección analizo el caso de las personas, dejando la cuestión
de una buena sociedad para el último capítulo, cuando pueden emplearse
todas las partes de la justicia como imparcialidad. Ahora bien, muchos
filósofos han tratado de aceptar alguna variante de la bondad como racionalidad
para habilidades y funciones, y para valores no morales como la amis394
LOS FINES
tad y el afecto, la búsqueda del conocimiento y el goce de la belleza, etc.
Ciertamente, he subrayado que los principales elementos de la bondad como
racionalidad son extremamente comunes, y son compartidos por filósofos
de muy distintas convicciones. Sin embargo, es frecuente pensar que esta
concepción del bien expresa una teoría del valor instrumental o económico,
que no es válida para el caso del valor moral. Cuando hablamos de la persona
justa o benévola como moralmente buena, se dice que está implícito
un concepto diferente de bondad.23 Quiero advertir, de todos modos, que una
vez que se dispone de los principios del derecho y de la justicia, la teoría completa
de la bondad como racionalidad puede, de hecho, cubrir estos juicios.
La razón del fracaso de la llamada teoría instrumental o económica consiste
en lo que realmente es la teoría tenue que se aplica directamente al problema
del valor moral. Lo que debemos hacer, en cambio, es utilizar esta teoría
sólo como una parte de la descripción de la situación original, de la que se
derivan los principios del derecho y de la justicia. Después podemos aplicar
la teoría completa del bien sin restricciones, y somos libres de utilizarla para
los dos casos básicos de una persona buena y de una sociedad buena. El
paso esencial es desarrollar la teoría tenue hasta que sea teoría completa,
por vía de la situación original.
Se insinúan diversos caminos para ampliar la definición al problema del
valor moral, y creo que uno de ellos, por lo menos, puede ser bastante útil.
Ante todo, podemos identificar alguna función o posición básica —por
ejemplo, la de ciudadano—, y decir luego que una persona buena es la que
tiene, en un grado superior al promedio, las propiedades que es racional
que los ciudadanos deseen unos en los otros. Aquí, el punto de vista adecuado
es el de un ciudadano que juzga a los otros ciudadanos en la misma
función. En segundo lugar, el concepto de una persona buena podría interpretarse
como la que requiere alguna valoración general o media, de modo
que una persona buena es la que se desenvuelve bien en sus diversas funciones,
especialmente en las que se consideran más importantes. Por último,
pueden existir propiedades que es racional desear en las personas, cuando
se observan en relación con casi todas sus funciones sociales. Digamos
que esas propiedades, si existen, tienen una base amplia.24 Para aclarar esta
idea en el caso de herramientas, las propiedades de base amplia son la eficacia,
la durabilidad, la facilidad de mantenimiento, etc. Estas características
son deseables en herramientas de casi todos los tipos. Propiedades de base
mucho menos amplia son, por ejemplo, la de conservar el filo cortante, la de
no oxidarse, etc. La cuestión de si algunas herramientas tienen estas propie-
23 Véase C. A. Campbell, "Moral and Non-Moral Valúes", Mind, vol. 44 (1935), y R. M. Haré,
"Geach on Good and Evil", Analysis, vol. 18 (1957).
24 Por el concepto de propiedades de amplia base y su utilización aquí, estoy en deuda con
T. M. Scanlon.
LA BONDAD COMO RACIONALIDAD 395
dades ni siquiera debería plantearse. Por analogía, una persona buena, en
contraste con un buen médico o con un buen granjero, etc., es la que tiene,
en un grado superior al de la persona media, las propiedades de base amplia
(aun sin especificar) que es racional que las personas deseen unas en
otras.
A primera vista, parece que la última sugerencia es la más aceptable. Se
puede hacer que incluya la primera como caso especial y captar la idea intuitiva
de la segunda. Pero hay ciertas complicaciones para hacerlo así. Lo
primero es identificar el punto de vista desde el que son racionalmente preferidas
las propiedades de base amplia y los supuestos en que se funda esta
preferencia. Inmediatamente, señalo que las virtudes morales fundamentales,
es decir, los deseos fuertes y normalmente efectivos de actuar según
los principios básicos del derecho, figuran, indudablemente, entre las propiedades
de base amplia. En todo caso, esto parece ser cierto mientras supongamos
que estamos considerando una sociedad bien ordenada o una sociedad
que se encuentra en una situación próxima a la justicia, como supondré, en
efecto, que es el caso. Ahora bien: como la estructura básica de esa sociedad
es justa y estas disposiciones son estables con respecto a la concepción pública
que la sociedad tiene de la justicia, sus miembros tendrán, en general,
el sentido adecuado de la justicia y un deseo de ver afirmadas sus instituciones.
Pero también es cierto que es racional que cada persona actúe según
los principios de la justicia sólo en el supuesto de que, en su mayor parte,
esos principios estén reconocidos y sean puestos en práctica también por los
demás. Por lo tanto, el miembro representativo de una sociedad bien ordenada
descubrirá que quiere que los demás tengan las virtudes básicas y, en
especial, un sentido de la justicia. Su proyecto racional de vida es compatible
con las exigencias del derecho, y seguramente deseará que los otros reconozcan
las mismas restricciones. A fin de dar a esta conclusión una firmeza
absoluta, nos gustaría también estar seguros de que es racional que los pertenecientes
a una sociedad bien ordenada, que han adquirido ya un sentido
de la justicia, mantengan e incluso fortalezcan este sentimiento moral. Analizaré
esta cuestión más adelante (§ 86); de momento, supongo que esta es la
situación. Así, con todos estos supuestos a nuestra disposición, parece claro
que las virtudes fundamentales se encuentran entre las propiedades de base
amplia que es racional que los miembros de una sociedad bien ordenada deseen
los unos en los otros.
Es de señalar una nueva complicación. Hay otras propiedades que presumiblemente
son de base tan amplia como las virtudes; por ejemplo, la inteligencia
y la imaginación, la fuerza y la resistencia. En realidad, un cierto
mínimo de estos atributos es necesario para una conducta recta, porque, sin
juicio e imaginación, por ejemplo, las buenas intenciones fácilmente pueden
acabar mal. Por otra parte, si la inteligencia y el vigor no están regidos por
396 LOS FINES
un sentido de la justicia y la obligación, sólo pueden mejorar la capacidad
de uno para anular las legítimas aspiraciones de los otros. Ciertamente, no
§ería racional desear que algunos fuesen tan superiores, en estos aspectos,
que las instituciones justas se viesen en peligro. Pero la posesión de estos valores
en el grado apropiado es evidentemente deseable desde un punto de
vista social y, por tanto, dentro de ciertos límites, también esos atributos son
de base amplia. Así, pues, aunque las virtudes morales se incluyen entre las
propiedades de base amplia, no son las únicas de este género.
Es necesario, entonces, distinguir las virtudes morales de los valores naturales.
Podemos considerar los últimos como fuerzas naturales desarrolladas
por la educación y por la instrucción, y ejercitadas, a menudo, de acuerdo con
ciertas características intelectuales o de otro tipo, que nos servirán cié referencia
para una medición, en líneas generales, de tales valores. Las virtudes, por
otra parte, son sentimientos y actitudes habituales que nos inducen a actuar
de acuerdo con determinados principios del derecho. Podemos distinguir
unas virtudes de otras, por medio de sus correspondientes principios. Creo,
además, que las virtudes pueden identificarse empleando la concepción de
la justicia ya establecida; una vez que se comprende esta concepción, podemos
disponer de ella para definir los sentimientos morales y para distinguirlos
de los valores naturales.
Por consiguiente, una persona buena, o una persona de valor moral, es la
que tiene en un grado superior al promedio los rasgos de base amplia del carácter
moral que es racional que las personas en la situación original deseen
las unas.en las otras. Como los principios de la justicia han sido decididos,
y estamos dando por supuesto un apego riguroso a ellos, cada individuo
sabe que, en la sociedad, debe desear que los demás tengan los sentimientos
morales que sostienen la adhesión a aquellas normas. Así, podemos decir
alternativamente que una persona buena tiene los rasgos de carácter moral
que es racional que los miembros de una sociedad bien ordenada deseen en
sus compañeros. Ninguna de estas dos interpretaciones introduce nuevas
nociones éticas, y así la definición de la bondad como racionalidad se ha extendido
a las personas. En conjunción con la teoría de la justicia que tiene la
información específica del bien como una subparte, la teoría general parece
dar una interpretación satisfactoria del valor moral, que es el tercer concepto
importante de la ética.
Algunos filósofos han pensado que, toda vez que una persona, en cuanto
persona, no tiene un papel o función definidos y no debe ser tratada como
un instrumento o un objeto, una definición de la bondad como racionalidad,
de acuerdo con estas líneas, debe fracasar.25 Pero, como hemos visto, es posible
crear una definición de este género sin suponer que las personas desem-
25 Véase, por ejemplo, Haré, "Geach on Good and Evil", pp. 109 ss.
LA BONDAD COMO RACIONALIDAD 397
peñen una determinada función y, mucho menos, que sean cosas utilizables
para alguna finalidad ulterior. Es cierto, naturalmente, que la extensión de
la definición al caso del valor moral implica muchos supuestos. En especial,
yo parto del supuesto de que ser miembro de alguna comunidad y comprometerse
en muchas formas de cooperación es una condición de la vida
humana. Pero este supuesto es lo bastante general para no comprometer una
teoría de la justicia y del valor moral. En realidad, es completamente lógico,
según he señalado antes, que una información acerca de los que consideramos
nuestros juicios morales se base en las circunstancias naturales de la
sociedad. En este sentido, no hay nada a priori acerca de la filosofía moral.
Basta recordar, a modo de resumen, que lo que permite que esta definición
del bien cubra la noción del valor moral es el uso de los principios de la justicia
ya deducidos. Además, el contenido específico y el modo de derivación
de estos principios también es pertinente. La principal idea de la justicia como
imparcialidad, es decir, que los principios de la justicia son aquellos en
los que estarían de acuerdo las personas racionales en una situación original
de igualdad, allana el camino para la extensión de la definición del bien
a las cuestiones de la bondad moral (de mayor amplitud).
Parece conveniente indicar la forma en que la definición del bien podría extenderse
a otros casos. El hacerlo así nos dará más confianza en su aplicación
a las personas. Supongamos, pues, que para cada persona hay un proyecto
racional de vida que determina su bien. Podemos definir ahora un acto
bueno (en el sentido de un acto benéfico) como aquel que estamos en libertad
de hacer o no hacer, es decir, que ninguna exigencia de deber u obligación
natural nos obliga a realizarlo o a no realizarlo, y que promueve e intenta promover
el bien de otro (su proyecto racional). Avanzando un paso más, podemos
definir una buena acción (en el sentido de una acción benévola) como un
acto bueno llevado a cabo para el bien de otra persona. Un acto benéfico promueve
el bien de otro; una acción benévola se lleva a cabo por el deseo de
que el otro obtenga ese bien. Cuando la acción benévola supone mucho bien
para la otra persona y cuando se emprende con considerable pérdida o riesgo
para el agente, juzgado desde el punto de vista de sus intereses más estrechamente
interpretados, entonces la acción es supererogatoria. Un acto que
fuese muy bueno para otro, especialmente un acto que le protegiese contra
un grave daño o perjuicio, es un deber natural exigido por el principio de
ayuda mutua, siempre que el sacrifico y los riesgos para el agente no sean
muy grandes. Así, puede considerarse que un acto supererogatorio es el que
una persona realiza para el bien de otro, aunque se cumpla la condición que
anula el deber natural. En general, acciones supererogatorias son aquellas
que constituirían deberes si no se diesen determinadas condiciones eximentes,
relacionadas con un autointerés razonable. Llegado el momento, naturalmente,
para una completa información contractual del derecho, tendremos
398 LOS FINES
que partir del punto de vista de la situación original, que debe considerarse
como un razonable interés propio. Pero no continuaré con esto ahora.
Por último, la teoría general del bien nos permite distinguir las diferentes
clases de valor moral, o la ausencia de él. Así, podemos distinguir entre el
hombre injusto, el malo y el perverso. Como ejemplo, consideremos el hecho
de que algunos hombres se esfuercen por alcanzar un poder excesivo,
es decir, una autoridad sobre los otros que excede lo que está permitido por
los principios de la justicia y que puede ser ejercida arbitrariamente. En cada
uno de estos casos existe un afán de hacer lo que es malo e injusto a fin de
alcanzar los propios objetivos. Pero el hombre injusto busca el poder, por alcanzar
unos objetivos como la riqueza y la seguridad que, dentro de unos
límites adecuados, son legítimos. El hombre malo desea un poder arbitrario
porque goza del sentimiento de dominio que su ejercicio le da y busca la
aclamación social. Tiene también un deseo desordenado de cosas que, cuando
se hallan debidamente circunscritas, son buenas: concretamente, la estimación
de los otros y el sentimiento de autodominio. Es su forma de satisfacer
estas ambiciones lo que le hace peligroso. En cambio, el hombre perverso
aspira a una dominación injusta, precisamente porque viola lo que las personas
independientes establecerían con su consentimiento en una situación
original de igualdad y, en consecuencia, su posesión y despliegue manifiestan
su superioridad y ultrajan el respeto propio de los demás. Es este despliegue
y este ultraje lo que se persigue después. Lo que impulsa al hombre
perverso es el amor a la injusticia: goza de la impotencia y de la humillación
de los que le' están sometidos, y se deleita en ser reconocido por ellos como
el autor voluntario de su degradación. Una vez que la teoría de la justicia se
une a la teoría del bien en lo que he llamado la teoría general, podemos hacer
estas y otras distinciones. No parece que haya razón alguna para temer que
no se puedan explicar las numerosas variaciones del valor moral.
67. EL RESPETO PROPIO, EXCELENCIAS Y VERGÜENZA
En varias ocasiones he señalado que tal vez el bien primario más importante
sea el del respeto propio. Debemos cerciorarnos de que la concepción de la
bondad como racionalidad explique por qué esto ha de ser así. Podemos definir
el respeto propio (o la autoestimación), en dos aspectos. En primer lugar,
como antes lo hemos indicado (§ 29), incluye el sentimiento en una persona
de su propio valor, su firme convicción de que su concepción de su bien, su
proyecto de vida, vale la pena de ser llevado a cabo. Y, en segundo lugar, el
respeto propio implica una confianza en la propia capacidad, en la medida
en que ello depende del propio poder, de realizar las propias intenciones.
Cuando creemos que nuestros proyectos son de poco valor no podemos proLA
BONDAD COMO RACIONALIDAD 399
seguirlos con placer ni disfrutar con su ejecución. Atormentados por el fracaso
y por la falta de confianza en nosotros mismos, tampoco podemos
llevar adelante nuestros esfuerzos. Está claro, pues, por qué el respeto propio
es un bien primario. Sin él, nada puede parecer digno de realizarse o, si
algunas cosas tienen valor para nosotros, carecemos de la voluntad de esforzarnos
por conseguirlas. Todo deseo y toda actividad se tornan vacíos y
vanos, y nos hundimos en la apatía y en el cinismo. Por consiguiente, los individuos
en la situación original desearían evitar, casi a cualquier precio,
las condiciones sociales que socavan el respeto propio. El hecho de que la
justicia como imparcialidad preste más apoyo a la autoestimación que a otros
principios es una buena razón para que la adopten.
La concepción de la bondad como racionalidad nos permite caracterizar
mas plenamente las circunstancias que apoyen el primer aspecto de la autoestimación,
el sentido de nuestro propio valor. Son, esencialmente, dos:
l) tener un proyecto racional de vida y, en especial, uno que satisfaga el
principio aristotélico; y 2) ver que nuestra persona y nuestros actos son apreciados
y confirmados por otros, que son, a su vez, estimados y de cuya compañía
gozamos. Supongo, además, que el proyecto de vida de un individuo
carecerá para él de un cierto atractivo si no consigue estimular sus facultades
naturales hasta un punto interesante. Cuando las actividades no logran
satisfacer el principio aristotélico, probablemente parecerán estúpidas
e insulsas, y no nos darán ningún sentimiento de aptitud, ni la convicción
de que valen la pena de ser realizadas. Una persona tiende a confiar más en su
valor cuando sus facultades se realizan plenamente y se organizan con una
complejidad y un refinamiento adecuados.
Pero el efecto que acompaña al principio aristotélico interviene también
en el hecho de que otros confirmen y disfruten de lo que nosotros hacemos.
Porque, si bien es cierto que, a menos que nuestros esfuerzos sean apreciados
por nuestros compañeros, es imposible para nosotros mantener la convicción
de que valen la pena, también es cierto que los otros tienden a valorarlos
únicamente cuando lo que nosotros hacemos despierta su admiración o les
produce placer. Así, las actividades que despliegan talentos intrincados y sutiles
y manifiestan perspicacia y refinamiento, son valoradas tanto por el propio
individuo como por quienes le rodean. Por otra parte, cuanto más considere
una persona que su proyecto de vida merece la pena de realizarse, más
probable es que celebre nuestros logros. El que tiene confianza en sí mismo
no escatima a la hora de apreciar a los demás Teniendo en cuenta todas estas
observaciones, parece que las condiciones para que las personas se respeten a
sí mismas, y unas a las otras, exigirían que sus proyectos comunes fuesen racionales
y complementarios: que estimulen sus facultades educadas y que despierten
en cada uno un sentimiento de dominio, y que se inserten, en conjunto,
en un solo esquema de actividad que todos puedan apreciar y disfrutar.
400 LOS FINES
Ahora bien: puede pensarse que estas condiciones, generalmente, no pueden
cumplirse. Podría suponerse que sólo en una asociación limitada de individuos
muy bien dotados, unidos en la consecución de objetivos artísticos,
científicos o sociales comunes, resulta posible algo de este género. Parecería
que no hay modo alguno de establecer una base duradera de respeto propio
en toda la sociedad. Pero esta suposición es errónea. La aplicación del principio
aristotélico se relaciona siempre con el individuo y, por consiguiente,
con sus valores personales y con su situación particular. Normalmente, basta
que para cada persona haya alguna asociación (una o más) a la que pertenezca,
y dentro de la cual sean públicamente afirmadas por los otros las actividades
que son razonables para él. De este modo, adquirimos la convicción
de que lo que hacemos en la vida cotidiana merece la pena. Además, los
lazos asociativos fortalecen el segundo aspecto de la autoestimación, pues
tienden a reducir la probabilidad del fracaso y proporcionan un apoyo contra
el sentimiento de desconfianza de sí mismo cuando surgen contratiempos.
Naturalmente, los hombres tienen capacidades y facultades variables, y
lo que parece interesante y atractivo para unos no se lo parecerá a otros.
Pero en una sociedad bien ordenada, hay una gran variedad de comunidades
y asociaciones, y los miembros de cada una tienen sus propios ideales
adecuadamente proporcionales a sus aspiraciones y facultades. Si se juzgan
por la doctrina perfeccionista, las actividades de muchos grupos acaso no
desplieguen un alto grado de excelencia. Pero no importa. Lo que cuenta es
que la vida interna de esas asociaciones se ajuste convenientemente a las facultades
y necesidades de los que pertenecen a ellas, y que proporcione una
base segura al sentimiento del propio valor de sus miembros. El nivel absoluto
de realización, aunque pudiera definirse, será improcedente. Pero, en todo
caso, como ciudadanos, tenemos que rechazar la norma de perfección como
principio político, y evitar, respecto a los objetivos de la justicia, toda apreciación
del valor relativo de los distintos modos de vida (§ 50). Así, pues, lo necesario
es que haya para cada persona una comunidad, por lo menos, de intereses
compartidos, a la cual pertenezca y en la que encuentre sus esfuerzos
confirmados por sus compañeros. Y, en general, esta comunidad es suficiente,
siempre que en la vida pública los ciudadanos respeten entre sí sus correspondientes
objetivos y ejerzan sus derechos políticos de modo que también
apoyen su autoestimación. Es precisamente esta condición fundamental la
que los principios de la justicia sostienen. Los individuos en la situación original
no adoptan el principio de perfección porque rechazar este criterio allana
el camino al reconocimiento de lo bueno que hay en todas las actividades
que cumplen el principio aristotélico (y que son compatibles con los principios
de la justicia). Esta democracia con que unos juzgan los objetivos de los
otros es el fundamento del respeto propio en una sociedad bien ordenada.
Más adelante relacionaré estos problemas con la idea de unión social y con
LA BONDAD COMO RACIONALIDAD 401
el lugar que ocupan los principios de justicia en el bien humano (§§ 79-82).
Aquí deseo analizar las conexiones entre el bien primario del respeto propio,
las excelencias y la vergüenza, y considerar cuándo la vergüenza es una
emoción moral en cuanto opuesta a una emoción natural. Ahora podemos
caracterizar la vergüenza como el sentimiento que alguien experimenta cuando
sufre una ofensa a su respeto propio o un ataque a su autoestima. La vergüenza
es dolorosa, porque es la pérdida de un bien preciado. Pero hay una
distinción entre vergüenza y pesar, que debe ser señalada. El segundo es un
sentimiento originado por la pérdida de casi todos los tipos de bienes, como
cuando lamentamos haber hecho algo, de un modo imprudente o descuidado,
cuyo resultado nos perjudica. Para explicar el pesar, nos centramos, por
así decirlo, en las oportunidades perdidas o en los medios desperdiciados.
Pero también podemos lamentar el haber hecho algo que nos expone a la
vergüenza, o incluso el haber dejado de seguir un proyecto de vida que sentaba
una base para nuestra autoestimación. Así, podemos lamentar la carencia
de un sentimiento de nuestro propio valor. El pesar es el sentimiento
general suscitado por la pérdida o la ausencia de lo que consideramos bueno
para nosotros, mientras la vergüenza es la emoción evocada por los golpes
inferidos a nuestro respeto propio, que es una forma especial de bien.
Sin embargo, tanto el pesar como la vergüenza se refieren a nosotros mismos,
pero la vergüenza implica una conexión especialmente íntima con
nuestra persona y con aquellas de quienes dependemos para confirmar el
sentimiento de nuestro propio valor.26 Además, la vergüenza es, a veces,
un sentimiento moral, citándose un principio del bien para explicarla. Debemos
alcanzar un esclarecimiento de estos hechos. Distingamos entre cosas
que son buenas primordialmente para nosotros (para el que las posee), y atributos
de nuestra persona que son buenas para nosotros y también para los
demás. Estas dos clases no son exhaustivas, pero ponen de manifiesto el
contraste adecuado. Así, mercancías y artículos de propiedad (bienes exclusivos)
son buenos, principalmente, para quienes los poseen y hacen uso de
ellos, y sólo indirectamente para los demás. Además, la imaginación y el talento,
la belleza y la gracia, y otros valores y facultades naturales de la persona
son buenos también para los demás: son disfrutados por nuestros
compañeros, al igual que por nosotros mismos cuando se despliegan ade-
26 Mi definición de la vergüenza se acerca a la de Willíam McDougall, An ¡ntroduction to
Social Psychology (Londres, Methuen, 1908), pp. 124-128. Respecto a la conexión entre autoestimulación
y lo que he llamado el principio aristotélico, he seguido a White, "Ego and Reality in
Psychoanalytic Theory", cap. 7. Respecto a la relación de vergüenza y culpa, estoy en deuda
con Gerhart Piers y con Milton Singer, Shame and Guilt (Springfield, 111. Charles C. Thomas,
1953), aunque el planteamiento de mi discusión es totalmente distinto. Véase también Erik
Erikson, "Identity and the Life Cycle", Psychological Issues, vol. 1 (1959), pp. 39-41, 65-70. Para la
intimidad de la vergüenza, véase Stanley Cavell, "The Avoidance of Love", en Must We Mean
Wliat We Say? (Nueva York, Charles Scribner's Sons, 1969), pp. 278, 286 ss.
\
402 LOS FINES
diadamente y se ejercen de manera razonable. Constituyen los medios humanos
para la realización de actividades complementarias, en que las personas
se unen y disfrutan de sus propias realizaciones y de las ajenas de su
naturaleza. Esta clase de bienes constituye las excelencias: son las características
v las facultades de la persona que todos (incluidos nosotros) consideramos
racional que se desee tener. Desde nuestro punto de vista, las excelencias
son bienes porque nos permiten llevar a cabo un proyecto de vida más
satisfactorio, incrementando nuestro sentimiento de dominio. Al propio tiempo,
estos atributos son apreciados por aquellos con quienes convivimos, y el
placer que ellos experimentan en nuestra persona y en lo que hacemos apoya
nuestra autoestimación. Así, las excelencias son una condición del florecimiento
humano; son bienes desde los puntos de vista de todos. Estos hechos
las relacionan con las condiciones del respeto propio, y explican su conexión
con nuestra confianza en nuestro propio valor.
Si consideramos, en primer término, la vergüenza natural, veremos que no
surge de una pérdida o de una ausencia de bienes exclusivos o, por lo menos,
no surge directamente, sino de la ofensa inferida a nuestra autoestimación,
debida a nuestra falta de determinadas excelencias o a nuestra incapacidad
para ejercitarlas. La carencia de cosas primordialmente buenas para
nosotros sería un motivo de pesar, pero no de vergüenza. Así, puede uno
avergonzarse del propio aspecto o torpeza. Normalmente estos atributos no
son voluntarios y por ello no nos hacen sentirnos culpables; pero, dada la
relación entre vergüenza y respeto propio, la razón de que nos sintamos deprimidos
por causa de ellos es justa. Con esos defectos, nuestra forma de vida
es menos plena, y los demás nos prestan un apoyo de menor estimación. La
vergüenza natural, pues, surge de los defectos de nuestra persona, o de actos
y atributos que los revelan, que ponen de manifiesto la pérdida o la carencia
de propiedades que los demás encontrarían tan racional como nosotros
mismos que las tuviéramos. Sin embargo, es necesaria una condición. Es nuestro
proyecto de vida el que determina aquello de lo que nos avergonzamos,
y por ello los sentimientos de vergüenza están en relación con nuestras aspiraciones,
con lo que intentamos hacer y con aquellos con quienes deseamos
asociarnos.27 Los que no tienen facultades musicales no se esfuerzan por ser
músicos ni sienten vergüenza alguna por tal carencia. En realidad, no es
una carencia, en absoluto, o no lo es, por lo menos, si pueden formarse asociaciones
satisfactorias haciendo otras cosas. En consecuencia, diríamos que,
dado nuestro proyecto de vida, tendemos a avergonzarnos de aquellos defectos
de nuestra persona o de aquellos fracasos en nuestras acciones que
indican una pérdida o una falta de las excelencias esenciales para la realización
de nuestros más importantes propósitos asociativos.
27 Véase William James, The Principies o/ Psychology, vol. i (Nueva York, 1890), pp- 309 ss-
[Fondo de Cultura Económica, 1989, pp. 13 ss.J
LA BONDAD COMO RACIONALIDAD 403
Volviendo ahora a la vergüenza moral, sólo tenemos que reunir la descripción
de la noción de una persona buena (en la sección anterior) y las observaciones
acerca de la naturaleza de la vergüenza. Así, cualquiera puede hallarse
expuesto a la vergüenza moral, cuando estima como excelencias de su
persona aquellas virtudes que su proyecto de vida requiere y que, dada
su estructura, debe estimular. Considera las virtudes o, en todo caso algunas
de ellas, como propiedades que sus compañeros desean en él y que él desea
en sí mismo. La posesión de estas excelencias y la expresión de las mismas en
sus acciones figuran entre sus propósitos reguladores y constituyen una
condición necesaria para su valoración y estimación por aquellos con quienes
él tiene interés en asociarse. Las acciones y los rasgos que manifiestan o
descubren la ausencia de esos atributos en su persona son, pues, probablemente,
motivo de vergüenza, así como la conciencia o el recuerdo de estos defectos.
Como la vergüenza brota de un sentimiento de disminución de sí mismo
debemos explicar cómo puede considerarse así la vergüenza moral. En
primer lugar, la interpretación kantiana de la situación original significa que
el deseo de hacer lo que es legítimo y justo es la principal forma de que disponen
las personas para expresar su naturaleza como seres racionales libres
e iguales. Y del principio aristotélico se sigue que esta expresión de su naturaleza
es un elemento fundamental de su bien. Combinadas con la información
del valor moral tenemos, pues, que las virtudes son excelencias. Son
buenas desde el punto de vista de nosotros mismos, así como desde el de
los demás. La carencia de ellas tenderá a socavar tanto nuestra propia estima
como la estimación que nuestros compañeros tienen por nosotros. Por tanto,
las manifestaciones de estas faltas herirán el propio respeto con sentimientos
asociados de vergüenza.
Es instructivo observar las diferencias entre los sentimientos de vergüenza
moral y de culpa. Aunque ambos pueden ser originados por la misma acción,
no tienen la misma explicación (§ 73). Imaginemos, por ejemplo, que alguien
roba o se conduce cobardemente y luego se siente culpable y avergonzado.
Se siente culpable porque ha actuado en contra de su sentido de la rectitud
y de la justicia. Pero, al favorecer injustamente sus intereses ha transgredido
los derechos de los demás, y sus sentimientos de culpa serán más intensos
si tiene lazos de amistad o de compañerismo con los perjudicados. Supone
que los otros estarán ofendidos e indignados por su conducta, y teme su justa
ira y la posibilidad de represalias. Sin embargo, se siente avergonzado
también porque su conducta revela que él no ha alcanzado el bien del dominio
propio, y ha visto que era indigno de sus compañeros, de quienes depende
para confirmar su sentimiento de su propio valor. Teme que lo rechacen
y lo encuentren despreciable, como un objeto ridículo. Con su comportamiento,
ha puesto de manifiesto una carencia de las excelencias morales
que él mismo aprecia y a las que aspira.
404 LOS FINES
Vemos, pues, que siendo las excelencias de nuestra persona lo que aportamos
a los asuntos de la vida social, deben procurarse todas las virtudes, y
su ausencia puede exponernos a la vergüenza. Pero algunas virtudes se hallan
unidas a la vergüenza, de un modo especial porque son especialmente
reveladoras de la incapacidad de conseguir un dominio propio con sus correspondientes
excelencias de fuerza, valor y autocontrol. Los errores que pongan
de manifiesto la ausencia de estas cualidades pueden someternos fácilmente
a penosos sentimientos de vergüenza. Así, aunque los principios del
bien y de la justicia se utilizan para describir las acciones que nos disponen
a sentir vergüenza moral y culpabilidad, la perspectiva es diferente en cada
caso. En uno, prestamos especial atención a la infracción de las justas pretensiones
de los otros y al daño que les hemos causado, y a sus probables
enfado e indignación si descubrieran nuestros actos. Mientras que, en el otro,
nos sentimos heridos por la pérdida de nuestra propia estima y por nuestra
incapacidad para realizar nuestros propósitos: percibimos la disminución
del yo, por nuestra angustia a causa del menos respeto que los demás pueden
tener por nosotros y por nuestra decepción acerca de nosotros mismos, al no
poder vivir según nuestros ideales. Está claro que tanto la vergüenza moral
como la culpabilidad implican nuestras relaciones con los demás, y cada una
de ellas es una expresión de nuestra aceptación de los primeros principios
del bien y de la justicia. De todos modos, estas emociones se presentan dentro
de diferentes puntos de vista, al ser consideradas de modo contrastante
nuestras circunstancias.
68. ALGUNOS CONTRASTES ENTRE LO JUSTO Y LO BUENO
A fin de revelar las características estructurales de la interpretación contractual
me referiré ahora a ciertos contrastes entre los conceptos de lo justo y
de lo bueno. Como estos conceptos nos permiten explicar el valor moral, son
los dos conceptos fundamentales de la teoría. La estructura de una doctrina
ética depende de la forma en que relaciona estas dos nociones y en que define
sus diferencias. Los rasgos distintivos de la justicia como imparcialidad
pueden mostrarse mediante la observación de estos puntos.
Una diferencia consiste en que, mientras los principios de la justicia (y los
principios de lo justo, en general) son los que se elegirían en la situación
original, los principios de la elección racional y los criterios de racionalidad
deliberativa no se eligen, en absoluto. La primera tarea de la teoría de la justicia
es definir la situación inicial de modo que los principios resultantes expresen
la correcta concepción de la justicia, desde un punto de vista filosófico.
Esto quiere decir que los rasgos típicos de esta situación representarían
presiones razonables en los alegatos en favor de la aceptación de principios
LA BONDAD COMO RACIONALIDAD 405
y que los principios acordados corresponderían a las que consideramos nuestras
convicciones acerca de la justicia en un equilibrio reflexivo. Pero en la
teoría del bien no se presenta el problema análogo. Para empezar, no hay necesidad
alguna de un acuerdo sobre los principios de elección racional. Como
cada quien es libre de proyectar su vida según le plazca (mientras sus intenciones
sean compatibles con los principios de la justicia), no se requiere
unanimidad respecto a las pautas de la racionalidad. Todo lo que la teoría
de la justicia da por supuesto es que, en la información específica del bien,
las normas evidentes de elección racional bastan para explicar la preferencia
por los bienes primarios y que las variaciones existentes en las concepciones
de la racionalidad no afectan los principios de justicia adoptados en la situación
original.
Sin embargo, yo he supuesto que los seres humanos reconocen ciertos principios
y que estas normas pueden ser consideradas como catalogaciones para
sustituir el concepto de racionalidad. Podemos, si así lo deseamos, admitir
ciertas variaciones en la lista. Así, por ejemplo, existen discrepancias en
cuanto al mejor modo de afrontar la incertidumbre.28 Pero no hay razón alguna
que nos impida imaginar que los individuos, al hacer sus proyectos, están
siguiendo sus inclinaciones en este caso. Por consiguiente, no puede agregarse
a la lista ningún principio de elección con incertidumbre que parezca
aceptable, mientras no surjan argumentos decisivos contra él. Sólo en la teoría
específica del bien tenemos que preocuparnos de estas cuestiones. Aquí,
el concepto de racionalidad debe interpretarse en el sentido de que puede
establecerse el deseo general de bienes primarios y de que puede demostrarse
la elección de los principios de justicia. Pero, aun en este caso, yo he sugerido
que la concepción de justicia adoptada es indiferente a las conflictivas
interpretaciones de la racionalidad. Sin embargo, en todo caso, una vez
elegidos los principios de justicia y cuando nos hallemos trabajando ya en
el marco de la teoría completa, no habrá necesidad alguna de determinar la
descripción del bien de modo que imponga unanimidad acerca de todas las
normas de la elección racional. En realidad, esto se opondría a la libertad de
elección que la justicia como imparcialidad asegura a los individuos y a los
grupos dentro de la estructura de unas instituciones justas.
Un segundo contraste entre lo justo y lo bueno consiste en que en general
es bueno que las concepciones que los individuos tienen de su propio bien
difieran de modo notable, mientras no ocurre lo mismo respecto a sus concepciones
de lo justo. En una sociedad bien ordenada, los ciudadanos sostienen
los mismos principios de derecho y tratan de alcanzar el mismo juicio
en los casos particulares. Estos principios tienen que establecer un ordena-
28 Véase el análisis en R. D. Luce y Howard Raiffa, Gantes and Decisions (Nueva York, John
Wiley and Sons, 1957), pp. 278-306. '
406 LOS FINES
miento final entre las pretensiones conflictivas que las personas sostienen
unas en relación con las otras, y es esencial que este ordenamiento sea identificare
desde el punto de vista de cada uno, por difícil que pueda ser, en la
práctica, que cada quien lo acepte. Por otra parte, las personas encuentran
su bien de distintos modos, y para una persona pueden ser buenas muchas
cosas que no lo serían para otra. Además, no es urgente alcanzar un juicio públicamente
aceptado acerca de lo que es el bien de unos individuos en particular.
Las razones que hacen necesario tal acuerdo en cuestiones de justicia
no constituyen juicios de valor. Aun cuando adoptemos el punto de vista de
otro e intentemos apreciar lo que sería conveniente para él, lo hacemos como
consejeros, por así decirlo. Tratamos de ponernos en el lugar del otro, e
imaginando que tenemos sus mismas aspiraciones y necesidades, intentamos
ver las cosas desde su punto de vista. Dejando aparte los casos de paternalismo,
ofrecemos nuestro juicio cuando se nos pide, pero no hay un conflicto
de derecho si nuestro parecer es discutido y si no se sigue nuestra opinión.
En una sociedad bien ordenada, por tanto, los proyectos de vida de los
individuos son diferentes, en el sentido de que tales proyectos dan especial
importancia a diferentes propósitos, y las personas quedan en libertad de
determinar su bien, sin contar con las opiniones de otros, más que a título
consultivo. Ahora bien, esta variedad en las concepciones del bien es buena
en sí misma o, dicho de otro modo, es racional que los miembros de una sociedad
bien ordenada deseen que sus proyectos sean distintos. Las razones
de ello son evidentes. Los seres humanos tenemos varias facultades y capacidades,
cuya totalidad es irrealizable por parte de una persona o de un grupo
de personas. Así, no sólo nos beneficiamos del carácter complementario
de nuestras inclinaciones desarrolladas, sino que nos complacemos en nuestras
respectivas actividades. Es como si otros pusieran de relieve una parte
de nosotros mismos que nosotros no hemos sido capaces de cultivar. Hemos
tenido que dedicarnos a otras cosas, sólo a una pequeña parte de lo que
podríamos haber hecho (§ 79). Pero la situación es enteramente distinta en
la justicia: aquí exigimos no sólo unos principios comunes, sino unos modos
bastante similares de aplicarlos en los casos particulares, de modo que
pueda definirse un ordenamiento final de pretensiones opuestas. Los juicios
de la justicia sólo son consultivos en circunstancias especiales.
La tercera diferencia consiste en que muchas aplicaciones de los principios
de justicia se ven reducidas por el velo de la ignorancia, cuando las evaluaciones
del bien de una persona deben basarse en un pleno conocimiento
de los hechos. Así, pues, como hemos visto, los principios de justicia no sólo
tienen que elegirse en ausencia de ciertos tipos de información particular,
sino que, cuando estos principios se utilizan para diseñar constituciones y
disposiciones sociales básicas, y para decidir entre leyes y programas de acción
nos hallamos sometidos a limitaciones similares, aunque no tan estríeLA
BONDAD COMO RACIONALIDAD 407
tas. Los diputados de un congreso constituyente y los legisladores y electores
ideales también se ven obligados a adoptar un punto de vista en el que no
conocen más que los hechos generales adecuados. Por otra parte, la concepción
que un individuo tiene de su bien ha de ajustarse, desde el comienzo, a
su situación particular. Un proyecto racional de vida tiene en cuenta nuestras
facultades, aspiraciones y circunstancias especiales y, por consiguiente, es
bueno que dependa de nuestra posición social y de nuestras dotes naturales.
No hay objeción alguna a hacer al ajuste de los proyectos racionales a
estas contingencias, porque los principios de la justicia han sido elegidos ya
y determinan el contenido de estos proyectos, los objetivos que fomentan y
los medios de que se valen. Pero, en los juicios de la justicia, solamente en
la fase judicial y administrativa se abandonan todas las restricciones sobre la
información y los casos particulares tienen que decidirse en vista de todos
los hechos pertinentes.
A la luz de estos contrastes podemos esclarecer, además, una importante
diferencia entre la doctrina contractual y el utilitarismo. Como el principio de
utilidad consiste en dar el máximo valor al bien, comprendido como la satisfacción
del deseo racional, tenemos que considerar como dadas las preferencias
existentes y las posibilidades de su continuación en el futuro, y luego
esforzarnos por lograr el máximo saldo neto de satisfacción. Pero, como hemos
visto, la determinación de proyectos racionales es indeterminada en
aspectos esenciales (§ 64). Los principios más evidentes y más fáciles de aplicar
de la elección racional no especifican cuál es el proyecto mejor; muchas
cosas quedan todavía por decidir. Esta indeterminación no es una dificultad
para la justicia como imparcialidad, porque los detalles de los proyectos no
afectan, en modo alguno, lo que es correcto o justo. Nuestro modo de vida,
cualesquiera que sean nuestras circunstancias particulares, debe conformarse
siempre a los principios de la justicia a los que se llega independientemente.
Así, los aspectos arbitrarios de los proyectos de vida no afectan estos
principios ni la forma en que ha de disponerse la estructura básica. Lo
indeterminado del concepto de racionalidad no se traduce en las legítimas
exigencias que los hombres pueden hacerse mutuamente. La prioridad de lo
justo lo impide.
El utilitario, en cambio, tiene que admitir la posibilidad teórica de que las
configuraciones de preferencias permitidas por esta indeterminación puedan
conducir a la injusticia, tal como generalmente se entiende. Por ejemplo,
supongamos que la mayor parte de la sociedad aborrece ciertas prácticas
religiosas o sexuales, y las considera como una abominación. Este sentimiento
es tan intenso, que no basta que tales prácticas se mantengan alejadas de
la vista del público; la simple idea de que ocurren tales cosas basta para despertar
la ira y la aversión en la mayoría. Aunque estas actitudes son insostenibles
sobre bases morales, no parece que haya una forma segura de excluir408
LOS FINES
las como irracionales. La búsqueda de la máxima satisfacción del deseo puede,
por tanto, justificar duras medidas represivas contra acciones que no
causan daño social alguno. Para defender la libertad individual, en este caso,
el utilitario tiene que demostrar que, dadas las circunstancias, el saldo real de
ventajas, a largo plazo, sigue siendo favorable a la libertad; y este argumento
puede tener éxito o no.
En la justicia como imparcialidad, en cambio, este problema nunca se plantea.
Las intensas convicciones de la mayoría, si son en realidad simples preferencias
sin fundamento alguno en los principios de la justicia ya establecidos,
no tienen ningún peso desde el principio. La satisfacción de estos
sentimientos carece de todo valor que pueda colocarse en el platillo de la balanza
contra el derecho a una libertad igual. Para formular una demanda
contra la conducta y la creencia de los otros, tenemos que demostrar que sus
acciones nos perjudican o que las instituciones que autorizan lo que ellos hacen
nos tratan injustamente. Y esto significa que debemos apelar a los principios
que reconoceríamos en la situación original. Frente a estos principios,
nada importa la intensidad de los sentimientos ni el hecho de que sean
compartidos por la mayoría. En la interpretación contractual, por tanto, las bases
de la libertad se hallan completamente separadas de las preferencias
existentes. En realidad, podemos pensar en los principios de la justicia como
en un acuerdo de no tener en cuenta ciertos sentimientos cuando se trata
de valorar la conducta de los demás. Como he señalado antes (§ 50), estos
puntos son elementos familiares de la doctrina liberal clásica. Los he mencionado
de nuevo para demostrar que no puede formularse objeción alguna
a la indeterminación en la teoría completa del bien. Puede dejar a una persona
incierta respecto a lo que ha de hacer, porque no puede facilitarle instrucciones
sobre cómo ha de decidir. Pero, como el objetivo de la justicia no
es asignar el máximo valor al cumplimiento de los proyectos racionales, el
contenido de la justicia no se ve afectado en modo alguno. Naturalmente,
no puede negarse que existen unas actitudes sociales predominantes que
atan las manos del estadista. Las convicciones y las pasiones de la mayoría
pueden hacer imposible el mantenimiento de la libertad. Pero el inclinarse
ante estas necesidades prácticas es distinto de aceptar la justificación de que,
si estos sentimientos son lo bastante fuertes y más intensos que ningunos
otros sentimientos que puedan sustituirlos, deberán ser ellos los que impongan
la decisión. Por el contrario, la interpretación contractual requiere que
avancemos hacia instituciones justas tan rápidamente como las circunstancias
lo permitan, sin tener en cuenta los sentimientos existentes. En sus principios
de justicia se halla inserto un esquema definido de instituciones ideales
(§ 41).
Estos contrastes evidencian que, en la justicia como imparcialidad, los conceptos
de lo justo y de lo bueno tienen rasgos marcadamente distintos.
LA BONDAD COMO RACIONALIDAD 409
Estas diferencias surgen de la estructura de la teoría contractual y de la resultante
prioridad del derecho y de la justicia. Pero no quiero decir que los
términos "justo" y "bueno" (y sus afines) se utilicen normalmente en formas
que reflejan estas distinciones. Aunque nuestro lenguaje ordinario puede
tender a apoyar la descripción de estos conceptos, esta correspondencia no
es necesaria para la corrección de la doctrina contractual. Por el contrario, bastan
dos cosas. Primero, hay una forma de proyectar los que consideramos
nuestros juicios sobre la teoría de la justicia, de modo que, en equilibrio reflexivo,
resulte que los equivalentes de estas convicciones son ciertos, que expresan
juicios que podemos aceptar. Y segundo, una vez que comprendemos
la teoría, podemos reconocer estas interpretaciones como versiones convenientes
de lo que, después de haber reflexionado, ahora deseamos mantener.
Aunque no utilicemos, normalmente, estas sustituciones, tal vez porque son
demasiado irritantes, o porque serían erróneamente interpretadas o por cualquier
otro motivo, estamos dispuestos a admitir que cubren, en sustancia,
todo lo que sea necesario expresar. Ciertamente, estos sustitutos no pueden
significar lo mismo que los juicios ordinarios con los que se equiparan. Hasta
qué punto es esta la situación es una pregunta que no voy a responder.
Además, las sustituciones pueden indicar un desplazamiento más o menos
drástico a partir de nuestros juicios morales iniciales, tal como existían antes
de la reflexión filosófica. Sin embargo, algunos cambios pueden haberse producido
a medida que la crítica y la construcción filosóficas nos conducían a
revisar y ampliar nuestras opiniones. Pero lo que importa es saber si la concepción
de la justicia como imparcialidad nos conduce, mejor que ninguna
otra de las teorías que actualmente conocemos, a la verdadera interpretación
de los que consideramos nuestros juicios, y nos facilita un modo de expresión
de lo que necesitamos afirmar.
VIII. EL SENTIDO DE LA JUSTICIA
TRAS haber presentado una descripción del bien, vuelvo ahora al problema de
la estabilidad. Lo trataré en dos fases. En este capítulo analizo la adquisición
del sentido de la justicia por los miembros de una sociedad bien ordenada,
y considero brevemente la fuerza relativa de este sentimiento cuando se define
por diferentes concepciones morales. El capítulo final examina la cuestión
de la congruencia, es decir, si el sentido de la justicia es coherente con
la concepción de nuestro bien, de modo que ambos contribuyen a construir
un esquema justo. Conviene tener en cuenta que una gran parte de este capítulo
es de preparación y que diversos temas se toman sólo para indicar los
puntos más fundamentales que guardan relación con la teoría filosófica. Comienzo
con una definición de una sociedad bien ordenada y con algunas
breves observaciones acerca del significado de la estabilidad. Después, bosquejo
el desarrollo del sentido de la justicia, tal como puede suponerse que
se producirá una vez que se establezcan firmemente instituciones justas y se
reconozcan como tales. También se presta cierta atención a los principios de
psicología moral; subrayo el hecho de que existen principios de reciprocidad
y enlazo esto con la cuestión de la estabilidad relativa. El capítulo concluye
con un examen de los atributos naturales en virtud de los cuales los seres humanos
son acreedores de las garantías de una justicia igual, y que definen la
base natural de la igualdad.
69. EL CONCEPTO DE UNA SOCIEDAD BIEN ORDENADA
Al comienzo (§ 1), he caracterizado una sociedad bien ordenada como una
sociedad planeada para incrementar el bien de sus miembros, y eficazmente
regida por una concepción pública de la justicia. Es, pues, una sociedad en
la que todos aceptan y saben que los otros aceptan los mismos principios de la
justicia, y las instituciones sociales básicas satisfacen y se sabe que satisfacen
estos principios. Ahora bien: la justicia como imparcialidad está estructurada
de acuerdo con esta idea de sociedad. Las personas en la situación
original tienen que admitir que los principios elegidos son públicos y, en consecuencia,
deben valorar las concepciones de la justicia en vista de sus probables
efectos como normas generalmente reconocidas (§ 23). Concepciones que
podrían ser bastante eficaces si fuesen comprendidas y seguidas por unos pocos
o incluso por todos, mientras este hecho no fuese muy conocido, que-
410
EL SENTIDO DE LA JUSTICIA 411
dan excluidas por la condición de la publicidad. Es de señalar también que,
como a estos principios se llega por consentimiento, a la luz de verdaderas
creencias generales acerca de los hombres y de su lugar en la sociedad, la concepción
adoptada de la justicia es aceptable sobre la base de estos hechos.
No hay necesidad de invocar doctrinas teológicas o metafísicas en apoyo de
sus principios ni de imaginar otro mundo que compense y corrija las desigualdades
que los dos principios permiten en éste. Las concepciones de la
justicia deben ser justificadas por las condiciones de nuestra vida, tal como
nosotros la conocemos, o no lo serán en absoluto.1
Ahora bien: una sociedad bien ordenada está regida también por su concepción
pública de la justicia. Este hecho implica que sus miembros tienen un
profundo deseo, normalmente eficaz, de actuar según lo requieren los principios
de la justicia. Como una sociedad bien ordenada perdura a lo largo
del tiempo, su concepción de la justicia probablemente será estable: es decir,
cuando las instituciones son justas (tal como son definidas por esta concepción),
los que toman parte en estas disposiciones adquieren el correspondiente
sentido de la justicia y el deseo de cumplir su obligación manteniéndolas.
Una concepción de la justicia es más estable que otra si el sentido de la justicia
que tiende a generar es más fuerte y más capaz de vencer las inclinaciones
destructivas, y si las instituciones que permite suscitan impulsos y tentaciones
más débiles para actuar injustamente. La estabilidad de una concepción
depende de un equilibrio de motivos: el sentido de la justicia que cultiva y los
propósitos que estimula deben triunfar, normalmente, contra las tendencias
a la injusticia. Para valorar la estabilidad de una concepción de la justicia (y
la sociedad bien ordenada que define), debemos examinar la fuerza relativa
de estas tendencias opuestas.
Es evidente que la estabilidad constituye un aspecto deseable de las concepciones
morales. En igualdad de circunstancias, las personas en la situación
original adoptarán el esquema de principios más estable. Por atractiva que
una concepción de la justicia pueda ser en otros sentidos, es gravemente defectuosa
si los principios de psicología moral son de tal carácter que no engendran
en los seres humanos el deseo indispensable de actuar de acuerdo
con ella. Así, para continuar analizando los principios de la justicia como
imparcialidad, me gustaría demostrar que esta concepción es más estable
que otras alternativas. Esta argumentación relativa a la estabilidad debe agregarse,
en su mayor parte, a las razones aducidas hasta ahora (excepto en lo
que se refiere a las consideraciones presentadas en § 29). Deseo considerar este
concepto con más detalle tanto por su propio interés como para allanar el
1 Por consiguiente se excluyen los recursos como el de la noble mentira de Platón en La República,
libro ui, así como la defensa de la religión (cuando no se cree en ella) para afianzar un
sistema social que de otro modo no podría sobrevivir, como en el caso del Gran Inquisidor en
Los hermanos Karamazov, de Dostoievski.
412 LOS FINES
camino al análisis de otras materias como la base de la igualdad y la prioridad
de la libertad.
Evidentemente, el criterio de estabilidad no es decisivo. En efecto, algunas
teorías éticas lo han ridiculizado enteramente, al menos en algunas de sus
interpretaciones. Así, se dice, a veces, que Bentham sostenía el principio clásico
de la utilidad y la doctrina de egoísmo psicológico. Pero, si es una ley
psicológica que los individuos persiguen solamente los intereses por sí mismos,
les resulta imposible tener un sentido efectivo de la justicia (tal como
ésta se define en el principio de utilidad). Lo mejor que puede hacer el legislador
ideal es tomar unas disposiciones sociales que mediante motivos centrados
en intereses personales o de grupo persuadan a los ciudadanos de
actuar de modo que aumenten al máximo la suma de bienestar. En esta concepción
la identificación de intereses resultante es en realidad artificial: se
basa en el artificio de la razón y los individuos cumplen con el esquema institucional
sólo como medio para alcanzar sus propios intereses.2
Este tipo de divergencia entre los principios del derecho y de la justicia, de
una parte, y de motivos humanos, de otra, es inusual, pero es también instructiva
como un caso límite. Casi todas las doctrinas tradicionales sostienen
que, en cierta medida al menos, la naturaleza humana es de tal condición
que adquirimos un deseo de actuar justamente cuando hemos vivido en el
marco de unas instituciones justas y nos hemos beneficiado de ellas. En la medida
en que esto es cierto, una concepción de la justicia es psicológicamente
adecuada a las inclinaciones humanas. Además, si resulta que el deseo de
actuar justamente es también regulador de un proyecto racional de vida, entonces
el actuar justamente forma parte de nuestro bien. En este caso, las
concepciones de justicia y de bondad son compatibles, y la teoría en conjunto
es congruente. Este capítulo se propone explicar el modo en que la justicia
como imparcialidad genera su propio apoyo, y demostrar que probablemente
tiene una estabilidad mayor que las alternativas tradicionales, pues se halla
más acorde con los principios de psicología moral. Con este fin, describiré
brevemente cómo los seres humanos, en una sociedad bien ordenada, pueden
adquirir un sentido de la justicia y otros sentimientos morales. Inevitablemente,
habremos de contar con algunas cuestiones psicológicas, más bien
especulativas; pero, a lo largo de toda mi exposición he supuesto que los
hechos generales relacionados con el hombre, incluidos los principios psicológicos
básicos, son conocidos de las personas en la situación original, y
éstas cuentan con ellos para adoptar sus decisiones. Al reflexionar aquí sobre
Aunque Bentham es interpretado, a veces, como un egoísta psicológico, no le interpreta así
Jacob Viner, "Bentham and J. S. Mili: The Utilitarian Background" (1949), reproducido en The
Long View and the Short (Glencoe, 111., Free Press, 1958); véase, pp. 312-314. Viner da también la
que puede ser la versión correcta de la concepción de Bentham acerca de la función del legislador,
pp. 316-319.
EL SENTIDO DE LA JUSTICIA 413
estos problemas, estudiamos estos hechos en la medida en que afectan al
acuerdo inicial.
Esto puede evitar equívocos si hago unas pocas observaciones acerca de
los conceptos de equilibrio y estabilidad. Estas dos ideas admiten una considerable
elaboración teórica y matemática, pero yo las utilizaré de un modo
intuitivo.3 Lo primero que es preciso señalar tal vez sea que se aplican a
sistemas de cierto tipo. Así es un sistema que está en equilibrio, y lo está
cuando ha alcanzado un estado que persiste indefinidamente a lo largo del
tiempo, mientras no se vea sometido a presiones externas. Para definir con
precisión un estado de equilibrio hay que trazar cuidadosamente los límites
del sistema y poner de manifiesto sus características determinantes. Tres cosas
son esenciales: primera, identificar el sistema y distinguir entre fuerzas
internas y externas; segunda, definir los estados del sistema, siendo un estado
una cierta configuración de sus características determinantes; y tercera,
especificar las leyes que enlazan los Estados.
Unos sistemas no tienen estados de equilibrio, mientras que otros tienen
muchos. Estas cuestiones dependen de la naturaleza del sistema. Ahora bien:
un equilibrio es estable siempre que las desviaciones, debidas, por ejemplo,
a perturbaciones externas, pongan en juego fuerzas propias del sistema que
tiendan a devolverlo a tal estado de equilibrio, a menos, naturalmente, que los
choques exteriores sean demasiado grandes. Por el contrario, un equilibrio
es inestable cuando un movimiento que lo perturba pone en juego fuerzas
propias del sistema que conducen a cambios aún mayores. Los sistemas son
más o menos estables según la intensidad de las fuerzas internas de que disponen
para recuperar el equilibrio. Como en la práctica todos los sistemas
sociales se hallan sometidos a perturbaciones de algún tipo, son realmente
estables, por ejemplo, si las desviaciones de sus posiciones de equilibrio preferidas,
causadas por perturbaciones normales, liberan fuerzas lo bastante
intensas para restablecer estos equilibrios, tras un lapso razonable, o, en otro
caso, para permanecer lo bastante próximas a ellos. Esta definiciones son,
por desgracia, vagas, pero podrían ser útiles para nuestros propósitos.
Los sistemas que aquí nos interesan, naturalmente, son las estructuras básicas
de las sociedades bien ordenadas, correspondiente a las distintas con-
3 Para los conceptos de equilibrio y estabilidad aplicados a sistemas, véase, por ejemplo, W. R.
Ashby, Designfor a Brain, 23 ed. revisada (Londres, Chapman and Hall, 1960), caps. 2-4, 19-20.
El concepto de estabilidad que utilizo es, realmente, el de quasi-estabilidad: si un equilibrio es
estable, todas las variables vuelven a sus valores de equilibrio después de que una perturbación
ha apartado de su equilibrio el sistema; un equilibrio quasi-estable es aquel en que sólo algunas
de sus variables vuelven a su configuración de equilibrio. Para esta definición, véase
Harvey Leibenstein, Economic Badavardness and Economic Growth (Nueva York, John Wiley and
Sons, 1957), p. 18. Una sociedad bien ordenada es quasi-estable con respecto a la justicia de sus
instituciones y al sentido de justicia necesario para mantener esta condición. Aunque un cambio
en las circunstancias sociales puede hacer que sus instituciones no sigan siendo justas, más adelante
se reforman a medida que la situación lo requiere, y se restablece la justicia.
414 LOS FINES
cepciones de la justicia. Y nos interesa este complejo de instituciones políticas,
económicas y sociales, cuando satisface, y quienes se hallan comprometidos
en él saben públicamente que satisface, los principios de justicia adecuados.
Debemos tratar de valorar la estabilidad relativa de estos sistemas.
Pero yo supongo que los límites de estos sistemas vienen dados por la noción
de una comunidad nacional autónoma. Esta suposición se mantiene hasta la
derivación de los principios de la justicia para la ley de las naciones (§ 58),
pero no voy a discutir los problemas de la ley internacional, más generales.
Es también esencial señalar que, en el presente caso, el equilibrio y la estabilidad
tienen que definirse respecto a la justicia de la estructura básica y a la
conducta moral de los individuos. La estabilidad de una concepción de la justicia
no implica que no cambien las instituciones y las costumbres de la
sociedad bien ordenada. En realidad, esa sociedad contendrá, probablemente,
una gran diversidad y adoptará distintos ordenamientos de cuando en
cuando. En este contexto, estabilidad significa que, por mucho que cambien
las instituciones, siguen siendo exacta o aproximadamente las mismas, a medida
que se van haciendo ajustes de acuerdo con las nuevas circunstancias
sociales. Las inevitables desviaciones de la justicia son eficazmente corregidas
o se mantienen dentro de unos límites tolerables gracias a la acción de
fuerzas propias del sistema. Entre esas fuerzas, supongo que desempeña
un papel fundamental el sentido de la justicia compartido por los miembros
de la comunidad. En cierta medida, pues, los sentimientos morales son necesarios
para asegurar que la estructura básica sea estable con respecto a la
justicia.
Volvamos ahora al modo en que se forman estos sentimientos, y señalemos
que, acerca de esta cuestión, hay, hablando en líneas generales, dos tradiciones
importantes. La primera surge históricamente de la doctrina del empirismo,
y se encuentra en los utilitaristas, desde Hume hasta Sidgwick. En su
forma más reciente y desarrollada está representada por la teoría social del
aprendizaje. Un tema importante es el de que el objetivo de la formación moral
consiste en proporcionar estímulos erróneos: el deseo de hacer lo que es
justo por sí mismo y el deseo de no hacer lo que es injusto. La conducta justa
es una conducta que, generalmente, beneficia a los demás y a la sociedad
(según se define en el principio de utilidad) y para su realización carecemos,
comúnmente, de un estímulo eficaz, mientras que la conducta injusta es, generalmente,
perjudicial para los demás y para la sociedad, y para su realización
solemos tener un motivo suficiente. La sociedad debe compensar, de
algún modo, estos defectos. Esto se consigue mediante la aprobación y desaprobación
de los padres y de otras personas que gozan de autoridad, los
cuales, cuando es necesario, utilizan recompensas y castigos que van desde
la concesión y el retiro de un afecto, hasta la aplicación de satisfacciones y
de penas. Mediante diversos procesos psicológicos podemos adquirir un
EL SENTIDO DE LA JUSTICIA 415
deseo de hacer lo que es justo y una aversión a hacer lo que es injusto. Una
segunda tesis consiste en que el deseo de ajustarse a unas normas morales
suele aparecer en los comienzos de la vida, antes de que alcancemos una adecuada
comprensión de las razones de esas normas. En realidad, hay personas
que nunca pueden encontrar las bases de tales normas en un principio utilitario.
4 La consecuencia es que nuestros posteriores sentimientos morales
guardan, probablemente, las huellas de esta instrucción temprana, que configura,
más o menos toscamente, nuestro carácter originario.
La teoría de Freud es, en muchos aspectos, similar a esta interpretación.
Freud sostiene que los procesos por los que el niño adquiere unas actitudes
morales se centran en torno a la situación de Edipo y a los profundos conflictos
que origina. Los preceptos morales en que insisten las personas que gozan
de autoridad (en este caso, los padres) son aceptados por el niño como
el mejor modo de resolver sus ansiedades, y las actitudes resultantes, representadas
por el superego, serán, probablemente, duras y punitivas, pues reflejarán
las tensiones de la fase del proceso de Edipo.5 Así, la teoría de Freud
sostiene los dos puntos consistentes en que una parte esencial de la formación
moral se presenta en los comienzos de la vida, antes de que pueda comprenderse
una base razonada de la moral, y que implica la adquisición de
nuevos motivos por los procesos psicológicos marcados por conflictos y tensiones.
En realidad, su doctrina es una ilustración dramática de estos aspectos.
De esto se desprende que, como los padres y las otras personas que gozan
de autoridad están expuestos, de muchas formas, a actuar errónea y
egoístamente en su empleo de la alabanza y de la censura, y de las recompensas
y de los castigos en general, nuestras primeras y no estudiadas actitudes
morales serán, probablemente, en importantes aspectos, irracionales
y sin justificación. El progreso moral en las etapas ulteriores de la vida consiste,
en parte, en corregir estas actitudes a la luz de determinados principios
que, finalmente, reconozcamos como correctos.
La otra tradición del aprendizaje moral se deriva del pensamiento racionalista
y está ilustrada por Rousseau y por Kant y a veces por J. S. Mili y,
más recientemente, por la teoría de Piaget. El aprendizaje moral no es tanto
4 Este esbozo de formación moral fue tomado de James Mili, de la sección del Fragment on
Mackintosh que J. S. Mili incluía en una nota al cap. xxm de la obra de su padre, Analysis of the
Phenomena ofthe Human Mind (1869). El pasaje está en [J. S.] Mills Ethical Writings, ed. J. B. Schneewind
(Nueva York, Collier Books, 1965), pp. 259-270. Para una descripción de la teoría social
del aprendizaje, véase Albert Bandura, Principies ofBehavior Modification (Nueva York, Holt, Rinehart,
and Winston, 1969). Para un reciente estudio del aprendizaje moral, véase Roger Brown,
Social Psychology (Nueva York, The Free Press, 1965), cap. vm; y Martin L. Hoffman, "Moral
Development", en Carmichael's Manual of Psychology, ed. Paul H. Mussen, 3* ed. (Nueva York,
John Wiley and Sons, 1970), vol. 2, cap. 23, pp. 282-332 sobre la teoría social del aprendizaje.
5 Para información sobre la teoría del aprendizaje moral de Freud, véase Roger Brown, Social
Psychology, pp. 350-381; y Ronald Fletcher, Instinct in Man (Nueva York, International Universities
Press, 1957), cap, vi, esp. pp. 226-234.
416 LOS FINES
una cuestión de dar estímulos erróneos, como un problema del libre desarrollo
de nuestras facultades intelectuales y emocionales innatas, de acuerdo
con su tendencia natural. Una vez que las posibilidades de comprensión maduran
y que las personas llegan a reconocer su lugar en la sociedad y son
capaces de asumir el punto de vista de los demás, aprecian los beneficios mu*
tuos de establecer unos términos justos de cooperación social. Tenemos una
simpatía natural con otras personas y una susceptibilidad innata para las
satisfacciones de la comunidad de sentimientos y del autodominio, y esto facilita
la base afectiva para los sentimientos morales, una vez alcanzada una
clara comprensión de nuestras relaciones con nuestros compañeros, desde
una perspectiva adecuadamente general. Así, esta tradición considera los sentimientos
morales como consecuencia natural de una plena apreciación de
nuestra naturaleza social.6
Mili expone de este modo su opinión: los ordenamientos de una sociedad
justa son tan adecuados para nosotros, que todo lo que es evidentemente necesario
para ella es aceptado como necesidad física. Una condición indispensable
de esa sociedad es que en todo habrá de tenerse en consideración a los
otros, sobre la base de unos principios de reciprocidad mutuamente aceptables.
Es doloroso para nosotros que nuestros sentimientos no tengan nada
en común con los de nuestros compañeros; y esta tendencia a la sociabilidad
acaba facilitando una firme base para los sentimientos morales. Además, Mili
añade que el hecho de considerarnos responsables ante los principios de la
justicia en nuestras relaciones con los otros no entorpece el desarrollo de
nuestra naturaleza. Por el contrario, realiza nuestras inclinaciones sociales
y, al abrirnos a un bien más amplio, nos permite controlar nuestros impulsos
más mezquinos. Sólo cuando nos vemos refrenados, no porque perjudiquemos
el bien de los demás, sino por su simple disgusto, o por lo que nos parece
su arbitraria autoridad, se siente entorpecida nuestra naturaleza. Si las
razones de los preceptos morales se aclaran en términos de las justas aspiraciones
de los otros, esas restricciones no nos ofenden, sino que pasan a ser
consideradas como compatibles con nuestro bien.7 El aprendizaje moral no
es tanto un problema de adquisición de nuevos estímulos, porque éstos se
presentarán por sí solos, una vez que se haya producido el indispensable
Para Rousseau, véase Emilio, libs. n y iv; para Kant, La crítica de la razón práctica, parte u,
con el equívoco título: "La metodología de la razón práctica pura"; y J. S. Mili, tal como se cita
en la nota 7 siguiente. Para Jean Piaget, véase Eí juicio moral del niño. Un ulterior desarrollo de
esta posición se encuentra en Lawrence Kohlberg; véase "The Development of Children's Orientation
Toward a Moral Orden 1. Sequence in the Development of Moral Thought", Vita Humana,
vol. 6 (1963); y "Stage and Sequence: The Cognitive Developmental Approach to Socializahon",
en Handbook of Socialization Theory and Research, ed. D. A. Goslin (Chicago, Rand McNally,
1969), cap. vi. Para una crítica, véase Hoffman, "Moral Development", pp. 264-275 (sobre Piaget),
pp. 276-281 (sobre Kohlberg).
Para la interpretación de Mili, véase Utilitarianism, caps, m y v, párrs. 16-25; On Liberty,
cap. m, párr. 10; y M¡7/'s Ethical Writings, ed. J. B. Schneedwind, pp. 257-259.
EL SENTIDO DE LA JUSTICIA 417
desarrollo en nuestras facultades intelectuales y emocionales. De ello se sigue
que, para alcanzar una plena comprensión de las concepciones morales, es
preciso esperar a la madurez; el entendimiento del niño es primitivo siempre,
y los rasgos característicos de su moral van desvaneciéndose en etapas posteriores.
La tradición racionalista ofrece un cuadro más feliz, pues sostiene
que los principios del derecho y de la justicia brotan de nuestra naturaleza
y no son contrarios a nuestro bien, mientras la otra interpretación no parece
incluir tal garantía.
No trataré de valorar los méritos relativos de estas dos concepciones del
aprendizaje moral. Seguramente, es mucho lo que hay de correcto en ambas,
y parece preferible intentar combinarlas de modo natural. Conviene subrayar
que una interpretación moral es una estructura extremadamente compleja
de principios, ideales y preceptos, e implica todos los elementos del pensamiento,
de la conducta y del sentimiento. Es verdad que en su desarrollo entran
muchos tipos de aprendizaje que van desde el reforzamiento y el condicionamiento
clásico hasta un razonamiento sumamente abstracto y la aguda
percepción de los modelos. Es probable que, en un momento o en otro, cada
una tenga una función necesaria. En las próximas secciones (§§ 70-72) esbozo
el curso del desarrollo moral tal como podría producirse en una sociedad
bien ordenada en la que se realizasen los principios de la justicia como imparcialidad.
Sólo este caso especial me interesa. Así, pues, mi propósito es
indicar los grandes pasos mediante los cuales una persona puede alcanzar
una comprensión y una adhesión a los principios de la justicia, a medida que
va desarrollándose en esta forma particular de sociedad bien ordenada. Creo
que estos pasos deben ser identificados por los principales rasgos estructurales
del esquema completo de principios, ideales y preceptos, tal como éstos
se aplican a los ordenamientos sociales. Según he de exponer, tenemos
que distinguir entre las moralidades de la autoridad, de la asociación y de
los principios. La descripción del desarrollo moral se halla enteramente ligada
a la concepción de la justicia que es preciso aprender y, por consiguiente,
presupone la admisibilidad, cuando no la corrección, de esta teoría.8
8 Aunque la interpretación del desarrollo moral que aparece en los §§ 70-72 siguientes pretende
ajustarse a la teoría de la justicia, he utilizado diversas fuentes. La idea de tres etapas,
cuyo contenido viene dado por preceptos, ideales de funciones y principios, es similar a la de
William McDougall, An Introduction to Social Psychology (Londres, Methuen, 1908), caps, VIIVIII.
El juicio moral del niño, de Piaget, me sugirió el contraste entre la moral de la autoridad y
las morales de la asociación y de los principios, y gran parte de la descripción de estas etapas.
Véase, también, la ulterior elaboración de Kohlberg de este tipo de teoría en las referencias citadas
en la precedente nota 6, esp. pp. 369-389, en sus seis etapas. Al final del § 75, señalo algunas
diferencias entre mi enfoque y los de estos autores. En relación con la teoría de Kohlberg, agregaré
aquí que, en mi opinión, la moral de asociación es paralela a sus etapas 3a a 54. El desarrollo
dentro de esta etapa puede asumir funciones más complejas, más exigentes y más amplias.
Pero —lo que es más importante— considero que la etapa final, es decir, la moral de los
principios, puede tener diferentes contenidos, dados por alguna de las doctrinas filosóficas tra418
LOS FINES
Aquí es conveniente hacer una advertencia similar a la que he hecho antes,
en relación con las observaciones acerca de la teoría económica (§ 42). Necesitamos
que la descripción psicológica del aprendizaje moral sea verdadera
y esté de acuerdo con los conocimientos existentes. Pero, desde luego, es imposible
tener en cuenta los detalles; en el mejor de los casos, yo sólo esbozo
los perfiles más importantes. Es de recordar que el propósito de la siguiente
discusión consiste en examinar la cuestión de la estabilidad y en contrastar
las raíces psicológicas de las diversas concepciones de la justicia. El punto
fundamental consiste en determinar cómo los hechos generales de la psicología
moral afectan la elección de principios en la situación original. A menos
que la interpretación psicológica sea tan deficiente que ponga en duda el reconocimiento
de los principios de la justicia más que la norma de utilidad,
por ejemplo, no se sigue ninguna dificultad irreparable. También espero que
ninguno de los ulteriores usos de la teoría psicológica resulte demasiado
impropio. De especial importancia entre éstos es la explicación de la base
de igualdad.
70. LA MORAL DE LA AUTORIDAD
Me referiré a la moral de la autoridad como a la primera etapa en la serie del
desarrollo moral. Aunque determinados aspectos de esta moral se conservan
en etapas ulteriores en ocasiones especiales, podemos considerar la moral
de la autoridad en su forma primitiva como la del niño. Creo que el sentido
de la justicia es adquirido gradualmente por los miembros más jóvenes de
la sociedad, a medida que se desarrollan. La sucesión de generaciones y la
necesidad de enseñar actitudes morales (por sencillas que sean) a los niños
es una de las condiciones de la vida humana.
Ahora bien: yo supondré que la estructura básica de una sociedad bien ordenada
incluye la familia en alguna forma y, por tanto, que los niños están,
en principio, sometidos a la legítima autoridad de sus padres. Naturalmente,
en una investigación más amplia, pueden formularse objeciones a la
institución de la familia, y pueden resultar preferibles, desde luego, otros sistemas.
Pero es probable que la interpretación de la moral de la autoridad pudiera
ajustarse, en caso necesario, para su inserción en estos esquemas diferentes.
De cualquier modo, es característico de la situación del niño el que
no esté en condiciones de estimar la validez de los preceptos y mandamientos
que le señalan quienes ejercen la autoridad: en este caso, sus padres. No
sabe ni comprende sobre qué base puede rechazar su guía. En realidad, el
niño carece por completo del concepto de justificación, que se adquiere mudicionales
que hemos discutido. Es cierto que yo defiendo la teoría de la justicia como superior, y
que sobre ese supuesto elaboro la teoría psicológica; pero esta superioridad es una cuestión filosófica,
y, en mi opinión, no puede establecerse tan sólo mediante la teoría psicológica del desarrollo.
EL SENTIDO DE LA JUSTICIA 419
cho después. Por tanto, no puede dudar razonablemente de la conveniencia
de los mandatos paternos. Pero, como admitimos que la sociedad está bien
ordenada, podemos suponer, a fin de evitar complicaciones innecesarias, que
estos preceptos están plenamente justificados. Están de acuerdo con una interpretación
razonable de los deberes familiares, tal como se definen en los
principios de la justicia.
Podemos suponer que los padres quieren al niño, y que, con el tiempo, el
niño llega a querer a sus padres y a confiar en ellos. ¿Cómo se produce este
cambio en el niño? Para contestar a esta pregunta, doy por sentado el siguiente
principio psicológico: el niño llega a querer a sus padres sólo si antes
ellos le quieren manifiestamente a él.9 Así, las acciones de los niños son motivadas,
inicialmente, por ciertos instintos y deseos, y sus objetivos están regulados
(suponiendo que lo estén por algo) por un propio interés racional (en
un sentido convenientemente restringido). Aunque el niño tiene la capacidad
de amar, su amor a los padres es un nuevo deseo que surge de su reconocimiento
del evidente amor que ellos le tienen y de los beneficios que para
él se siguen de las acciones con que sus padres le expresan su amor.
El amor que los padres profesan al niño se expresa en su evidente intención
de cuidar de él, de hacer por él aquello a que su amor propio racional
se incline, y en el cumplimiento de estas intenciones. El amor de los padres se
muestra en el placer que experimentan en su presencia y en el sostenimiento
de su sentido de la competencia y de la autoestimación. Estimulan sus esfuerzos
por dominar las tareas del desarrollo y celebran el momento en que
él ocupa su propio lugar. En general, amar a los demás significa no sólo estar
interesados en sus deseos y necesidades, sino afirmar su sentimiento del valor
de su propia persona. Llegado el momento, pues, el amor de los padres
al niño da origen, a su vez, al amor de éste. El amor del niño no tiene una
explicación utilitaria racional: no quiere a sus padres como medio de alcanzar
sus fines interesados iniciales. Es fácilmente imaginable que, con la mirada
puesta en este objetivo, podría actuar como si los quisiese, pero esto no
constituiría una transformación de sus deseos originales. Según el principio
psicológico establecido, un nuevo afecto está llamado a surgir, con el tiempo,
gracias al evidente amor de los padres.
Hay varias formas en que esta ley psicológica puede ser analizada formando
nuevos elementos. Así, es improbable que el reconocimiento del afecto
de los padres por parte del niño origine directamente un sentimiento correspondiente.
Podemos conjeturar algunos otros pasos, del siguiente modo:
9 La formulación de esta ley psicológica está tomada del Emilio de Rousseau. Este autor dice
que, si bien gustamos, desde el comienzo, de lo que contribuye a nuestra conservación, esta
adhesión es totalmente inconsciente e instintiva. "Ce qui transforme cet instinct en sentiment,
I'attachement en amour, I'aversion en haine, c'est l'intention manifestée de nous nuire ou de
nous étre utile".
420 LOS FINES
cuando el amor de los padres al niño es reconocido por él sobre la base de
las evidentes intenciones parentales, el niño adquiere una seguridad en su
propio valor como persona. Se hace consciente de que es apreciado, en virtud
de sí mismo, por los que para él son las personas imponentes y poderosas de
su mundo. Experimenta el afecto parental como incondicional; goza de su
presencia y de sus actos espontáneos, y la complacencia de que en él disfrutan
no depende de los comportamientos disciplinados que contribuyen al
bienestar de los otros. Con el tiempo, el niño llega a confiar en sus padres y a
sentirse seguro en su ambiente; y esto le conduce a lanzarse y a poner a prueba
sus facultades, que van madurando, aunque apoyado siempre por el
afecto y el estímulo de sus padres. Gradualmente adquiere varias aptitudes
y desarrolla un sentido de competencia que afirma su autoestimación. Es en
el curso de todo este proceso cuando se desarrolla el afecto del niño a sus padres.
Los relaciona con el éxito y con el goce que ha sentido al afianzar su
mundo, y con el sentimiento de su propio valor. Y esto origina su amor a
ellos.
Consideremos ahora cómo se manifestarán el amor y la confianza del niño.
En este punto, es necesario recordar los rasgos peculiares de la situación
de autoridad. El niño no tiene sus propias normas críticas, porque no está en
condiciones de rechazar preceptos sobre bases racionales. Si quiere y confía
en sus padres, tenderá a aceptar sus mandatos. También se esforzará por
quererlos, suponiendo que son, ciertamente, dignos de estima, y se adherirá
a los preceptos que ellos le dictan. Se supone que ellos constituyen ejemplos
de conocimientos y poder superiores, y se les considera como prototipos a
los que se apela para determinar lo que se debe hacer. El niño, por tanto, acepta
el juicio que ellos tienen de él y se sentirá inclinado a juzgarse a sí mismo
como ellos lo juzgan cuando infringe sus mandamientos. Al propio tiempo,
naturalmente, sus deseos exceden de los límites de lo permitido, porque, de
no ser así, no habría necesidad de aquellos preceptos. Así, las normas parentales
se experimentan como coacciones, y el niño puede rebelarse contra
ellas. Después de todo, no ve ninguna razón por la cual tenga que cumplirlas;
son, en sí mismas, prohibiciones arbitrarias, y él no tiene ninguna tendencia
original a hacer las cosas que le dicen que haga. Pero, si quiere a sus
padres y confía en ellos, entonces, una vez que ha caído en la tentación, está
dispuesto a compartir la actitud de sus padres respecto a su mala conducta.
Se inclinará a confesar su transgresión y procurará reconciliarse. En estas
diversas inclinaciones, se manifiestan los sentimientos de (autoridad) culpa.
Sin estas inclinaciones y otras afines, los sentimientos de culpa no existirían.
Pero también es cierto que la ausencia de estos sentimientos revelaría una
falta de amor y confianza. Porque, dada la naturaleza de la situación de autoridad
y de los principios de psicología moral relacionados con las actitudes
éticas y con las naturales, el amor y la confianza originarán sentimientos de
EL SENTIDO DE LA JUSTICIA 421
culpa, una vez desobedecidas las órdenes parentales. Generalmente, se admite
que, en el caso del niño, es difícil, a veces, distinguir los sentimientos de
culpa del miedo al castigo y, en especial, del temor a la pérdida del amor y
del afecto parentales. El niño carece de los conceptos necesarios para comprender
las distinciones morales, y esto se reflejará en su conducta. He supuesto,
sin embargo, que también en el caso del niño podemos separar los
sentimientos de (autoridad) culpa de la angustia y del miedo.
A la luz de este esbozo del desarrollo de la moral de la autoridad, parece
que las condiciones que favorecen su aprendizaje por el niño son estas.10
Primera: los padres deben querer al niño y ser objetos dignos de su admiración.
De este modo, despiertan en él un sentimiento de su propio valor y el
deseo de convertirse en la misma clase de persona que ellos. Segunda: deben
enunciar reglas claras e inteligibles (y, naturalmente, justificables), adaptadas
al nivel de comprensión del niño. Además, deberán exponer las razones de
tales reglas en la medida en que éstas puedan ser comprendidas, y deben
cumplir asimismo estos preceptos en cuanto les sean aplicables a ellos también.
Los padres deben constituir ejemplos de la moral que prescriben, y
poner de manifiesto sus principios subyacentes a medida que pasa el tiempo.
Es necesario hacer esto no sólo para despertar la inclinación del niño a
aceptar aquellos principios en etapas posteriores, sino también para explicar
cómo deben ser interpretados en casos particulares. Es probable que el
desarrollo moral no llegue a ocurrir en la medida en que estas condiciones
no se cumplen y, sobre todo, si los preceptos parentales no sólo son duros e
injustificados, sino impuestos por sanciones punitivas e incluso físicas. El niño
tendrá una moral de la autoridad cuando esté dispuesto, sin la perspectiva
de la recompensa o del castigo, a seguir determinados preceptos que no
sólo tienen que parecerle sumamente arbitrarios, sino que en modo alguno
corresponden a sus inclinaciones originales. Si adquiere el deseo de cumplir
estas prohibiciones es porque ve que le son prescritas por personas poderosas
que tienen su amor y su confianza, y que también se conducen de acuerdo
con ellas. Entonces, concluye que tales prohibiciones expresan formas de
acción que caracterizan la clase de persona que él desearía ser. Sin afecto, ni
ejemplo, ni orientación no puede efectuarse ninguno de estos procesos y,
desde luego, no se efectúan en el marco de unas relaciones carentes de amor,
mantenidas sobre la base de amenazas y represalias coercitivas.
La moral de la autoridad en el niño es primitiva, porque en su mayor parte
consiste en un conjunto de preceptos, y no puede abarcar el esquema del
derecho y de la justicia, más amplio, dentro del cual las normas que se le prescriben
quedan justificadas. Pero también una moral de la autoridad des-
10 Aquí, recurro y adapto a E. E. Maccoby, "Moral Valúes and Behavior in Childhood", en
Socialization and Society, ed. J. A. Clausen (Boston, Little, Brown, 1968), y a Hoffman, "Moral
Development", pp. 282-319.
422 LOS FINES
arrollada, en la que la base de las normas pueda ser comprendida, muestra
muchos de estos mismos rasgos, y contiene virtudes y vicios similares. Es característica
la existencia de una persona dotada de autoridad, que es querida
y en la que se deposita la confianza o que, por lo menos, es aceptada como
digna de su posición, y cuyos preceptos se tiene el deber de seguir implícitamente.
No nos corresponde a nosotros tener en cuenta las consecuencias,
tarea que atañe a quienes desempeñan funciones de autoridad. Las virtudes
que se estiman son la obediencia, la humildad y la fidelidad a las personas dotadas
de autoridad; y los vicios más importantes son la desobediencia, la
voluntariedad y la temeridad. Tenemos que hacer lo que se espera de nosotros
sin vacilar, pues el no hacerlo así expresa duda y desconfianza y una
cierta arrogancia y una tendencia al recelo. Es claro que la moral de la autoridad
debe subordinarse a los principios del derecho y de la justicia, únicos
que pueden determinar cuándo están justificadas estas exigencias extremas,
o coacciones análogas. La moral de la autoridad en el niño es temporal, es una
necesidad que surge de su peculiar situación y de su comprensión limitada.
Además, el paralelo teológico es un caso especial que, teniendo en cuenta el
principio de libertad igual, no se aplica a la estructura básica de la sociedad
(§ 33). Así, la moral de la autoridad no tiene más que una función restringida
en los ordenamientos sociales fundamentales, y sólo puede justificarse
cuando las insólitas exigencias de la práctica en cuestión hacen indispensable
que se dote a determinados individuos de las prerrogativas de la dirección
y del mando. En todos los casos, la amplitud de esta moral está determinada
por los principios de la justicia.
71. LA MORAL DE LA ASOCIACIÓN
La segunda etapa del desarrollo moral es la de la moral de la asociación. Esta
etapa abarca una vasta gama de casos que dependen de la asociación en
cuestión y que pueden incluir también la comunidad nacional en conjunto.
Así como la moral de la autoridad del niño consiste, principalmente, en un
conjunto de preceptos, el contenido de la moral de la asociación viene dado
por las normas morales apropiadas a la función del individuo en las diversas
asociaciones a que pertenece. Estas normas incluyen las reglas de moral de
sentido común, juntamente con los ajustes necesarios para insertarlas en la
posición particular de una persona; y le son inculcadas por la aprobación y
por la desaprobación de las personas dotadas de autoridad, o por los demás
miembros del grupo. Así, en esta etapa, incluso la familia es considerada como
una pequeña asociación, normalmente caracterizada por una jerarquía
definida, en la que cada miembro tiene ciertos derechos y deberes. Cuando el
niño crece, se le enseñan las normas de conducta adecuadas a su situaciónEL
SENTIDO DE LA JUSTICIA 423
Las virtudes de un buen hijo o de una buena hija se explican o, por lo menos
se exponen, a través de las expectativas parentales, tal como éstas se
muestran en sus aprobaciones y desaprobaciones. Hay, asimismo, la asociación
de la escuela y de la vecindad, y también formas de cooperación a corto
plazo, aunque no por ello menos importantes, como los juegos y las diversiones
con los compañeros. De acuerdo con estos ordenamientos, se aprenden
las virtudes de un buen estudiante y condiscípulo y los ideales de un
buen deportista y camarada. Este tipo de enfoque moral se extiende a los ideales
adoptados en etapas ulteriores de la vida, así como a las diversas categorías
y ocupaciones del adulto, a su posición en la familia, e incluso a su lugar
como miembro de la sociedad. El contenido de estos ideales viene dado
por las distintas concepciones de una buena esposa y un buen marido, un
buen amigo y un buen ciudadano, etc. Así, la moral de la asociación incluye
un gran número de ideales, definido cada uno de ellos en la forma adecuada
a las respectivas categorías o funciones. Nuestra comprensión moral aumenta
a medida que avanzamos por el curso de la vida, a través de una serie de
posiciones. La correspondiente serie de ideales requiere un juicio intelectual
cada vez mayor y unas discriminaciones morales más sutiles. Es claro que
algunos de estos ideales son también más vastos que otros, y hacen al individuo
demandas totalmente distintas. Como luego veremos, el hecho de tener
que seguir determinados ideales allana el camino, de modo completamente
natural, a una moral de los principios.
Ahora bien, cada ideal particular se explica, supuestamente, en el contexto
de los objetivos y propósitos de la asociación a que pertenece la función o la
posición de que se trate. En su momento, una persona elabora una concepción
de todo el sistema de cooperación que define la asociación y las metas
a que tiende. Sabe que los demás tienen que hacer cosas diferentes, según el
lugar que ocupen en el esquema cooperativo. Así, con el tiempo, aprende a
adoptar el punto de vista de los demás, y a ver las cosas desde su perspectiva.
Parece, pues, admisible que la adquisición de una moral de la asociación
(representada por determinadas estructuras de ideales) dependa del desarrollo
de las capacidades intelectuales requeridas para considerar las cosas desde
una variedad de puntos de vista y para interpretarlas, al propio tiempo,
como aspectos de un sistema de cooperación. En realidad, cuando nos detenemos
a considerarlo, vemos que el conjunto de facultades que se requiere
es muy complejo.11 Ante todo, tenemos que reconocer que estos diferentes
puntos de vista existen, que las perspectivas de los demás no son las mismas
que las nuestras. Pero no sólo debemos aprender que a ellos las cosas les
11 Por las observaciones siguientes, estoy en deuda con John Flavell, The Development o/Role-
Taking and Commumcation Skills in Children (Nueva York, John Wiley and Sons, 1968), pp. 208-
211. Véase, también, G. H. Mead, Mind, Selfand Society (Chicago, University of Chicago Press,
1934), pp. 135-164.
424 LOS FINES
parecen distintas, sino que ellos tienen diferentes deseos y objetivos, y diferentes
proyectos y estímulos; y debemos aprender a inferir estos hechos de
sus palabras, de su conducta y de su aspecto. Después, necesitamos identificar
los rasgos definitivos de estas perspectivas, qué es lo que los otros necesitan
y desean especialmente, cuáles son sus creencias y opiniones predominantes.
Sólo así podremos comprender y valorar sus acciones, sus intenciones
y sus motivos. A menos que seamos capaces de identificar estos elementos
principales, no podemos colocarnos en el lugar de otro, ni saber qué haríamos
nosotros en su posición. Para lograr esto, tenemos que saber, naturalmente,
cuál es, en realidad, la perspectiva de la otra persona. Pero, al fin, tras
haber comprendido la situación de otro, nos queda aún la necesidad de regular
nuestra conducta de un modo apropiado en relación con ella.
La realización de estas cosas —por lo menos, en un cierto grado mínimo—
resulta fácil para los adultos, pero es difícil para los niños. Sin duda, esto
explica, en parte, por qué los preceptos de la primitiva moral de la autoridad
en el niño suelen expresarse en términos que se remiten a la conducta externa,
y por qué los motivos y las intenciones son, en gran parte, omitidos por
los niños en su valoración de las acciones. El niño no ha llegado todavía a
dominar el arte de percibir la persona de los demás, es decir, el arte de discernir
sus creencias, sus intenciones y sus sentimientos, de modo que su interpretación
de la conducta de los otros no puede estar informada por un
conocimiento de estas cosas. Además, su capacidad de colocarse en el lugar
de ellos todavía está sin ejercitar y, probablemente, se extraviaría. No es de
extrañar, pues, que estos elementos, tan importantes desde el punto de vista
moral final, no se tengan en cuenta en la primera etapa.12 Pero esta carencia
va superándose gradualmente, a medida que asumimos una serie de funciones
más exigentes con unos esquemas más complejos de derechos y deberes.
Los ideales correspondientes nos exigen que veamos las cosas desde
una mayor multiplicidad de perspectivas, como lo implica la concepción
de la estructura básica.
He tocado estos aspectos del desarrollo intelectual por una razón de totalidad.
No puedo considerarlos con detalle, pero señalaré que, evidentemente,
ocupan un lugar central en la adquisición de interpretaciones morales.
Un mejor o peor aprendizaje del arte de percibir a la persona afectará a la
sensibilidad moral de cada uno; y no es menos importante comprender las
complejidades de la cooperación social. Pero estas facultades no bastan. Alguien
cuyos propósitos sean puramente manipuladores, y que desee explotar
a los demás en beneficio propio, también debe poseer estas cualidades si
carece de una fuerza irresistible. Las tretas de la persuasión y del engaño requieren
las mismas facultades intelectuales. Debemos, pues, examinar
12 Para una discusión de estos puntos, véase Roger Brown, Social Psychology, pp. 239-244.
EL SENTIDO DE LA JUSTICIA 425
cómo llegamos a apegarnos a nuestros compañeros de asociación y, posteriormente,
a los ordenamientos sociales en general. Consideremos el caso de
una asociación cuyas normas públicas reconocen todos como justas. ¿Cómo
es posible que quienes toman parte en el ordenamiento se hallen unidos por
lazos de amistad y de mutua confianza, y que estén seguros, unos de otros,
de que todos cumplirán con su deber? Podemos suponer que estos sentimientos
y actitudes han sido generados por la participación en la asociación.
Así, una vez comprobada la capacidad de una persona de sentir simpatía
hacia otras, puesto que ha adquirido afectos de acuerdo con la primera ley
psicológica, mientras sus compañeros tienen el evidente propósito de cumplir
sus deberes y obligaciones, desarrolla sentimientos amistosos hacia ellos,
juntamente con sentimientos de lealtad y confianza. Y este principio es una
segunda ley psicológica. Como los individuos ingresan en la asociación uno
por uno a lo largo de un determinado periodo, o grupo por grupo (de magnitudes
convenientemente limitadas), adquieren estas adhesiones cuando
los otros, de más larga permanencia en la sociedad, cumplen su función y
realizan los ideales de su posición social. Así, si los que se hallan comprometidos
en un sistema de cooperación social actúan de modo regular, con el
propósito evidente de mantener sus justas normas, entre ellos tienden a desarrollarse
lazos de amistad y de confianza mutua, lo que les une al esquema
cada vez más sólidamente.
Una vez establecidos estos lazos, una persona tiende a experimentar sentimientos
de culpa cuando no consigue realizar su función. Estos sentimientos
se manifiestan de diversos modos: por ejemplo, en la inclinación a compensar
los daños causados a otros (reparación), si tales daños se han producido, así
como en la disposición de admitir que nuestra conducta ha sido injusta (errónea)
y a disculparnos por ello. Los sentimientos de culpa se manifiestan igualmente
reconociendo que el castigo y la censura son justos, y descubriendo
que es más difícil disgustarse e indignarse contra los demás cuando tampoco
ellos aciertan a cumplir su función. La ausencia de estas inclinaciones revelaría
una falta de lazos de amistad y de confianza mutua. Con ello se pondría
de manifiesto una facilidad para asociarse con otros, sin tener en cuenta las
normas y criterios de legítimas expectativas que son públicamente reconocidos
y utilizados por todos para determinar sus disensiones. Una persona
sin estos sentimientos de culpa no se preocupa por las cargas que caen sobre
otros, ni se preocupa de los abusos de confianza por los que se ven defraudados.
Pero cuando existan las relaciones de amistad y de confianza, esas inhibiciones
y reacciones tienden a ser suscitadas por el incumplimiento de los
deberes y obligaciones. Si estas coacciones emocionales se pierden, sólo habrá,
en el mejor de los casos, una simulación de simpatía y de confianza mutua.
Así, de igual modo que en la primera etapa se desarrollan ciertas actitudes naturales
respecto a los padres, también aquí se desarrollan lazos de amistad y
426 LOS FINES
de confianza entre los asociados. En cada caso, ciertas actitudes naturales
subyacen en los correspondientes sentimientos morales: la carencia de estos
sentimientos pondría de manifiesto la ausencia de estas actitudes.
La segunda ley psicológica se desarrolla, probablemente, en formas similares
a la primera. Como se reconoce que las disposiciones de una asociación
son justas (y en las más complejas funciones los principios de la justicia
se comprenden y sirven para definir el ideal adecuado), asegurando con ello
que todos sus miembros se beneficien y sepan que se benefician de sus actividades,
se considera que la conducta de los demás, al cumplir su función,
es provechosa para cada uno. Aquí, la evidente intención de aceptar los
propios deberes y obligaciones se interpreta como una forma de buena voluntad,
y este reconocimiento despierta, en compensación, sentimientos de
amistad y de confianza. Con el tiempo, los efectos recíprocos de que cada
quien cumpla con su deber se fortalecen entre sí, hasta alcanzar una especie
de equilibrio. Pero también podemos suponer que los miembros más recientes
de la asociación reconocen unos modelos morales, es decir, personas
que son admiradas de diversas formas y que muestran en alto grado el ideal
correspondiente a su posición. Estas personas despliegan aptitudes y facultades,
y virtudes de carácter y de temperamento que atraen nuestro afecto y
despiertan en nosotros el deseo de ser como ellos y de ser capaces de hacer
las mismas cosas. En parte, este deseo de emulación surge del hecho de que
consideramos sus atributos como requisitos indispensables para alcanzar
sus privilegiadas posiciones, pero es también un efecto que acompaña al
principio aristotélico, porque gozamos con la exhibición de actividades más
complejas y sutiles, y estas exhibiciones tienden a despertar el deseo de hacer
nosotros mismos esas cosas. Así, cuando los ideales morales correspondientes
a las diversas funciones de una asociación justa son realizados con
evidente propósito por personas atractivas y admirables, es probable que estos
ideales sean adoptados por quienes son testigos de su realización. Estas
concepciones son percibidas como una forma de buena voluntad, y la actividad
en que se manifiestan se muestra como una excelencia humana que también
otros pueden apreciar. Se hallan presentes los dos mismos procesos
psicológicos de antes: otras personas actúan con el evidente propósito de
afirmar nuestro bienestar y, al propio tiempo, muestran unas cualidades y
unas formas de hacer las cosas que nos atraen y despiertan en nosotros el
deseo de emularlas.
La moral de la asociación adopta muchas formas, según la asociación y la
función de que se trate, y estas formas representan muchos niveles de complejidad.
Pero, si consideramos las funciones más exigentes, definidas por las
instituciones más importantes de la sociedad, se reconocerá que los principios
de la justicia regulan la estructura básica y corresponden al contenido de un
gran número de ideales importantes. En realidad, estos principios se aplican
EL SENTIDO DE LA JUSTICIA 427
a la función de ciudadanos que a todos nos corresponde, pues se entiende
que todos —y no solamente los que desempeñan cargos públicos— tenemos
opiniones políticas acerca del bien común. Así, podemos suponer que hay
una moral de la asociación en que los miembros de la sociedad se consideran
entre sí como iguales, como amigos y asociados, reunidos en un sistema de
cooperación, del que se sabe que es beneficioso para todos y que está regido
por una común concepción de la justicia. El contenido de esta moral se caracteriza
por las virtudes cooperativas: las de la justicia y la rectitud, la fidelidad
y la confianza, la integridad y la imparcialidad. Los vicios típicos son la
avaricia y la injusticia, la falta de probidad y el dolo, la parcialidad y la arbitrariedad.
Entre asociados, el hecho de caer en estas faltas tiende a despertar
sentimientos de (asociación) culpa, por una parte, y de resentimiento y
de indignación, por otra. Estas actitudes morales tienen que existir, una vez
que nos hayamos adherido a los que cooperan con nosotros en un esquema
justo (o recto).
72. LA MORAL DE LOS PRINCIPIOS
Quien alcance las formas más complejas de la moral de la asociación, tal como
se expresan, por ejemplo, en el ideal de ciudadano igual, tiene, ciertamente,
un conocimiento de los principios de la justicia. Ha desarrollado también
un afecto a muchos individuos y comunidades particulares, y está dispuesto
a seguir las normas morales que se le aplican en sus diversas posiciones y
que son mantenidas por la aprobación y desaprobación social. Tras haberse
afiliado con otros y aspirar a vivir según estas concepciones éticas, tiene interés
en ganar la aprobación para su conducta y para sus propósitos. Parecería
que, si bien el individuo conoce los principios de la justicia, su estímulo
para cumplir con ellos, al menos durante algún tiempo, surge principalmente
de sus lazos de amistad y simpatía hacia los demás, y de su interés por la
aprobación de la sociedad. Deseo ahora considerar el proceso por el cual una
persona llega a adherirse a estos principios del más alto orden, de tal modo
que, así como durante la fase anterior de la moral de la asociación, puede querer
ser, por ejemplo, un buen deportista, ahora desea ser una persona justa.
La idea de actuar justamente y de promover instituciones justas viene a tener
para él un atractivo análogo al que antes poseían los ideales subordinados.
Al hacer conjeturas acerca del modo en que puede surgir esta moral de los
principios (principios, aquí, significan primeros principios, como los considerados
en la situación original), señalaremos que la moral de la asociación
conduce, de modo enteramente natural, a un conocimiento de las normas de
la justicia. En una sociedad bien ordenada, sin embargo, esas normas no sólo
definen la concepción pública de la justicia, sino que los ciudadanos que tienen
un interés en los asuntos políticos, y los que ejercen funciones legislati428
LOS FINES
vas y judiciales y otras similares, se ven constantemente requeridos a aplicarlas
y a interpretarlas. Tienen que adoptar, a menudo, el punto de vista de
los demás, no sólo para saber lo que desearán y probablemente harán, sino
con el propósito de alcanzar un equilibrio razonable entre derechos opuestos
y para concertar los diversos ideales subordinados de la moral de la asociación.
La realización de los principios de la justicia requiere que adoptemos
los puntos de vista definidos por la secuencia de cuatro etapas (§ 31).
Como la situación lo aconseja, adoptamos la perspectiva de una convención
constitucional, o de una legislatura, o de algo semejante. Con el tiempo, se alcanza
un dominio de estos principios y se comprenden los valores que aseguran
y la forma en que benefician a todos. Ahora bien, esto conduce a una
aceptación de estos principios por una tercera ley psicológica. Esta ley determina
que, una vez que las actitudes de amor y de confianza y de sentimientos
amistosos y de mutua fidelidad han sido generadas de acuerdo con las dos
leyes psicológicas precedentes, entonces el reconocimiento de que nosotros y
aquellos a quienes estimamos somos los beneficiarios de una institución
justa, establecida y duradera, tiende a engendrar en nosotros el correspondiente
sentimiento de justicia. Desarrollamos un deseo de aplicar y de actuar
según los principios de la justicia, una vez que comprobamos que los ordenamientos
sociales que responden a ellos han favorecido nuestro bien y el de
aquellos con quienes estamos afiliados. Con el tiempo, llegamos a apreciar
el ideal de la cooperación humana justa.
Ahora bien, un sentimiento de justicia se manifiesta, por lo menos, de dos
maneras. Primera: nos induce a aceptar las instituciones justas que se acomodan
a nosotros, y de las que nosotros y nuestros compañeros hemos obtenido
beneficios. Necesitamos llevar a cabo la parte que nos corresponde para
mantener aquellos ordenamientos. Tendemos a sentirnos culpables cuando
no cumplimos nuestros deberes y obligaciones, aunque no estemos unidos a
aquellos de quienes obtenemos beneficios por ningún lazo de especial simpatía.
Es posible que éstos no hayan tenido aún suficientes oportunidades
para mostrar una evidente intención de llevar a cabo su parte, y no son, por
tanto, objeto de tales movimientos de simpatía, en virtud de la segunda ley.
O acaso el esquema institucional en cuestión puede ser tan general, que los
lazos particulares nunca lleguen a fortalecerse mucho. En todo caso, el cuerpo
ciudadano como conjunto no se halla, en general, unido por lazos de simpatía
entre los individuos, sino por la aceptación de unos principios de
justicia públicos. Aunque cada ciudadano sea amigo de algunos ciudadanos,
ningún ciudadano es amigo de todos. Pero su común sumisión a la justicia
proporciona una perspectiva unificada, desde la cual pueden juzgar
sus diferencias. Segunda: un sentimiento de justicia da origen a un deseo de
trabajar en favor de la implantación de instituciones justas (o, por lo menos,
de no oponerse) y en favor de la reforma de las existentes cuando la justicia
EL SENTIDO DE LA JUSTICIA 429
así lo requiera. Deseamos operar sobre el deber natural para fomentar los
ordenamientos justos. Y esta inclinación va más allá del apoyo a los esquemas
particulares que han asegurado nuestro bien. Trata de extender la concepción
que ellos encarnan a nuevas situaciones, para bien de una comunidad
más vasta.
Cuando actuamos contra nuestro sentido de la justicia, explicamos nuestros
sentimientos de culpa con referencia a los principios de justicia. Entonces,
tales sentimientos se razonan de un modo totalmente distinto de las
emociones de culpa de la autoridad y de la asociación. El desarrollo moral
completo ya ha tenido lugar, y por primera vez experimentamos sentimientos
de culpa en el sentido estricto; y esto es válido también para las otras emociones
morales. En el caso del niño, la noción de un ideal moral y la adecuación
de intenciones y motivos no se comprenden y, en consecuencia, no
existe el marco apropiado para los sentimientos de (principio) culpa. Y, en la
moral de la asociación, los sentimientos morales dependen esencialmente
de los lazos de amistad y confianza con determinados individuos o comunidades,
y la conducta moral se basa, en gran parte, en la necesidad de la aprobación
de los compañeros. Esto puede ser verdad también en las fases más
exigentes de esta moral. Los individuos, en su papel de ciudadanos, con un
pleno conocimiento del contenido de los principios de justicia, pueden sentirse
impulsados a actuar sobre ellos, principalmente, a causa de sus lazos con
determinadas personas y como consecuencia de su adhesión a su propia
sociedad. Pero, una vez aceptada una moral de principios, las actitudes morales
ya no sólo se relacionan con el bienestar y con la aprobación de determinados
individuos o grupos, sino que se configuran de acuerdo con una
concepción del derecho elegida sin tener en cuenta estas contingencias. Nuestros
sentimientos morales muestran una independencia de las circunstancias
accidentales de nuestro mundo, cuya significación viene dada por la descripción
de la posición original y por su interpretación kantiana.
Pero aunque los sentimientos morales sean, en este sentido, independientes
de las contingencias, nuestras naturales adhesiones a personas y grupos
determinados siguen teniendo un lugar apropiado. Porque, dentro de la moral
de los principios, las infracciones que antes daban origen a culpa y resentimiento
(asociación), y a los sentimientos morales, originan ahora sentimientos
en el sentido estricto. Al explicar las emociones propias se hace referencia
al principio adecuado. Sin embargo, cuando se hallan presentes los lazos
naturales de amistad y de mutua confianza, estos sentimientos morales son
más intensos que cuando aquellos están ausentes. Los afectos existentes exaltan
el sentimiento de culpa y de indignación, o cualquier otro sentimiento,
también en la etapa de la moral de los principios. Ahora bien, admitiendo que
esta exaltación sea congruente, se sigue que las violaciones de estos lazos naturales
son inconvenientes. Porque, si suponemos, por ejemplo, que un sen430
LOS FINES
timiento racional de culpa (es decir, un sentimiento de culpa que surge de
la aplicación de los principios morales correctos, a la luz de creencias verdaderas
o razonables) implica una falta por nuestra parte, y que un sentimiento
de culpa mayor implica una falta mayor, entonces, ciertamente, la violación
de la confianza y la traición de la amistad, etc., están especialmente
vedadas. La violación de estos lazos con individuos y grupos determinados
suscita sentimientos morales más intensos, y ello supone que estas faltas son
más graves. Desde luego, el engaño y la infidelidad son siempre malos por
ser contrarios a los deberes y obligaciones naturales. Pero no siempre son
igualmente malos. Son peores cuando se han formado lazos de afectos y de
buena fe, y esta consideración debe tenerse en cuenta al elaborar las correspondientes
normas de prioridad.
Puede parecer extraño, al principio, que lleguemos a tener el deseo de actuar,
a partir de una concepción del derecho y de la justicia. ¿Cómo es posible
que los principios morales comprometan nuestros afectos? En la justicia
como imparcialidad hay varias respuestas a esta pregunta. En primer lugar,
como hemos visto (§ 25), los principios morales deben tener un cierto
contenido. Como fueron elegidos por personas juiciosas para decidir entre
pretensiones diferentes, definen las formas convenidas de favorecer los intereses
humanos. Las instituciones y las acciones son valoradas desde el punto
de vista de la garantía de estos objetivos y, por tanto, los principios insustanciales,
como, por ejemplo, el de no mirar al cielo en martes, son rechazados
como requerimientos pesados e irracionales. En la situación original las
personas juiciosas no tienen razón alguna para aceptar normas de este tipo.
Pero, en segundo lugar, también es cierto que el sentido de la justicia se halla
unido al amor a la humanidad. Con anterioridad (§ 30) he señalado que la
filantropía se desconcierta cuando los muchos objetos de su amor se oponen
entre sí. Los principios de la justicia son necesarios para guiarla. La diferencia
entre el sentido de la justicia y el amor a la humanidad consiste en que el
segundo es supererogatorio, pues va más allá de los requerimientos morales
y no invoca las exenciones que permiten los principios de deberes y obligaciones
naturales. Pero es claro que los objetos de estos dos sentimientos
se hallan estrechamente relacionados, pues se definen en gran parte por la
misma concepción de la justicia. Si uno de ellos parece natural e inteligible,
también lo es el otro. Además, los sentimientos de culpa e indignación son
provocados por los daños y extorsiones de otros, injustamente causados por
nosotros mismos o por terceros, y nuestro sentido de la justicia es ofendido
de igual modo. Esto se explica por el contenido de los principios de la justicia.
Por último, la interpretación kantiana de estos principios demuestra
que, al actuar sobre ellos, los hombres expresan su naturaleza de seres racionales
libres e iguales (§ 40). Como esto forma parte de su bien, el sentido de
la justicia tiende a su bienestar todavía más directamente. Contribuye a sosEL
SENTIDO DE LA JUSTICIA 431
tener los ordenamientos que permiten a todos expresar su naturaleza común.
En realidad, sin un sentido de la justicia común o coincidente, la amistad social
no puede existir. Así, el deseo de actuar justamente no es una forma de
obediencia ciega a unos principios arbitrarios, ajenos a unas aspiraciones
racionales.
Naturalmente, yo no diría que la justicia como imparcialidad sea la única
doctrina que pueda interpretar el sentido de la justicia de modo natural. Como
lo señala Sidgwick, un utilitario jamás considera que esté actuando simplemente
en virtud de una ley impersonal, sino siempre al servicio del bienestar
de algún ser o de algunos seres por los que tiene un cierto grado de
simpatía.13 La interpretación utilitaria e, indudablemente, la perfeccionista
también, satisfacen la condición de que el sentido de la justicia puede caracterizarse
de tal modo que sea psicológicamente comprensible. Por lo demás,
una teoría debe ofrecer una descripción de un estado de cosas idealmente
justo, una concepción de una sociedad bien ordenada, de tal manera que la
aspiración a realizar ese estado de cosas, y a mantenerlo vigente responda a
nuestro bien y sea congruente con nuestros sentimientos naturales. Una sociedad
perfectamente justa formaría parte de un ideal que los seres humanos
racionales podrían desear más que ninguna otra cosa, una vez que tuvieran
pleno conocimiento y experiencia de lo que era.14 El contenido de los
principios de la justicia, la forma en que se derivan y las etapas del desarrollo
moral demuestran que en la justicia como imparcialidad es posible tal
interpretación.
Parecería, pues, que la doctrina del acto puramente consciente es irracional.
Esta doctrina sostiene, en primer lugar, que el más alto motivo moral es
el deseo de hacer lo que es recto y justo, simplemente porque es recto y justo,
sin que sea adecuada ninguna otra descripción y, en segundo lugar que, si
bien otros motivos tienen, ciertamente, un valor moral, como, por ejemplo,
el deseo de hacer lo que es recto porque el hacer esto acrecienta la felicidad
humana, o porque tiende a fomentar la igualdad, estos deseos son menos
valiosos, moralmente, que el de hacer lo que es recto sólo porque es recto.
Ross sostiene que el sentido de lo recto es un deseo de un objeto distinto (e inanalizable),
porque una propiedad específica (e inanalizable) caracteriza las
acciones que constituyen nuestro deber. Los otros deseos moralmente valiosos,
aunque desde luego son deseos de cosas necesariamente relacionadas
con lo que es recto, no son deseos de lo recto en cuanto tal.15 Pero, según
13 Methods ofEthics, 7a ed. (Londres, Macmillan, 1907), p. 501.
14 Sobre este punto, véase G. C. Field, Moral Theory, 2é ed. (Londres, Methuen, 1932), pp. 135 ss.,
141 ss.
15 Para el concepto del acto puramente consciente, véase W. D. Ross, The Right and the Good
(Oxford, The Clarendon Press, 1930), pp. 157-160; y The Foundations of Ethics (Oxford, The
Clarendon Press, 1939), pp. 205 ss. Que esta noción convierta lo recto en una preferencia arbi432
LOS FINES
esta interpretación, el sentido de lo recto carece de toda razón aparente; se
parece a una preferencia del té en lugar del café. Aunque esa preferencia
pueda existir, sería enteramente caprichoso erigirla en norma de la estructura
básica de la sociedad; y no lo será menos porque se oculte tras una afortunada
relación necesaria con unas bases razonables en que se fundamenten
unos juicios de lo que es recto.
Pero, para quien comprende y acepta la doctrina contractual, el sentimiento
de justicia no es un deseo diferente del deseo de actuar según unos
principios en que los individuos racionales estarían de acuerdo en una situación
inicial que da a cada individuo igual representación como persona moral.
Tampoco es diferente del deseo de actuar de acuerdo con unos principios
que expresen la naturaleza de los hombres como seres racionales, libres
e iguales. Los principios de la justicia responden a estas descripciones, y
este hecho nos permite dar una interpretación aceptable al sentido de la justicia.
A la luz de la teoría de la justicia, comprendemos que los sentimientos
morales puedan ser normativos en nuestra vida y que desempeñen el papel
que las condiciones formales les atribuyen sobre los principios morales. El
hecho de estar regidos por estos principios significa que deseamos vivir con
otros en unos términos que todos reconocerían como justos, desde una perspectiva
que todos aceptarían como razonable. El ideal de unas personas que
cooperen sobre esta base ejerce una atracción natural sobre nuestras inclinaciones.
Por último, podemos observar que la moral de los principios adopta dos
formas, una que corresponde al sentimiento de rectitud y de justicia, y la
otra al amor a la humanidad y al autodominio. Como hemos señalado, la segunda
es supererogatoria, mientras la primera no. En su forma normal de
rectitud y de justicia, la moralidad de los principios incluye las virtudes
de las morales de la autoridad y de la asociación. Define la última etapa, en
que todos los ideales subordinados son, al fin, comprendidos y organizados
en un sistema coherente, por unos principios satisfactoriamente generales.
Las virtudes de las otras moralidades reciben su explicación y su justificación
dentro de este esquema más general; y sus respectivas exigencias se ven
modificadas por las prioridades que les asigna una concepción más extensa.
La moral de supererogación tiene dos aspectos, según la dirección en que
sean voluntariamente superados los requerimientos de la moralidad de los
principios. Por una parte, el amor a la humanidad se muestra en la cooperación
al bien común, en forma que exceda de nuestros deberes y obligaciones
naturales. Esta no es una moral para personas ordinarias, y sus virtudes
peculiares son las de la buena voluntad, una elevada sensibilidad para los
traria es idea que tomo de J. N. Findlay, Valúes and Intentions (Londres, George Alien and
Unwin, 1961), pp. 213 ss.
EL SENTIDO DE LA JUSTICIA 433
sentimientos y deseos de los otros, y una adecuada humildad y un decoroso
desinterés respecto a sí mismo. La moral del dominio propio, por otra parte,
en su forma más sencilla se manifiesta en la realización, con total facilidad
e indulgencia, de los requerimientos de la rectitud y de la justicia. Se hace
verdaderamente supererogatoria, cuando el individuo muestra sus virtudes
características de valor, de magnanimidad y de autocontrol, en acciones
que presuponen una gran disciplina y adiestramiento. Y el individuo puede
hacer esto, o bien mediante la libre adopción de ocupaciones y situaciones
que requieren esas virtudes para un buen desempeño de sus deberes o, en
otro caso, mediante la búsqueda de unos fines superiores, de un modo coherente
con la justicia, pero sobrepasando las exigencias del deber y de la
obligación. Así, las morales de supererogación, las del santo y las del héroe,
no contradicen las normas de la rectitud y de la justicia; se caracterizan por
la voluntaria adopción, por parte del propio individuo, de unos propósitos
congruentes con estos principios, pero que van más allá de lo que éstos prescriben.
16
73. CARACTERÍSTICAS DE LOS SENTIMIENTOS MORALES
En las próximas secciones analizaré con más detalle varios aspectos de las
tres etapas de la moral. El concepto de un sentimiento moral, la naturaleza
de las tres leyes psicológicas y el proceso mediante el cual se realizan requieren
nuevo comentario. Volviendo a la primera de estas cuestiones, quiero
aclarar que utilizaré el término más antiguo de "sentimiento" para familias
permanentes y ordenadas de disposiciones rectoras, como el sentido de la justicia
y el amor a la humanidad (§ 30), y para adhesiones duraderas a individuos
o asociaciones particulares que ocupan un lugar importante en la vida
de una persona. Así, hay sentimientos morales y naturales. Utilizo en sentido
más general el término "actitud". Al igual que los sentimientos, las actitudes
son familias ordenadas de disposiciones, tanto morales como naturales,
pero, en su caso, las tendencias no tienen que ser necesariamente normativas
ni duraderas. Por último, utilizaré las denominaciones "impresión moral" y
"emoción moral" para las impresiones y las emociones que experimentamos
en ocasiones determinadas. Quiero aclarar también la relación entre sentimientos,
actitudes e impresiones morales, de una parte, y los correspondientes
principios morales, de otra.
Los principales rasgos de los sentimientos morales tal vez puedan diluci-
16 En esta descripción de los aspectos de la moral de supererogación, me he acercado a J. O.
Urmson, "Saints and Heros", en Essays in Moral Phüosophy, ed. A. I. Melden (Seattle, University
of Washington Press, 1958). La noción del autodominio está tomada de Adam Smith, The
Theory of the Moral Sentiments, parte vi, sec. m, que puede encontrarse en Adam Smith's Moral
and Political Phüosophy, ed. H. W. Schneider (Nueva York, Hafner, 1948), pp. 251-277.
434 LOS FINES
darse mejor considerando las diversas cuestiones que se plantean al tratar
de identificarlos, y los diversos sentimientos en que se manifiestan.17 Vale la
pena observar las formas en que se distinguen unos de otros y de las actitudes
e impresiones naturales con las que pueden confundirse. Así, pues, ante
todo, hay preguntas como las siguientes: a) ¿cuáles son las expresiones lingüísticas
que se emplean para manifestar una impresión moral determinada,
y las variaciones significativas, si las hay, de estas expresiones?; b) ¿cuáles
son las indicaciones conductuales características de una impresión dada, y
cuáles son las formas en que una persona revela típicamente cómo se siente
impresionada?; c) ¿cuáles son las sensaciones características y las impresiones
cinestésicas, si las hay, que se relacionan con las emociones morales?
Cuando una persona está irritada, por ejemplo, puede sentir calor, puede
temblar y puede experimentar una tensión en el estómago. Puede ser incapaz
de hablar sin que su voz se estrangule, y acaso no pueda suprimir ciertos
gestos. Aunque existan esas sensaciones características y esas manifestaciones
conductistas de una impresión moral, no constituyen la impresión de culpa,
vergüenza, indignación o cualquier otra. Esas sensaciones y manifestaciones
características no son necesarias ni suficientes, en ciertos casos, para
que alguien se sienta culpable, avergonzado o indignado. Esto no equivale
a negar que ciertas sensaciones características y manifestaciones conductistas
de perturbación puedan ser necesarias, si llegamos a vernos abrumados
por impresiones de culpa, vergüenza o indignación. Pero, para tener esas impresiones
basta, muchas veces, que una persona diga, sinceramente, que tiene
la impresión de ser culpable, de estar avergonzada o indignada, y que
está dispuesta a dar una explicación adecuada de las razones por las que siente
esa impresión (suponiendo, desde luego, que acepte esta explicación como
correcta).
Esta última consideración introduce la principal cuestión a la hora de distinguir
las impresiones morales de las otras emociones, así como unas de
otras, concretamente: d) ¿cuál es el tipo definitivo de explicación requerido
para tener una impresión moral, y cómo estas explicaciones difieren de una
impresión a otra? Así, cuando preguntamos a alguien por qué tiene la impresión
de ser culpable, ¿qué clase de respuesta deseamos? Desde luego, no toda
17 Estas cuestiones se suscitan cuando se aplica al concepto de las impresiones morales el
tipo de investigación realizada por Wittgenstein en las Phüosophical Investigations (Oxford, Basil
Blackwell, 1953). Véase también, por ejemplo, G. E. M. Anscombe, "Pretending", Proceedings of
the Aristotelian Socíely, sup. vol. 32 (1958), pp. 285-289; Phillipa Foot, "Moral Beliefs", Proceedings
of the Aristotelian Socíely, vol. 59 (1958-1959), pp. 86-89; y George Pitcher, "On Approval",
Phüosophical Review, vol. 67 (1958). Véase también B. A. O. Williams, "Morality and the Emotions",
inaugural Lecture (Bedford College, University of London, 1965). Puede haber una
dificultad con la teoría emotiva de la ética, tal como la presenta C. L. Stevenson en Ethics and
Language (New Haven, Yale University Press, 1944), consistente en que no pueda identificar y
distinguir las impresiones morales de las no morales. Para una discusión de esta cuestión, véase
W. P. Alston, "Moral Attitudes and Moral Judgments", Nóus, vol. 2 (1968).
EL SENTIDO DE LA JUSTICIA 435
contestación es aceptable. No bastará simplemente una referencia a que se
espera un castigo; esto podría explicar el temor, la angustia, pero no los sentimientos
de culpa. De modo semejante, la mención a unos daños o desgracias
que hayan caído sobre uno a consecuencia de sus acciones pasadas explica
las impresiones de pesar, pero no las de culpa, y mucho menos las de remordimiento.
Es claro que el temor y la angustia acompañan frecuentemente a
las impresiones de culpa, por razones evidentes, pero estas emociones no deben
confundirse con las impresiones morales. No debemos suponer, pues,
que la experiencia de culpa es, en cierto modo, una mezcla de temor, de angustia
y de pesar. La angustia y el temor no son impresiones morales, en
absoluto, y el pesar está relacionado con alguna interpretación de nuestro
bien, al ser originado, tal vez, por los fracasos sufridos a consecuencia de la
imposibilidad de favorecer nuestros intereses de un modo sensato. Incluso
fenómenos como impresiones de culpa neurótica, y otras desviaciones del
caso normal, son aceptados como impresiones de culpa y no simplemente
como temores y angustias irracionales, a causa del tipo especial de explicación
por desviarse de la norma. En esos casos, se supone siempre que una
investigación psicológica más profunda descubrirá (o ha descubierto) la correspondiente
semejanza con otras impresiones de culpa.
En general, es característica necesaria de las impresiones morales —y forma
parte de lo que las distingue de las actitudes naturales— que la explicación
que la persona da de su experiencia invoque un concepto moral y sus
principios asociados. Su información acerca de sus impresiones hace referencia
a una justicia o a una injusticia reconocidas. Cuando preguntamos
eso, probablemente estamos ofreciendo varias formas de impresiones de culpa
como contraejemplos. Esto es fácil de comprender porque las primeras
formas de impresiones de culpa son las de culpa de autoridad, y no es probable
que hayamos crecido sin tener lo que podría llamarse residuos de impresiones
de culpa. Por ejemplo, a una persona educada en una secta religiosa
estricta puede habérsele enseñado que es malo ir al teatro. Aunque ya no lo
cree, nos dice que continúa considerándose culpable cuando acude al teatro.
Pero estas no son verdaderas impresiones de culpa, porque no está tratando
de disculparse ante nadie, ni de decidir que no verá más obras teatrales,
etc. En realidad, lo que nos diría, más bien, sería que tiene ciertas sensaciones
e impresiones de disgusto, etc., que se parecen a las que sufre cuando se siente
culpable. Así, pues, al aceptar lo correcto de la interpretación contractual,
la explicación de ciertas impresiones morales se basa en principios de derecho
que serían elegidos en la situación original, mientras las otras impresiones
morales se relacionan con el concepto de bondad. Por ejemplo, una persona
se siente culpable porque sabe que se ha apoderado de una parte mayor de la
que le corresponde (según se define en algún esquema justo), o ha tratado
injustamente a otros. O una persona se siente avergonzada porque ha sido
436 LOS FINES
cobarde y no ha hablado claramente. No ha acertado a conducirse de acuerdo
con una concepción del valor moral que se ha propuesto alcanzar (§ 68)<
Lo que distingue unas impresiones morales de otras son los principios y las
faltas que sus explicaciones típicamente invocan. En su mayor parte, las sensaciones
características y las manifestaciones conductistas son las mismas,
pues son perturbaciones psicológicas y tienen los rasgos comunes de éstas.
Es de señalar que la misma acción puede dar origen a varias impresiones
morales a la vez, siempre que, como suele ocurrir, pueda darse la explicación
adecuada para cada una (§ 67). Por ejemplo, una persona que comete un
fraude puede sentirse culpable y avergonzada: culpable, porque ha violado
una confianza y se ha beneficiado injustamente, siendo su culpa una respuesta
a los daños causados a otros; avergonzada, porque, al recurrir a tales medios,
se ha mostrado, a sus propios ojos (y a los de los otros), como débil e
indigna de confianza, como una persona que recurre a medios ilícitos y ocultos
para alcanzar sus fines. Estas explicaciones se refieren a distintos principios
y valores, distinguiendo así las impresiones correspondientes; pero a
menudo se aplican ambas explicaciones. Podemos añadir que, para que una
persona tenga una impresión moral, no es necesario que todo lo afirmado
en su explicación sea cierto; basta que acepte la explicación. Una persona
puede estar equivocada, pues, al pensar que se ha apoderado de una parte
mayor de la que le corresponde. Puede no ser culpable. De todos modos, tiene
la impresión de que lo es, porque su explicación es correcta y, aunque
erróneas, las creencias que expresa son sinceras.
A continuación viene un grupo de preguntas acerca de la relación de las
actitudes morales con la acción: e) ¿cuáles son las intenciones, los esfuerzos
y las inclinaciones que caracterizan a una persona que experimenta una impresión
dada? ¿Qué tipos de cosas quiere hacer o se encuentra incapaz de
hacer? Un hombre irritado trata, característicamente, de golpear o de impedir
los propósitos de la persona con quien está irritado. Al verse atormentado
por impresiones de culpa, por ejemplo, un hombre desea actuar correctamente
en el futuro y se esfuerza por modificar en consecuencia su conducta. Se
siente inclinado a reconocer lo que ha hecho y solicitar su rehabilitación, y
a reconocer y aceptar reproches y castigos; y se encuentra menos capaz
de condenar a los demás cuando se conducen indebidamente. La situación
particular determinará cuáles de estas disposiciones se realizan; y también
podemos suponer que la familia de disposiciones que pueden manifestarse
varía según la moral del individuo. Está claro, por ejemplo, que las expresiones
típicas de la culpabilidad y las explicaciones adecuadas serán totalmente
distintas, a medida que los ideales y las funciones de la moral de la asociación
se hagan más complejos y exigentes; y estas impresiones, a su vez, serán
distintas de las emociones relacionadas con la moral de los principios. En la
justicia como imparcialidad estas variaciones se explican, en primer lugar,
EL SENTIDO DE LA JUSTICIA 437
por el contenido de la correspondiente interpretación moral. La estructura de
preceptos, ideales y principios revela qué tipos de explicaciones se requieren.
Además, podemos preguntar: f) una persona que tenga una impresión
particular, ¿qué emociones y respuestas espera de parte de otras personas?
¿Cómo prevé que reaccionarán respecto a él, según esto se revela, por ejemplo,
en varias distorsiones características de su interpretación de la conducta
de los otros respecto a él? Así, el que se siente culpable, al reconocer su
acción como una transgresión de las legítimas aspiraciones de otros, espera
que éstos se consideren ofendidos por su conducta y le castiguen de diversos
modos. Supone que también otros individuos se indignarán contra él.
De modo que el que se siente culpable teme el enojo y la indignación de los
otros, y las ambigüedades que esto suscita. Por el contrario, el que se siente
avergonzado teme la burla y el desprecio. Ha sido incapaz de alcanzar una
norma de selección, ha caído en falta y se ha mostrado indigno de la asociación
con otros que comparten sus ideales. Teme ser apartado y rechazado,
convertido en objeto de escarnio y de ridículo. De igual modo que las impresiones
de culpa y de vergüenza tienen diferentes principios en sus explicaciones,
también nos inducen a temer diferentes actitudes en otras personas. En
general, la culpa, el enojo y la indignación invocan el concepto de derecho,
mientras que la vergüenza, el desprecio y el ridículo atañen al concepto de
bondad. Y estas observaciones se extienden, evidentemente, a las impresiones
de deber y de obligación (si las hay) y al propio orgullo y al sentimiento
de la autovaloración.
Por último, podemos preguntar: g) ¿cuáles son las tentaciones características
de actos que originan la impresión moral y cómo se resuelve típicamente
la impresión? También aquí hay marcadas diferencias entre las emociones
morales. Las impresiones de culpa y de vergüenza tienen diferentes marcos
y son superadas de distintos modos, y estas variaciones reflejan los principios
definidores con los que se relacionan y sus peculiares bases psicológicas.
Por ejemplo, la culpa se remedia con la reparación y con el olvido que
permite la reconciliación; la vergüenza, en cambio, se anula mediante la superación
de pruebas de observación de defectos y mediante la renovada confianza
en la excelencia de una persona. También está claro, por ejemplo, que
el enfado y la indignación tienen sus soluciones características, porque el
primero está provocado por lo que consideramos como daños causados a nosotros
mismos, y la segunda es producida p o r los daños causados a otros.
Pero los contrastes entre las impresiones de culpa y de vergüenza son tan
notables que es conveniente señalar cómo corresponden a las distinciones
establecidas entre los diversos aspectos de la moral. Según hemos visto, una
quiebra en cualquier virtud puede dar origen a la vergüenza; basta que
se aprecien las formas de acción entre las excelencias de una persona (§ 67).
De modo análogo, una mala acción siempre puede ser origen de una impre438
LOS FINES
sión de culpa, cuando de alguna manera se daña a otros o se violan sus derechos.
Así, pues, la culpa y la vergüenza reflejan la referencia a los otros y
a uno mismo, que debe estar presente en toda conducta moral. Pero determinadas
virtudes y, por consiguiente, las moralidades que las destacan, son
más típicas del punto de vista de una impresión que las otras y, por tanto,
se hallan más estrechamente relacionadas con ella. Las morales de supererogación,
en especial, facilitan el marco para la vergüenza, porque representan
las más altas formas de excelencia moral, el amor a la humanidad y
el autodominio, y al elegirlas nos exponemos a no estar a la altura de su verdadera
condición. Sería un error, sin embargo, conceder a la perspectiva de
una impresión más importancia que a las otras en la totalidad de la concepción
moral. Porque la teoría del derecho y de la justicia se funda en el concepto
de reciprocidad que reconcilia los puntos de vista de uno mismo y de
los demás como personas morales iguales. Esta reciprocidad tiene como consecuencia
que ambas perspectivas caractericen el pensamiento y el sentimiento
moral, muchas veces en una medida casi igual. Ni el interés por los
demás ni el interés por uno mismo tienen prioridad, porque todos somos
iguales; y el equilibrio entre las personas viene dado por los principios de la
justicia. Y cuando este equilibrio se inclina hacia un cierto lado, como sucede
a las morales de supererogación, lo hace a causa de la elección del individuo
que libremente opta por la parte más general. Así, aunque podemos
pensar que los puntos de vista de uno mismo y de los demás son característicos
de ciertas morales históricamente, o de ciertas perspectivas dentro de
una concepción total, una doctrina moral completa incluye ambas posibilidades.
En sí mismas, una moral de vergüenza o una moral de culpa no son
más que una parte de una visión moral.
En estas observaciones he subrayado dos puntos principales. Ante todo,
las actitudes morales no deben identificarse con sensaciones características
ni con manifestaciones conductistas, aunque éstas existan. Las impresiones
morales requieren ciertos tipos de explicaciones. Así, en segundo lugar, las
actitudes morales implican la aceptación de virtudes morales específicas; y
los principios que definen estas virtudes se utilizan para explicar las impresiones
correspondientes. Los juicios que esclarecen diferentes emociones se
distinguen entre sí por las normas citadas en su explicación. Culpa y vergüenza,
remordimiento y pesar, indignación y enojo, todos se refieren a principios
pertenecientes a disüntas partes de moral o los invocan desde puntos de
vista contrarios. Una teoría ética debe explicar y encontrar un lugar para estas
distinciones, aunque probablemente cada teoría tratará de hacerlo a su
manera.
EL SENTIDO DE LA JUSTICIA 439
74. LA RELACIÓN ENTRE ACTITUDES MORALES Y NATURALES
Hay otro aspecto de las actitudes morales que yo he señalado en el esbozo
del desarrollo del sentido de la justicia: concretamente, su relación con ciertas
actitudes naturales.18 Así, al examinar una impresión moral, deberíamos
preguntar: ¿cuáles son —en el caso de que las haya— las actitudes naturales
con las que se relaciona? Ahora bien: aquí hay dos cuestiones, una la inversa
de la otra. La primera se refiere a las actitudes naturales que se hallan ausentes
cuando una persona no llega a tener unas determinadas impresiones
morales. La segunda, en cambio, pregunta qué actitudes naturales se muestran
presentes cuando alguien experimenta una emoción moral. Al esbozar
las tres etapas de la moral he atendido sólo a la primera cuestión, porque su
inversa plantea otros y más difíciles problemas. He sostenido que, en el contexto
de la situación de autoridad, las actitudes naturales del niño de amor
y confianza en los que ejercen la autoridad le conduce a impresiones de (autoridad)
culpa, cuando viola las prescripciones que se le señalan. La ausencia
de estas impresiones morales evidenciaría una carencia de esos lazos naturales.
De modo semejante, dentro del marco de la moral de la asociación, las
actitudes naturales de amistad y de confianza mutua dan origen a impresiones
de culpa, a causa del incumplimiento de los deberes y obligaciones reconocidos
por el grupo. La ausencia de estas impresiones implicaría la ausencia
de estas adhesiones. Estas proposiciones no deben confundirse con
sus inversas, porque, si bien las impresiones de indignación y de culpa, por
ejemplo, pueden ser consideradas, muchas veces, como prueba de tales afectos,
también puede haber otras explicaciones. En general, los principios morales
se ven confirmados por varias razones, y su aceptación normalmente
basta para las impresiones morales. Desde luego, en la teoría contractual, los
principios de derecho y de la justicia tienen un cierto contenido y, como acabamos
de ver, hay un sentido en el que el comportamiento de acuerdo con
ellos puede ser interpretado como un comportamiento inspirado por un
interés por la humanidad o por el bien de otras personas. Si este hecho demuestra
que un individuo actúa, en parte, en virtud de ciertas actitudes naturales,
especialmente en cuanto éstas implican adhesiones a determinados
individuos, y no simplemente en virtud de las formas generales de la simpatía
y de la buena voluntad, es algo que no voy a tratar aquí. Desde luego, el
anterior informe sobre el desarrollo de la moral supone que ese afecto a determinadas
personas desempeña un papel esencial en la adquisición de la
moral. Pero hasta qué punto estas actitudes son precisas para una ulterior
18 Por toda esta sección, y realmente por el tema de las emociones morales en general, es
mucho lo que debo a David Sachs.
to LOS FINES
lotivación moral es cuestión que puede quedar pendiente, aunque sería
aro, en mi opinión, que tales adhesiones no fuesen, en alguna medida, neesarias.
Ahora bien, la relación entre las actitudes naturales y los sentimientos moales
puede expresarse como sigue: estos sentimientos y actitudes son lamias
ordenadas de disposiciones características, y estas familias coinciden de
al modo que la ausencia de ciertas impresiones morales muestra la ausenia
de ciertos lazos naturales. O bien, la presencia de ciertas adhesiones naurales
da origen a la probabilidad de ciertas emociones morales, una vez que
e haya realizado el desarrollo moral preciso. Podemos ver que esto es así,
nediante un ejemplo. Si A estima a B, entonces, a falta de una especial expliación,
A tiene miedo por B cuando B está en peligro, y trata de acudir en
IUXÍIÍO de B. Además, si C proyecta tratar a B injustamente, A se indigna conra
C e intenta evitar que tales proyectos se hagan realidad. En ambos casos,
\ está dispuesto a proteger los intereses de B. Asimismo, a menos que con-
:urran circunstancias especiales, A está contento cuando se halla junto a
3 y, cuando B sufre algún daño o muere, A siente una gran aflicción. Si A es
responsable del daño que sufre B, A sentirá remordimiento. El amor es un
sentimiento, una jerarquía de disposiciones para experimentar y manifestar
estas emociones primarias cuando la ocasión surge y para actuar del modo
adecuado.19 Para confirmar la relación entre las actitudes naturales y los
sentimientos morales, señalemos, sencillamente, que la disposición por parte
de A a sentir remordimiento cuando causa daño a B, o culpa cuando viola
las legítimas aspiraciones de B, o la disposición de A a sentir indignación
cuando C intenta oponerse al derecho de B, guardan una estrecha relación
psicológica con las actitudes naturales del amor como la disposición a
estar contento en la presencia del otro, o a sufrir cuando el otro sufre. Los sentimientos
morales son, en algunos aspectos, más complejos. En su forma íntegra,
presuponen una comprensión y una aceptación de ciertos principios
y una capacidad de juzgar de acuerdo con ellos. Pero, al admitir estas cosas, la
probabilidad de impresiones morales parece ser una parte de los sentimientos
naturales, como la tendencia a estar contento, o la posibilidad de sufrir.
El amor, a veces, se expresa como pesar, y otras veces como indignación. Por
cierto, que lo uno sin lo otro sería igualmente excepcional. El contenido de
los principios morales racionales hace inteligibles estas relaciones.
Pero una consecuencia importante de esta doctrina es que las impresiones
morales son un rasgo normal de la vida humana. No podríamos prescindir
de ellas sin eliminar, al mismo tiempo, ciertas actitudes naturales. Entre
personas que nunca actuasen de acuerdo con su deber de justicia, excepto
19 Sobre este punto, véase A. F. Shand, The Foundations ofCharacler, 2- ed. (Londres, Macmillan,
1920), pp. 55 ss.
EL SENTIDO DE LA JUSTICIA 441
por razones de propio interés y de conveniente utilidad, no podría haber
lazos de amistad ni de confianza mutua. Porque, cuando existen estas adhesiones,
se reconocen otras razones para actuar rectamente. Esto parece bastante
claro. Pero de lo dicho se sigue también que los egoístas son incapaces
de sentir enojo e indignación, salvo que ellos mismos sean los defraudados.
Si uno de dos egoístas engaña al otro y esto se descubre, ninguno de ellos
tiene motivo para quejarse. Ninguno acepta los principios de la justicia ni
cualquiera otra concepción que sea razonable desde el punto de vista de la
situación original; tampoco experimentan inhibición alguna a causa de impresiones
de culpa debidas a incumplimientos de sus deberes. Como hemos
visto, el enojo y la indignación son impresiones morales y, por consiguiente,
presuponen una explicación referida a una aceptación de los principios
del derecho y de la justicia. Pero, por hipótesis, no pueden facilitarse las explicaciones
adecuadas. Negar que las personas sólo atentas a su propio interés
sean capaces de sentir enojo e indignación, no quiere decir, naturalmente,
que no puedan estar irritadas y molestas entre sí. Una persona sin un
sentido de la justicia puede estar enfurecida con alguien que no se conduzca
rectamente. Pero la irritación y la molestia son distintas de la indignación y
del enojo; no son, como éstas, emociones morales. Tampoco podría negarse
que los egoístas deseen que los otros reconozcan los lazos de amistad y les
traten amistosamente. Pero estos deseos no deben confundirse con lazos de
afecto que conduzcan a una persona a sacrificarse por sus amigos. Indudablemente,
hay dificultades a la hora de distinguir entre el enojo y la irritación,
y entre la amistad aparente y la real. Desde luego, las manifestaciones
claras y las acciones pueden parecer las mismas cuando se observa un margen
limitado de comportamiento. Pero, a largo plazo, puede establecerse,
por lo general, la diferencia.
Podemos decir, pues, que una persona carente de un sentido de justicia, y
que nunca actuaría tal como la justicia requiere, a no ser que así se lo aconsejen
su propio interés y su conveniencia, no sólo carece de lazos de amistad,
de afecto y de confianza mutua, sino que es incapaz de experimentar
enojo e indignación. Carece de ciertas actitudes naturales y de impresiones
morales de un tipo especialmente elemental. Dicho de otro modo, el que carece
de un sentido de la justicia carece de ciertas actitudes y capacidades
fundamentales, incluidas en la noción de humanidad. Ahora bien: las impresiones
morales, según se admite generalmente, son ingratas, en un cierto
sentido amplio; pero no podemos, en modo alguno, evitar una cierta tendencia
a ellas, sin deformarnos a nosotros mismos. Esta tendencia o posibilidad
es el precio del amor y de la confianza, de la amistad y del afecto, y de una
devoción a las instituciones y a las tradiciones, de las que nos hemos beneficiado
y que sirven a los intereses generales de la humanidad.
Además, al admitir que las personas están poseídas de intereses y aspira442
LOS FINES
ciones propios, y que se hallan preparadas, en la persecución de sus propios
fines e ideales, a ejercer presiones recíprocas con sus pretensiones —es
decir, en la medida en que entre las personas prevalezcan las condiciones
que dan origen a cuestiones de justicia—, es inevitable que, dadas la tentación
y la pasión, se realice aquella posibilidad. Y como el hecho de ser impulsado
por fines e ideales excelentes implica una posibilidad de humillación
y de vergüenza, y como una ausencia de una posibilidad de humillación
y de vergüenza implica una carencia de esos fines e ideales, también de la humillación
y de la vergüenza puede decirse que constituyen una parte del concepto
de humanidad. Ahora bien: el hecho de que un individuo que carezca
de sentido de la justicia y, por consiguiente, de una posibilidad de culpa,
carece de ciertas actitudes y capacidades fundamentales no debe considerarse
como una razón para actuar como la justicia ordene. Pero tiene esta significación:
al comprender lo que supondría no tener un sentido de la justicia
—que equivaldría a carecer también de una parte de nuestra humanidad—,
nos sentimos inclinados a aceptar que tenemos ese sentimiento.
De ello se sigue que los sentimientos morales son una parte normal de la
vida humana. No podemos prescindir de ellos sin menoscabar también, al
mismo tiempo, las actitudes naturales. Y ya hemos visto (§§ 30, 72) que los
sentimientos morales son congruentes con estas actitudes, en el sentido de
que el amor a la humanidad y el deseo de contribuir al bien común incluyen
los principios del derecho y de la justicia como necesarios para definir
su objeto. Con todo esto no se pretende negar que nuestras impresiones morales
existentes pueden ser, en muchos aspectos, irracionales y nocivas para
nuestro bien. Freud tiene razón cuando asegura que estas actitudes son, muchas
veces, punitivas y ciegas, pues incorporan muchos de los más duros
aspectos de la situación de autoridad en que se adquirieron por primera vez.
El enojo y la indignación, las impresiones de culpa y de remordimiento, un
sentido del deber y la censura de los otros, frecuentemente toman formas
perversas y destructivas, y embotan sin razón la espontaneidad y la alegría
humanas. Cuando digo que las actitudes morales son parte de nuestra humanidad,
me refiero a aquellas actitudes que fundan su explicación en los
sanos principios del derecho y de la justicia. La racionalidad de la concepción
ética subyacente es una condición necesaria y, así, la adecuación de los
sentimientos morales a nuestra naturaleza viene determinada por los principios
sobre los que se alcanzaría un consenso en la situación original.20 Estos
principios regulan la educación moral y la expresión de la aprobación y de
la desaprobación morales, exactamente igual que rigen los proyectos de las
20 Mili observa en On Liberty, cap. m, § 10, que, si bien el mantenerse adicto a unas rígidas
normas de justicia por consideración a los otros desarrolla la parte social de nuestra naturaleza
y, por consiguiente, es compatible con nuestro bienestar, el detenernos en nuestro avance, no por
su bien, sino por simple mortificación embota nuestra naturaleza, si consentimos en ello.
EL SENTIDO DE LA JUSTICIA 443
instituciones. Pero, aun cuando el sentido de la justicia es el resultado normal
de las actitudes humanas naturales dentro de una sociedad bien ordenada,
también es verdad que nuestras impresiones morales presentes pueden
ser irracionales y caprichosas. Sin embargo, una de las virtudes de una sociedad
bien ordenada es la de que, por haber desaparecido la autoridad arbitraria,
sus miembros sufren mucho menos a causa de las cargas de la conciencia
opresiva.
75. LOS PRINCIPIOS DE LA PSICOLOGÍA MORAL
Seguidamente debemos examinar la relativa estabilidad de la justicia como
imparcialidad a la luz del esbozo del desarrollo moral. Pero, antes de hacerlo,
deseo formular unas observaciones acerca de las tres leyes psicológicas. Será
conveniente hacer un resumen de las mismas. Admitiendo que representan
tendencias y que son eficaces, en igualdad de circunstancias, puede formularse
como sigue:
Primera ley: dado que las instituciones familiares son justas, y que los padres
quieren al niño y expresan manifiestamente su amor preocupándose por su bien,
el niño, reconociendo el evidente amor que sus padres le tienen, llega a quererlos.
Segunda ley: dado que la capacidad de simpatía de una persona ha sido comprobada
mediante la adquisición de afectos, de acuerdo con la primera ley, y dado
que un ordenamiento social es justo y reconocido públicamente por todos como
justo, entonces esa persona desarrolla lazos de sentimientos amistosos y de confianza
respecto a los otros con quienes se halla asociada, cuando éstos cumplen,
con evidente intención, sus deberes y obligaciones y viven de acuerdo con los ideales
de su posición.
Tercera ley: dado que la capacidad de simpatía de una persona se ha desarrollado
mediante su formación de afectos, de acuerdo con las dos primeras leyes, y
dado que las instituciones de una sociedad son justas y reconocidas públicamente
por todos como justas, entonces esa persona adquiere el correspondiente sentido
de la justicia cuando reconoce que ella y aquellos a quienes estima son los beneficiarios
de tales disposiciones.
Tal vez el rasgo más notable de estas leyes (o tendencias) sea que su formulación
se refiere a un marco institucional considerado como justo y, en las
dos últimas, reconocido públicamente como tal. Los principios de la psicología
moral tienen un lugar para una concepción de la justicia, y estos principios
se ofrecen en diferentes formulaciones cuando se utilizan concepciones
diferentes. Así, alguna visión de la justicia interviene en la explicación
del desarrollo del sentimiento correspondiente; las hipótesis acerca de este
proceso psicológico incorporan conceptos morales, aun cuando éstos se consideren
sólo como parte de la teoría psicológica. Esto parece obvio y, si se
444 LOS FINES
admite que las ideas éticas pueden exponerse claramente, no es difícil comprender
que puede haber leyes de este tipo. El precedente esbozo del des-*
arrollo moral indica cómo pueden tratarse estas cuestiones. Después de todo,
el sentido de la justicia es una disposición convenida para adoptar y desear
actuar según el punto de vista moral, por lo menos en la medida en que los
principios de la justicia lo definen. No es de extrañar que tales principios se
hallen implícitos en la formación de este sentimiento regulador. En realidad/
parece probable que nuestra comprensión del aprendizaje moral no pueda ir
mucho más allá de nuestro conocimiento de las concepciones morales que es
necesario aprender. De modo análogo, nuestra comprensión del modo en
que aprendemos nuestro lenguaje está limitada por lo que sabemos de su estructura
gramatical y semántica. Así como la psicolingüística depende de la
lingüística, la teoría del aprendizaje moral depende de una interpretación de
la naturaleza de la moral y de sus diversas formas. Nuestras ideas de sentido
común acerca de estas cuestiones no bastan para los propósitos de la teoría.
Indudablemente, algunos prefieren que las teorías sociales eviten el uso
de conceptos morales. Por ejemplo, pueden desear explicar la formación de
lazos afectivos mediante leyes que se remiten a la frecuencia de la interacción
entre los que se hallan comprometidos en alguna tarea común, o a la regularidad
con que algunas personas toman la iniciativa o ejercen una dirección
autoritaria. Así, una ley puede establecer que, entre iguales que cooperen conjuntamente,
donde la igualdad es definida por las reglas aceptadas, es muy
frecuente que los individuos interactúen recíprocamente, y es muy probable
que entre ellos se desarrollen sentimientos amistosos. Otra ley puede asegurar
que cuanto mayor sea el uso que una persona en posición de autoridad
haga de sus poderes, y cuanto más sólida sea la dirección que ejerza sobre
quienes le están sometidos, más le respeten éstos.21 Pero, como estas leyes
(o tendencias) no mencionan la justicia (o imparcialidad) del ordenamiento
en cuestión, tienen que ser de alcance muy limitado. Los que están sometidos
a otro que ejerce la autoridad seguramente le considerarán de un modo
distinto según que el ordenamiento, en su totalidad, sea justo y esté bien proyectado
para favorecer lo que ellos consideran que son sus legítimos intereses.
Y esto es válido también para la cooperación entre iguales. Las instituciones
son pautas de conducta humana definidas por sistemas públicos de
normas, y el propio desempeño de los oficios y de las profesiones que definen
indica, normalmente, ciertas intenciones y finalidades. La justicia o injusticia
de los ordenamientos de una sociedad y las creencias de los hombres
21 Para ejemplos de las leyes (o tendencias) indicadas de este tipo, véase G. C. Homans, The
Human Group (Nueva York, Harcourt, Brace, 1950), pp. 243, 247, 249,251. En un libro posterior,
sin embargo, se introduce explícitamente el concepto de justicia. Véase Social Behavior: Its Elementary
Forms (Nueva York, Harcourt, Brace and World, 1961), p. 295 ss., que aplica la teoría
desarrollada en las pp. 232-264.
EL SENTIDO DE LA JUSTICIA 445
acerca de estas cuestiones influyen profundamente en los sentimientos sociales;
en buena medida, determinan la forma en que hemos de considerar
la aceptación o el rechazo de una institución por otra, o su intento de reformarla
o defenderla.
Puede objetarse que muchas teorías sociales se sostienen bastante bien,
sin utilizar ideas morales en absoluto. El ejemplo evidente es !a economía.
Sin embargo, la situación de la teoría económica es muy peculiar en el sentido
de que, a menudo, puede suponerse una estructura fija de normas y exigencias
que definen las acciones que se ofrecen a individuos y empresas, y ciertos
supuestos causales simplificadores son sumamente plausibles. La teoría del
precio (sus partes más elementales, en todo caso) es un buen ejemplo. No se
tiene en cuenta por qué los compradores y los vendedores se comportan de
acuerdo con las normas de la ley que rige la actividad económica ni cómo
se forman las preferencias o se establecen las normas legales. En su mayor
parte, estas cosas se aceptan ya como dadas y, hasta cierto punto, no hay objeción
alguna que hacer. Por otra parte, la llamada teoría económica de la
democracia, la idea que extiende las ideas y métodos básicos de la teoría del
precio al proceso político, debe ser considerada cautelosamente, a pesar de sus
méritos.22 Porque una teoría de un régimen constitucional no puede aceptar
las reglas como dadas ni suponer simplemente que serán seguidas. Evidentemente,
el proceso político tiene como una de sus más importantes características
la de establecer y revisar normas, así como la de tratar de controlar
los poderes legislativo y ejecutivo del gobierno. Aun cuando todo se haga
de acuerdo con los procedimientos constitucionales, necesitamos explicar por
qué se aceptan éstos. Nada análogo a las exigencias de un mercado competitivo
es válido para este caso; y no hay sanciones legales, en el sentido ordinario,
para muchos tipos de acción inconstitucional por parte de parlamentos
y miembros del poder ejecutivo, y de las fuerzas políticas que representan.
Los dirigentes políticos, por tanto, son guiados en parte por lo que ellos consideran
como moralmente permisible; y como ningún sistema de frenos y
equilibrios constitucionales es capaz de establecer una mano invisible que
pueda garantizar la conducción del proceso hacia un resultado justo, es necesario
un cierto grado de sentido público de la justicia. Parecería, pues, que
una teoría correcta de la política en un régimen constitucional justo presupone
una teoría de la justicia que explique cómo los sentimientos morales
influyen en la administración de los asuntos públicos. He tocado esta cuestión
en relación con el papel de la desobediencia civil; basta añadir aquí que
una prueba de la doctrina contractual es la de saber en qué medida sirve a
este propósito.
22 Para referencias a esta teoría de la democracia, véase § 31, nota 2, y § 54, nota 18. Naturalmente,
los que han desarrollado la teoría conocen esta limitación. Véase, por ejemplo, Anthony
Downs, "The Public Interest: Its Meaning in a Democracy", Social Research, vol. 29 (1962).
446 LOS FINES
Un segundo punto acerca de las leyes psicológicas es que rigen los cambios
de los lazos afectivos que corresponden a nuestros objetivos finales.
Para aclarar esto, podemos observar que explicar una acción intencional es
demostrar cómo, dadas nuestras creencias y las alternativas a nuestro alcance,
tal acción está de acuerdo con nuestro proyecto de vida o con esa subparte
de él propia de las circunstancias. Esto suele hacerse mediante una serie
de explicaciones, diciendo que una primera cosa se hace para conseguir
una segunda; que la segunda cosa se hace para conseguir una tercera, y así
sucesivamente, siendo la serie finita y terminando en un objetivo, en virtud
del cual se han hecho las cosas precedentes. Al explicar nuestras diversas acciones
podemos citar muchas diferentes cadenas de razones, y éstas, normalmente,
se detienen en diferentes puntos, dada la complejidad de un proyecto
de vida y su pluralidad de fines. Además, una cadena de razones puede
tener varias ramas porque una acción puede llevarse a cabo para facilitar
más de un fin. Cómo se catalogan y se equilibran entre sí las actividades que
fomentan los numerosos fines es algo que se resuelve mediante el propio
proyecto y los principios en que se basa.
Ahora bien: entre nuestros objetivos finales se encuentran los afectos que
sentimos por las personas, el interés que tenemos en la realización de sus
intereses y el sentido de la justicia. Las tres leyes describen cómo nuestro sistema
de deseos llega a tener nuevos objetivos finales, a medida que adquirimos
lazos afectivos. Estos cambios deben distinguirse de nuestra formación
de deseos derivados como consecuencia de conocimiento adicional o de nuevas
oportunidades, o de nuestra determinación de nuestras carencias existentes,
de un modo más específico. Por ejemplo, el que desea viajar a un sitio
determinado se informa que una ruta determinada es la mejor. Al aceptar
este informe, tiene el deseo de avanzar en una dirección determinada. Los
deseos derivados de este tipo tienen una explicación racional. Son deseos
de hacer lo que, a juzgar por la evidencia de que se dispone, realizará, del
m o d o más efectivo, nuestras actuales aspiraciones; cambian juntamente con
los conocimientos y con las creencias, y con las oportunidades que se ofrecen.
Las tres leyes psicológicas no ofrecen explicaciones racionales de los deseos
en este sentido; más bien, caracterizan transformaciones de nuestra pauta
de objetivos finales, que surgen de nuestro reconocimiento de la manera en
que las instituciones y las acciones de los otros afectan nuestro bien. Naturalmente,
no siempre es fácil comprobar si un objetivo es final o derivado. La
distinción se hace sobre la base del proyecto racional de vida de una persona,
y la estructura de este proyecto no es evidente, en general, ni siquiera
para el interesado. Mas para efectos de lo que ahora nos importa, la distinción
es lo bastante clara.
Una tercera observación es que las tres leyes no son simplemente principios
de asociación o de refuerzo. Aunque tienen una cierta semejanza con
EL SENTIDO DE LA JUSTICIA 447
estos principios de aprendizaje, sostienen que los sentimientos activos de
amor y de amistad, e incluso el sentido de la justicia, surgen de la manifiesta
intención de otras personas de actuar en favor nuestro. Precisamente porque
reconocemos que ellos tienen buenos deseos respecto a nosotros, nos
preocupamos de su bienestar, como compensación. Así, adquirimos afectos a
unas personas o a unas instituciones según percibamos la forma en que ellas
se preocupan de nuestro bien. La idea básica es una idea de reciprocidad,
una tendencia a "pagar en la misma moneda". Pero esta tendencia es un profundo
hecho psicológico. Sin ella, nuestra naturaleza sería muy diferente, y
la beneficiosa operación social sería frágil, cuando no imposible. Porque es
seguro que una persona racional no puede permanecer indiferente ante cosas
que atañen notablemente a su bien; y si suponemos que esa persona desarrolla
alguna actitud respecto a ellas, adquirirá o un nuevo afecto o una
nueva aversión. Si se correspondiese con odio a nuestro amor, o si aborreciésemos
a quienes se conducen honradamente para con nosotros, o si nos
opusiésemos a las actividades que favoreciesen nuestro bien, pronto se disolvería
cualquier comunidad. Los seres con una psicología diferente nunca
han existido o tuvieron que desaparecer muy pronto en el curso de la evolución.
Parece que la posibilidad de un sentido de la justicia sobre la base
de que a los sentimientos de los demás respondamos nosotros con sentimientos
análogos es una condición de la sociabilidad humana. Las concepciones
más estables de la justicia son, probablemente, aquellas en que el correspondiente
sentido de la justicia está más firmemente basado en estas tendencias
(§76).
Para terminar, hagamos algunos comentarios acerca del desarrollo moral
en conjunto. La confianza en los tres principios de la psicología moral es,
naturalmente, una simplificación. Una descripción más completa distinguiría
entre formas diferentes de aprendizaje y, por consiguiente, entre condicionantes
instrumentales (reforzamiento) y condicionantes clásicos, configurando
así, probablemente, nuestras emociones y nuestros sentimientos. También
sería necesaria una consideración del modelo y de la imitación, y del aprendizaje
de conceptos y principios.23 No hay razón alguna para negar la importancia
de estas formas de aprendizaje. Para nuestros propósitos puede
bastar, sin embargo, el esquema de las tres etapas. En la medida en que destaca
la formación de afectos como objetivos finales, el esbozo del aprendizaje
moral se asemeja a la tradición empírica cuando hace hincapié en la importancia
de adquirir nuevas motivaciones.
Hay también nexos con lo que he llamado la interpretación racionalista.
En primer lugar, la adquisición del sentido de la justicia se produce en etapas
relacionadas con el desarrollo del conocimiento y de la comprensión.
23 Véase Brown, Social Psychology, pp. 411 ss.
448 LOS FINES
Para adquirir el sentido de la justicia es preciso adquirir una concepción del
mundo social y de lo que es justo e injusto. Las intenciones manifiestas de
los demás se reconocen sobre un fondo de instituciones públicas tal como son
interpretadas por la propia visión del yo y de la situación. Pero no he sostenido
que las etapas de desarrollo sean innatas o estén determinadas por
mecanismos psicológicos. He dejado aparte la cuestión de decidir si diversas
propensiones naturales influyen en estas etapas. Antes bien, se utiliza
una teoría del derecho y de la justicia para describir lo que podría ser el curso
esperado de desarrollo. La manera en que se halla dispuesta una sociedad
bien ordenada, y todo el sistema de principios, ideas y preceptos que rigen
el esquema completo, facilita un modo de distinguir los tres niveles de moral.
Parece plausible que, en una sociedad regulada por la doctrina contractual,
el aprendizaje moral siguiese al orden presentado. Las etapas son determinadas
por la estructura de lo que se ha de aprender, avanzando de lo
más sencillo a lo más complejo, a medida que se hacen realidad las aptitudes
requeridas.
Por último, al basar la descripción del aprendizaje moral, explícitamente,
en una teoría ética determinada, es evidente en qué sentido la sucesión de las
etapas representa un desarrollo progresivo y no sólo una sucesión regular.
Así como las personas formulan, gradualmente, proyectos racionales de vida
que responden a sus más profundos intereses, así llegan a conocer cómo
los preceptos e ideales morales se derivan de los principios que aceptarían en
una situación inicial de igualdad. Las normas éticas ya no se experimentan
simplemente como exigencias, sino que se hallan reunidas en una concepción
coherente. Ahora se comprende la relación entre estas normas y las aspiraciones
humanas, y las personas entienden su sentido de la justicia como una
extensión de sus apegos naturales y como una forma de velar por el bien
colectivo. Las numerosas cadenas de razones con sus diversos puntos de parada
ya no son simplemente distintas, sino que se consideran como elementos
de una interpretación sistemática. Estas observaciones presuponen, sin
embargo, una particular teoría de la justicia. Los que defienden una teoría
distinta apoyarán otra exposición de estas cuestiones. Pero, en todo caso, alguna
concepción de la justicia tiene, seguramente, un lugar reservado, a la
hora de explicar el aprendizaje moral, aunque esta concepción pertenezca
solamente a la teoría psicológica, y no sea aceptada, en sí misma, como filosóficamente
correcta.
76. EL PROBLEMA DE LA ESTABILIDAD RELATIVA
Vuelvo ahora a la comparación entre la justicia como imparcialidad y otras
concepciones con respecto a la estabilidad. Tal vez sea conveniente recordar
EL SENTIDO DE LA JUSTICIA 449
que el problema de la estabilidad se plantea porque un esquema justo de cooperación
no puede estar en equilibrio y, mucho menos, en equilibrio estable.
Naturalmente, desde el punto de vista de la situación original, los principios
de la justicia son colectivamente racionales; todos podemos esperar
que nuestra situación mejorará si todos cumplimos con estos principios, al
menos en comparación con lo que serían los proyectos de cada uno en ausencia
de todo acuerdo. El egoísmo general representa este punto de desacuerdo.
Sin embargo, desde la perspectiva de cada uno, separadamente, el
egoísmo de primera persona y de oportunismo sería aún mejor. Naturalmente,
dadas las circunstancias de la situación original, ninguna de estas opciones
es un candidato serio (§ 23). Pero en la vida cotidiana un individuo, si
tiene inclinación a ello, puede a veces obtener incluso mayores beneficios
para sí mismo aprovechándose de los esfuerzos cooperativos de los demás.
Acaso sean muchas las personas que estén haciendo su aportación, de tal
modo que cuando las circunstancias les permitan no contribuir (quizá su
omisión no será descubierta) consiguen lo mejor de ambos sistemas: en estos
casos, sin embargo, las cosas suceden casi como si hubiera sido reconocido
el egoísmo oportunista.
Los ordenamientos justos pueden no estar en equilibrio entonces, porque
el actuar correctamente no es, en general, la mejor respuesta de cada quien
a la conducta justa de sus compañeros. Para asegurar la estabilidad, los hombres
deben tener un sentido de la justicia o un interés por aquellos que resultarían
perjudicados por su defección, aunque sería preferible que tuvieran
las dos cosas. Cuando estos sentimientos son lo bastante fuertes para superar
las tentaciones de violar las normas, los esquemas justos son estables. El
cumplimiento de los propios deberes y obligaciones es considerado ahora
por cada persona como la respuesta correcta a las acciones de los demás. Su
proyecto racional de vida, regido por su sentido de la justicia, conduce a
esta conclusión.
Como lo he señalado antes, Hobbes relacionaba la cuestión de la estabilidad
con la de la obligación política. Podemos considerar al soberano hobbesiano
como un mecanismo agregado a un sistema de cooperación que sin él
sería inestable. La creencia general en la eficacia del soberano elimina los dos
tipos de inestabilidad (§ 42). Ahora es evidente que las relaciones de amistad
y de confianza mutua, y el público conocimiento de un sentido de la
justicia común y normalmente eficaz producen el mismo resultado. Porque,
dadas estas actitudes naturales y el deseo de hacer lo que es justo, nadie desea
mejorar sus intereses injustamente, con perjuicio de los demás; esto elimina
la inestabilidad del primer tipo. Y como todos reconocen que estos
sentimientos e inclinaciones son predominantes y efectivos, no hay razón para
que nadie piense que tiene que violar las normas para proteger sus intereses
legítimos; así queda también ausente la inestabilidad del segundo tipo.
450 LOS FINES
Naturalmente, es posible que se produzcan algunas infracciones, pero cuando
esto ocurre las impresiones de culpa que surgen de la amistad y de la confianza
mutua, juntamente con el sentido de la justicia, tienden a restablecer
el ordenamiento.
Además, una sociedad regulada por un sentido público de la justicia es intrínsecamente
estable: en circunstancias iguales, las fuerzas que favorecen
la estabilidad aumentan (hasta cierto límite) a medida que el tiempo pasa.
Esta estabilidad intrínseca es consecuencia de la relación recíproca entre las
tres leyes psicológicas. El funcionamiento más eficaz de una ley fortalece el
de las otras dos. Por ejemplo, cuando la segunda ley conduce a adhesiones
más sólidas, el sentido de la justicia adquirido por la tercera ley se refuerza
a causa del mayor interés por los beneficiarios de las instituciones justas. Y,
por otra parte, un sentido más eficaz de la justicia conduce a una más segura
intención de cumplir con el deber, y el reconocimiento de este hecho suscita
más intensos sentimientos de amistad y de confianza. Una vez más, parece
que con una más firme seguridad del propio merecimiento y con una capacidad
más viva de simpatía introducidas por unas condiciones más favorables
para la primera ley, los efectos regidos por las otras dos leyes serían
acrecentados de un modo similar. Por el contrario, las personas que han desarrollado
un sentido regulador de la justicia y confían en su propia estimación
cuidarán, más probablemente, de sus hijos, con manifiesta intención.
Así, pues, los tres principios psicológicos contribuyen, juntamente, a sostener
las instituciones de una sociedad bien ordenada.
No parece dudoso, pues, que la justicia como imparcialidad sea una concepción
moral razonablemente estable. Pero una decisión en la situación original
depende de una comparación: en igualdad de circunstancias, la concepción
de la justicia preferida es la más aceptable. Idealmente, compararíamos
la interpretación contractual con todas sus rivales a este respecto, pero, como
tantas veces, sólo tendré en cuenta el principio de utilidad. Con este fin,
es conveniente recordar tres elementos que intervienen en el funcionamiento
de las leyes psicológicas: concretamente, un cuidado incondicional de
nuestro bien, una clara conciencia de las razones favorables a los preceptos
e ideales morales (ayudada por la explicación y la instrucción, y por la posibilidad
de dar justificaciones precisas y convincentes), y el reconocimiento
de que los que cumplen con estos preceptos e ideales, y aportan el esfuerzo
que les corresponde a los ordenamientos sociales, aceptan estas normas y expresan,
en su vida y en su carácter, unas formas del bien humano que suscitan
nuestra admiración y nuestra estima (§ 70). El sentido de la justicia que
de ello resulta es más fuerte cuanto más se verifican estos tres elementos. El
primero vivifica el sentido de nuestra propia estimación al fortalecer la
tendencia a "pagar en la misma moneda", el segundo presenta la concepción
moral de tal modo que pueda ser fácilmente comprendida, y el tercero
EL SENTIDO DE LA JUSTICIA 451
muestra la adhesión a él como atractiva. Por tanto, la concepción de la justicia
más estable es probablemente la que tiene en cuenta nuestra razón, congruente
con nuestro bien, y arraigada, no en la abnegación, sino en la afirmación
del propio yo.
Ahora bien: algunas cosas sugieren que el sentido de la justicia que corresponde
a la justicia como imparcialidad es más fuerte que el sentimiento
paralelo inculcado por las otras concepciones. En primer término, el interés incondicional
de otras personas e instituciones por nuestro bien es considerablemente
más fuerte en la interpretación contractual. Las restricciones contenidas
en el principio de la justicia garantizan a todos una libertad igual y
nos aseguran que nuestros derechos no serán menospreciados ni conculcados
a cambio de una suma más elevada de beneficios, ni siquiera para toda
la sociedad. Sólo tenemos que recordar las diversas normas de prioridad, y la
significación del principio diferencial en su interpretación kantiana (las personas
no deben ser tratadas como medios, en ningún caso), y su relación con
la idea de fraternidad (§§ 29,17). El efecto de estos aspectos de la justicia como
imparcialidad es realzar la acción del principio de reciprocidad. Como
hemos señalado, un cuidado más incondicional de nuestro bien y una más
clara renuncia por parte de los demás a aprovecharse de un accidente o de
una casualidad, deben fortalecer nuestra autoestimación; y este mayor bien
debe conducir, a su vez, a una unión más estrecha con personas e instituciones
por la vía del "pago en la misma moneda". Estos efectos son más intensos
que en el caso del principio de utilidad y, por ello, las adhesiones resultantes
deberán ser más fuertes.
Podemos confirmar esta sugerencia, considerando la sociedad bien ordenada
paralelamente con el principio de utilidad. En este caso, las tres leyes
psicológicas tienen que alterarse. Por ejemplo, la segunda ley sostiene ahora
que las personas tienden a desarrollar sentimientos amistosos hacia aquellos
que evidentemente cumplen su función en los esquemas cooperativos
cuya finalidad, reconocida por todos, es la de elevar al máximo la suma de
beneficios o el promedio de bienestar (cualquiera que sea la variante empleada).
En ambos casos, la ley psicológica resultante no es tan plausible como
antes. Porque supongamos que ciertas instituciones se adoptan sobre la base
del común entendimiento de que los mayores beneficios de unos compensan
las pérdidas menores de otros. ¿Por qué la aceptación del principio de
utilidad (en cualquiera de sus formas), por parte de los más afortunados, ha
de inspirar a los menos beneficiados sentimientos amistosos hacia aquellos?
Esta respuesta, en realidad, parecería más bien sorprendente, sobre todo si
los que se encuentran en una situación mejor han impuesto sus pretensiones
sosteniendo que una mayor cantidad (o promedio) de bienestar sería
el resultado de la satisfacción de tales pretensiones. En este caso, no actúa
ningún principio de reciprocidad, y la apelación a la utilidad puede suscitar
452 LOS FINES
simplemente recelos. El interés que se expresa por todas las personas, considerando
a cada una separadamente (mediante la valoración imparcial de la
utilidad de cada uno) es débil, si se compara con el interés suscitado por los
principios de la justicia. Así, las adhesiones generadas, dentro de una sociedad
bien ordenada, regida por el criterio de utilidad, probablemente experimentarán
grandes variaciones entre los distintos sectores de la sociedad.
Ciertos grupos pueden adquirir pocos deseos o ninguno de actuar justamente
(lo que ahora se define mediante el principio utilitarista), con una correspondiente
pérdida de estabilidad.
Desde luego, en cualquier tipo de sociedad bien ordenada, la fuerza del
sentido de la justicia no será igual en todos los grupos sociales. Pero, con el
fin de asegurar que los lazos mutuos unan a toda la sociedad, y a todos y a
cada uno de sus miembros, es preciso adoptar algo semejante a los dos principios
de la justicia. Es evidente por qué el utilitarista hace hincapié en la
capacidad de simpatía. Los que no se benefician de la mejor situación de los
otros deben identificarse con la mayor cantidad (o promedio) de satisfacción,
o no desearán seguir el criterio de utilidad. Ahora bien, esas inclinaciones
altruistas sin duda existen. Pero probablemente son menos fuertes que las
producidas por las tres leyes psicológicas formuladas como principios de
reciprocidad; y una marcada capacidad de identificación por simpatía parece
relativamente rara. Por tanto, estos sentimientos facilitan menos apoyo a la
estructura básica de la sociedad. Además, como hemos visto, la aceptación
de la concepción utilitaria tiende a destruir la autoestima de los que pierden,
sobre todo cuando ya son menos afortunados (§ 29). Ahora bien: es característico
de la moral de la autoridad, cuando se concibe como moral para
el orden social en conjunto, exigir un autosacrificio en aras de un bien más
alto y menospreciar el valor de las asociaciones individuales y menores. La
vacuidad del yo debe superarse al servicio de fines más grandes. Es probable
que esta doctrina estimule el autodesprecio con sus destructivas consecuencias.
Ciertamente, el utilitarismo no llega a este extremo, pero tiene que
haber un efecto similar que debilite aún más la capacidad de simpatía y deforme
el desarrollo de lazos afectivos.
Por el contrario, en un sistema social regido por la justicia como imparcialidad,
podrían ser muy fuertes la identificación con el bien de los demás y
una apreciación de lo que ellos hacen como elemento de nuestro propio bien
(§ 29). Pero esto sólo es posible gracias a la reciprocidad ya implícita en los
principios de la justicia. Con la constante seguridad expresada por estos principios,
las personas desarrollarán un sentido seguro de su propio valor, que
forma la base del amor a la humanidad. Al apelar directamente a la capacidad
de simpatía como un fundamento de conducta justa en ausencia de reciprocidad,
el principio de utilidad no sólo requiere más que la justicia como
imparcialidad, sino que depende de inclinaciones más débiles y menos
EL SENTIDO DE LA JUSTICIA 453
comunes. Otros dos elementos afectan la fuerza del sentido de la justicia: la
claridad de la concepción moral y el poder atractivo de sus ideales. En el
próximo capítulo, atenderé al segundo elemento. Allí trato de demostrar que
la interpretación contractual es más congruente con nuestro bien que sus
rivales; y, al admitir aquí esta conclusión, presta un nuevo apoyo a las consideraciones
precedentes. La mayor claridad de los principios de la justicia
se ha examinado ya antes (§ 49). He señalado que, en comparación con las
doctrinas teleológicas, los principios de la justicia definen una concepción lúcida.
Por el contrario, la idea de elevar al máximo la suma de bienestar, o de
alcanzar la mayor perfección, es vaga e imprecisa. Es más fácil comprobar
cuándo se infringen las libertades iguales y establecer las discrepancias a
partir del principio de la diferencia que decidir si un tratamiento desigual
incrementa el bienestar social. La estructura más definida de los dos principios
(y de las diversas normas de prioridad) los presenta con mayor precisión
al entendimiento, y con ello asegura su conservación en la memoria. Las explicaciones
y razones dadas para ellos son comprendidas y aceptadas más
fácilmente; el comportamiento que se espera de nosotros está más claramente
definido por criterios de general reconocimiento. En los tres casos, pues, la
interpretación contractual parece poseer una mayor estabilidad.
Es de señalar que Mili está de acuerdo, al parecer, con esta conclusión. Observa
que, con el avance de la civilización, las personas van reconociendo,
cada vez más, que la sociedad entre seres humanos es manifiestamente imposible
sobre cualquier otra base que no sea la de que se deben consultar los
intereses de todos. El perfeccionamiento de las instituciones políticas elimina
la oposición de intereses, así como las barreras y desigualdades que estimulan
a los individuos y a las clases a despreciar los derechos de los demás.
El fin natural de este desarrollo es un estado del espíritu humano en que
cada persona tiene un sentimiento de unidad con los otros. Mili sostiene
que, cuando tal estado de espíritu se completa, conduce al individuo a desear
para sí mismo sólo aquellas cosas en cuyos beneficios se hallan incluidos
también los demás. Uno de los deseos naturales de una persona es que
exista una armonía entre sus sentimientos y los de sus conciudadanos. Desea
saber que sus derechos y los de ellos no se encuentran en oposición, que él no
está enfrentándose al bien de ellos, sino que en realidad está apoyando lo que
ellos desean.24
Ahora bien, el deseo que Mili caracteriza aquí es el deseo de actuar según
el principio de la diferencia (o algún criterio similar) y no un deseo de actuar
de acuerdo con el principio de utilidad. Mili no advierte esta discrepancia,
pero parece reconocer intuitivamente que una sociedad perfectamente justa,
en que las aspiraciones de los hombres estuviesen acordes en formas acep-
24 Utilitarianism, cap. ni, §§ 10-11.
4 LOS FINES
ibles para todos, ello sería una sociedad que seguiría el concepto de recirocidad
expresado por los principios de la justicia. Sus observaciones están
e acuerdo con la idea de que es más probable que estos principios se hallen
icorporados, no en la pauta utilitaria, sino en una concepción estable de la
isticia que ponga de manifiesto los sentimientos naturales humanos de uní-;
ad y simpatía. Y esta conclusión está corroborada por la descripción de
lili de la raíces del sentido de la justicia, pues cree que este sentimiento sure,
no sólo de la simpatía sino también del instinto natural de autoproteción
y del deseo de seguridad.25 Este doble origen sugiere que, en su opi-
Lión, la justicia descubre un equilibrio entre el altruismo y las aspiraciones
iropias y, por consiguiente, implica una noción de reciprocidad. La doctrita
contractual llega al mismo resultado, pero no lo hace mediante una valoración
ad hoc de las dos tendencias competidoras, sino mediante una construción
teórica que conduce, como conclusión, a los principios adecuados de
eciprocidad.
Al defender la mayor estabilidad de los principios de la justicia, he admiido
que determinadas leyes psicológicas son verdaderas, o que lo son apro-
¡imadamente. No me detendré por más tiempo en la cuestión de la estabilw
lad. Pero señalemos que podríamos preguntarnos cómo los seres humanos
remos adquirido una naturaleza descrita por estos principios psicológicos.
_,a teoría de la evolución sugeriría que es el resultado de la selección natual;
la capacidad de un sentido de la justicia y de las impresiones morales
:onstituye una adaptación de la humanidad a su lugar en la naturaleza. Cono
sostienen los etólogos, los patrones de conducta de una especie y los mezanismos
psicológicos de su adquisición son tan característicos de esa espeñe
como los rasgos distintivos de sus estructuras corporales; y estas pautas
de conducta tienen una evolución, exactamente como los órganos y los huesos.
26 Parece claro que, para los miembros de una especie que vive en grupos
sociales estables, la posibilidad de cumplir con unos ordenamientos cooperativos
correctos y de desarrollar los sentimientos necesarios para sostenerlos
es muy beneficiosa, especialmente cuando los individuos tienen una vida
larga y dependen unos de otros. Estas condiciones garantizan innumerables
ocasiones en que la justicia recíproca consistentemente adherida a ellas
es beneficiosa para todos los interesados.27
25 tbid.. cap. iv, §§ 16-25.
26 Véase Konrad Lorenz, su introducción a la obra de Darwin, The Expression ofthe Emotiom
m Man and Animáis (Chicago, University of Chicago Press, 1965), pp. xn-xm.
27 Los biólogos no siempre distinguen entre el altruismo y otras formas de conducta moral
Frecuentemente, la conducta se clasifica como altruista o como egoísta. Pero no lo hace as
R. B. Trivers en "Evolution of Reciprocal Altruism", Qnarterly Review ofBiology, vol. 46 (1971)
Traza una distinción entre altruismo recíproco (o lo que yo preferiría llamar, sencillamente, re
ciprocidad). El segundo es el equivalente biológico de las virtudes cooperativas de rectitud )
buena fe. Trivers discute las condiciones naturales y las ventajas selectivas de la reciprocidac
EL SENTIDO DE LA JUSTICIA 455
La cuestión fundamental aquí, sin embargo, es saber si los principios de
la justicia están más próximos a la tendencia de la evolución que el principio
de utilidad. A primera vista, parecería que, si la selección es siempre de
individuos y de sus líneas genéticas, y si la capacidad de diversas formas
de conducta moral tiene alguna base genética, entonces el altruismo, en sentido
estricto, se limitaría, por lo general, a la familia y a grupos menores y
cercanos. En estos casos, la disposición a hacer sacrificios considerables favorecería
a los propios descendientes y tendería a una selección. Atendiendo
al otro extremo, una sociedad que tuviera una fuerte propensión a la conducta
supererogatoria en sus relaciones con otras sociedades pondría en peligro
la existencia de su propia cultura distintiva, y sus miembros correrían el
riesgo de ser sometidos. Por tanto, podría suponerse que la capacidad de actuar
según las más universales formas de benevolencia racional debe ser eliminada,
probablemente, mientras la capacidad de seguir los principios de
la justicia y del derecho natural en las relaciones entre grupos e individuos, al
margen de la familia, se vería favorecida. Podemos ver también cómo el sistema
de las impresiones morales podría evolucionar como inclinaciones que
apoyan los deberes naturales y como mecanismos estabilizadores de esquemas
justos.28 Si esto es correcto, de nuevo los principios de la justicia tienen
bases más seguras.
Estas observaciones no pretenden ser razones que justifiquen la interpretación
contractual. Los fundamentos más importantes de los principios de
la justicia ya se han presentado. En este punto estamos revisando, simplemente,
si la concepción ya adoptada es factible y no tan inestable que pudiera
ser mejor alguna otra elección. Estamos en la segunda parte del tema,
en la que nos preguntamos si el reconocimiento previamente efectuado se
debería reconsiderar (§ 25). Yo no afirmo que la justicia como imparcialidad
sea la concepción de la justicia más estable. El conocimiento que se requiere
para contestar a esta pregunta rebasa considerablemente la primitiva teoría
que yo he esbozado. La concepción coincidía en la necesidad de ser sólo suficientemente
estable.
77. LA BASE DE LA IGUALDAD
Volvamos ahora a la base de la igualdad, a los aspectos de los seres humanos
en virtud de los cuales deben ser tratados de acuerdo con los principios
de la justicia. Nuestra conducta respecto a los animales no está regida por
y las posibilidades de sostenerla. Véase también G. C. Williams, Adaption and Natural Selection
(Princeton, Princeton University Press, 1966), pp. 93-96,113,195-197, 247. Para un análisis de la
reciprocidad entre las especies, véase Irenáus Eibl-Eigesfeldt, Ethology, trad. Erich Klinghammer
(Nueva York, Holt, Rinehart and Winston, 1970), pp. 146 ss.; 292-302.
28 Sobre este último punto, véase Trívers, ibid., pp. 47-54.
456 LOS FINES
estos principios, o así se cree generalmente. ¿Sobre qué bases, pues, distinguimos
entre la humanidad y otras cosas vivas, y consideramos que las exigencias
de la justicia se refieren sólo a nuestras relaciones con las personas
humanas? Debemos examinar qué es lo que determina el orden de aplicación
de las concepciones de la justicia.
Para aclarar nuestra pregunta, podemos distinguir tres niveles a los que
se aplica el concepto de igualdad. El primero es a la administración de las
instituciones como sistemas públicos de normas. En este caso, la igualdad es
esencialmente la justicia como regularidad. Implica la aplicación imparcial
y la interpretación coherente de las normas de acuerdo con preceptos tales
como el de tratar los casos similares de un modo similar (tal como se define
en las leyes y en la jurisprudencia, etc. (§ 38). La igualdad en este nivel es el
elemento menos controvertido de la idea de la justicia correspondiente al
sentido común.29 La segunda aplicación de la igualdad, mucho más difícil, es
la que se establece con la estructura sustantiva de las instituciones. Aquí, el
significado de igualdad se especifica mediante los principios de la justicia
que requieren que a todas las personas se asignen derechos básicos iguales.
Se supone que esto excluye a los animales; éstos tienen alguna protección,
ciertamente, pero su situación no es la de los seres humanos. Sin embargo,
este resultado sigue sin explicar. Tenemos que considerar todavía a qué clase
de seres se deben las garantías de la justicia. Esto nos conduce al tercer nivel
en el que se plantea la cuestión de la igualdad.
La respuesta natural parece ser que son precisamente las personas morales
las que tienen derecho a una justicia igual. Las personas morales se distinguen
por dos características: la primera, que son capaces de tener (y se
supone que de adquirir) un sentido de su bien (expresada por un proyecto
racional de vida); y segunda, que son capaces de tener (y se supone que de
adquirir) un sentido de la justicia, un deseo normalmente eficaz de aplicar y
de actuar según los principios de la justicia, por lo menos en cierto grado mínimo.
Utilizamos la caracterización de las personas en la situación original
para indicar la clase de seres a los que se aplican los principios elegidos. Después
de todo, se considera que los individuos adoptan estos criterios para
regir sus instituciones comunes y sus comportamientos recíprocos; y la descripción
de su naturaleza forma parte del razonamiento mediante el cual se
seleccionan estos principios. Así, la igualdad de la justicia se debe a los que
tienen la capacidad de tomar parte en la pública comprensión de la situación
inicial, y de actuar de acuerdo con ella. Es de observar que la personalidad
moral se define aquí como una potencialidad que, por lo general, se hace
realidad más adelante. Esta potencialidad es la que pone en juego las aspiraciones
a la justicia. Después volveré a este punto.
29 Véase Sidgwick, Methods o/Ethics, p. 496.
EL SENTIDO DE LA JUSTICIA 457
Vemos, pues, que la capacidad de personalidad moral es condición suficiente
para tener derecho a una justicia igual.30 No se requiere más que el mínimo
esencial. Si la personalidad moral constituye también una condición
necesaria es cuestión que voy a dejar a un lado. Doy por supuesto que la capacidad
de un sentido de la justicia es poseída por la abrumadora mayoría
de la humanidad y, por consiguiente, esta cuestión no plantea un grave
problema práctico. Lo esencial es que la personalidad moral baste para convertir
al individuo en un sujeto de derechos. Sería un grave error suponer
que siempre se satisface la condición suficiente. Aunque la capacidad sea necesaria,
sería una imprudencia, en la práctica, reducir la justicia a esa base.
El riesgo para las instituciones justas sería excesivo.
Es conveniente subrayar que la condición suficiente de la justicia igual, es
decir, la capacidad de personalidad moral, no es imprescindible, en absoluto.
Cuando alguien carece de la potencialidad requerida, ya sea por nacimiento
o por accidente, esto se considera como un defecto o como una privación.
No hay raza ni grupo reconocido de seres humanos que carezca de
este atributo. Solamente los individuos dispersos no gozan de esta capacidad,
o de su realización en un grado mínimo, y la imposibilidad de realizarla es
la consecuencia de circunstancias sociales injustas o deterioradas, o de contingencias
fortuitas. Además, aunque puede suponerse que los individuos
tienen distintas capacidades de un sentido de la justicia, este hecho no es
razón para privar de la plena protección de la justicia a los que tienen una
capacidad menor. Dentro de un determinado mínimo, una persona tiene derecho
a una libertad igual, en la misma medida que cualquier otra. Una mayor
capacidad de un sentido de la justicia, como la que se revela por ejemplo
en una mayor disposición y facilidad en la aplicación de los principios
de la justicia y en el acopio de argumentos en casos particulares, es una fa-
30 Este hecho puede utilizarse para interpretar el concepto de derechos naturales. En primer
lugar, explica por qué es apropiado dar este nombre a los derechos que la justicia protege.
Estos derechos dependen solamente de ciertos atributos naturales cuya presencia puede comprobarse
mediante la razón natural, empleando métodos de investigación de sentido común.
La existencia de estos atributos y de los derechos en ellos basados se establece independientemente
de las convenciones sociales y de las normas legales. La propiedad del término "natural"
consiste en que sugiere el contraste entre los derechos identificados por la teoría de la justicia y
los derechos definidos por la ley y por la costumbre. Pero, además, el concepto de derechos
naturales incluye la idea de que estos derechos se asignan, desde el principio, a las personas, y
de que se les atribuye un valor especial. Los derechos fácilmente anulables por otros valores
no constituyen derechos naturales. Ahora bien, los derechos protegidos por el primer principio
tienen ambas características, en atención a las normas de prioridad. Así, pues, la justicia como
imparcialidad tiene los sellos distintivos de una teoría de derechos naturales. No sólo basa los
derechos fundamentales en atributos naturales y distingue sus bases de las normas sociales,
sino que asigna los derechos a las personas mediante principios de igual justicia, teniendo estos
principios una fuerza especial contra la que otros valores no pueden prevalecer normalmente.
Aunque los derechos específicos no son absolutos, el sistema de libertades iguales es absoluto,
prácticamente hablando, en condiciones favorables.
458 LOS FINES
cuitad natural, como cualquier otra habilidad. Los beneficios especiales que
una persona recibe por su ejercicio han de regirse por el principio de la diferencia.
Así, si alguien posee, en grado preeminente, las virtudes judiciales
de imparcialidad e integridad que son necesarias en determinadas situaciones,
puede, verdaderamente, obtener cualesquiera beneficios inherentes al
desempeño de esa función. Pero la aplicación del principio de libertad igual
no se ve afectado por esas diferencias. Se cree, a veces, que los derechos y las
libertades fundamentales deberían variar según la capacidad, pero la justicia
como imparcialidad lo niega: siempre que se alcance el mínimo de personalidad
moral, una persona tiene derecho a todas las garantías de la justicia.
Esta exposición de la base de la igualdad requiere algunos comentarios.
En primer lugar, tal vez se objete que la igualdad no puede apoyarse en atributos
naturales. No hay ningún rasgo natural con respecto al cual todos los
seres humanos seamos iguales, es decir, que todos (o un número lo bastante
elevado) lo tengamos en el mismo grado. Podría parecer que, si queremos sostener
una doctrina de la igualdad, debemos interpretarla de otro modo: en
concreto, como un principio de procedimiento, simplemente. Así, decir que
los seres humanos son iguales equivale a decir que ninguno tiene derecho a
un tratamiento preferencial, a no ser que razones especiales lo impongan.
Todas las pruebas abogan en favor de la igualdad: definen una presunción de
procedimiento, según la cual las personas tienen que ser tratadas del mismo
modo. Las desviaciones del tratamiento igual tienen que ser, en cada caso,
defendidas y juzgadas imparcialmente por el mismo sistema de principios
que es válido para todos; se entiende que la igualdad esencial es la igualdad
de consideración.
Esta interpretación procesal suscita varias dificultades.31 En primer lugar,
no es más que el precepto de tratar los casos similares de modo similar, aplicado
al más alto nivel, juntamente con una asignación del peso de la prueba.
La igualdad de consideración no plantea restricciones acerca de las bases
que pueden ofrecerse para justificar las desigualdades. No hay garantía alguna
de un tratamiento sustantivo igual, porque incluso los sistemas de esclavitud
y de castas (para mencionar casos extremos) pueden satisfacer esta
concepción. La auténtica seguridad de la igualdad descansa en el contenido
de los principios de la justicia y no en esas presunciones procesales. El empleo
del peso de la prueba no basta. Pero, además, aun cuando la interpretación
procesal imponga ciertas restricciones auténticas a las instituciones, subsiste
todavía la cuestión de por qué tenemos que seguir el procedimiento en
unos casos y no en otros. Seguramente, se aplica a individuos que pertene-
31 Para un análisis de éstas, véase S. I. Benn, "Egalitarianism and the Equal Consideration of
Interests", Nomos ix: Equality, ed. J. R. Pennock y J. W. Chapman (Nueva York, Atherton Press,
1967), pp. 62-64, 66-68; y W. K. Frankena, "Some Beliefs about Justice" (The Lindley Lecture,
The University of Kansas, 1966), pp. 16 ss.
EL SENTIDO DE LA JUSTICIA 459
cen a determinada clase, pero, ¿a cuál? Seguimos necesitando una base natural
para la igualdad, de modo que esa clase pueda ser identificada.
Por otra parte, no es cierto que el hecho de fundar la igualdad en las facultades
naturales sea incompatible con una interpretación igualitaria. Todo
lo que tenemos que hacer es elegir una condición específica (como luego diré)
y dar una justicia igual a los que la satisfagan. Por ejemplo, la condición
de estar en el interior de un determinado círculo es una condición específica
de unos puntos del plano. Todos los puntos que se encuentran dentro de
este círculo tienen esta propiedad, aunque sus coordenadas varíen dentro
de una cierta extensión. Y tienen esta propiedad en grado igual porque ningún
punto interior al círculo es más o menos interior a él que cualquier otro
punto interior. Ahora bien: si hay alguna condición específica adecuada para
identificar el respeto en cuyo marco los seres humanos deben ser considerados
iguales, es la que establece la concepción de la justicia. Pero la descripción
de las partes en la situación original identifica esa condición, y los
principios de la justicia nos aseguran que cualesquiera variaciones en la capacidad,
dentro de la gama correspondiente, deben ser consideradas como
cualquier otra facultad natural. Nada impide pensar que una capacidad natural
constituye la base de la igualdad.
¿Cómo, entonces, puede parecer creíble que el hecho de fundar la igualdad
en atributos naturales socave la justicia igual? El concepto de condición
específica es demasiado evidente para ser descuidado. Tiene que haber una
explicación más profunda. La respuesta, en mi opinión, consiste en que suele
darse por supuesta una teoría teleológica. Así, si es justo elevar al máximo
el saldo neto de satisfacciones, por ejemplo, entonces los derechos y los deberes
tienen que fijarse de tal modo que alcancen ese fin. Entre los aspectos
importantes del problema figuran las distintas facultades productivas de los
hombres y sus capacidades de satisfacción. Puede ocurrir que, para elevar
al máximo el total de bienestar, sea preciso ajusfar los derechos básicos a las
variaciones en et.ías características. Naturalmente, dados los supuestos utilitarios
normales, hay una tendencia a la igualdad. Lo importante, sin embargo,
es que, tanto en un caso como en el otro, la base natural correcta y la
adecuada fijación de derechos depende del principio de utilidad. Es el contenido
de la doctrina ética, y el hecho de que es una noción maximizadora,
lo que permite que las variaciones en la capacidad justifiquen unos derechos
fundamentales desiguales, y no la idea de que la igualdad se funda en
atributos naturales. Un examen del perfeccionismo, a mi parecer, conduciría
a la misma conclusión. Pero la justicia como imparcialidad no es una teoría
maximizadora. No estamos interesados en buscar las diferencias en los rasgos
naturales que afecten a ciertos principios y, en consecuencia, sirvan como
posibles bases para los distintos grados de derechos ciudadanos. Aunque de
acuerdo con muchas teorías teleológicas en la importancia de los atributos
460 LOS FINES
naturales, la interpretación contractual necesita supuestos mucho más débiles
acerca de su distribución para establecer derechos iguales. Basta que, en
general, se cumpla un cierto mínimo.
Señalemos brevemente algunos otros puntos. En primer término, la con*
cepción de personalidad moral y el mínimo requerido pueden resultar, mu*
chas veces, perturbadores. Aunque muchos conceptos son vagos hasta cierto
punto, parece que el de personalidad moral tiene que serlo especialmente*
Pero, en mi opinión, estas cuestiones se analizan mejor en el contexto de unos
problemas morales definidos. La naturaleza de la cuestión específica y la es?
tructura de los hechos generales disponibles pueden sugerir una forma provechosa
de ordenarlas. En todo caso, no debe confundirse la vaguedad de
una concepción de la justicia con la tesis de que los derechos básicos varíen
según la capacidad natural.
He dicho que los requerimientos mínimos que definen la personalidad moral
se refieren a una capacidad, y no a su realización. Un ser que tiene esta
capacidad, tanto si está desarrollada como si todavía no lo está, debe recibir
la plena protección de los principios de la justicia. Como se considera que
los niños y los muchachos tienen derechos básicos (por lo general, ejercidos
en su nombre por padres y tutores), esta interpretación de las condiciones requeridas
parece necesaria para coincidir con nuestros juicios. Además, el
hecho de considerar como suficiente la potencialidad está de acuerdo con la
naturaleza hipotética de la situación original, y con la idea de que, en la medida
de lo posible, la elección de los principios no se vería influida por contingencias
arbitrarias. Por tanto, es razonable decir que los que puedan tomar
parte en el acuerdo inicial, de no ser por circunstancias fortuitas, tienen
asegurada la justicia igual.
Pero, desde luego, nada de esto es literalmente un argumento. No he formulado
las premisas de las que se sigue esta conclusión, como he intentado
hacerlo, aunque no muy rigurosamente, con la elección de las concepciones
de la justicia en la situación original. Tampoco he tratado de demostrar que la
caracterización de los individuos debe emplearse como base de la igualdad.
Más bien, esta interpretación parece ser el perfeccionamiento natural de la
justicia como imparcialidad. Un análisis completo abarcaría los diversos casos
especiales de falta de capacidad. He comentado ya, brevemente, la de los
niños, en relación con el paternalismo (§ 39). El problema de los que han
perdido su capacidad, temporalmente, a causa de una desgracia, un accidente
o una tensión intelectual, puede ser considerado de modo similar. Pero los
que se ven privados más o menos permanentemente, de personalidad moral,
pueden presentar una dificultad. No puedo examinar aquí este problema,
pero creo que la descripción de la igualdad no se verá materialmente
afectada.
Deseo concluir esta sección con unos comentarios generales. Ante todo,
EL SENTIDO DE LA JUSTICIA 461
merece destacarse la simplicidad de la interpretación contractual de la base
de igualdad. La capacidad mínima de un sentido de la justicia asegura que
todos tengan derechos iguales. Los derechos de todos tienen que ser determinados
mediante los principios de la justicia. La igualdad se apoya en los
hechos generales de la naturaleza y no simplemente en una norma procesal
sin fuerza sustantiva. La igualdad tampoco presupone una apreciación del
valor intrínseco de las personas o una evaluación comparativa de sus concepciones
del bien. Los que pueden hacer justicia tienen derecho a la justicia.
Las ventajas de estas rectas proposiciones se hacen más evidentes cuando
se examinan otras descripciones de la igualdad. Por ejemplo, podría pensarse
que la justicia igual significa que la sociedad tiene que hacer la misma
contribución proporcional a la realización, por parte de cada persona, de la
mejor vida de que ésta es capaz.32 De pronto, esto puede parecer una sugerencia
atractiva, pero presenta graves dificultades. En primer lugar, no sólo
requiere un método para estimar la relativa bondad de los proyectos de vida,
sino que también presupone alguna forma de valorar lo que considera como
una contribución proporcional igual a personas que tienen distintas concepciones
de su propio bien. Los problemas de la aplicación de esta norma
son evidentes. Una dificultad más importante consiste en que las mayores
facultades de unos puedan darles un derecho más sólido a los recursos sociales,
sin consideración a los beneficios compensatorios de los demás. Debe
suponerse que las variaciones en las facultades naturales influirán en lo que
es necesario para facilitar una asistencia proporcional igual a los que tienen
diferentes proyectos de vida. Pero, además de violar el principio de mutuo
beneficio, esta concepción de la igualdad significa que la solidez de las exigencias
de los hombres se ve directamente influida por la distribución de
las facultades naturales y, en consecuencia, por contingencias que son arbitrarias
desde un punto de vista moral. La base de la igualdad en la justicia
como imparcialidad elude estas objeciones. La única contingencia decisiva
es la de tener o no la capacidad de un sentido de la justicia. Al hacer justicia a
los que, a su vez, pueden hacer justicia, el principio de reciprocidad se cumple
en el más alto grado.
Otra observación es que ahora podemos conciliar más plenamente dos
concepciones de la igualdad. Algunos autores han distinguido entre la igualdad
tal como se invoca en relación con la distribución de determinados bienes,
algunos de los cuales, casi seguramente, darán una superior posición o
un mayor prestigio a los más favorecidos, y la igualdad tal como se aplica
al respeto debido a las personas, cualquiera que sea su posición social.33 La
32 Para esta idea, véase W. K. Frankena, "Some Beliefs about Justice", pp. 14 ss.; y J. N. Findlay,
Valúes and Intentions, pp. 301 ss.
33 Véase B. A. O. Williams, "The Idea of Equality", Philosophy, Politics, and Society, segunda
serie, ed. Peter Laslett y W. G. Runciman (Oxford, Basil Blackwell, 1962), pp. 129-131; y W. G.
462 LOS FINES
igualdad del primer tipo es definida por el segundo principio de la justicia
que regula la estructura de las organizaciones y las porciones distributivas,
de modo que la cooperación social sea eficiente y correcta. Pero la igualdad
del segundo tipo es fundamental. Se define por el primer principio de la
justicia y por deberes naturales como el del respeto mutuo; tienen derecho a
ella los seres humanos como personas morales. La base natural de la igualdad
revela su más profunda significación. La prioridad del primer principio
sobre el segundo nos permite no tener que equilibrar estas concepciones de
igualdad de manera ad hoc, mientras el argumento desde el punto de vista
de la situación original muestra cómo se produce esta precedencia (§ 82).
La aplicación coherente del principio de igualdad de oportunidades requiere
que consideremos a las personas independientemente de las influencias
de su posición social.34 Pero, ¿hasta dónde puede mantenerse esta tendencia?
Parece que aun cuando la igualdad de oportunidades (como ha sido
definida) se satisface, la familia conducirá a oportunidades desiguales entre
los individuos (§ 46). ¿Debe, entonces, abolirse la familia? Tomada en sí misma
y dotada de una cierta primacía, la idea de oportunidad igual se inclina
en esa dirección. Pero, dentro del contexto de la teoría de la justicia en conjunto,
es mucho menos urgente emprender ese camino. El conocimiento del
principio de la diferencia define nuevamente las bases de las desigualdades
sociales tal como se conciben en el sistema de igualdad liberal; y cuando a
los principios de fraternidad y satisfacción se les atribuye su valor adecuado,
la distribución natural de facultades y las contingencias de las circunstancias
sociales pueden aceptarse más fácilmente. Estamos más dispuestos a hacer
hincapié en nuestra buena fortuna ahora que se hace actuar en favor
nuestro a estas diferencias, más que a sentirnos deprimidos por el hecho de
que habríamos podido estar mucho mejor si hubiéramos tenido una oportunidad
igual a la que han tenido los otros, sólo con que se hubieran eliminado
todas las barreras sociales. La concepción de la justicia, si fuese verdaderamente
efectiva y públicamente reconocida como tal, ofrecería, al parecer, más
probabilidades que sus rivales de transformar nuestra perspectiva del mundo
social y de reconciliarnos con las disposiciones del orden natural y con las
condiciones de la vida humana.
Por último, recordemos aquí los límites de una teoría de la justicia. No solamente
se dejan de lado muchos aspectos de la moral, sino que tampoco se
hace ninguna explicación de la conducta recta en relación con los animales
y con el resto de la naturaleza. Una concepción de la justicia no es más que
una parte de una visión moral. Aunque no he sostenido que la capacidad
de un sentido de la justicia sea necesaria para tener derecho a los servicios
Runciman, Relative Deprivation and Social justice (Londres, Routledge and Kegan Paul, 1966),
pp. 274-284.
34 Véase Williams, ibid., pp. 125-129.
EL SENTIDO DE LA JUSTICIA 463
de la justicia, parece que no se nos exige, sin embargo, que se haga una estricta
justicia a criaturas que carezcan de esta capacidad. Pero de esto no se
sigue que no haya, en absoluto, exigencias respecto a ellas ni en nuestras
relaciones con el orden natural. Desde luego, es injusto conducirse cruelmente
con los animales, y la destrucción de una especie entera puede ser un
gran mal. La capacidad de sentimientos de placer y de dolor, y de las formas
de vida de que son capaces los animales, imponen evidentemente deberes de
compasión y de humanidad en su caso. No intentaré explicar estas creencias
aquí consideradas. Se hallan fuera del campo de la teoría de la justicia,
y no parece posible ampliar la doctrina contractual hasta incluirlas de modo
natural. Una concepción correcta de nuestras relaciones con los animales y
con la naturaleza parecería depender de una teoría del orden natural y de
nuestro lugar en él. Una de las tareas de la metafísica es elaborar una visión
del m u n d o adecuada a este propósito; identificaría y sistematizaría las verdades
decisivas para estas cuestiones. Es imposible decir en qué medida
tendría que ser revisada la justicia como imparcialidad para insertarse en esta
teoría más vasta. Pero parece razonable esperar que, si es correcta como descripción
de la justicia entre las personas, no puede ser muy errónea cuando
se tienen en consideración estas relaciones de mayor amplitud.
IX. EL BIEN DE LA JUSTICIA
EN ESTE capítulo examinaré la segunda y última parte del problema de la estabilidad.
La cuestión a que se refiere es la de saber si la justicia como imparcialidad
y la bondad como racionalidad son congruentes. Queda por demostrar
que, dadas las circunstancias de una sociedad bien ordenada, el proyecto
racional de vida de una persona sostiene y afirma su sentido de la justicia.
Abordo este problema mediante la discusión sucesiva de los diversos desiderata
de una sociedad bien ordenada y las formas en que sus justas disposiciones
contribuyen al bien de sus miembros. Así, observo en primer lugar
que esa sociedad permite la autonomía de las personas y la objetividad de
sus juicios de derecho y de justicia. Muestro después cómo la justicia se combina
con el ideal de la unión social, atenúa la propensión a la envidia y al
rencor, y define un equilibrio en el que prevalece la prioridad de la libertad.
Finalmente, mediante un examen del contraste entre la justicia como imparcialidad
y el utilitarismo hedonista, intento demostrar cómo las instituciones
justas facilitan la unidad del yo y permiten a los seres humanos expresar
su naturaleza como personas morales libres e iguales. Reuniendo todos estos
aspectos, sostengo entonces que, en una sociedad bien ordenada, un eficaz
sentido de la justicia corresponde al bien de una persona, y así se refrenan,
cuando no se eliminan, las tendencias a la inestabilidad.
78. AUTONOMÍA Y OBJETIVIDAD
Antes de abordar los diversos aspectos de una sociedad bien ordenada, deseo
advertir que el problema de la congruencia sólo me interesa en cuanto a
esta forma social. Estamos, pues, limitándonos todavía a una estricta teoría
del cumplimiento. Pero este caso es el primero que examinamos, porque si
falla la congruencia en una sociedad bien ordenada, parece que tendrá que fallar
en todas partes. Además, ni siquiera en este caso es una conclusión predeterminada
la de que lo justo y lo bueno sean congruentes. Porque esta
relación implica que los miembros de una sociedad bien ordenada, cuando
valoren su proyecto de vida por los principios de la elección racional, decidirán
mantener su sentido de la justicia como regulador de sus conductas
respecto a los demás. La equivalencia requerida existe entre los principios
de la justicia en los que habría acuerdo a falta de información y los principios
de elección racional, que no se eligen, en absoluto, y que se aplican con
464
EL BIEN DE LA JUSTICIA 465
pleno conocimiento. Pero unos principios explicados en formas notablemente
distintas se ajustan cuando los de justicia se realizan perfectamente. Desde
luego, esta congruencia tiene su explicación en la forma en que se expone la
doctrina contractual. Pero la relación no es cosa natural, y su base necesita
ser elaborada.
Proseguiré examinando un cierto número de aspectos de una sociedad bien
ordenada que, en su conjunto, conducen a las personas racionales a confirmar
su sentido de la justicia. El argumento es acumulativo y depende de una
convergencia de observaciones cuya fuerza no se manifiesta hasta más adelante
(§ 86).
Comienzo señalando que, a veces, dudamos de la corrección de nuestras
actitudes morales cuando reflexionamos sobre sus orígenes psicológicos.
Considerando que estos sentimientos han surgido en situaciones marcadas,
por ejemplo, por la sumisión a la autoridad, nos preguntamos si no deben ser
rechazados totalmente. Como el argumento en favor del bien de la justicia
depende de que los miembros de una sociedad bien ordenada tengan un deseo
eficaz de actuar justamente, debemos atenuar estas incertidumbres. Imaginemos,
entonces, que alguien experimenta los dictados de su sentido moral
como inhibiciones inexplicables que, de momento, es incapaz de justificar.
¿Por qué no podría considerarlas como simples compulsiones neuróticas? Si
resultase que estos escrúpulos están, en realidad, ampliamente conformados
y explicados por las contingencias de la primera infancia, tal vez por el
curso de nuestra historia familiar y de nuestra situación de clase, y que no hay
nada que añadir en su defensa, entonces no hay, seguramente, razón alguna
por la que deban seguir rigiendo nuestras vidas. Pero, naturalmente, hay
muchas cosas que decir a quien se encuentre en una sociedad bien ordenada.
Se le pueden indicar los aspectos esenciales del desarrollo del sentimiento de
justicia, y cómo debe entenderse, finalmente, la moral de principios. Además,
su propia educación moral ha estado regulada por los principios de derecho
y de la justicia a los que él otorgaría su consentimiento en una situación inicial,
en la que todos tienen una representación igual como personas morales.
Como hemos visto, la concepción moral adoptada es independiente de
las contingencias naturales y de las circunstancias sociales accidentales y, por
consiguiente, los procesos psicológicos a través de los cuales ha adquirido
su sentido moral se ajustan a los principios que él habría elegido en unas
condiciones que él mismo aceptaría como correctas y no afectadas por la
suerte y por la casualidad.
En una sociedad bien ordenada, tampoco puede nadie objetar las prácticas
de instrucción moral que inculcan un sentido de justicia. Porque, de acuerdo
con los principios de lo justo, los que se hallan al mismo tiempo en la situación
original dan su aprobación a las disposiciones necesarias para hacer efectivos
estos principios en su conducta. En realidad, la adaptabilidad de estas
466 LOS FINES
disposiciones a las limitaciones de la naturaleza humana son consideraciones
importantes a la hora de elegir una concepción de la justicia. Así, las convicciones
morales de un individuo no son resultado de un adoctrinamiento
coercitivo. La instrucción es, desde el principio hasta el fin, tan razonada como
el desarrollo del entendimiento lo permite, tal como lo exige el deber
natural del respeto mutuo. Ninguno de estos ideales, principios y preceptos
mantenidos en la sociedad obtiene ventajas indebidas de la flaqueza humana.
El sentido de justicia de una persona no es un mecanismo psicológico
compulsivo hábilmente instalado por los que tienen autoridad, para asegurar
la inalterable sumisión de esa persona a reglas destinadas a favorecer sus
intereses. Tampoco es el proceso de educación, simplemente, una sucesión
causal, cuyo propósito consista en producir, como resultado final, los sentimientos
morales apropiados. En la medida de lo posible, cada etapa prefigura,
en su enseñanza y en sus explicaciones, la concepción del derecho y de la
justicia a la que aspira y con referencia a la cual reconoceremos, más adelante,
que las normas morales que se nos presentan están justificadas.
Estas observaciones son consecuencias evidentes de la doctrina contractual
y del hecho de que sus principios regulen las prácticas de la instrucción
moral en una sociedad bien ordenada. Siguiendo la interpretación kantiana
de la justicia como imparcialidad, podemos decir que, al actuar partiendo de
estos principios, las personas están actuando autónomamente: están actuando
sobre principios que aceptarían en las condiciones que mejor expresasen
su naturaleza como seres racionales, libres e iguales. Desde luego, estas condiciones
también reflejan la situación de los individuos en el mundo y su
estado de sujeción a las circunstancias de la justicia. Pero esto significa, simplemente,
que la concepción de la autonomía es la adecuada a los seres humanos;
el concepto adecuado a naturalezas superiores o inferiores es, muy
probablemente, distinto (§ 40). Así, la educación moral es una educación para
la autonomía. Cuando el momento llegue, cada quien sabrá por qué debe
adoptar los principios de la justicia y cómo éstos se derivan de las condiciones
que caracterizan al hombre como igual en una sociedad de personas morales.
De ello se sigue que, al aceptar estos principios sobre esta base, no estamos
influidos primordialmente por la tradición ni por la autoridad, ni por las
opiniones de los demás. Por necesarias que puedan ser estas influencias para
que nosotros alcancemos un entedimiento completo, llegamos, con el tiempo,
a elaborar una concepción de lo justo sobre unas bases razonables que
podemos fijar independientemente por nosotros mismos.
Ahora bien: en la interpretación contractual, los conceptos de autonomía
y de objetividad son compatibles, pues no hay antinomia entre libertad y razón.
1 Tanto la autonomía como la objetividad se caracterizan de un modo
1 La cuestión de la compatibilidad de la autonomía y de la objetividad es revisada por H. D.
EL BIEN DE LA JUSTICIA 467
coherente por referencia a la situación original. La idea de la situación inicial
es fundamental para la teoría en conjunto, y en función de ella se definen otros
conceptos básicos. Así, actuar autónomamente es actuar sobre unos principios
en los que estaríamos de acuerdo como seres racionales libres e iguales,
y que tenemos que comprender de este modo. Además, estos principios son
objetivos. Son los principios que desearíamos que todos (incluidos nosotros
mismos) siguiéramos, aunque sólo fuera para adoptar en común el punto de
vista general adecuado. La situación original define esta perspectiva, y sus
condiciones incorporan también las de la objetividad: sus estipulaciones expresan
las restricciones según argumentos que nos obligan a considerar la
elección de principios libres de las singularidades de las circunstancias en
que nos encontramos. El velo de la ignorancia nos impide configurar nuestra
visión moral de acuerdo con nuestros afectos e intereses particulares. No
miramos al orden social desde nuestra situación, sino que adoptamos un
punto de vista que todos pueden adoptar sobre una base igual. En este sentido,
miramos objetivamente nuestra sociedad y nuestro lugar en ella: compartimos
con otros un punto de vista común, y no formamos nuestros juicios
desde una inclinación personal. Así, nuestros principios y convicciones
morales son objetivos en la medida en que han sido alcanzados y probados
por la adopción de este punto de vista general y por la valoración de los argumentos
en su favor mediante las restricciones expresadas por la concepción
de la situación original. Las virtudes judiciales, como la imparcialidad
y la prudencia, son las excelencias del entendimiento y de la sensibilidad
que nos permiten hacer bien estas cosas.
Una consecuencia de tratar de ser objetivos, de intentar la elaboración de
nuestras concepciones y juicios morales desde un punto de vista compartido,
es que estamos más dispuestos a llegar a un acuerdo. Realmente, en igualdad
de circunstancias, la descripción preferida de la situación inicial es la que introduce
la mayor convergencia de opinión. Es en parte por esta razón por lo
que aceptamos las exigencias de un punto de vista común, porque no podemos
esperar, razonablemente, que nuestras opiniones no disuenen cuando
se vean afectadas por las contingencias de nuestras diversas circunstancias.
Pero, naturalmente, nuestros juicios no coincidirán en todas las cuestiones y,
de hecho, muchas cuestiones sociales, cuando no la mayoría, pueden seguir
siendo insolubles, especialmente si se consideran en su total complejidad. Por
eso se reconocen las muchas simplificaciones de la justicia como imparcialidad.
Sólo tenemos que recordar las razones de ciertos conceptos, como el
velo de la ignorancia, la justicia procesal pura (como opuesta a la justicia distributiva),
el ordenamiento lexicográfico, la división de la estructura básica
Aiken en su ensayo "The Concept of Moral Objectivity", en Reason and Conditct (Nueva York,
Alfred Knopf, 1962), pp. 134-170. Véase también Huntington Terrell, "Moral Objectivity and
Freedom", Ethics, vol. 76 (1965), pp. 117-127, para un análisis con el que me declaro en deuda.
468 LOS FINES
en dos partes, etc. En conjunto, las partes esperan que éstos y otros recursos
simplifiquen las cuestiones políticas y sociales, de modo que el saldo de justicia
resultante, que se ha hecho posible gracias al mayor consenso, supere lo
que puede haberse perdido por pasar por alto ciertos aspectos, potencialmente
pertinentes, de las situaciones morales. Corresponde a las personas
que se encuentran en la situación original decidir acerca de la complejidad
de los problemas de la justicia. Aunque las diferencias éticas pueden persistir,
la visión del mundo social desde la situación original permite alcanzar
acuerdos esenciales. La aceptación de los principios del derecho y de la justicia
forja los lazos de la amistad social y establece la base de la cortesía entre
las disparidades persistentes. Los ciudadanos pueden reconocer, recíprocamente,
la buena fe y el deseo de justicia, aun cuando en ocasiones pueda romperse
el acuerdo sobre cuestiones constitucionales y, seguramente, sobre
muchas cuestiones políticas. Pero, a menos que existiese una perspectiva
común, cuya adopción reduciría las diferencias de opinión, el razonamiento
y la argumentación serían insustanciales y no tendríamos bases racionales
para creer en la rectitud de nuestras convicciones.
Es claro que esta interpretación de la autonomía y de la objetividad depende
de la teoría de la justicia. La idea de la situación original se emplea para
dar una versión coherente de ambos conceptos. Naturalmente, si se creyese
que los principios de la justicia no serán elegidos, el contenido de estas concepciones
tendría que ser debidamente alterado. El que sostenga que el principio
de utilidad sería aceptado cree que nuestra autonomía se expresa siguiendo
este criterio. De todos modos, la idea general será la misma, y tanto
la autonomía como la objetividad se explican todavía con referencia a la situación
inicial. Pero algunos han caracterizado la autonomía y la objetividad
de modo enteramente distinto. Han sugerido que la autonomía es la completa
libertad de formar nuestras opiniones morales y que el juicio consciente
de todo agente moral debe ser respetado en absoluto. La objetividad se
atribuye luego a aquellos juicios que satisfacen todas las normas que el propio
agente, en su libertad, ha decidido que son pertinentes.2 Estas normas
pueden tener algo que ver, o no, con la adopción de un punto de vista común,
del que sería razonable esperar que fuese compartido por otros; tampoco
está relacionada con esa perspectiva, naturalmente, la correspondiente idea
de la autonomía. Menciono estas otras interpretaciones sólo para indicar, por
contraste, la naturaleza de la doctrina contractual.
Desde el punto de vista de la justicia como imparcialidad, no es cierto que
los juicios conscientes de cada persona deban ser respetados absolutamente;
tampoco es verdad que los individuos sean completamente libres de formar
sus convicciones morales. Estas declaraciones son erróneas si lo que
2 Véase Aiken, ibid., pp. 162-169.
EL BIEN DE LA JUSTICIA 469
significan es que, al haber alcanzado nuestras opiniones morales conscientemente
(según creemos), siempre tenemos derecho a que se nos permita actuar
de acuerdo con ellas. Al analizar la objeción consciente, hemos señalado
que aquí el problema consiste en decidir cómo hay que responder a los que
se esfuerzan por actuar según su falible conciencia les ordena (§ 56). ¿Cómo
nos aseguramos de que es su conciencia la que está equivocada y no la nuestra,
y en qué circunstancias se les puede obligar a desistir? Ahora bien, la
respuesta a estas preguntas se encuentra ascendiendo hasta la situación original:
la conciencia de una persona está descarriada cuando esa persona trata
de imponernos unas condiciones que violan los principios a los que cada
uno prestaría su consentimiento en aquella situación. Y nosotros podemos
rechazar sus proyectos en las formas que se autorizarían cuando el conflicto
se observa desde aquella perspectiva. No tenemos que respetar, literalmente,
la conciencia de un individuo. Más bien, tenemos que respetarlo como
persona, y lo hacemos limitando sus acciones cuando ello es necesario, sólo en
la medida en que lo permiten los principios que ambos reconocemos. En la
situación original, los individuos convienen en considerarse responsables
de la concepción elegida de la justicia. No hay violación de nuestra autonomía
mientras se observen debidamente sus principios. Además, estos principios
estipulan que, en muchas ocasiones, no podemos desviar hacia otros
la responsabilidad de lo que hacemos. Los que ocupan cargos de autoridad
son responsables de los programas que ponen en práctica y de las instrucciones
que dictan. Y los que consienten en ejecutar órdenes injustas o en estimular
malos propósitos no pueden, en general, alegar que no sabían o que
la culpa es solamente de los que ocupan posiciones superiores. Los detalles
relativos a estas cuestiones pertenecen a la teoría del consentimiento parcial.
El punto esencial aquí consiste en que los principios que mejor se adecúan a
nuestra naturaleza de seres racionales, libres e iguales, establecen, por sí solos,
nuestra responsabilidad. De otro modo, es probable que la autonomía
conduzca a una simple colisión de voluntades que se autoproclaman justas, y
que la objetividad origine la adhesión a un sistema coherente, pero individual.
Señalemos ahora que, en épocas de incertidumbre social y de pérdida de
fe en valores establecidos de mucho tiempo atrás, hay una tendencia a retroceder
hacia las virtudes de la integridad: veracidad y probidad, claridad
y responsabilidad o, como algunos dicen, autenticidad. Si nadie sabe lo
que es cierto, por lo menos podemos hacer que nuestras creencias sean nuestras
a nuestro propio modo, y no adoptarlas tal como otros nos las entregan.
Si las normas morales tradicionales ya no son adecuadas y no podemos
convenir en las que han de sustituirlas, podemos, en todo caso, decidir, con
un juicio claro, cómo pensamos actuar, y cerrar el paso al que pretenda que,
de una u otra forma, alguien ha decidido ya por nosotros y que debemos
aceptar esta o aquella autoridad. Ahora bien, las virtudes de la integridad,
470 LOS FINES
naturalmente, son virtudes, y figuran entre las excelencias de las personas libres.
Pero, aunque son necesarias, no son suficientes, pues su definición
permite casi cualquier contenido: un tirano podría desplegar esos atributos
en alto grado y, al hacerlo así, mostrar un cierto atractivo, sin engañarse a sí
mismo con pretextos políticos ni excusas de la fortuna. Es imposible construir
una concepción moral solamente a partir de estas virtudes; al ser virtudes
de forma, son, en cierto sentido, secundarias. Pero, unidas a la adecuada
concepción de la justicia —una concepción que permita la autonomía y la
objetividad correctamente entendidas—, se convierten en lo que verdaderamente
son. La idea de la situación original y los principios en ella elegidos
muestran cómo se lleva esto a cabo.
En conclusión, pues, una sociedad bien ordenada afirma la autonomía de
las personas y estimula la objetividad de sus juicios considerados de la justicia.
Todas las dudas que sus miembros puedan tener acerca de la rectitud
de sus sentimientos morales cuando reflexionan sobre la forma en que se
adoptaron estas disposiciones, pueden disiparse al ver que sus convicciones
se ajustan a los principios que se elegirían en la situación original o, si
no se ajustan, al revisar sus juicios para que se ajusten.
79. LA IDEA DE UNIÓN SOCIAL
Ya hemos visto que, a pesar de los aspectos individualistas de la justicia como
imparcialidad los dos principios de la justicia ofrecen un punto de apoyo
para valorar las instituciones existentes, así como los deseos y aspiraciones
que ellas generan. Estos criterios proporcionan una norma independiente para
dirigir el curso del cambio social, sin invocar una concepción perfeccionista
o una concepción orgánica de la sociedad (§41). Pero queda la cuestión
de saber si la doctrina contractual es un marco satisfactorio para comprender
los valores de la comunidad y para elegir entre los ordenamientos sociales
que han de realizarlos. Es natural suponer que la congruencia de lo justo
y de lo bueno depende, en gran parte, de que una sociedad bien ordenada
lleve a cabo el bien de la comunidad. Me detendré, en esta sección y en las
tres siguientes, en algunos aspectos de esta cuestión.
Podemos comenzar recordando que una de las condiciones de la situación
original es que los individuos sepan que están sujetos a las circunstancias
de la justicia. Dan por sentado que cada uno tiene una concepción de su bien
y, a la luz de esta concepción, ejerce presión con sus demandas contra los
demás. Así, aunque consideran la sociedad como una empresa de cooperación
para mutuo beneficio, ésta se halla típicamente marcada por un conflicto
y, a la vez, por una identidad de intereses. Ahora bien: hay dos formas
de interpretar estas suposiciones. La primera es la adoptada por la teoría de
EL BIEN DE LA JUSTICIA 471
la justicia: la idea consiste en derivar principios satisfactorios de los supuestos
más débiles posibles. Las premisas de la teoría serían condiciones sencillas
y razonables que todos o casi todos aceptarían, y para las que pueden
darse argumentos filosóficos convincentes. Y, al propio tiempo, cuanto mayor
sea la colisión inicial de demandas en la que los principios pueden introducir
un orden aceptable, más amplia deberá ser la teoría. Por eso, se supone
que se dará una profunda oposición de intereses.
La otra forma de enjuiciar estas suposiciones es la de considerar que describen
un cierto tipo de orden social, o un cierto aspecto de la estructura básica
que realmente se realiza. Así, nos vemos conducidos al concepto de sociedad
privada.3 Sus principales rasgos son, primero, que las personas que
la comprenden, ya sean individuos humanos o asociaciones, tienen sus propios
fines privados, que son contrarios o independientes, pero en ningún
caso complementarios. Y, segundo, no se considera que las instituciones tengan
valor alguno por sí mismas, pues la actividad de ocuparse en ellas no
se estima como un bien, sino, en todo caso, como una carga. Así, pues, cada
persona valora los ordenamientos sociales sólo como un medio para sus fines
privados. Nadie tiene en cuenta el bien de los demás, ni lo que poseen; más
bien, cada uno prefiere el esquema más eficaz, que le dé la mayor proporción
de beneficios. (Dicho de modo más formal, las únicas variables en la
función de la utilidad de un individuo son los bienes y los valores que posee,
y no los bienes que poseen los demás, ni su nivel de utilidad.)
Podemos suponer también que la auténtica distribución de los beneficios
viene determinada, en gran parte, por el saldo de poder y de posición estratégica
que resulta de las circunstancias existentes. Pero esta distribución,
desde luego, puede ser perfectamente justa y satisfacer las aspiraciones de
reciprocidad. Por fortuna, es posible que la situación conduzca a este resultado.
Los bienes públicos se componen, en buena medida, de los elementos
y de las condiciones que el Estado mantiene para que cada uno los utilice
atendiendo a sus propios fines, como sus medios le permitan, de igual modo
que cada uno tiene su destino propio en los viajes por carretera. La teoría
de los mercados competitivos es una descripción modelo de este tipo de sociedad.
Como los miembros de esta sociedad no se sienten impulsados por
el deseo de actuar justamente, la estabilidad de los ordenamientos justos y
eficaces, cuando existen, requiere, normalmente, el uso de sanciones. Por tanto,
la coincidencia de los intereses privados y de los colectivos es resultado de
estabilizar los recursos institucionales aplicados a personas que se oponen
3 El concepto de sociedad privada, o algo semejante, se encuentra en muchos sitios. Son bien
conocidos los ejemplos en Platón, La República, pp. 369-372, y en Hegel, Filosofía del Derecho,
§§ 182-187, bajo el epígrafe de sociedad civil. El habitat natural de este concepto se encuentra en
la teoría económica (equilibrio general), y el análisis de Hegel refleja su lectura de Adam Smith,
La riqueza de las naciones.
472 LOS FINES
recíprocamente como poderes indiferentes, cuando no hostiles. La sociedad
privada no se mantiene unida por una convicción pública de que sus ordenamientos
básicos son justos y buenos en sí mismos, sino por los cálculos de
todos, o de un número lo bastante alto para mantener el esquema de que
cualquier cambio posible reduciría el volumen de los medios que los individuos
emplean para buscar sus fines personales.
Se sostiene, a veces, que la doctrina contractual implica que la sociedad
privada es el ideal, por lo menos cuando la distribución de los beneficios satisface
una adecuada norma de reciprocidad. Pero esto no es así, como lo demuestra
el concepto de una sociedad bien ordenada. Y, como acabo de decir,
la idea de la situación original tiene otra interpretación. La descripción de la
bondad como racionalidad y de la naturaleza social de la humanidad requiere
también un enfoque diferente. Pero la sociabilidad de los seres humanos
no debe entenderse de modo trivial. No significa, simplemente, que la sociedad
es necesaria para la vida humana o que, por vivir en una comunidad, los
hombres adquieren necesidades e intereses que les impulsan a trabajar juntos,
en beneficio mutuo, mediante determinadas formas específicas que sus
instituciones permiten y estimulan. Tampoco se expresa mediante la perogrullada
de que la vida social es condición indispensable para nuestro desarrollo
de la facultad de hablar y de pensar y para tomar parte en las actividades
comunes de la sociedad y de la cultura. Indudablemente, incluso los
conceptos que utilizamos para describir nuestros proyectos y nuestra situación,
y también para expresar nuestros deseos y propósitos personales, presuponen
muchas veces un marco social, así como un sistema de creencias e
ideas que es el resultado de los esfuerzos colectivos de una larga tradición.
Ciertamente estos hechos no son triviales, pero emplearlos para caracterizar
nuestros lazos recíprocos es dar una interpretación trivial de la sociabilidad
humana. Porque todo esto es igualmente válido para las personas que consideran
sus relaciones de modo puramente instrumental.
La naturaleza social de la humanidad se manifiesta claramente en el contraste
con la concepción de la sociedad privada. Así, los seres humanos tienen,
de hecho, objetivos finales compartidos, y valoran sus instituciones y actividades
comunes como buenas en sí mismas. Nos necesitamos unos a otros
como participantes de unos modos de vida comprometidos en la persecución
de sus propios objetivos, y los éxitos y las satisfacciones de los demás
son necesarios y halagüeños para nuestro propio bien. Estas cuestiones son
bastante evidentes, pero exigen alguna elaboración. En la descripción de la
bondad como racionalidad, llegamos a la conclusión familiar de que los proyectos
racionales de vida facilitan, normalmente, el desarrollo de algunas
de las facultades de una persona, por lo menos. El principio aristotélico se
orienta en esa dirección. Pero una característica básica de los seres humanos
es que ninguna persona puede hacer todo lo que podría, ni es forzoso que
EL BIEN DE LA JUSTICIA 473
pueda hacer todo lo que cualquier otra persona puede. Las posibilidades de
cada individuo son mayores que las que puede confiar en realizar y, en general,
son muy inferiores a los poderes humanos. Así, cada uno debe seleccionar
cuáles de sus facultades y de sus posibles intereses desea estimular;
debe diseñar su preparación y su ejercicio, y plantear su persecución de un
modo ordenado. Personas diferentes, con capacidades similares o complementarias,
pueden cooperar, por así decirlo, en la realización de su naturaleza
común o semejante. Cuando los hombres están seguros en el disfrute del
ejercicio de sus propios poderes, se hallan dispuestos a apreciar las perfecciones
de los demás, especialmente cuando sus diversas excelencias tienen
un lugar convenido en una forma de vida cuyos objetivos todos aceptan.
Podemos decir, pues, siguiendo a Humboldt, que es a través de la unión
social fundada en las necesidades y posibilidades de sus miembros como
cada persona puede participar en la suma total de los valores naturales realizados
de los otros. Llegamos así a la noción de la comunidad del género
humano cuyos miembros gozan de las excelencias recíprocas y de la individualidad
suscitadas por las instituciones libres, y reconocen el bien de cada
quien como elemento de la actividad completa, cuyo esquema, en su conjunto,
es objeto de general consentimiento y complace a todos. Puede imaginarse
también que esta comunidad se extiende a lo largo del tiempo y, en
consecuencia, en la historia de una sociedad, pueden imaginarse, de un modo
semejante, las aportaciones conjuntas de sucesivas generaciones.4 Nues-
4 Esta idea debió de ocurrírseles a muchos y se halla implícita, seguramente, en numerosas
obras. Pero sólo he podido encontrar unas pocas formulaciones definidas de ella, tal como se
expresa en esta sección. Véase Wilhelm von Humboldt, The timits of State Action, ed. J. W. Burrow
(Cambridge, The University Press, 1969), pp. 16 ss., para una clara exposición. Dice: "Cada
ser humano, por lo tanto, sólo puede actuar con una facultad dominante en un momento dado;
o, mejor dicho, el conjunto de nuestra naturaleza nos dispone, en un momento dado, a una determinada
forma de actividad espontánea. Parecería, pues, seguirse de esto, que el hombre está
inevitablemente destinado a cultivarse en un sentido parcial, toda vez que al dirigir sus energías
a una multiplicidad de objetos lo único que hace es debilitarlas. Pero el hombre puede evitar
esta unilateralidad intentando unir las distintas facultades de su naturaleza —en general, ejercidas
separadamente—, integrando en una espontánea cooperación, en cada periodo de su vida,
los mortecinos destellos de una actividad, y los que el futuro alumbrará, y esforzándose por
incrementar y diversificar los poderes con que trabaja, combinándolos armoniosamente, en lugar
de buscar la simple variedad de objetos para su ejercicio por separado. Lo que se consigue,
en el caso del individuo, con la unión del pasado y del futuro con el presente se produce en la
sociedad mediante la mutua cooperación de sus diferentes miembros; porque, en todas las etapas
de su vida, cada individuo sólo puede llevar a cabo una de las perfecciones que representan
los posibles rasgos del carácter humano. Es, por lo tanto, a través de una unión social, basada
en las necesidades y capacidades internas de sus miembros, como cada quien es capaz de participar
en los ricos recursos colectivos de todos los demás" (pp. 16 ss.). Como claro ejemplo para
ilustrar este concepto de la unión social, podemos considerar un grupo de músicos, cada uno de
los cuales podría haberse preparado para tocar tan bien como los demás cualquier instrumento
de la orquesta pero, mediante una especie de acuerdo tácito, cada quien se propuso perfeccionar
sus facultades sólo en el instrumento elegido, de modo que así se realizan las facultades de
todos en sus ejecuciones conjuntas. Esta idea ocupa también un lugar fundamental en la obra
474 LOS FINES
tros predecesores en la consecución de ciertas cosas nos dejan a nosotros la
tarea de proseguirlas; sus realizaciones influyen en nuestra elección de esfuerzos
y definen una base más amplia para la comprensión de nuestros propósitos.
Decir que el hombre es un ser histórico equivale a decir que las realizaciones
de las facultades de los individuos humanos que viven en un
momento dado requieren la cooperación de muchas generaciones (o incluso
sociedades), durante un largo periodo. Implica también que esta cooperación
está dirigida, en todo momento, por una comprensión de lo que se ha hecho
en el pasado, tal como lo interpreta la tradición social. En contraste con lo
que ocurre con la humanidad, cada animal, separadamente, puede hacer y
hace casi todo lo que sería capaz de hacer, o lo que podría o puede hacer cualquier
otro animal de su especie que viva en el mismo tiempo. La amplitud
de las facultades realizadas de un determinado individuo de la especie no
es, en general, materialmente menor que las posibilidades de otros similares
a él. La notable excepción es la diferencia de sexo. Esto se debe, tal vez, a
que la afinidad sexual es el ejemplo más evidente de la necesidad que los
individuos, tanto humanos como animales, tienen los unos de los otros. Pero
es posible que esta atracción no adopte más que una forma puramente instrumental,
al tratar cada individuo al otro como un medio de alcanzar su propio
placer o la continuación de su linaje. A menos que esta adhesión se funda
de Kant, "Idea para una historia universal", en Kant's Polines Writings, ed. Hans Reiss y trad. de
H. B. JSIisbet (Cambridge, The University Press, 1970). Véase pp. 42 ss., donde dice que cada
individuo tendría que vivir durante un dilatado periodo si tuviera que aprender a utilizar completamente
todas sus capacidades naturales, y esto, por lo tanto, requeriría tal vez una incalculable
serie de generaciones de hombres. No he podido encontrar esta idea expresamente expuesta
donde habría sido de esperar: por ejemplo, en las Cartas sobre la educación estética del hombre, de
Schiller, especialmente en las cartas sexta y vigésimo séptima. Creo que tampoco en los primeros
trabajos de Marx, particularmente en los Manuscritos económicos y filosóficos. Pero Shlomo Avineri,
en su The Social and Politkal Thought ofKarl Marx (Cambridge, The University Press, 1969),
pp. 231 ss., considera que Marx formula un concepto semejante. Sin embargo, en mi opinión,
Marx tiende a enjuiciar la sociedad plenamente comunista como una sociedad en la que cada
persona realiza completamente su naturaleza, en la que expresa todas sus facultades. En todo
caso, es importante no confundir la idea de la unión social con el alto valor asignado a la diversidad
y a la individualidad humanas, tal como se encuentra en la obra de Mili, On Liberty,
cap. ni, y en el romanticismo alemán; véase A. O. Lovejoy, The Great Chain ofBeing (Cambridge,
Harvard University Press, 1936), cap. x; o con la concepción del bien como el armonioso
cumplimiento de las facultades naturales por individuos (completos); ni, finalmente, con los
individuos bien dotados, artistas, estadistas, etc., que lo realizan para el resto de la humanidad.
Más bien, en el caso límite en que los poderes de cada quien son similares, el grupo consigue,
mediante una coordinación de actividades entre iguales, la misma totalidad de capacidades latentes
en cada uno. O cuando estos poderes difieren y son adecuadamente complementarios,
expresan la suma de potencialidades de los miembros como conjunto en actividades que son
intrínsecamente buenas, y no simplemente cooperación para una ganancia social o económica.
(Sobre esto último, véase Smith, La riqueza de las naciones, lib. i, caps, I-II.) Tanto en un caso como
en el otro, las personas se necesitan recíprocamente, porque sólo en la activa cooperación
con los demás se realizan cumplidamente las facultades de una persona. Sólo en una unión social
se completa el individuo.
EL BIEN DE LA JUSTICIA 475
con elementos de afecto y de amistad, no mostrará los rasgos característicos
de la unión social.
Ahora bien: muchas formas de vida poseen las características de la unión
social, consistentes en objetivos finales compartidos y en actividades comunes
valoradas por sí mismas. La ciencia y el arte pueden ofrecer muchos ejemplos.
Y también las familias, las amistades y otros grupos son uniones sociales.
Pero será conveniente observar los ejemplos más sencillos de los juegos.
Aquí podemos distinguir fácilmente cuatro tipos de fines: el objetivo del
juego tal como se define en sus reglas, como, por ejemplo, el de ganar el mayor
número de carreras; los diversos motivos de los jugadores para tomar
parte en el juego, como la excitación que les produce, el deseo de hacer ejercicio,
etc., que pueden ser diferentes para cada persona; los propósitos sociales
servidos por el juego, que pueden ser impensados y desconocidos para los
jugadores, o incluso para cualquier individuo de la sociedad, correspondiendo
al observador reflexivo la investigación de estas cuestiones y, por último,
el fin compartido, el común deseo de todos los jugadores de que se consiga
una buena ejecución del juego. Este fin compartido sólo puede realizarse, si
el juego se desarrolla correctamente, de acuerdo con las reglas, si los bandos
están más o menos igualados, y si todos los jugadores creen que están jugando
bien. Pero, cuando esta finalidad se consigue, todos obtienen placer
y satisfacción exactamente en lo mismo. Un buen desarrollo del juego es, por
así decirlo, una realización colectiva que requiere la cooperación de todos.
Ahora bien: es claro que el fin compartido de una unión social no es simplemente
un deseo de la misma cosa determinada. Grant y Lee tenían el mismo
deseo de estar en posesión de la ciudad de Richmond, pero este deseo
no estableció una comunidad entre ellos. Las personas, en general, desean
tipos similares de cosas, como libertad y oportunidad, abrigo y alimento, pero
estos deseos pueden enfrentarlas. Que los individuos tengan un fin compartido
depende de los más detallados aspectos de la actividad a que sus
intereses les inclinan, cuando éstos se hallan regidos por los principios de la
justicia. Debe haber un esquema convenido de conducta, en el que las excelencias
y las satisfacciones de cada quien sean complementarias del bien de
todos. Cada uno puede, entonces, complacerse en las acciones de los otros,
cuando ejecutan conjuntamente un proyecto aceptable para todos. A pesar
de su vertiente competitiva, muchos juegos son un claro ejemplo de este tipo
de fin: el público deseo de una actuación buena y correcta del juego debe
constituir la norma y ser efectivo, si no se quiere q u e languidezcan el gusto
y la satisfacción de todos.
El desarrollo del arte y de la ciencia, de la religión y de la cultura de todo
tipo, alta y baja, puede considerarse, naturalmente, de un modo muy similar.
Aprendiendo de los esfuerzos de unos y otros, y apreciando sus diversas
aportaciones, los seres humanos fueron levantando, gradualmente, siste476
LOS FINES
mas de conocimiento y de creencias; crearon técnicas reconocidas para hacer
las cosas y elaboraron estilos de sentimientos y de expresión. En estos casos,
el propósito común es, frecuentemente, profundo y complejo, al estar
definido por la respectiva tradición artística, científica o religiosa; y la comprensión
de este propósito requiere, con frecuencia, años de disciplina y de
estudio. Lo esencial es que haya un fin último compartido y unas formas aceptadas
de favorecerlo que permitan el público reconocimiento de las conquistas
de todos. Cuando este fin se logra, todos encuentran satisfacción exactamente
en lo mismo; y este hecho, unido a la complementariedad del bien
de los individuos, afirma el vínculo de la comunidad.
No quiero subrayar, sin embargo, los casos del arte y de la ciencia, y las
altas formas de la religión y de la cultura. De acuerdo con la repulsa del principio
de perfección y con la aceptación de la democracia en la valoración de
las excelencias de unos y otros, carecen de todo mérito especial desde el punto
de vista de la justicia. En realidad, la referencia a los juegos no sólo tiene
la virtud de la sencillez, sino que, en algunos sentidos, es más apropiada. Contribuye
a demostrar que el interés principal consiste en que hay muchos tipos
de unión social y, desde la perspectiva de la justicia política, no debemos
tratar de clasificarlos según su valor. Además, estas uniones no tienen unas
dimensiones definidas; van desde las familias y las amistades hasta asociaciones
mucho más amplias. También carecen de límites de tiempo y de espacio,
porque las que se encuentran muy separadas por la historia y por las
circunstancias pueden, sin embargo, cooperar en la realización de su naturaleza
tomún. Una sociedad bien ordenada y, en realidad, la mayoría de las
sociedades, cuentan, probablemente, con innumerables uniones sociales de
muchos tipos diferentes.
Con estas observaciones como prefacio, podemos ver ahora cómo los principios
de la justicia se relacionan con la sociabilidad humana. La idea principal
consiste, sencillamente, en que una sociedad bien ordenada (correspondiente
a la justicia como imparcialidad) es, en sí misma, una forma de unión
social. En realidad, es una unión social de uniones sociales. Concurren en ella
los dos rasgos característicos: el positivo funcionamiento de instituciones
justas es el fin último compartido de todos los miembros de la sociedad, y
estas formas institucionales son apreciadas como buenas en sí mismas. Consideremos
estos rasgos sucesivamente. El primero es totalmente correcto.
De un modo muy similar a aquel en que los jugadores tienen el fin compartido
de ejecutar un desarrollo bueno y correcto del juego, así los miembros
de una sociedad bien ordenada tienen el propósito común de cooperar, en
conjunto, para realizar su propia naturaleza y la ajena, en formas permitidas
por los principios de la justicia. Esta intención colectiva es la consecuencia
de que todos tengan un efectivo sentido de la justicia. Cada ciudadano desea
que todos (incluso él mismo) actúen de acuerdo con unos principios a
EL BIEN DE LA JUSTICIA 477
los que todos darían su consentimiento en una situación inicial de igualdad
Este deseo es regulador, según requiere la condición de finalidad en los
principios morales; y cuando cada uno actúa justamente, todos encuentran
satisfacción exactamente en lo mismo.
La explicación del segundo rasgo es más complicada, pero bastante clara
después de lo que se ha dicho. Sólo tenemos que señalar los diversos modos
en que las instituciones fundamentales de la sociedad, la justa constitución
y las principales partes del orden legal pueden considerarse buenas en sí mismas
una vez que la idea de unión social se aplica a la estructura básica en
conjunto. Así, en primer lugar, la interpretación kantiana nos permite decir
que la acción de todos tendiente al mantenimiento de instituciones justas
sirve al bien de cada uno. Los seres humanos tienen un deseo de expresar su
naturaleza como personas morales, libres e iguales, y el modo más adecuado
de hacer esto es actuar según los principios que admitirían en la situación
original. Cuando todos se esfuerzan por cumplir con estos principios y cada
uno lo consigue, entonces su naturaleza como personas morales se realiza
más plenamente, tanto desde el punto de vista individual como desde el colectivo
y, con ella, su bien individual y colectivo.
Pero, además, el principio aristotélico aboga por las formas institucionales,
así como por cualquier otra actividad humana. Desde este punto de vista,
un orden constitucional justo, cuando se une a las uniones sociales menores
de la vida cotidiana, proporciona un marco para estas numerosas
asociaciones y determina la más compleja y diversa actividad de todas. En
una sociedad bien ordenada, cada persona comprende los primeros principios
que rigen el esquema en conjunto, tal como éste ha de ponerse en práctica
a lo largo de muchas generaciones; y todos tienen un decidido propósito
de adherirse a esos principios en su proyecto de vida. Así, el proyecto de
cada quien adquiere una estructura más amplia y más rica de la que tendría
en otro caso; se ajusta a los proyectos de los otros mediante unos principios
mutuamente aceptables. La vida más privada de cada uno es, por así decirlo,
un proyecto dentro de un proyecto, realizándose este superordenado
proyecto en las instituciones públicas de la sociedad. Pero este proyecto más
general no establece un fin dominante, como el de la unidad religiosa o el de
la máxima excelencia de la cultura, y mucho menos el de la potencia y el
prestigio nacionales, al que se subordinen los objetivos de todos los individuos
y asociaciones. La intención pública reguladora es, más bien, la de que
el orden constitucional realice los principios de la justicia. Y esta actividad colectiva,
si el principio aristotélico es justo, debe experimentarse como un bien.
Hemos visto que las virtudes morales son excelencias, atributos de la persona
que es racional que las personas deseen en sí mismas y en los otros
como cosas que se aprecian por su propio valor o, en otro caso, por manifestarse
en actividades así estimuladas (§§ 66-70). Pero es claro que estas
478 LOS FINES
excelencias se despliegan en la vida pública de una sociedad bien ordenada.
Por tanto, el principio que acompaña al aristotélico implica que los hombres
aprecian y gozan de estos atributos recíprocamente según se manifiestan al
cooperar en la afirmación de las instituciones justas. De ello se sigue que la
actividad colectiva de la justicia es la forma preeminente del florecimiento
humano. Porque, dadas unas circunstancias favorables, es mediante el mantenimiento
de estos ordenamientos públicos como las personas expresan
mejor su naturaleza y consiguen las más amplias excelencias reguladoras de
que cada uno es capaz. Al propio tiempo, las instituciones justas permiten y
estimulan la variada vida interna de las asociaciones en las que los individuos
realizan sus objetivos más personales. Así, la realización pública de la
justicia es un valor de la comunidad.
A modo de comentario final, deseo señalar que una sociedad bien ordenada
no se desentiende de la división del trabajo, en el sentido más general.
Desde luego, los peores aspectos de esta división pueden ser superados: nadie
necesita depender servilmente de otros, ni está hecho para elegir entre
ocupaciones monótonas y rutinarias que embotan el pensamiento y la sensibilidad
del hombre. Puede ofrecerse a cada individuo una variedad de
tareas, de tal modo que los diferentes elementos de su naturaleza encuentren
una expresión adecuada. Pero, aun cuando el trabajo es plenamente significativo
para todos, no podemos superar nuestra dependencia de los demás,
ni debemos desearlo. En una sociedad enteramente justa, las personas
buscan su propio bien mediante unos procedimientos que les son peculiares,
y confían en sus asociados para hacer cosas que no podrían haber hecho,
y cosas que podían haber hecho pero que no hicieron. Es tentador suponer
que todos puedan realizar plenamente sus facultades, y que algunos, por lo
menos, pueden convertirse en ejemplares completos de humanidad. Pero esto
es imposible. Es una característica de la sociabilidad humana que no somos
más que partes de lo que podríamos ser. Debemos cuidar de que los
demás alcancen las excelencias que nosotros tenemos que dejar a un lado, o
de las que carecemos totalmente. La actividad colectiva de la sociedad, las
numerosas asociaciones y la vida pública de la comunidad más amplia que
las regula, mantiene nuestros esfuerzos y suscita nuestra colaboración. Pero
el bien alcanzado gracias a nuestra cultura común sobrepasa considerablemente
nuestro trabajo, en el sentido de que dejamos de ser simples fragmentos:
la parte de nosotros mismos que realizamos directamente se une a un
ordenamiento más amplio y más justo, cuyos objetivos nosotros afirmamos.
La división del trabajo es superada, no por cada uno que logra hacerse completo
en sí mismo, sino por el trabajo voluntario y significativo, dentro de una
justa unión social de uniones sociales, en la que todos pueden participar
libremente según sus inclinaciones.
EL BIEN DE LA JUSTICIA 479
80. EL PROBLEMA DE LA ENVIDIA
Vengo suponiendo siempre que, en la situación original las personas no son
impulsadas por ciertas propensiones psicológicas (§ 25). Un individuo racional
no se halla sujeto a la envidia, al menos cuando las diferencias entre
él y los demás no se consideran resultado de la injusticia y no superan ciertos
límites. Los individuos tampoco están influidos por diferentes actitudes hacia
el riesgo y la incertidumbre, o por diversas tendencias a dominar o a someter,
y así sucesivamente. He imaginado también que estas psicologías especiales
se encuentran detrás del velo de la ignorancia, juntamente con el
conocimiento que los individuos tienen de su concepción del bien. Una explicación
de estas aseveraciones consiste en que, en la medida de lo posible, la
elección de una concepción de la justicia no debe verse afectada por contingencias
accidentales. Los principios adoptados deben ser invariantes respecto
a las diferencias en esas inclinaciones, por la misma razón que deseamos
que se mantengan independientes de las preferencias individuales y
de las circunstancias sociales.
Estos supuestos se enlazan con la interpretación kantiana de la justicia como
imparcialidad, y simplifican considerablemente el tema desde el punto
de vista de la situación original. Los individuos no están influidos por las diferencias
personales en estas propensiones, evitando así las complicaciones
en el proceso de ajuste que de ello resultaría. Sin una información bastante
definida acerca de cuál era la configuración de actitudes que existía, no puede
decirse qué acuerdo se alcanzaría, suponiendo que se alcanzase alguno.
En cada caso, eso dependería de las hipótesis particulares formuladas. A
menos que pudiésemos exponer algún mérito distintivo desde un punto de
vista moral en el dispositivo postulado de psicologías especiales, los principios
adoptados serían arbitrarios, ya no constituirían el resultado de unas
condiciones razonables. Y puesto que la envidia está considerada, generalmente,
como algo que debe ser evitado y temido, por lo menos cuando se
hace muy vehemente, parece deseable que, de ser posible, la elección de principios
no se vea influida por este rasgo. En consecuencia, tanto por razones
teóricas como prácticas, he supuesto una ausencia de envidia y una carencia
de conocimiento de las psicologías especiales.
Pero estas inclinaciones existen y de algún modo hay que contar con ellas.
Así, he dividido en dos partes el tema de los principios de la justicia: la primera
parte continúa con los supuestos que acabamos de mencionar, y se sirve
de la mayor parte de lo discutido hasta ahora; la segunda parte pregunta
si la sociedad bien ordenada correspondiente a la concepción adoptada generará,
realmente, sentimientos de envidia y pautas de actitudes psicológicas
que socavarán los ordenamientos que dicha sociedad considera justos.
480 LOS FINES
Al principio, razonamos como si no existiesen el problema de la envidia y
el de las psicologías especiales y después, tras haber investigado qué principios
se establecerían, nos detenemos a considerar si las instituciones justas
así definidas pueden suscitar y estimular tales propensiones hasta un
punto en que el sistema social se hace inviable e incompatible con el bien humano.
Si así fuera, habría que reconsiderar la adopción de la concepción de
la justicia. Pero, si las inclinaciones producidas sostuviesen los ordenamientos
justos, o fuesen fácilmente adecuadas por ellos, se confirmaría la primera
parte del argumento. La ventaja esencial de la progresión en dos etapas consiste
en que no se da por sentado ningún conjunto especial de actitudes. Simplemente,
revisamos la racionalidad de nuestros supuestos iniciales y las
consecuencias que hemos extraído de ellos, a la luz de las coacciones impuestas
por los hechos generales de nuestro mundo.
Analizaré el problema de la envidia como ilustración de la forma en que
las psicologías especiales entran en la teoría de la justicia. Aunque cada psicología
especial suscita, sin duda, cuestiones diferentes, el procedimiento general
puede ser casi el mismo. Empiezo señalando la razón por la que la
envidia plantea un problema: concretamente, el hecho de que las desigualdades
autorizadas por el principio de la diferencia puedan ser tan grandes
que despierten la envidia en una medida socialmente peligrosa. Para aclarar
esta posibilidad, es conveniente distinguir entre envidia general y envidia
particular. La envidia experimentada por los menos favorecidos respecto
a los que se encuentran en mejor situación es, normalmente, envidia general,
en el sentido de que envidian a los más favorecidos por las clases de
bienes y no por los objetos particulares que poseen. Las clases más elevadas
dicen que son envidiadas por sus mayores riquezas y posibilidades; los que
les envidian quieren para sí mismos unas ventajas similares. Por el contrario,
la envidia particular es típica de la rivalidad y de la competencia. Los que
son derrotados en la búsqueda de cargos y honores, o de los afectos de los
demás, se sienten inclinados a envidiar los éxitos de sus rivales y a codiciar
precisamente lo mismo que éstos han conquistado. Nuestro problema, pues,
consiste en saber si los principios de la justicia, y en especial el principio de
la diferencia con una justa igualdad de oportunidades, probablemente engendrará,
en la práctica, una envidia general excesivamente destructiva.
Vuelvo ahora a la definición de la envidia que parece adecuada a esta cuestión.
Para fijar ideas, supongamos que las comparaciones interpersonales
necesarias se hacen en términos de los bienes primarios objetivos, la libertad
y la oportunidad, los ingresos y la riqueza que, para simplificar, he solido
definir, normalmente, como expectativas en la aplicación del principio
de la diferencia. Luego, podemos considerar la envidia como la propensión
a mirar con hostilidad el mayor bien de los demás, aun cuando el hecho de
que ellos sean más afortunados que nosotros no mengua nuestras ventajas.
EL BIEN DE LA JUSTICIA 481
Envidiamos a las personas cuya situación es superior a la nuestra (estimada
según cierto índice convenido de bienes, como hemos señalado antes), y deseamos
despojarlos de sus mayores beneficios, aunque también nosotros
tengamos que perder algo. Cuando los demás tienen conocimiento de nuestra
envidia, pueden volverse celosos de su mejor situación y ansiosos de tomar
precauciones contra los actos hostiles a los que nuestra envidia nos induce.
Así comprendida, la envidia es colectivamente perjudicial: el individuo
que envidia a otro está dispuesto a hacer cosas que empeoren las situaciones
de ambos, sólo para que la diferencia entre ellos se reduzca. Así, Kant,
cuya definición yo he seguido en buena medida, analiza la envidia, muy
justamente, como uno de los vicios de la humanidad que odia.5
Esta definición requiere un comentario. En primer lugar, como observa
Kant, hay muchas ocasiones en que hablamos abiertamente del mayor bien
de los demás como envidiable. También podemos subrayar la envidiable
armonía y felicidad de un matrimonio o de una familia. De un modo semejante,
podemos decir a otro que envidiamos sus mayores oportunidades o sus
mejores éxitos. En estos casos —a los que llamaré de envidia amable—, no
hay mala voluntad, ni tácita ni expresa. No deseamos, por ejemplo, que el
matrimonio o la familia sean menos felices o peor avenidos. Con estas
expresiones convencionales afirmamos el valor de ciertas cosas que otros tienen.
Indicamos que, si bien no poseemos nada semejante ni de valor igual,
esas cosas merecen, verdaderamente, la pena de esforzarse por ellas. Esperamos
que aquellos a quienes hacemos estas observaciones las reciban como
una especie de elogio y no como una señal de nuestra hostilidad. Un caso
algo diferente es el de la envidia emuladora, que nos induce a tratar de conseguir
lo que otros tienen. La visión de su mayor bien nos impulsa a esforzarnos,
en formas socialmente beneficiosas, por conseguir cosas similares
para nosotros mismos.6 Así, la verdadera envidia, en contraste con la envidia
amable que expresamos libremente, es una forma de rencor, que tiende
a perjudicar tanto a su objeto como a su sujeto. Es lo que la envidia emuladora
puede llegar a ser, en determinadas condiciones de derrota y de sentimiento
de fracaso.
Otro punto es que la envidia no constituye un sentimiento moral. No es
necesario citar ningún principio moral para su explicación. Basta decir que
la mejor situación de otros llama nuestra atención. Nos molesta su mejor fortuna,
y ya no valoramos tanto lo que tenemos nosotros, y este sentimiento
de perjuicio y de pérdida despierta nuestro rencor y nuestra hostilidad. De-
5 La metafísica de las costumbres, parte 11, § 36. Aristóteles señala que la envidia y el odio como
pasiones no admiten término medio; sus nombres ya implican maldad. Ética a Nicómaco,
1107all.
6 Para la distinción entre emulación y envidia, véase al obispo Butler, Sermons, i, en British
Moralists, ed. L. A. Selby-Bigge (Oxford, 1897), vol. i, p. 205.
482 LOS FINES
be tenerse cuidado, pues, de no excitar simultáneamente la envidia y el resentimiento.
Porque el resentimiento es un sentimiento moral. Si experimentamos
resentimiento por el hecho de tener menos que otros, puede ser porque
consideramos que su mejor situación es el resultado de instituciones
injustas, o de un comportamiento personal indigno. Los que expresan resentimiento
deben estar preparados para demostrar por qué ciertas instituciones
son injustas, o cómo les han perjudicado los otros. Lo que distingue
la envidia de los sentimientos morales es la forma diferente en que se explica,
el tipo de perspectiva desde el cual se observa la situación (§ 73).
Son de señalar también los sentimientos no morales relacionados con
la envidia, pero que no deben confundirse con ella. Sobre todo, el recelo y la
renuencia son el reverso, por así decirlo, de la envidia. Una persona que se
encuentra en buena situación puede desear que los menos afortunados que
él permanezcan en la situación en que se encuentran. Está celoso de su propia
situación superior, y renuente a la hora de concederles las ventajas superiores
que les equipararían con él. Y si esta propensión se acentuase hasta
negarles unos beneficios que él no necesita ni puede utilizar por sí mismo,
entonces se halla impulsado por el odio.7 Estas inclinaciones son colectivamente
perjudiciales en la forma en que lo es la envidia, porque el hombre
receloso y amargado está dispuesto a dar por perdido algo, a condición de
mantener la distancia entre él y los demás.
Hasta ahora, he considerado la envidia y el recelo como vicios. Como hemos
visto, las virtudes morales figuran entre los rasgos del carácter de base
amplia, que es racional que unas personas deseen en las demás como asociados
(§ 66). Así, los vicios son rasgos de base amplia que no se desean, siendo
casos claros el rencor y la envidia, porque van en detrimento de todos. Los
individuos preferirán, seguramente, concepciones de la justicia cuya realización
no despierte tales propensiones. Normalmente, se espera que nos abstengamos
de las acciones a que esas propensiones nos inducen, y que
adoptemos las medidas necesarias para librarnos de ellas. Pero, a veces, las
circunstancias que provocan la envidia son tan apremiantes que, dada la
condición de los seres humanos, no puede pedirse a nadie, razonablemente,
que supere sus sentimientos rencorosos. La mala situación de una persona,
medida por el índice de bienes primarios objetivos, puede ser tal que ofenda
su propio respeto y, dada su situación, podemos simpatizar con su sentimiento
de pérdida. En realidad, podemos sentirnos ofendidos por hacernos
envidiosos, pues la sociedad permite tan grandes disparidades en estos bienes
que, en las condiciones sociales existentes, estas diferencias no pueden
7 Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1108bl-6, caracteriza el odio como la complacencia en la mala
fortuna de los otros, ya sea merecida o no. Para la idea de que el recelo, la renuencia y el odio
son el reverso de la envidia, sentimientos de los envidiados que poseen lo que se desea, estoy
en deuda con G. M. Foster.
EL BIEN DE LA JUSTICIA 483
menos que causar una pérdida de la estima. Para los que sufren este daño,
los sentimientos envidiosos no son irracionales; la satisfacción de su rencor
los haría mejores. Cuando la envidia es una reacción ante la pérdida de respeto
propio, en circunstancias en las que no sería razonable esperar que alguien
reaccionase de modo diferente, diré que es excusable. Como el respeto
propio es el más importante de los bienes primarios, supongo que los
individuos no estarían de acuerdo en considerar insignificante esta clase de
pérdida subjetiva. La cuestión consiste, pues, en saber si una estructura básica
que satisfaga los principios de la justicia puede despertar una envidia
tan excusable que deba ser reconsiderada la elección de esos principios.
81. ENVIDIA E IGUALDAD
Ahora ya podemos examinar la probabilidad de una envidia general excusable
en una sociedad bien ordenada. Sólo analizaré este caso porque nuestro
problema consiste en determinar si los principios de la justicia constituyen
un empeño razonable, dadas las propensiones de los seres humanos y, en
especial, su aversión a las disparidades en bienes objetivos. Ahora bien: yo
supongo que la principal raíz psicológica de la propensión a envidiar es una
falta de confianza en nuestro propio valor, combinada con una sensación de
impotencia. Nuestro modo de vida carece de vigor, y nos sentimos incapaces
de cambiarlo o de alcanzar los medios de hacer lo que aún queremos
hacer.8 Por el contrario, el que está seguro del valor de su proyecto de vida
y de su capacidad de realizarlo no se entrega al rencor ni está inconforme
con su buena fortuna. Aunque pudiera, no desearía ni desea rebajar el nivel
de ventajas de los demás a costa propia, por mínima que ésta fuese. Esta hipótesis
implica que los menos favorecidos tienden a ser más envidiosos de
la mejor situación de los más favorecidos cuando menos seguro sea su propio
respeto y mayor su convicción de que no pueden mejorar sus perspectivas.
De modo análogo, la envidia particular suscitada por la competencia y
la rivalidad puede hacerse más profunda cuanto peor sea la derrota propia,
porque el golpe a la confianza en sí mismo es más duro y la pérdida puede
parecer irreparable. Pero aquí es la envidia general la que realmente nos
interesa.
Hay tres condiciones, en mi opinión, que estimulan los accesos hostiles
de la envidia. La primera de ellas es la condición psicológica que acabamos de
señalar: las personas carecen de una confianza segura en su propio valor y
8 Este tipo de hipótesis ha sido propuesto por varios autores. Véase, por ejemplo, Nietzsche,
Genealogía de la moral, I, secs. 10,11,13, 14,16; u, sec. 11; m, secs. 14-16; y Max Scheler, El resentimiento.
Para una discusión de la noción de resentimiento en Nietzsche, véase Walter Kaufmann,
Nietzsche (Princeton, Princeton University Press, 1950), pp. 325-331.
484 LOS FINES
en su posibilidad de hacer algo que valga la pena. La segunda (y una de las
dos condiciones sociales) consiste en que se presentan muchas ocasiones
cuando esta condición psicológica s¿ experimenta como dolorosa y humillante.
La diferencia entre uno mismo y los demás se hace visible por la estructura
social y por el estilo de vida de la sociedad a que se pertenece. En consecuencia,
a los menos afortunados se les obliga a recordar a menudo su
situación, a veces conduciéndoles a una estimación aún más baja de sí mismos
y de su modo de vida. Y tercera: ven que su situación social no les permite
ninguna alternativa constructiva que oponer a las circunstancias favorables
de los mejor situados. Para aliviar estos sentimientos de angustia y de
inferioridad, creen que no tienen más elección que la de imponer una pérdida
a los mejor situados, aunque ello implique un cierto perjuicio para sí mismos,
a no ser, naturalmente, que caigan en la resignación y en la apatía.
Ahora bien: muchos aspectos de una sociedad bien ordenada contribuyen
a mitigar, cuando no a impedir, estas condiciones. Respecto a la primera
condición, es claro que, si bien se trata de un estado psicológico, las instituciones
sociales son una causa inductora básica. Pero he afirmado que la
concepción contractual de la justicia sostiene la autoestimación de los ciudadanos,
por lo general, de modo más firme que otros principios políticos.
En el foro público, cada persona es tratada con el respeto debido a un soberano
igual; y todos tienen los mismos derechos básicos que se admitirían en
una situación inicial considerada como justa. Los miembros de la comunidad
tienen un común sentido de la justicia y están unidos por lazos de amistad
social. He discutido ya estos puntos en relación con la estabilidad (§§ 75-76).
Podemos añadir que las ganancias mayores de algunos se devuelven para
compensar beneficios a los menos favorecidos; y nadie supone que los que
tienen una mayor participación son los que más merecen desde un punto
de vista moral. La idea de que la felicidad se concede a la virtud es rechazada
como principio de distribución (§ 48). Y lo mismo sucede con el principio
de perfección: cualesquiera que sean las excelencias que las personas o las
asociaciones manifiesten, sus derechos a los recursos sociales se adjudican
siempre por los principios de la justicia mutua (§ 50). Por todas estas razones,
los menos afortunados no tienen motivo para considerarse inferiores, y
los principios públicos generalmente aceptados confirman su seguridad. Las
disparidades entre ellos y los demás, tanto absolutas como relativas, serán
para ellos más fáciles de aceptar que en otras formas de comunidad.
Volviendo a la segunda condición, las diferencias absolutas y las relativas
permitidas en una sociedad bien ordenada son, probablemente, menos que
las que han solido prevalecer. Aunque en teoría el principio de la diferencia
permite desigualdades indefinidamente grandes a cambio de pequeñas ganancias
para los menos favorecidos, la difusión de los ingresos y de la riqueza
no será excesiva en la práctica, dadas las instituciones de fondo requeríEL
BIEN DE LA JUSTICIA 485
das (§ 26). Además, la pluralidad de asociaciones en una sociedad bien ordenada,
con su propia vida interna segura, tiende a reducir la visibilidad o,
al menos, la visibilidad dolorosa, de las variaciones en las perspectivas de
los hombres. Porque tendemos a comparar nuestras circunstancias con las
de quienes se encuentran en el mismo grupo o en un grupo similar al nuestro,
o en situaciones que consideramos pertinentes para nuestras aspiraciones.
Las diversas asociaciones de una sociedad tienden a dividirla en muchos
grupos no comparables, de modo que las diferencias entre esas divisiones
no atraigan el tipo de atención que perturba las vidas de los que se encuentran
peor situados. Y esta ignorancia de las diferencias en riquezas y en recursos
resulta más fácil por el hecho de que, cuando los ciudadanos se encuentran
unos con otros, como tienen que encontrarse por lo menos en los
asuntos públicos, se reconocen los principios de la justicia igual. Además,
en la vida cotidiana, los deberes naturales se respetan de tal modo que los
más beneficiados no hacen un despliegue ostentoso de su posición más elevada
con el propósito de rebajar así la condición de los que tienen menos.
Después de todo, si se eliminan las condiciones que incitan a la envidia,
probablemente se eliminarán también las que predisponen al recelo, a la
renuencia y al rencor, concomitantes de la envidia. Cuando los sectores menos
afortunados de la sociedad carecen de una, los más afortunados carecen
de otra. Tomados en conjunto, estos rasgos de un régimen bien ordenado
disminuyen el número de ocasiones en que los menos favorecidos
están expuestos a experimentar su situación como empobrecida y humillante.
Aunque ellos tengan una cierta predisposición a la envidia, ésta no podrá
hacerse muy vehemente.
Por último, considerando la condición final, parecería que una sociedad
bien ordenada ofrece, como cualquier otra, alternativas constructivas frente
a las hostiles irrupciones en la envidia. El problema de la envidia general,
en todo caso, no nos obliga a reconsiderar la elección de los principios de la
justicia. En cuanto a la envidia particular, es, hasta cierto punto, propia de
la vida humana; estando asociada con la rivalidad, puede existir en todas las
sociedades. El problema más específico de la justicia política es el grado de penetración
de rencor y de recelo provocado por la búsqueda de cargos y posiciones,
y la posibilidad de que perturbe la justicia de las instituciones. Es
difícil resolver esta cuestión si se carece del más detallado conocimiento de
las formas sociales de que se dispone en el campo legislativo. Pero no parece
que haya razón alguna para que los riesgos de la envidia particular sean
más graves en una sociedad regulada por la justicia como imparcialidad,
que por cualquier otra concepción.
Concluyo, pues, que no es probable que los principios de la justicia despierten
una envidia general excusable (ni tampoco una envidia particular),
hasta un grado perturbador. Sometida a esta prueba, la concepción dejja.
486 LOS FINES
justicia parece también relativamente estable. Ahora deseo examinar brevemente
las posibles conexiones entre envidia e igualdad, entendiendo la igualdad
en los diversos sentidos especificados por la teoría de la justicia en
cuestión, ái bien hay muchas formas de igualdad, y el igualitarismo admite
grados, hay concepciones de la justicia que son reconocidamente igualitarias,
aun cuando se permitan ciertas disparidades importantes. En mi opinión,
los dos principios de la justicia caen bajo este rubro.
Muchos autores conservadores han afirmado que la tendencia a la igualdad
en los movimientos sociales modernos es expresión de la envidia.9 De
este modo, intentan desacreditar esta orientación, atribuyéndola a impulsos
colectivamente nocivos. Pero, antes de que esta tesis pueda ser seriamente
considerada, debemos señalar, primero, que la forma de igualdad contra la
que se hace la objeción es ciertamente injusta y está destinada, en última instancia,
a empeorar la situación de todos, incluidos los peor situados. Pero
insistir en la igualdad, tal como los dos principios de la justicia la definen,
no constituye una manifestación de envidia. Esto se demuestra mediante el
contenido de esos principios y la caracterización de la envidia. Es evidente
también, por la naturaleza de las partes en la situación original: la concepción
de la justicia se elige en unas circunstancias en las que, por hipótesis,
nadie es impulsado por el rencor ni por el odio (§ 25). Así, pues, las aspiraciones
a la igualdad sostenidas por los dos principios no surgen de estos
sentimientos. Las aspiraciones de los que afirman los principios pueden, a veces,
expresar resentimiento pero, como hemos visto, esta es otra cuestión.
Para demostrar que los principios de la justicia se basan, en parte, en la
envidia, habría que probar que una o más de las condiciones de la situación
original surgen de esta propensión. Como la cuestión de la estabilidad no
obliga a hacer una reconsideración de la elección ya realizada, la suposición
en favor de la influencia de la envidia debe hacerse con referencia a la primera
parte de la teoría. Pero cada una de las estipulaciones de la situación
original tiene una justificación que no hace mención alguna a la envidia. Por
ejemplo, se invoca la función de los principios morales como forma convenientemente
general y pública de ordenar las aspiraciones (§ 23). Naturalmente,
puede haber formas de igualdad que surjan de la envidia. El igualitarismo
estricto, la doctrina que insiste en una distribución igual de todos
los bienes primarios, acaso se derive de esta propensión. Esto significa que tal
concepción de la igualdad sólo se habría adoptado en la situación original
suponiendo que los individuos fuesen suficientemente envidiosos. Esta posibilidad
no afecta, en modo alguno, los dos principios de la justicia. La
9 Véase, por ejemplo, Helmut Schoeck, Eiwy: A Theory of Social Behavíor, trad. al inglés de
Michael Glenny y Betty Ross (Londres, Secker and Warburg, 1969). Los capítulos xiv-xv contienen
muchas referencias. En un momento, incluso Marx pensó en la primera etapa del comunismo
como en la expresión de la envidia. Véase Primeros escritos.
EL BIEN DE LA JUSTICIA 487
concepción diferente de la igualdad que ellos definen se admite sobre el supuesto
de que la envidia no existe.10
La importancia de separar la envidia de los sentimientos morales puede
observarse en varios ejemplos. Supongamos, en primer lugar, que se considera
que la envidia es omnipresente en las sociedades campesinas pobres.
Puede sugerirse que la razón de ello es la creencia general en que la suma
de la riqueza social es más o menos fija, de modo que lo que una persona gana
es lo que otra pierde. Podría decirse que se considera el sistema social como
un juego de suma cero, convencionalmente establecido e invariable. Pero,
en realidad, si esta creencia se extendiese y si se considerase, en general, que
el volumen de bienes es fijo, entonces habría que admitir que prevalecería
una estricta oposición de intereses. En este caso, sería correcto pensar que la
justicia requiere porciones iguales. La riqueza social no está considerada como
la consecuencia de una cooperación mutuamente beneficiosa y, por tanto,
no hay una base justa para una distribución desigual de los beneficios. Lo
que se dice que es envidia puede, en realidad, ser resentimiento, que podría
resultar o no justificado.
Las especulaciones de Freud acerca del origen del sentido de la justicia
adolecen del mismo defecto. Freud señala que este sentimiento es el resultado
de la envidia y del recelo. Como algunos miembros del grupo social
se esfuerzan celosamente por proteger sus ventajas, los menos favorecidos se
ven impulsados por la envidia a quitárselas. Al final, todos reconocen que
no pueden mantener sus actitudes hostiles recíprocas sin perjudicarse a sí
mismos. Así, aceptan como compromiso la exigencia de un tratamiento igual.
El sentido de la justicia es una formación reactiva: lo que originalmente era
recelo y envidia se transforma en un sentimiento social, en el sentido de la
justicia que insiste en la igualdad para todos. Freud cree que este proceso se
manifiesta en la guardería infantil y en otras muchas circunstancias sociales.
11 Pero la verosimilitud de esta exposición supone que las actitudes iniciales
estén correctamente descritas. Con unos pocos cambios, los rasgos subyacentes
de los ejemplos que él describe corresponden a los de la situación
original. Que las personas tengan intereses opuestos y traten de imponer su
propia concepción del bien no quiere decir, en absoluto, que sean impulsadas
por la envidia y por el recelo. Como hemos visto, este tipo de oposición
da origen a las circunstancias de la justicia. Así, cuando los niños compiten
por la atención y el afecto de sus padres, a los que podríamos decir que tienen
exactamente el mismo derecho, no se puede asegurar que su sentido de
la justicia surja del recelo y de la envidia. Ciertamente, los niños son, muchas
veces, envidiosos y celosos e, indudablemente, sus nociones morales
10 Para éste y los siguientes párrafos, debo a R. A. Schultz valiosas sugerencias.
11 Véase Group Psychology and The Analysis qf the Ego, ed. rev., trad. por James Strachey (Londres,
The Hogarth Press), pp. 51 ss.
488 LOS FINES
son tan primitivas que son incapaces de captar las distinciones necesarias.
Pero, haciendo caso omiso de estas dificultades, podríamos decir también
que su sentido social surge del resentimiento, de una sensación de que están
siendo injustamente tratados.12 Y, de modo análogo, podríamos decir a los
autores conservadores que se trata, simplemente, de renuencia, cuando
los que se hallan mejor situados rechazan las demandas de los menos favorecidos
en orden a una mayor igualdad. Pero esta afirmación requiere también
un cuidadoso análisis. No puede darse crédito a ninguna de estas acusaciones
y contraacusaciones sin examinar antes las concepciones de la justicia
sinceramente sostenidas por los individuos y su comprensión de la situación
social para determinar hasta qué punto estas aspiraciones se fundan,
realmente, en estos motivos.
Ninguna de estas observaciones pretende negar que la apelación a la justicia
sea, muchas veces, una máscara para la envidia. Lo que se dice que es
resentimiento puede ser, realmente, rencor. Pero las racionalizaciones de
este tipo presentan un nuevo problema. Además de demostrar que la concepción
de la justicia de una persona no se funda en la envidia, debemos determinar
si los principios de la justicia citados en su explicación se hallan tan
sinceramente sostenidos cuando los aplica a otros casos en los que esa persona
no está interesada o, mejor aún, en casos en que sufriría una pérdida, si
los siguiera. Freud quiere afirmar algo más que una perogrullada cuando asegura
que la envidia, muchas veces, se enmascara como resentimiento. Quiere
decir que la energía que motiva el sentido de la justicia procede de la
envidia y del recelo, y que, sin esa energía, no habría deseo alguno de hacer
justicia (o habría un deseo mucho menor). Las concepciones de la justicia tienen
pocos atractivos para nosotros, fuera de los que se derivan de estos sentimientos
y de otros similares. En esta pretensión se apoya al unir erróneamente
envidia y resentimiento.
Por desgracia, no podemos tocar el problema de las otras psicologías especiales.
En todo caso, deberían tratarse de modo muy semejante al de la
envidia. Se pretende señalar la configuración de las actitudes hacia el riesgo
y la incertidumbre, hacia la dominación y la sumisión, etc., que las instituciones
justas tienden a generar, y luego estimar si pueden convertir estas
instituciones en inviables e ineficaces. Tenemos que preguntar también si,
desde el punto de vista de las personas en la situación original, la concepción
elegida es aceptable o por lo menos tolerable, cualesquiera que puedan
ser nuestras especiales inclinaciones. La alternativa más favorable es la que
tiene un lugar para todas estas tendencias diferentes, en la medida en
que pueden ser estimuladas por una estructura básica justa. Hay, por así
12 Véase Rousseau, Emilio. Véase también]. N. Shklar, Men and Citízens (Cambridge, The University
Press, 1969), p. 49.
EL BIEN DE LA JUSTICIA 489
decirlo, una división del trabajo entre las personas que tienen inclinaciones
contrarias. Naturalmente, algunas de estas actitudes pueden ser premiadas,
a, la manera en que lo son ciertas facultades ejercitadas, como, por ejemplo,
el deseo de correr aventuras o de afrontar riesgos insólitos. Pero en ese caso,
el problema continúa en pie con la vuelta a los valores naturales y se
oculta mediante la discusión de las porciones distributivas (§ 47). Lo que un
sistema social no debe hacer, evidentemente, es estimular propensiones y
aspiraciones que luego tiene que reprimir y frustrar. Mientras la pauta de
psicologías especiales creada por la sociedad sostiene sus ordenamientos o
puede ser razonablemente acomodado por ellos, no hay necesidad de reconsiderar
la elección de una concepción de la justicia. Yo creo, aunque no lo
he demostrado, que los principios de la justicia como imparcialidad soportan
esta prueba.
82. FUNDAMENTOS PARA LA PRIORIDAD DE LIBERTAD
Ya hemos examinado la significación de la primacía de la libertad y cómo se
halla incorporada en las diversas reglas de prioridad (§§ 39, 46). Ahora que
tenemos a la vista todos los elementos que conforman el convenio, podemos
ya analizar los fundamentos principales de esta prioridad. He partido del
supuesto de que las personas pertenecientes a la situación inicial tienen conciencia
de que sus libertades básicas pueden ser efectivamente ejercidas y
no cambiaban una libertad menor por mayores ventajas económicas (§ 26).
Es tan sólo cuando las condiciones sociales impiden el establecimiento de
estos derechos cuando se llega a tener conciencia de su restricción. Las libertades
justas sólo pueden ser negadas cuando se hace necesario un cambio
cualitativo en la civilización, a fin de que a su debido tiempo, todo el mundo
pueda gozar de estas libertades. En una sociedad bien ordenada, la realización
efectiva de todas estas libertades es la tendencia constante de los dos
principios y reglas de prioridad, cuando se les observa en profundidad, en
condiciones razonablemente favorables. Entonces nuestro problema estriba
en resumir y concertar las razones para la prioridad de libertad en una sociedad
bien ordenada, desde la perspectiva de la situación inicial.
Empecemos por recordar las razones contenidas en la primera parte de la
exposición de los dos principios. Una sociedad bien ordenada se define como
una sociedad regulada con eficiencia por una concepción pública de la
justicia (§ 69). Los miembros de dicha sociedad son y se consideran personas
libres y con la misma igualdad moral; o sea que cada uno tiene y cree
poseer objetivos e intereses básicos en nombre de los que es legítimo ejercer
mutuas exigencias; a la vez, cada uno de ellos tiene y se sabe poseedor del
derecho a igual respeto y consideración en la determinación de los princi490
LOS FINES
pios, según los que ha de ser organizada la estructura básica de su sociedad.
Tienen, además, un sentido de la justicia que normalmente gobierna
su conducta. La posición inicial está pensada para incorporar la apropiada
igualdad y reciprocidad entre personas así concebidas y dado que sus objetivos
e intereses fundamentales están protegidos por las libertades amparadas
por el primer principio, le otorgan a éste dicha prioridad. En cuanto a
los intereses religiosos, garantizados por una libertad de conciencia justa,
ya la hemos discutido en un ejemplo (§§ 33-35). A este respecto, debemos
siempre recordar que las partes interesadas tratan de conservar algunos intereses
fundamentales particulares, aunque debido al velo de la ignorancia
tan sólo llegan a tomar conciencia de la naturaleza general de sus intereses,
como por ejemplo, de que se trata de un interés religioso. Su aspiración no
estriba tan sólo en que les sea permitido practicar religión alguna, sino que les
sea permitido practicar una religión específica: la propia, cualquiera que
ésta sea (§ 28). Y con el fin de proteger sus intereses particulares —aunque desconocidos—
desde la perspectiva de la posición inicial, se ven conducidos,
debido a las obligaciones derivadas del convenio (§ 29), a dar precedencia a
las libertades básicas.
Una sociedad bien ordenada también favorece los intereses de orden superior
de las partes interesadas, por la forma en que los intereses —incluyendo
a veces los más fundamentales— son adaptados y regulados por las
instituciones sociales (§ 26). Los participantes se conciben a sí mismos como
personas libres con posibilidad de revisar y alterar sus objetivos finales y
dar prioridad a este respecto, a la conservación de su libertad. La forma en la
que los principios de la justicia gobiernan la estructura básica, ilustrada por
el compendio de autonomía y objetividad (§ 78), demuestra que en una sociedad
bien ordenada, se realiza este interés del orden superior.
De este modo, las personas en la posición inicial se ven movidas por una
cierta jerarquía de intereses. Deben, primero, asegurar sus intereses de orden
superior y sus objetivos fundamentales (de los que tan sólo perciben la forma
general) y este hecho se ve reflejado en la precedencia que dan a la libertad:
la obtención de medios que les permitan avanzar hacia sus otros fines y
deseos pasa a un lugar subordinado. Aunque los intereses fundamentales
en la libertad poseen un objetivo definido, esto es, el establecimiento efectivo
de la libertades básicas, estos intereses pueden no siempre aparecer como
rectores. La realización de estos intereses puede imponer ciertas condiciones
sociales y un grado de satisfacción de las necesidades y deseos materiales,
lo que explica por qué las libertades básicas puedan algunas veces verse restringidas.
Pero una vez alcanzadas las condiciones sociales indispensables y
el nivel de satisfacción de los deseos y las necesidades materiales, tal como
ocurre en circunstancias favorables en una sociedad bien ordenada, los intereses
de orden superior son, a partir de este momento, reguladores. De
EL BIEN DE LA JUSTICIA 491
hecho, tal como lo suponía Mili, estos intereses se vuelven más intensos conforme
la situación social les permite expresarse con eficacia, por lo que, en
un momento dado, se vuelven reguladores y revelan su posición prioritaria.
13 La estructura básica va dirigida entonces a asegurar la libre vida interna
de las diversas comunidades de intereses en que personas y grupos tratan
de alcanzar, en formas de unión social congruentes con una libertad equitativa,
los fines y excelencias a los que son inducidos (§ 79). Las personas
quieren ejercer un control sobre las reglas y leyes que gobiernan sus asociaciones,
ya sea tomando parte directamente en estos asuntos o, indirectamente,
a través de representantes con los que están unidas por lazos culturales
y de situación social.
Hasta aquí los fundamentos de la precedencia a la libertad que cubre la
primera parte de la exposición de los dos principios de la justicia. Ahora debemos
concentrarnos en la segunda parte de la exposición y preguntarnos'
hasta qué punto esta precedencia puede ser socavada por las diversas actitudes
y pasiones que suelen generarse dentro de una sociedad bien ordenada
(§ 80). Ahora podrá parecer que aunque las necesidades esenciales estén
cubiertas y los medios materiales indispensables alcanzados, habrá de persistir
la preocupación de la gente por su relativa posición dentro de la distribución
de los bienes. En efecto, si suponemos que cada uno desea una mayor
parte proporcional, el resultado podría ser, de todos modos, un deseo creciente
de abundancia material. Como cada quien se esfuerza por un fin que
no puede ser alcanzado colectivamente, cabe imaginar que la sociedad se
preocupará cada vez más por elevar la productividad y mejorar la eficiencia
económica. Y estos objetivos pueden llegar a ser tan dominantes que socaven
la primacía de la libertad. Algunos han hecho objeciones a la tendencia
a la igualdad, fundándose precisamente en esta base, de la que se cree que
despierta en los individuos una obsesión por su porción relativa de la riqueza
social. Pero, si bien es cierto que en una sociedad debidamente ordenada
es muy probable una tendencia a una mayor igualdad, sus miembros tienen
poco interés en su posición relativa como tales. Según hemos visto, no son
muy afectados por la envidia ni por el recelo y, en su mayor parte, hacen lo
que les parece mejor a juzgar por su propio proyecto de vida, sin desanimarse
por las mayores comodidades y satisfacciones de los otros. Así, no hay
fuertes propensiones psicológicas que les predispongan a mutilar su libertad
en aras de un mayor bienestar económico, absoluto o relativo. El deseo
13 Véase J. S. Mili, Principies of Political Economy, ed. por W. S. Ashley (Londres, Longmans
Green, 1909), p. 210. La referencia se relaciona con la primera parte del último párrafo del § 3
del cap. 1 del libro u. Si leemos este pasaje para examinar el concepto de una jerarquía de intereses
conducente a un ordenamiento lexicográfico, la opinión que expreso en el texto es esencialmente
de Mili. Su idea conviene con lo expuesto en el pasaje de Utilitarianism, cap. n, §§ 6-8,
que ya he citado con otras referencias en la nota 23 del capítulo i.
492 LOS FINES
de un lugar relativo superior en la distribución de los bienes materiales sería
lo bastante débil para que la prioridad de la libertad no se viese afectada.
Naturalmente, de esto no se sigue que, en una sociedad justa, nadie se
preocupe por las cuestiones de posición social. La descripción del respeto
propio como tal vez el más importante bien primario ha subrayado la gran
significación del modo en que creemos que nos valoran los otros. Pero, en una
sociedad bien ordenada, la necesidad de una posición se satisface mediante
el público reconocimiento de las instituciones justas, junto con la vida interna
plena y diversa de las muchas y libres comunidades de intereses que la libertad
igual permite. La base de la autoestimación, en una sociedad justa, no
es, por tanto, la parte de beneficios que corresponda al individuo, sino la distribución
públicamente confirmada de derechos y libertades fundamentales.
Y, al ser igual esta distribución, todos tienen una posición similar y segura
cuando se reúnen para regir los asuntos comunes de la sociedad en general.
Nadie se siente inclinado a ver más allá de la afirmación constitucional de
igualdad, en busca de nuevos medios políticos de asegurar su posición. Ni
los hombres, por otra parte, están dispuestos a admitir nada que sea inferior
a una libertad igual. En primer lugar, porque esto les pondría en desventaja
y debilitaría su posición política desde un punto de vista estratégico. Además,
daría origen a que se estableciese públicamente su inferioridad, definida
por la estructura básica de la sociedad. Esta situación subordinada en el
ámbito público, experimentada en el intento de tomar parte en la vida política
y económica, y percibida al tratar con los que tienen una libertad mayor,
sería', en realidad, humillante y destructora de la autoestima. Y así, al aceptar
algo inferior a una libertad igual, el individuo podría perder en ambos
conceptos. Esto resulta especialmente probable cuando una sociedad se hace
más justa, porque los derechos iguales y las actitudes públicas de respeto
mutuo ocupan un lugar esencial en el mantenimiento de un equilibrio político
y en la garantía a los ciudadanos de sus propios merecimientos. Así,
mientras las diferencias sociales y económicas entre los diversos sectores de
la sociedad —los grupos no comparables, tal como podemos imaginarlos—,
probablemente no generan animosidad, las injusticias surgidas de la desigualdad
política y civil, así como de la discriminación cultural y étnica, no
son fáciles de aceptar. Cuando es la posición de derechos civiles iguales la
que responde a la necesidad de situación social, la primacía de las libertades
iguales se hace tanto más imprescindible. Tras haber elegido una concepción
de la justicia que trata de eliminar la significación de las ventajas económicas
y sociales relativas como apoyos de la confianza de los hombres, es esencial
que se mantenga firmemente la prioridad de la libertad. Así, también
por esta razón los individuos se ven impulsados a adoptar un ordenamiento
sucesivo de los dos principios.
En una sociedad bien ordenada, pues, el respeto propio está asegurado
EL BIEN DE LA JUSTICIA 493
por la pública afirmación del status de igual ciudadanía para todos; la distribución
de los recursos materiales se deja a su propio cuidado, de acuerdo
con la idea de pura justicia procesal. Naturalmente, esto supone las indispensables
instituciones de fondo, que reducen la gama de desigualdades
de modo que la envidia excusable no pueda surgir. Ahora bien: este modo de
tratar el problema del status tiene varios aspectos dignos de atención que
pueden exponerse como sigue. Supongamos, por el contrario, que la valoración
de un individuo por los demás depende del lugar relativo del individuo
en la distribución del ingreso y de la riqueza. En este caso, la posesión
de un síflíws más elevado implica la posesión de más recursos materiales que
una vasta fracción de la sociedad. Así, no todos pueden tener el máximo
status, y mejorar la posición de una persona es rebajar la de alguna otra. Es
imposible la cooperación social para aumentar las condiciones del respeto
propio. Los medios del status, por así decirlo, son fijos, y la ganancia de cada
quien es la pérdida de otro. Evidentemente, esta situación es una gran desgracia.
Las personas se enfrentan entre sí, en la persecución de su autoestima.
Dada la preeminencia de este bien primario, los individuos en la situación
original seguramente no quieren encontrarse así enfrentados. Ello tendería,
en primer término, a dificultar, cuando no a imposibilitar, la consecución
del bien de la unión social. Además, como lo he señalado en el análisis de la
envidia, si los medios de proporcionar un bien son, en realidad, fijos, y no
pueden ampliarse con la cooperación, entonces la justicia parece requerir
porciones uniformes, en igualdad de circunstancias. Pero una distribución
uniforme de todos los artículos primarios es irracional, dada la posibilidad
de mejorar las circunstancias de cada uno mediante la aceptación de ciertas
desigualdades. Así, pues, la mejor solución es apoyar el bien primario del
respeto propio lo más posible, mediante la asignación de las libertades básicas
que pueden, ciertamente, hacerse iguales al definir el mismo status para
todos. Al propio tiempo, la justicia distributiva tal como se entiende frecuentemente,
es decir, la justicia en las porciones relativas de los recursos
materiales, se relega a un lugar subordinado. Llegamos así a otra razón para
dividir el orden social en dos partes, según lo indican los principios de la justicia.
Mientras estos principios permiten desigualdades a consecuencia de
las contribuciones que se realizan en beneficio de todos, la preeminencia de la
libertad implica la igualdad en las bases sociales de la estimación.
Ahora bien: es muy posible que esta idea no pueda realizarse por completo.
En cierta medida, el sentido de los hombres de su propio valor puede
depender de su situación institucional y de su porción de ingresos. Pero si
la descripción de la envidia y del recelo sociales es correcta, entonces con los
adecuados ordenamientos de fondo, estas inclinaciones no serían excesivas,
o no lo serán por lo menos cuando la prioridad de la libertad se mantenga
efectivamente. Pero, teóricamente, en caso necesario, podemos incluir el
494 LOS FINES
respeto propio entre los bienes primarios, cuyo índice define las expectativas.
Luego, en las aplicaciones del principio de la diferencia, ese índice puede
permitir los efectos de la envidia excusable (§ 80); las expectativas de los
menos afortunados son menores cuanto más severos son estos efectos. Si hay
que hacer algún ajuste para el respeto propio, lo mejor será decidirlo desde
el punto de vista del campo legislativo, donde los individuos tienen más
información acerca de las circunstancias sociales y se aplica el principio de
determinación política. Indudablemente, este problema es una complicación
enojosa. Como la simplicidad es por sí misma deseable en una concepción
pública de la justicia, las condiciones que provocan a la envidia excusable deberían
eliminarse, de ser posible. He mencionado este punto, no para resolverlo,
sino solamente para señalar que, en caso necesario, las expectativas
de los menos afortunados pueden interpretarse de modo que incluyan el
bien primario de la propia estimación.
Ahora bien: no faltarán quienes objeten, a esta descripción de la prioridad
de la libertad, que las sociedades tienen otras formas de afirmar el respeto
propio y de enfrentarse a la envidia y otras inclinaciones destructivas. Así,
en un sistema feudal o de castas, se cree que cada persona tiene asignada su
posición en el orden natural de las cosas. Sus comparaciones, supuestamente,
se limitan al marco de su estamento o de su casta, convirtiéndose estos rangos,
en realidad, en otros tantos grupos no comparables, establecidos fuera
de todo control humano y sancionados por la religión y la teología. Los hombres
se resignan a su posición, aunque alguna vez se les ocurra cuestionarla;
y como todos pueden considerarse señalados por su vocación, cada uno
se cree igualmente predestinado e igualmente noble a los ojos de la providencia.
14 Esta concepción de la sociedad resuelve el problema de la justicia
social, eliminando del concepto las circunstancias que lo originan. Se dice
que la estructura básica ya está determinada, y no es algo que los seres humanos
puedan afectar. Desde este punto de vista, considera erróneamente
el lugar de los hombres en el mundo al suponer que el orden social se ajustaría
a unos principios en los que consentirían como iguales.
Pero, en contra de esta idea, he supuesto siempre que las partes deben ser
guiadas en su elección de una concepción de la justicia por un conocimiento
de los hechos generales acerca de la sociedad. Dan por sentado, pues, que
las instituciones no son inalterables, sino que cambian a lo largo del tiempo,
modificadas por circunstancias naturales y por las actividades y con-
14 Sobre este punto, véase Max Weber, Economía y sociedad, vol. n, pp. 435 ss., 598 ss. de la ed.
de Guenther Roth y Claus Wittich (Nueva York, Bedminster Press, 1968). Véase también
pp. 490-499 de la misma ed., para comentarios generales sobre lo que esperan de las religiones
los distintos estratos sociales. Consúltese asimismo Ernst Troeltsch, La enseñanza social de las
iglesias cristianas, vol. i, pp. 120-127, 132 ss. 134-138, de la edición de Londres George Alien and
Unwin, 1931; y Scheler, £/ resentimiento, pp. 56 ss.
EL BIEN DE LA JUSTICIA 495
flictos de los grupos sociales. Se reconocen las presiones de la naturaleza,
pero los hombres no son incapaces de configurar sus ordenamientos sociales.
Este supuesto forma parte también del fondo de la teoría de la justicia. De
ello se sigue que ciertas formas de afrontar la envidia y otras propensiones
aberrantes están vedadas a una sociedad bien ordenada. Por ejemplo, no puede
refrenarlas mediante la propagación de creencias falsas o infundadas.
Porque nuestro problema consiste en la forma en que se ordenará la sociedad
si se quiere que se ajuste a los principios que las personas racionales, con
verdaderas creencias generales, reconocerían en la situación original. La
condición de la publicidad requiere que los individuos supongan que, como
miembros de la sociedad, conocerán también los hechos generales. El razonamiento
que conduzca al acuerdo inicial tiene que ser accesible a la comprensión
pública. Naturalmente, al elaborar los que constituyen principios
indispensables, debemos apoyarnos en el conocimiento corriente, tal como
está reconocido por el sentido común, y en el consenso científico existente. Tenemos
que admitir que, así como cambian las creencias establecidas, es posible
que cambien también los principios de la justicia que parece razonable
elegir. Así, cuando se abandona la creencia en un orden natural fijo que
sanciona una sociedad jerárquica, suponiendo ahora que esta creencia no es
verdadera, se produce una tendencia que señala en la dirección de los dos
principios de la justicia, en orden sucesivo. La protección eficaz de las libertades
iguales es, cada vez más evidentemente, de primerísima importancia
en apoyo del autorrespeto y la afirmación de la precedencia del primer
principio.
83. FELICIDAD Y FINES DOMINANTES
Para poder luego abordar la cuestión del bien de la justicia, analizaré la manera
en que las instituciones justas determinan nuestra elección de un proyecto
racional e incorporan el elemento regulador de nuestro bien. Afrontaré
el tema de un modo indirecto, volviendo en esta sección al concepto de felicidad
y señalando la tentación de pensar en ella como determinada por un
fin dominante. Esto nos conducirá, naturalmente, a los problemas del hedonismo
y de la unidad del yo. En su momento, se verá cómo se relacionan
estas materias.
Antes dije que, con ciertas salvedades, una persona es feliz cuando se encuentra
en camino de una ejecución afortunada (más o menos) de un proyecto
racional de vida, trazado en condiciones (más o menos) favorables, y
confía razonablemente en que sus propósitos pueden realizarse (§ 63). Así,
somos felices cuando nuestros proyectos racionales se desenvuelven bien,
nuestras aspiraciones más importantes se cumplen y estamos, con razón, totalmente
seguros de que nuestra buena fortuna continuará. La consecución
496 LOS FINES
de la felicidad depende de las circunstancias y de la suerte, y de aquí la referencia
a las condiciones favorables. Aunque no discutiré el concepto de felicidad
detalladamente, consideraré algunos puntos más, a fin de manifestar
la relación con el problema del hedonismo.
Ante todo, la felicidad tiene dos aspectos: uno es la ejecución afortunada
de un proyecto racional (el inventario de actividades y propósitos) que una
persona se esfuerza por realizar, y el otro es el estado de ánimo, su confianza
segura, sostenida por buenas razones, en que su éxito continuará. La condición
de ser feliz implica un cierto logro en la acción y una racional seguridad
en cuanto al resultado.15 Esta definición de la felicidad es objetiva: los
proyectos deben ajustarse a las condiciones de nuestra vida, y nuestra confianza
debe fundarse en juicios correctos. Alternativamente la felicidad podría
definirse, de un modo subjetivo, como sigue: una persona es feliz cuando
cree que está en camino de una ejecución afortunada (más o menos) de
un proyecto racional, y así sucesivamente como antes, agregando el dato
de que, si se equivoca o se engaña, entonces, por casualidad o por coincidencia,
nada motiva el desengaño de sus concepciones erróneas. Por fortuna,
no se ve expulsado de su ilusorio paraíso. Ahora bien: la definición que debe
preferirse es la que mejor se ajuste a la teoría de la justicia y la que mejor se
adapte a los que consideramos nuestros juicios de valor. A este respecto, basta
observar, como he indicado unas páginas atrás (§ 82), que hemos supuesto
que los individuos en la situación original tienen juicios correctos. Reconocen
una concepción de la justicia, a la luz de unas verdades generales acerca
de las personas y de su lugar en la sociedad. Así, parece natural suponer
que son igualmente lúcidos a la hora de construir sus proyectos de vida. Naturalmente,
nada de esto es, en sentido estricto, un razonamiento. Al fin, lo
que tenemos que hacer es valorar la definición objetiva como una parte de
la teoría moral a que pertenece.
Adoptando esta definición y recordando la descripción de los proyectos
racionales presentada anteriormente (§§ 63-65), podemos interpretar las características
especiales atribuidas, a veces, a la felicidad.16 Por ejemplo, la
felicidad se autocontiene, es decir, se elige solamente por sí misma. Desde luego,
un proyecto racional incluirá muchos (o, por lo menos, varios) objetivos
finales, y alguno de ellos puede ser perseguido parcialmente, porque complementa
y contribuye también a uno o varios objetivos más. El apoyo recíproco
entre fines perseguidos por sí mismos es un importante rasgo de los proyectos
racionales y, en consecuencia, estos fines no suelen ser buscados por
15 Para este punto, véase Anthony Kenny, "Happiness", Proceedings of the Aristolelian Society,
vol. 66 (1965-1966), pp. 101 ss.
16 Especialmente, por Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1907al5-b21. Para un análisis de la definición
de felicidad por Aristóteles, véase W. F. R. Hardie, Aristotle's Ethical Theory (Oxford, The
Clarendon Press, 1968), cap. u.
EL BIEN DE LA JUSTICIA 497
sí mismos. Sin embargo, la ejecución de todo el proyecto, y la constante confianza
con que esto se realiza es algo que deseamos hacer y tener sólo por sí
mismo. Todas las consideraciones, incluidas las del derecho y la justicia (empleando
aquí la teoría general del bien), han sido ya examinadas al trazar el
proyecto. Y, por consiguiente, toda la actividad es autocontenida.
La felicidad también es autosuficiente: un proyecto racional, cuando se
realiza con seguridad, hace una vida plenamente digna de elección, y no
exige nada más. Cuando las circunstancias son especialmente favorables y
la ejecución particularmente afortunada, la felicidad de una persona es completa.
Dentro de la concepción general que se deseaba seguir, no falta nada
esencial, ni hay forma alguna en que todo pudiera haber sido claramente
mejor. Así, aun cuando los medios materiales que sostienen nuestro modo
de vida siempre pueden imaginarse mayores, y a menudo podría haberse
elegido una distinta pauta de objetivos, lo cierto es que la verdadera realización
del proyecto mismo puede tener —como frecuentemente tienen las
composiciones musicales, los cuadros y los poemas— una cierta unidad, que
si bien desfigurada por las circunstancias y por la imperfección humana, es
evidente desde el conjunto. Así, algunos se convierten en ejemplos de florecimiento
humano y en modelos dignos de emulación, al ser sus vidas tan
instructivas respecto al modo de vivir como cualquier doctrina filosófica.
Una persona es feliz, pues, durante aquellos periodos en que está llevando
a cabo con éxito un proyecto racional, y cuando confía, con razón, en que
sus esfuerzos darán fruto. Puede decirse de él que se acerca a la beatitud, en
la medida en que las condiciones son sumamente favorables y su vida plena.
Pero esto no significa que, al desarrollar un proyecto racional, se esté persiguiendo
la felicidad o, por lo menos, no en el sentido en que esto se entiende
normalmente. En primer término, la felicidad no es un propósito
entre otros a los que aspiramos, sino que es la realización del proyecto mismo
en su conjunto. Pero también hemos supuesto, al principio, que los proyectos
racionales satisfacen las exigencias del derecho y de la justicia (como
estipula la teoría completa del bien). Decir de alguien que busca la felicidad
no implica, al parecer, que se prepara para violar ni para ratificar esas limitaciones.
Por tanto, la aceptación de tales exigencias se haría más explícita.
Y, en segundo lugar, la persecución de la felicidad sugiere, a menudo, la persecución
de ciertos tipos de fines, como por ejemplo, la vida, la libertad y el
bienestar propio.17 Así, de las personas que se consagran desinteresadamente
a una causa justa, o que dedican sus vidas a contribuir al bienestar de los
otros, no se piensa, normalmente, que busquen la felicidad. Sería un error
decir esto de los santos y de los héroes, o de aquellos cuyo proyecto de vida
es señaladamente supererogatorio. No tienen los tipos de aspiraciones que
17 Para estas dos cortapisas, véase Kenny, "Happiness", pp. 98 ss.
498 LOS FINES
corresponden a este epígrafe, indudablemente no bien definido. Pero los santos
y los héroes, así como las personas cuyas intenciones reconocen los límites
del derecho y de la justicia, son realmente felices cuando sus proyectos
se realizan. Aunque no se esfuerzan por la felicidad, pueden ser felices de
todos modos al colaborar con los designios de la justicia y con el bienestar
de los demás, o al alcanzar las excelencias a que se sienten atraídos.
Pero, ¿cómo es posible, en general, elegir entre proyectos, razonablemente?
¿Qué procedimiento puede seguir un individuo cuando se enfrenta a
este tipo de decisiones? Quiero volver ahora a esta cuestión. Antes dije que
un proyecto racional es un proyecto que se elegiría con racionalidad deliberativa
entre la clase de proyectos, todos los cuales satisfacen los principios
de elección racional y resisten a ciertas formas de reflexión crítica. Al fin, llegamos
a un punto, sin embargo, en el que ya tenemos que decidir qué proyecto
preferimos, sin ulterior orientación del principio (§ 64). Pero hay un
procedimiento de deliberación que todavía no he mencionado, y es el de analizar
nuestros objetivos. Es decir, podemos tratar de encontrar una descripción
más detallada o más esclarecedora del objeto de nuestros deseos esperando
que los principios correspondientes resuelvan luego el caso. Así, puede
ocurrir que una caracterización más plena o más profunda de lo que deseamos
revele que, en última instancia, existe un proyecto inclusivo.
Consideremos de nuevo el ejemplo del plan de unas vacaciones (§ 63).
Muchas veces, cuando nos preguntamos por qué deseamos visitar dos lugares
distintos, descubrimos que en el fondo se encuentran ciertos fines más
generales, y que todos ellos pueden cumplirse yendo a un lugar mejor que
al otro. Así, podemos querer estudiar ciertos estilos artísticos, y una ulterior
reflexión puede aclararnos que un proyecto es superior o igualmente bueno
a este respecto. En este sentido, podemos descubrir que nuestro deseo de ir a
París es más intenso que nuestro deseo de ir a Roma. Frecuentemente, sin
embargo, una descripción más clara no llega a ser decisiva. Si queremos ver
la iglesia más célebre de la cristiandad y el museo más famoso, podemos
quedarnos paralizados.
Naturalmente, estos deseos pueden ser sometidos a nuevo examen. Dada
la forma en que se expresa la mayoría de los deseos, nada demuestra que
exista una caracterización más reveladora de lo que realmente deseamos.
Pero tenemos que reconocer la posibilidad —mejor dicho, la probabilidad—
de que, tarde o temprano, alcanzaremos objetivos incomparables, entre los
cuales tenemos que elegir con racionalidad deliberativa. Podemos arreglar,
remodelar y transformar nuestros objetivos de muy diversos modos, según
tratamos de ajusfarlos entre sí. Utilizando como guías los principios de
elección racional, y formulando nuestros deseos en la forma más lúcida que
nos sea posible, podemos reducir el campo de la elección puramente preferencia!,
pero no eliminarlo por completo.
EL BIEN DE LA JUSTICIA 499
La indeterminación de la decisión parece surgir, pues, del hecho de que
una persona tenía muchos objetivos para los que no se dispone de ninguna
pauta comparativa adecuada para decidir entre ellos cuando entran en conflicto.
Hay muchos puntos de parada en la deliberación práctica, y son muchas
las formas en que caracterizamos las cosas que deseamos por sí mismas.
Así, es fácil ver por qué la idea de que haya un único fin dominante (como
opuesto a un fin inclusivo) al que es racional aspirar resulta sumamente
atractiva.18 Porque, si existe ese fin al que se subordinan todos los demás fines,
es probable que todos los deseos, en la medida en que sean racionales,
admitan un análisis que muestre cuáles son los principios que corresponde
aplicar. El procedimiento para hacer una elección racional y la concepción
de esa elección, estarían, pues, perfectamente claros: la deliberación atendería
siempre a unos medios para unos fines, estando todos los fines menores,
a su vez, ordenados como medios para un solo fin dominante. Las numerosas
cadenas finitas de razones acaban concluyendo y encontrándose en el
mismo punto. De ahí que una decisión racional sea siempre un principio
posible, porque sólo quedan las dificultades de cómputo y de falta de información.
Ahora bien, es esencial comprender lo que desea el teórico del fin dominante:
a saber, un método de elección que el propio agente pueda seguir
siempre, a fin de tomar una decisión racional. Hay, pues, tres exigencias: la
concepción de la deliberación tiene que especificar: 1) un procedimiento de
primera persona que es 2) generalmente aplicable, y 3) que ofrezca la garantía
de conducir al mejor resultado (por lo menos, en condiciones favorables
de información y dada la facultad de calcular). No tenemos procedimientos
que satisfagan estas condiciones. Un recurso fortuito proporciona un método
general, pero será racional sólo en circunstancias especiales. En la vida
cotidiana, empleamos esquemas de deliberación adquiridos de nuestra cultura
y modificados en el curso de nuestra vida. Pero no hay seguridad alguna
de que estas formas de reflexión sean racionales. Tal vez sólo satisfagan algunas
pautas mínimas que nos permitan "ir tirando", aunque queden muy
por debajo de lo mejor que podríamos hacer. Así, si buscamos un procedimiento
general que nos permita equilibrar nuestros objetivos opuestos, de
modo que determinemos, o al menos identifiquemos en el pensamiento el mejor
método de acción, la idea de un fin dominante parece dar una respuesta
sencilla y natural.
Consideremos ahora lo que puede ser este fin dominante. No puede ser
la felicidad misma, porque este estado se alcanza mediante la ejecución de
un proyecto racional de vida ya trazado independientemente. Lo más que
18 La terminología de fines "dominante" e "inclusivo" es de W. F. R. Hardie, "The Final Good
in Arístotle's Ethics", Phüosophy, vol. 40 (1965). En su Aristolle's Ethical Theory no se atiene a esta
utilización.
500 LOS FINES
podemos decir es que la felicidad es un fin inclusivo, en el sentido de que el
proyecto mismo, cuya realización hace feliz a una persona, incluye y ordena
una pluralidad de objetivos, cualesquiera que éstos sean. Por otra parte, es
sumamente inadecuado imaginar el fin dominante como un objetivo personal
o social que podría consistir en el ejercicio del poder político, o en la consecución
de una aclamación social, o en elevar al máximo las propias posesiones
materiales. Seguramente, es contrario a los que consideramos nuestros
juicios de valor —y, desde luego, inhumano— estar tan dominado sólo por
uno de esos fines que no nos moderamos en su persecución, por ninguna
otra cosa. Porque un fin dominante es, por lo menos lexicográficamente, anterior
a todos los demás objetivos, y el propósito de alcanzarlo adquiere siempre
una primacía absoluta. Así, dice Ignacio de Loyola que el fin dominante
es servir a Dios, y con ello quiere decir salvar nuestra alma. Es coherente al
reconocer que favorecer las divinas intenciones es el único criterio para equilibrar
los objetivos secundarios. Es por esta única razón por la que debemos
preferir la salud a la enfermedad, la riqueza a la pobreza, el honor al deshonor,
una vida larga a una vida corta y, podríamos añadir, la amistad y el
afecto a la aversión y a la animosidad. Dice que debemos ser indiferentes a
cualesquiera otros apegos, porque éstos llegan a desordenarse, toda vez que
nos impiden ser como los equilibrados platillos de una balanza y estar dispuestos
a emprender el camino que creemos más conveniente para la mayor
gloria de Dios.19
Se debe observar que este principio de indiferencia es compatible con el
disfrute de placeres menores y con la participación en juegos y entretenimientos.
Porque estas actividades relajan la mente y descansan el espíritu,
de modo que nos hallamos mejor dispuestos a afrontar objetivos más importantes.
Así, aunque Tomás de Aquino cree que la visión de Dios es el fin
último de todo conocimiento y de todo esfuerzo humano, concede a los juegos
y entretenimientos un lugar en nuestra vida. De todos modos, estos placeres
sólo se permiten en la medida en que colaboran al fin más alto o, por
lo menos, no lo dificultan. Debemos disponer las cosas de modo que nuestra
complacencia en la frivolidad y en la broma, en el afecto y en la amistad,
no impida el más pleno logro de nuestro fin último.20
El carácter extremado de las concepciones propias del fin dominante se
oculta, frecuentemente, bajo la vaguedad y la ambigüedad del fin propuesto.
Por ejemplo, si Dios es concebido (como debe serlo) cual ser moral, el fin
de servirle sobre todas las cosas queda sin especificar en la medida en que las
divinas intenciones no están claras en la revelación, ni resultan evidentes a
la razón natural. Dentro de estos límites, una doctrina teológica de las cos-
19 Véase ios ejercicios espirituales, La Primera Semana, "Principio y Fundamento"; y La Segunda
Semana, "Tres ocasiones en las que se puede hacer una elección prudente".
20 Summa Contra Gentiles, lib. ni, cap. xxv.
EL BIEN DE LA JUSTICIA 501
tumbres se halla sometida a los mismos problemas de equilibrar los principios
y de determinar la primacía que perturban a otras concepciones. Como
las cuestiones disputadas suelen situarse en este punto, la solución propuesta
por la ética religiosa es sólo aparente. Y, desde luego, cuando el fin dominante
está especificado con claridad, en el sentido de que se trata de alcanzar
alguna meta objetiva, como el poder político o la riqueza material, el
fanatismo y la inhumanidad subyacentes son manifiestos. El bien humano
es heterogéneo, porque los propósitos del yo son heterogéneos. Aunque la
subordinación de todos nuestros propósitos a un solo fin no viola, estrictamente
hablando, los principios de la elección racional (ni los principios correspondientes),
nos impresiona, sin embargo, como irracional o, más probablemente,
como insensata. El yo se deforma y se pone al servicio de uno
solo de sus fines por una razón de sistema.
84. EL HEDONISMO COMO MÉTODO DE ELECCIÓN
El hedonismo se interpreta, tradicionalmente, en una de estas dos maneras:
como la afirmación de que el único bien intrínseco es una emoción placentera,
o como la tesis psicológica de que lo único por lo que los individuos se
esfuerzan es el placer. Pero yo lo interpretaré en una tercera forma, a saber,
en el sentido de que trata de realizar la concepción de la deliberación, propia
de un solo fin dominante. Intenta mostrar cómo siempre es posible una
elección racional, al menos en principio. Aunque este esfuerzo se frustre, lo
examinaré brevemente por la luz que arroja sobre el contraste entre el utilitarismo
y la doctrina contractual.
Imagino que el hedonista razona como sigue. En primer lugar, piensa que,
si la vida humana ha de ser guiada por la razón, debe existir un fin dominante.
No hay modo racional de equilibrar nuestros propósitos, enfrentados
entre sí, a no ser como medios de algún fin superior. En segundo lugar, interpreta
el placer estrictamente como emoción agradable. Se considera que
lo placentero como atributo de la emoción y de la sensación es el único candidato
aceptable al papel de fin dominante y, por tanto, es el único bien en
sí mismo. Esta concepción del placer como único bien no se postula directamente
como un primer principio y, en consecuencia, no contradice los
que consideramos nuestros juicios de valor. Más bien, se llega al placer como
fin dominante por un proceso de eliminación. Dando por sentado que son
posibles las elecciones racionales, ese fin tiene que existir. Al propio tiempo,
ese fin no puede ser la felicidad, ni ninguna otra meta objetiva. Para evitar el
círculo vicioso de unos y la inhumanidad y el fanatismo de los otros, el hedonista
se vuelve hacia dentro. Encuentra el fin último en alguna cualidad
definida de sensación o de emoción, identificable mediante la introspección.
502 LOS FINES
Podemos suponer, si lo deseamos, que el placer puede ser ostensiblemente
definido como aquel atributo común a las emociones y a las experiencias hacia
las cuales tenemos una actitud favorable y que deseamos prolongar, siendo
iguales otras cosas. Para mayor claridad, podemos decir que lo placentero
es ese rasgo común a la experiencia de oler rosas, de saborear chocolate, de
la correspondencia en el afecto, etc., procediendo de un modo análogo para el
atributo opuesto, es decir, para el dolor.21
El hedonista sostiene, pues, que un agente racional sabe exactamente cómo
ha de proceder para determinar su bien: tiene que comprobar cuál de los
proyectos que se le ofrecen promete el máximo saldo neto de placer sobre
dolor. Este proyecto define su elección racional, es decir, el mejor modo de
ordenar sus aspiraciones encontradas. Los principios correspondientes se
aplican ahora de un modo trivial, porque todas las cosas buenas son homogéneas
y, por consiguiente, comparables como medios para el fin único del
placer. Naturalmente, estas valoraciones se hallan cargadas de incertidumbres
y de falta de información y, por lo general, sólo pueden hacerse estimaciones
muy burdas. Pero esto, para el hedonismo, no es una gran dificultad:
lo que importa es que el máximo del placer facilita una clara idea del bien.
Ahora se nos dice que conocemos lo único cuya persecución da una forma
racional a nuestra vida. En buena medida, es por estas razones por lo que
Sidgwick piensa que el placer debe ser el único fin racional que ha de orientar
la deliberación.22
Es importante señalar dos puntos. Primero, cuando el placer se considera
como atributo especial de la emoción y de la sensación, se le concibe como
una medida definida en la que pueden basarse los cálculos. Calculando en
términos de la intensidad y de la duración de las experiencias placenteras,
pueden establecerse teóricamente los cómputos necesarios. El método del
hedonismo facilita un procedimiento de elección de primera persona, lo
que no ocurre con la pauta de la felicidad. Segundo, la adopción del placer
como fin dominante no implica que tengamos determinadas metas objetivas.
Encontramos placer en las más variadas actividades y en la búsqueda
de gran número de cosas. Por tanto, la pretensión de elevar al máximo las
emociones placenteras parece, al menos, evitar la aparición del fanatismo y
de la inhumanidad, a la vez que define un método racional de elección de
primera persona. Además, las dos interpretaciones racionales del hedonismo
se explican ahora con facilidad. Si el placer es, efectivamente, el único fin
cuya persecución nos permite identificar los proyectos racionales, sin duda
el placer habrá de parecer el único bien intrínseco, y así habremos alcanzado
el principio del hedonismo mediante un debate de las condiciones de la
21 El ejemplo esclarecedor es de C. D. Broad, Five Types of Ethical Theory (Londres, Routledge
and Kegan Paul, 1930), pp. 186 ss.
22 The Methods ofEthics, 7a ed. (Londres, Macmillan, 1907), pp. 405-407, 479.
EL BIEN DE LA JUSTICIA 503
deliberación racional. De ello se sigue también una variante de hedonismo
psicológico: porque, si bien es ir demasiado lejos afirmar que una conducta
racional siempre aspiraría, conscientemente, al placer, estaría regulada, en
todo caso, por una serie de actividades destinadas a elevar al máximo el saldo
neto de las emociones placenteras. Como esto conduce a las interpretaciones
más comunes, la tesis de que la persecución del placer facilita el único
método racional de deliberación parece constituir la idea fundamental
del hedonismo.
Parece evidente que el hedonismo es incapaz de definir un fin dominante
razonable. Sólo nos queda por señalar que, toda vez que el placer se concibe
—como debe concebirse— de un modo lo bastante definido, hasta el punto
de que su intensidad y su duración pueden entrar en los cálculos del agente,
ya no es aceptable que se adopte como el único fin racional.23 Sin duda,
la preferencia de un cierto atributo de la emoción o de la sensación sobre
todos los demás es tan desequilibrado e inhumano como un deseo excesivo
de elevar al máximo nuestro poder sobre los demás o nuestra riqueza material.
Indudablemente, es por esta razón por lo que Sidgwick se muestra reacio
a admitir que el placer sea una cualidad particular de la emoción; pero
tiene que concederlo, si el placer ha de servir, según él desea, como el criterio
último para sopesar entre sí los valores ideales, como el conocimiento, la
belleza y la amistad.24
Y también existe el hecho de que hay diferentes clases de emociones agradables
incomparables entre sí, así como las dimensiones cuantitativas de
placer, intensidad y duración. ¿Cómo tenemos que equilibrarlas cuando entran
en conflicto? ¿Tenemos que elegir una experiencia placentera breve,
pero intensa, de un tipo de emoción, sobre una experiencia placentera menos
intensa, pero más duradera, de otro tipo? Aristóteles dice que el hombre
bueno, si es necesario, sacrifica su vida por sus amigos, porque prefiere un
corto periodo de placer intenso a un periodo largo de disfrute moderado,
un año de vida noble a muchos años de monótona existencia.25 Pero, ¿cómo
decide esto? Además, según observa Santayana, tenemos que fijar el valor
relativo del placer y del dolor. Cuando Petrarca dice que mil placeres no valen
un dolor, adopta una pauta para compararlos que es más fundamental
23 Como observa Broad en Five Types ofEthical Theory, p. 187.
24 En Methods ofEthics, p. 127, Sidgwick niega que el placer sea una cualidad mensurable de
la emoción, cualquiera que sea su relación con la volición. Dice que ésta es la interpretación
de algunos autores, pero que él no puede aceptarla. Define el placer "como una emoción que,
cuando la experimentan seres inteligentes, es, por lo menos, percibida como deseable, o —en casos
de comparación— preferibles". Parecería que la interpretación que aquí rechaza es la que
después acepta como criterio final para introducir coherencia entre los fines. Véanse pp. 405-
407,479. Por otra parte, el método hedonista de elección ya no da instrucciones que se puedan
seguir.
25 Ética a Nicómaco, 1169al7-26.
504 LOS FINES
que ninguno de los dos. Es la propia persona que debe tomar esta decisión,
teniendo en cuenta toda la gama de sus inclinaciones y deseos, presentes y
futuros. Está claro que no hemos ido más allá de la racionalidad deliberativa.
El problema de una pluralidad de fines surge de nuevo, por todas partes,
en el orden de las emociones subjetivas.26
Puede objetarse que, en la economía y en la teoría de la decisión, estos problemas
están superados. Pero esta afirmación se basa en un equívoco. En la
teoría de la demanda, por ejemplo, se supone que las preferencias del consumidor
satisfacen varios postulados: definen un ordenamiento completo
en el conjunto de alternativas y muestran las propiedades de convexidad y
continuidad, etc. Dados estos supuestos, puede demostrarse que existe una
función utilitaria que afronta estas preferencias en el sentido de que se elige
una alternativa, y no otra, en el caso —y sólo en el caso— de que sea mayor
el valor de la función para la alternativa seleccionada. Esta función caracteriza
las elecciones del individuo, lo que él, en efecto, prefiere, siempre que
sus preferencias satisfagan ciertas estipulaciones. No dice nada, en absoluto,
acerca de la forma en que una persona dispone sus decisiones en un orden
tan coherente, en primer lugar, ni puede claramente aspirar a ser un procedimiento
de elección de primera persona que alguien pueda seguir razonablemente,
porque sólo registra el resultado de sus deliberaciones. En el mejor
de los casos, los principios que los economistas han supuesto que satisfacen
las lecciones de los individuos racionales pueden ser presentados como guías
para que nosotros los consideremos cuando adoptemos nuestras decisiones.
Pero, así entendidos, estos criterios son precisamente los principios de
elección racional (o sus análogos), y una vez más volvemos a encontrarnos
con la racionalidad deliberativa.27
Parece, pues, indiscutible que no existe ningún fin dominante cuya persecución
esté de acuerdo con los que consideramos nuestros juicios de valor.
El fin inclusivo de realizar un proyecto racional de vida es una cosa totalmente
diferente. Pero la incapacidad del hedonismo de facilitar un procedimiento
racional de elección no debe sorprendernos. Wittgenstein demostró que es
un error postular ciertas experiencias especiales para explicar cómo distinguimos
los recuerdos de las imaginaciones, las creencias de las suposiciones,
26 The Life ofReason in Common Sense (Nueva York, Charles Scribners, 1905), pp. 237 ss.
27 Así, a la objeción de que la teoría del precio tiene que fallar porque trata de predecir lo impredecible,
o sea, las decisiones de una persona con la voluntad libre, responde Walras: "En
realidad, nunca hemos intentado predecir decisiones tomadas en condiciones de perfecta libertad;
sólo hemos tratado de expresar los efectos de esas decisiones en términos matemáticos.
Según nuestra teoría, se supone que cada comerciante puede determinar su utilidad o las curvas
de carestía como le plazca". Elements of Puré Economics, trad. William Jaffé (Homewood, 111.,
Richard D. Irwin, 1954), p. 256. Véase también P. A. Samuelson, Foundations ofEconomic Analysis
(Cambridge, Harvard University Press, 1947), las observaciones de las pp. 90-92, 97 ss. y
R. D. Luce v Howard Raiffa, Carnes and Decisions (Nueva York, John Wiley and Sons, 1957),
pp. 16, 21-24, 38.
EL BIEN DE LA JUSTICIA 505
así como en el caso de otras actividades mentales. De un modo análogo, no
hay precedentes de que ciertos tipos de emoción agradable puedan definir
una unidad de referencia cuyo uso explique la posibilidad de la deliberación
racional. Ni el placer ni ningún otro fin determinado pueden desempeñar la
función que los hedonistas les asignarían.28
Ahora bien: los filósofos han supuesto que las experiencias características
existen y dirigen nuestra vida mental, a través de muchas razones diferentes.
Así, mientras parece sencillo demostrar que el hedonismo no nos lleva
a ninguna parte, lo importante es comprender por qué podríamos vernos
impulsados a recurrir a tan desesperado expendiente. He señalado ya una
posible razón: el deseo de reducir el campo de la elección puramente preferencial
en la determinación de nuestro bien. En una teoría teleológica, toda
vaguedad o ambigüedad en la concepción de lo bueno se transfiere a la concepción
de lo justo. De ahí que, si el bien de los individuos es algo que, por
así decirlo, corresponde precisamente a ellos decidir como individuos, lo
mismo ocurre, dentro de ciertos límites, con lo que es justo. Pero es natural
pensar que lo que es justo no constituye una cuestión de simple preferencia
y que, por tanto, se trata de encontrar una concepción definida del bien.
Pero hay otra razón: una teoría teleológica necesita un modo de comparar
los diversos bienes de los diferentes individuos, de manera que pueda
elevarse al máximo el bien total. ¿Cómo pueden hacerse estas valoraciones?
Aun cuando ciertos fines sirvan para organizar los proyectos de los individuos
tomados separadamente, no bastan para definir una concepción de
lo justo. Parecería, pues, que la vuelta hacia dentro, hacia la norma de la emoción
agradable, es un intento de encontrar un común denominador entre la
pluralidad de personas, algo así como una moneda interpersonal, mediante
la cual pueda especificarse el orden social. Y esta sugerencia es tanto más
apremiante si ya se mantiene, pues esta norma es la aspiración de cada persona,
en la medida en que es racional.
A modo de conclusión, yo no diría que una doctrina teleológica sea nece-
28 Véase The Philosophical Investígations (Oxford, Basil Blackwell, 1953). El razonamiento contra
el postulado de experiencias especiales se hace mediante muchos ejemplos diferentes. Para la
aplicación al placer, véanse las observaciones de G. E. M. Anscombe, Intention (Oxford, Basil
Blackwell, 1957). Dice Anscombe: "Podríamos adaptar una observación de Wittgenstein acerca
del significado y decir que 'el placer no puede ser una impresión, porque ninguna impresión
podría tener las consecuencias del placer'. [Los empíricos británicos] decían que, cuando pensaban
en algo con especial contento o deseo, era el momento, evidentemente, de hacer cualquier
otra cosa" (p. 77). Véase también Gilbert Ryle, "Pleasure", Proceedings ofthe Arislotelian Society,
sup. vol. 28 (1954), y Dilemas (Cambridge, The University Press, 1954), cap. iv; Anthony Kenny,
Aclion, Emotion and Will (Londres, Foutledge and Kegan Paul, 1963), cap. vi; y C. C. W. Taylor,
"Pleasure", Analysis, vol. supl. (1963). Estos estudios presentan la interpretación que parece mas
correcta. En el texto, trato de explicar la motivación desde el punto de vista de la filosofía moral
de la llamada concepción del placer de los empíricos británicos. Desde luego, doy por supuesto
que se trata de una falacia, como lo han demostrado, en mi opinión, los autores mencionados.
506 LOS FINES
sanamente impulsada hacia alguna forma de hedonismo, con objeto de definir
una teoría coherente. Parece, sin embargo, que la tendencia en esa dirección
tiene una cierta lógica. Podría decirse que el hedonismo es la orientación
sintomática de las teorías teleológicas, en la medida en que tratan de
formular un método claro y aplicable de razonamiento moral. La debilidad
del hedonismo refleja la imposibilidad de definir un fin concreto adecuado
para ser maximizado. Y esto sugiere que la estructura de las doctrinas teleológicas
es radicalmente equívoca: ya desde el principio, relacionan erróneamente
lo justo y lo bueno. No intentaremos dar forma a nuestra vida atendiendo
primero al bien, independientemente definido. No es nuestro propósito
el de revelar principalmente nuestra naturaleza, sino más bien los principios
que admitiríamos que gobernasen las condiciones básicas en que han
de formarse estos propósitos y la manera en que deben perseguirse. Porque
el yo es anterior a los fines que por él se afirman; incluso un fin dominante
tiene que ser elegido entre muchas posibilidades. No hay modo de sobrepasar
la racionalidad deliberativa. Invertiríamos, pues, la relación entre lo justo y
lo bueno propuesta por las doctrinas teleológicas y consideraríamos lo justo
como prioritario. La teoría moral se desarrolla, entonces, actuando en sentido
contrario. Ahora trataré de explicar estas últimas observaciones a la luz de
la doctrina contractual.
85. LA UNIDAD DEL YO
El resultado del análisis precedente es que no hay ningún objetivo con referencia
al cual puedan hacerse razonablemente todas nuestras elecciones.
Importantes elementos intuicionistas intervienen en la determinación del
bien y, en una teoría teleológica, tienen que afectar al derecho. El utilitario
clásico trata de evitar esta consecuencia mediante la doctrina del hedonismo,
pero en vano. Sin embargo, no podemos detenernos aquí; tenemos que
encontrar una solución constructiva al problema de la elección que el hedonismo
trata de resolver. Así, tropezamos una vez más con la pregunta: si no
hay un fin único que determine la adecuada pauta de objetivos, ¿cómo ha de
identificarse, realmente, un proyecto racional? Pero la respuesta a esta pregunta
ya está dada: un proyecto racional es el que se elegiría con racionalidad
deliberativa, según la definición de la teoría plena del bien. Falta por asegurar
que, en el contexto de una doctrina contractual, esta respuesta sea perfectamente
satisfactoria y que no surjan los problemas inherentes al hedonismo.
Como he dicho, la personalidad moral se caracteriza por dos facultades:
la de una concepción del bien, y la de un sentido de la justicia. Cuando se
realizan, la primera se expresa mediante un proyecto racional de vida, y la
segunda mediante un deseo regulador de actuar según ciertos principios de
derecho. Así, una persona moral es un sujeto con fines que él ha elegido, y
EL BIEN DE LA JUSTICIA 507
su preferencia fundamental se inclina en favor de las condiciones que le
permitan construir un modo de vida que exprese su naturaleza de ente racional,
libre e igual, tan plenamente como las circunstancias lo consientan.
Ahora bien: la unidad de la persona se manifiesta en la coherencia de su proyecto,
basándose esta unidad en el deseo de orden superior que ha de seguirse,
en formas congruentes con su sentido del derecho y de la justicia,
principios de la elección racional. Naturalmente, una persona no configura
sus objetivos de súbito, sino sólo de manera gradual; pero, dentro de los
modos permitidos por la justicia, puede formular y seguir un proyecto de
vida, construyendo así su propia unidad.
El rasgo distintivo de una concepción de fin dominante es la forma en que
supone que se realiza la unidad del yo. Así, en el hedonismo, el yo se hace
uno solo al tratar de elevar al máximo la suma de experiencias placenteras
en el marco de sus límites psíquicos. Un yo racional debe establecer su unidad,
de este modo. Como el placer es el fin dominante, el individuo es indiferente
a todos los aspectos de sí mismo, considerando sus valores naturales,
espirituales y corporales, e incluso sus inclinaciones y afectos naturales, como
otros tantos materiales para la obtención de experiencias placenteras. Además,
no es aspirando al placer como placer suyo, sino simplemente como
placer, como da unidad al yo. Si es su placer o también el de los demás el
que debe procurarse, plantea una nueva cuestión que se puede dejar a un
lado mientras tratamos del bien de una persona. Pero, una vez que consideramos
el problema de la elección social, el principio utilitario en su forma
hedonística es perfectamente natural. Porque si cualquier individuo tiene
que ordenar sus deliberaciones en busca del fin dominante del placer y no
puede asegurar su personalidad racional en ninguna otra forma, parece que
un número de personas, con sus esfuerzos conjuntos, se esforzarían por ordenar
sus acciones colectivas mediante la elevación al máximo de las experiencias
placenteras del grupo. Así, de igual modo que un santo cuando está
solo tiene que trabajar por la gloria de Dios, así también los miembros de
una asociación de santos tienen que cooperar para hacer lo que sea necesario
para alcanzar el mismo fin. La diferencia entre el ejemplo individual y el social
consiste en que los recursos del yo, sus facultades mentales y físicas, así
como sus sensibilidades y deseos emocionales, se hallan situados en otro contexto.
En ambos ejemplos, esos materiales están al servicio del fin dominante.
Pero, al depender de las otras fuerzas disponibles para cooperar con ellas, es
el placer del yo o el del grupo social el que es preciso elevar al máximo.
Además, si los mismos tipos de consideraciones que conducen al hedonismo
como teoría de la elección de primera persona se aplican a la teoría
del derecho, el principio de utilidad parece totalmente aceptable. Porque supongamos,
primero, que la felicidad (definida en términos de emoción agradable)
es el único bien. Entonces, según admiten incluso los intuicionistas, es,
508 LOS FINES
por lo menos a primera vista, un principio de derecho el de elevar al máximo
la felicidad. Si este principio no es el iónico regulador, tiene que haber algún
otro criterio, como la distribución, al que se le asigne alguna autoridad. Pero,
¿con referencia a qué fin dominante de la conducta social han de ordenarse
estas pautas? Como este fin tiene que existir si los juicios de derecho han de
ser razonados y no arbitrarios, parece que el principio de utilidad especifica
el objetivo requerido. Ningún otro principio tiene los rasgos necesarios para
definir el fin último de la conducta justa. Yo creo que es esencialmente este
razonamiento el que caracteriza la llamada prueba de la utilidad de Mili.29
Ahora bien: en la justicia como imparcialidad, se efectúa una total inversión
de la perspectiva, por la prioridad del derecho y por la interpretación
kantiana. Para comprender esto, sólo tenemos que recordar los rasgos de la
situación original y la naturaleza de los principios que se eligen. Los individuos
consideran la personalidad moral, y no la capacidad de placer y de dolor,
como el aspecto fundamental del yo. No saben qué objetivos finales tienen
las personas, y rechazan todas las concepciones de fin dominante. Así, no
se les ocurriría admitir el principio de utilidad en su forma hedonística. No
hay más razón para que los individuos estén de acuerdo en este criterio, que
la elevación al máximo de cualquier otro objetivo particular. Se consideran
a sí mismos como seres que pueden elegir y eligen sus últimos fines (siempre
varios en número). De igual modo que una persona tiene que decidir acerca
de su proyecto de vida a la luz de una plena información (sin restricciones de
ningún tipo en este caso), así una pluralidad de personas tiene que establecer
los términos de su cooperación en una situación que da toda la representación
correcta como seres morales. El propósito de los individuos en la situación
original consiste en establecer condiciones justas y favorables para que
cada uno construya su propia unidad. Su interés fundamental por la libertad
y por los medios de hacer un correcto uso de ella es la expresión de su visión
de sí mismos como personas primordialmente morales, con un derecho
igual a elegir su modo de vida. Así, reconocen que los dos principios de la
justicia se clasifican en orden sucesivo, según las circunstancias lo permitan.
Ahora tenemos que relacionar estas observaciones con el problema de la
indeterminación de la elección con que hemos comenzado. La idea principal
consiste en que, dada la prioridad de lo justo, la elección de nuestra concepción
de lo bueno se estructura dentro de unos límites definidos. Los prin-
29 Véase Utilitarianism, cap. iv. Este discutidísimo capítulo, y especialmente el párrafo 3, es
notable por el hecho de que Mili parece creer que, si puede establecer que la felicidad es el único
bien, ha demostrado que el principio de utilidad, es la norma de lo justo. El título del capítulo se
refiere a la prueba del principio de utilidad; pero lo que se nos da es un razonamiento en el sentido
de que sólo la felicidad es buena. Pero nada se deduce, hasta ahora, acerca de la concepción
de lo justo. Sólo mirando atrás, al capítulo primero del ensayo, y atendiendo a la noción de Mili de
la estructura de una teoría moral, según he discutido en el §8 y descrito antes en el texto, es como
podemos hallar todas la premisas a cuya luz Mili consideraba que su argumento era una prueba.
EL BIEN DE LA JUSTICIA 509
cipios de la justicia y su realización en formas sociales definen el marco en
que se producen nuestras deliberaciones. La unidad esencial del yo es facilitada
ya por la concepción de lo justo. Además, en una sociedad bien ordenada,
esta unidad es la misma para todos; la concepción que cada uno tiene
del bien como dado por su proyecto racional es un subproyecto del proyecto
general, más amplio, que regula la comunidad como una unión social de
uniones sociales. Las numerosas asociaciones de diversos volúmenes y objetivos,
al ajustarse entre sí mediante la concepción pública de la justicia,
simplifican la decisión ofreciendo ideales y formas de vida que han sido
desarrolladas y probadas por innumerables individuos, a veces por generaciones.
Así, al trazar nuestro proyecto de vida, no partimos de novo; no nos
vemos obligados a elegir entre innumerables posibilidades sin una estructura
dada o sin unos contornos fijos. Por eso, aunque no haya algoritmo que
determine nuestro bien ni procedimiento alguno de elección de primera persona,
la prioridad del derecho y de la justicia seguramente limitan estas deliberaciones,
de modo que se hacen más manejables. Como los derechos y las
libertades fundamentales están ya firmemente establecidos, nuestras elecciones
no pueden causar perturbaciones entre nuestros objetivos.
Ahora bien: dada la precedencia del derecho y de la justicia, la indeterminación
de la concepción del bien es mucho menos problemática. En efecto,
pierden su fuerza las consideraciones que llevan a una teoría teleológica a
adoptar el concepto de un fin dominante. Ante todo, los elementos puramente
preferenciales de la elección, aunque no se eliminan, quedan de todos
modos limitados dentro del marco de las exigencias del derecho ya
existente. Como las aspiraciones de los hombres no se ven afectadas, la indeterminación
es relativamente inocua. Además, dentro de los límites permitidos
por los principios del derecho no hay necesidad de pauta alguna de
corrección más allá de la racionalidad deliberativa. Si el proyecto de vida
de una persona satisface este criterio y si esa persona consigue llevarlo a cabo
y al hacerlo así lo encuentra valioso, no hay base alguna para decir que habría
sido mejor que hubiera hecho otra cosa. No debemos suponer, simplemente,
que nuestro bien racional está determinado de un modo único. Desde
el punto de vista de la teoría de la justicia, este supuesto es innecesario. En
segundo lugar, no se nos exige que vayamos más allá de la racionalidad deliberativa
para definir una concepción clara y viable del derecho. Los principios
de la justicia tienen un contenido definido, y la argumentación que
los apoya sólo emplea la descripción específica del bien y su lista de bienes
primarios. Una vez establecida la concepción de la justicia, la prioridad del
derecho garantiza la primacía de sus principios. Así, las dos consideraciones
que hacen que las concepciones de fin dominante resulten atractivas para
las teorías teleológicas están ausentes en la doctrina contractual. Ese es el
efecto de la inversión de la estructura.
510 LOS FINES
Anteriormente, al introducir la interpretación kantiana de la justicia como
imparcialidad, me he referido a que hay un sentido en el que la condición
de unanimidad sobre los principios de la justicia es la adecuada para
expresar incluso la naturaleza de un solo individuo (§ 40). A primera vista,
esta sugerencia parece paradójica. ¿Cómo la exigencia de unanimidad puede
dejar de ser una coacción? Una razón es la de que el velo de la ignorancia
asegura que todos razonarán del mismo modo, y así la condición sé satisface
como cosa natural. Pero una explicación más profunda se encuentra en
el hecho de que la doctrina contractual tiene una estructura opuesta a la de
una teoría utilitaria. En esta última, cada persona traza su proyecto racional
sin inconvenientes, con plena información, y la sociedad procede luego a
elevar al máximo el acumulado cumplimiento de los proyectos resultantes.
En la justicia como imparcialidad, en cambio, todos están de acuerdo, previamente,
acerca de los principios mediante los cuales tienen que fijarse sus
mutuas pretensiones. Estos principios reciben, pues, una precedencia absoluta,
de modo que regulan las instituciones sociales sin discusión, y cada uno
construye sus proyectos de acuerdo con ellos. Los proyectos que no se encuentran
en esta línea deben ser revisados. Así, el acuerdo colectivo prioritario
surge de los primeros rasgos estructurales fundamentales ciertos, comunes
a los proyectos de cada uno. La naturaleza del yo, como persona moral,
libre e igual, es la misma para todos, y este hecho se expresa en la semejanza
de la forma básica de los proyectos racionales. Además, según se demuestra
mediante el concepto de sociedad como unión social de uniones sociales,
los miembros de una comunidad participan de sus naturalezas recíprocas:
apreciamos lo que los demás hacen como cosas que podríamos haber hecho
nosotros, pero que ellos hacen por nosotros, y lo que nosotros hacemos se
hace también para ellos. Como el yo se realiza en las actividades de muchos,
las relaciones de justicia que se adecúan a los principios que serían aceptados
por todos son las más apropiadas para expresar la naturaleza de cada
uno. Por último, la exigencia de un acuerdo unánime se relaciona con la idea
de seres humanos que como miembros de una unión social persiguen los
valores de la comunidad.
Puede pensarse que, una vez que se da la primacía a los principios de la
justicia, hay un fin dominante que organiza nuestra vida, en última instancia.
Pero esta idea se basa en un equívoco. Desde luego, los principios de la
justicia son literalmente anteriores al principio de eficiencia, y el primero de
aquellos principios es superior al segundo. De ello se sigue que se establece
una concepción ideal de orden social, que ha de regular la dirección del cambio
y los esfuerzos de la reforma (§41). Pero son los principios de los deberes
y obligaciones individuales los que definen el derecho de este ideal
sobre las personas, y éstas no lo llevan a cabo con pleno control. Además, vengo
suponiendo siempre que el fin dominante propuesto pertenece a una
EL BIEN DE LA JUSTICIA 511
teoría teleológica en la que, por definición, lo bueno se especifica independientemente
de lo justo. La función de este fin es, en parte, la de hacer razonablemente
precisa la concepción del derecho. En la justicia como imparcialidad
no puede haber ningún fin dominante en este sentido y, como hemos
visto, tampoco es necesario a este propósito. Por último, el fin dominante de
una teoría teleológica es definido de tal modo que nunca podemos acabar
alcanzándolo y, por tanto, siempre se aplica el requerimiento de avanzar hacia
él. Recordemos aquí las anteriores observaciones sobre el motivo por el
que el principio de utilidad no es realmente adecuado a un ordenamiento
lexical: los criterios ulteriores nunca entrarán en juego, excepto en casos especiales
para romper lazos. Los principios de la justicia, por otra parte, representan
objetivos y restricciones sociales más o menos definidos (§ 8). Una vez
que realizamos una cierta estructura de instituciones, estamos en libertad
de determinar y perseguir nuestro bien, dentro de los límites que sus disposiciones
le permiten.
En vista de estas reflexiones, el contraste entre una teoría teleológica y la
doctrina contractual puede expresarse del siguiente modo intuitivo: la primera,
define el bien ¡ocalmente, por ejemplo, como una cualidad o un atributo
de la experiencia más o menos homogéneos, y lo considera como una
magnitud extensiva que tiene que elevarse al máximo por encima de alguna
totalidad; mientras que la segunda actúa de un modo opuesto, identificando
una sucesión de formas estructurales de conducta justa, cada vez más específicas,
cada una de ellas situada dentro de la precedente y, de este modo,
avanzando desde una organización general del conjunto hasta una determinación
cada vez más clara de sus partes. El utilitarismo hedonista es el
ejemplo clásico del primer procedimiento, y lo ilustra con desarmante sencillez.
La justicia como imparcialidad es un ejemplo de la segunda posibilidad.
Así, la secuencia en cuatro etapas (§ 41) formula un orden de acuerdos
y estatutos destinado a construir, en varias fases, una estructura jerárquica
de principios, pautas y normas que, cuando se aceptan y se aplican coherentemente,
conducen a una constitución definida de una acción social.
Ahora bien: esta sucesión no aspira a la completa especificación de la conducta.
Más bien, la idea consiste en aproximarse a las fronteras, aunque vagas,
dentro de las cuales los individuos y las asociaciones están en libertad
de perseguir sus fines y la racionalidad deliberativa puede jugar libremente.
Desde un punto de vista ideal, la aproximación sería convergente, en el
sentido de que, con nuevas etapas, los casos dejados sin explicar serían cada
vez de menos importancia. El concepto que dirige toda la construcción es el
de la situación original y su interpretación kantiana: este concepto contiene
en sí mismo los elementos que deciden qué información es la más oportuna en
cada etapa, y generan una sucesión de ajustes apropiados a las contingentes
condiciones de la sociedad existente.
512 LOS FINES
86. EL BIEN DEL SENTIDO DE LA JUSTICIA
Ahora que todas las partes de la teoría de la justicia se hallan ante nosotros,
puede completarse el razonamiento en favor de la congruencia. Basta reunir
los diversos aspectos de una sociedad bien ordenada y considerarlos en el
contexto adecuado. Los conceptos de justicia y de bondad se enlazan con
distintos principios, y la cuestión de la congruencia consiste en determinar
si estas dos familias de criterios se corresponden. Más concretamente, cada
concepto, con sus principios asociados, define un punto de vista desde el
cual pueden valorarse las instituciones, las acciones y los proyectos de vida.
Un sentido de justicia es un deseo efectivo de aplicar y de actuar según los
principios de la justicia y, por tanto, desde el punto de vista de la justicia.
Así, lo que hay que establecer es qué es racional (tal como se define en la teoría
específica del bien) para los que se encuentran en una sociedad bien ordenada
como afirmación de su sentido de justicia como regulador de su
proyecto de vida. Queda por demostrar que esta disposición a adoptar y a
seguir la orientación del punto de vista de la justicia está de acuerdo con el
bien del individuo.
Si estos dos puntos de vista son congruentes, es probable que constituyan
un factor decisivo para la determinación de la estabilidad. Pero la congruencia
no es una conclusión decidida de antemano, ni siquiera en una sociedad
bien ordenada. Tenemos que verificarla. Naturalmente, la racionalidad de la
elección de los principios de la justicia en la situación original no se halla en
discusión. El razonamiento en favor de esta decisión se ha hecho ya y, si es
correcto, las instituciones justas son colectivamente racionales y beneficiosas
para todos desde una perspectiva convenientemente general. También es racional
que cada uno apremie a los otros a que apoyen estos ordenamientos
y a que cumplan sus deberes y obligaciones. El problema consiste en determinar
si el deseo regulador de adoptar el punto de vista de la justicia pertenece
al propio bien de una persona, cuando se considera a la luz de la teoría
específica sin restricciones sobre la información. Nos gustaría saber que este
deseo es, verdaderamente, racional; al ser racional para uno, es racional para
todos y, en consecuencia, no existen tendencias a la inestabilidad. Más concretamente,
consideremos el caso de una persona determinada en una sociedad
bien ordenada. En mi opinión, sabe que las instituciones son justas y
que los otros tienen (y seguirán teniendo) un sentido de la justicia semejante
al suyo y, en consecuencia, que cumplen (y seguirán cumpliendo) con estas
disposiciones. Deseamos saber que, sobre la base de estos supuestos, es
racional que alguien, según se define en la teoría estricta, afirme su sentido
de la justicia. El proyecto de vida que hace esto es su mejor réplica a los
proyectos similares de sus asociados y, al ser racional para uno cualquiera,
es racional para todos.
EL BIEN DE LA JUSTICIA 513
Es importante no confundir este problema con el de atribuir la condición
de hombre justo a un egoísta. Un egoísta es alguien entregado al punto de
vista de sus propios intereses. Sus fines últimos están relacionados consigo
mismo: su riqueza y su posición, sus placeres y su prestigio social, y así sucesivamente.
Ese hombre puede actuar justamente, es decir, puede hacer cosas
que haría un hombre justo; pero, en la medida en que siga siendo egoísta,
no puede hacerlas por las razones del hombre justo. El hecho de tener esas
razones es incongruente con su condición de egoísta. Lo que ocurre, simplemente,
es que, en algunas ocasiones, el punto de vista de la justicia y el de
sus propios intereses conducen a las mismas acciones. Por consiguiente, no
pretendo demostrar que, en una sociedad bien ordenada, un egoísta actúe
impulsado por un sentido de justicia, ni siquiera que actúe justamente porque
el hacerlo así es lo que más beneficia a sus fines. Tampoco sostenemos que
un egoísta, al encontrarse en una sociedad justa, comprendería, dados sus
objetivos, la conveniencia de transformarse en un hombre justo. Más bien,
nos interesa la bondad del deseo establecido de adoptar el punto de vista
de la justicia. Supongo que los miembros de una sociedad bien ordenada ya
tienen ese deseo. La cuestión radica en saber si este sentimiento regulador
es congruente con su bien. No estamos examinando la justicia o el valor moral
de las acciones desde ciertos puntos de vista; estamos valorando la bondad
del deseo de adoptar un punto de vista determinado, precisamente el de la
justicia. Y tenemos que valorar este deseo, no desde el punto de vista del egoísta,
cualquiera que éste pueda ser, sino a la luz de la teoría específica del bien.
Supondré que las acciones humanas surgen de los deseos existentes, y
que éstos sólo de un modo gradual pueden cambiarse. No podemos, simplemente,
decidir, en un momento dado, el cambio de nuestro sistema de fines
(§ 63). Actuamos ahora como la clase de personas que somos y según los deseos
que tenemos ahora, y no como la clase de personas que podríamos
haber sido o según los deseos que habríamos tenido sólo con haber elegido
antes de un modo diferente. Los objetivos reguladores se hallan especialmente
sujetos a esta presión. Así, tenemos que decidir con bastante antelación si
hemos de afirmar nuestro sentido de la justicia, tratando de valorar nuestra
situación a lo largo de un futuro razonablemente extenso. No podemos tener
las dos opciones. No podemos mantener un sentido de justicia y todo lo
que esto implica, mientras al propio tiempo estamos dispuestos a actuar injustamente
siempre que el hacerlo así nos prometa algún beneficio personal.
Una persona justa no está dispuesta a hacer determinadas cosas y, si cede
demasiado fácilmente a la tentación, es porque en realidad ya estaba dispuesta.
30 Nuestra cuestión se refiere, pues, solamente a aquellos que tienen
30 Véase Philippa Foot, "Moral Beliefs", Proceedings of the Aristotelian Soüety, vol. 59 (1958-
1959), p. 104. Debo mucho a este ensayo, aunque no lo he seguido en todos los aspectos.
514 LOS FINES
una cierta psicología y un sistema de deseos. Evidentemente, sería excesivo
exigir que la estabilidad no dependiese de unas restricciones concretas, a este
respecto.
Ahora bien: en el marco de una interpretación, la pregunta tiene una respuesta
evidente. Suponiendo que alguien tenga un verdadero sentido de la
justicia, también tendrá un deseo regulador de cumplir con los principios correspondientes.
Los criterios de elección racional tienen que contar con este
deseo. Si una persona desea, con racionalidad deliberativa, actuar según el
punto de vista de la justicia, es racional que actúe así. Por tanto, en esta forma,
la cuestión es trivial: siendo las clases de personas que son, los miembros
de una sociedad bien ordenada desean, más que nada, actuar justamente,
y el cumplimiento de este deseo forma parte de su bien. Una vez que
adquirimos un sentido de la justicia que es verdaderamente final y efectivo,
tal como la primacía de la justicia lo requiere, nos confirmamos en un proyecto
de vida que, en la medida en que somos racionales, nos induce a mantener
y a estimular este sentimiento. Como este hecho es de público conocimiento,
la inestabilidad del primer tipo no existe, y de ahí que tampoco
exista la del segundo. El verdadero problema de congruencia es el que se
produce si imaginamos que alguien concede autoridad a su sentido de la
justicia sólo en la medida en que satisface otras descripciones que lo relacionan
con razones especificadas por la teoría específica del bien. No confiaríamos
en la doctrina del puro acto consciente (§ 72). Supongamos, entonces,
que el deseo de actuar justamente no es un deseo final como el de evitar el
dolor,' la miseria o la apatía, o el deseo de cumplir el interés inclusivo. La
teoría de la justicia facilita otras descripciones de lo que el sentido de la justicia
es un deseo; y debemos utilizar estas descripciones para demostrar que
una persona que siga la teoría específica del bien confirmará, ciertamente,
este sentimiento como regulador de su proyecto de vida.
Todo esto, pues, en cuanto a definir la cuestión. Ahora deseo señalar las
bases de congruencia, revisando varios puntos ya expuestos. Ante todo, tal
como lo requiere la doctrina contractual, los principios de la justicia son públicos:
caracterizan las convicciones morales comúnmente reconocidas y
compartidas por los miembros de una sociedad bien ordenada (§ 23). No nos
preocupa que alguien cuestione estos principios. Por hipótesis, concede, como
todos los demás, que tales principios constituyen la mejor elección desde
el punto de vista de la situación original. (Desde luego, esto siempre puede
ponerse en duda, pero plantea un problema enteramente distinto.) Ahora
bien: como se supone que los otros tienen (y continuarán teniendo) un efectivo
sentido de la justicia, nuestro hipotético individuo está considerando,
en realidad, un plan de acción que pretende tener unos ciertos sentimientos
morales, aunque manteniéndose dispuesto a actuar libremente siempre que
se presente la oportunidad de favorecer sus intereses personales. Como la
EL BIEN DE LA JUSTICIA 515
concepción de la justicia es pública, está reflexionando si ha de entregarse a
una conducta sistemática de engaño y de hipocresía, profesando las ideas
morales aceptadas, tal como conviene a su propósito sin creer en ellas. Que
el engaño y la hipocresía sean malos no le preocupa, en mi opinión, pero
tendrá que contar con el costo psicológico de tomar precauciones y de mantener
su pose, y con la pérdida de espontaneidad y de naturalidad que de ello
resulta.31 Tal como están las cosas en la mayoría de las sociedades estas pretensiones
pueden no tener un alto precio, porque la injusticia de las instituciones
y la conducta de los demás, frecuentemente sórdida, permiten que se
mantengan durante largo tiempo y con gran facilidad las imposturas, pero,
en una sociedad bien ordenada, esta facilidad no existe.
Estas observaciones son corroboradas por el hecho de que hay una conexión
entre la conducta justa y las actitudes naturales (§ 74). Dado el contenido
de los principios de la justicia y de las leyes de la psicología moral, el
deseo de ser justo con nuestros amigos y el de hacer justicia a quienes apreciamos
constituye una parte de esos afectos, tanto como el deseo de estar con
ellos o el dolor que sentimos cuando los perdemos. Si aceptamos, pues, que
un individuo necesita esos afectos, el programa considerado es, con toda probabilidad,
el de actuar justamente sólo respecto a aquellos con quienes estamos
ligados por lazos de afecto y de simpatía, y el de respetar los modos de
vida a los que nos hallamos entregados. Pero, en una sociedad bien ordenada,
estos vínculos se extienden muy ampliamente, e incluyen lazos con las
formas institucionales, suponiendo ahora que las tres leyes psicológicas sean
plenamente efectivas. Además, en general, no podemos elegir a quién vamos
a perjudicar con nuestra falta de honradez. Por ejemplo, si cometemos un
fraude al pagar nuestros impuestos, o si encontramos alguna forma de eludir
nuestra justa aportación a la comunidad, todos se perjudicarán, nuestros
amigos y asociados juntamente con los demás. Desde luego, podríamos
pensar, secretamente, en entregar una parte de nuestras ganancias a aquellos
a quienes estimamos particularmente, pero esto se vuelve un asunto dudoso
y comprometido. Así, en una sociedad bien ordenada en la que los
vínculos reales se extienden tanto a las personas como a las formas sociales,
y en la que no podemos elegir quién será el que ha de perder a causa de nuestras
infracciones, hay sólidas bases para conservar el propio sentido de la
justicia. Esto protege, de modo natural y sencillo, las instituciones y las personas
que estimamos, y nos induce a aceptar gustosamente nuevos y más
vastos lazos sociales.
Otra consideración fundamental es esta: del principio aristotélico (y de su
efecto asociado), se sigue que la participación en la vida de una sociedad
bien ordenada es un gran bien (§ 79). Esta conclusión depende del signiñca-
31 Véase Foot, ibid., p. 104.
516 LOS FINES
do de los principios de la justicia y de su prioridad en los proyectos de cada
uno, así como de los rasgos psicológicos de nuestra naturaleza. Son los detalles
de la interpretación contractual los que establecen esta relación. Como
esa sociedad es una unión social de uniones sociales, realiza en muy alto
grado las diversas formas de la actividad humana y, dada la naturaleza social
de la humanidad y el hecho de que nuestras facultades e inclinaciones
excedan enormemente lo que puede expresarse en una vida, dependemos de
los esfuerzos cooperativos de los demás, no sólo para efectos del bienestar,
sino para lograr el disfrute de nuestras fuerzas latentes. Y con un cierto éxito
colectivo cada quien disfruta de la mayor riqueza y diversidad de la actividad
colectiva. Sin embargo, para tomar parte plenamente en esta vida tenemos
que admitir los principios de su concepción reguladora, y esto significa
que tenemos que afirmar nuestro sentimiento de justicia. Para apreciar algo
como nuestro, hemos de profesarle una cierta lealtad. Lo que liga los esfuerzos
de una sociedad en una sola unión social es el colectivo reconocimiento
y la aceptación de los principios de la justicia; es esta afirmación general la
que extiende los lazos de identificación por el conjunto de la comunidad y
la que permite que el principio aristotélico tenga su efecto más general. Las
realizaciones individuales y de grupo ya no se consideran como otros tantos
bienes personales separados. En cambio, la no confirmación de nuestro
sentido de la justicia equivale a reducirnos a una estrecha interpretación.
Por último, existe la razón relacionada con la exposición kantiana: la conducta,
justa es algo que deseamos llevar a cabo como seres racionales, libres
e iguales (§ 40). El deseo de conducirnos justamente y el deseo de expresar
nuestra naturaleza como personas morales libres vienen a especificar lo que
es, prácticamente hablando, el mismo deseo. Cuando alguien tiene verdaderas
creencias y una correcta comprensión de la teoría de la justicia,
estos dos deseos le impulsan en el mismo sentido. Son dos disposiciones a
actuar, precisamente, a partir de los mismos principios: concretamente, los
que se elegirían en la situación original. Naturalmente, esta aseveración se
basa en una teoría de la justicia. Si esta teoría es incorrecta, la identidad
práctica fracasa. Pero, como sólo nos interesa el caso especial de una sociedad
bien ordenada tal como aparece caracterizada en la teoría, bien podemos
suponer que sus miembros tienen una clara comprensión de la concepción
pública de la justicia en que se fundan sus relaciones.
Supongamos que estas son las principales razones (o las características de
ello) que la escueta descripción del bien da para mantener el propio sentido
de la justicia. La cuestión que ahora se plantea es saber si son decisivas.
Aquí nos encontramos con la conocida dificultad de un balance de motivos
que, en muchos aspectos, es similar a un balance de primeros principios. A
veces, la respuesta se encuentra comparando un balance de razones con otro,
porque, seguramente, si el primer balance favorece claramente un tipo de
EL BIEN DE LA JUSTICIA 517
acción, el segundo lo favorecerá también, siempre que sus razones en apoyo
de esta alternativa sean más fuertes y que sus razones en apoyo de las
otras alternativas sean más débiles. Pero la argumentación a partir de estas
comparaciones presupone ciertas configuraciones de razones que, evidentemente,
se despliegan en un sentido en vez de otro, para servir como referencia.
Si éstas faltan no podemos ir más allá de las comparaciones condicionales:
si el primer balance favorece una cierta elección, el segundo la
favorece también.
Ahora, en este punto, es evidente que el contenido de los principios de la
justicia es un elemento fundamental para la decisión. Que sea para el bien
de una persona que ésta tenga un sentido regulador de la justicia depende de
lo que la justicia requiera de ella. La congruencia de lo justo y de lo bueno
se determina mediante las normas por las que se específica cada concepto.
Como lo señala Sidgwick, el utilitarismo es más riguroso que el sentido común
a la hora de exigir el sacrificio de los intereses privados del agente
cuando esto es necesario para la mayor felicidad de todos.32 También es más
riguroso que la teoría contractual porque si bien los actos benéficos que sobrepasan
nuestros deberes naturales son buenas acciones y suscitan nuestra
estimación, no se les requiere como problema de derecho. El utilitarismo
puede parecer que es un ideal más exaltado, pero su otro aspecto es que puede
autorizar un menor bienestar y una felicidad menor de algunos, en aras de
una mayor felicidad de otros que puedan ser ya más afortunados. Una persona
racional, al formar su proyecto, dudaría antes de conceder la preeminencia
a un principio tan exigente. Es probable que ambos excedan su capacidad
de simpatía y que sean peligrosos para su libertad. Así, por improbable
que sea la congruencia de lo justo y de lo bueno en la justicia como imparcialidad,
es más probable, seguramente, que en la interpretación utilitaria.
El balance condicional de razones favorece a la doctrina contractual.
Un punto algo diferente es el suscitado por la siguiente duda: concretamente,
que si bien la decisión de mantener nuestro sentimiento de justicia
podría ser racional, también podemos sufrir una gravísima pérdida o incluso
ser destruidos por ella. Como hemos visto, una persona justa no está dispuesta
a hacer ciertas cosas y, así, ante circunstancias adversas, puede optar
por correr el riesgo de morir antes que actuar injustamente. Sin embargo,
aunque es bastante cierto que un hombre puede perder su vida por la justicia
donde otros seguirían viviendo, el hombre justo, bien consideradas las
cosas, hace lo que más desea; en este sentido, no es derrotado por la mala
fortuna cuya posibilidad ha previsto. La cuestión es igual a los azares del
amor; en realidad es, simplemente, un caso especial. Los que se aman uno a
otro, o los que adquieren profundos afectos a personas y a formas de vida,
32 Methods ofEthics, pp. 246-253, 499.
518 LOS FINES
se exponen, al propio tiempo, a destruirse: su amor les hace vulnerables al
infortunio y a la injusticia de los demás. Los amigos y los amantes tienen
grandes oportunidades de ayudarse entre sí, y los miembros de las familias
hacen lo mismo voluntariamente. El hecho de hallarse tan dispuestos corresponde
a sus afectos tanto como a cualquier otra inclinación. Una vez que
amamos, somos vulnerables: no hay amor, mientras nos hallamos dispuestos
a reflexionar sobre si hemos de amar o no, sencillamente. Y los amores
que pueden hacer menos daño no son los mejores. Cuando amamos, aceptamos
los peligros del daño y la pérdida. En vista de nuestro general conocimiento
del curso probable de la vida, no pensamos que estos peligros sean
tan grandes como para inducirnos a dejar de amar. Cuando los males sobrevienen
son objeto de nuestra aversión, y resistimos a aquellos cuyas maquinaciones
los producen. Si amamos, no lamentamos nuestro amor. Ahora bien:
si todo esto es válido para el amor tal como está el mundo, o tal como está
muy frecuentemente, parecería que tiene que serlo asimismo para el amor
en una sociedad hien ordenada, y también para el sentido de la justicia. Porque,
en una sociedad en que los otros son justos, nuestros amores nos exponen
principalmente a los accidentes de la naturaleza y a la contingencia de
las circunstancias. Y algo similar ocurre con el sentimiento de justicia que se
halla relacionado con estos afectos. Tomando como referencia el balance de
razones que nos conduce a afirmar nuestros amores en el actual estado
de cosas, parece que deberíamos estar dispuestos, una vez alcanzada nuestra
mayoría de edad, a mantener nuestro sentido de la justicia, en las condiciones
evidentemente más favorables de una sociedad justa.
Un rasgo especial del deseo de expresar nuestra naturaleza como personas
morales confirma esta conclusión. Con otras inclinaciones del yo, hay una
elección de grado y de amplitud. Nuestro plan de engaño y de hipocresía
no necesita ser completamente sistemático; los lazos afectivos que nos unen
a instituciones o a otras personas pueden ser más o menos fuertes, y nuestra
participación en la vida general de la sociedad, más o menos plena. Hay
un continuum de posibilidades, y no una decisión de todo o nada, aunque,
para simplificar, ya he hablado bastante en estos términos. Pero el deseo de
expresar nuestra naturaleza como seres racionales, libres e iguales, sólo puede
realizarse actuando sobre la base de que los principios del derecho y de la
justicia tengan la primacía. Esta es una consecuencia de la condición de
finalidad: como estos principios son reguladores, el deseo de actuar de acuerdo
con ellos sólo se satisface en la medida en que es también regulador con
respecto a otros deseos. Es actuando según esta precedencia como expresa
nuestra libertad de la contingencia y de la casualidad. Por tanto, para realizar
nuestra naturaleza no tenemos más alternativa que proteger nuestro
sentido de la justicia para que rija nuestros restantes objetivos. Este sentimiento
no puede realizarse si está comprometido y equilibrado frente a otros
EL BIEN DE LA JUSTICIA 519
fines, como un solo deseo entre tantos. Es un deseo de conducirse de un cierto
modo, sobre todo lo demás, un esfuerzo que contiene en sí mismo su
propia prioridad. Otros objetivos pueden alcanzarse mediante un proyecto
que permita un lugar para cada uno, siendo posible su satisfacción cualquiera
que sea el lugar que ocupen en la sucesión. Pero no es este el caso
con el sentido del derecho y de la justicia; y, por consiguiente, el conducirse
mal siempre ofrece el riesgo de despertar sentimientos de culpa y de vergüenza,
emociones suscitadas por la derrota de nuestros sentimientos morales
reguladores. Naturalmente, esto no significa que la realización de nuestra
naturaleza como seres libres y racionales sea, en sí misma, cuestión de
todo o nada. Por el contrario, la medida en que logramos expresar nuestra
naturaleza depende del grado de coherencia con que actuamos a partir de
nuestro sentido de la justicia como regulador último. Lo que no podemos
hacer es expresar nuestra naturaleza siguiendo un proyecto que considera
el sentido de la justicia sólo como un deseo que ha de valorarse frente a
otros. Porque este sentimiento revela lo que la persona es, y transigir en él no
es alcanzar para el yo el reino de la libertad, sino dar paso a las contingencias
y a los accidentes del mundo.
Queda por tratar una última cuestión. Supongamos que incluso en una
sociedad bien ordenada hay algunas personas para las que la afirmación de
su sentido de la justicia no es un bien. Dados sus objetivos y deseos y las
peculiaridades de su naturaleza, la simple descripción del bien no define
razones suficientes para que mantengan este sentimiento regulador. Se ha
alegado que a estas personas no se les puede recomendar, verdaderamente,
la justicia como una virtud.33 Y esto es seguramente correcto si se admite
que tal recomendación implica que las bases racionales (identificadas por la
simple teoría) aconsejan esta vía para ellos como individuos. Pero entonces
queda en pie la cuestión ulterior, consistente en determinar si quienes afirman
su sentido de la justicia están tratando a estas personas injustamente,
al requerirlas para que cumplan con las instituciones justas.
Pero, por desgracia, no estamos todavía en condiciones de poder contestar
adecuadamente a esta pregunta, porque presupone una teoría del castigo,
y he hablado muy poco acerca de esta parte de la teoría de la justicia (§ 39).
He supuesto un acuerdo estricto con cualquier concepción que se eligiese, y
considerado después cuál de la lista presentada debería adoptarse. Pero podemos
razonar de un modo muy análogo al que hemos utilizado en el caso de
la desobediencia civil, otra parte de la teoría del acuerdo parcial. Así, dando
por sentado que se reconoce que la adhesión a cualquier concepción será
imperfecta si se deja que sea totalmente voluntaria, ¿en qué condiciones estarían
de acuerdo las personas, en la situación original, en valerse de recur-
33 Véase Foot, ibid., pp. 99-104.
520 LOS FINES
sos penales estabilizadores? ¿Insistirían en que sólo se puede exigir a una
persona que haga lo que redundará en su beneficio, tal como éste se define
en la teoría específica?
A la luz de la teoría contractual en conjunto, parece claro que no lo harían.
Porque esta restricción se suma, en efecto, al egoísmo general que, como
hemos visto, sería rechazado. Además, los principios del derecho y de la justicia
son colectivamente racionales; y va en interés de cada uno que todos
los demás cumplan con las disposiciones justas. También es cierto que la
afirmación general del sentido de la justicia es un gran valor social, pues establece
la base de una confianza y una seguridad mutuas, a partir de la cual,
normalmente, todos se benefician. Así, al estar de acuerdo con las penas que
establecen un esquema de cooperación, los individuos aceptan el mismo
tipo de presión sobre el interés propio que admiten al elegir los principios
de la justicia, para empezar. Una vez logrado el acuerdo en estos principios,
a la vista de las razones ya examinadas, es racional autorizar las medidas
necesarias para mantener unas instituciones justas, suponiendo que las coerciones
de la libertad igual y la norma legal sean debidamente reconocidas
(§§ 38-39). Los que consideran que el hecho de estar dispuestos a actuar justamente
no es para ellos un bien, no pueden negar estas aseveraciones. Desde
luego, es cierto que en su caso las disposiciones justas no responden plenamente
a su naturaleza y, en consecuencia, en igualdad de circunstancias serán
menos felices de lo que lo serían si pudieran afirmar su sentido de la justicia.
Pero entonces sólo se puede decir que su naturaleza es su desgracia.
Así,'el punto principal consiste en que para justificar una concepción de
la justicia no tenemos que afirmar que todo hombre, cualesquiera que sean
sus facultades y sus deseos, tiene suficiente razón (tal como se define en la
teoría estricta) para conservar su sentido de la justicia. Porque nuestro bien
depende de la clase de personas que somos, de los tipos de deseos y aspiraciones
que tenemos y de que somos capaces. Puede ocurrir incluso que haya
muchos que no encuentren un sentido de la justicia para su bien; pero, en
ese caso, las fuerzas que cooperan a la estabilidad son más débiles. En tales
condiciones, las sanciones penales desempeñarán un papel mucho mayor en
el sistema social. Cuanto mayor sea la falta de congruencia, más probable
será, en igualdad de circunstancias, la inestabilidad con sus males subsiguientes.
Pero nada de esto anula la racionalidad colectiva de los principios
de la justicia; una vez más, redundará en beneficio de cada uno el hecho de
que todos los demás los respeten. Por los menos, esto es válido mientras la
concepción de la justicia no sea tan inestable que resulte preferible alguna
otra concepción. Pero lo que he tratado de demostrar es que la doctrina
contractual es superior a sus rivales a este respecto y, por consiguiente, que
no se necesita reconsiderar la elección de principios en la situación original.
En efecto, supuesta una interpretación razonable de la sociabilidad humana
EL BIEN DE LA JUSTICIA 521
(facilitada por la descripción de la forma en que se adquiere un sentido de
la justicia y por la idea de la unión social), la justicia como imparcialidad
parece ser una concepción suficientemente estable. Los riesgos del dilema
generalizado del prisionero se eliminan mediante el concierto entre lo justo y
lo bueno. Naturalmente, en condiciones normales, el conocimiento público
y la confianza son siempre imperfectos. De modo que, incluso en una sociedad
justa, es razonable admitir ciertos ordenamientos coercitivos para asegurar
el acuerdo, pero su principal objetivo es fortalecer la recíproca confianza
de los ciudadanos. Estos mecanismos raras veces serán invocados, y
no comprenderán más que una parte menor del esquema social.
Nos hallamos ya al final de este análisis, un tanto extenso, de la estabilidad
de la justicia como imparcialidad. El único punto que nos queda por
señalar es que la congruencia nos permite completar la sucesión de aplicaciones
de la definición de la bondad. Lo primero que podemos decir es que,
en una sociedad bien ordenada, el hecho de que una persona sea buena
(y, en especial, que tenga un efectivo sentido de la justicia) es, realmente, un
bien para esa persona; y lo segundo, que esta forma de sociedad es una
buena sociedad. La primera afirmación se sigue de la congruencia; la segunda
es válida porque una sociedad bien ordenada tiene las propiedades que
es racional desear en una sociedad, desde los dos puntos de vista respectivos.
Así, una sociedad bien ordenada satisface los principios de la justicia
que son colectivamente racionales desde la perspectiva de la situación original
y, desde el punto de vista del individuo, el deseo de afirmar la concepción
pública de la justicia como reguladora del proyecto de vida propio está
de acuerdo con los principios de elección racional. Estas conclusiones defienden
los valores de la comunidad y, al alcanzarlas, completo mi descripción
de la justicia como imparcialidad.
87. OBSERVACIONES FINALES SOBRE LA JUSTIFICACIÓN
No trataré de resumir la presentación de la teoría de la justicia. En lugar de
ello, prefiero terminar con unos comentarios acerca del tipo de argumento
que he propuesto. Ahora que ya tenemos ante nosotros la concepción en conjunto,
podemos observar, de modo general, los tipos de cosas que pueden
decirse en su favor. Al hacer esto, esclareceremos algunos puntos que pueden
aún estar dudosos.
Los filósofos, por lo general, tratan de justificar las teorías éticas en una
de dos formas. A veces, intentan encontrar principios evidentes, de los que
pueda derivarse un cuerpo suficiente de normas y preceptos para explicar
nuestros juicios. Podemos considerar cartesiana una justificación de este tipo.
Presupone que los primeros principios pueden ser apreciados como verda522
LOS FINES
deros, e incluso tienen que serlo necesariamente; después, el razonamiento
deductivo lleva esta convicción de las premisas a la conclusión. Una segunda
actitud (llamada naturalismo, por un abuso del lenguaje) consiste en introducir
definiciones de conceptos morales en términos de conceptos probablemente
no morales, y demostrar después, mediante procedimientos aceptados
de sentido común y científicos, que son verdaderas las declaraciones
así equiparadas con los juicios morales defendidos. Aunque, según esta interpretación,
los primeros principios de la ética no son evidentes, la justificación
de las convicciones morales no plantea especiales dificultades. Pueden
establecerse, admitidas las definiciones, de igual modo que otras declaraciones
acerca del mundo que nos rodea.
Yo no he adoptado ninguna de estas concepciones de la justificación. Porque,
si bien algunos principios morales pueden parecer naturales e incluso
evidentes, hay grandes obstáculos para sostener que son necesariamente
verdaderos, o para explicar lo que se entiende por esto. En realidad, he afirmado
que estos principios son contingentes, en el sentido de que son elegidos
en la situación original, a la luz de hechos generales (§ 26). Los candidatos
más probables a verdades morales necesarias son las condiciones
impuestas a la adopción de principios; pero, en realidad, lo mejor parece considerar
estas condiciones simplemente como estipulaciones razonables, que
han de ser valoradas, en su momento, por el conjunto de la teoría a la cual
pertenecen. No existe conjunto alguno de condiciones o primeros principios
que pueda ser aceptablemente proclamado como necesario o definitorio de
la modalidad y, por ello, en especial adecuado para soportar la carga de la
justificación. Por otra parte, el método del llamado naturalismo debe distinguir,
primero, los conceptos morales de los no morales, y luego, obtener la
aceptación para las definiciones propuestas. Para lograr la justificación se
presupone una teoría clara de la significación, y parece que ésta no existe.
Y, en todo caso, las definiciones se convierten en la parte principal de la
doctrina ética, por lo que necesitan, a su vez, ser justificadas.
Por tanto, mejor será, en mi opinión, considerar una teoría moral exactamente
igual que cualquiera otra teoría, teniendo en cuenta sus aspectos socráticos
(§ 9). No hay razón para creer que sus primeros principios o supuestos
necesiten ser evidentes, o que sus conceptos y criterios puedan ser
sustituidos por otras nociones que puedan certificarse como no morales.34
Así, aunque yo he sostenido, por ejemplo, que el hecho de que algo sea recto
34 La interpretación aquí propuesta concuerda con la descripción del §9 que sigue a "Outline
for Ethics" (1951). Pero utiliza la concepción de la justificación que se encuentra en W. V. Quine,
Word and Object (Cambridge, M. I. T. Press, 1960), cap. 1 passim. Véase también su Ontological
Relativity and Others Essays (Nueva York, Columbia University Press, 1969), Ensayo 4. Para un
desarrollo de esta concepción que incluya explícitamente el pensamiento y el juicio morales,
véase Morton White, Toward Reunión in Philosophy (Cambridge, Harvard University Press,
1956), III parte, especialmente pp. 254-258, 263, 266 ss.
EL BIEN DE LA JUSTICIA 523
o justo puede interpretarse en el sentido de que su condición está de acuerdo
con los correspondientes principios que se admitirían en la situación original,
y que, de este modo, podemos sustituir las primeras nociones por las
últimas, estas definiciones se establecen dentro de la propia teoría (§ 18). Yo
no digo que la concepción de la situación original carezca, en sí misma, de
fuerza moral, o q u e la familia de conceptos en que se apoya sea éticamente
neutral (§ 23). Lo que hago es, simplemente, dejar a un lado esta cuestión. No
he continuado luego como si los primeros principios, ni las condiciones, ni
tampoco las definiciones, tuvieran rasgos especiales que les permitiesen un
lugar determinado en la justificación de una doctrina moral. Hay elementos
fundamentales y recursos teóricos, pero la justificación descansa en la concepción
total y en la forma en que ésta se ajusta y organiza nuestros juicios
en un equilibrio reflexivo. Como hemos señalado antes, la justificación es
un problema del recíproco apoyo de muchas consideraciones, de todo lo que
se inserta en una interpretación coherente (§ 4). La aceptación de esta idea
nos permite dejar a un lado cuestiones de significación y de definición, y
abordar la tarea de desarrollar una teoría sustantiva de la justicia.
Con las tres partes de la exposición de esta teoría se pretende hacer un
conjunto unificado, mediante el apoyo recíproco, en líneas generales, del siguiente
modo. La primera parte presenta lo esencial de la estructura teórica,
y los principios de la justicia se defienden sobre la base de estipulaciones
razonables relativas a la elección de ciertas concepciones. He insistido en la
naturalidad de estas condiciones y he presentado las razones por las que se
aceptan, pero no pretendí que fueran evidentes, ni exigidas por el análisis
de los conceptos morales o de la significación de los términos éticos. En la
segunda parte, he examinado los tipos de instituciones que la justicia prescribe,
y las clases de deberes y obligaciones que impone a los individuos. Mi
propósito fue siempre demostrar que la teoría propuesta se ajusta a los puntos
fijos de nuestras convicciones correspondientes, mejor que otras doctrinas
comunes, y que nos conduce a revisar y a extrapolar nuestros juicios, en
formas que si nos detenemos a reflexionar nos parecen más satisfactorias.
Los primeros principios y los juicios particulares parecen estar en equilibrio
para permanecer juntos, de un modo razonablemente aceptable, por lo menos
cuando se comparan con otras teorías. Por último, nos hemos detenido
a ver, en la tercera parte, si la justicia como imparcialidad es una concepción
posible. Esto nos obligó a plantear la cuestión de la estabilidad y la de determinar
si lo justo y lo bueno, son congruentes tal como se definen. Estas
consideraciones no deciden el reconocimiento inicial de los principios en la
primera parte del razonamiento, pero lo confirman (§ 81). Demuestran que
nuestra naturaleza es de tal carácter que permite que se efectúe la elección
original. En este sentido, podemos decir que la humanidad tiene una naturaleza
moral.
524 LOS FINES
Pero alguien puede sostener que este tipo de justificación tropieza con dos
clases de dificultades. Primera: está expuesto a la objeción general de que
apela al simple hecho del acuerdo. Segunda: existe la objeción más específica
al razonamiento que yo he presentado, según la cual éste depende de un
índice particular de concepciones de la justicia entre las que tienen que elegir
los individuos en la situación original, y no sólo supone un acuerdo entre
las personas respecto a sus propios juicios, sino también respecto a lo que
consideran como condiciones razonables que deberán imponerse en la elección
de los primeros principios. Puede decirse que el acuerdo en las convicciones
cambia constantemente y varía entre una sociedad, o parte de ella, y
otra. Algunos de los llamados puntos fijos no pueden fijarse, realmente, ni
habrá nadie que acepte los mismos principios para llenar las lagunas en sus
propios juicios. Y cualquier índice de concepciones de la justicia, o cualquier
consenso acerca de lo que se considera como condiciones razonables en cuanto
a los principios es, seguramente, más o menos arbitrario. El caso presentado
en relación con la justicia como imparcialidad, tal como el debate se
desarrolla, no escapa de estas limitaciones.
En cuanto a la objeción general, la réplica consiste en que la justificación es
un razonamiento dirigido a los que están en desacuerdo con nosotros, o a
nosotros mismos cuando estamos indecisos. Presupone un enfrentamiento
de puntos de vista entre personas o dentro de una misma persona, y trata de
convencer a otros, o a nosotros mismos, del carácter razonable de los principios
en que se fundan nuestras pretensiones y nuestros juicios. Al estar destinada
*a armonizarse mediante la razón, la justificación avanza a partir de
lo que tienen en común todos los que intervienen en la discusión. Desde un
punto de vista ideal, el hecho de justificar ante alguien una concepción de la
justicia consiste en darle una prueba de sus principios, a partir de unas premisas
que ambos aceptamos, teniendo estos principios, a su vez, consecuencias
que se corresponden con nuestros juicios respectivos. Así, pues, una
simple prueba no es una justificación. Una prueba desarrolla, sencillamente,
unas relaciones lógicas entre unas proposiciones. Pero las pruebas se convierten
en justificación una vez que los puntos de partida se reconocen, o que
las conclusiones son tan amplias y convincentes que nos persuaden de la
validez de la concepción expresada en sus premisas.
Es perfectamente justo, pues, que la argumentación en favor de los principios
de la justicia avanzase desde algún tipo de acuerdo. Esta es la naturaleza
de la justificación. Pero las objeciones más específicas son correctas
en cuanto implican que la fuerza de la argumentación depende de los rasgos
del acuerdo a que se recurre. Aquí merecen observarse varios puntos.
Para empezar, aunque se admitiese que alguna lista de alternativas puede
ser, en cierta medida, arbitraria, la objeción es errónea si se entiende en el sentido
de que afirma que todas las listas lo son. Una lista que incluye las más
EL BIEN DE LA JUSTICIA 525
importantes teorías tradicionales es menos arbitraria que otra que deja fuera
los candidatos más obvios. Ciertamente, la argumentación en favor de los
principios de la justicia se reforzaría mediante la demostración de que siguen
siendo la mejor elección a partir de una lista mayor, valorada más sistemáticamente.
Yo no sé en qué medida puede hacerse esto. Pero dudo que los
principios de la justicia (tal como yo los he definido) sean la concepción preferida
en relación con algo semejante a una lista completa. (Aquí supongo
que, dada una limitación superior con la complejidad y con otras presiones,
la clase de alternativas razonables y practicables es, realmente, finita.) Aun
cuando la argumentación que he ofrecido sea correcta, sólo demuestra que
una teoría finalmente adecuada (si tal teoría existe) se asemejará más a la
interpretación contractual que a ninguna otra doctrina de las que hemos
visto. Y ni siquiera esta conclusión está probada en sentido estricto.
De todos modos, al comparar la justicia como imparcialidad con estas
concepciones, la lista utilizada no es simplemente ad hoc: incluye teorías representativas,
tomadas de la tradición de la filosofía moral que comprende
el consenso histórico acerca de las que hasta ahora parecen ser las concepciones
morales más razonables y practicables. Con el tiempo, se elaborarán
nuevas posibilidades, facilitando así una base más convincente para la justificación,
a medida que la concepción principal se somete a una prueba más
rigurosa. Pero, respecto a estas cosas, no podemos hacer más que conjeturas.
De momento, conviene tratar de reformular la doctrina contractual y
compararla con unas pocas alternativas ya familiares. Este procedimiento
no es arbitrario; no podemos avanzar por otro camino.
Volviendo a la dificultad específica acerca del consenso sobre condiciones
razonables, habría que señalar que uno de los propósitos de la filosofía moral
consiste en buscar posibles bases de acuerdo donde no parece que exista
ninguna. Tiene que intentar extender la gama de algunos consensos existentes
y someter concepciones morales más discriminatorias a nuestra consideración.
La justificación de los fundamentos no está al alcance de la mano: es
necesario descubrirlos y expresarlos adecuadamente, a veces mediante conjeturas
afortunadas y, a veces, señalando las exigencias de la teoría. Con este
propósito se reúnen en el concepto de la situación original las diversas
condiciones acerca de la elección de los primeros principios. La idea consiste
en que, al reunir suficientes compulsiones razonables en una determinada
concepción, resultará obvio que habrá de ser preferida una de las alternativas
presentadas. Nos gustaría que la superioridad de una interpretación
particular (entre las comúnmente conocidas) fuese el resultado, tal vez inesperado,
de este consenso recién observado.
Asimismo, el conjunto de condiciones incorporadas al concepto de la posición
original no carece de explicación. Es posible sostener que estos requerimientos
son razonables y relacionarlos con el propósito de los principios
526 LOS FINES
morales y con su función al establecer los lazos de la comunidad. Los motivos
de su ordenamiento y de su finalidad, por ejemplo, parecen bastante
claros. Y ahora podemos ver que la publicidad es explicable, en el sentido
de que asegura que el proceso de justificación pueda realizarse (en el límite,
por así decirlo) sin efectos desfavorables. Porque la publicidad permite que
todos puedan justificar su conducta ante los demás (cuando su conducta es
justificable), sin autodestrucción ni otras consecuencias perturbadoras. Si
consideramos seriamente la idea de una unión social, y de la sociedad como
una unión social de tales uniones, entonces seguramente la publicidad es
condición natural. Contribuye a asegurar que una sociedad bien ordenada
sea una actividad, en el sentido de que sus miembros se siguen y se conocen
entre sí, y de que siguen la misma concepción reguladora; y todos participan
de los beneficios de los esfuerzos de todos, en formas en las que se sabe
que todos están de acuerdo. La sociedad no está dividida respecto al mutuo
reconocimiento de sus primeros principios. Y, en efecto, así tiene que ser, si
ha de producirse la acción unificadora de la concepción de la justicia y del
principio aristotélico (y de su efecto concomitante).
Desde luego, la función de los principios morales no se define unívocamente;
admite varias interpretaciones. Podríamos tratar de elegir entre
ellas, observando cuál utiliza el conjunto más débil de condiciones para caracterizar
la situación inicial. Con esta sugerencia, la dificultad consiste en que,
si bien deben preferirse realmente las condiciones más débiles, en igualdad
de circunstancias, lo cierto es que no hay conjunto que sea el más débil; no
existe un mínimo falto de condiciones, en absoluto, y esto carece de interés.
Por tanto, debemos buscar un mínimo obligatorio, un conjunto de condiciones
débiles que nos permita, sin embargo, construir una teoría de la justicia
viable. Determinadas partes de la justicia como imparcialidad podrían interpretarse
de este modo. He señalado varias veces la naturaleza mínima de las
condiciones en relación con los principios, cuando se consideran por separado.
Por ejemplo, el supuesto de una motivación mutuamente desinteresada
no es una estipulación exigente. No sólo nos permite basar la teoría en un
concepto razonablemente preciso de la elección racional, sino que pide poco
a las partes: de este modo, los principios elegidos pueden resolver conflictos
más generales y más profundos, lo que es, evidentemente, un desiderátum
(§ 40). Tiene también la ventaja de separar los elementos morales más
evidentes de la situación original, en forma de condiciones generales, y el
velo de la ignorancia, etc., de modo que podemos ver más claramente cómo
la justicia nos exige superar una preocupación por nuestros propios intereses.
El análisis de la libertad de conciencia ilustra muy claramente el supuesto
del mutuo desinterés. Aquí, la oposición de los individuos es muy grande,
pero se puede demostrar de todos modos que, si algún acuerdo es posible,
ése es el acuerdo sobre el principio de libertad igual. Y, como hemos señalaEL
BIEN DE LA JUSTICIA 527
do, esta idea puede extenderse a conflictos entre las doctrinas morales (§ 33).
Si las partes suponen que en la sociedad afirman alguna concepción moral
(cuyo contenido les es desconocido), también pueden convenir en el primer
principio. Este principio, por tanto, parece ocupar un lugar especial entre
las interpretaciones morales; define un acuerdo límite, una vez que postulamos
disparidades lo bastante amplias, que sean compatibles con ciertas condiciones
mínimas para una concepción practica de la justicia.
Deseo señalar ahora diversas objeciones que son independientes del método
de justificación y que se refieren, en cambio, a ciertos aspectos de la
propia teoría de la justicia. Una de ellas es la crítica de que la interpretación
contractual es una doctrina estrechamente individualista. Esta dificultad tiene
su respuesta en las observaciones precedentes. Porque una vez que se
comprende el motivo del supuesto del mutuo desinterés, la objeción parece
fuera de lugar. Dentro de la estructura de la justicia como imparcialidad,
podemos reformular y establecer temas kantianos, utilizando una concepción
general adecuada de la elección racional. Por ejemplo, hemos encontrado
interpretaciones de la autonomía y de la ley moral como expresión de nuestra
naturaleza de seres racionales, libres e iguales; el imperativo categórico
también tiene su análogo, como lo tiene la idea de no tratar nunca a las personas
sólo como medios, ni como medios en absoluto. Además, en la última
parte se ha demostrado que la teoría de la justicia explica también los valores
de la comunidad; y esto refuerza el tema anterior de que implantado en
los principios de la justicia hay un ideal de la persona que facilita un punto
de apoyo para juzgar la estructura básica de la sociedad (§ 41). Estos aspectos
de la teoría de la justicia se desarrollan con lentitud, a partir de lo que
parece una concepción indebidamente racionalista que no adopta disposición
alguna respecto a los valores sociales. La situación original se utiliza,
ante todo, para determinar el contenido de la justicia, los principios que la
definen. Sólo después se considera la justicia como una parte de nuestro bien
y relacionada con nuestra sociabilidad racional. Los méritos de la idea de la
situación original no pueden valorarse atendiendo sólo a algún aspecto de
ella, sino, como he observado a menudo, sólo mediante el conjunto de la
teoría que sobre ella se construye.
Si la justicia como imparcialidad es más convincente que las presentaciones
más antiguas de la doctrina contractual, creo que esto se debe a que la
situación original, como se ha indicado antes, reúne en una sola concepción
un problema de elección, razonablemente claro, con condiciones que, según
se reconoce ampliamente, son adecuadas para influir en la adopción de principios
morales. Esta situación inicial combina la claridad requerida con las
compulsiones éticas correspondientes. Es, en parte, para conservar esta claridad
para lo que yo he evitado la atribución a los individuos de toda motivación
ética. Éstos deciden solamente sobre la base de lo que parece mejor
528 LOS FINES
calculado para favorecer sus intereses, en la medida en que pueden conocerlos.
De este modo, podemos explotar la idea intuitiva de la elección racional
prudencial. Sin embargo, podemos definir las variaciones éticas de la
situación inicial suponiendo que las partes están influidas por consideraciones
morales. Es un error objetar que el concepto del acuerdo original ya
no sería éticamente neutral. Porque este concepto ya incluye aspectos morales,
y así deben hacerlo, por ejemplo, las condiciones formales sobre los
principios y el velo de la ignorancia. Yo he separado, simplemente, la descripción
de la situación original, de modo que estos elementos no aparezcan
en la caracterización de los individuos, aunque también aquí podría plantearse
una pregunta respecto a lo que se considera como un elemento moral
y lo que no. No es necesario resolver este problema. Lo importante es que
los diversos aspectos de la situación original se expresen de la manera más
sencilla y más convincente.
Ocasionalmente, he tocado algunas posibles variaciones éticas de la situación
inicial (§ 17). Por ejemplo, podría suponerse que las partes sostienen
el principio de que nadie debe beneficiarse de ventajas inmerecidas ni
de contingencias y, en consecuencia, eligen una concepción de la justicia que
atenúa los efectos de los accidentes naturales y de la fortuna social. O bien
puede decirse que aceptan un principio de reciprocidad que exige que las
disposiciones distributivas se apoyen siempre en la porción oblicua ascendente
de la curva de contribución. Una vez más, cierto concepto de cooperación
justa y voluntaria puede limitar las concepciones de la justicia que
los individuos están dispuestos a sostener. No hay razón alguna, a priori,
para pensar que estas variaciones tienen que ser menos convincentes, o que
las compulsiones morales que expresan habrán de ser menos generalmente
compartidas. Además, hemos visto que las posibilidades que acabamos de
mencionar parecen confirmar el principio de la diferencia, prestándole un
nuevo apoyo. Aunque no he propuesto una interpretación de este género,
esas posibilidades merecen, ciertamente, un nuevo examen. Lo fundamental
es no emplear principios que se discuten. Así, el rechazo al principio de
utilidad media a través de la imposición de una norma contra la adopción
de oportunidades en la situación original haría infructuoso el método, porque
algunos filósofos han tratado de justificar este principio derivándolo
como consecuencia de la actitud impersonal apropiada, en determinadas situaciones
de peligro. Tenemos que encontrar otros argumentos contra la
norma de utilidad: lo apropiado de correr riesgos figura entre las cosas en
disputa (§ 28). La idea del acuerdo inicial sólo puede tener éxito si sus condiciones
son, en efecto, ampliamente reconocidas o pueden llegar a serlo.
Algunos pueden asegurar que otro defecto es que los principios de la justicia
no se derivan del concepto de respeto a las personas, de un reconocimiento
a su valor y dignidad inherentes. Como la situación original (según
EL BIEN DE LA JUSTICIA 529
la he definido) no incluye esta idea o, en todo caso, no la incluye explícitamente,
la argumentación en favor de la justicia como imparcialidad puede
considerarse incorrecta. Yo creo, sin embargo, que si bien los principios
de la justicia sólo serán efectivos si los hombres tienen un sentido de justicia
y se respetan, por tanto, unos a otros, el concepto del respeto o del valor intrínseco
de las personas no es base adecuada para llegar a esos principios.
Son estas ideas, precisamente, las que requieren una interpretación. La situación
es análoga a la de la benevolencia: sin los principios del derecho y de
la justicia, los objetivos de la benevolencia y los requerimientos del respeto
son indefinidos; presuponen estos principios como ya independientemente
derivados (§ 30). Sin embargo, una vez que se dispone de la concepción de
la justicia, las ideas de respeto y de dignidad humana pueden adquirir un
significado más definido. Entre otras cosas, el respeto a las personas se demuestra
tratándolas de modo que ellas puedan ver justificado. Pero se halla
más manifiesto aún en el contenido de los principios a los cuales recurrimos.
Así, respetar a las personas es reconocer que poseen una inviolabilidad fundada
en la justicia, que ni siquiera el bienestar de la sociedad en conjunto
puede atropellar. Esto significa que la pérdida de la libertad por parte de
algunos no se compensa por el hecho de que otros gocen de un mayor bienestar.
Las prioridades lexicales de la justicia representan el valor de las personas
del que Kant dice que es superior a todo precio.35 La teoría de la justicia
ofrece una versión de estas ideas, pero no podemos partir de ellas. No
hay modo de evitar las complicaciones de la situación original o de alguna
interpretación similar si nuestros conceptos del respeto y la base natural de
la igualdad han de ser presentadas sistemáticamente.
Estas observaciones nos hacen volver a la convicción de sentido común,
que hemos señalado al principio, de que la justicia es la primera virtud de
las instituciones sociales (§ 1). He tratado de exponer una teoría que nos permita
comprender y valorar estos sentimientos acerca de la primacía de la
justicia. El resultado es la justicia como imparcialidad: articula estas opiniones
y mantiene su tendencia general. Y aunque no es, naturalmene, una teoría
plenamente satisfactoria, ofrece, en mi opinión, una alternativa a la interpretación
utilitaria que durante tanto tiempo ha ocupado el lugar preeminente
en nuestra filosofía moral. He tratado de presentar la teoría de la justicia como
una doctrina sistemática viable, de modo que la idea de elevar al máximo
el bien no mantenga el predominio por omisión. La crítica de las teorías teleológicas
no puede avanzar fructuosamente de modo fragmentario. Debemos
tratar de construir otro tipo de interpretación que tenga las mismas virtudes
de claridad y de sistema, pero que facilite una interpretación más
diferenciadora de nuestras sensibilidades morales.
35 Véase Fundamentación de la metafísica de las costumbres, vol. iv.
530 LOS FINES
Por último, podemos recordar que la hipotética naturaleza de la situación
original invita a preguntar: ¿por qué hemos de tener algún interés en esto,
moral o de otra índole? Recordemos la respuesta: las condiciones incorporadas
a la descripción de esta situación son unas condiciones que nosotros,
realmente, aceptamos. O, si no las aceptamos, podemos persuadirnos de
hacerlo mediante las consideraciones filosóficas del tipo ocasionalmente introducido.
Cada aspecto de la situación original puede tener una explicación
que lo confirme. Así, lo que hacemos es combinar en una sola concepción la
totalidad de condiciones que, tras la debida reflexión, estamos dispuestos
a reconocer como razonables en nuestra conducta para con los demás (§ 4).
Una vez que hemos captado esta concepción, podemos en cualquier momento
mirar al mundo social desde el punto de vista requerido. Basta razonar
de ciertas maneras y seguir las conclusiones alcanzadas. Este punto de vista es
también objetivo y expresa nuestra autonomía (§ 78). Sin combinar a todas
las personas en una sola, sino reconociéndolas como distintas y separadas,
nos permite ser imparciales, incluso entre personas que no son contemporáneas,
sino que pertenecen a muchas generaciones. Así, observar nuestro lugar
en la sociedad desde la perspectiva de esta situación es observarlo sub
specie aeternitatis: es contemplar la situación humana, no sólo desde todos
los puntos de vista sociales, sino también desde todos los puntos de vista temporales.
La perspectiva de la eternidad no es una perspectiva desde un cierto
lugar más allá del mundo, ni el punto de vista de un ser trascendente; más
bien, es una cierta forma de pensamiento y de sentimiento que las personas
racionales pueden adoptar en el mundo. Y, al hacerlo así, pueden, cualquiera
que sea su generación, integrar en un solo esquema todas las perspectivas
individuales, y alcanzar en conjunto unos principios reguladores que
pueden ser confirmados por todos, al vivir de acuerdo con ellos, cada uno
desde su propio punto de vista. La pureza de corazón, si pudiera alcanzarse,
consistiría en ver claramente y en actuar con indulgencia y dominio propio
desde esta posición.
ÍNDICE ANALÍTICO
acción militante, concepto de: 334; justificación
de la: 335
acciones supererogatorias: 11, 117-118, 184,
311,361,397,430,455,497; dos aspectos de
la moral de: 432-433,438
Acton, lord: 205n
acuerdo, véase contrato
acuerdo original, véase posición original
acuerdos, contractuales: 21,25n; injustos: 314;
justos: 309, 341n; parciales: 519; principio
de imparcialidad en los: 320; racionales:
360
agregativo-distributiva, dicotomía: 46-47, 54
ahorro, principio del: 254, 262, 267, 273, 275;
colectivo: 274; definición del principio del:
270; distintas formas de: 266; dos principios
de justicia y: 272, 278; excesivo: 281;
justo: 266, 269-271, 277, 280-281, 330; principio
de diferencia y: 268, 271-272, 330;
principio utilitario y: 276; rasgos fundamentales
del: 272; valor adecuado del: 249
Aiken, H. D.: 466n-468n
Albritton, R. G.: 345n
Alston, W. P.: 434n
altruismo: 238, 452, 455; inmediato: 144; perfecto:
144,181-182; recíproco: 454n
Amdur, Robert: 116n
amistad: 386, 394, 426; cívica: 19, 107; social:
468
amor: 182, 428; fraternal: 419-421; a la humanidad:
183-184, 430, 432-433, 438, 442, 452
Anscombe, G. E. M.: 64n, 434n, 505n
aprendizaje, véase educación
Aquino, Santo Tomás de: 363n, 500; intolerancia
en: 205
arbitrariedad: 139, 385; de la naturaleza: 104
aristocracia, aurobenevolencia de la: 277; concepto
de: 80;
natural: 72,79
Aristóteles: 59n, 299, 363n; sobre el bien: 37,
95, 229; sobre el conocimiento: 391; sobre
el disfrute y el placer: 386n, 503; sobre la
envidia: 481n; sobre la felicidad: 496n; sobre
la justicia: 23-24; sobre el odio: 482n
aristotélico, principio: 385, 426, 477-478, 515-
516; aceptado como hecho natural: 388-389;
autoestima y: 398-401; caracterización de
la naturaleza humana en el: 391-393, 400,
403,472; como principio de motivación: 387,
526; su función en la teoría del bien: 391;
igualdad de circunstancias del individuo
en el: 376, 386, 389; principio de inclusividad
y: 387; satisfacción del: 399
Arquímedes, punto de: 245-247
Arrow, K. J.: 133n, 141n, 188n, 243n, 247n,
267n, 298n, 324n,327n
Ashby, W. R.: 413n
Ashley, W. S.: 491n
asociación, véase unión social
Austin, J. L.: 368
autodominio: 220,398,416,432-433,438
autoestima: 240, 398-400, 402, 419, 484; afirmación
de la: 420, 492-493; base de la: 492;
destrucción de la: 452; fortalecimiento de
la: 451; véase también respeto a sí mismo
autonomía: 10, 469, 490; aprendizaje moral y:
466; caracterización de la: 466-467; concepto
de: 468, 470; idea kantiana de: 236, 238-
239,241,248, 527; sociedad y: 464,470
autoridad, abuso de: 354; acceso a los puestos
de: 69, 212; arbitraria: 443; democrática:
326, 331; desigualdad en la: 70, 148, 277;
distribución de la: 32, 73; forma primitiva
de la: 418, 421, 424; moral de la: 417-418,
420-421, 424, 432; sentimientos de culpa
de: 435
autorrealización: 400; concepto idealista de:
391
autosacríficio: 351,452
Avineri, Shlomo: 474n
Baier, Kurt: 130n, 132n, 341n
Bandura, Albert: 415n
Barker, Ernest: 24n
Barry, Brian: ll-12n, 44n, 47n, 89n, 244n,
300n, 305n
Baumol, W. J.: 47n, 150n, 251n, 253n, 255n,
297n
Beardsmore, R. W.: 147n
Beck, L. W.: 236n, 240n, 248n
Bedau, H. A.: 12n, 332n, 335n
beneficencia, deber de: 310n, 313; idea de: 112
benevolencia: 117, 146, 171, 182; concepto de:
238; interpretación de la: 184; objetivos
de la: 183, 529; en la posición original: 183;
racional: 181n, 455
531
532 ÍNDICE ANALÍTICO
Benn,S. I.:12,458n
Bennett, Jonathan: 141n
Bentham, Jeremy: 9, 34n, 41n, 64,189; sobre el
utilitarismo: 40,43, 299, 301, 412
Bergson, Abram: 243n, 254n
Berlín, Isaiah: 193n, 217n, 268n
Bickel, A. M.: 354n
bien(es), como satisfacción del deseo racional:
96; común: 103,106-107,123, 154, 221,
229, 232, 427, 432, 442, 461; concepto del:
27, 37, 45, 119-120, 128, 135, 142, 145, 155,
172, 188, 221, 239, 309-310, 393, 505; concepto
del, público: 213-215; congruencia
del: 517; contrastado con las teorías teleológicas:
359; contrastes entre lo justo y el:
404; definición del: 36-37, 363-364, 366,
370, 385, 392, 397; descripción del: 516,
519; determinación del: 95-96; diferentes
conceptos del: 97, 301; explicación del: 361;
general: 252; ideal: 263; independiente de
lo justo: 36, 41, 511; individual: 273; de la
justicia: 359, 361,465,495; justicia como imparcialidad
y: 359; maximización del: 36,
41, 50, 160, 505; mutuo: 126-127; natural:
69; en la posición original: 96; posterior a
lo justo: 42; privado: 250; producción de:
253; promoción del: 103, 128,183; racional:
509; significado de: 11, 367-369; universal:
181n, 273
bien público: 250, 253, 262, 308; indivisibilidad
del: 251-252; interpretación del: 244;
publicidad del: 252
bien, teoría(s) del: 11,13, 62, 95, 141,176, 245,
359-360, 387; completa: 360-361, 394, 497,
506; concepto de la: 373; descriptiva: 367-
369, 410; dos: 359; específica: 512-514; general:
398, 497; en las personas: 393-394,
405, 407; prescriptiva: 367; principio aristotélico
en la: 391-392; principio de la justicia
y la: 360; en la sociedad: 393-394; tenue:
360-362, 367,393-394
bienes primarios, caracterización de los: 359;
comparaciones interpersonales y: 298, 302;
deseo de: 247, 295, 372, 405; diferentes: 359;
distribución de: 73, 77, 81, 97,147, 486, 491-
492; de excelencia: 401-402; expectativas
de vida y: 93, 95-98, 168, 360, 372-373; explicación
de los: 360, 393, 405; objetivos:
480, 482; preferencia racional de los: 361,
405; de respesto a sí mismo: 11, 69,109, 248,
281, 330, 392-393, 398-401, 462, 493-494;
sociales: 11, 81,93, 95-96,109,147,167,199,
203; teoría de los: 234-235
bienestar social: 104-105; comparaciones interpersonales
de: 203; concepto de: 297-298;
economía de: 243n; maximización del: 459
Black, Duncan: 327n
Blaug, Mark: 254n, 286n
bondad, como racionalidad: 367-368, 379, 384,
393-394, 396, 398-399, 464, 472; concepto
de: 359, 361-362, 393, 412, 435,437, 512; definición
de: 366, 396, 521; interpretación de
la: 360; moral: 366, 397
Boorman, Scott: 12, lOln
Bowman, M. ].: lOln
Bowring, John: 40n
Bradley, F. H.: 112, 236n, 363n
Braithwaite, R. B.: 133n
Brandt, R. B.: 13, 35n, 44n, 114n, 117n, 157n,
164n, 175n, 380n
Brierly, J. L.: 344n
Broad, C. D.: 177n, 341n, 502n-503n
Brown, Roger: 415n, 424n, 447n
Buchanan, J. M.: 76n, 189n, 250n
bueno, véase bien
Burke, Edmund: 279; sobre las generaciones:
278; sobre la representación: 232
Burrow, J. W.: 473n
Butler, obispo: 481n
Campbell, B. G.: 391n
Campbell, C. A.: 385n, 394n
Carinan, Edwin: 64n
Cantor, Georg: 59
capital, acumulación de: 266-267, 277; formación
de: 277; propiedad privada del: 257
Care, Norman: 12
Carnap, Rudolf: 163n
Cassirer, Ernst: 248n
Castañeda, H. N.: 130n
castas, sistema de: 101, 104, 109, 494; justificación
del: 458
castigo(s): 414-415; a la desobediencia civil:
351; escala de: 234; miedo al: 421; sistema
público de: 226, 228; teoría del: 22, 227, 321,
519
Cavell, Stanley: 401n
Clark, J. B.: 285n-286n
Clark, J. M.:285n-286n
Clausen, J. A.: 421n
Cohén, Marshall: 332n
Collingwood, R. C: 193n
comparación, interpersonal: 169, 480; bienes
primarios y: 298, 302; reglas de: 168
compensación, principio de: 103,124
competencia, derechos de: 226n; económica:
283, 286, 288; eficiencia en la: 255; envidia
particular y: 480, 483; equilibrio en la: 430;
explotación de la: 286; mercantil: 20, 254-
255, 258, 282, 329, 445, 471; perfecta: 255,
328; pluralidad en la: 49; por el poder: 215;
política: 215, 221; sentido de: 419
ÍNDICE ANALÍTICO 533
conciencia, objeción de: 306, 321, 335, 469; bases
de la: 336, 347; como recurso estabilizador:
348; diferencias entre desobediencia
civil y: 312, 322, 336-337; guerra y:
336-338, 343-345; justificación de la: 349;
ley moral y: 338; opresiva: 443; religión y:
336-339, 343; véase también libertad de conciencia
Condorcet, marqués de: 327
conexión en cadena: 85, 87-88; significado de
la: 86
congruencia: 512, 517, 520; bases de la: 514;
de lo justo y lo bueno: 523
conocimiento: 146; búsqueda del: 394; desarrollo
del: 446-447; del individuo en la
posición original: 136, 140, 360; límites al:
139-140, 191; perfecto: 180; restricciones
del: 136; de sentido común: 385
consenso, estricto: 352; traslapante: 352
Constant, Benjamin: sobre la libertad: 192,
211
constitución política: 20-21; como fundamento
de la sociedad: 215; como justa pero imperfecta:
323; deliberación pública y: 327;
democrática: 275, 350, 353; elección de la:
26,324; ideal: 328; interpretación de la: 333,
353-354; justa: 91, 190, 192, 202, 208-210,
215, 257, 275, 309, 320, 326, 329, 340-342,
349, 477; libertad en la: 204, 206, 208-209,
342; obediencia a la: 315, 343, 348; protección
a la: 208; regla de mayorías y: 212-213,
217; teoría de la justicia y: 345
constitucionalismo: 213, 216; formas legales
del: 350
contables, principios: 377
continuidad, principio de: 381
contractual, teoría: 34, 39-40, 60, 64, 95, 122,
132,146,155,160,165,167,173,175,236; la
autonomía en la: 466; como concepción moral:
305; concepto de los justo en la: 366;
contrastes con la teoría teleológica: 511;
diferencias con el utilitarismo: 155,301,407,
501, 510; explicación de la: 296; su interpretación
de igualdad: 461; libertad igual
y: 303, 408; moral en la: 319; naturaleza de
la: 468; la objetividad en la: 466; objetivos
del enfoque: 30; similitudes con el perfeccionismo:
301; sociedad privada y: 472;
tradición: 10
contractualismo, concepto de la posición original
en el: 248, 268; ley moral y: 240; libertad
y: 202; límites al concepto de bien: 245;
preferencia en el tiempo y: 274; sentido de
la justicia y: 432; sociedad justa y: 271
contractualista, método: 28; teoría: 28-29, 43,
54, 69,106,114,157; tradición: 43
contrato: 28; concepto de: 169; división de
ventajas y: 29, 127; original: 27, 39, 43, 170
contrato social: 10; concepto tradicional del-
17,25; teoría del: 24
CooperJ. M.:13, 387n
cooperación social: 17-18, 20, 29, 37 40 44
101,105, 173, 386, 397, 493; adquisición dé
compromisos en la: 425; base pública de la:
140, 423; concepto de: 23, 27, 38; distribución
de cargas y beneficios de: 19, 27 67
80, 99,171,191,416; eficacia de la: 172, 462;
estabilidad de la: 132, 136, 226, 306, 317;
igualdad en la: 348-349, 351; imparcialidad
en los acuerdos de: 21; justa: 428, 444, 449;
mutuamente beneficiosa: 318, 487; principios
de: 201, 332, 349; sistema equitativo
de: 106; sistemas de: 136, 427; sociedad como
empresa de: 470; tipos de: 24; ventajas
de la: 76, 82; voluntaria: 28, 348-349
culpa, sentimientos de: 420-421,425,427, 429,
436, 439, 441-442, 450; de autoridad: 435;
racional: 430; vergüenza y: 401, 403-404,
434,437-438, 519
Cunningham, R. L.: 12n
Curtís, Barry: 11
Chakravarty, Sukamoy: 267n, 276n
Chamberlain, N. W.: lOln
Chapman, John W.: 12, 35n, 108n, 162n, 458n
Chomsky, Noam: 56
Dahl, R. A.: 213n, 329n
Daniels, Norman: 11
Darwin, Charles: 454n
Davidson, Donald: 141n, 313n
deberes naturales: 114n, 118,183-184,318,345,
432, 455; adquisición de: 311; de ayuda
mutua: 397; básicos: 116-117, 172; características
de los: 116; definición de los: 117;
de la justicia: 308-309, 315, 323n, 340, 342;
negativos: 115; positivos: 115; prima facie:
312-313; principios de los: 116, 314-315,320-
321, 331, 343; principios de la justicia y:
322, 348; de urbanidad: 324-325; véase también
individuo; obligación
deberes y obligaciones, véase derechos y deberes;
obligación
decisión autoritaria, principio de: 224
deliberación, moral: 139; pública: 327-328; racional:
137, 370-371, 376, 378, 381-382, 383-
385,498-499, 503,505-506, 509,511,514
democracia: 476; base moral de la: 331; concepto
pluralista de la: 329n; constitucional:
187,189, 210, 229,350; de propiedad privada:
257; teoría económica de la: 329n, 445
derecho(s), de asilo: 202; de competencia: 226n;
534 ÍNDICE ANALÍTICO
concepto de: 307-308, 313, 360, 437; constitucional:
207; derivados de los principios
de justicia: 43; desigualdad del: 219; de disentir:
341; de herencia: 259-260; internacional:
21, 110, 116, 143, 343, 346; justicia
como imparcialidad y: 359; natural: 39, 43;
penal: 290-291; políticos: 70,187,189; principios
del: 42, 110, 383, 393, 395, 422, 435,
442, 468, 520, 529; prioridad del: 52n, 230,
409, 508-509, 518; de propiedad; 68, 249,
258-259, 264, 315, 338; público: 132n; de
resistencia: 350; sentido del: 519; teoría del:
369,438,507; de voto: 338
derechos y deberes: 215, 231, 306, 424, 437,
523; adquisición de: 132; asignación de: 23,
38, 68, 71, 73, 130, 302-303; de ayuda mutua:
310; básicos: 20-21, 69, 110, 145, 188,
291, 303; concepción coherente de los: 307;
cumplimiento de los: 449; definición de
los: 193, 299; determinación de los: 319;
división de beneficios sociales y: 24,27, 62,
68, 75; especificación de los: 287; explicación
de los: 162; igualdad de: 27,196n, 303;
incumplimiento de los: 425, 439, 441; de
las instituciones: 62; a la justicia: 456-458;
de la justicia: 128, 187; legales: 319; naturales:
302, 304; políticos: 191, 216, 221, 318,
321-323n, 325, 342-343, 353; en la posición
original: 128; principio de imparcialidad y:
321; sistema de: 76; valoración de los: 315;
véase también individuo; obligación
Derlin, f>atrick: 304n
deseo(s), benevolentes: 146; de bienes sociales
primarios: 247, 405; calidad de los: 246;
conocimiento de los: 381; derivados del conocimiento:
446; elección de: 376-377; estimulación
de los: 372; generales: 247; hacia
lo justo: 415; intensidad del: 218, 329-330;
irracionales: 380; jerarquización de los: 372;
naturales: 453; principios de la justica y:
301; racional: 37, 41, 96, 370, 407, 499; rasgos
del: 518; restricción del: 42; satisfacción
del: 37-38,41,44,96,160,300-301,408,
490; sensual: 239; sistema de: 35,180
desigualdad, en la autoridad: 70, 148, 277; en
beneficio de todos: 174; del derecho: 219;
en la distribución: 487; de dotes naturales:
103; económica: 27, 53, 68, 80, 88, 98, 100,
148, 153, 214, 277, 280; étnica: 101-102; expectativas
de vida y: 83, 85, 98, 154; justa:
100, 235, 458; libertad y: 194-195, 198, 216;
de oportunidades: 281; permisible: 71,109;
política: 219; principio de diferencia y: 83-
84, 154, 260, 480, 484; racial: 101-102; social:
21, 27, 53, 68, 70, 88, 98, 100, 214, 280;
véase también igualdad
desinterés mutuo: 148,184, 238-239, 527; en la
posición original: 128-129, 180, 182; velo
de la ignorancia y: 146, 526
desobediencia civil: 22,191, 275, 306, 321,445,
519; castigo a la: 351; como acto público:
333-334, 338; como contraria a la ley: 333;
como recurso estabilizador: 348; condiciones
para la: 338-341, 352; definición de:
332, 334-335, 350; derecho a la: 342; diferencias
entre objeción de conciencia y: 312,
322, 336-338; distinta de la acción militante:
334; justificación de la: 322, 331-334,
338-343, 348-349, 351, 353-354; límites a la:
341; motivos de la: 331; no violenta: 333-
334; objetivos de la: 347; principio de imparcialidad
y: 341-342; restricciones a la:
338; teoría de la: 331-332, 347, 349-350;
véase también obediencia
Dewey, John: 363n, 370n
Diamond, David: 11
diferencia, principio de: 81,85-86,96,100-101,
103-104,106-107,109,123-124,148,161,171,
172, 230, 249, 259, 304, 339, 360, 453, 458,
494; aceptación del: 266,279,528; ahorro y:
268, 271-272, 330; como criterio maximin:
88; comparaciones interpersonales en el:
95; compatible con el principio de eficiencia:
84, 87; desigualdad y: 83-84, 154, 260,
462, 480, 484; entre generaciones: 272; interpretación
del: 295, 451; justicia y: 108,
110, 280; libertad y: 195; objeciones al: 153;
política social y económica y: 190; principios
de justicia y: 292-294,299; reciprocidad
y: 105; satisfacción del: 267; significado
del: 168
diferencia lexicográfica, principio de: 87
Diggs, B. ].: 13,64n
distribución, de bienes: 73,77,81,97,147, 260,
301,486, 491-492; de cargas y beneficios en
la cooperación social: 19,27,67,80,99,126,
471; como caso de justicia puramente procesal:
256; desigual: 487; eficiente: 76;
igualdad en la: 124, 148; injusta: 76; justa:
76, 81, 263-264; de la justicia: 50, 91; natural
de capacidades y talentos: 79,104, 106,
109-110, 135, 154, 188, 461-462; principio
de la: 484; de probabilidades: 176, 298; de
la propiedad: 278; de la renta: 263-264,287;
de la riqueza y del ingreso: 32, 68-70, 73,
76-77, 79, 82, 95, 99, 102, 148, 259, 263-264,
287, 301, 493; de ventajas: 92, 130, 244, 291
distributivas, porciones: 243, 462, 489; desiguales:
291; justas: 262, 286; de la justicia:
259; ramas de las: 260, 262, 265; valor moral
y: 288,290
Dobzhansky, Theodoius: 109n
ÍNDICE ANALÍTICO 535
Dostoievski, Fédor: 41 ln
Downs, Anthony: 329n, 445n
Dreben, Burton: 12,336
Duncan-Jones, A. E.: 366n
Durkheim, Emile: 35n
Dworkin, Gerald: 234n
Dworkin, Ronald: 305n, 319n, 351n
economía, económica, de bienestar: 243; competitiva:
283, 286, 288; críticas socialistas a
la: 262; curvas de indiferencia: 47, 49, 73n;
de bienestar: 77n; eficiencia: 104,254, 256,
266; elección del principio de: 273; justa:
267-268; de libre mercado: 72, 77, 79, 154,
258; política: 243-244,249; de propiedad privada:
243,250,253,274,286; socialista: 243,
250,274; teoría: 26,136,160,267n, 445,471n
Edad Media: 350
Edgeworth, F. Y.: 34n, 73n, 180n; sobre el utilitarismo:
40,43,164,296
Edipo: 415
educación: 103-104,109,235,260,279,284,396;
costos de la: 291; inversión en: 266; moral:
240n, 414-417; política: 221; privada: 257;
pública: 257
eficiencia, principio de: 72, 74-75, 81, 84,152,
264,280,286,294,328,510; asignativa: 73n;
compatible con el principio de diferencia:
84, 87; en la competencia: 255; económica:
104, 254, 256; equilibrio del: 77n; explicación
del: 73; igualdad democrática y: 80;
libertad natural y: 77; prioridad de la justicia
sobre el: 245,278
ego, fenomenal: 239, 242; noumenal: 239-242;
super: 415
egoísmo: 124, 127; como dictadura unipersonal:
131; concepto del bien y: 128; diversas
formas de: 130, 134; general: 134-135, 144,
352,449,520; oportunista: 449; psicológico:
412
Eibl-Eibesfeldt, Irenaus: 391n, 455n
elección, principio de: 139; libertad de: 200,
238-239, 318, 405; de ocupación: 256, 258,
287
elección racional: 526-527; criterios de: 514;
expectativas de vida y: 498; justicia y: 51,
273; principio de: 35, 38-40, 165-166, 180,
236, 248, 360-361, 363, 370-372, 374, 376-
378, 385, 404-405, 407, 464, 501-502, 504,
507, 521; procedimientos para la: 499; prudencial:
528; significado del: 373; teoría de
la: 29-30
elección social: 73n, 180, 243-244; problemas
de: 123,155,507
elecciones, financiamiento a las: 215; justas:
211; libres: 348
Ellsberg, Daniel: 161n
Emmett, Dorothy: 12n
English, Jane: 11
envidia: 141-142,172, 491; amable: 481; caracterización
de la: 486; como perjudicial colectivamente:
481; como resentimiento: 488;
como vicio: 482; definición de: 480-481;
emuladora: 481; excusable: 494; general:
480, 483, 485; igualdad y: 486; particular: 480,
483, 485; principios de la justicia basados
en la: 486; psicologías especiales y: 479-
480,483,488; separada de los sentimientos
morales: 487; tres condiciones para la: 483-
484
equidad: 112, 224; en los acuerdos: 341n; concepto
de: 25; en las ventajas sociales: 244;
véase también igualdad
equilibrio: 19; de argumentos: 176; concepto
de: 413; definición del: 414; de la eficiencia:
77n; estable: 413, 449; evaluación moral
del: 120; de las fuerzas sociales: 121; general:
255; de la libertad: 71, 230; de motivos:
411; de principios competitivos: 48,120; de
satisfacción: 34-35, 38, 41, 47, 53, 92, 301;
de la utilidad: 53;
equilibrio reflexivo: 32, 113, 121-122, 392; diversas
interpretaciones del: 57; explicación
del: 58; juicios madurados en: 55-59, 175,
178-179, 405; juicios de valor en: 393, 409;
de ventajas: 94
Erikson, Erik: 401n
esclavitud: 70, 152, 154, 232, 336; justificación
de la: 233, 458; necesidad de la: 162-
163
estabilidad: 175, 412, 418, 450, 484, 486, 523;
concepto de: 413; definición de: 414; en la
justicia como imparcialidad: 359, 443, 448,
521; problemas de la: 464; relacionada con
la obligación política: 449; relativa: 410,
414; significado de: 410
Estado, autoridad coercitiva del: 210,214,305,
354; casi justo: 323, 349; ciudad: 233; como
asociación de ciudadanos iguales: 202; confesional:
202; democrático: 331-332n; de
derecho: 67-68,187,196; justo: 345; moderno:
243; teoría de: 253n
ética: 139, 181, 361; conceptos principales de
la: 36; de la creación: 155; kantiana: 236,
239; del perfeccionismo: 302; religiosa: 501;
teoría: 43, 319,412,521
evaluación, del individuo: 167; racional del
riesgo: 165; de situaciones objetivas: 167
evolucionismo: 391
expectativas de vida: 71, 153, 402, 423-424,
461; ascendentes: 382; bienes sociales primarios
y: 93, 95-98,168, 360, 372-373; cone536
ÍNDICE ANALÍTICO
xión en cadena de las: 85-88; compatibles
con los principios de justicia: 385, 389; conformación
de las: 381; a corto plazo: 374-375;
desigualdad en las: 83, 85, 98; diversas:
406; educación y: 279; elección de las: 378-
379; estructuras de las: 372; felicidad y:
496-497; igualdad en las: 154,160, 294; instituciones
justas determinantes en las: 495;
a largo plazo: 374-376, 386, 392; maximización
de las: 162,190-191,266; en la posición
original: 162, 168; principio de utilidad y:
157, 160, 174; racionales: 172, 370-371, 373,
378-379,381-382,384-385,389-393,399,412,
446, 448-449, 456, 464, 495-499, 504, 506,
510; regulación de las: 514, 521; satisfactorias:
378-379; unificadas: 168; valoración
de las: 157,159,512
Falk, W. D.: 130n
familia: 418; concepción ideal de la: 107; monógama:
20
Feinberg, Joel: 290n-291n, 313n
felicidad: 178, 431, 484, 499; características de
la: 496; como autosuficiente: 497; como fin
inclusivo: 500; concepto de: 496; definición
de: 98, 297, 496, 507; dos aspectos de la:
496; expectativas de vida y: 371, 384; maximización
de la: 180n-181, 508; su relación
con el hedonismo: 496
Fellner, William: 151n, 163n, 165n-166n
fidelidad: 112, 313,428; a la ley: 334-335, 348-
349; principio de: 43, 306, 315, 317, 319-320
Field, G. C: 386n, 431n
filantropía: 430; véase también amor
filosofía, escepticismo en la: 204; política del
idealismo: 247; política sustantiva: 193
filosofía moral: 56, 58, 155, 165, 236, 253n;
concepto de bondad en la: 393; libertad de
la: 59; moderna: 9; objetivo provisional
de la: 57; el placer en la: 505n; propósitos de
la: 525; unanimidad en la: 248
fin(es), dominante: 499-503, 507-509, 511; inclusivo:
499n-500, 504; pluralidad de: 504;
racional: 503
Findlay, J. N.: 363n, 432n, 461n
Firth, Roderick: 177n-178n
Flavell, John: 423n
Fletcher, Ronald: 415n
Foot, Philippa: 147n, 363n, 434n, 513n, 515n,
519n
Foster, G. M.: 482n
Frankel, Charles: 12n
Frankena, W. K.: 36n, 130n, 458n, 461n
Franklin, I. H.: 350n
fraternidad, principio de: 107-108, 451, ¿62
Frege, Gottlob: 59
Freud, Sigmund: 415; sobre el origen del sentido
de la justicia: 487-488
Fried, Charles: 13, 238n, 334n, 383n
Friedrich, C. J.: lln-12n, 35n, 162n
Fuchs, criterio de: lOln
Fuller, Lon: 67n, 222n, 224n
Galanter, Eugene: 370n
Gardner, Michael: 11
Gauthier, D. P.: 35n, 227n, 253n
Geach, P. T.: 368n
Georgescu-Roegen, Nicholas: 52n
Gewirth, Alan: 117n
Gibbard, Alian: 11, 28n, 34n, 307n
Gierke, Otto: 24n
Glenny, Michael: 486n
gobierno, auto: 220; constitucional: 189, 214,
332, 335, 342, 344, 349-351,445; democrático:
347; formas de: 24,114; libre: 350; de las
mayorías: 216-218; representativo: 260;
socialista: 254,256
Goethe, J. W. von: 299
Goldman, Alvin: 370n
Goodman, Nelson: 32n
Goslin, D. A.: 416n
Gough,J. W.:24n,205n
Green, T. H.: 43n, 309n
Gregor, M. J.: 236n
Grice, G. R.: 24n
Griffin, Margaret: 13
Grose, T. H.: 43n, 309n
guerra, injusta: 337,346-347; justa: 22,100,116,
321, 336, 344, 347; ley moral de la: 346; límites
a la: 344; objetivos de la: 344
Guerra Mundial, primera: 277
Halévy, Elie: 64n
Hardie, W. F. R.: 23n, 59n, 386n, 496n, 499n
Haré, R. M.: 130n, 180n, 394n, 396n
Harman, Gilbert H.: 12,162n
Harrod, R. F.: 34n
Harrison, Jonafhan: 34n
Harsanyi, J. C: 13,35n, 135n, 161n
Hart, H. L. A.: 19n, 63n, 94n, 113n-114n, 126n,
196n, 225n, 227n, 291n, 304n, 314n
hedonismo: 37, 238, 464; debilidad del: 506;
elección racional y: 504; idea fundamental
del: 503; interpretación del: 501-502; problemas
del: 495; psicológico: 503; su relación
con la felicidad: 496; teorías teleológicas
y: 506; utilitario: 507-508,511
Hegel, G. W. F.: 236n, 471n; sobre la igualdad
de oportunidades: 278-279
Heiss, Hans: 25n
Hempel, C. G.: 141n
Herzen, Alexander: 268
ÍNDICE ANALÍTICO 537
Hicks,J.R.:164n
Hobbes, Thomas: 24n, 227, 252, 317; sobre la
estabilidad: 449
Hoffman, Martin L.: 415n-416n, 421n
Hollingsdale,J. R.:300n
Homans, G. C: 444n
Hook, Sidney: 323n
Houthakker, H. S.: 52n
Humboldt, Wilhekn von: 473n
Hume, David: 9, 34,126n, 144,247,309n, 414;
sobre la benevolencia: 182; sobre las circunstancias
de la justicia: 127; críticas a
Locke: 43; sobre la justicia: 22; sobre la
simpatía; 178-179; sobre la sociedad: 177;
sobre el utilitarismo: 43
Hutcheson, Francis: 34n, 52n
idealismo: 248; filosofía política del: 247
ignorancia, velo de la: 119,128, 136,138,144,
147, 151-152, 160, 164-165, 176, 188, 327,
467, 479, 490, 526; como condición natural:
135n; como irracional: 137; desaparición
del: 140,192; desinterés mutuo y: 146,180;
elección del concepto de justicia y: 139,
510; en la ética de Kant: 139; legislación y:
265; libertad y: 198, 209; en la posición
original: 237, 269, 274, 528; principios de la
justicia y: 406
igualdad: 11, 27, 53, 66, 107-108; bases de la:
10,31,410,418; de circunstancias: 376,386,
389, 411, 450, 467, 493, 520; en la ciudadanía:
99-100, 102, 189-190, 195, 201, 209,
215,257,341,344,427,493; como estado de
naturaleza: 25; y cooperación: 444; democrática:
72, 79-80, 84; de derechos: 43, 196;
de derechos políticos: 187,189; en la distribución
de bienes: 81,124,148; dos conceptos
de: 461; y envidia: 486; de facultades
naturales: 459; formal: 257; inicial: 148; liberal:
72, 462; y libertad: 10, 17, 41, 44, 53,
76, 78, 80, 97, 99, 110, 123, 148, 154, 156,
172-174,187,190-191,194-195,197-198,201,
226, 235, 259, 271-272, 281, 292, 303-305,
316, 323, 333, 337-338, 352, 360, 408, 412,
422, 451, 457-458, 492, 520, 526; moral: 202;
objeciones a la: 491; de oportunidades: 69,
78-80, 84, 88, 91, 95-96, 102, 105, 108, 124,
148, 154, 191, 230, 233, 255, 257, 259, 261,
272,278-281,284,287,294-295,338,341,360,
363, 393, 462, 480; política: 213n-214, 220,
260; posición original de la: 33,67,173,496,
490; principio de: 44n, 79, 276, 344; prioridad
de la: 279; religiosa: 202; tres niveles
de: 456; valores de la: 47-48
imparcialidad, principio de: 114,146,289,317,
467; acuerdo original y: 320; básica: 257;
desobediencia civü y: 341-342; dos partes
del: 113,116, 314; impedimento para la maximización
de la felicidad: 180; obligaciones
y: 115, 117, 314-316, 318-321, 323n; observador
ideal y: 178-182; política y: 315;
utilitarismo e: 182
imperativo categórico: 132, 135n, 173n, 241,
248, 527; y principios de la justicia: 237-238
impuestos, véase tributación
inclusividad, principio de: 374-376; como variante
del principio aristotélico: 387
individuo, capacidad natural para la simpatía:
179-180; como abstracción: 112; como
fin en sí mismo: 173; concepto ideal del:
247; conducta moral del: 414; deberes y
obligaciones del: 112-113, 132, 188; ideal
del: 148; igualdad de circunstancias en el:
376,386,389,411,450,467,493,520; intereses
en la posición original: 359-360; naturaleza
social del: 472; opciones asequibles
para los: 122-124; posibilidades del: 473-474;
en la posición original: 112, 117, 121, 123,
125, 128, 135, 136, 138, 142-147, 150, 156-
159, 181, 184, 197, 199, 397; y preferencia
en el tiempo: 274; principios para los: 111-
113,115, 240,290; teoría del bien en el: 392-
394,405,407
injusticia: 17-18; deliberada: 349; imprevista:
224; institucional: 22,113-114; y libertad
natural: 78; de la ley: 66, 189, 321-322,
324-325; propensión humana hacia la: 38,
230; rechazo a la: 348; véase también justicia
injusto, lo, acuerdo público de: 64; ambigüedad
de lo que es: 63; explicación de lo: 50;
sentido de: 229; véase también justo
instituciones: 17, 34; afirmación de las: 395;
autocráticas: 246; autoritarias: 246; básicas:
258, 262-263, 265, 272, 284; como objeto
abstracto: 63; como sistema público: 63,456;
como sujeto de la justicia: 62; derechos y
deberes de las: 62; eficacia de las: 99; estabilidad
de las: 208, 221, 308; injustas: 63,
65-67, 113-114, 314, 322; jerarquización de
las: 99; justas: 19, 21-22,41, 63,91,105,112-
113, 116, 146, 178, 204, 208, 221, 230, 262,
269, 271-272, 277, 306, 308, 314-315, 345-
346, 348, 396, 408, 412, 428, 476, 478, 480,
482, 495, 512, 520; justificantes: 27; libres:
200, 352; políticas: 453; principios para las:
65, 67, 240, 280, 290, 305-307; reglas de
las: 63-64, 95; sociales: 20, 62, 134,154-155,
230, 362, 510; tecnocráticas: 246; valoración
de las: 512
interdependencia social: 385-386,393
interés, del individuo en la posición original:
538 ÍNDICE ANALÍTICO
301, 310, 359, 490; moral: 301; ordenamiento
lexicográfico de: 491n; religioso: 301
interés(es) común(es): 106, 212, 288, 318; conflicto
de: 127; identificación artificial de:
189; limitaciones a la libertad por el: 203-
204; principio del: 99, 203, 232; promoción
del: 100,103,389; propio: 134,182
intolerancia religiosa: 32, 232, 337; y libertad:
208-209, 229; en el protestantismo: 205-206;
véase también religión; tolerancia religiosa
intuición: 97, 137, 231; como base de la teoría
de la justicia: 176, 294; y complejidad: 387;
ética: 54; prudencial: 54; de la razón: 59n
intuicionismo: 9, 34, 60, 235, 248, 292-293; como
pluralismo: 45; como teoría de justicia
distributiva: 243; concepto de: 48,124; concepto
tradicional de: 44n; deontológico: 49-
50; y determinación del bien: 506; distintas
clases de: 45; epistemológico: 59n; y justicia:
49, 51, 304; y moral: 54; no dependencia
del: 51, 53-54; y perfeccionismo: 300,
305; en la posición original: 33; rasgo distintivo
del: 50; de sentido común: 45-46,
71; teleológico: 49-50
intuicionista, teoría, características de la: 44;
principio de perfección y la: 300
inversión: 264; en educación: 266
laffé, William: 504n
James, William: 402n
Jevons, W. S.: 52n
Jouvenál, Bertrand de: 300n
juicio(s), colectivo: 330; conscientes: 468; equitativo:
194; imparcial: 182; intuitivos: 295;
de la justicia: 406-407, 409; madurado en
equilibrio reflexivo: 55-59, 175, 178-179;
morales: 50, 60, 97,179-180,182, 522; pertinentes:
57; práctico: 135n; de probabilidad:
166; significado y justificación de los: 60;
de valor: 36, 302, 364-367, 371,392-393,500,
504; variedad infinita de: 55
justicia, asignativa: 92; básica: 286; bien de la:
359, 361, 465, 495; como eficacia: 92; como
regularidad: 222-223, 456; compensatoria:
22, 321; de la constitución: 210; cooperación
social y: 17; de la costrumbre: 46; deber
natural de la: 308-309, 315, 323n, 340n, 342;
derecho internacional y: 21; derechos y deberes
de la: 128, 289, 308; deseo general de:
19; desigualdad y: 109; económica: 34n;
entre generaciones: 128, 138, 265, 267-272,
274-275, 277; de la estructura básica: 24; explicación
de la: 10, 141; formal: 62, 65-67;
general: 12; independiente de la intuición:
51, 53-54; injusta: 90; instituciones sociales
y: 21; lealtad a la: 67; libertad y: 17; natural:
225; objeto primario de la: 17, 20, 99,
143; ordenación-lexicográfica de la: 52n-53,
55, 61, 93; penal: 291; política: 66, 187, 190,
210; prioridad de la: 39, 42-43, 51-54, 191,
245, 277-278, 409, 509, 514, 518; problemas
de la: 98, 100, 192; razonablemente completa:
295; sustantiva: 66-67; violación de
la: 42
justicia, circunstancias de la: 119,144,148,167,
188, 239; caracterización de las: 238; falta
de unanimidad en las: 211; objetivas: 126-
127; origen de las: 487; sociedad caracterizada
por las: 129,191; subjetivas: 127
justicia como imparcialidad: 17, 24-25, 28, 30,
42, 52, 57-58, 72, 76, 97, 105, 114, 117, 118,
121-122,135,156,165,181-182,192,196,210,
246, 249, 257, 384, 407-408, 412, 430, 436,
463, 476, 525, 527; amor a la humanidad y:
184, 452; aplicada a la sociedad: 244; ausencia
de fines dominantes en la: 511; bien
en la: 359-360; características de la: 248,
457n; como ideal filosófico: 58; como teoría
deontológica: 40-41; como teoría egoísta:
145-146; como teoría de la justicia humana:
241; concepto de: 27,112-113,133n, 147, 220,
229, 265, 273, 306, 409; contractualismo y:
29, 39, 116, 178; deberes y obligaciones en
la: 319; derecho en la: 359; desigualdad y:
235; esclavitud y: 162-163; estabilidad de
la: 359, 443, 448, 450, 521; idea principal
de la: 397; ideal moral de la: 43; individualismo
en la: 470; interpretación kantiana de
la: 126, 236-242, 298, 466, 479, 508, 510; intuicionismo
y: 34, 51, 53, 119; libertad y:
199, 201, 235, 304,405; objetivos de la: 128,
292; papel de la sociedad en la: 89,177; perfeccionismo
y: 34, 246-247, 305, 460; principios
de la: 417, 489; psicología moral y:
392; rasgos de la: 26, 247, 404; sistema social
y: 101; utilitarismo y: 34, 39-40, 43-44,
60,157, 246, 271, 464; valores de excelencia
y: 302
justicia, concepto(s) de: 10, 21-22, 25-26, 58,
139, 512; acción unificadora del: 526; apoyado
en la intuición: 51; basado en la unanimidad:
140; compartido de la: 19, 64, 336,
427; definición de: 23-24; distinción arbitraria
y: 19; distributiva: 282; diversos: 119,
283; elección de los: 231, 377, 466, 469, 479-
480, 492; equilibrio y: 19, 48; estabilidad
del: 361; estructura general del: 55; estudio
comparativo de los: 122; evaluación del:
20, 143; explicación y justificación del: 29;
formal: 222; general: 69-70, 179, 187, 221;
ideal: 246; igualitario: 103; intuicionista: 17,
60; justificación del: 411; mutuamente acepÍNDICE
ANALÍTICO 539
tables: 310; objeciones al: 136; ordenación
y preferencia de los: 133-134; papel distintivo
del: 20; perfeccionista: 58; pluralista:
45; en la posición original: 182; público: 132,
156, 175, 280, 318, 331, 362, 410-411, 489,
509, 516, 521; raíces psicológicas de los:
418; razonable: 93, 182, 322; sensibilidad
moral y: 55; tradicional: 123, 130, 147, 325;
utilitarista: 17, 35, 58, 93, 221; vaguedad en
los: 460
justicia distributiva: 50, 91-92, 294, 467, 493;
concepto de: 287; opuesta a la justicia retributiva:
290-291; principal problema de la:
257
justicia, dos principios de la: 12,40,42, 62, 67,
71-72, 78-80, 88, 91-92, 98, 102-103, 107,
109, 113, 119-120, 126, 142, 145, 147, 150,
153-154, 156, 158, 162-164, 166, 169-177,
180, 190, 216, 238, 243, 247, 261-262; como
parte del concepto de derecho: 308; orden
lexicográfico de los: 152,194, 198, 230-233,
235, 279-281, 321, 467; ordenamiento serial
de los: 52, 70, 96, 124, 148-149, 308, 508;
satisfacción de los: 314
justicia, principios de: 10,17-18, 21, 23, 25, 29,
39, 42, 53, 57, 61, 97, 189, 529; aceptación
pública de los: 26, 352, 404-405, 428, 468,
514-516; adaptación de los: 268; aplicación
de los: 63,102,192, 257,265, 305,457; asignación
de derechos y deberes y: 130; como
imperativos categóricos: 237-238; compatibles
con distintos regímenes: 263; competitivos:
44,50; concepción mixta de los: 292,
295, 299; confianza en los: 324; contenidos
de los: 187; deber natural y: 322; definición
de los: 31; determinación de los: 27;
eficiencia y: 75; elección de los: 28, 64,131,
144,147,151,154,177,188,190-191,199,203,
206-208, 210,231, 237, 240-241, 289, 306-307,
312,319-322,343-344,348,361,396,404-405,
407-408, 410-411, 418, 427, 448, 460, 467,
470, 475, 485, 495, 512, 516, 520; envidia y:
486; estabilidad de los: 454; estructura básica
de la sociedad y: 24; evaluación de los:
137; formulación de: 55; fundamentales:
155; igualitarios: 62; implicaciones económicas
de los: 249; de los individuos: 62,
290; de inferencia inductiva y deductiva:
32n; de las instituciones: 62, 280, 290, 305-
307; interpretación democrática de los: 108,
354; interpretación liberal de los: 78-80, 84;
intuicionistas: 304; paternalismo y: 235; posición
original de los: 33, 51, 58, 137, 177,
188; principio de diferencia y: 292-294; prioridad
de los: 43, 76; racionales: 520; reciprocidad
en los: 452, 454; regulación de
los: 287-288, 426; satisfacción de los: 178,
189-190; sustantivos: 173; teleológicos: 302;
teoría del bien y: 360; unanimidad en los:
510; utilitarismo y: 28, 37,140, 149,175,177,
183, 291; velo de la ignorancia y los: 406
justicia, puramente procesal: 62, 73, 88-89 92-
93, 121, 135, 192, 255, 257, 282, 286-288,
458, 467; características de la: 90-91; concepto
de: 493; distribución en la: 256; imperfecta:
89-90, 93, 188-189, 210, 217, 275,
323; perfecta: 89-90,189, 330
justicia, sentido de la: 55, 59, 121, 136, 143,
145, 171, 183-184, 221, 251, 289-290, 414,
476; adquisición del: 359, 410, 412, 418,
443, 447-448, 450, 456, 514, 521; afirmación
del: 464, 513, 516, 519; amor a la humanidad
y: 430, 433; ausencia de: 441-442; caracterización
del: 56,58; como un bien: 362;
como facultad mental: 56; como fuerza política:
352; común: 38-39, 51n, 56, 258, 260,
282-284, 285, 333, 349, 352, 449, 456; concepto
del bien y el: 309-310, 396; conservación
del: 515; defectos del: 324; desarrollo
del: 439; descripción del: 57, 454;
ejercicio del: 56; explicación del: 57; interpretación
del: 431-432; de las mayorías:
335-336, 340, 347, 349, 352; origen del: 487;
protección del: 518; público: 18, 309, 445;
regulación del: 291; de la sociedad: 322,
332,350-351
justicia social: 21,34n, 48, 64-65,117,136,150,
153,190, 299; concepto de la: 22, 24,30,33,
35, 97, 109; expectativas de vida y: 92, 94,
102; intuicionismo en la: 49, 54; objetivo de
la: 195, 203-204; principios de la: 18-20, 62;
principio de diferencia y: 108, 110; teoría
de la: 152
justicia, teoría de la: 12, 17-18, 42, 58, 68, 98,
100, 110, 145, 165, 188, 192, 215, 263, 438,
468; como marco orientador: 61; como teoría
del bien: 245, 398; constitución justa en
la: 209, 217, 345; deber natural y: 306; división
de la: 62; dos partes de la: 231; elaboración
de la: 30; general: 65; ideas intuitivas
fundamentales de la: 10, 125, 176;
límites de la: 462-463; psicologías especiales
y: 480; sociedad justa en la: 22; sustantiva:
11, 59, 523; utilitarismo en la: 34, 309;
valores sociales y: 359
justificación: 10,22, 418; del concepto de justicia:
524; de las convicciones morales: 522;
método de: 527; problemas de la: 30, 523;
procedimientos de: 122; publicidad y: 526;
de la teoría ética: 521
justo, lo: 39; acuerdo público de: 64; ambigüedad
de lo que es: 63, 505; como maxi540
ÍNDICE ANALÍTICO
mización del bien: 50; concepto de: 36, 45,
110, 112, 117, 119, 129, 132, 139, 177, 366,
466; congruencia de: 517; contrastes entre
el bien y: 404; dos definiciones de: 178,
180; explicación de: 50; independiente del
bien: 36, 40, 511; previo al bien: 42; principios
de: 134, 367; prioridad de: 385, 407;
sentido de: 229
Kaldor, Nicholas: 260n
Kant, Immanuel: 10, 24-25n, 42n, 52n, 139,145,
196n, 363n, 415-416n, 474n, 529; sobre el
contractualismo: 237; sobre la envidia: 481;
sobre las generaciones: 268; sobre el imperativo
categórico: 132, 135n, 173, 238, 241,
248; sobre la ley moral: 132n, 239-240; sobre
la obligación: 313-314; sobre la posición
original: 137, 187, 245, 248; sobre la teoría
del bien: 95, 310; sobre la voluntad general:
248
Kaufmann, Walter: 483n
Kendler, Tracy: 13
Kenny, Anthony: 496n-497n, 505n
Keynes, John Maynard: 163n; sobre la acumulación
de capital: 277-278
Kirchenheimer, Otto: 222n
Klinghammer, Erich: 391n, 455n
Kneale, W. K.: 177n
Knight, F. H.: 215n, 288n, 327n
Knox, T. M.: 278n
Kohlberg, Lawrence: 416n-417n
Koopmans, T. C: 73n, 255n, 267n
Krimerman, Leonard: 13
Kyburg, H. E.: 165n
Ladd, John: 196n
Lamont, W. D.: 363n
Laplace, regla de: 165,168
Laslett, Peten 12n, 78n, 147n, 240n, 310n, 461n
Lee, Richard: 13
legalidad, principio de la: 223, 226-227
legislación, clasista: 220; fiscal: 164; ideal: 328,
330; injusta: 190; justa: 190, 329, 330; justicia
de la: 187, 189; véase también constitución
Leibenstein, Harvey: 413n
Leibniz: 287n
Lessnoff, Michael: 11-12, 278n
Lewis, C. L: 180n-181,363n
Lewis, D. K.: 132n
Leyden, W. von: 131n
ley(es): 17; administración de la: 222, 227;
causales: 239; conocimiento de las: 224; fidelidad
a la: 334-335, 348-349; fiscales: 339;
injustas: 66, 189, 321-325, 334; interpretación
pública de las: 226; internacional: 414;
justas: 190, 192, 326; moral: 132, 236, 239-
240, 346, 527; de la motivación: 154; de la
naturaleza: 239; obediencia a las: 315, 319;
principios de las: 65, 344; psicológicas: 168,
171, 387, 419, 425-426, 428, 433, 443, 446-
447, 450-452, 454, 515; de la sociedad: 155;
vaguedad de las: 67, 226
ley, imperio de la: 224, 226; asociado a la justicia:
223; y libertad: 222, 225; principio del:
222
liberalismo: 325n; clásico: 217, 408
libertad(es): 39, 95,107-108; ampliación de las:
194; de los antiguos: 211; de asociación: 99,
287, 302, 342; básicas: 67-71, 96, 99, 106,
148-149,156,164,169-171,173-174,176,190,
193-194,195-196,229-230,235, 246,269-270,
280, 292, 303-304, 324, 338-339, 349, 489-
490, 493; de ciudadanía igual: 99-100, 102,
189-190, 195, 201, 209, 215, 257, 341, 344,
427, 493; civil: 193, 334; concepto de: 187,
195; de conciencia: 20,68,176,187,189-190,
193, 195-199, 201-204, 207-208, 213, 217-
218, 220, 229-230, 232, 246, 257, 319, 490,
526; conscripción y: 345-346; constitucional:
206, 209; contractual: 69; definición de
la: 193; desigualdad de la: 194-195,198, 216,
230, 232; de elección: 200, 238-240, 318,405;
equilibrio de la: 71, 230; equitativa: 123-124,
195-199, 201, 203-204, 491; especificación
de las: 194; de expresión: 68,194; de la filosofía
moral: 59; igualdad de la: 10, 17, 41,
44, 53, 67, 68, 71-72, 76, 78, 80, 97, 99, 110,
123, 148-149, 152, 154, 156, 172-174, 187,
190-191,194-195,197-199,201-202,204,208,
210, 217, 220, 226, 229-230, 232, 234, 259,
271-272,281,292,302-305,316,323,333,337-
338, 352, 360, 408, 412, 422, 451, 457-458,
492, 520, 526; y el imperio de la ley: 222,
225; justicia y: 17, 199, 209, 211-212, 255,
277, 294, 325, 489; de los modernos: 211;
moral: 197, 202, 204; natural: 72, 77-80, 84;
negación de la: 149, 154, 201, 206, 208, 489;
negativa: 192; de opinión: 211, 213, 325;
particulares: 195; de pensamiento: 20, 40,
68,176,189-190,193,195, 202-203, 213, 215,
218, 229-230, 232, 257, 319; política: 68,193,
195, 211-218,220-221, 232-233, 259-260,325;
positiva: 192; principio de: 83, 228; principio
de utilidad y: 199; prioridad de la: 10-
11,149,152,176,187,196, 202, 204, 216-217,
220, 222, 228-230, 235, 245, 278-280, 292,
346, 412, 464, 489, 492-494; protección de
la: 308; pública: 213; religiosa: 197, 202,
204,301; restricciones a la: 71,154,156,194-
197, 201, 203-204, 222, 226, 228, 232-233,
235, 239; de reunión: 68, 211, 213, 215, 218,
ÍNDICE ANALÍTICO 541
325; significado de la: 192, 210, 216; social:
193n; supresión de la: 200, 206; valor de la:
70,194-195, 215-216,218,227,277,325
libre asociación, principio de, véase libertad
de asociación
Little, I. M. D.: 77n, 94n, 141n, 164n, 324n
Locke, John: 10, 24; sobre el contractualismo:
43, 114; sobre la moral: 131; sobre la tolerancia:
205
Loev, Gerald: 334n
Lorenz, Konrad: 454n
Louch, A. R.: 305n
Lovejoy, A. O.: 474n
Loyola, Ignacio de: 500
Lucas, J. R.: 126n, 133n, 222n
Luce, R. D.: 89n, 150n, 166n, 253n, 297n, 405n,
504n
Luther King, Martin: 332n
Lyons, David: 34n, 341n
Mabbott, J. D.: 34n, 141n, 372n
MacCallum, G. G.: 193n
Maccoby, E. E.: 421n
Maine, H. S.: 299
Marglin, S. A.: 154n, 274n
MarshaU, Alfred: 244
Marx, Karl: 244, 263, 282n, 286n, 474n, 486n
mayor probabilidad, principio de: 374-375
mayorías, decisiones de las: 188; gobierno de
las: 216-218; principio de las: 217; regla de:
212-213,218,232,306,323-325,326,330-331,
348; sentido de la justicia de las: 335-336,
340,347,349,352; voto de las: 327
McCallum, R. B.: 219n
McCloskey, Herbert J.: 45n, 325n
McDougall, William: 401n, 417n
Mead, G. H.: 423n
Meade, J. E.: 256n-257n, 260n
Meiklejohn, Alexander: 194n
Melden, A. I.: 114n, 433n
Mili, James: 415n
Mili, John Stuart: 9, 34n, 37n, 51-52n, 196n,
386n, 415, 442n, 474n; sobre los deseos:
453, 491; sobre las instituciones libres: 200;
sobre la libertad: 201, 213; sobre la posición
original: 125,157; sobre el principio de utilidad:
199,508; sobre el sentido común: 282;
sobre el sentido de la justicia: 454; sobre la
sociedad justa: 416; sobre el sufragio: 219-
221; sobre el valor: 199-200
Miller, G. A.: 370n
Moore, G. E.: 45n, 49-50, 300n
moral, de la asociación: 417,422-429,432, 439;
de la autoridad: 417-418, 420-421, 424, 432,
452; bondad: 366; capacidad: 55-56; contractualismo
y: 54; deber: 114; desarrollo:
417, 422, 429, 439, 443-444, 447; diversas
interpretaciones del concepto de: 130n; división
del juicio: 36; del dominio propio:
433; económica: 189n; emoción: 433-434,
437; excelencia: 438; filosofía: 9, 56-59, 155^
165; geometría: 121, 126; ideal: 43; impresiones:
433-434, 436-441, 443, 454-455; interpretación:
437; ley: 132n, 236, 239-240,
527; motivación: 440; neutralidad: 366; política:
210; principio básico de la: 131; de
los principios: 417, 427-428, 430, 432, 436;
psicología: 136, 141, 143, 170-171, 174, 418,
420, 465, 515; racional: 440; de sentido común:
422; significado de: 129; de supererogación:
432-433, 438; sustantiva: 60; teoría:
55, 121, 189n; tres etapas de la: 433, 439,
448; valor: 10, 50, 52, 361, 367, 397, 436; virtud:
184,395-396
moral, aprendizaje: 171, 240n, 424, 444, 465;
autonomía y: 466; descripción psicológica
de la: 418, 448; distintos tipos de: 417; dos
concepciones de: 414-417; principios del:
447; regulación del: 442; de la sociedad:
466
moral, personalidad: 458, 508; capacidad de
la: 457; características de la: 506; concepto
de: 303, 460; definición de: 456; dos aspecto
de la: 310
moral, teoría: 55, 297, 361; concepto de la: 12;
intuicionismo y: 54; naturaleza de la: 10;
significado y análisis de la: 12; utilitaria:
34n
morales, carencia de excelencias: 403; imposiciones:
304n; juicios: 50, 60, 97, 179-180,
182, 522; necesidad de principios: 44n; principios:
45,312,416,430,522, 526-527
Morgan, G. A.: 299n
Morgenbesser, Sidney: 12n
Morris, Herbert: 13
motivación de "efectancia": 386n
Murphy, J. G.: 25n, 236n
Musgrave, R. A.: 258n, 261n, 264n
Mussen, Paul H.: 415n
Myrdal, Gunnar: 157n
Nagel, Thomas: 13,183n, 383n
Nakhnikian, George: 130n
Nash,J. F.:133n
naturaleza, arbitrariedad de la: 104; estado de:
25, 43, 144, 252; humana: 155-156, 391-392
Neumann-Morgenstern, definición de la utilidad
cardinal: 161, 297-298
Nietzsche, Friedrich: 299, 483n; sobre el bien:
37
Nisbet, H. B.: 25n, 132n, 236n, 268n, 474n
Nozick, Robert: 13, 44n
542 ÍNDICE ANALÍTICO
obediencia: 67; a la constitución: 315, 343, 348;
deber de: 345; estricta: 231, 291; a las instituciones:
116-117, 308; a las leyes: 315, 319;
a leyes injustas: 306, 320-325; parcial: 22,
191, 228, 232, 291, 321, 348; en la posición
original: 231; principios de: 43; teoría de la:
22; total: 22
objetividad: 469,490; caracterización de la: 466-
467; concepto de: 470; explicación de la:
468
obligación(es): 117; adquisición de: 115, 314;
de cumplir las promesas: 316, 318; derivadas
del principio de imparcialidad: 314;
explicación de las: 315; fiduciarias: 319-320;
imperfecta: 313; moral: 198, 319; natural:
306, 331; perfecta: 313-314; política: 11,115,
188, 221, 306, 318, 321-322, 325, 342; principio
de: 309; principio de imparcialidad y:
115, 117, 314-316, 318-320; rasgos característicos
de la: 114; religiosa: 198; véase también
deber natural; derechos y deberes
observador ideal: 178-179, 247; como interpretación
correcta de imparcialidad: 182;
como patrón de justicia: 181; definición de
lo justo del: 180
Olson, Mancur: 250n
oposición, principio de: 211
Oppenheim, Félix: 193n
organización social, véase cooperación social;
sociedad; unión social
pacifismo: 336-337, 349; formas de: 347; general:
347
Pareto, Vilfredo: 120; sobre el principio de eficiencia:
73-74; sobre el sistema de reglas
públicas: 76n
participación, principio de: 215, 218, 230; definición
del: 216; igual: 210, 212; libertad
justa definida por el: 211; límites al: 213,
216; mérito principal del: 217
partidos políticos: 211; autonomía de los: 214;
financiamiento a los: 215
paternalismo: 234, 406, 460; guiado por los
principios de justicia: 235; justificación del:
235; principio del: 199
Patón, H. I.: 236n, 363n
Pattanaik, P. K.: 161n
Paul, G. A.: 200n
Payne, E. F.: 145n
Peacoock, A. T.: 264n
Pearce, I. F.: 52n
pena de muerte, justificación de la: 205
Pennock, J. R.: 12n, 107n-108n, 325n, 458n
Perelman, Ch.: 12n, 66n
perfección, principio de: 124,174,199,299, 301,
476, 484; como modelo en una teoría intuicionista:
300, 305; como norma de justicia
social: 304; libertad igual y: 304; en la posición
original: 400; rechazo al: 233, 300, 302,
305
perfeccionismo: 28, 34, 37, 58, 60, 123, 201,
400, 431, 459; como teoría de justicia distributiva:
243; contractualismo y: 301; ética
del: 302; opuesto al utilitarismo: 246-247;
posibilidad de otras formas de: 305
Pericles: 131
Perry, R. B.: 35n, 107n, 146, 363n, 370n, 374;
sobre la integración social y personal: 139
Petrarca: 503
Petrie, J.: 66n
Phelps, E. S.: 13
Piaget, Jean: 415-417n
Piers, Gerhart: 401n
Pigou, A. C: 34n, 286n; sobre el utilitarismo: 43
Pitcher, George: 434n
Pitkin, Hanna F.: 114n, 117n, 215n, 232n
placer, véase hedonismo
Plamenatz, J. P.: 117n, 278n
Platón: 411n,471n
pluralismo: 45; en la democracia: 329n
poder(es), abuso de: 354; acumulación de: 261;
ejecutivo: 445; legislativo: 26, 445; separación
de: 216, 348
Poincaré, Henri: 33n
Pole, J. R.: 219n
política(o), competencia: 215, 221; decisión:
330; desigualdad: 219; economía: 243-244,
249; económica: 190, 192, 244; educación:
221; genética: 136; igualdad: 213n-214, 220;
justicia: 210; libertad: 68,193,195, 211-218,
221, 232-233, 260; moral: 210; obligación:
221,321,342-343; oposición: 340; poder:
214; principio de imparcialidad en: 315;
social: 46,99,165,187,190,192,244,295
posibilidades, principio de: 217
posición original: 163, 236; el bien en la: 96,
183; como situación hipotética: 121; concepto
de la: 56, 61, 160, 270, 467, 523; concepto
del bien en la: 393-394; concepto contractual
de la: 248; concepto kantiano de autonomía
y: 241; concepto procesal de la: 247;
conocimiento en la: 136, 140, 360; contractualismo
y: 268; deber de la justicia en la:
324; definición de la: 139, 179; descripción
de la: 129,143,155, 237, 240, 467, 528, 530;
desinterés mutuo en la: 128-129,180,182; diversas
interpretaciones de la: 122; elección
de principios de justicia en la: 58, 67, 80,
137,150,176-177,188,203,206-208,210,271,
289,306-307,312,319-322,343-344,348,361,
404, 408, 410-411, 418, 427,. 435, 470, 512,
516, 520, 522; expectativas de vida y: 162,
ÍNDICE ANALÍTICO 543
168; de la igualdad: 33, 67,173,496, 490; en
el individuo: 112,117,121,123,125,128,135,
138, 142-147, 150, 156-159, 181, 184, 197,
199, 234, 274, 301, 310, 397, 400; intereses
del individuo en la: 301, 310, 359, 490; interpretación
de la: 302, 343; interpretación
kantiana de la: 137, 187, 245, 248, 403, 429,
511; juicio moral en la: 182; naturaleza de
la: 152; noción intuitiva de la: 33; obediencia
estricta en la: 231; obligación en la: 316;
preferencia en el tiempo en la: 273; principio
de perfección y: 233; principio de utilidad
y: 171,177; de los principios de justicia:
33, 57, 119, 299; probabilidades y: 169; racionalidad
en la: 140-141; reciprocidad en
la: 490; riesgos en la: 166; teoría moral y:
121; variaciones de la: 126, 528; velo de la
ignorancia en la: 269, 274
Potter, R. B.: 344n
precios, asignación de: 256; competitivos: 254,
258, 282; teoría de: 504n
preferencia en el tiempo: 270, 276; en la posición
original: 273; rechazo a la: 274
Pribram, K. H.: 370n
Price, Richard: 45n
Prichard, H. A.: 45n, 318, 320
primogenitura: 278
prioridad: 124, 270; del derecho: 52n, 230,409,
508-509, 518; de la igualdad: 279; juicios
intuitivos de: 54; de la justicia: 39, 42-43,
51-54, 191, 245, 409, 509, 514, 518; de la libertad:
10-11, 149, 152, 196, 202, 204, 216-
217, 220, 222, 228-230, 412, 464, 489; reglas
de: 44-45, 61, 110, 115, 196, 235, 281, 312,
430,451,453,457n, 489
probabilidad(es): 152,165; distribución de: 176,
298; juicios de: 166; posición original y: 169
producción: 286; de bienes: 253; distribución
de la: 285; medios de: 20, 69, 72-73, 214,
250, 254,256, 257, 262, 266, 285
promedio, principio del: 159-160,163-164,167-
169,177
prometer, regla de: 316-317, 319-320; significado
de: 316
promesas: 306, 315, 320, 322; bona fide: 317;
obligación de cumplir las: 316-318
propiedad privada: 62, 83, 154, 164, 256; acumulación
de: 261; del capital: 257; democracia
de: 257; derechos de: 249, 258-259,
264, 315, 338; distribución de la: 278; economía
de: 243, 250, 253, 286; de los medios
de producción: 20, 69, 72, 213, 250, 254,257,
262; reglas de: 289; sistemas de: 254; tipos
de: 69
propiedades de base amplia, 394n-396
protestantismo, intolerancia en el: 205-206
proyectos, véase expectativas de vida
prudencia: 134, 467; racional: 54, 97,139,181n,
274; principio de la: 40
psicología moral: 136, 141, 143, 145-146, 170-
171, 174, 420, 465; en la elección de principios:
418; justicia como imparcialidad y:
392; tres principios de la: 168, 171, 387 410-
412, 419, 425-426, 428, 433, 443, 446-447
450-452, 454, 515
psicologías especiales, envidia y: 479-480 483-
484,488-489
publicidad: 252, 349, 526; condición de la: 130n,
132,411; efectos de la: 311
puestos abiertos, principio de: 89
Quine, M. V.: 12,113n; 130n, 522n
Rabinowitz, Joshua: 13
racionalidad: 143-144, 147, 213; bondad como:
367-368, 379, 384, 393-394, 396, 398-399,
472; colectiva: 520; concepto de: 26, 36, 141,
362, 366, 373, 380, 405, 407, 464; definición
de la: 378; deliberativa: 370-371, 376, 378-
379,382-385, 404, 498, 504,506,509,514; de
los deseos: 370; en la elección de principios:
512; en las expectativas de vida: 172,
370-371, 373, 378-379, 381-382, 384-385; de
los fines: 370; mutuamente desinteresada:
142; en la posición original: 140-141, 273,
360-361; significado de: 363; unanimidad
y: 405
Raiffa, Howard: 89n, 150n, 166n, 253n, 297n,
405n,504n
Ramsey, F. P.: 267n, 273n, 344n
Raphael, D. D.: 45n, 103n
Rashdall, Hastings: 300n
razón, insuficiente: 144, 163n-166,169, 176; intuiciones
primarias de la: 59n; natural: 457
reciprocidad: 105, 472; concepto de: 27, 438,
447; condiciones y ventajas de la: 454n; consenso
traslapante y: 352; entre las especies:
455n; en la posición original: 490; principio
de: 410, 416,451-452, 454, 461, 528
regla(s), de comparación: 168; de definición de
la libertad: 70-71; de elección: 88, 151;
de excelencia: 304; de juegos: 316, 319; de
Laplace: 165, 168; legales: 316; de mayorías:
212-213, 218, 232, 306, 323-325, 330-
331, 348; de minorías: 325; de prioridad:
44-45, 61, 110, 115, 196, 235, 281, 312, 451,
453, 457n; de prometer: 316, 319; de propiedad:
289; sistema público de: 64, 76n,
193, 315, 320; de valor: 302; de votación:
329-330;
regla maximin: 150,153,163,169; rasgos principales
de la: 151-152
544 ÍNDICE ANALÍTICO
Reiss, Hans: 132n, 236n, 268n, 474i\
religión(es): 204-205, 229, 41 ln; objeción de
conciencia y: 336-337; reconciliación entre
las distintas: 210; represión a la: 339-340;
véase también tolerancia religiosa
Rescher, Nicholas: 44n, 293n
resentimiento: 20; envidia como: 488
resistencia militante: 22, 321
respeto a sí mismo: 10,172,310; bases del: 69;
como bien primario: 11, 69, 109, 248, 281,
330,360, 392-393, 398-401,462, 493-495; definición
del: 398; descripción del: 492; interés
racional por el: 173; pérdida del: 174
respeto mutuo: 112,172,240,310,348,466,529
responsabilidad, ante sí mismo: 383-384; distribución
de la: 73; principio de: 227-228,
Richards, David: 11
riesgo, aversión al: 161; evaluación racional
del: 165-166; en la posición original: 166
riqueza: 254, 281, 393, 487; como merecimiento
moral: 287; desigualdad en la: 53, 70;
distribución de la: 32, 68-70, 73, 76-77, 79,
82, 95, 99, 102, 148, 259, 301, 493; injustica
en la: 268; regulación de la: 266
Rodes, Robert: 80n
Roover, R. A. de: 254n
Rorty, Amélie: 13
Ross, Betty: 486n
Ross: W. D.: 50, 287n, 366n, 431; sobre el deber
prima facie: 312-314
Roth, Guenther: 494n
Rousseau, Jean-Jacques: 10,24,138n, 415-416n,
419n, 488n; sobre el contractualismo: 237;
sobre la libertad: 240; sobre la tolerancia:
205; sobre la voluntad general: 248
Royce, Josiah: 363n; sobre las expectativas de
vida: 370
Ruggiero, Guido de: 193n
Runciman, W. G.: 12n-13, 78n, 147n, 240n,
310n, 461n-462n
Rule, Gilbert: 505n
Sachs, David: 439n
salarios, determinación de los: 288; diferencia
en los: 284, 291; justos: 282; precepto de los:
286
Samuelson, P. A.: 504n
sanciones, véase castigo
Santayana, George: 503; sobre la aristocracia:
80n
satisfacción, capacidad de: 459; del deseo racional:
37-38, 41, 44, 96; de deseos: 37-38,
41, 44, 96, 160, 300-301, 408, 490; equilibrio
de: 34-35, 38, 41, 47, 53, 92, 301; en las expectativas
de vida: 378-379; de intereses:
201; maximización de la: 308; media: 168;
principio de: 462; del principio de diferencia:
267; de los principios de la justicia:
178,189-190; del principio de utilidad: 171
Savage, L. I.: 165n
Scanlon, T. M: 13,394n
Schaar, John: 108n
Scheller, Max: 483n, 494n
Schiller, Friedrich: 474n
Schneewind, J. B.: 59n, 415n-416n
Schneider, H. W.: 433n
Schoeck, Helmut: 486n
Schopenhauer, Arthur: 145
Schultz, R. A.: 487n
Schumpeter, J. A.: 329n
Scitovsky, Tibor: 77n, 243n, 267n
Searle, J. R.: 64n, 316n, 367n
sectas: 340; tolerantes: 207; intolerantes: 208-
209, 230; véase también religión; tolerancia
religiosa
Selby-Bigge, L. A.: 22n, 52n, 177n, 179n, 481n
selección, natural: 391,454; social: 12
Sen, A. K.: 12, 52n, 73n, 77n, 87n, 133n, 141n,
161n, 243n, 252n, 267n, 274n, 296n-298n,
325n
sentido común: 38-39, 51n, 56, 258, 260, 294,
298, 456, 495, 517, 522, 529; conocimiento
de: 385; distribución de la riqueza y: 287; justicia
puramente procesal y: 288; reglas de
moral de: 422; normas de: 282-286, 288, 293
sentimientos morales: 145-146, 184, 350, 412,
415-416, 429, 438, 466; actitudes naturales
y: 439-443; administración pública y: 445;
carencia de: 426; concepto de: 433; definición
de los: 396; envidia y: 487; necesidad
de los: 414; normativos: 432; principales
rasgos de los: 433; reguladores: 519; resentimiento
como: 482; teoría de los: 59, 121
servidumbre: 152,154,232-233
servilismo: 107
Shaftesbury, lord: 34n
Shand, A. F.: 440n
Sharp, F. C: 177n
Shibata, Hirafumi: 264n
Shklar, J. N.: 13, 222n, 488n
Sidgwick, Henry: 34, 37n, 363n, 414, 456n; sobre
el equilibrio reflexivo: 59; sobre la ética
kantiana: 239-240; sobre la igualdad: 66,78n;
sobre el placer: 502-503; sobre la preferencia
en el tiempo: 274; sobre el principio
del promedio: 177; sobre la prudencia racional:
181n; sobre la racionalidad: 273, 378,
382; sobre la teoría del bien: 95,180n-181n;
sobre el utilitarismo: 40, 43, 50-51, 431, 517
Simón, H. A.: 141n, 379n
simpatía: 178, 452, 454; natural: 179-180
Singer, Milton: 401n
ÍNDICE ANALÍTICO 545
situación original, véase posición original
sistema económico y social: 179; aprobación
del: 178; elementos principales del: 21
Smart, J. J. C: 34n, 157n, 180n
Smith, Adam: 9,34n, 64,247,433n, 471n, 474n;
sobre la sociedad: 177
sociedad, aristocrática: 104; autonomía y: 464,
470; bienestar de la: 35; caracterizada por
las circunstancias de la justicia: 129; casi
justa: 345, 347-348, 351-352; civil: 278, 471n;
como esquema de cooperación: 44, 62,171;
comunista: 474n; concepto de: 23; concepto
de justicia de la: 175; democrática: 115,294,
332, 338, 346, 348, 350, 354; dos principios
de justicia aceptados por la: 208, 322; explicación
de los valores de la: 359; justa: 17,
22,34,39,91,231,246,271-272,416; injusta:
104; jerárquica: 495; leyes de la: 155; meritocrática:
103, 108; naturaleza de la: 154;
objetivo de la: 246; privada: 471-472; reglas
de la: 18; sentido de la justicia de la: 322,
332, 350-351; socialista: 253; teoría del bien
para la: 393-394; utilitaria: 174, 247; véase
también cooperación social; unión social
sociedad, estructura básica de la: 17, 20-22,
24,47, 53,62, 65, 69, 72, 110,143,170; aplicación
de los dos principios de justicia a la:
102,154,172-174,237; características morales
de la: 98; como objeto principal de la
justicia: 89, 99; como sistema público: 63;
como unión social: 11, 82, 89,109,126,191,
348, 470; concepto ideal de la: 247, 271;
configuración de la: 104; confirmación de
la: 148; constitución como fundamento de la:
215; derechos y deberes en la: 76, 303; desigualdad
económica y social en la: 80, 98;
división de la: 467-468; evaluación de la:
99, 245; injusta: 84, 335; justicia de la: 244,
261, 282, 284-285, 306, 319, 321, 331, 395,
414; libertad en la: 210; principio de utilidad
en la: 157, 200, 283-284, 450-452; principios
para la: 111-112; regulación de la: 105, 257,
259,448,450,485
Sócrates: 299
Solow, R. M.: 267n, 276n
Spiegel, H. W.: 285n
Spiegelberg, Herbert: 103n
Spitz, David: 200n
Stein, Walter: 347n
Steinhaus, Hugo: 89n
Stern, Lawrence: 12
Stevenson, C. L.: 434n
Strachey, James: 487n
Strawson, P. F.: 130n
Streeten, Paul: 157n
sufragio: 221, 307; mayoritario: 327; plural:
219-220; reglas del: 326, 329-330; universal-
214,219; valor del: 212
Suppes, Patrick: 12n
Tawney, R. H.: 78n
Taylor, C. C. W.: 505n
teleológica, teoría: 36, 41, 49-50,160-161, 235,
459; clásica: 124; como fin dominante: 511;
comparada con los principios de la justicia:
453; contrastada con el bien: 359, 505;
contraste con el contractualismo: 511; críticas
a la: 529; hedonismo y: 506, 509; libertad
de igual ciudadanía y: 201, 229; perfeccionista:
50,299-300,304; utilitarismo como:
40,300,304
teoría(s), del bien: 11, 13, 62, 95, 141; completas:
60; de conjuntos: 59; del consentimiento
parcial: 469; decidibles: 60; de la demanda:
504; democrática: 107-108; deontológica:
41, 49-50; económica: 26,136,160, 267, 445,
471n; emotiva del significado: 369; epistemológica:
45; ética: 118; de la evolución:
454; de las fuerzas üocucionarias: 369; general
de los actos verbales: 368-369; mixtas:
123-124; moral: 55, 121, 189, 297, 361; del
orden natural: 463; de las organizaciones:
250n; de precios: 73n, 120-121; de los sentimientos
morales: 59, 121; social: 121, 141,
188,190-191
Terrell, Huntington: 13,467n
Thoreau, Henry David: 332n; sobre la objeción
de conciencia: 335-336
Thorpe, W. H.: 391n
Tinbergen, Jan: 381n
Tobin, James: 267n
tolerancia: 352; religiosa: 197n-198, 204, 337;
del intolerante: 206-210; limitada: 205-206;
principio de la: 205
Tories: 219
Tower, Anna: 13
trabajo, división del: 155, 190, 258, 478, 489;
racional: 272
tributación: 249, 260; criterio tradicional de:
261; progresivos a la renta: 262; sobre sucesiones:
261-262
Trivers, R. B.: 454n-455n
Troeltsch, Emst: 494n
Troyer, John: 11
Tucker, A. W.: 252n, 263n
Tullock, Gordon: 76n, 189n
Tussman, Joseph: 117n
Tymoczko, A. T.: 13
unanimidad: 247-248; concepto de la justicia
basado en la: 140, 510; criterio de: 264; perpetua:
144; racionalidad y: 405
546 ÍNDICE ANALÍTICO
unión social: 10-11, 109, 473, 493; aplicación
de la: 477; características de la: 475; concepto
de: 400-401, 474n, 521; distintos tipos
de: 476, 491; ideal de la: 464; moral de la:
417, 422-429, 432, 439; organización de
la: 202; términos básicos de: 19; de uniones
sociales: 478, 509-510, 516, 526; véase también
cooperación social; sociedad
universalidad: 131-132, 236
Urmson, I. O.: 34n, 363n-364n, 369n, 433n
utilidad: 167; cálculos teóricos de la: 156; cardinal:
161, 296-297; dos formas de: 184;
equilibrio de la: 53, 124; estimación de las
funciones de: 295; forma clásica de: 37,
156, 164; justicia y: 58, 140; maximización
de la: 164; medida interpersonal de la: 296;
significado de la: 157; social: 298; teoría de
la: 43, 52n; total: 124
utilidad, principio de: 9, 27-28, 34n-35, 44n,
47,49-50,53,94,118,149,152,165,169,173,
182, 189, 199, 299, 453, 459; aceptación del:
197, 311, 451-452, 468; ahorro y: 276; clásico:
119,122-124,156-158,160,177-181,183,
267, 292; colectivo: 273; elección de: 307-
308; estructura básica y: 93; ética del: 297;
expectativas de vida y el: 157,160, 174; hedonista:
507-508, 511; inadecuado para el
ordenamiento lexical: 511; perfeccionismo
y: 246-247; principio de igualdad y: 276;
posición original y: 171,177; promedio: 122-
123; rechazo del: 198, 528; satisfacción del:
171; en la sociedad: 157, 200, 283-284, 450-
452; vaguedad del: 295-296, 298; valor y:
201; valor del bien y: 407
utilidad media, principio de: 87,119,124,147,
156-158, 160-162, 164-165, 168, 176, 181;
igual: 297; limitaciones al: 293; maximización
de la: 174-175, 177, 293, 297; principio
de diferencia y: 292
utilitarismo: 9, 39, 82, 95, 139, 154, 414, 517;
características del: 42, 155; como base de
deberes y obligaciones: 11; como teoría individualista:
40; contractualismo y: 155, 301,
407, 501, 510; definición del: 175; doctrina
clásica del: 10, 34, 50, 92-93, 118-119, 177,
303, 506; expectativas de vida y: 94; formas
de: 34; hedonista: 464; imparcialidad y:
182: juicios morales y: 50; justicia y: 44; justificación
del: 40; libertad y: 199; moral y:
171; objeciones al: 296; principios de justicia
y: 28, 37, 140, 149, 175, 177, 183, 291,
431; teoría del: 13, 34
valor(es), de los bienes primarios: 167; búsqueda
racional del: 201; concepto de: 199-
200, 303; de los derechos fundamentales:
201; elección de: 200n; de excelencia: 302;
instrumental: 394; juicios de: 36, 302, 364-
367, 371, 392-393, 500, 504; marginal: 303;
naturales: 390, 396; principio de utilidad y:
201; reglas de: 302; sentido del: 174, 360;
social: 180n, 359, 361; tabla de: 167
valor moral: 10, 50, 393-394; concepto de: 288,
367, 397, 436; definición del: 361, 397; diferentes
clases de: 398; explicación del: 404;
felicidad y: 431; porciones distributivas y:
288, 290; sentido de la justicia en el: 289
Vanek, Jaroslav: 254n
Venturi, Franco: 268n
vergüenza: 141,442; caracterización de la: 401;
moral: 401, 403-404; natural: 401-402; naturaleza
de la: 403; respeto propio y: 402 sentimientos
de culpa y: 401, 403-404, 434,
437-438,519; virtud y: 404
Vickrey, W. S.: 159n, 212n, 297n
Viner, Jacob: 412n
virtud(es), características de la: 289; como excelencia:
403; moral: 184, 291, 395-396, 477,
482; teoría de la: 367; unidas a la vergüenza:
404
Vlastos, Gregory: 23n
voto, véase sufragio
Walras: 504n
Walzer, Michael: 117n, 342n, 347n
Warnock, G. F.: 147n
Warrender, Howard: 227n
Wasserstrom, R. A.: 234n
Weber, Max: 494n
Wechsler, Herbert: 222n
Whigs: 219
White, Morton: 12n, 522n
White, R. W.: 386n, 401n
Whiteley, C. H.: 114n
Wicksell, Knut: 157; criterio de unanimidad
de: 264
Wiener, P. P.: 287n
Williams, B. A. O.: 78n, 108n, 147n, 240n, 310n,
434n, 461-462n
Williams, G. C: 455n
Wittgenstein: 434n, 504-505n
Wiftich, Claus: 494n
Wolff, R. P.: 12
Wollheim. Richard: 196n, 226n
yo, naturaleza del: 510; racional: 507; realización
de la: 507; unidad del: 10, 464, 495,
501,509
Young, Michael: 108n
Ziff, Paul: 363n, 365n, 367n
Zinn, Howard: 332n, 334n
ÍNDICE GENERAL
Prefacio 9
Primera Parte
LA TEORÍA
l. La justicia como imparcialidad 17
1. El papel déla justicia 17
2. El objeto de la justicia 20
3. La idea principal de la teoría de la justicia 24
4. La posición original y su justificación 29
5. El utilitarismo clásico 34
6. Algunos contrastes relacionados 39
7. Intuicionismo 44
8. El problema de la prioridad 50
9. Algunas observaciones acerca de la teoría moral 55
II. Los principios de la justicia 62
10. Instituciones y justicia formal 62
11. Dos principios d é l a justicia 67
12. Interpretaciones del segundo principio 72
El principio de eficiencia, 74
13. La igualdad democrática y el principio de diferencia 80
El principio de diferencia, 81; La conexión en cadena, 85
14. Igualdad de oportunidades y justicia puramente procesal . . 88
15. Los bienes sociales primarios como base de las expectativas 93
16. Las posiciones sociales pertinentes 98
17. La tendencia a la igualdad 1^
18. Principios para las personas: el principio de imparcialidad . .
19. Principios para las personas: los deberes naturales
III. La posición original H
20. La naturaleza del argumento en favor de las concepciones de
justicia H
100
21. La presentación de opciones lJ~
22. Las circunstancias de la justicia 1^
23. Las restricciones formales del concepto de lo justo Ví
24. El velo de la ignorancia 13
548 ÍNDICE GENERAL
25. La racionalidad de las partes 140
26. El razonamiento que conduce a los dos principios de justicia 147
27. El razonamiento que conduce al principio de la utilidad media 156
28. Algunas dificultades en relación con el principio del promedio. 162
29. Algunas de las principales razones en favor de los dos principios
de justicia 169
30. Utilitarismo clásico, imparcialidad y benevolencia 177
Segunda Parte
INSTITUCIONES
IV. Igualdad de la libertad 187
31. La secuencia de cuatro etapas 187
32. El concepto de libertad 192
33. Igual libertad de conciencia 196
34. La tolerancia y el interés común 201
35. La tolerancia de los intolerantes 206
36. La justicia política y la constitución 210
37. Limitaciones al principio de participación 216
38. El imperio de la ley. 222
39. Consideraciones sobre la propiedad de la libertad 229
40. La interpretación kantiana de la justicia como imparcialidad 236
V'. Porciones distributivas 243
41. El concepto de justicia en la economía política 243
42. Algunas consideraciones acerca de sistemas económicos . . . 249
43. Las instituciones básicas para una justicia distributiva . . . . 257
44. El problema de la justicia entre generaciones 265
45. La preferencia en el tiempo 273
46. Otros casos de prioridad 277
47. Los preceptos de la justicia 281
48. Las expectativas legítimas y el criterio moral 287
49. Comparación con otras concepciones mixtas 291
50. El principio de perfección 299
VI. El deber y la obligación 306
51. Argumentos para los principios del deber natural 306
52. Argumentos en pro del principio de imparcialidad 314
53. El deber de obedecer a una ley injusta 320
54. El status de la regla de mayorías 325
55. La definición de desobediencia civil 331
56. La definición de rechazo de conciencia 335
57. Justificación de la desobediencia civil 338
ÍNDICE GENERAL 5 4 9
58. Justificación del rechazo de conciencia 343
59. El papel de la desobediencia civil 347
Tercera Parte
Los FINES
VIL La bondad como racionalidad 359
60. La necesidad de una teoría del bien 359
61. La definición del bien para casos más sencillos 362
62. Una nota sobre el significado 367
63. La definición del bien para los proyectos de vida 370
64. Racionalidad deliberativa 377
65. El principio aristotélico 385
66. La definición del bien aplicada a las personas 392
67. El respeto propio, excelencias y vergüenza 398
68. Algunos contrastes entre lo justo y lo bueno 404
VIH. El sentido de la justicia 410
69. El concepto de una sociedad bien ordenada 410
70. La moral de la autoridad 418
71. La moral de la asociación 422
72. La moral de los principios 427
73. Características de los sentimientos morales 433
74. La relación entre actitudes morales y naturales 439
75. Los principios de la psicología moral 443
76. El problema de la estabilidad relativa . 448
77. La base de la igualdad 455
IX. El bien de la justicia 464
78. Autonomía y objetividad 464
79. La idea de unión social 470
80. El problema de la envidia 479
81. Envidia e igualdad 483
82. Fundamentos para la prioridad de libertad 489
83. Felicidad y fines dominantes 495
84. El hedonismo como método de elección 501
85. La unidad del yo 506
86. El bien del sentido de la justicia 512
87. Observaciones finales sobre la justificación 521
índice analítico 531